¿Qué hacemos en las reuniones?

La acción de la Ciudad Católica comienza a expandirse pronto a través del trabajo en células, que debían animar la acción en el seno de los distintos cuerpos intermedios. Sin embargo, tras unos comienzos prometedores, pronto –fruto del desconcierto de los años del Concilio y su posteridad– se agostaron. Va a quedar, eso sí, el grupo madrileño, que sigue reuniéndose todos los martes (reunión a la que suman, en algunos períodos, la de economía los miércoles y la de universitarios los jueves), acompañado por un buen puñado de amigos en otras ciudades, que mantiene una presencia cultural notabilísima en las páginas de la revista y en las reuniones anuales de amigos de la Ciudad Católica reforzando la cosmovisión católica tradicional. Hasta el día de hoy.

La revista, tras un primer período próximo al modelo francés de unos cuadernos de apoyo a la acción capilar, pronto va cuajando como una herramienta de notable peso intelectual y relevancia internacional.

Se ha dicho que, en este sentido y en su género, sólo Itinéraires habría tenido una relevancia semejante y, tras su desaparición, quizá solo Catholica la haya adquirido. Con la primera, hechura de su director Jean Madiran, que Eugenio Vegas estimaba grandemente, la relación fue estrecha, publicando con frecuencia textos de sus colaboradores más caracterizados (Louis Salleron, Marcel de Corte, Gustave Thibon, los hermanos Charlier, además del propio Madiran). Más aún, cuando la publicación gala vaya centrando su interés en las polémicas que sacudieron el mundo católico en el posconcilio, y que no se han apaciguado sino aparentemente, Verbo –al perseverar en el cultivo de las doctrinas políticas y sociales– vino a ver reforzado su papel. En cuanto a Catholica, obra principal igualmente de su director y nuestro amigo Bernard Dumont, la colaboración no ha sido menos estrecha y, en algún modo, ha resultado más biunívoca.

Ya ha sido mencionada, de pasada, la dimensión internacional de Verbo. Además de la presencia francesa, que no se termina con los autores citados (pues no puede olvidarse, por ejemplo, al historiador Jean Dumont, o al fidelísimo Patricio Jobbé-Duval), ha de colacionarse inmediatamente la apertura hispánica, con la participación de lo más granado de la cultura católica tradicional en Hispanoamérica (basten, entre otros muchos, los nombres de los chilenos Juan Antonio Widow y Gonzalo Ibáñez, de los argentinos Guido Soaje, Alberto Caturelli, Carlos Sacheri, Patricio Randle y Bernardino Montejano, de los peruanos Vicente Ugarte del Pino y Alberto Wagner de Reyna, del brasileño José Pedro Galvao de Sousa, del colombiano Alejandro Ordóñez, del mejicano Federico Müggenburg, del estadounidense españolísimo Frederick D. Wilhelmsen).

Pero, más generalmente, no puede hacerse un repaso siquiera tan sumario como al que aspiran estas líneas sin mencionar los nombres del siempre agudo ensayista húngaro residente en Estados Unidos Thomas Molnar, del teólogo polaco que vivió durante años en Chile Miguel Poradowski, del escritor rumano afincado entre nosotros Jorge Uscatescu, de los portugueses Luis Sena Esteves o Antonio Da Cruz Rodriguez, etc. De intento hemos dejado fuera la península italiana, pues son muchas las plumas de allí venidas que han honrado las páginas de Verbo. Nos referiremos, habida cuenta de la trascendencia de su influjo, sólo a dos: Michele Federico Sciacca y Danilo Castellano. El filósofo siciliano trabó con Vallet una relación estrechísima en los últimos años de su vida, que se advierte en la frecuencia de sus colaboraciones y en la intervención en la programación de las reuniones de amigos de la Ciudad Católica, donde –como ha contado Vallet– fue determinante en la selección de temas y ponentes. En cuanto al profesor friulano, uno de los más finos cultores de la filosofía práctica, que conocimos a principios de los años noventa, durante estos más de veinte años ha tenido un peso no menor que el de Sciacca en la etapa precedente.

Resulta necesario agregar un puñado de nombres españoles a todos los que han ido apareciendo en las líneas anteriores. Sin ellos la presente historia de Verbo y de la Ciudad Católica, por sintética que sea, quedaría mutilada: Germán Álvarez de Sotomayor y Luis González Iglesias –que en diferentes momentos fueron presidentes de  Speiro–, Gabriel de Armas, José María Carballo, Gonzalo Cuesta, Augusto Díaz-Cordovés, José Antonio García de Cortázar y Sagarmínaga –que, por tener carnet de periodista, figuró durante muchos años en la mancheta como director de Verbo–, Julio Garrido, José Gil Moreno de Mora, Julián Gil de Sagredo, Juan José Morán, Jesús Valdés y Menéndez-Valdés. Y los sacerdotes: Agustín Arredondo, S. J. (que, acercándose a los cien años, no deja de enviarnos correos electrónicos los martes con sus reflexiones semanales), Eustaquio Guerrero, S. J., Bernardo Monsegú, C. P., Victorino Rodríguez, O. P. y Teófilo Urdánoz, O. P. Junto con quienes han gestionado las tareas, desde Domingo Vega a Maximiano Garrosa y, hoy, a la competentísima y eficacísima Dolores Sánchez Inche.