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1982

¿Crisis en la democracia?

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Las condiciones sociales de la democracia

LAS CONDICIONES SOCIALES DE LA DEMOCRACIA
POR
ENRIQUE ZuLETA PuCEIRO
I
Muchas son las razones que otorgan a la cuestión de
las
condiciones sociales de la democracia una actualidad viva y per­
manente. Transcurrido el cuarto de siglo
que va desde el final
de la segunda guerra mundial hasta el · ocaso de las ilusiones de
la década del desarrollo, los años setenta sirvieron de marco a
la crisis
· más profunda que las idea~· y experiencias democráticas
hayan conocido a lo largo del siglo.
La crisis del crecimiento, la
espiral inflacionaria, la recesión económica y la desocupación
generalizada no son sino aspectos económicos de los desajustes
más profundos que han alcanzado a la política, las instituciones
y, sobre todo, el cuerpo de creencias básicas mantenido por las
sociedades democráticas en
su fase de desarrollo más avanzado.
En el ámbito de la teoría política, la conciencia de la crisis
se traslada desde el plano del diagn6stico sobre los hechos hacia
el de los propios instrumentos de análisis. La crisis -se dice­
es ante todo una crisis de las herramientas tradicionales de la
teoría democrática, hoy
ya insuficientes para dar cuenta de la
complejidad creciente
de sociedades que se proyectan en un pre­
sente que poco o nada tiene
ya que ver con las sociedades pa­
triarcales y preindustriales que sirvieron
de inspiración al viejo
contractualismo político de
los padres fundadores. Desde otros
puntos de vista,
se tiende a subrayar que la crisis de la demo­
cracia no es tanto un reflejo de la crisis de las ideas acerca de
la democracia -no siempre separables de la ideología demo­
crática-como el resultado de fenómenos sociales objetivos. Las
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ENRIQUE ZULET A PUCEIRO
transformaciones experimentadas por las sociedades industriales
estarían alterando las condiciones sociales que hacen
histórica­
mente posible la vigencia de las formas institucionales de la de­
mocracia. El problema se centraría, entonces, en determinar hasta
qué punto estas condiciones sociales condicionarían la vida po­
lítica de la democracia, y si, en .el fondo, la cultura política de
la democracia es causa o más bien efecto
de tales condiciones
sociales objetivas.
Planteada en estos términos,
la cuestión entronca con viejos
problemas de la filosofía
p01ítica, relativos a las vinculaciones
entre sociedad y Estado, entre formas de
organización política
y tradiciones ideológicas, entre
culturas cívicas y estrategias ins­
titucionales, Todas ellas quedan por el momento más allá del
interés de este ensayo, centrado más bien en una contribución
al análisis de ciertos procesos de la cultura política democrática
y a su incidencia en el plano de la vida
social contemporánea.
En este sentido, el título de esta intervención no es casual ni
antojadizo; viene de alguna manera predeterminado por un de­
bate generalizado en . ]a teoría política contemporánea, cuyas· pre­
suposiciones y alcances no es del .;.so analizar. Partiendo de los
términos de una discusión que se asume en su estado actual,
de lo
que por el momento se trata es de analizar sus proyec­
ciones en un plano que trasciende sus limitaciones
originarias,
para conectar· con explicaciones más amplias, relativas a la pro­
pia condición de
la política en la sociedad moderna.
Lo dicho requiere un particular énfasis desde la perspectiva
de un pensamiento político de inspiración cristiana, ámbito
en
el que circunstancias muy diversas han condicionado un desin­
terés tradicional
por los problemas de la teoría política de la
democracia
y, en general, por los procesos ideológicos que ins­
piran la evolución del Estado moderno. Esta situación -pro­
pia de muchas de las «doctrinas acerca de la doctrina»-no
parece justificada desde la propia doctrina. «Los Papas
-re­
cuerda V allet de Goytisolo--en su enseñanza se. preocupan,
ante todo, por las necesidades presentes de la Iglesia.
Los erro­
res que
condenan son los de su tiempo; las doctrinas que re-
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LAS CONDICIONES SOCIALES DB LA. DEMOCRACIA
cuerdan son aquellas cuya necesidad se hace sentir acrualmente.
Su insistencia sobre ciertos puntos, como su , misma terminolo­
gía, no pueden encontrar todo su sentido más que en el contexto
de los acontecimientos contemporáneos». Sobre esta base, la
es­
trategia propuesta encuentra en el diagnóstico de lo actual el
centro
de su interés principal. No por tributo a un sociologismo
historicista que se dista de profesar, sino
por vocación de tes­
timonio de un tiempo que, sin ser peor ni mejor que otros tiem­
pos, es
n~estro tiempo: el único en que nos es dable pensar
y actuar.
Idéntica precisión metodológica requiere
· el propio concep­
to de democracia. En su extremada latitud y vaguedad significa­
tiva, el mismo tanto podrá referirse a un método de selección
de gobernantes oomo a
un sistema institucional, una cosmovi­
sión ideológica, una religión
secular, una invocaci6n mítica o
partidista o
un simple marco de autorreferencia ideológica. Ta­
les acepciones podrán
ir o no unidas en una misma experiencia
vital, pero lo cierto es que su distinción parece un punto de
partida inexcusable para cualquier análisis con pretensiones
de
objetividad. En esta línea, la reflexión propuesta se circunscri­
be a una de las acepciones posibles del vocablo democracia: la
que lo refiere a
un sistema de gobierno o método de organiza­
ción institucional del poder político, basado
en instrumentos
tales como
el reconocimiento de los partidos políticos, la división
de poderes,
el sufragio universal y las declaraciones oonstitucio­
nales
de los derechos fundamentales y las libertades públicas.
Se trata, por tanto, de analizar tanto el método como la teoría
· acerca del mismo, en relación con las condiciones sociales en
la que ambos aspectos se manifiestan hoy
en los Estados oc­
cidentales y en el último cuarto de siglo.
A partir de esto, parece
. necesario subrayar que desde la pers­
pectiva escogida, la democracia, entendida como método institu­
cional, puede o no vincularse a Otras dimensiones de
la demo­
cracia -democracia como cosmovisión social o como religión
secular-. Desde un punto de vista histórico, cabría señalar vin'
culaciones indudables, pero ello no permite, sin ~bargo, con-
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ENRIQUE ZULETA PUCEIRO
cluir afirmando la existencia ck una suerte de coimplicación esen­
cial y forzosa de ambos aspectos de la experiencia
democrática.
Los ejemplos históricos son, en este sentido, también abundan­
tes y la propia situación de algunas instituciones tradicionales
de la democracia en el contexto de la crisis del Estado bene­
factor resulta suficientemente ilustrativa en tal sentido. El aná­
lisis comparado de la política desalienta cualquier pretensión
globalizadota y aconseja,
más bien, cierta cautela en los enfo­
ques y una atención minuciosa de todo aquello que es en sí
mismo complejo y heterogéneo.
En la propia tradición de la
filosofía política cristiana estas
precisiones asumen un carácter básico.
Así, por ejemplo, la dis­
tinción entre «poderes constituidos» y «legislación» -ensaya­
da entre otros textos, en Au milieu, 25-contribuye a recono­
cer
el principio que asiste a cada pueblo a asumir la forma po­
lítica
particular que le es propia, que es la que resulta del con­
junto de circuostancias históricas y sociales en su tradición na­
cional. En este plano cobrarían sentido -a pesar de su posible
vulnerabilidad a partir
de la historiografía más reciente---- aque­
llos análisis que muestran cómo aquellos países en los que una
ética
social y del trabajo fundamentalmente mundano, que privi­
legia al
esf~erzo individual y aislado como signo de una suerte
de destino providencial,
han sido capaces de desarrollar formas
de organización democrática abiertas, estables y eficaces, arrai­
gadas luego a través
de poderosas tradiciones públicas y estilos
políticos. Países con predominio de una idea de la sociedad

una ética del trabajo de tipo trascendente .parecen haber sido,
en cambio, menos propicias
para la implantación de tales mo­
delos de organización política. Regidas a su vez por un espíritu
imitativo
y mimético, su intento por emular fórmulas ajenas
habría desembocado en una incapacidad para
la concreción de
formas
políticas estables
y eficaces, sea cual sea su signo.
Ante
este. tipo de explicaciones, la pregunta por las condicio­
nes de posibilidad
de la implantación de las formas políticas de
la democracia asume el carácter circular que se ha señalado
precedentemente.
¿Q,ndiciones o efectos? ¿Es la mentalidad se-
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cularizada de la modernidad la que produce las formas de la
democracia, o son las formas de la democracia
las que producen
o ahondan el proceso de
secularización? Planteada en estos tér­
minos, la. temática parece de difícil respuesta. El análisis de
algunos de los aspectos del debate actual de la democracia per­
mitirá señalar que la dificultad en las respuestas responde
acaso
a un mal planteamiento en el interrogante de fondo.
11
Uno de los primeros fenómenos cuya consideración se im­
pone a los analistas actuales de las sociedades industriales avan­
zadas es el de la crisis de la confianza pública en las institucio­
nes de la democracia. Desde
la teoría política clásica, es sabido
que el mantenimiento del disenso dentro
de márgenes :institucio­
nalmente aceptables por un sistema político depende, en buena
parte, de la capacidad de éste para asimilar
el surgimiento de
las nuevas fuerzas sociales y arbitrar soluciones para
el inevita­
ble conflicto
de los intereses particulares que ello suscita. En
la medida en que esta capacidad de asimilación y adaptación del
sistema
se ve afectada por problemas de legitimación superio­
res a su capacidad de respuesta,
el problema de la crisis de la
confianza pública en las posibilidades del sistema se traslada al
nivel de la propia experiencia cotidiana.
La cuestión se ha manifestado en las democracias occidenta­
les y particularmente en Estados Unidos, a partir sobre todo
del debate abierto con ocasión
de la campaña presidencial de
Carter, centrada en el lema de que el país padecía una crisis de
confianza básica en sus instituciones que
imponía una urgente
reacción cívica.
La aludida tesis de la «crisis de confianza» sin­
tetiza su argumentación en la afirmación de que la crisis de
confianza
es real. Nunca como ahora la opinión pública ha al­
canzado niveles de pesimismo similares en su visión de la nación,
proyectada en un largo plazo, visión de
sus propias perspecti­
vas personales en un largo plazo, visión de la economía en un
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ENRIQUE ZULETA PUCEIRO
corto plazo y del sentido de la responsabilidad que cabe a la
acci6n gubernamental en dicho proceso.
Al mismo tiempo
--se señala-no parece haber una causa
única de dicho fenómeno. La crisis de confianza precede en más
de una década a las manifestaciones de la crisis en materia eco­
nómica y es anterior, inclusive, a la política de Carter en algunos
de los puntos en que el problema
se presenta con mayor gra­
vedad. Las exp1icaciones tienden a considerar la posible inciden­
cia del conjunto de impactos traumáticos sufridos por la opini6n
pública
-Vietnam, Watergate, «stagflaci6n», inflación de dos dí­
. gitos, crisis de la energía, reveses internacionales, etc.-. Pero
al. margen de estas exp1icaciones, que en realidad sólo valen
para el caso de Estados Unidos, lo · cierto es que la crisis de
confianza ha llegado a convertirse en un problema con entidad
propia,
cuya gravedad impone la implementación de respuestas
específicas. Particularmente, teniendo en cuenta que la pérdida
de confianza alcanza no sólo a las. mstituciones en el sentido de
marcos formales
de acción colectiva, sino también a actores ge­
néricos -políticos, grandes empresarios, sindicatos--, y actores
específicos
-figuras de importancia en la conyuntura política,
comenzando por
el propio Presidente--.
En esta misma línea de
análisis se señalan, como manifes­
taciones expresivas de esta quiebra del espíritu nacional, los
an­
tagonismos interregionales, la multiplicación de grupos que ejer­
cen poder de veto especial
--lobbies, grupos de presión y de ac­
ción directa-, la atomización del poder político, etc. No se trata­
ría, por tanto, de una
pérdida de fe en las bases del sistema políti­
co -la convicción acerca de la validez de la democracia en sí-,
sino de una falta de confianza en la capacidad de sus institucio­
nes y líderes para resolver responsablemente los problemas
con­
cretos que aquejan a la sociedad.
En un sentido opuesto, desde sectores afines con
el pensa­
miento neoconservador, se
ha intentado responder a la tesis ex­
puesta mediante una argumentación basada en la afirmación de
que la pérdida ~e confianza es un fenómeno que se extiende
a
lo largo de las dos últimas décadas, pero que hacia 197 6-78
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LAS CONDICIONES SOCIALES DE LA DEMOCRACIA
reconocía una, estabilización significativa, advirtiéndose, inclusive,
un crecimiento en la
confianza pública , a la que no era ajena
la imagen del Presidente -lo era entonces G. Foro-. El error
de Carter y sus asesores partiría de una subestimación de la in­
fluencia sobre el tema de
la orientación ideológica. del público
estudiado,
ya que es precisamente la opinión opositora la que
basta cierto punto esgrimía
la tesis de la pérdida de confianza.
Por otra parte, se snbraya el hecho de que era en los líderes
políticos, científicos sociales y medios de comunicación en
gene­
ral donde se advertía una persistente acritud de desconfianza
hacia las instituciones que opera como posible inductor en la
opinión pública.
Ambas posiciones exhiben perspectivas metodológicas,
blo­
ques de datos y criterios interpretativos, diversos entre sí.. Am­
bas coincidían, sin embargo, en señalar aspectos de opinión
pública que avalan
lo que D. Bi,11 ha denominado «el fin del
excepcionalismo
americano». Los elementos configuradores de
toda sociedad
-escribe-son la naturaleza, la historia y la re­
ligión. Los Estados Unidos constituyen la' primera experiencia
en sociología política de un comienzo sin «historia», que se
orienta, en cambio, hacia un horironte de futuro al que se ad­
hiere de un modo religioso. Hoy, este «destino manifiesto» pa­
rece desvanecerse en la. conciencia de quienes avizoran un fu­
turo problemático, ante el cual las instituciones aparecen como
gravemente debilitadas en su capacidad de respuesta.
Evitando conclusiones excesivamente pesimistas, opiniones
menos partidistas
sugieren, sin embru:go, que no obstante los
síntomas
de crisis de confianza en las instituciooes, la mayor
parte de la opinión no
parece haber cambiado su concepción bá­
sica de la nación. La tesis que enfatiza la significación de la
crisis de confianza parte de una confusión de los niveles en que
el juicio de
la opiniá'1 pública se manifiesta. En tal sentido, pa­
rece necesario distinguir entre el nivel en que
se manifiestan
las imágenes de la situaoi6n propia y familiar de cada individuo,
el de sus imágenes acerca de la nación, sus instituciones y su
lugar en
el mundo y, finalmente, el que se refiere a la capaci-
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ENRIQUE ZULETA PUCEIRO
dad del gobierno y los líderes de cumplir con los objetivos que
la sociedad les ha encomendado.
Los datos disponibles de los
últimos quince años parecen demosttar que. la postura acentuada­
mente crítica respecto a este último aspecto no obsta para la
existencia de una satisfacción
generalizada en lo que a status
personal y familiar se refiere y a la persistencia de la imagen
tradicional de la nación y de su puesto en el mundo
Desde un punto de vista teórico
más amplio, cabría pregun­
tarse,
silÍ embargo, si los indicadores de pérdida de confianza
en las instituciones y los líderes, a que se suele aludir, no pre­
anuncian, en el fondo, una crisis de legitimidad, en el ,sentido de
crisis de incapacidad del sistema para engendar
y mantener la
creencia
de que las instituciones políticas existentes son la más
apropiadas para la sociedad (Lipset). La capacidad de reacción
de una
nación ante una crisis de eficacia -período en el que
los detentadores del poder no
. son capaces de proveer a lo que
la gente desea de ellos-depende, en gran parte, de cuál sea el
nivel de legitimidad de
sus instituciones. A tal efecto se suele
siempre recordar los'
casos de Alemania y Austria que, en tanto
que en los años 20 reconocían una crisis de legitimidad
de. sus
instituciones fundamentales a la
vez que garantizaban un gobier­
no eficaz, en los
años 30, cuando la legitimidad era indiscutida,
su ineficacia ante los efectos de la «gran
depr.,,;ión» determinó
la caída de ambos regímenes.
Los Estados Unidos, por su par­
te, afrontaron la crisis mundial con altas dosis de legitimidad y
pareja eficacia en el manejo de la circunstancia económica. El
problema· consiste, hoy,
,en saber hasta qué punto la crisis de
confianza en las instituciones
no tiende a erosionar peligrosa­
mente las posibilidades de afrontar con
éxito el agravamiento
de la crisis económica mundial
y los desafíos institucionales que
la misma conlleva.
m
Tales consideraciones resultan generalizables al caso de los
países europeos -aun cuando la cuestión de la legitimidad se
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plantea en términos bastante distintos---. Ello supone la .posi­
bilidad de distinguir ciertos aspectos comunes a la experiencia
institucional
de la democracia, relativamente independientes de
sus contenidos políticos, inevitablemente nacionales. En el caso
americano existen algunos factores de refuerzo del sistema de­
mocrático, cuya concurrencia explica su estabilidad y eficacia,
aun a pesar de la pérdida de
confianza que revelan los datos
empíricos. Tales

factores permitirían la distinción por parte de
los ciudadanos entre las funciones que corresponden a las insti­
tuciones
y el comportamiento efectivo de quienes las desempe­
ñan en concreto, la distinción entre la percepción fundamental­
mente
optimista de la propia situación personal, el juicio nega­
tivo del estado de las cosas en el país como un todo y, por último,
la creencia de que al deberse las fallas del sistema a los errores
de los detentadores de la autoridad, la situación puede ser mejo­
rada sustancialmente a través del cambio de los gobernantes.
Sobre esta base operaría precisamente el mecanismo psicológico
del consenso democrático, entendido como «acuerdo sobre
las
reglas de juego».
En la actualidad, estos factores vuelven a ser objeto de
análisis y estudios empíricos. Frente a la tesis hasta hace no
mucho imperante en ciertos ambientes académicos europeos,
que
intei,pretaba la declinación de la confianza pública en tér­
minos de la frustración de expectativas de orden ideológico,
la tendencia general parece orientarse en un sentido básicamente
similar
al de los estudios americanos, que subrayan la existencia
de factores de desencanto objetivamente fundados, derivados de
una percepción de la crisis, del reflejo de la misma en las pro­
pias situaciones personales y en
las de la sociedad en su conjun­
to y de
la responsabilidad que en ello cabe a quienes detentan
el poder. En la medida en que a la crisis de confianza subyace
una «crisis de competencia», el análisis de los
bloqueos en
el
. sistema de legitimación desemboca en un análisis de la eficacia
decisional del sistema político
y, sobre todo, de la actuación de
quienes detentan
las responsabilidades póblicas. En consecuencia,
se postula un traslado del problema de la confianza en las ins-
m
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ENRIQUE ZUUITA PUCEIRO
tituciones desde el campo originariQ de la legitimidad -consi­
derada en su aspecto «funcional»-hacia el campo más complejo
de la gobernabilidad.
En
Euwpa, estudios similares a los comentados seiialan una
disminución relativa del grado de satisfacción
acerca del funcio­
namiento
de la democracia en los países de la CEE, con la
sola excepción de Luxemburgo, Alemania
y Dinamarca .. Los casos
de Bélgica, Francia, Italia, España, Grecia y Portugal aparecen
como especialmente significativos y los resultados de su· análisis
podrían sugerir
claves de importancia para una evaluación de los
acontecimientos
electorales que culminaron con los triunfos so­
cialistas en la Europa del sur.
Sin embargo, la posible conexión mecánica entre actitudes
de desencanto hacia las instituciones y factores objetivos de cri­
sis institucional tiende· a ser desestimada. El hecho de que la
crisis de confianza en las instituciones parece ser más· bien re­
sultado de un juicio a=a de las condiciones sociales y no de las
personales, sugiere la necesidad de abordar un análisis más por­
menorizado del fenómeno, ya que la fuente más importante de
este tipo de juicios parece ser el sistema de medios de comuni­
cación social.
Los estudios · disponibles sefialan que la incidencia de la in­
formación crítica sobre la confianza pública es mayor que la re­
lativa a la imagen pública de la eficacia política. De acuerdo con
ello, la desconfianza pública tendría mucho que ver con el
auge
en los niveles de «criticismo» y contestación exhibido por los
medios de comunicación, particularmente a partir de mediados
de
los años 60, en una correlación con factores igualmente re­
veladores de los cambios de las actitudes fundamentales hacia
el sistema político, tales como los índices decrecientes de
afi­
liación, de lealtad partidaria, de movilización política, etc., fe­
nómenos todos que revelan una curva decreciente a partir, al
menos, de 1968, en la mayoría
de los países occidentales. En
este punto, la opinión
de los analistas vuelve a dividirse. Para
unos, se estaría ante la· generación de un sentimiento generali­
zado de apatía política, basada en motivos cultutales profundos,
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LAS CONDICIONES SOCIALES DE LA DEMOCRACIA
tales como el nihilismo, la contra-cultura o, desde otro punto de
vista, la «cultura del narcisismo». Para
otroS, en canibio, los
datos favorecerían
la hipótesis de que todo ello es el reflejo
de un rechazo
consciente de la política, carente de raíces más
profundas, aunque no por ello menos grave en sus implicacio­
nes
para el mantenimiento y estabilidad del sistema. En este sen­
tido, se estaría ante una opinión pública más crítica, más infor­
mada de sus problemas
más concretos y acaso más vigilante y
capaz de sancionar la ineficacia de sus gobernantes a través del
castigo electoral.
En cualquier caso,
los datos hablan por sí mismos e indican
con toda evidencia una crisis de confianza hacia el modo como
las instituciones cumplen de hecho con las funciones .que les
caben.
El problema es hasta qué punto dicha crisis repercute
hoy en un nivel más profundo como es el del consenso en los me­
canismos y, en última instancia, en las bases valorativas del sis­
tema. Sea cual sea la relación que se perciba entre las nociones
de legitimidad y
eficacia decisional del sistema, no cabe duda
de que ambos aspectos
se refieren igualmente al sistema políti­
co y que la vinculación entre ambas se evidenciará tarde o tem­
prano en la propia dinámica política. De considerar a la
gober­
nabilidad de un sistema político en el sentido de su capacidad
para afrontar los problemas que se les plantean en condiciones
de legitimidad
y eficacia compatibles con su supervivencia, no
cabe duda de que los sistemas democráticos afrontan una crisis
en tal aspecto. La gobernabilidad no implica únicamente dispo­
ner de la fuerza para asegurar la conformidad entre orden
efec­
tivo y orden prescriptivo: consiste, sobre todo, en la capacidad re­
lativa de movilizar los recursos de una sociedad en un sentido
que tienda a compatibilizar normas, motivos
y estrategias indi­
viduales, de grupo e institucionales. Y es, precisamente, esta
ap­
titud compatibilizadora la que los sistemas democráticos ven hoy
seriamente comprometida. Hasta qué punto
el descenso de los
indicadores de la confianza pública en
el sistema es efecto o
causa de dicha situación, es una cuestión a la que la perspectiva
empírica difícilmente podrá responder por sí sola. Aun
así, no
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parece que le reflexión actual acerca de las condiciones bajo las
cuales el sistema democrático podrá adaptarse a los desafíos de
la crisis pueda continuar
por mucho tiempo al margen de los
datos acerca del modo
como los ciudadanos viven e incorporan
los
términos de la crisis a sus propias imágenes, cuadros de va­
lores y experiencias de vida cotidiana.
Como
se ha recordado en otro lugar (cfr. Zuleta Pucciro, E.,
Razón politica y tradición, Madrid, Spciro, 1982), la respuesta
tradicional de
la teoría democrática exhibe un optimismo racio­
nalista plenamente acorde con sus planteamientos antropológicos
de base.
La institucionalización del poder que da nacimiento al
Estado
es, para ella, un fenómeno de psicología social: el acuer­
do sobre el acuerdo; la aceptación
voluntaria de un modo de
asociación en el que todos y cada uno, uniéndose a todos, no
obedezcan más que a sí mismos y permanezcan, en consecuencia,
tan libres como antes. El querer vivir juntos como cuestión pre­
via a la de la
forma de ese vivir juntos. El consenso es, pues,
un fenómeno psicológico global; de idéntica naturaleza a la de la
Voluntad
.General que lo produce. La sola existencia de la co­
munidad ---0 sea, del Estado -constituye de por sí testimonio
suficiente e indiscutible de la existencia del consenso. El Estado
es, en su origen y esencia, el consenso.
En la base de esta idea operaría la distinción entre consenso
social --el que se manifiesta con ocasión de la formación de la
comunidad política en el pacto originario y
se perpetúa a través
del hecho social de la persistencia en el tiempo de dicha comu­
nidad-y consenso politico -concretado a través del juego de
los mecanismos de
la participación y el sufragio--. El consenso
social sería
el fundamento de la vida democrática misma, que
implicaría, a su
vez, una acrualización permanente del consenso
político, a través del voto, la
actividad legislativa, los acuerdos
interpartidistas, las consultas populares, las propias
reformas del
sistema a partir de sus mecanismos institucionales, etc.
El con­
senso social se refería a los valores fundamentales que se com­
parten; el consenso político a la actualización de los mismos me­
diante la práctica cotidiana de la vida democrática. Tal distin-
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ción tiene por objeto responder al dilema de fondo entre unidad
y diversidad, conciliando convergencia y divergencia como
co­
principios constitutivos de la realidad comunitaria, aunque siem­
pre sobre la base de una noción voluntarista del consenso.
La situación actual plantea, sin embargo, una serie de cues­
tiones insoslayables, aun para la propia perspectiva de la ideología
democrática,
ya que en el fondo implica una inversión de la
fórmula originaria. El problema clásico de la conciliación entre
los impulsos convergentes y divergentes en
el sistema político
se resuelve a través de una afirmación de la legitimidad exclu­
siva del segundo de los términos. Proceso que,
. al menos en el
plano de
las formulaciones ideológicas, resulta plenamente con­
secuente con la lógica interna de la democracia, para la cual la
teoría de la representación no
significaba otra cosa que una fic­
ción desnaturalizadora del principio originario.
IV
Las manifestaciones sociales de esta primacía de los impul­
sos divergentes en el seno de los sistemas políticos democráti­
cos son de índole diversa y son hoy notados por enfoques del
más diverso signo ideológico. La propia consistencia objetiva de
los datos
se impone por sí misma, más allá de la natural dife-·
renda entre las interpretaciones en curso. Tales datos se refie­
ren, en general, a fenómenos evidenciados sobre todo a partir
de los años setenta, tales como la desmovilización partidista y el
incremento del voto «de preferencia» --ocasional, pragmático,
variable, condicionado a una aceptación de las propuestas
elec­
torales-sobre el voto «de pertenencia» -tradicionalmente· li­
gado a una ética de convicciones, para la que el voto era expre­
sión fundamental de
un credo personal o ideológico---. En el
plano de las actitudes políticas, ello se expresa en el auge del
civismo o de la indiferencia cívica.
Sobre esta base,
se explicarían estados de opinión pública que
repercuten incluso sobre
la propia estructura de los partidos
políticos.
La crisis de los partidos políticos de masas, en parti-
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cular los de la izquierda, es un índice elocuente de ello. Obliga­
dos a una aceptación plena de las reglas de juego democrático
como condición
necesaria para una consolidación y viabilidad
efectivas,
se verían obligados a· aceptar el hecho de la desideolo­
gización de la opinión y la primacía de ópticas valorativas esen­
cialmente pragmáticas. De este modo, en función de una suerte
de reflejo adaptativo, tales partidos comienzan introduciendo
mo­
dificaciones sustanciales en sus plataformas tradicionales, para
luego diluir cualquier arista programática
· que obstaculice una
rápida adecuación' a los cambios y oscilaciones permanentes de
la opiuión
y, ya en función de gobierno, culminan aceptando
plenamente las
reglas de juego

del comportamiento del sistema
económico, desarrollando de hecho
las recetas y estrategias de
reajuste económico normalmente pertenecientes a la oferta
po­
lítica de los pattidos de la derecha.
Las consecuencias de este fenómeno contribuyen a una sa­
lida de los aspectos económicos de la crisis, aunque resulta di­
fícil prever su incidencia efectiva en el proceso de estabilización
del sistema.
En principio, parecería que la misma resultaría afec­
tada, toda vez que sectores· importantes del sistema político per­
derían cauces para la manifestación de
sus propuestas e inquie­
tudes. El sistema de partidos no reflejarla cabalmente la estruc­
tura
de los alineamientos y posiciones ideológicas y ello podría
generar procesos de conflictividad larvada o desatada, del tipo
de la que
exhiben algunas de las situaciones políticas americanas,
en
las que la falta de forma de articulación, partidaria de los
sectores liberales-conservadores, opera como fermento para la
reiterada intervención militar en la vida pública.
Las actitudes.
antipartido en el orden ideológico serían,
así, expresión de la .
falta de necesidad funcional de la vida, partidaria para sectores
que encuentran en el «partido
militar» una alrernativa para el
ejercicio de
su actividad e influencia política. El fracaso reite­
rado y grave de estas experiencias revelaría con elocuencia el
carácter morboso y antinatural de tales procesos.
En la literatura sobre el problema el debate se traslada asf
desde la temática de la legitimidad, tradicionalmente nutrida de
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Fundaci\363n Speiro

LAS CONDICIONES SOCIALES DE LA DEMOCRACIA
una fuerte carga filosófica y jurídica, hacia la de «gobemabili­
.
dad». El problema se centraría entonces en el diagnóstico y el
análisis de las vías de superación de la situación planteada por
sistemas políticos crecientemente incapaces
de responder a una
suerte
de «sobrecarga» de demandas por parte de la sociedad.
Las propuestas de solución a esta crisis de gobernabilidad se ar­
ticulan segón respondan a. una estrategia de solución a la crisis
por la vía de reducción de estas demandas sociales, o bien a una
estrategia de aumento de la capacidad del sistema
para respon­
der
a tales demandas. «Menos gobierno o más gobiemo» sería
tal vez el lema más expresivo de los
términos del debate.
Ejemplos
de la primera actitud, centrada en un. intento de
neutralizar la crisis de gobernabilidad a
través de estrategias de
reducción de las demandas sociales serían, por ejemplo, el neoli­
beralismo radical de la «nueva economía», las docttinas sociales
del monetarismo de Chicago o las experiencias ordenancistas de
los ciclos militares en América, en las que el «retomo al merca­
do» se afronta a partir de una desactivación forzada de las de­
mandas sociales y de sus formas de . articulación institucional
-partidos, sindicatos, organizaciones empresariales--. Ejemplos
de la segunda actitud,
empeñada, en cambio, en un aumento de
la capacidad del Estado de asumir el auge cuantitativo y
cuali­
tativo de las demandas sociales, serían las tendencias neoplani­
ficadoras, las propuestas de ajuste y reconversión e,¡sayadas por
la socialdemocracia o, en general, las propuestas de una
conver­
gencia entre los sistemas económicos, · signada ideológicamente por
el «postsocialismo» (Touraine, Attalí).
En uno u otro conjunto de teorías hay, a su vez, variantes.
Dentro del primer grupo podrían situarse sin dificultad las teo­
rías políticas neoconservadoras de la «crisis. de gobernabilidad»,
que imputan la crisis a una sobrecarga de gobiemo, determinada
esencialmoote
por un exceso de expectativas y exigencias de in­
tervención social del Estado. Exceso de expectativas que condi­
cionaría, a su vez; un crecimiento de las prestaciones hasta lí­
mites que invierten el sentido originario de la intervención. El
Estado
es crecientemente incapaz de mantener el sistema de pres-
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Fundaci\363n Speiro

ENRIQUE ZULETA PUCEIRO
taciones a una sociedad cada vez más compleja, inestable y, final­
mente, ingobernable. Se generan así mecanismos que autoalimen­
tan
el circulo vicioso según el cual la amplitud de las funciones
y cometidos estatales generan expectativas crecientes que
termi:
nan por evidenciar la debilidad íntima del sistema.
Frente a una prognosis alarmante de crecimiento incesante
de expectativas, ineficiencia creciente de los mecanismos
admi­
nistrativos, escasez de recursos humanos y materiales, crisis fiscal
y bancarrota del Estado, la terapia neoconservadora transita tres
alternativas,
en el fondo coincidentes. La primera, el retomo al
mercado y al orden espontáneo de los flujos sociales -la «mano
invisible» de Adam Smith,
en versión tecnocrítica-. La segun­
da, la instauración
de mecanismos de reducción de las expecta­
tivas y de las demandas, comenzando por su «despolitización»,
del tipo
de la intentada por las ya referidas experiencias militar­
autoritaria-. La tercera, la reducción de las competencias del
Estado, a través de una «reprivatización» drástica.
Las tres ál­
temativas · de solución pueden o no ir unidas en los programas
que proponen.
Lo cierto, sin embargo, es que todas -ellas coin­
ciden en una estrategia de devaluación del papel social, tanto de
los partidos
como de los cuerpos intermedios, considerados como
mecanismos alteradores del equilibrio homeostático del mercado,
como instancias distorsionadoras del sentido
originario de las
demandas o como carga antieconómica obstaculizadora del redi­
mensionamiento del Estado.
De lo que se trata, en el· fondo, es
de remover las causas y pre-requisitos de la exigencia
de mayor
gobierno
políti~o de la sociedad, operando sobre los mecanismos
de integración
y canalización de las demandas sociales.
El segundo grupo de teorías tiende, en cambio -como se
ha dich()-'-, a recoger el problema en los términos que está
planteado, asimilando
la necesidad de gobierno y administración
mediante el recurso a
la planificación global. Se trata>, en con­
secuencia, de operar no sobre la demanda sino sobre la oferta
del sistema.
En este grupo de teorías se articulan también va­
riantes diversas. Por un lado, la que podría llamarse «raciona­
lizadora», en el sentido de que, continuando las ideas de los
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LAS CONDICIONES SOCIALES DE LA DEMOCRACIA
años 60 acerca del desarrollo social como producto de una pla­
nificación tecnocrática centralizada, postula que la crisis respon­
de a los límites que un Estado obsoleto e ideológicamente
me­
diatizado opone a la necesklad de gobierno efectivo y eficiente
de la sociedad. De lo que
se ttat.a, pues, es de reforzar la capa­
cidad de gobierno del Estado mediante el incremento y sistema­
tización
de la información y de su utilización mediante tecnolo­
gías de
decisión y de planificación del sistema político-adminis­
ttativo. La programación por proyectos, la formulación de pro­
gramas basados en la utilización de indicadores sociales, modelos
de simulación, sistemas avanzados de planificación y programa­
ción presupuestaria son algunas de las herramientas propuestas
como formas de operar sobre la oferta
del sistema.
Una segunda variante de este grupo
de teorías ttansita atta
vieja estrategia de resolución: la ingeniería constitucional e ins­
titucional, destinada a una reforma del Estado en aquellos sec­
tores en que parece necesario racionalizar y consolidar el papel
del poder ejecutivo, buscando capacidad de decisión, estabilidad,
extensión de los mandatos, concentración
y unificación de pode­
res
y competencias y erección de sistemas de conttol de valor
más ideológico que
:práctico. Ejemplo de este tipo de enfoque
serían los desarrollados a ttavés del nuevo ciclo constituyente
iniciado en la segunda posguerra con las Constituciones de Ita­
lia (1947), Alemania Federal (1949)
y Francia (1958) y consoli­
dada
más recientemente en los casos de Grecia (197 6 ), Portugal
(1976) y España (1978).
Una tercera variante -que tiende a concitar la mayor aten­
ción en la actualidad es la que nudea a las diversas tendencias
de análisis del neocorporativismo. Desde esta óptica, se s~stiene
que el problema centtal es el de la necesidad de superar el es­
caso grado de integración y agregación del sistema de organiza­
ción de intereses.
Las esttategias de pacto sociai, concertación
de intereses, programaciones concertadas, acuerdos..marco, etc.,
actualizan la necesidad de un «nuevo pacto social» capaz de su­
perar la imagen ttadicional del pluralismo como juego de los
partidos contrapuesto
al Estado, por nuevas formas de consenso
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ENRIQUE ZULETA PUCEIRO.
social, basadas en el intercambio entre nuevos sectores sociales,
portadores no
ya de planteamientos ideológiQOS excluyentes, sino
de
intereses susceptibles de acuerdos y negociación. En la me­
dida en que ello sea posible, se incrementará la capacidad del sis­
tema gubernativo-administrativo para responder a las demandas
sociales, que de este modo
ganan en grado de formalización, ra­
cionalización e institucionalización.
En el ámbito del pensamiento marxista, las hipótesis expli­
cativas
se ven impulsadas· por un debate de orden estrictamente
político interno acerca del papel del partido y la militancia. En
general, la causa de la crisis de gobernabilidad y de los límites
de la acción del Estado y la administración
se ven no tanto en
las restricciones internas al sistema gubernativo-administrativo,
sino más bien en restricciones de orden externo, particular­
mente
relativas a la estructura económk:o-capitallista y

a
las rela­
ciones de poder que le corresponden. Las condiciones estructu­
rales del sistema y la relación entre los intereses dominantes
de­
terminarían una concatenaci.6n de crisis sucesivas que, en diver~
sos planos, condicionan la crisis general del sistema: desde la cri­
sis más profunda de racionalidad, expresada en el plano institu­
cional bajo la forma de una crisis de legitimación.
En este punto, las tesis de raíz socialista coinciden en su
diagnóstico con las tesis neolibetales, advirtiéndose un reclamo
común por la superación del desfase enti:e necesidades sociales y
debilidad de la prestación estatal. Lo cierto es, sin embargo, que
todas apuntan a los mismos fenómenos sociales y a su secuela
evidente de ingobemabilidad social e impotencia de los mecanis­
mos tradicionales de participación y acción política de la
demo­
cracia: aumento de la complejidad de los sistemas sociales, pro­
fundización de las contradicciones internas del capitalismo,
desa­
rrollo de los po~eres corporativos, pérdida de la confianm pú­
blica
en las instituciones, bloqueo de los mecanismos tradiciona­
les del consenso, surgimientos de nuevos
actores y sujetos so­
ciales o cuestionamiento de la adhesión a los sistemas tradicio­
nales de valores
y creencias sociales y, finalmente, auge y con­
solidación de la alternativa nihilista de la acción directa.
986
Fundaci\363n Speiro

LAS CONDICIONES SOCIALES DE LA DEMOCRACIA
V
Dentro de este cuadro, los actores principales · de los partidos
políticos ven cuestionado su
papel tradicional de tranSmisores
exclusivos de la demanda política y de ostentadores del monopo­
lio
de la representación. La problemática tradicionalmente propia
del pluralismo
se ve así rota por la que vienen a suscitar los
nuevos agentes de
la escena política: poderes corporativos, me­
dios de comunicación, burocracia, etc. Paradógicamente, con el
crecimiento de la intervención estatal, =e la participación de
grupos de interés
y factores de presión. Los . propios partidos,
obligados a mantener una oferta
programática de máxima gene­
ralidad, adquieren
la modalidad de partidos ci1Jch-al4 creciente­
mente debilitados en
su capacidad de síntesis ideológica, lo cual
alimenta, a su vez, la crisis de su militancia. Su misma debilidad
frente a los organismos de la Administración les impide un prota­
gonismo,
acorde con los problemas de gobernabilidad de la so­
ciedad, acentuando aún más la erosión de su legitimidad origi­
naria.
La «crisis» de los partidos puede referirse así, alternativa­
mente, a
la crisis de la identificación de los electores con los
partidos tradicionales, a
la pérdida de inserción social de los
partidos, a su incapacidad para operar efectivamente como meca­
nismos tranSmisores de demandas sociales o, incluso, para satis­
facer las demandas políticas que
se les formulan y, finalmente,
a la misma ausencia de los partidos en los mec,¡nismos decisiona-
les del sistema político. ·•
En el caso de los países del sur de Europa estos ,problemas
de crisis de legitimidad y de corporativización antinatural de la
sociedad se manifiestan con especial ·gravedad, debido sobre todo
a una debilidad
de. los partidos que parece inherente a su propia
historia.
En este sentido, la crítica a los partidos no nace necesa­
riamente de posturas neoliberales o neoderechistas, 5ino que re­
coge una tradición de cuestionamientos aún más profunda que
viene a incentivarse con la crisis coyuntural de los sistemas polí­
ticos.
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ENRIQUE ZULETA PUCEIRO
Los casos de Italia y España son particularmente expresivos
en tal sentido, ya que configuran situaciones en las que la
crí­
tica debe apuntar a factores aún más profundos que exceden el
marco de las
coyunturaS de poder. En primer lugar, es evidente
la falta de capacidad de los partidos para mantener vinculacio­
nes estrechas con sus electores, situación a la que
han contri­
buido los propios sistemas electorales, desalentando la constitu­
ción
de partidos representativos de intereses concretos y secto­
riales. Los partidos políticos son as!, hasta ahora, incapaces de
preservar la fidelidad de sectores
relativ;unente estables del cuer­
po electoral.
En el plano ya no de los datos electorales sino de
la investigación
cualitativ~ de la identificación partidaria, a la ya
notada declinación del llamado voto de pertenencia, se sumaría
un aumento
de las tendencias abstencionistas -en la que destaca
Estados
Unidos-, y una inclinación hacia el apoyo a candidatos
independientes o a fuerzas no
perte,;ecientes a los alineamientos
tradicionales
-el auge del partido verde en la RF A, o en Es­
paña los partidos regionalistas, que aspiran a convertirse en «bi­
sagra» entre los partidos mayoritarios, aprovechando su debili­
dad-. Todos estos fenómenos implican un cambio cualitativo
en las vinculaciones entre partido y electorado, en el marco de
la crisis
·
general de la confianza en las instituciones.
Todo ello permite hablar
de una falta de adecuación de los
mecanismos partidarios al
cumplimiento de las demandas de que
son portadores.
Como fuerzas organizadas sobre la hase de mo­
delos sociales, ,superados en el 'proceso de desarrollo de las so­
ciedades occidentales, los partidos políticos actuales aparecen·
como in tores. La complejidad social creciente, la generalización de la
instrucción pública, la acción de los medios
de comunicación so­
cial condiciona una elevación del nivel de las demandas que está
afectando particularmente a los partidos de
masas o a aquellos
articulados en función de motivos primordialmente ideológicos,
caso de los partidos comunistas. La mayor flexibilidad y adapta­
bilidad de los partidos «burgueses» -incluidos por cierto los so­
cialistas-- neutraliza en parte este impacto de la modernización
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LAS CONDICIONES SOCIALES DE LA DEMOCRACIA
y el oportunismo o coyunturalismo se convierte asi en modelo
para los
partidos tradicionalmente ideológicos. Aun así, la crltim
a las diversas formas de «centralismo democrático» no alcanza a
cubrir esta falta de adecuación
del modelo tradicional de parti­
dos a las nuevas dimensiones de la vida social.
Es, ante todo, el escenario urbano el que presenta. de forma
más aguda y anúcipada los disturbios y problemas que afligen
al sistema democráúco a nivel global
y, en este senúdo, la ciudad
consútuye, indodablemente, el
iugar privilegiado de manifestación
de la crisis de gobernabilidad. Las grandes concentraciones de
masas, de recursos, de información y también de conflicto acu­
muladas en las áreas urbanas y metropolitanas ofrecen un poten­
cial de protesta, conducta desviada, apatía, anomia y terrorismo
que parece
haber superado hace úempo los mecanismos de res­
puesta de los partidos tradicionales y del sistema político en
general.
A la luz de este diagnóstico se advierten los
alcances que
estas nuevas
condiciones sociales en que deben desenvolverse las
insútuciones democráticas pueden tener sobre
el sistema. En
tal sentido, el valor proféúco de las ideas de Tocqueville vuelve
• sorprender una vez más. «Pero, a veces, en la vida de los pue­
blos -escribe en su obra principal-llega un momento en que
cambian los hábitos,
las costumbres se destruyen, las creencias
se tambalean, el presúgio de los recuerdos se desvanecen ... ».
Entonces los hombres ya no ven a la patria más que bajo una
luz débil
y confusa; ya no la simbolizan ni en el suelo, que se
ha converúdo a sus ojos en tierra inanimada; ni en las costum­
bres de
sus abuelos, que se les ha enseñado a considerar como
un yugo; ni en la religión, de la que dudan; ni en las leyes, que
no hacen ellos; ni en el legislador, a quien temen y desprecian.
No la ven, pues, en
ninguna parte, ni con sus rasgos propios ni
con otros, y entonces se retraen a un egoísmo estrecho y oscuro.
Estos hombres escapan a los prejuicios sin reconocer el imperio
de la razón;
no úenen el patrioúsmo instinúvo de la monarquía
ni
el patriotismo reflexivo de la república, sino que se han de--
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ENRIQUE ZULET A PUCEIRO
tenido entre los dos, confusos• y decepcionados» (La democracia
en América, Ed. Alianza, Madrid, 1980, vol. I, pág. 222).
El argumento describe lo que, en términos actuales, cabría
conceptualizar
como secularización de las estructuras políticas.
Quiebra, en definitiva, de la «ortodoxia pública» en
la que se
funda todo «patriotismo reflexivo» de la democracia -para utili­
zar la propia expresión
tocquevilliana-. Parece -recuerda
D. Bel!-que la principal característica dd orden instituido sea
un ansia de repudiar su propia existencia. Avanzando mucho
más
allá de su marco originariamente religioso, d proceso de secula­
rización parece afectar al patrimonio. tradicional de valores cívi­
cos que hacían posible ya no una u otra forma de gobierno, sino
la existencia misma de la ·sociedad, entendida como comunidad
organizada y no como virtual disociedad. Refiriéndose a este
problema,
d mismo Tocqueville esctibía que las creencias dog­
máticas, cualquiera que sea su índole, son más o menos numero­
sas según las épocas, nacen . de diferentes maneras y pueden cam­
biar su forma y contenido. Pero -afumaba-no es posible aca­
bar con las creencias dogmáticas, es decir, con opiniones que los
hombres acepten confiadamente y sin discusión.
«Si cada uno
tratara por sí mismo
de forinar todas sus opiniones y de perse­
guir aisladamente la verdad, abriéndose camino por sí solo, es
probable que no hubiera n.;,,ca muchos hombres que compar­
tieran una creencia».
La conclusión de . Tocqueville, teórico esencial dd problema
de las condiciones sociales
de la democracia, mantiene hoy toda
su vigencia: «Es fácil ver que no hay sociedad que prospere sin
creencias semejantes,
o incluso que pueda subsistir así, puesto
que sin ideas compartidas no hay acci6n Colectiva, y sin acción
colectiva aún hay hombres, pero no un cuerpo social. Para que
haya sociedad, y con mayor motivo para que
esa sociedad pros­
pere siempre, es preciso, pues, que todos los ciudadanos reúnan
su juicio y lo conserven mediante algunas ideas principales; lo
que sólo es posible si cada uno de ellos toma sus opiniones de
una misma ·fuente y consiente un cierto número de creencias
ya elaboradas» (op. cit., vol. II, pág. 15).
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LAS CONDICIONES SOCIALES DE LA DEMOCRACIA
Parece importante subrayar que Tocqueville no se refiere a
la unidad confesional de un Estado sino a algo previo, aún más
profundo: al mantenimiento de los P!Jtrones sociales básicos, a
esa dimensión tácita de la asociación civil, a pesar de lo cual cabe
pensar en las formas institucionales que cada sociedad y
cada
tiempo imponen como las más justas y viables. No .duda en
afirmar que
esas creencias, que al individuo le son . tan indispen­
sables en
su propia vida como en el concierto con sus semejan­
tes, las
podrá obtener tanto a partir de la religión como dél dic­
tamen de los más hábiles, como de la misma opinión en la mul­
titud.
Se refiere, por tanto, al dato primordial de toda asocia­
ción; a ese conjunto de principios que en todos los tiempos han
preservado las sociedades de la crítica secularb;adora. Si se re­
fiere con mayor detalle a la religión y a su función de articula­
ción social, también, a veces, es función de una percepción del
potencial revolucionario de la opinión secularizada y de los al­
cances disgregadores -y en definitiva totalitarios-- que el im­
pulso igualador de la democracia traería inevitablemente con­
sigo.
Es cierto
-s~brayaba-que todo hombre que fía una opi­
nión en la palabra ajena somete su espíritu. Pero es ésta una ser­
vidumbre saludable que permite el buen uso de
la libertad. Es
preciso, pues, fijar siempre y necesariamente una autoridad en el
ámbito intelectual
y moral. Su puesto es variable, pero necesa­
riamente lo tiene.
La independencia individual puede ser más o
menos grande, pero no ilimitada. «En épocas de
igualdad, nin­
gún hombre se fía en otro a causa de su equivalencia, pero esa
misma equivalencia
le da una confianza casi ilimitada en el jui­
cio público, ya que no le parece verosímil que siendo todos de
igual discernimiento, la verdad no
se encuentre del lado de la
mayoría».
La ortodoxia se traslada, pues, desde el nivel de los princi­
pios previos a la opinión pública hasta
las manifestaciones mis­
mas de la opinión. Con ello el único consenso posible es el sim­
ple consenso en las reglas de juego del consenso. En la medida
en que la
ética liberal de la libertad, expuesta por Tocqueville
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ENRIQUE ZULETA PUCEIRO
en términos que recuerdan aún el sentido clásico de la libertad
civil, desemboque en la ética democrática de la igualdad, la
pre­
sión de la crítica secularizadora situará a las sociedades en el
trance de una negación radical de su misma existencia.
En una época de crisis del Estado social suele aún recordarse
la célebre afirmación del discurso inaugural del Presidente Kenne­
dy, expresión de las ilusiones del desarrollo. Decía Kennedy, en­
tonces, que no debemos preguntarnos qué puede hacer nuestro
país por nosotros, sino qué podemos hacer nosotros por nues­
tro país. Invirtiendo esa perspectiva, Milton Friedman propug­
na hoy abandonar esos
interrogantes y centrarse más bien en el
siguiente: Qué
cosa puedo yo y mis conciudadanos hacer por
medio del
gobierno. Porque su función es ayudamos en el CIUU­
plinúento de nuestra responsabilidad individual y en la conse­
cución de nuestros objetivos y fines individuales.
No parece, sin embargo, que
sea aquélla la opción ni ésta el
interrogante correcto. Tanto la disyuntiva
de Kennedy como la
propuesta
darwiniana del neoliberalismo parten de una concep­
ción: el bien individual en términos antitéticos respecro al bien
común. La gran tradición de la teoría política
occidenntl enseña,
en cambio, que el bien común «es el mejor
bien del singular»,
que el bien común inmanente y propio de la sociedad política
no concluye en sí mismo, sino. que
se abre, constitutivamente,
a un bien común trascendente, a la vez que se difunde y es par­
ticipado por los miembros de la sociedad. Esta noción del bien
común como
el mejor de los bienes propios se sitúa en las an­
típodas de la antropología egoísta, explícitamente subyacente al
planveamiento neoliberal, en el que queda prefigurado un virtual
retorno a la
ley de hierro de una competenoia insolidaria, lleva­
da al límite de sus posibilidades lógicas. Las posibilidades de
consolidación
de esta opción teórica son effmeras, a la luz de
una contradicción insoluble en el propio plano de los principios.
Para la antropología del individualismo posesivo (Macpherson),
al mismo tiempo que consumidor que reclama la satisfacción de
sus necesidades,
el hombre es· voluntad transformadora y domina­
dora de
1a realidad y de sus semejantes. Si el hombre-consumidor
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LAS CONDICIONES SOCIALES DE LA DEMOCRACIA
--motor aislado en ese campo de fuerzas que es la sociedad­
mercado-parece un dato consustancial a la visión liberal, esta
idea del hombre
como voluntad de poder parece, en cambio, más
ópica de una fase en la que a las premisas del liberalisroo se han
incorporado ya elementos provenientes de la tradición estricta­
mente democrática.
Si la libertad es el principio inspirador de
la primera, la igualdad lo es de la segunda.
La contraposición en términos radicales de estos dos princi­
pios condicionará una inestabilidad esencial de la teoría
demo­
crática. Privada del sustento de una ortodoxia pública que ex­
plica su fortaleza y capacidad de convocatoria casi mística, la
misma buscar~ en vano el apoyo de «condiciones sociales» que
suplan
la debilidad de sus motivos de inspiración íntima. En el
fondo,
ello no es otra cosa que una inversión del propio proceso
histórico, en
'el que las ideas preceden a sus manifestaciones so­
ciales. Inversión que parece menos un error de perspectiva que
un
·signo esencial de la propia pseudo-racionalidad de la utopía.
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