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1981

Los católicos y la acción política

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Fracasos y esperanzas del catolicismo político español

FRACASOS Y ESPERANZAS DEL
CATOLICISMO POLITICO ESPAÑOL
por
FRANCISCO JosÉ FERNÁNDEZ DE LA Cmo!íA
Abogado del Ilustre Colegio de Madrid

FRACASOS Y ESPERANZAS DEL CATOLICISMO
POLITICO ESPilOL
Parece que el temario de esta XX Reunión de amigos de la
Ciudad Católica toca la esencia
· misma de nuestra asociación.
Queremos una ciudad católica y ello sólo puede conseguirse por
medio de la política.
No he de insistir en puntos ya tratados por
compañeros que me
han precedido. Estanislao Cantero ha de­
mostrado que existe una política católica. María Teresa Morán
nos ha dicho cuáles eran
sus principios. Mi propósito es más
humilde. Sólo voy a ttatar de poner ante vuestros ojos lo que
en los dos últimos siglos intentaron hacer nuestros compatriotas
para consegoir
esa ciudad católica en la que se pudiera vivir
como hombres y como creyentes para, ttas su paso por ella,
po­
der llegar a esa atta ciudad celestial en la que ya no habrá cui­
dados políticos, pues la visión de Dios nos hará eternamente
bienaventurados. Tomad mis palabras
sub specie actualitatis. No es éste un
congreso de historiadores sino de católicos militantes
y, por .tan­
to, en tensión de apostolado político y social. Queremos una
España católica y para conseguirlo precisaremos una política
católica. Y ese querer
es hoy si cabe más apremiante, porque
como en los más negros y tristes períodos de nuestra historia,
una nación de santos ha dejado otra vez de ser católica.
La san­
gre de los mártirés se ha secado en el olvido y el desprecio. Las
turbas, como en aquella tarde trágica del Pretorio de Pilatos,
eligen de nuevo el pecado y gritan de nuevo el
Crucifige.
Pero esta España del divorcio instaurado y del aborto en
puertas, del terrorismo y el asesinato, de la
pornografta, y la
droga, de la colza
y el perjurio, no es una casualidad ni fruto
del azar. No. Estamos recogiendo la
coseclía de iiuestros peca­
dos, de nuestras abstenciones, de nuestras comodidades y debi-
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FRANCISCO J. FERNANDEZ DE LA CIGOlvA
lidades, de nuestros errores y nuestros fracasos. No hemos hecho
nada o lo que hemos hecho lo hicimos mal. Hoy lamentamos
las consecuencias. Se diría que nuestra patria es en estos días un
gigantesco muro de las lágrimas ante el que lamentamos los ma­
les que nos aquejan. Y como Boabdil lloramos los españoles lo
que como hombres no supimos defender.
Para mañana. ¡Qué
digo! Para hoy mismo. Para reconquis­
tar la España católica que hemos perdido. Para resucitar una
patria en
paz, progreso y temor de Dios. Para librarnos del asco
y la vergiienza, para no sentirnos traidores ante nuestros mayo­
res ni cobardes y perjuros ante nuestros hijos, vamos a repasar
la historia del catolicismo político español para hacer balance
de experiencia y desde él. volver a alzar las banderas de Dios y
de España en la seguridad de que el soplo de Cristo volverá a
henchir
sus pliegues y las conducirá de nuevo a la victoria.
Nuestro catolicismo político nació va a hacer pronto
mil
cuatrocientos años en la ciudad de Toledo. En el mismo cora­
zón de España. Y en esa ciudad imperial y católica, hoy, en días
de general devastación religiosa en los que Anases, Caifases y
Oppas celebran con regocijo
el rito sacrílego del sepelio de la
España católica, brilla todavía una pavesa de
fe y de esperanza,
que desde
su palacio arzobispal ilumina mentes y calienta cora­
zones. Es como si Dios quisiera pagarnos la conversión de Re­
caredo y la labor apostólica de los grandes obispos visigodos, en
esta hora de
potestas tenebrarum, con un cardenal como don
Marcelo González Martín.
Pues bien, desde el
III Concilio de Toledo hasta el comien­
zo del siglo x,x España fue la nación católica por antonomasia.
Descubrimos América para Cristo. Dimos a Roma cien pueblos
por cada uno que le arrebataba la herejía. Llenamos el cielo
de
santos, el mundo de iglesias y la gloria de las gestas de los es­
pañoles. ¡Qué duda cabe que hubo quiebras y eclipses en tan
largo período! Pero a un Guadalete seguía Covadonga y España
se iba haciendo· con la cruz y la espada.
La dinastía de
Barbón minó con el regalismo de sus reyes
y el enciclopedismo de sus clases dirigentes una construcción mo-
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FRACASOS Y ESPERANZAS DEL CATOUCISMO POUT. ESPAROL
nolítica hasta los días de Carlos III. La Revolución francesa no
halló en nuestra patria un Jaume el Conqueridor, o un Fernan­
do el Santo, ni un Emperador Carlos, o un Felipe, y pudo entrar
por los pasos pirenaicos mientras en Madrid disputaban
la co­
rona de España un rey padre inepto y un rey hijo felón.
Y entonces el catolicismo político
español surge vibrante en
dos frentes bien definidos.
En el campo de batalla, todo el pue­
blo defendiendo a la religión y a la patria frente a las tropas
invasoras que tenían prisioneros al Papa y al
Rey. Y en las Cor­
tes de Cádiz, frente a los diputados liberales que pretendían in­
troducir con sus decretos los mismos principios que los soldados
de Napoleón traían en sus mochilas
No me extenderé en el carácter religioso de ambos combates
demostrado hasta la saciedad por
la historia. Ni en las vicisitu­
des
de la lucha en la que obtuvimos una victoria que parecía
impensada.
En 1814 se había triunfado en ambos frentes. Bailén,
los Arapiles, Vitoria, San Marcial ... , la patria reconquistada al
ejército más poderoso del mundo, son testimonio de nuestra
glo­
ria militar. Y las medidas revolucionarias y la persecución contra
la Iglesia de las Cortes de Cádiz, despertaron a nuestro pueblo
que comenzó a enviar a las nuevas Cortes unos diputados, estos
si verdaderamente elegidos y no designados por la camarilla libe­
ral que aprovechándose de la confusión de los primeros momen­
tos, con la patria invadida
y la ciudad de Cádiz cercada, eligió
a unos representantes del pueblo que significaban todo lo con­
trario de lo que ese pueblo amaba y por lo que ese pueblo moría.
Triunfo, pues, del catolicismo político español que por prime­
ra vez en la historia aparecía espontáneo y poderoso. Era el mis­
mo aliento popular que combatía en la guerrilla o en las filas del
ejército regular, predicaba en los púlpitos la guerra santa contra
Napoleón o defendía en
las Cortes, por boca de Inguanzo, Ostola­
zá, Simón López y tantos otros, primero en minoría pero aumen­
tando su número
y su influjo conforme iban llegando a Madrid
los verdaderos diputados
de las provincias, los principios de la Es­
paña eterna y como el más esencial de ellos la religión católica.
En el Manifiesto de los Persas, trazaron sesenta y nueve di-
329

FRANCISCO J. FERNANDEZ DE LA CIGOlM
putadas el programa del catolicismo político español de aquellos
días: la defensa de la religi6n, el rechazo de la monarquía arbitra­
ria, la exigencia de las Cortes tradicionales, la condena de un
liberalismo revolucionario que el pueblo repudiaba, abrían para
nuestra patria unos horizontes preiíados de esperanza. El decreto
de Fernando
VII del 4 de mayo de 1814, que parecía asumir
todos los postulados del Manifiesto, pudo enmendar, y en
las
circunstancias más favorables, los pasados errores del absolutis­
mo borb6nico. Y todo
se fue al garete.
Debemos pensar por qué. Y sacar consecuencias para el hoy.
Por ello, después
de exponer cada una de las tentativas de nues­
tro catolicismo político por enderezar los torcidos rumbos de
la
patria, analizaremos las causas de esos fracasos. Al menos en algu­
nos de sus aspectos más evidentes, ya que un estudio exhaustivo
fácilmente
se comprenderá que haría esta conferencia interminable.
Las razones de este primer fracaso son muy fáciles de expli­
car. Dos palabras las resumen: inexperiencia y confianza.
La
oposici6n al liberalismo fue naciendo sobre la marcha. En Es­
paña nadie sabía lo que era eso y día a día, entre indignaci6n
y sorpresa, iban descubriendo los españoles la maldad y los erro­
res del nuevo sistema.
Además,
la confianza en el Deseado, por quien tantos habían
muerto, mitificado como el rey cautivo de la perfidia de Bona­
parte hizo pensar a todos que su regreso bastaría para enderezar
lo que
se había torcido y remediar el mal. Pero Fernando VII
no tenía el menor interés en gobernar bien, en su descargo tal
vez pueda decirse que quizá ni supiera qué era eso, sino qu~
s6lo pretendía seguir disfrutando de una finca que estimaba de
su propiedad y que
se llamaba España. Y la gran victoria polí­
rico-militar de 1814
se malogró lastimosamente.
Ha sido una inmensa tragedia para España la absoluta caren­
cia de un espíritu de servicio a unos ideales y a una patria de los
monarcas borb6nicos desde Felipe V a Alfonso
XIII. La más
triste figura de la Casa de Austria vivi6 y muri6 en la angustia
de lo que a España
se le avecinaba por no tener un heredero.
Las preocupaciones de los monarcas de la dinastía francesa no
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FRACASOS Y ESPERANZAS DEL CATOLICISMO POUT. ESPAfWL
tenían nada que vet con: nuestra patria. Felipe V se preocupó
de conseguir la finca y de buscar luego en Italia alguna más
para los hijos de su segundo matrimonio. Y para ello nos em­
barcó en guetras costosísimas de las que nada salimos ganando.
Luis 1,
.tras los breves días de su reinado, hace pensar a los his­
toriadores que la Providencia hizo un favor a España llevándo­
selo cuanto antes. Femando VI, que es un paréntesis de dignidad
en
la dinastía, vivía para su mujet y enloqueció a su muette.
Carlos
III vivió obsesionado con acabar con la Compañía de Je­
sús que era de vital importancia para los intereses
de la Iglesia
y aún de España. Carlos IV sólo pensaba en la caza y en engran­
decet al amante de su mujer. Fetnando VII fue un pésimo hijo,
un setvil adulador de quien había invadido su patria y le había
arrebatado la corona y estaba dispuesto a jurar lo que le
echa­
ran con tal de mantenerse. De Isabel II no repetiremos aquí lo
que
figura en todas las historias en atención a que es mu jet.
Alfonso
XII vivía para sus aventuras amorosas. Y Alfonso XIII
fue un señorito frívolo que partió al exilio abandonado por to­
dos. Como él había abandonado antes a don Antonio Maura, al
Gobietno constitucional que detribó
la Dictadura y después al
mismo Dictador don Miguel Primo de Riveta.
Se me podrá obje­
tar que esto es una caricatura. Cierto. Pero recoge rasgos esen­
ciales. Que a ellos, algunos añadían alguna virtud. Pues no fal­
taba más. Pero así ha sido la triste lista de nuestros monarcas.
Aún así no desmerece de la de los Presidentes
de las dos
Repúblicas que hemos padecido. Que resultaron inviables
y más
funestas para España que la monarquía de tales reyes. Por eso
ha sido una constante en el pensamiento tradicional español el
moderar el podet de los
reyes con instituciones sociales que pue­
dan impedir
la arbitrariedad real.
A los
seis años del regreso de Femando VII, la sublevación
de Riego trae de nuevo a España el régimen libetal, que el mo­
narca se apresura a jurar. Y la historia vuelve a repetirse. El
catolicismo político español se lanza de nuevo al campo de ba­
talla y en tres años obtiene de nuevo la victoria. De como d
pueblo español se oponía al liberalismo, dará fe el hecho incon-
331

FRANCISCO J. FERNANDEZ DE LA CIGOfi trastable de que a los pocos años de la sublevación general de
España contra el francés, al entrar ahora otro ejército de la mis­
ma nacionalidad, recorre en triunfo toda la .· Península, aclamado
en cuanto pueblo entra, ya que en esta ocasión no venía como
enemigo sioo en apoyo de las creencias, de los amores y de las
lealtades de la inmensa mayoría de la nación española.
Y nuevo fracaso, y por muy patecidas causas. Ahora la ioex­
periencia
ya debía ser menor_ Y también la confianza en el rey.
Pero éste había sido de nuevo el prisionero y regresaba magnifi ·
cado por el cauriverio y la victoria. Sio embargo, ahora el cato­
licismo político español aventura
ya sus críticas. Son del mayor
interés los ioformes que en 1825 numerosos obispos hacen sobre
el Estado de España. En ellos se habla de lenidad,
de ioíiltracio­
nes, de postergación de personas de acrisolada lealtad y no
du­
dosas convicciones. El hecho es que al poder no llegaron los re­
presentantes del catolicismo político español, sioo la camarilla del
rey. Y en puestos claves del Ejército y la Administración
se fue­
ron infiltrando liberales más o menos camuflados.
Y aquí conviene que nos detengamos en dos constantes de
la hi.storia de nuestros dos últimos siglos que considero de capi­
tal importancia. La primera es una incapacidad que parece con­
génita en nuestro catolicismo político de ganar la paz como gana
brillantísimamente la guerra. Tras derrochar heroísmo, tras ver­
ter raudales de
sangre, una vez derrotado el enemigo, el católico
español abandona la política y regresa a su casa y su trabajo,
de­
jando el campo libre al arribista cuando no al mismo enemigo
derrotado. La segunda, consecuencia en parte de esta primera,
es
la habilidad que los derrotados tienen para infiltratse en los cen­
tros claves para ir preparando desde ellos la revancha y el triun
fo de
sns ideales.
Como consecuencia de esto, diez años despnés de la segunda
restauración de Fernando
VII, el liberalismo sube de nuevo al
poder. Y el catolicismo político español vuelve de nuevo
al cam­
po de batalla enarbolando las banderas de don Carlos. Siete años
de
guerra espantosa y derrota en esta ocasión de los que en verdad
fueron ejérdtós de
la fe.
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FRACASOS Y ESPERANZAS DEL CATOLICISMO POLIT. ESPANOL
¿Por qué la derrota? Las causas fueron varias. Se impuso una
minoría, que ocupaba los centros del poder, a la mayoría del pue­
blo, que no estaba organizado. El ejército regular a la guerrilla. La
muerte fortuita de aquel genio de la guerra que fue Zumalacá­
rregui, asimismo fue decisiva. Pero también pudo haber ganado
el carlismo, y derrotarle cost6 siete largos años.
Lo que quiero
señalar especialmente
es otra constante de extrema gravedad. To­
do lo que parecía intelectualidad, lo que escribía en la prensa,
lo que se aireaba desde las tribunas, lo que daba aire de moder­
nidad y encandilaba papanatas estaba monopolizado por
los li­
berales. Es como si a los carlistas les bastara saber que tenían
raz6n y que ella
se impondría por su propia evidencia.
Resulta asombroso comprobar c6mo a un gigantesco esfuerzo
bélico s6lo comparable en las Provincias Vascongadas, Navarra,
Cataluña y el Maestrazgo al derrochado en la Guerra de
la In­
dependencia, le siguiera tan mínimo trabajo ideol6gico y propa­
gandístico. Será en
las filas de Isabel II donde aparecerán los
dos genios del pensamiento cat6lico de aquellos días: Donoso
Cortés
y Balmes.
La contraposici6n, por tanto, de unos liberales ilustrados -y
no cabe duda que Martínez de la Rosa, Toreno, el duque de
Rivas, Larra, Espronceda... lo
eran-a un carlismo que la pro­
paganda hacía parecer todavía más analfabeto, fue un grave hán­
dicap para el futuro de las ideas que alzaban las banderas del
Pretendiente.
Sin embargo,
la derrota del carlismo en su primera guerra
fue mucho
más fructífera para los ideales del catolicismo político
que las victorias de 1814 y 1823. Tras el
abrazo de Vergara y la
retirada a Francia de aquel otro genio de la guerra que fue el
general Cabrera, nadie apostaría un ochavo por la causa de don
Carlos, que había sido
la del catolicismo español. La situaci6n re­
ligiosa de la España del liberalismo triunfante era trágica. A los
primeros embates de las matanzas de frailes y
la desamortizaci6n
sucedió una persecuci6n religiosa menos sangrienta, pero
más
efectiva. El gobierno regalista del general Espartero, que pr:frti­
camente acab6 con la jerarquía española, ya que unos obispos
333

FRANCISCO ]. FERNANDEZ DE LA CIGORA
habían muerto -no se nombraba ninguno desde 1833-, otros
estaban en el exilio o el destierro
y en numerosas diócesis el
gobierno había introducido el cisma nombrando obispos intrusos
que Roma no reconocía.
En 1843 es expulsado el. Regente Espartero, con lo que el
catolicismo español experimenta un considerable alivio. Y es
desde la derecha de los moderados por donde aparece una cierta
manifestación de catolicismo político, aunque con más ribetes de
moderado que de católico.
El fracaso del intento de Balmes de fusión dioástica mediante
el matrimonio de Montemolín con Isabel II, el Concordato de
1851, la aparición de prensa católica,
el nombramiento de nuevos
obispos, la religiosidad indudable, pese a sus debilidades, de la
reina, son factores que contribuyeron en mayor o menor medida
a apaciguar las reivindicaciones católicas
y , a hacer menos nece­
saria
la presencia organizada del catolicismo político.
Y aquí una nueva causa de tantos fracasos. Que consiste en
la congénita incapacidad de preparar el futuro. Cuando los días
parecen bonancibles, los católicos españoles dormitan en la inac­
tividad. Como si esa situación fuera a ser eterna. Y ello a pesar
de que en
muchas ocasiones se percibe clarísimamenie, a nada
que
se preste atención, el sordo rumor de zapa del enemigo.
El progresivo deterioro de la situación política isabelioa, la
muerte de Narváez, que era el espadón que sostenía el sistema,
y el creciente descrédito personal de la reioa de los tristes des­
rir,os, abocaron a la revolución de septiembre de 1868, con todo
lo que ello supuso de graves atentados contra la religión.
Y con ello llegaríamos,
por primera vez desde el III Concilio
de Toledo, a algo a lo que
no se habían atrevido ni los liberales
de Cádiz, ni
el Trienio, ni los asesioos de frailes en la década de
los treiota, ni Espartero en
sus dos etapas de gobierno. A la rup­
tura de la unidad católica.
De nuevo el catolicismo político sale por los fueros de
la re­
ligión,
y el carlismo, eterno Guadiana de nuestra historia, volvió
al monte derrochando lealtad, heroísmo y sacrificio. El rey de
la
bárba florida fue una esperanza para' los católicos españoles
334

FRACASOS Y ESPERANZAS DEL CATOLICISMO POLIT. ESPAROL
que, además, se movilizaron en otros frentes para oponerse a la
revolución. Esta
vez el carlismo no estaba tao ayuno de intelectuales
como en
su primera guerra. Personajes de la derecha del mode­
raotismo como Cándido Nocedal y Luis González Bravo, se ha­
bíao pasado a sus filas. Pensadores del fuste de Aparisi y Gui­
jarro avalaban una tarjeta de presentación que era ciertamente
de recibo. Y con ellos estaban Manterola, Navarro Villoslada,
Vildósola, V alentín Gómez, Ramón Nocedal y otros muchos más.
Pero los mismos excesos de la Revolución acabaron con ella.
El carlismo pudo triunfar de la dinastía masónica. y usurpadora
de Saboya, que tenía al Papa prisionero y despojado y del canto­
rnilismo republicano que rompía a la patria en mil pedazos insoli­
darios e inviables. Pero no pudo con Alfonso
XII, pese a que en
Lácar estuvo en un tris, y
el ¡ Volveré! de Carlos VII fue una pro­
mesa incumplida entre la imposibilidad y doña Berta de Rohan.
El siglo xrx fue una sangría constante de nuestro pueblo. La
guerra
de Independencia, la sublevación de las colonias, la prime­
ra guerra carlista, las primeras aventuras africanas, la guerra
can­
tonal y la segunda contienda carlista, supusieron un precio de­
masiado elevado de muertos, sangre y duelos. Por eso, el adve­
nimiento de Alfonso XII, aunque para bastantes no fuera lo ideal,
supuso un respiro de tranquilidad y orden
que hizo . deseable la
paz. Muy posiblemente, de haber continuado Amadeo
de Sabaya
o la I República, los ejércitos de don Carlos hubieran entrado en
Madrid. Pero
no fue así. Y los católicos españoles se encontraron
el.i una auténtica encrucijada.
El nuevo régimen era respetuoso con la Iglesia,
el nuevo rey
había sido apadrinado por
el Papa, y el Papa era nada menos que
Pío IX, los obispos, que
se habían llevado generalmente bien con
Isabel
II, que al fin y al cabo era la que los había propuesto, no
miraban mal
al hijo de la reina, todo ello hizo que muchos cató­
licos contempOrizarán o al menos pensaran que las cosas no es­
taban tan mal como para ir a morir al monte en defensa de la
religión y de sus ideas. Para mf ahí estuvo la causa última de la
derrota del carlismo.

FRANCISCO J. FERNANDEZ DE LA CIGONA.
Pero la restauración alfonsina fue, sobre todo, la restauración
canovista. Y Cánovas fue
un curioso personaje que tenía mucho
más de liberal que de católico.
El pudo, tras el grito de Sagunto
de don Arsenio
Martínez Campos, inclinar más hacia el catoli­
cismo político
la monarquía restaurada. Pudo, pero no quiso.
Evidentemente ello hubiera supuesto el alejamiento de aquel
com­
plejo partido fusionista que era más que un partido una mezcla
de masones, aristócratas, republicanos, arribistas, frescos, progre­
sistas, viejos partidarios de O'Donnell, y de Prim, y de Amadeo,
y de Serrano ... Un auténtico cajón de sastre.
,Hubiera perdido mucho Espafia con ello? Personalmente
creo que no.
El tinglado que Cánovas montó es la causa remota
de la gran tragedia espafiola que
se consumó en 1936. Pero Cá­
novas, que además de liberal era inteligente, no solo no quería
inclinar su sistema a la derecha
-y entiéndaseme este término
derecha en el sentido que quiero darle, porque
la derecha capita­
lista, sin otro ideal que el del dinero, estaba toda con el siste­
ma-, sino que sabía que esa operación, Alejandro Pidal y Món
la intentaría, era imposible.
Las masas carlistas no podían aceptar, era aún demasiado
reciente la derrota y había levantado muchas ilusiones Carlos VII.
La persona real que acaba de instalarse en palacio tenía
dema­
siadas tristes herencias. Los católicos, o por lo menos muchos
de ellos, no podían perdonar a Cánovas el articulo
11 de la Cons­
titución. Y, por último, un sistema basado en unas elecciones
permanentemente corrompidas que establecían un tumo inevi­
table que se cocía en Palacio y en unas élites superminoritarias
ne podía ilusionar a nadie.
No hace mucho tracé un bosquejo de esta compleja coyun­
tura y a
mi articulo sobre la Unión Católica remito a quien quie­
ra más detalles sobre el tema. Aquí solamente apuntaré las que
me parecen cuestiones fundamentales.
Y, en primer lugar, hay que hacer mención del liberalismo.
El liberalismo
venia de antiguo. E influyó decisivamente en toda
nuestra historia del siglo
XIX, tanto en su faceta más radical
como en la
más moderada. Desde 1833 hasta la fecha en que nos
336

FRACASOS Y ESPERANZAS DEL CATOLICISMO POLIT. ESPANOL
hemos detenido -1876---, detentó el podet. Y en él seguiría
hasta 1923.
Lo que hacen 90 años inintetrumpidos. No es fácil
dar una definición del mismo que comprenda a Mendizábal y
Toreno, a Narváez, Espartero y O'Donnell, a Prim, Amadeo,
Serrano, Salmetón y Castelar, a Cánovas y Sagasta, a Maura,
Dato, Canalejas y Romanones ... Creo que para lo que pretende­
mos
es de enorme utilidad el viejo texto de la Quanta Cura, de
Pío IX: Y escuchad con atención sus palabras porque siguen
te­
niendo absoluta vigencia en nuestros días. Bastante más de cien
años después. «Algunos hombres
-la diferencia con nuestros
días está en que hoy el Papa tendría que decir prácticamente to­
dos los
hombres-negando, con su desprecio completo, los prin­
cipios más ciertos de la sana
razón, se atraven a proclamar que la
voluntad del pueblo, manifestada por lo que ellos llaman la opi­
nión pública o de otro modo cualquiera, constituye la ley
su­
prema -y atención porque ahora vienen las palabras clave--,
independiente de todo detecho divino y humano».
Esto
es el libetalismo. Postular que los hombres pueden le­
gislar lo que quieran. Lo que quieran, aunque sea malo. El di­
vorcio, aunque lo que Dios ha atado no lo pueda desatar el
hombre. ¿ V éis cómo las palabras de Pío IX son muy válidas
hoy?
El aborto, aunque Dios haya dicho no matarás. ¿ V éis cómo
las palabras de Pío
IX son muy válidas para mañana?, ¿véis,
sobre todo, cómo estamos en pleno liberalismo?
Porque el liberalismo no
es la república frente a la monar­
quía.
Ha habido repúblicas que duraron siglos, como la de Ve­
necia, que fueron señoras del mar y casi de la historia, y que
de libetales no tenían nada. Mientras que ha habido muchas
mo­
narquías que han sido y son absolutamente liberales. Tampoco
tiene nada que ver con el control del podet.
El tradicionalismo
español siempre lo ha postulado y
es la antítesis del libetalismo;
Ni con las Cortes. No hay
más que ver lo que fueron las espa'
ñolas desde la Edad Media hasta que sucumbieron a manos del
absolutismo regio. Ni siquiera el sufragio univetsal y los par­
tidos políticos implican, necesariamente, el liberalismo.
Siempre
.. 337

FRANCISCO J. FERNANDEZ DE LA CIGONA
que respeten los grandes principios queridos por Dios son lícitos
para un católico.
Pues bien,
ese liberalismo que hemos definido con palabras
de aquel gran Papa que fue Pío IX,
la Iglesia lo condenó. La
marginación de Dios y sus leyes de la sociedad, el que los hom­
bres vivieran y legislaran contra
la voluntad de Dios, empeñaba
toda la autoridad del Papa: «Nos, con nuestra autoridad
apos­
tólica (esas doctrinas) las reprobamos, proscribimos y condena­
mos; y queremos y mandamos que todos los hijos de
la Iglesia
católica las tengan por reprobadas, proscritas y condenadas».
Y aquí
me permiteréis un inciso con nostalgia por aquellos
Papas que con tanta claridad proclamaban
la doctrina católica.
Qué diferencia con la mayoría de
los obispos españoles de hoy,
que no sólo bendijeron
el absoluto liberalismo de nuestra Cons­
titución, sino que en un tema de tanta importancia social como
es el divorcio, y tan contrario al expreso mandato de Cristo,
callaron, consintieron o incluso bendijeron uno de los
más gra­
ves pecados colectivos de nuestra patria.
Pero volvamos al liberalismo. O sigamos en
él, que la con­
ducta episcopal que comentamos es pura doctrina liberal. La
tesis estaba proclamada con toda claridad. Y con toda autoridad.
¿Cómo se aplica ahora a las situaciones concretas? Y aquí un
nuevo fracaso del catolicismo político español.
Nunca había contado éste con tal número de personalidades
como las que, a finales del siglo
XIX, militaban en el campo ca­
tólico. Y habrá que esperar a los azarosos años de la segunda
República para encontrar algo parecido.
Sin ánimo exhaustivo
citaré algunos nombres: Menéndez Pelayo, Cándido y Ramón
Nocedal, Alejandro Pida! y Mon, Tamayo,
Ord y Lara, Sánchez
de Toca, Navarro Villoslada,
el marqués de Vadillo, Canga-Ar­
güelles,
Orgaz, Vicente de la Fuente, Valentín Gómez, la Pardo
Bazán, Fernández Montaña, el marqués de Comillas, Aureliano
Fernández Guerra, Mirabel, Guaqui, Suárez Bravo, Ramery,
el
marqués de Pida!, Perujo, Vildósola, Carulla, Manterola, Gil y
Robles, Mateos Gago, Simonet, Eduardo de Hinojosa, Sardá,
Pereda, Gabriel y Galán, Brieva, Brañas, Pou y Ordinas, Carbo-
338

FRACASOS Y ESPERANZAS DEL CATOUCISMO POLIT. ESPAJ'WL
nero y Sol, Galindo de Vera, Polo y Peirolón, Isern, Feliú, Ba­
rrio y Mier, el marqués de Cerralbo, Rubió y Ors, Verdaguer,
Campión, Llauder, Urquijo, Gahino Tejado, Laverde,
Selgas, de
las Rivas, Azcárate, Cheste, Polavieja -el general cristiano se
le llamaba-, Roca y Ponsa, Sánchez de Castro, Ferreiroa, López
Ferreiro, Martelo Paumán, Donadíu, los padres Pita, Villada,
Vilariño, Coloma, Fonseca, Vicent, Mir, Mendive, Muiños
...
Primeras figuras de la cátedra y de las Academias, de la mi­
licia y de la aristocracia podrían rectificar los torcidos rumbos
de nuestra historia y hacer sentir, pujante y vigoroso, el peso del
catolicismo español en la vida pública
de la que bahía estado
ausente, como fuerza organizada, en los últimos cincuenta años
de la vida nacional. El éxito del partido del Centro alemán, que
uniendo a todos los católicos de aquella nación consiguió
sal­
var los intereses religiosos frente a los durísimos embates de
Bismarck y el Kulturkampf animaba a la empresa. La mente del
nuevo
Pontífice sintonizaba perfectamente con la idea. El apo­
yo de las personas de más renombre dentro del episcopado era
indudable. Y todo
terminó en un monumental fracaso que en­
frentó a todos contra todos.
¡Por qué? Fueron varias las causas. En primer lugar había
una división dinástica que enfrentaba a esas personas en dos gru­
pos que resultaron irreconciliables. Unos eran carlistas y otros
alfonsinos. Una miopía política impidió
la unión en lo funda­
mental aunque
se mantuviera la discrepancia dinástica.
En
mi modesta opinión debió defenderse entonces la causa
de Dios, que es independiente de don Carlos y don Alfonso,
manteniendo cada uno
las fidelidades que le acomoden, que en
ello nada tiene que ver la religión
si los derechos de Dios y de
la Iglesia están a salvo. No se quiso ver así y pasó lo que pasó.
Subyacía en el fondo del problema
el espinoso asunto del li­
beralismo.
El liberalismo tenía matices. Y muchos. Había gente que
se
tenía por liberal y no postulaba ese liberalismo extremo y anti­
ctistiano que pretendía construir la sociedad como
si Cristo y la
Iglesia no existieran. Todavía más, había católicos que votaban
339

FRANCISCO J. FERNANDEZ DE LA CIGORA
al partido liberal-conservador y entendían que con ello defen­
dían a la religión de los fusionistas y de los que estaban más a
la izquierda de Sagasta, y en cierto modo no les faltaba la
ra­
zón. O parte de la razón. Para complicar más el tema bahía otro
partido, el carlista, que indudablemente estaba mucho más pró­
ximo al modelo de sociedad que postulaba Pío IX. Pero sus
po­
sibilidades de éxito, al menos a corto plazo, eran nulas tras la
reiterada derrota militar. Por otra parte, el Papa, que bahía
sen­
tado tan claramente la doctrina -que sin embargo no era tan
clara pues unos entendían que todo
lo que llevaba el nombre
liberal estaba proscrito para los católicos, mientras que otros
sostenían que lo que estaba condenado era un determinado
libe­
ralismo extremo, tesis apoyada en no pocas declaraciones y con­
ductas -episcopales-, extremaba sus manifestaciones de afecto
hacia la dinastía liberal hasta puntos que distaban mucho del
simple respeto a una situación de hecho o del acatamiento al
po­
der constituido
El libro del canónigo tarraconense Rafael Tous y Ferrá
es
claro ejemplo de la utilización dinástica de las palabras ponti­
ficias que carlistas e integristas
se apresuraban a desvirtuar como
podían. Y hay que
recono= que, por parte sobre todo de estos
últimos, con una audacia
y una dialéctica extraordinarias. Sin
embargo, no eran ciertamente favorables a la tesis de Nocedal
ni a
las de don Carlos que con la retirada del integtismo se había
quedado con un partido casi analfabeto, referencias como ésta
de León
XIII a la Reina Regente: «Es además deber suyo ( de
los
católicos) sujetarse respetuosamente a los poderes constitui­
dos, y esto
se lo pedimos con tanta más razón cuanto que se
encuentra a la cabeza de vuestra noble nación una Reina ilustre,
cuya piedad
y devoción a la Iglesia habéis podido admirar».
Este decidido apoyo a la dinastía era aún remachado por
Le6n XIII con palabras que parecía no dejar duda de sus inten­
ciones: «Por estas dotes, siendo a Nos carísima, le hemos dado
públicos testimonios de nuestro afecto paternal, y de estos tes­
timonios
el más señalado es de haber levantado a la pila bautis­
mal a su Augusto Hijo, que fundadamente esperamos habrá de
340

FRACASOS Y ESPERANZAS DEL CATOLICISMO POLIT. ESPAf/OL
heredar con las altas cualidades de gobierno, la piedad y las
virtudes de su madre».
No era en verdad profeta León
XIII cuando se metía en po­
lítica. Y no puede negarse la clara intenci6n política, de la po­
lítica más concreta, de las palabras pontificias. Palabras que eran
una ingratitud con los sactificios del carlismo por la religión por
cuanto en la voluntad del Papa eran un certificado de defun­
ción de las aspiraciones de don Carlos en beneficio de los here­
deros de quienes habían perseguido a la religi6n. Eran, además,
una extralimitación de su potestad. Porque nada podía objetárse­
le a su llamamiento a la sujeción a los poderes del Estado sobre
todo cuando no había ninguna posibilidad racional de constituir
otro mejor. Pero el Papa iba mucho
más álla. Recomendaba pura
y simplemente la operación que Pida! había intentando
con su
f6rmula de unión de los católicos. El resultado iba a ser el
mis­
mo: el fracaso.
Las actuaciones de León XIII en este sentido son inmune­
rabies, tanto en abierto apoyo a
la dinastía como cuando lo hacía
de modo indirecto censurando a los integristas que eran quienes
más combatían esas tesis. Desde el rescripto sumamente favora­
ble a la Unión Católica, que no sirvió de nada, son muchos los
documentos
más o menos solemnes en este sentido: los discur­
sos a los peregrinos de Toledo y Zaragoza en 1882, raquíticas
representaciones
qv· ,ustituyeron a la magna concentración idea­
da por los Nocedal;
la importante encíclica Cum Multa, de 8
de diciembre de 1882; la recomendación a Pida! de que
se in­
corpore al partido de Cánovas; la encíclica Inmortale Dei, de
1884;
la Sapientiae Christianae, de 1890; también colaboracio­
nista; las cartas a Benavides y a Casañas de ese mismo
año;
las palabras que citamos a la romería de 1894; la carta de apoyo
a Sancha de 1899 y la dirigida a Spínola contra Roca Ponsa
ese
mismo año; la censura que por medio de Rampolla se djrigió
años antes ( 1894 ), al anciano Primado Monescillo que precipitó
su. enfermedad; la sonada advertencia al gran obispo de Plasencia,
Casas
y Souto, en 1886; la carta a Sancha de 1903 ...
Pese a todo, muchos católicos siguieron pensando que la di-
341

FRANCISCO J. FERNANDEZ DE LA CIGONA
nastía reinante, que era la de la desamortización y el reconoci­
miento del Reino
de. Italia, la del artículo 11 y la de Canalejas,
no podía ser amada y respetada por ellos. Habrían de pasar aún
bastantes años para que el eclipse, una
vez más, del carlismo, que
ha sido el Guadiana de nuestra. historia, y la radicalización
sec­
taria y anticatólica del partido liberal, aproximaran a algunos al
poder constituido. Nocedal había muerto y, sin él, el integrismo
quedó muy debilitado. También había desaparecido la posibili­
dad de una presencia activa y decisiva de los católicos como tales
en la vida pública. España caminaba de tumbo en tumbo, de
la
Semana Trágica a la Dictadura y de ésta a la República. Para mí,
todos muertos ya, en la responsabilidad de los trágicos destinos
de nuestra patria estaban León
XIII, Pida!, Nocedal y todos los
que hicieron imposible una verdadera unión de los católicos.
Es
fácil juzgar errores desde una perspectiva histórica y con­
jeturar futuros posibles si no se hubieran dado hechos concretos
qne
ya no es posible rectificar. La historia fue de otro modo y
no dio la razón a ninguno de nuestros personajes. Pida! consiguió
ser ministro de Cánovas
y no se cortó la mano como había pro­
metido. Poca gloria le reputó esa modesta carrera política.
León
XIII, el Pontífice de las luminosas encíclicas, llegó a ver
y a sufrir el fracaso de
sus opciones políticas, en merma clara
de la religión.
Si era un águila remontándose a las alturas de la
teoría no puede decirse lo mismo cuando
. descendía a la práctica.
Nocedal murió abandonado de casi todos. Aunque posiblemente
con menos problemas de conciencia que los otros dos. Hizo
siempre lo que creyó era su deber. Y tiene su grandeza la derro­
ta cuando se ha combatido contra todOs, sin rendirse nunca y por
unos ideales que eran verdaderamente altos. Posiblemente tan
altos que no sean dado alcauzar en este mundo. Los demás son
personajes de segunda fila. Los obispos que primero le sostuvie­
ron y luego le abandonaron, si bien obtuvieron sedes metropoli­
tanas e incluso la primada, algunos apenas dejaron recuerdo de
su mediocridad. Payá, Sanchá
y Guisasola oscurecieron en esos
días merecidas famas conquistadas cuando parecían pensar de otra
maneta. Mori.escillo es otro caso. y· otra talla. Su· polémica anti-
342

FRACASOS Y ESPERANZAS DEL CATOLICISMO POLIT. ESPAROL
integrista responde a otros motivos. Y hay que reconocer que ra­
zones, al menos subjetivas, no le faltaron. Para cualquier obispo
tiene que resultar molesto comprobar que un laico manda
más
en su clero que el prelado. O que el clero le obedece más. Y la
personalidad, indudable, de aquel gran obispo no lo sufrió.
No hablemos de más: Cámara,
Orú y Lara, el obispo de Dau­
lia; Sardá, el obispo de Teruel
... Son el coro de la tragedia.
Todos resultaron heridos. Gravemente heridos. Y
la religión y
España también.
Y aquí conviene detenerse en un punto extremadamente
de­
licado pero que entiendo es necesario abordar.
· Andrés Gambra ha hecho cumplida referencia de las actitu­
des políticas de León
XIII y del inmenso error que supuso su
injerencia en la política concreta francesa.
Yo he apuntado el
mismo fracaso del Papa en el pretendido «ralliement» español,
esta
vez no con la república sino con la monarquía de Sagunto.
Los cristeros mejicanos
se sintieron, después de su heroica lucha
por Cristo y por la Iglesia, traicionados por, al menos, y creo
que
soy benévolo, parte de la jerarquía mejicana. Los católicos
ucranianos creen hoy que
la Santa Sede olvida sus derechos por
no enemistarse con la iglesia ortodoxa rusa
y ello en detrimento,
piensan, de la verdad. Y podríamos continuar con
los ejemplos.
¿Qué ha de hacer en estos casos el catolicismo político?
Cuestión, como digo, delicada. Y sumamente importante.
Yo pien­
so que tenemos en nuestra historia dos ejemplos claros que
noa .
abren perspectivas de solución.
Pocos monarcas más católicos, no de la historia de España
sino de la del mundo, que el César Carlos y el segundo de nues­
tros Felipes. Pocos gobernantes más afectos
al Vicario de Cris­
to,
si los ha habido, que el rey de Mühlberg y el de Lepanto.
Y ninguno, en la historia de la humanidad superó
a_ ambos en
poner sus reinos
al servicio de la causa de Dios y de la Iglesia.
Y ambos, en cuestiones políticas concretas, discreparon en
ocasiones, con todo respeto, con toda prudencia, es más, yo di­
ría que con todo amor, de la política concreta que en algún mo­
mento siguió el Papa de Roma.
343

FRANCISCO J. FERNANDEZ DE LA CIGORA
Dos conductas históricas ilustrarán lo que digo. Cuando los
ejércitos de España entran en Roma, nuestro rey decreta luto
en la Corte y España dobla
la rodilla ante el Papa prisionero
porque era
el Vicario de Cristo aunque, cuando actuaba como
político, sólo fuera un enemigo de España.
Su suprema potes­
tad religiosa
se respetó y veneró en todo momento. En cambio,
cuando Napoleón, el Emperador de la Revolución,
hizo prisio­
neros a Pío
VI y a Pío VII, no era un hijo de la Iglesia el que
actuaba sino el agente anticatólico de las fuerzas del mal.
Y éste
es el caso extremo. Mutatis mutandis habrá que apli­
carlo a Conferencias episcopales, obispos, te6logos o sacerdotes.
¡Que nadie nos supere en el amor al Papa!
Cosa bien fácil, por
otra parte, cuando
el Papa es Juan Pablo II. El es, cualquiera
que
sea su nombre, la clave de nuestra fe que es la que tiene que
empujarnos a las empresas políticas.
No se puede ser católico sin
un acatamiento fiel y gozoso a los dogmas de la Iglesia que
el
Papa custodia y garantiza. No se puede ser católico sin aceptar
todo lo que en materias morales o de sacramentos la
Iglesia
prescribe legítimamente. No cabe un catolicismo político que no
quiera llevar fielmente a la vida social los principios salvadores
proclamados por la Iglesia. Pero esos principios
ahí están, son
de clara interpretación y a nosotros nos toca ponerlos en prác­
tica. Y
ya no hay que preguntar más.
El divorcio
es un pecado y un ·mal social. No lo quiere Dios
y no conviene a la sociedad. Si en un momento dado, en un
país
concreto pretende instaurarse, el catolicismo po'Iítico tiene que
presentarle baralla sin esperar instrucciones del Papa o de
los
obispos. Porque esas instrucciones ya están dadas por el mismo
Cristo y por la enseñanza constante y universal de la Iglesia.
Podría ocurrir, que no fue el caso de España con
el divor­
cio, que el Papa callara.
Por las razones que fueran. El catolicis­
mo político· no tiene que esperar a oír su voz porque esa voz
ya está dada y vale, porque es la palabra de Dios, hasta la con­
sumación de los siglos.
Obrar de otra manera, esperar consignas para todo, acudir en
petición de instrucciones a los obispos en todo momento, no

FRACASOS Y ESPERANZAS DEL CATOLICISMO POLIT. ESPAROL
es obrar como seglares adultos, sino consagrar una teocracia que
la Iglesia es la primera en rechazar.
A nosotros nos toca, pues, decidir las conductas políticas en
base a la enseñanza de la Iglesia
y a la prudencia. Serán los ge­
nerales y no los obispos los que han de decidir cuando conviene
reñir una batalla, supuesto que la guerra es justa. Será el gober­
nante quien tiene que decidir si conviene o no aplicar una
sen­
tencia de muerte teniendo en cuenta las necesidades de la socie­
dad, supuesto que la sentencia sea justa. En ese tema no tienen
baza
ni el Papa ni los obispos, que Dios los ha puesto en el
mundo para otra cosa. Y aún acepto una gesti6n discreta im­
petrando misericordia, llevada con el mayor sigilo. Porque obrar
de otra manera, hacer público que el Papa o los obispos solicitan
un indulto o condenan una ejecuci6n
es una intromisi6n intole­
rable en
la política que no se justifica eclesialmente.
Tuvo también gran importancia en esta fracasada uni6n de
los
cat61icos que tantos males pudo evitar una endémica enfer­
medad que nos aqueja y que es
la intransigencia. No he de cen­
surarla de modo absoluto porque en no pocas ocasiones es más
que necesaria y no escasos males de los que nos amenazan tie­
nen su causa en demasiadas transigencias por nuestra parte. Si
a los perjuros, a los traidores, a los herejes, a los causantes de la
descatolizaci6n de España, a los que trajeron el divorcio y trae­
rán el aborto, nec Ave dixeritis, ni los saludáramos, otro gallo
nos cantara. Pero a esas transigencias solemos añadir una in­
transigencia total con el que está muy pr6ximo pero no piensa
exactamente igual que nosotros. A ése le negamos el pan y la
sal y le combatimos con más saña que
al enemigo declarado.
Naturalmente con gran regocijo y ventaja de éstos.
Os he citado una larga lista de personas que trabajando
uni­
das hubieran podido hacer, a fines del siglo xrx, una España ca­
t61ica. Se combatieron inmisericordemente. ¡Qué diferencia con
b actitud de la intelectualidad de la otra España! La «sociedad
de bombos
mutuos» funciona a la perfección entre ellos. De rual­
. quier ign~ro _ hacen un genio a fuerza de decir en sus peri6dicos
que es un sabio de categoría universal. El caso del krausismo y la
345

FRANCISCO J. FERNANDEZ DE LA CIGONA
Instituci6n Libre de Enseñanza son muestra evidente de lo que
digo. Será difícil, en cualquier momento intelectual de un país,
encontrar mediocridades comparables a
Sanz del Río, Giner, Az­
cárate, Fernando de Castro, Cossío, González Serrano., .. No valen
nada. Sus libros, salvo contadísimas excepciones, se caen de las
manos. Su base filos6fica no es de recibo por nadie. Su fundador,
Sanz del Río, era un locoide ininteligible. Y sin embargo, gracias
a una acci6n inteligente y conjuntada, los españoles les tenían
por los sabios de Grecia. ¡Cuánto tenemos que aprender en
mu­
chas ocasiones de las tácticas del enemigo!
Fracasado una vez
más el intento del catolicismo español, ¡y
cuántos van!, el peso de las grandes masas cat6licas se diluy6
en la inactividad. Algunas reacciones aisladas frente a los atro­
pellos cada
vez más descarados de la izquierda, pero nada de sig­
nificación.
Muchos cat6licos
se integraron en las filas mauristas y después
en las de don Miguel Primo de Rivera, pero mucho más como
gente de orden que como cat6licos. Mientras tanto, las fuerzas
del anticatolicismo eran cada vez
más fuertes y amenazadoras.
Y señalaremos en este punto otra constante de nuestrbs fra­
casos. Por aquel entonces, estamos ya en los comienzos del si­
glo xx, nuestros adversarios perfeccionaron una fuerza potentísi­
ma, organizada e inteligente: la prensa. Los diarios del «trust»,
El Heraldo, El Sol, El Imparcial, el recientemente creado ABC,
que aunque más moderado y monárquico era un peri6dico libe­
ral, causan una sensación de infinita tristeza si los comparamos
con la prensa católica. Y no sólo por lo que decían, sino, sobre
todo, por el modo como lo
decían.
Eran periódicos ágiles, atractivos, bien hechos... A su lado
los nuestros
se caían de las manos; La verdad estaba con noso­
tros, pero no la sabíamos vender. Ellos adornaban la mentira y
la hadan atractiva y rentable políticamente.
Es necesario, por tanto, referirnos a la falta de generosidad
económica de los nuestros. Están dispuestos a sacrificar la vida,
y lo hacen cuando llega el caso con inmensa generosidad, pero
346

FRACASOS Y ESPERANZAS DEL CATOLICISMO POLIT .. ESPA1WL
no saben · entregar un . dinero necesario y que muy posiblemente
pueda evitar que después sea necesario entregar la vida.
Generosidad y trabajo bien hecho.
Hay que modificar el re­
franero, porque está claro que hoy el buen paño en el arca no
se vende. Tenemos el buen paño de la doctrina verdadera y
sal­
vadora. Aprendamos a venderlo.
Y llegamos
al último fracaso del catolicismo político español.
La
II República fue un nuevo triunfo de la España anticatólica,
y, como en otras ocasiones, reaccionó de nuevo vigorosamente
el catolicismo político de nuestra patria. Alrededor de Acción
Española se agruparon intelectuales, científicos, militares y sacer­
dotes de enorme prestígio y valía. El carlismo renació una
vez
más de sus cenizas porque era preciso de nuevo salvar la religión
y la patria. Miles de jóvenes pidieron un fusil y miles de madres
los ofrecieron con alegría a España y a Dios.
Los mártires vivificaron de nuevo con su sangre generosa y
fecunda el yermo seco de una patria agonizante, y
el esfuerzo de
todos y la ayuda de Dios nos dieron una
vez más la victoria. Que
una vez más pareció absoluta y definitiva. Después ... El después
es el hoy. ¿Para esto mutieron? ¿Para esto lucharon? ¿Para esto,
aquí estais algunos que vivisteis esos
días, a los fríos y a los
soles, viendo cómo morían compañeros a vuestro lado, en las
trincheras, o seres queridos en las cunetas de la España roja, para
esto tanto esfuerzo,
tanta sangre, tanta ilusión, tantas lágrimas ... ?
Y es que volvió a ocurrir exactamente lo mismo. La vuelia a
casa y al trabajo, la despreocupación, el dejar el puesto
al arri­
bista y
al sinvergüenza, la falta de generosidad con las empresas
que podían mantener el espíritu de la victoria
...
Para qué seguir. Quienes estaban en el poder lo entregaron
vergonzosamente. Yo
creo que no fueron desleales, porque igno-
. ran absolutamente lo que es la lealtad. Pero antes se habían en­
tregado las cátedtas a los que envenenaron a una juventud, los
cargos a quienes pretendían solamente
el lucro personal, las sedes
episcopales a unos obispos tan indignos como no los conoció
España en toda su historia, la prensa al enemigo y la gloria al
adversario.
347

FRANCISCO J. FERNANDEZ DE LA CIGO.tM
Hasta aquí la historia de nuestros fracasos. Pero el título de
nuestra conferencia habla también de esperanza. Que es virtud
teologal del cristiano por difíciles que sean los
días y negra la
noche.
Ave Crux, spes unica. Esa es la última y primera razón de
nuestra esperanza. La Cruz está con nosotros y nosotros con la
Cruz. La sangre generosa e infinita de Cristo se ha fundido con
la sangre de los mártires de España en un sacrificio expiatorio
que ha de darnos la victoria. Murieron por El
y Dios no olvida.
Murieron por España y Dios no ha de permitir que esta nación
de santos devenga una Babilonia del vicio y el error.
Y a la esperanza en Dios añadamos también
la de nuestros
esfuerzos. Hemos aprendido mucho. No podemos repetir los erro­
res del pasado. Los días no pueden ser peores, y éstos son los
que hacen despertar de su
trágico sueño a los católicos de esta
nación. Pongámonos a trabajar con ilusión tensa en
la causa de
Dios, que
es la causa de España. Nos recordaba Diego Sánchez
aquella hermosa historia del rey de Castilla que acudió a Burgos
a visitar las obras de
la catedral. Allí, un pobre obrero, el más
humilde de todos, se afanaba en darle forma a la piedra berro­
queña que
se perdería en los cimientos, en los muros o en la bó­
veda. Y el rey, al ver el interés y la aplicación que aquel pobre
hombre ponía en su tarea le preguntó qué hacía.
Levantó los ojos
de la piedra y con la mirada encendida de
orgullo respondió: «Majestad, estoy haciendo una catedral».
Ignal nosotros. Apliquémonos a rehacer España, que tiene
que volver a ser una catedral para Dios. Y el
día en que llegue­
mos a su eterna morada, a encontrarnos con nuestros muertos y
con nuestro Dios, cuando El nos pregunte: «IQué has hecho?»,
podamos responderle,
con amor y con orgullo: «Te levantamos de
nuevo una catedral, todavía
más hermosa que la que Satanás
derribó, desde la cual todos los días, hasta
el final de los siglos,
como ayer, como siempre, los españoles te dicen Santo, Santo,
Santo».
348