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1980

El principio de subsidiariedad

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Sentido del principio de subsidiariedad

SEN1J1IDO DEL PRI.NOIPIO DE SUBSIDJ.AR:IEDAD
POR
FRANCISCO CANALS VmAL
El prmc1p10 de subsidiariedad, cuya formulación y sus aplica­
ciones concretas
serán desarrolladas documentadamente por los dis­
tintos ponentes de este Congreso, supone, como es sabido, que se dan
en la vida social múltiples actividades que, en principio, competen
a grupos y
«cuerpos» de menor extensión y universalidad que el Es­
tado, y que éste no debe, en principio, suplantar n.í tiene el derecho
de impedir.
En torno a
este aspecto del principio de subsidiariedad conviene
plantearse un interrogante, cuy_a respuesta nos podrá llevar a aquella
comprensión del sentido del prindpio que intentamos buscar.
«El bien, cuanto más universal, tanto más divino», lo afirmó
Aristóteles y lo recogió
San Ignacio de Loyola. El bien común, que
·;,s_ el fin común de los qué integran_ U11a sociedad, da sentido a todo
acto
de legislación y de gobierno y sefiala la orientación de la su­
prema de las virtudes morales, la «justicia legal».
La fatn.ilia, aunque es una sociedad natural y que «se refiere a toda
la vida humana», no es una scciedad perfecta, a diferencia del Estado
o scciedad política y de la
Iglesia.
Y puesto que no hay poder sino en cuanto procede de Dios, hay
que atribuir a Dios corno a primera causa el que las potestades que
son supremas
en el orden de las cosas humanas, los poderes públicos,
tengan unos derechos·
de imperio y potestad, una autoridad, no con­
cedida a la familia en cuanto tal. En definitiva, el hombre es un
viviente político,
como señaló también Aristóteles, predsamente por
su carácter de viviente racional, capaz de juzgar sobre el bien y el
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mal en el orden de las acciones humanas. La ética política es en el
orden de
los saberes prácticos el supremo, y la prudencia política la
culminación del perfeccionamiento de
la razón práctica del hombre.
Desde estos supuestos puede surgir la pregunta de por qué atri­
buirnos a entidades superiores
y más universales. -la familia y todos
los cuerpos intermedi~ están bajo el Estado-una misión !sólo sub­
sidiaria respecto de actividades y tareas que decimos pertenecer como
propias a aquellas sociedades inferiores y menos universales. ¿No
habrá en esto como un
«rieoguelfismo liberal, es decir, un afán de
dominio temporal por
el que la autoridad eclesiástica niega al poder
civil algo que a éste compete? ¿No estaremos negando al César lo que
es def César, atribuyendo en nombre de Dios a la familia: o al mu­
nicipio, o a las asociaciones piofesionales, funciones de las que ·ha
de responder últimamente el poder político?
Tenemos ya planteada la pregunta, y nos hemos propuesto al
hacerlo algunas
objeciones que pueden parecer decisivas contra el
principio que,
con la enseñanza del Magisterio de la Iglesia, sostene­
mos y defendemos. Para superar las objeciones y dar respuesta a la
cuestión plánteada, tendremós que comenzar por reflexionar sobre
un aspecto fundamental de la concepción cristiana del n¡undo. Porque;
en efecto, la praxis política moderna que desconoce este principio y
tiende a la estatalización y politización de todos los ámbitos de la
vida humana
es la vertiente pfáctica del inmanentismo filooofico de
la modernidad en radical oposición a la concepción cristiana del
mundo. Tenemos ante
nosotros un universo plural, al que pertenecemos;
un universo diverso y graduado, jerarquizado ontológicarnente. La
afirmación metafisica de la· radical heterogeneidad entre los indivi­
duos humanos, dotados
de, dignidad personal, y todas las cosas del
universo inerte y viViente, no hace sino expresar algo que se ofrece
obviamente a. la comprensión fle todo hombre. Y esta experiencia de
la pluralidad
se presenta mmo el misterio más digno de admira­
ción, precisamente
en este reconocimiento .de la multitud de .seres
personales en la simultaneidad de lo contemporáneo y en la sucesión
de las generaciones humanas.
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Si afirmamos seriamente la multitud de los entes y su diversidad
y gradación, si reconOCemos la existencia de muchos individuos, a
cada uno de los cuales hay que atribuir la dignidad de lo personal,
y pensamos con sinceridad sobre este universo plural y sobre
su sen­
tido y fundamento, nos ~eremos necesariamente conducidos a. afir~ar
a Dios trascendente al universo, causa de la multitud ontológica,
ejemplar de
las diversas participaciones finitas de su perfección sim­
plicísima y única. Si pensarnos alcanzaremos el conocimiento de Dios.
Nos qneda el
camino al que tantas cosas invitan a no pensar, en
cuyo caso podremos, de algún modo, instalamos en el sin sentido de
un pluralismo metafísico que no da razón de_ la multiplicidad de los
entes.
Pero el hombre
bosca constitutivamente la unidad. Y tiende por
naturaleza a buscar con su pensamiento una explicación coherente y
unitaria de la realidad. Y el hombre, en la ligereza, la vanidad o la
soberbia, como actitudes en que ejercita su pecaminosidad -sea como
«conversión a las crjaturas»--y amor al mundo, sea como «aversión
frente a Dios» y amor de si mismo hasta el «desprecio de Dios», tiene
muchas maneras de combinar la exigencia de unidad de su pensa­
miento con el propósito de no
reconocer a Dios como causa del
mundo.
Refirámonos a alguna de estas maneras. Tenemos, por ejemplo,
el modo de pensar no pensando del
. especfalista exclusivo. Suele co­
menzar por interesarse por una zona muy concreta. de realidades:
los sistemas cristalográficos, las secreciones internas, los actos refle­
jos, o los medios gráficos de expresión; pero a la vuelta de un tiem­
po le hallaremos explicando con categorías de aquella realidad en
que
es especialista la historia de la religión, _lo• estilos artísticoo y el
hecho de la existencia moral. en la especie humana, realidades todas
que explicará suficientemente con términos. cristalográfic~, endocri­
nológicos o reflexológicos.
Pero en el pensamiento modérno · hallamos ~o sólo estos monis­
mos «ejercidos», sino también la culminación del monismo filosófico
expresado y tematizado.
El pensar soberbio . can_cela todo reconocí•
mjento de la trascendencia de Dios
y de su personalidad, de la efi-

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ciencia creadora y de la Providencia, y con ello anula toda ,posibili­
dad de fe sobrenatural, precisamente afirmando el carácter absoluto
e infinito de una supuesta realidad
Inmanente al mismo mundo de
lo finito y del que todas las cosas que se muestran como plurales no
son sino ·momentos Q modos. Así, en la sustancia única de SpinOZa o
en el absoluto de Hegel. En esta unidad puesta por el racionalismo
del idealismo se opera la muerte especulativa de !Dios y el suicidio
del hombre
conro individuo personal.
A !OS. que acusan, con razón; al monismo spinoziano de áte'lsmo,
Hegel quiere contestar arguyendoles que Spinoza no niega a Dios,
sino que, por el contrario, afirma que Dios o la Naturaleza
es la
única realidad; lo que
Spino>a niega es que tengan entidad verda­
dera y
consistente las cosas finitas y múltiples que componen el
mundo.
Se burla Hegel de los adversarios de Spinoza diciendo que es
extraño que hombres religiosos crean más verosímil la negación de
Dios por parte
de un filósofo que la negación del uuiverso múltiplé
y finito, con el que
se sienten tan encariñados hasta resultarles in.­
comprensible que. un pensador pueda negar la verdad de las cosas
múltiples y finitas.
Nosotros, los cristianos, hemos de responder decididamente qué
el
reconocimiento de la multitud ontológica, del universo de cosas
plurales y finitas, de la diversidad graduada de su perfección partici­
pada, de la dignidad personal de cada uno de los individuos huma­
nos, es algo en
que todo hombre que piense con sinceridad y hon­
radez habrá de sentirse
como en el punto de partida de su pensa­
miento. A partir de aquí, como enseñó San Pablo, podrá alcanzar
precisamente a
la afirmación de Dios Creador de todo.
Los monismos filosófieós son idolátricos y, finalmente, antiteís­
ticos. El ídolo de lo absoluto es el falso dios al que de muchas ma­
neras ofrece la humanidad moderna sacrificios humanos. En cuanto
a
los pluralismos radicales que afectan no sentir necesidad alguna de
buscar un fundamento unitario a la pluralidad,
sea en lo natural, sea
en lo cultural histórico, tenemos que decir que ·se trata de una ac­
ti~d blasfema formalmente «anticristi~a>>, es deéír; inspirada en un
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espíritu que se niega no sólo a adorar a Dios, sino, 'incluso, a for~
jarse cualquier ídolo unitario al que someter la pluralidad. Pero la
exigencia misma del dinamismo
coru;titutivo de la vida. social, y el
anhelo profundo del hombre,
explican que precisamente en esi06
pluralismos negadores de toda unidad trascendente a la multitud o
inmanente en ella,
se consuman en nuestros días las más aplastantes
tiran!as empeñadas en anular en cuanto sea posible todo pensamiento
y toda libertad en el hombre, y toda -;-ida y actividad propia en fos
grupos sooales inferiores al Estado.
Porque
es un signo misterioso de nuestro· tiempo el que la rea­
lización práctica de los
inmanentismos éxplkitarnente monistas o

pre­
tendidamente pluralistas,
se haya traducido siempre en la a.bsolutiza­
cióni de lo pol!tico y la divinización del poder. Hay que comprender,
para
no equivocarse en este punto, que es totalmente superficial para
esto el juego dialéctico democracia-totalitarismo.
La primera formu­
lación
teórica de la originación de la conciencia moral desde la po­
testad pol!tica, y la más deddida afirmación del carácter absoluto o
incondiciouado con que
el poder pone en la vida social cualquier
concepto de bien o
mal, de justo e injusto, la hallamos en Spinoza,
precedente del Contrato Social de
Rousseau, y que afirma eapresa­
mente
que lá. democracia es el más absoluto de los regímenes pó­
Hticos.
En el mundo de hoy, aUllque en algunos momentos y países fe­
lizmente contrapesada por inconsecuencias debidas a la presencia so­
cial de tradiciones de origen en definitiva cristiano, el ideal de la
«democracia>> tiene, en muchos casos, este sentido de ejercicio polí­
tico del inmanentismo. Habr!a que h..blar de «democracia atea>> para
definir formalmente su sistema de principios y de criterios que tien­
den a impregnar toda la
vida sOcial, y muy especialmente la educa­
ción de las generaciones nuevas.
En España estamos viendo cómo el Estado se dispoue a eacluir
del ordenamiento juridico
civil el matrimOnió propiamente dicho, es
decir, respetado en su esencial indisolubilidad. Va a convertir en
«amantes» a todos los esposos, y los defensores de la legislación pro­
yectada. pretenden argumentar en su defensa, diciendo que por ella
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no se. obliga a nadie a divorciarse. Esto sólo bastaría para probar
hasta qué
punto la filosofía que inspira a esta democracia, que hoy
dice reconocer. todavía, aunque
inconsecuentemente, el derecho a
contraer matrimonio, podría llevar a la simple suspensión constitu­
cional del matrimonio y de la familia, sin reconocer ningón derecho
ni
ninguna realidad anterior a la voluntad del legislador.
Si nos situamoo en este horizonte de nuestro mundo, oprimido
por estas visiones anticristianas de la realidad, tal vez sentiremos una
sensación
liberadora al atender a los principios filosóficos acordes
con la f~ cristiana y a los contenidos del mismo misterio revelado,
que nos muestran el universo como efecto de una Hberalidad crea­
dora difusora
de bien en el mundo, y nos hablan de la congruencia
del gobierno divino del mundo
.con las operaciones propias dadas
por Dios a sus criaturas.
Porque Dios, al comunicar
el. bien a sus criaturas, ha querido
comunicarles, incluso, el ser
ellas mismas también difusoras de bien.
Ha comunicado a toda sustancia una propia efectividad y la ha hecho
principio
de s_us operaciones con~tes a su naturaleza. También
el orden de la elevación redentora y divinizante Dios ha querido que
la gracia presupusiese la naturaleza
como su propio sujeto, que no
la destruyese, sino que
la sanase y perfeccionase. La fe no destruye
la razón humana,
la gracia no anula el libre sobedrlo. La fe ilumina
la
. ra,,:ón y. la gracia salva el libre albedrlo de la servidumbre del
pecado ..
El poder humano, del que Dios ha hecho participe a los hombres,
es .un reflejo finito y subordinado .del poder de Dios, para conducir
a su fin a los hombres.
Es rebeldfa contra el orden divino que los
hombres ejerzan el poder desconociendo en los individuos y en los
grupo< sociales que forman una comunidad aquellas capacidades y
operaciones que Dios mismo ha puesto en ella.
Ningún poder político ha podido dar a los hombres la aptitud
pµ:i-la generación o para la paternidad, ni ha podido constituir,
ll~de. un¡,. legislación o una educación política, las i.ndinaciones na­
t;µ~;,Jes.,1:¡11e . dan al hombre la aptitud para la paternidad o para la
materni¡lag;. ningón poder polltico ha podido ser la fuente origina-
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SENTIDO DEL PRINCIPIO DE SUBSIDIARJEDAD
ria de aquello que funda las relaciones por las que unos hombres
pueden ser para otros principio orientador
en la educación y el ma­
gisterio.
Dios no ha dado a los hombres que ejercen el poder el derecho
de destruir su obra. En el Evangelio se dice que los reyes de los
gentiles los dominan y son llamados por ellos bienhechores. El Es,.
tado moderno, y de un modo muy característico el inspirado por la
«democracia
atea>> a que hemos aludido, está haciendo esto: llamar
beneficio y progreso a la destrucción del orden social natural.
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