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1969

Poder y libertad

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Plática del reverendo padre Bernardo Monsegú, C. P., en el Santo sacrificio de la misa con que se inició la VIII Reunión de amigos de la Ciudad Católica

PLATICA DEL REVERENDO PADRE BERNARDO
MONSEGU,
C. P., EN EL SANTO SACRIFICIO DE LA MISA
CON QUE SE INICIO LA VIII REUNION DE AMIGOS ·
DE LA CIUDAD CATOLICA
Señores y amigos: ¡ Qué hermoso y agradable es ver a los
hermanos reunidos!
Esta, que es palabra de la Escritura, tiene_
perfecta aplicación en nuestro caso.
Hermanos
en Cristo y hermanados también· por la peculiar·
preocupación o compromiso
de trabajar con todas nuestras fuerzas
para que el mensaje de Cristo se haga carne en vosotros y fuera
de vosotros, hacéis un acto de presencia comunitaria, buscando
unos días
de convivencia, a fin de estimularos y ayudaros mu­
tuamente a convertir en realidad, m.ediante el estudio, la medi­
tación y
el diálogo, el ideal que mueve esta Obra de formación
ciudadana
y cultural según los principios cristianos.
Pero antes de iniciar los trabajos, queréis aquí, reunidos en
tomo a la mesa del Señor, dar testimonio comunitario de vuestra
fe y tomar aliento para fortaleceros espiritualmente ·y cwnplir con
mayores garantías de éxito vuestro cometido. Permitidme,
pues,
una breve exhortación, refrescando ideas que sé sobradamente que
ya tenéis en la mente y el corazón.
Este vuestro encuentro comunitario me gustaría que estuvie­
se impregnado e inspirado en el espíritu de la primitiva comunidad
cristiana.
No porque yo crea que hay que volver a aquella si­
tuación primera de la cristiandad
para renovarnos y ser fieles al
mensaje
de Cristo, como piensan algunos, que incurren en ese
primitivismo ridículo aludido
por Pablo VI en la "Ecclesiam
suam'Í, sino por otras razones. Hay quienes entienden la vuelta
a las fuentes o los orígenes como un paso atrás. Querrían, por
ejemplo, desmochar o hacer astillas del árbol institucional de la
Iglesia, quitándole el ramaje que la geografía y
la historia han
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ido agrandando a través de los tiempos, para volverlo a las ca­
tacumbas, cuando no al Calvario o la gruta de Belén. Ignoran
.que todo germen vivo necesita expansión y crecimiento, y que
sólo saliendo del estado de germén puede lograr su perfección.
Estos no entienden bien la vuelta a las fuentes. Esta vuelta
supone
pura y simplemente que sepamos, en nuestro mo­
mento histórico
y en nuestra circunstancia de hoy, mantener
viva y operante la instancia permanente cristiana, haciendo en
nuestro mundo de hoy,
harto paganizado, lo mismo que hicieron
los apóstoles y primeros cristianos en el suyo. Y para ello vamos
a beberles el espíritu.
Eso significa volver a las fuentes: hacer
nuestro el espíritu de aquella
primera auténtica comunidad cris­
. tiana.
La auténtica comunidad cristiana está constituida por unas
relaciones, cuya coordinación y· actuación consciente se traducen
en una verdadera comunión entre los miembros que la integran.
Esas relaciones son, más o menos, éstas: a) relación de los cris­
tianos con Dios
por medio de Cristo en el Espíritu Santo; b)
relación de los cristianos entre sí; e) relación de los creyentes
con el
mundo que no cree para llevarlo al redil de Cristo.
La comunión cristiana se establece, pues, vertical y horizon­
talmente,
a.d intra y ad extra. Los que profesan la misma fe deben
vivir unidos entre sí, poniendo a disposición mutua los propios
dones;
y deben procurar que todo el mundo venga a formar unidad
con ellos, para que se instaure el reino de Cristo, se haga un
solo rebaño bajo un solo pastor. Y esto deben hacerlo en auténtica
comunión
de espíritu y de esfuerzos, de oración y acción, con el
testimonio de la vida y con el recurso de la palabra y el sacra~
mento.
Comunión viva y vital, pero por el cauce institucional de la
Iglesia querida por Cristo, al
que debe sujetarse o por el que
debe
entrar ese espíritu profético, que es patrimonio ( el Concilio
nos
lo ha recordado) no sólo de la jerarquía, sino también del
laicado.
Porque los primitivos cristianos sentían así la comunión entre
ellos, siguiendo el espíritu de Cristo; por eso su comunidad es
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PLATICA
modelo para nosotros y a ella como a fuente hemos de ir a beber
el agua pura de una auténtica comunidad cristiana. Estando a lo
que nos cuentan los Actos (2, 42 y sigs), los creyentes en Cristo
perseveraban en la enseñanza de los Apóstoles y en la koinonim;
palabra de matiz no del todo preciso, pe~o que parece significar
que la unión o convivencia se hacía alrededor de la fracción del
pan o eucaristía. Lo que ahora estamos haciendo nosotros.
Esa
comunión de los primitivos cristianos implica~ una comunica­
ción de bienes y de dones. No había obligación de renunciar,
v. gr., a
la propiedad, pero cada cual trataba de poner lo suyo
propio al servicio del bien común. "Nadie decía suyo a lo que
le pertenecía, sino que todo parecía común." Común, no tanto
por alienación o enajenación
1 cuanto por la liberalidad con que
todos lo ponían todo al servicio de todos. Eran una comunidad
amigable, pues sabido que entre los amigos todo es común,
koi.na
ta p,hiton, y en ella había "un alma y un corazón sólo". Todo
movido y ordenado por la caridad de Cristo.
La Ciudad Católica se propone como misión una ciudadanía
ajustada a los principios de
un orden social cristiano. Y para ello
lo que debe hacer es crear en
sus miembros una conciencia viva
del deber en
que están de conocer a fondo la doctrina social de
la
Iglesia, y luego llevarles a un empeño práctico, capilarizado y
bajo la personal responsabilidad de cada uno, por convertir en rea­
lidad la ciudad
de Dios de que nos habló San Agustín.
Dos ciudades, según
el Santo, puede construir el hombre so­
bre la
tierra: la ciudad de Dios, edificada por el amor que el
hombre le profesa, hasta el menosprecio de sí mismo; y la ciudad
del diablo que lleva al hombre a amarse a sí con
menosprecio de
Dios.
Si ponemos primero a Dios, reconociendo su trascendencia
y subordinándonos a El como a principio y fin de todas las cosas,
seremos obreros
de la ciudad de Dios porque trataremos de
realizar el orden querido por Dios en su Cristo y nos haremos
adoradores
en espíritu y en verdad. No dejaremos de trabajar
por el progreso de la ciudad terrena, pero la ciudad surgirá coti
signo y sentido cristiano.
Si ponemos primero
al hombre, constituyéndole en centro del
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P. BERNARDO MONSEGU, C. P.
universo y vértice de nuestras aspiraciones, entonces volveremos
al
pag-anismo, porque_ nos convertiremos en idólatras de nosotros
mismos, ya que la idolatría no es otra cosa que dar a cosas crea­
das categoría divina. Es la idolatría que hoy padecemos, y que,
como ha notado un preclaro pensador francés, tiene una doble ma­
nifestación: teórica o dogmática, una; práctica o moral, otra. Por
la primera el hombre se hace adorador de sí mismo; por la segunda,
adora al sexo.
¿ No incurren en esta doble idolatría muchos que
se llaman incluso cristianos, pero a los que el signo secularizador
y desacralizador de la época lleva a una verdadera idolatría de la
técnica
y del sexo ?
N osotro-s tenemos que reaccionar contra este espíritu desacra­
lizan te
y antropocéntrico, tan contrario al espíritu religioso y
cristocéntrico, típico de nuestra fe y nuestra religión. No hemos
de contentarnos con ser
hombres cabales, sino que hemos de
procurar ser cristianos cabales, en lo privado y en lo social. Con
un gran amor de Dios. hemos de trabajar por la ciudad de Dios,
para que todo en la ciudad terrena sirva a los fines de la gran
instauración cristiana predicada
por San Pablo: Instaurare omnia
in Christo, sirve quae coelis .sive quae in terris.
Para ~llo no l?asta la acción y el esfuerzo hu:tnano, se necesita
la oración y
el auxilio divino, el estudio y la contemplación. Sólo
así lo que hagamos en
el tiempo fructificará para la eternidad.
Quiera Dios que estos
días de convivencia en el estudio, la ora­
ción y el diálogo den temple a nuestro espíritu para trabajar luego
como Dios quiere en
el edificio de la Ciudad de Dfos.
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