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1979

Propiedad, vida humana y libertad

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La propiedad y el fisco

LA PROPEEIDAD Y EL FISCO
JUAN JOSÉ MORÁN
Posiblemente os preguntaréis de la razón de este fórum, que, para
no cansaros, voy a tratar de desarrollar muy brevemente. Creo que
ello es debido a que, dentro de la
temática general
que se

está desarro­
llando en este Congreso, era, si no interesante, sí al menos conveniente,
hacer unas muy someras reflexiones o ·consideraciones sobre-este tema,
debido a la situación actual en que nos encontrarnos, y, fundamental­
mente,
y como consecuencia de ello, a la presión fiscal a que estarnos
sometidos,
que trata de forma abierta o solapada de destruir o elimi­
nar la propiedad privada a un plazo más o menos corto.
Para seguir
un orden lógico en el desarrollo del tema, partiremos
del principio fundamental
de que el fin primordial del Estado es el
desarrollo de la persona hwruina, o sea, su perfección.
La persona humana se desarrolla a través de las instituciones na­
turales. Las más importantes de estas instituciones son precisamente la
familia y la propiedad, razón por la cual el Estado está obligado a
defenderlas
y protegerlas más que a ninguna otra. De la familia ya
tratamos en otra ocasión, por lo que noo vamos a limitar ahora al es­
tudio de la propiedad, y la función del Estado con respecto a ésta, en
su aspecto tributario.
El
derecho de propiedad es el dominio pleno y perfecto, dispo­
niendo
ele la sustancia de la cosa y de su utilidad. Por dominio en
sentido propio se
entiende la facultad de disponer o usar de la cosa
en provecho propio.
Las definiciones todas de la propiedad coinciden
en esta idea de la misma, como dominio perfecto.
La Iglesia en todo tiempo
ha admitido el derecho de propiedad
como fundado en la misma
naturaleza~ enseñándonos que el derecho
a
la posesión estable y privada de los bienes está no solamente reco-
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nocido y proclamado por la Sagrada Escritura en el Antiguo Testa­
mento, sobre todo en los
preceptos del Decálogo, sino también en el
Nuevo Testamento,
por cuanto que Jesucristo reconoció y sancionó el
Decálogo. Por el contrario,
la Iglesia en todo tiempo ha. condenado a sus
adversarios. En el siglo III, condena a los «Apostólicos», más tarde a
los Pelagianos, anatematizados, sobre todo, por San Agustín. En el
siglo
XIII, condena también las teorías de la revolución social, laica
y comunista de
valdeses, albigenses y otras herejías. En el siglo XIX,
son condenados el socialismo y el comunismo por Pío IX, en su En­
dclica
Qui Pluribui y en el Sil/dbus, cuyas condenas son repetidas por
los pontífices siguientes.
Tenemos, pues, que la Iglesia ha reconocido, en todo tiempo y mo­
mento, que el derecho de propiedad está fundado en la misma natu­
raleza, o
sea, que está sancionado por la misma ley natural (Pio IX,
Endclica Qui Pluribus. León XIII, Endclica Qumr Apo·stolki y Re­
rum. Novarum. Pio XI, en su encíclica QutJdrt,gessimo anno, y Pío XII,
en su radiomensaje de Navidad de 1941 y mensaje radiofónico de 1
de septiembre
de 1944).
Posiblemente quien
haya tratado con más amplitud este tema, den­
tro
de la doctrina pcntificia, ha sido León Xjlll, en su Encíclica Rerum
No.varum. En ella sienta la doctrina de que el derecho de propiedad
no solamente está reconocido por el Antiguo y Nuevos Testamento,
como antes dedarnos, sino que también dimana de múltiples
exigen­
cias de la naturaleza humana, cuales son: el derecho natural que tiene
el
hombre a los frutos de su trabajo, puesto que el trabajo prolonga
el dominio del hombre
sobre
las cosas e imprime como un sello de su
personalidad
en la materia elaborada y transformada. Del derecho na­
tural del hombre
al sustento de su propia vida y a proveer de un modo
estable a sus necesidades y el deber natural que tiene al sustento de
su familia y proveer a su seguro porvenir.
De todo lo cual se deduce
que
esta tendencia a la posesión privada es inclinación universal, que
tiene su fundamento en. la misma naturaleza y, por ·tanto, un origen
divino.
Por otro lado, la existencia de la propiedad privada
es una con­
dición necesaria de la libertad, tanto del individuo como de la
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milia, siendo, además, el freno más poderoso contra la conrentración
de poder en el Estado, contra su totalitarismo, razón por la cual el
socialismo y el comunismo, repetidamente condenados por la Iglesia,
rechazan
la propiedad privada.
Ello
no quiere decir que el derecho de propiedad sea un derecho
absoluto,
por cuanto que ha de contrastar con las exigencias sociales
del mismo, con los derechos
de la sociedad. De ahí que las exigencias
individuales a la propiedad privada sean relativas, pues deben ir con­
jugadas con las exigencias sociales.
Todo propietario, por tanto, debe
administrar su propiedad según
la finalidad social y las exigencias del
bien común.
Pío XII, en su discurso a la FAO el 9 de noviembre de 1957, dice:
«Aun reconociendo
la función vital de la propiedad privada, en su
valor incluso social,
Nos hemos afirmado que cuando la distribución
de
la propiedad es un obstáculo al. fin perseguido -lo cual no es
originado, ni siempre ni necesariamente por la extensión del ·patri­
monio privado--el Estado, en interés del bien común, puede inter­
venir para regular su uso, o también, si no se puede ·proveer justa­
mente de otro modo, decretar la expropiación mediante la conveniente
_indemnización ... ».
En definitiva, y como síntesis ·de cuanto hemos dicho, en todo recto
orden económico y social ha de ponerse como fundamento inconmo­
vible el derecho a la propiedad privada, en palabras de Pío XII, en su
radiomensaje
de 1 de septiembre de 1944, el cual añade que si es
verdad que la Iglesia ha reconocido siempre el derecho natural de la
propiedad y
de la transmisión hereditaria de los propios bienes, no
es menos cierto que esta propiedad privada es particularmente el fruto
natural del trabajo, el producto
de una intensa actividad del hombre,
que lo adquiere merced a su enérgica voluntad
de asegurar y desarro­
llar con sus fuerzas la existencia propia
y la de su familia, de crear,
para sí
y para los suyos, un reducto de justicia y libertad, no sólo
económica, sino también política, cultural
y religiosa. La conciencia
cristiana
no puede, sigue diciendo el pontífice, admitir como justo un
orden social, que o niega en: principio, o hace prácticamente impo­
sible o vano el derecho natural de la propiedad, así sobre los bienes
de consumo como sobre los medios
de producción. Pero tampoco puede
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ella aceptar aqu.ellos sistemas que reconocen el derecho de la propie­
dad priva.da según
un concepto totalmente falso, y se hallan, por lo
tanto, en oposición con el verdadero y sano orden social. Por lo tanto,
allí donde, por ejemplo, el capitalismo se funda en esos conceptos
erróneos y se atribuye un derecho ilimita.do sobre la propiedad, sin
subordinación alguna al bien común, la Iglesia lo ha reproba.do como
conttSJ'.io al derecho natnral.
El mismo Santo Padre,
en el discurso anteriormente cita.do de 9 de
noviembre de 1957, dice: «Al Estado incumbe llevar a la práctica esa
finalidad común de las
riquezas cuando 1os particnlares incumplen los
deberes sociales
de su propiedad, mediante leyes de exacciones de tri­
butos sociales e incluso apropiaciones, siempre que tales medidas sean
justas y vayan inspira.das en la necesidad o verdadera utilidad común,
no pudiendo, por tanto,
el Estado exage=. con exceso las cargas tri­
butarias, que lleguen a
agotar los !!citos beneficios de la propiedad
priva.da. Tenemos, pues, que ei Estado solamente debería intervenir cuando
los particulares incumplieran sus deberes sociales, y siempre teniendo
en cuenta que las medidas fueran justas
e inspira.das en la necesidad
o verdadera utilidad común, ya que el
fin supremo e inmediato del
Estado es precisamente ese bién común.
¿Qué es el bien común?
Aristóteles pone de relieve que, de la misma manera que en un
ejército existe un bien inmanente que consiste en el orden, y un bien
espocial, separado y particnlar, que es el objetivo que se propone el
jefe,
así también en el Universo, además dd orden intrínseco de la
naturaleza, existe una gravitación general hacia un bien inmutable, uni­
versal e infinito, que está por encima de todos los bienes particnlares
subordinándolos, superándolos y trascendiendo el fin
de todas las es­
feras de acción, existe lo que podemos llamar encarnación perfecta del
bien: bien supremo
y absoluto.
Dentro de este bien supremo y absoluto está el bien del hombre,
que
es su perfección, porque el bien es perfección. La perfección del
hombre consiste, pues,
en el más alto bien que en la medida de lo
posible llega a ser inmanente al alma.
Ahora bien, el hombre se compone
de un cuerpo y de un alma.
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De ahí resulta que la perfección que le conviene debe ser de
orden corporal
y espiritual. Además, como la perfección del alma y
del cuerpo depende
de ciertos bienes exteriores, existe también una
perfección del hombre relativa a los bienes exteriores.
Tenemos, pues, que el bien común consiste en el conjunto de bie­
nes y condicione; que hacen posible a sus miembros la máxima per­
fección,
el bien humano perfecto. Por tanto, mientras con mayor ple,
nitnd se realice en la sociedad el bien común, mayores facilidades en­
contrarán sus miembros
para realizar su bien propio.
Incumbe, pues, al Estado tender precisamente a
la satisfaa:ión de
esas necesidades colectivas
y pública, para el bien común de la socie­
dad, pero para ello necesita. procurarse los medios necesarios con que
subvenir a las mismas. Estos medios son los que constitnyen los lla­
mados ingresos públicos y tributos.
La legitimación
de tales gastos públicos es lo único que puede ga­
rantizar a la sociedad que sus gobernantes obren adecuadamente, al
exigir unos ingresos. con que cubrirlos.
La actividad económica del Estado, debe siempre tener en cuenta
que «no puede privar a los particulares
de sus bienes salvo en caso de
necesidad», o sea, para atender fines estrictamente necesarios y que
sean útiles al bien común, por lo que el gasto debe realizarse de forma
tal que no se proponga favorecer a determinada clase social, persona
o territorio, sino que tiene que favorecer a toda la comunidad.
El gasto debe reducirse a la mínima cantidad necesaria o precisa
para
la prestación del servicio. Y, por último, el gasto debe hallarse
en proporción con
la riqueza económica de la nación, porque, de lo
contrario, supondría la reducción del consumo, la detención ·en, la iri~
versión y en la formación de capital y, finalmente, el agotamiento de
las fuentes de riqueza.
Debe existir, pues, una proporción entre
el gasto público y la renta
nacional, procurando que la
presión fiscal no dañe las fuentes de ca­
pitales, al mismo tiempo que no reduzca el nivel de vida de la po­
blación. Por ello, dice Sismondi que las fuentes
del impuesto no deben
ser nunca el capital, sino la renta.
En resumen, el gasto público debe estar determinado por el bien
común y el principio de subsidiariedad.
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La concepción socialista y comW1ista., no solamente rechaza la pro­
piedad privada, sino que no considera a los tributos en su aspecto me­
ramente fiscal, es decir, como recursos del Estado para satisfacer sus
necesidades legítimas, sino como procedimiento
para determinar el
reparto de la renta y del patrimonio nacional.
Ahora bien, supuesta la legitimidad de
las cargas y las condiciooes
generles para los tributos, como cualquier otras
leyes que sean justas,
¿obligan
éstas en conciencia?
Los teólogos como Santo Tomás, Molina, Suárez, Victooia, San
Alfonso María de Ligorio, entre otros, sootienen que las leyes fiscales
que determinan tributos justos obligan en conciencia
y que, por jus­
ticia estricta, quienes las defraudau en materia grave vienen obligados
a restituir, pero tal obligación
depende, ante todo, de la justicia del
tributo, y, para ello, se exigen, según Suárez, muchas condiciones, y
entre otras las siguientes:
a) Que quien dicte la ley tenga poderes para imponer el tributo.
b) Que el tributo sea, además, justo en su razón o causa final.
Para que la causa sea justa, es necesario que el tributo se imponga
para el bien común.
e) Que la cantidad del tributo no puede, en justicia, sobrepasar
la medida que reclama la. causa, o sea, que tiene que -existir proporción
entre el tributo y su causa.
d) Que el tributo se emplee para aquello que se impuso, pues en
otro supuesto se cometería fraude o injusticia,
y
e) Que se ha de guardar proporción entre el tributo y las per­
sonas a quienes. se impone, pues no es justo que todos paguen por igual,
sino según las posibilidades y situaciones de cada uno.
O
sea, es necesario poder legítimo, justa causa y la debida pro­
porción.
Para que la Ley tributaria sea justa, es preciso que se cumplan
todas
las condiciones, ya que faltando solo una de ellas el tributo será
injusto.
Las leyes tributarias injustas nunca obligan al pago, y a sens11
contrario obligarán en conciencia si el tributo es justo.
Así, Pío XII, en la alocución que dirigió al Congreso de la Aso­
ciación Fiscal Internacional de 2 de Octubre de 1956, les decía: «No
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subsiste ninguna duda sobre el deber de cada ciudadanq a soportar una
parte de los gastos públicos. Pero el Estado, por su parte, en cuanto
encargado
de proteger y promover el bien común de los ciudadanos,
tiene
la obligación de n9 repartir entre éstos nada más .que las cargas
necesarias y proporcionales a sus recursos. El impuesto no puede, pues,
pasar a.ser jamás para los poderes públicos un medio cómod.o de llenar
el déficit provocado por una administración imprevisora, de favorecer
una industria o una rama del comercio a costa de otra, igualmente
útil. El Estado
cortará todo derroche de los bienes públicos, impedirá
los abusos
y las injusticias de parte de sus funcionarios, así como la
evasión
de los que son legítimamente gravados».
De acuerdo con todo lo expuesto, estimamos que el Estado debe
proteger
en todo momento la propiedad privada con una política fiscal
adecuada, ajustada en un todo a los principios rectores que dejamos
expuestos.
No creando nada más que los tributos que sean estricta­
mente necesarios y justos. Procurando, salvo en casos e,ccepcionales y
de absoluta necesidad, no gravar la propiedad, sino sus productos.
Favorecer la sucesión «mortis causa», con exención o bonificaciones ·en
los impuestos sucesorios, a fin de que el heredero no se vea obligado
a
enajenar parte de su patrimonio, limitando con ello el ahorro, el
derecho de propiedad y fomentando el consumo.
Tan es esto así, que incluso bajo algunos regímenes socialistas,
como México, han derogado la
Ley federal de Herencias y Legados,
por Decreto de 29 de diciembre de 1961, así como
la ley Federal del
Impuesto sobre donaciones, el 30
de diciembre de 1963, basándose
para ello, entre otras razones, en
que es más soportable el impuesto
que grava utilidades o rendimientos, que el capital mismo, porque
ello atrae las inversiones extranjeras, suprime gastos de recaudación,
etcétera. Del mismo modo, Mussolini suprimió el impuesto sobre la
sucesión en línea recta.
Me preguntaréis: y en nuestra patria ¿qué está ocurriendo? Creo
que es fácil la respuesta.
No tenéis nada más que leer con un poco
detenimiento la
Ley de Reforma Tributaria de 14 de noviembre de
1977 y la del Impuesto sobre la renta de las personas fisicas de 8 de
septiembre de 1978,
y os convenceréis que dichas leyes se pueden
calificar como contrarias a la equidad fiscal y al desarrollo, y, por
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tanto, como claramente antisociales y, por ser parcialmente confiscato­
rias, considero que son también anticonsritucionales.
Termino citando las palllbras de Pío XII pronunciadas el 2 de
octubre de 1948 a los miembros del Congreso del Instituto Interna­
cional de Finanzas Públicas, a loo que les decía: «Las cuestiones de las
finanzas públicas han sido siempre
objeto de una atención muy espe­
cial por parte no sola.mente de los intelectiiales, y los tf'micos, sino,
por así decirlo, por parte de todos ... Mucha gente, en efecto ----- siada gente---, guiada por el interés, por el espíritu de partido o
también
por consideraciones más sentimentales que de razón, abordan
y tratan, economistas Y políticos improvisados, las cuestiones finan­
cieras y fiscales, con tanto más ardor y brío, con tarita· mayor seguridad
y desenvoltura también, cuanto mayor es su incompetencia. En oca'
siones no parecen, incluso, sospechar la necesidad, para resolverlas de
estudios atentos de
informacioues y observaciones múltiples, de expe­
rieocias comparadas. Las necesidades financieras de cada una de las
naciones, grandes o pequeñas
se han acrecentado formidablemente. La
culpa no es tan sólo de las complicaciones y tensiones internacionales,
es debido también, y más todavía quizá, a la desmesurada extensión
de la actividad del Estado, actividad que, dictada demasiado a menudo
por ideologías falsas o malsanas, hace de la política financiera, y
muy particularmente de la política
fiscal, un instromento al servicio
de preocupaciones de
un orden difetente. Es, desgraciadamente, lo
que se
ob.erva hoy en varias esferas de la vida pública; armazón hábil
y atrevido de sistemas y de procedimientos', pero sin resorte interior,
sin vida, sin alma.
»Semejante estado de cosas influye muy dañosamente todavía sobre
la mentalidad de los individuos. El individuo llega a tener cada vez
menos conocimiento de los asuntos financieros del Estado; incluso en
la más sólida política, sospecha siempre solapadas intencioues, de las
que debe guardarse prudentemente.
»No olvidemos que es ahí donde es preciso, eo definitiva, buscar
la decadencia de
la coucieocia moral del pueblo --- sns
estratos---es materia de bien público, en materia fiscal principal­
mente ...
En nombre de la conciencia humana no arruinéis la moral por
lo alto. Absteneos dé esas medidas que, a despecho de su virtuosidad
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técnica, chocan y hieren en el pueblo el sentido de lo justo y de lo
injusto, o que relegan a una posición inferior su fuerza vital, su le­
gítima ambición de recoger el fruto de su trabajo; su preocupación
por la seguridad familiar,
todas las consideraciones que merecen ocu­
par en el espirita del legislador el primer lugar, no el último.
»El sistema financiero del Estado
debe perseguir la reorganización
de la situación económica con el fin. de asegurar las condiciones ma­
teriales de vida indispensables para perseguir el fin supremo asiguado
por el Creador: el desarrollo de la vida intelectual
y religiosa.
»En cuanto a vosotros, vuestra gran competencia es la llamada a de­
fender la política financiera contra las maniobras de los ambiciosos y
de los demagogos.
»Consagraos, con el
más magnífico desinterés, a buscar con ardor
no el favor
y aplauso popular, sino el verdadero bien del pueblo; con
ello recibiréis, al menos, el sufragio de una élite que sabe
compren­
deros ; con vosotros tendréis el testimonio-de vuestra conciencia y Dios,
no lo dudeis ... »
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