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1977

La familia: sus problemas

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La «cosificación» de la familia

LA "COSIFICACION" DE LA FAMILIA
POR
RAFAEL GAMBRA
Lo que para el conjunto de la sociedad occidental ha sido durante
dos
siglos una crisis moral larváda, comparable a la acción lenta
y
poco visible de las termitas, se ha convertido ante nuestros ojos,
de diez años a esta parte, en un desplome espectaarlar, pródigo en
situaciones-límite amenazadoras. Esta especie de metástasis social
está teniendo en España acentos más dramáticos por haber perma­
necido como contenida o silenciada por un régimen político que,
oficialmente al menoo, dependía de la última autodefensa de la
sociedad cristiana, es decir, del Alzamiento Nacional.
Así, tenemos ante nuestra vista, de un modo casi subitáneo, aquel
desmoronamiento de España en taifas y cantonalisffi06 que Menén­
dez Pelayo predi jo para el momento en que acabara de perderse la
unidad religiosa.
Y en
el plano espiritual, presenciamos la explooión de lo que que­
daba de unidad moral en
cient06 de partidos, rivales todoo, totalitarios
todos, sobre el fondo de la democracia moderna,
el más alucinante de
todos
106 totalitarism06 : aquel que afirma de un modo total, dog­
mático, que toda afirmación o creencia es siempre, y por su esencia,
una mera opinión, totalmente individual o subjetiva, totalmente com­
putable en el sufragio, sin más entidad ni vigencia que la voluntad
humana que le preste su adhesión,
y mientras lo haga.
Y en
el plano religioso, la escisión práctica entre la Iglesia ca­
tólica y otra «ecumenista» o progresista, y la división de ésta en mil
movimientos y tendencias dispares, desde las «democracias cristia­
nas» hasta «los cristian06 para el socialismo (marxista)».
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Y en el de la defensa nacional, la de un Ejército «instrumen­
tab> y el Ejército Español
Pero
la prindpai de todas las desintegraciones que crecen a nues­
tros ojos es, a efectos inmediatos del orden social, la desintegra­
ción de la familia.
Como ampliamente
se ha mostrado en esta Reunión de la Ciu­
dad Católica, fa familia es la base estructural de la sociedad huma­
na, y eminentemente de la sociedad cristiana. Aunque combatida, mer­
mada:, en su autoridad, en :su poder vinculador y en su continuidad,
la familia ha subsistido basta nuestros días como «hábitat» normal
del hombre por la fuerza misma
de la naturaleza. En ella nacemos,
por ella entramos en la sociedad. No en una sociedad convencional
o voluntaria,
regida por la finalidad ~onsciente y el acuerdo, sino
en lo que conocemos por sociedad-raíz o radical, aquella que no se
elige ni se intercambia. En aquello que la terminología de Tonnies
llama
comunidad -por oposición a sociedad-, ejemplo típico de
sociedad humana en que el deber precede al derecho y la conciencia
de
pertenencia a la utilitaria.
El carácter natural de esa sociedad-raíz se deriva de la misma
natunrleza
social del hombre ( «animal político>> o social, según
Aristóteles),
y su consecuencia es que en ella se proyecten todos
los estratos ónticos de esa naturaleza
humana, desde el ¡neramente
biológico hasta el voluntario-racional (propiamente humano), pa­
sando por los aspectos instintivos, em.ociona·les, afectivos, etc. Se
deriva también que esa sociedad humana radical no se forma pro­
piamente
a partir del individuo, sino de 1a familia, o ---.si se pre­
fiere---del hombre integrado en familias. F.s frecuente expresar
esta realidad acudiendo a uoa metáfora biológica: la familia -se
dice--es la célula de la sociedad. Por lo nrismo, también la au­
toridad-tipo en la socied•d humana es la del padre, la pa;ria po·
testad. Todas las sociedades históricas, pero muy especial y explí­
citamente la sociedad cristiana, fueron socieclaides patriarcales. Los
antiguos municipios
se concebían como asociación de familias que
viven en un lugar y poseen intereses comunes, y la legislación civil
de los siglos cristianos se orientaba, sobre todo, a la pervivencia de
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la familia, de su patrimonio, de la patria potestad. En la propia
autoridad suprema ( la
realeza) se proyectaba esta estructura social
vinculándola a
urui familia, y un linaje.
John Locke fue uno de los
más remotos inventores de la teoría
del parto social o del origen meramente contra<:tual de la socie-­
dad. Se le considera como el iniciador de la teoría liberal moderna,
que desvincula a la sociedad
política, en su origen y autoridad,
de toda instancia superior o divina. Ha llamado la atención que uno
de sus dos libros ,políticos ( el segundo, «Ensayo sobre
el Gobierno
Civib>) lo dedicara d autor a polemizar con Filmer, autor medio­
cre, casi desconocido en la actualidad. Sin embargo, la importancia
que para Locke hubo de tener en su tiempo (s. xvn) este desigual
inrerlocutor, estribaba en el título -y la tesis--de su libro: «Pa­
triarca, o
del poder natural de los reyes». Locke sabía que la tesis
patriarcal
sobre el origen y naturaleza de la autoridad estaba pro­
fundamente a:rraigacla, porque aquella sociedad era todavía esencial­
mente patriarcal. El título de
padre se extendía, como expresión
de respeto, a todas
las autoridades tenidas por naturales y, en cierta
medida, santas:
las del sacerdote, la del Pontífice (Santo Padre), la
del
Rey en muchos países, la del rnismo Dios a quien se invoca
como Padre... Harían falta casi tres siglos de racionalismo y revo­
lución para que el témtlno «patemalismo» pudiera emplearse en sen­
tido peyorativo.
La sociedad tradicional cristiana -aquella cuya '«célula» se ha
dicho que es la familia-se asentaba, como última instancia impe­
rativa y de orden, en el Decálogo o Ley de Dios, que fue la primera
declaración de derechos del hombre, precisamente por serlo de de­
rechos de Dios, y no poder existir aquéllos sin éstos. Y el primero
de
los mandamientos de ese Decálogo, después de los referentes
al honor de Dios,
es precisamente el que establece el orden jerár­
quico de
la familia, el respeto a la patria potestad : «honrar padre y
madre». Siguen después los referentes a la vida individual ( no
tru1r
tar), a la especie y su procreación ( no fornicar), a la propiedad
(no hurtar), a la mente del
prójimo (no .mentir) ... Y, por último,
se refuerzan dos de los anteriores rnandamientoo extendiendo la
prohibición al mismo deseo y con una cierta relación al orden fa-
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miliar: «no desear la mujer de tu proprno», y «no codiciar los
bienes ajenos». Este último supone, poc contrafigura, la licitud de
unos «bienes propios»
y el derecho a amados ordenadamente, en la
misma medida en que
se hace ilícito a los demás robarlos y aun co­
diciarlos.
La
«Declaración de Derechos del Hombre», en sus sucesivas
formulaciones, viene a ser antítesis -en su origen, en su objeto,
en su objeto, en su contenido y en su espíritu-del Decálogo.
Sin alusión ni referencia a Dios,
de quien todo ser y derecho pro­
cede, constituye como sujeto único de éste al individuo abstracto
( no al hombre concreto, vinculado a una familia y una patria),
reclama para él bienes estrictamente temporales, y considera todo
lo que es trascendencia y vinculación del hombre como opresiones,
discriminaciones o p,e¡uicios de un pasado irracional. Se trata del
anti-decálogo, o del decálogo de la Revolución. El único sujeto de
derechos es el hombre, y la instancia a quien se exigen esas liber­
tades e indiscriminacione; ( de raza,. sexo, clase, religión, etc.) es
el Estado. El individuo, aliado del Estado absoluto, lucha a lo largo
de
casi dos siglos contra las instituciones históricas y naturales,
contra
los «cuerpos intermedios», frutos de 1a naturaleza y de una
civilización religiosa, básicamente familiar. Cuando todos esos cuer­
pos profesionales, locales, culturales, de carácter autónomo y de di­
verso origen han
perecido a manos del uniformismo estatal, la fa­
milia
aún permanece, por más que sus límites de influencia y su
seotido se hayan reducido considerablemente.
Ciertameote no posee ya 1a familia el vigor institucional ni
el poder vinculante y formativo que tuvo eo la civilización cristia­
na. La desaparición del patrimonio familiar
con las leyes sucesorias
individualistas del Código napoleónico han roto su continuidad
su­
pra-generacional; la igualación jurídica de los sexos ha minado la
patria potestad; la progresiva transfereocia
al Estado de la eose­
ñanza y de las funciones asistenciales van excluyendo de su seoo al
niño, al anciano, incluso al enfenno; la TV rompe su intimidad
convirtiéndola eo mero tiempo y espado de espectáculo dirigido ...
Sin embargo, y aun con todo, la familia existe todavía por la mis­
ma fuerza de los hechos naturales, y a ella deben loo hombres, poc
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lo común, cuanto de recto y santo ha germinado en sus corazones.
El ataque que el espíritu racionalista y revolucionario dirige
hoy contra la institución familiar es más sutil y alcanza a su pro­
pia médula existencial. Consiste en conseguir una mentalidad-am­
biente en que el individuo llegue a ver a la familia «desde fuera»,
críticamente, como una realidad histórica entre muchas, o como algo
instrumental y puramente contractual, cuando no peyorativamente
como factor opresivo y
«alienante>>. Ha aumentado súbitamente el
número de hombres 7 aún más el de mujeres-que se plantean
seriamente y con perfecta frialdad si el matrimonio -y la forma­
ción de una
familia--es «rentable». Se trata del logro de una
óptica plenamente individualista, término obligado de la mentali­
dad racionalista.
Para un hombre o mujer de nuestra civilización (

o de cualquier
civilización de
base religiosa), instituciones como el divorcio, las
guarderías infantiles o las residencias .de ancianos no pueden verse
más que como tristes remedios a situaciones de emergencia o de tra­
gedia que la vida y las conductas humanas acarrean a veces, nunca
como instituciones normales, optativas o, menos aún, liberadoras.
Y esto, no por reflexión sobre la familia que él constituirá, sino
ya instintivamente sobre la
familia paterna en que nace.
Se ha observado (G. Laffly) que el desligamiento y toma de
distancia que son necesarios para ese espíritu crítico o «mirada
desde fuera» son, en parte, un eco lejano del descubrimiento de
América, es decir,
del «impacto» sobre Europa, del conocimiento de
nuevas e insospechadas civilizaciones. Impacto que, curiosamente, le­
jos de atenuarse con el tiempo, ha ido acrecentándose al calor
del espíritu racionalista.
Si hay otras civilizaciones y otras creen­
cias, ¿por qué las nuestras? Si otros están tan ciertos de sus creen­
cias como nosotros de las nuestras, ¿en qué basaremos nuestra con­
vicción?
Si otros afirman y creen, ¿por qué afirmaremos y cree­
remos nosotros? ¿No será todo -lo de ellos y lo nlléStro-un
producto temporal, puramente humano y perecedero?
Ciertamente, la civilización cristiana conoció de siempre
la exis­
tencia de otras civilizaciones -paganismoo y remotas gentilidades-,
y tuvo que disputar su vida con la grande y agresiva civilización
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islámica. Pero en los siglos medievales era la fe tan viva y arrai­
gada que tal pluralidad no produjo vacilación alguna. Tampoco los
nuevos pueblos la produjeron sobre la fe de los descubridores y
conqwstadores españoles en América: ellos jamás dudaron de la
superioridad de su propia civilización, ni del carácter salvífico de
su fe sobre las mismas
almas de aquelloo ignotos pobladores. Por
ello precisamente conquistaron, civilizaron, salvaron almas y triun­
faron.
Otra fue, en una
profundidad subconsciente, la reacción de
aquella
Europa que contemplaba los hechos. Una Europa renacen­
tista cuyo debilitamiento en la fe iba a hacer muy pronto posibles
el protestantismo y el cartesianismo,. Este trauma de vacilación pri­
mero,
de descreímiento más tarde, no ha dejado de crecer en el ám­
bito occidental o europeo y llega hoy a formar parte de la mentali­
dad
CO!DIÍll -incluso oficializada en la enseñanza-de la juventud
y
de la infancia actuales. ¿Por qué creer en la propia fe como única
verdadera o en los
>'alores propios de nuestra civilización al modo
como otros creen en loo suyos · con idéntica convicción subjetiva?
Este es el tratruniento edurati.vo que se da hoy, incluso en España,
a la enseñanza de la religión: historia de las religiones, fenome­
nología del hecho (psicológico)
religiooo, etc.
Quizá el iniciador de esta actitud en la literatura haya sido Mon­
ta.igne, quien, en sus Ensayos, utiliza ampliamente la técnica de «to­
mar distancia» y «contemplar desde fuera» las costumbres y modoo
de reaccionar que noo parecen comunes y naturales, para condwr la
relatividad 1hwnan.a de toda civilización o cultura. Por supuesto, cons­
tiruye Ja esencia del «humorismo» moderno, consistente en describir,
privados
de su aliento interno, las actitudes, costumbres o hechos
de
las gentes: proyectar sobre toda realidad humana el ridículo en
que
aparecen, por ejemplo, unas parejas bailando cuando se ha eli­
minado la música a cuyo ritmo se mueven. Recordemos a Dickens
en sus
«Papeles póstumos del Club Pickwick» cuando se refiere a
la «Valentina»
(estampa o dibujo de carácter amatorio popuJar),
describiéndola como , «dos salvajes, macho y hembra, que avanzan
para devorar una víscera ( un corazón) que tienen ante ellos».
Típico de esta inspiración
-ápite del racionalismo-- fue el
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discurso de Levy,Strauss en su recepción en la Acodemia Francesa.
Con una técnica estrictamente -ológica -no desprovista de sen­
tido del
humor-d,¡¡cribe el ceremonial del acto académico corno
si se tratase de costumbres rituales de pueblos primitivos. El elogio
del académico difunto, la
contestación de otro miembro, etc., son
presentadas como ceremonias iniciáticas de tribus ancestrales. Bien
es verdad que más adelante, en su discurso, rendirá tributo a la gran­
deza de la Academia y
a su
rara permanencia a través de siglos.
Pero sin
preguntarse por la inspiración profunda y el sentido pro­
pio, intrasferible, de la institución, que, como cualquier otra, pere­
cería rápidamente si
en su seno se hiciera general esa mirada ajena
o extrínseca de etnólogo o antropólogo. Lo mismo puede decirse de
la religión enseñada como producto histórico, por
más que se la
trate con
respeto o aun con elogio a «sus valores humanos».
No es casual el desarrollo que en nuestra época ha alcanzado el
cultivo de la -ología y de la paleontología, y su éxito entre la
juventud,
educada en el «extrinseci:smo» de la propia civilización.
Si se ha vaciado a ésta, por una crítica fría, de todo sentido y fina­
lidad, será
preciso buscar su razón de ser en act!itudes remotas, por
vía de evoluáón o de pervivencia subconsciente. Diríase que nues­
tra atltura actual constituye un esfuerzo titánico por ver _a los otros
( especialmente a los primitivos o incluso a los animales) desde
dentro y a nosotros mismos desde fuera, como extraños~
Alfred Métraux ---étnólogo él mismo-- ha escrito: «La mayoría
de los etnólogos son, en su fondo, rebele!,¡¡, inquietos, gentes que
no
se encuentran a gusto en su propia. civifüación ni en su propia
piel». Esta impresión extrinsecista del. carácter superfluo de los demás1
como repetición innecesaria de uno mismo; y de W10 mismo como
concreción existencial sin sentido, es uno de los grand-es temas. del
existencialismo de Sartre. «El fracaso original ----escribe en Huis
Clos-son los otros». «El asco ontológico hacia la viscosa existencia
de los demás, de quienes son como yo, de quienes repiten inútil­
mente
mi propia existencia y la ponen de· wbM> es el tema la La
Náusea. Es también el motivo de la mayoría de las manías depre­
sivas y de las auras de suicidio de que tan pródigo es nuestro tiempo:
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la visión del propio yo desde f11er", en su carácter intercambiable y
superfluo, indigno del esfuetto de existir.
Tampoco es casual que fuera de la etnografía de donde surgiera
la rnás
llamativa teorización del progresismo y del «ecurnenismo»
católicos. M,e refiero a la obra de Teilhard de Ghardin, jesuita y
paleontólogo emioente. Es precisa la mira.da extrlncesa, a distancia,
«cosificadora» con que el etnólogo observa toda realidad cultural
para
hacer de la propia fe un nivel o un factor convergente -más
o mena;. luminoso-. en la supuesta formación de una metarreli gión
futura, en la que humanismo y -divinismo se fundan en una síntesis
suprema. Ninguna vivencia de la fe «desde dentro» permitiría tal
instrumentalización
-teocética de su contenido.
Entre
nosotros -en la triste España de hoy-, se produce una
pintoresca aplicación del «-ologismo» y de su particular visión
extrínseca
de la realidad. Conocido es el auge y el desarrollo qne
ha obtenido la
-ología vasca. El más leve motivo ornamental de
antigua artesanía, el mí~mo signo de carácter ancestral adquiere,
para esa escuela, dimensiones formidables : los viejos cultos y ritoo
precristianos se ven rebuscados, reivindicados y aun suplidos con
la imaginación ; una lengua primitiva y no evolucionada se exalta
hasta el paroxismo ... Aquí la visión crítica y «extr!nseca» de cuan­
to constituye la cultura y la historia
real del pueblo vasco es adop­
tada
por motivoo muy cercanos en el tiempo que no nos cumple
~hora examinar. De ella resulta que todos los hombres y hechos ilus­
tres qne la Historia registra
de ese pueblo, la lengua que hablaron
y en la que escribieron, sus empeños y lealtades, han de ser mirados a
distancia, con indulgente prevención, como frutos, al menos, de una
opresiva mixtificación. Y, como nada queda entre las manos, es
preciso bucear, reconstruir y exaltar la prehistoria hasta una reivin­
dicación plena
de los primitivos que un día remoto fueron... Buscar
en el Paleolltico inferior los motivos reales
de inspiración de un
Ekano, de San Ignacio de Loyola o de Unamuno... Aceptar los
riesgos
de retroceso mental qne supondría un bilingüismo cultural
con una lengua primitiva o
artificialmente evolucionada ...
Tal desasimiento seudocientífico del propio set y tal inmersión
en
un arcano ancestral recuerdan aquella pintura de Goya «El sueño
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de la razón produce monstruos». (Y no sólo monstruos científicos
o folkloristas
en este caso ... ).
Ninguna realidad histórica se sostiene a lo largo del tiempo
sin nna mínima participación de sus miembros en la fe que la creó
y dio razón de ser. El ataque directo del enemigo o el propio sacri­
legio son menos dañosos para ellas que la mirada fría del paleon­
tólogo o del «historiador de las religiones».
Esta es, sin embargo, la óptica que se aplica hoy a la considera­
ción humana de la faroilia, y la que se enseña en las escuelas. Tam­
bién la familia es una <> coexistente con otras
muchas y repetida en ellas. Ninguna consideración distante y «ob­
jetiva>> de la propia familia resiste su comparación con otras mu­
chas, sin reconocerla inferior en muchos aspectos. Sin embargo,
raro ha sido eo todos loo tiempos el hijo que cambiaría por otros a
su padre o a su madre, o que no se interese por mantener el hilo
que une a éstos con sus propios hijos en la continuidad de nna fa.
milia concreta, la propia. Cuando en el hombre medio ---es decir,
ya en todo hombre-pueda predommar la visión distante, instru­
mental,
del matrimonio y la familia, ese día sonarán las campanas
por la institución familiar. La difusión de la mentalidad democrá­
tica
y socialista son el mejor velikulo para ese término.
No obstante, pensemos nosotros, cristianos, que las cosas no son
tan complicadas eo su remedio, como complejo ha sido el proceso
de su disolución. Los Mandamientos del Decálogo se reducen a
dos, y éstos a uno solo: amar a Dios sobre todas las cosas. El rum­
plimiento de este precepto -la difusión de la fe-nos impedirá,
por sí misma, someter a Dios a la categoría de cosa ----objeto cien­
tífic<>--, y también extirpar de las cosas mismas el reflejo de Dios,
el carácter sagrado que posean, y su vivencia íntima, desde dentro.
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