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1984

El cambio

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El movimiento de la historia

EL MOVIMIENTO DE LA HISTORIA
POR
RAFAEL GAMBRA CiuÓAD
Resultaría asombroso para cualquier eda_d pretérita el que
se haya ganado mayoritariamente un sufragio en toda una nación
bajo
el lema de «cambio». Cambio, así, sustantivado, sin men­
ción expresa de su punto de partida ni de sus objetivos. Diríase
que
es llegado un tiempo en que el sentimiento más generalizado
. es un «encontrarse mal en la propia piel» y un despego radical
hacia
el propio ambiente, las costumbres establecidas, el medio
en que se vive.
Impulso difícilmente comprensible, porque todo · cambio o
movimiento
se hace en razón de un objetivo y en una dirección
determinada, sin los cuales
carecería de viabilidad y de, sentido:
la nada no puede . atraer a 1a voluntad humana, ni tampoco el
cambio por el cambio. Incluso el suicida contempla su designio
aniquilador como
la huida de un mal o como un testimonio o
protesta. Menos aún
se concibe el cambio sin un sujeto o una
situación previa que haya de cambiar, porque, como ha escrito
Thibon, cabe
lanzarse hacia el vacío, pero es imposible lanzarse
desde el vacío. Sin embargo, vivimos ya varios años en España
bajo el signo
·del cambio, después de pasar casi cuarenta bajo el
del
movimiento.
Nadie puede dudar de que los movimientos de la vida ani­
mal son, en gran medida, intencionales; ~.s decir, dirigidos a un
objeto distinto del movimiento mismo. Y que lo son
emÍ!lC!lte­
mente los movimientos humanos que llamamos voluntarios. Sin
embargo, cabe preguntarse si ese conjunto o resultante de los
actos humanos, en conjugación con sucesos cósmicos que lla­
mamos historia, posee o no sentido.
-Tal es el tema de esa
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fuente de meditación que constituye la Filosofía de la Historia.
Toda esa ingente trama de sucesos --en gran parte fortuitos, en
gran parte encontrados entre si~, ¿posee algún sentido, algún
hilo conductor. -se dirige desde algo hacia algo-o se trata
de
la mera r&sbltánte' de · séctieticias · vitales diversas, incapaces
de otorgar una dirección coherente a ese dilatado proceso univer­
sal? A medida que nos resulta conocido
el largo y complicado
entramado de
la historia. qúe nos ha precedido, nos sentimos «lle­
gados demasiado tarde a un mundo demasiado viejo»
y tentados
de declarar incoherente
a. tall enmarañada- selva de suc~sos.
¿Y
nuestra propia vida? ¿Podríamos, mirando hacia -nnestro
pasado,
descubrir el sentido de una trama, la persistencia de unos
objetivos?
¿O"ílO encontraríamos, más bien, el mero producto
de unas pulsiones vitales diversas en conexión con UílOS estímu­
los e"teriores régidos por el azar? 'Por nuestra fe sabemos que
cada vida humana
adqúirirá a su término úna sigtilficación va'
!arable ante los ojos de Dios, según su justicia y su miseriéordia.
Petó, •
¿y la vida histórica de los· pueblos' y civilizaciones que no
poseen un
. alma· sustancial e imperecedera?
Las dos coordenadas básicas de nuestro modo de existir Son
el espacio y "el tiempo. La realidad exterior se nos ofrece como
un· conjunto de cuerpos ~bjews sensibles---situados en nn
es:Pflcio, qué es, para nosotros, romo uh ·inmerso receptáculo que
los alberga y ordena en relaciones mutuas mensurables. Nuestra
experiencia interna,' en :·cambió, nos es vivida en uil decurso tem~
poral. El propio yo y nnestr que nos rodean-nos aparecen en ·perpetuo cambio, en movl ...
·miCrito, y la -sticesión· en qué-se ofrece ·este cambio engendra en
nosotros
la noción de tiempo. Nuestro existir es un presente
fugaz que al punto es pasado, pero que se engendra y nutre de lo
pásado y se orienta de continuó ~acia el futuro, hacia Jo.por venir.
Ei animal, como ser· sucesivo que· es, se eflcuentra también inmer~
soen el tiempo; es decir, adqniere·experienciay realiza actos pros­
pettlvos, órdenados a ulla situación posterior. La percepción y la
me'moria sensiti,;.a los eleva sobre los .,¡ue sería una mente mo­
mentánea que
identificaría su· ser con lo actualmente conocido, y
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los dota ~sí de una individualidad diferenciada. Pero, al no poseer
la 1~ del entendimiento, ni, por _lo mismo, memoria intelectiva,
son incapaces de conocer reflexivamente el pasado
como pa­
sado ni el futuro como
fu~ro. El hombre es el único animal
capaz de recordar volutariamente y de anticipar imaginativa y
racionalmente el futuro. También
el único animal que sabe que
ha de morir. Esta
suiposesei6n de los tiempos -temporalidad
consciente-- otorga a su vida ,el carácter propiamente humano
que la eleva
de historia natural a biografía personal.
Sin embargo, pese a que el hombre
es el único ser de este
mundo capaz
de trascender. en cierto modo su condici6n. tem­
poral y de .dominarla con su reflexi6n y albedrío, nuestros con­
temporáneos han venido a caer en las redes de . esa misma tem'
poralidad hasta profesar, por caminos parad6jicos, una verdade­
ra
cronolatría. Las nociones absolutas y más propiamente humanas
por racionales
como. las de verdad y de bien se estrellan hoy con­
tra la muralla de un temporalismo erigido en juez inapelable o
suprema instancia. Juicios y razonamientos no . se califican hoy
de verdaderos o de falsos, sino de vigentes o de superados, de
actuales o de caducos u «obsoletos». A lo
más, de positivos o
de regresivos respecto a
la marcha inexorable de la evoluci6n. Y
como hijos y adoradores de la temporalidad, las obras de nuestra
época son devoradas por
su padre Cronos o Saturno.
Esta cronolatría del hombre moderno ha sido puesta
de ma­
nifiesto por el cardenal Ratzinger en su reciente carta sobre la
llamada Teología de la Liheraci6n, carta que ha sido después
oficializada en cierto modo por
el Vaticano. En ella nos habla
de la hermenéutica temporalista o encronizada de los textos sa­
grados que hoy realizan los adeptos a esa supuesta teología. En
ella
se nos sitúa en el caso de preguntar cómo habtía sido la pre-
. dicaci6n evangélica ante nuestras condiciones históricas y econ6-
micas, qué sentido tendría, por ejemplo,·
él Sermón de la Mon­
tafia, dirigido al proletariado de hoy. Se trata de relativizar el
merisaje cristiano a los tiempos, a nuestro tiempo. De =negar, por
ello mismo, que se trate de «palabras de vida eterna» para po­
nerlas al servicio de la temporalidad humana, del hombre en
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definitiva. Así puede haberse llegado a presentar a Jesucristo
como a
un precursor de la doctrina y de la revolución marxistas,
es decir, de «lo intrínsecamente perverso».
¿Cómo ha podido llegar
· el hombre a esta inmersión crono­
látrica que anula en él su más propia vocación humana, trascen­
dente? No siempre han sostenido los hombres,
como vamos a
ver, esa visión de la temporalidad histórica.
Para la antigüedad greco-latina no existía una dimensión
absoluta
de la temporalidad, ni una historia universal, ni menos
un sentido de ésta. Las
guerras púnicas, por ejemplo, no eran
posteriores a la guerra
de Troya en el sentido de una referencia
a hitos o desenlaces temporales. El tiempo era cíclico, o,
más
bien, un retorno sin fin. Se consideraba a la materia eterna por
no haberse originado en una creación tú poseer un término en
el tiempo. Si se supone a éste infinito y los elementos de la reali­
dad son en un número limitado,
fitúto, quiere decirse que todo
retornará
al estado en que una vez estuvo. Platón situaba a las
almas en un' mundo superior, ajeno al eterno girar de la fortuna
y a la
ley inexorable de Adrastea (la necesidad), mundo de las
inmóviles · y arquetípicas ideas. Esa era su verdadera patria, su
. origen y también su destino. La cronología se refería a un su­
ceso determinado -como la fundación de Roma-ajeno por
entero a un .sentido global a escatológico
de la historia.
Es el
cristiatúsmo quien introduce en Occidente el sentido
de la temporalidad histórica. En la cosmovisión cristiana habrá
ya un comienzo histórico--:la creación-, un punto culminante
-la Encarnación del Verbo--un desenlace por venir, igualmente
histórico:
la parusía. Cuanto ha sucedido, sucede y sucederá se
inserta en esa trama, en relaci9rt histórica con esos acontecimien­
tos, y el acontecer u!Úversal adquiere así una dimensión tempo­
ral histórica,
su sentido · escatológico. Habrá una historia univer­
sal resolutiva y común ~la historia sagrada-con un pasado
revelado o
des~elado y un futuro profetizado. En ella, en ese
contexto global y dotado de
sentido, se sitúan las historias par­
dales
de pueblos y civilizaciones y también la biografía de. cada
humano.
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San Agustín, que vivió, ya cristiano, el tránsito más dramá­
tico de dos edades de la historia, sintió
la urgencia de esta me­
ditación sobre la temporalidad histórica. Sus Confesiones no
son sólo un relato emocionado de su itinerario espiritual hasta
arribar a
la fe cristiana, sino también un tratado filosófico sobre
el tiempo. La temporalidad, el acontecer histórico, su sentido
profundo en relación con Dios: tales fueron las cuestiones que
atenazaban a aquella alma cuyo corazón patrio estaba en la cul­
tura romana que veía hundirse y cuya fe religiosa habría de ser
el principio civilizador de una nueva edad.
Suya es la famosa interrogación sobre
el tiempo, esa viven­
cia en que discurre nuestro existir-y que, en cierto modo, nos
constituye y penetra: «¿Qué es, Señor,
el tiempo? Si nadie me lo
pregunta, lo sé; si quiero explicarlo a quien me lo pide, no sé
hacerlo».
Lo que sigue a esta perplejidad es luminoso: «No obstante,
con seguridad digo que si nada pasara no habría tiempo pasa­
do, y
si nada acaeciere no habría tiempo futuro, y si nada hu­
biere no habría tiempo presente. Estos dos tiempos, el pasado
y el futuro, ¿cómo son, puesto que el pretérito
ya no es y el
futuro no
es todavía? Mas el presente, si siempre fuese presente
y no pasara a pretérito,
ya no sería tiempo sino eternidad ( ... ).
Lo que ahora me parece claro es que ni el futuro ni el pasado
son. Impropiamente, pues, decimos: los tiempos son tres: pre­
térito, presente y futuro.
Más propiamente se diría, acaso: los
tiempos son tres: presente del pasado, presente del presente,
presente del
futuro».
San Agustín se enfrenta ya ea· este capítulo de sus Confesio­
nes
con la tesis que quiere ver en el tiempo algo absoluto y ex­
trínseco al movimiento de todos los seres naturales, captado en
nuestro propio vivir sucesivo:
«Oí decir a un hombre docto que
el tiempo era el
movimiento del Sol, la Luna y las estrellas, y
no asentí. ¿ Por qué no
será tiempo también el movimiento de
los demás cuerpos? ¿Acaso
si las lumbres del cielo se detuvieran
y continuara moviéndose la rueda del alfarero, no habría tiempo
con que medir
sus vueltas. ni nada que nos permtiera decir que
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ellas se dan a intervalos iguales o que unas se hacen más tar­
díamente que otras, que unas son
más largas y otras más cortas?
¿O, quizá, cuando esto dijéramos
no hablaríamos nosotros en
el tiempo o no habría en nuestras palabras unas sílabas largas
y otras
breves, cabalmente porque. unas resuenan un tiempo ·más
largo y otras más corto?».
Y
llega a esta conclusión clarividente: «En ti, espíritu mío,
mido
el tiempo: no me contradigas con el estruendo y tropel de
tus impresiones.
La impresión que dejan en ti las cosas transi­
torias, aun cuando
han pasado ya, permanecen; esta impresión
es lo que mido cuando está presente, no las realidades que pa­
saron y la produjeron; esta impresión mido cuando mido el tiem­
po. Pues, o ella
es el tiemp'a o no hay tiempo que medir».
Su soliloquio va a terminar expresando en una oración la
íntima inquietud que experimentamos ante la dispersión
tempo"
. ral de nuestro vivir, roto en momentos diversos y en afanes en­
contrados, · inquietud que es también la profunda llamada a la
eternidad contemplativa que esconde en su fondo nuestro es­
píritu: «Mientras tanto, mis afios discurren entre gemidos. Vos,
Señor,
sois mi solaz y mi Padre eterno. Mas yo me dispersé en
el tiempo
cuyo orden desconozco, y en tumultuosas vicisitudes
son destrozados
mis pensamientos, las íntimas entrañas de mi
alma, basta que fluya a Vos; purificado y fundido en la cendra
de vuestro amor».
En La Ciudad de Dios, San Agustín aborda ya directamente
la cuestión del sentido de la historia. Ciertamente
-nos va a de­
cir-Dios ha· querido hacer al hombre libre, y en ningún mo­
mento fuerza su hbre albedrío. Los hombres son co-autores y
responsables
de su vida y también de su destino. Pero Dios posee
los hilos finales de la historia y
la clave de su desenlace. Es clá­
sica la distinción entre el fin ( o finalidad) de la obra -finis ope­
ris-y e1 fín del que obra (finis operantis), intencionalidades
que a menudo
no coinciden o, incluso, se contraponen. Pero exis­
te para San Agustín una tercera finalidad -la de Dios-que
dispone acontecimientos y coincidencias,
de· forma que conflu­
yan al premio o castigo de los hombres según sus culpas o me-
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recimientos y también· al plan general de Dios sobre la historia
humana (providencia divina).
La historia posee así un sentido
último en el que
se conjugan el albedrío del hombre con el de­
signio divino hacia. el triunfo final de la Ciudad de Dios, ciu­
dad de los elegidos, regida por el amor de caridad (amor Dei),
frente a la ciudad terrenal de los impíos inspirada por el amor
egoísta
(amor sui). La providencia divina relaciona así la eter­
nidad de Dios
y la temporalidad humana con la consiguiente in­
clusión de cada vida y cada historia concreta en
la historia sa­
grada, resolutiva o final. Tal ha sido durante siglos la Filosofía
de
la Historia del cristianismo,
A partir del racionalismo moderno y por su influencia va
. a
cambiar la concepción de la temporalidad histórica del hombre.
Descartes fue
el gran introductor y sistematizador del racionalis­
mo. El pensamiento mismo se convierte con él en primum cog­
nitum. El universo poseerá para esta cosmovisión una estroctura
racional, y
la razón. podrá penetrarlo enteramente, sin residuo.
No existirá
ya misterio ni sobrenaturaleza, ni aun datos existen­
ciales o fácticos para la razón; en consecuencia,
la temporalidad
se convertirá en algo accidental o extrínseco al dominio de
la
razón, y la historia carecerá de sentido o poseerá sólo el de trá­
mite del progreso
científico. Lo que la mente no .conoce es porque
todavia no ha llegado a conocerlo, no porque en sí mismo no
sea racional y cognoscible. Los saberes resolutivos -supracien­
tíficos-, la metafísica y la teología, no será para el racionalismo
más que proyección de nuestra ignorancia de lo que aún no ha
alumbrado el saber
científico. En rigor, todo está dado. Como
escribió Laplace:
·«Si una inteligencia semejante a la humana pero
potenciada conociera todos los átomos que componen
el univer­
so y su funcionamiento, no existiría misterio para ella: como en
un teorema matemático que se ha comprendido, el futuro sería
predecible
como un desarrollo de .lo dado, y el pasado, deduc­
tible».
En consecuencia, temporalidad e historia poseerán sólo el
carácter de trámites humanos de un progreso atemporal, limita­
ción puramente nuestra en el decurso hacia la omnisciencia. El
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universo, la realidad toda, se sostiene y explica por sí misma; la
existencia se reducirá a esencia en Ía culminación teórica del pro­
greso,
y la temporalidad histórica -la vida y la individualidad
del
hombre--se anulan, convertidas en momentos irrelevantes
del progreso científico. Para Kant, el tiempo -como el espa­
cio---serán formas puras de la razón teorética, es decir, del su,
jeto trascendental; ajenas, por lo tanto, al ser en sí o noum.éni­
co. Sólo el ser fenoménico se ordena en el tiempo y en el espacio.
Esta concepción atemporalista y
amihistórica culminaría con
el idealismo absoluto de Hegel. Para éste, no sólo la realidad uni­
versal
es penetrable por la razón _sin residuo, sino que ha de
considerársela como el producto de la evolución de la Idea, esto
es,
como una autoconciencia de la razón. La historia de la filo­
sofía es para Hegel la filosofía misma, el proceso dialéctico de la
autocomprensión del espíritu.
«Todo lo que acontece en el cie­
lo y en la tierra -ha escrito Hegel-, lo que acaece eternamen­
te, la vida de Dios y cuanto sucede en el tiempo, tiende sólo a
un
fin: que el espíritu se conozca a sí mismo, que sea objeto
para sí, que confluya consigo mismo: empieza siendo duplica­
ción, enajenación, pero sólo para encontrarse a Sí mismo, para
retornar a sí».
La posteridad de Hegel -nuestra éPoca-reacciona contra
este atemporalismo racionalista.
Se seiíala a Kierkegaard --que
asistió a las clases de Hegel-como el primer crítico de esa vi­
sión idealista y panteísta del universo. El tuvo una percepción
aguada de
la existencia y de sus aspectos más sombríos e irracio­
nales:
la contingencia de cuanto es, su carácter dado, existencial,
sostenido por la nada y siempre amenazado por ella. El concepto
de la angustia habita, según él, en la más intima percepción de
nuestro ser. Ya Balmes, por la misma época, escribía en su Fi­
losofía fundamental: «1a percepción del tiempo en nosotros vie­
ne a parar en la de la no-necesidad de las cosas; desde el mo­
mento en que percibimos un ser no necesario, petcibimos un ser
que puede dejar de ser, en cuyo
caso tenemos ya idea de la su­
cesión o del tiempo real o posible. En lo que as"1ta una reflexión
grave:
la idea del tiempo es la idea de la contingencia; la con-
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ciencia del tiempo es la conciencia de nuestra debilidad. Y la
idea del tiempo
es tan íntima a nuestro espíritu que sin ellvno
nos formaríamos idea del yo. La conciencia de la identidad del .
yo supone un vínculo que no puede encontrarse sin la memoria.
Esta incluye por necesidad la relación
de ppsado y, por consi­
guiente, la idea de tiempo».
Bergson, por su parte, distinguirá
dos diferentes temporali­
dades o modos
de dutación, dentro de ser existencial, siempre
temporal: la exterior del mundo de los cuerpos y
]a dutación in­
terior a nuestro espíritu
y .al ser vivo en general. En los prime,
ros, el tiempo permanece como ajeno o espectador de los cam­
bios _que-se producen en su seno; en nuestro espíritu, en cam­
bio, el tiempo muerde -diríamos--en el ptopio ser hasta con­
figurarlo y, en cierto modo, constituirlo. Un producto químico,
un medicamento, por ejemplo, puede sufrir una transformación
en el tiempo, pero
ese cambio es sólo simultaneidad o relación
mutua con otros cambios, relación que sólo capta el
espíritu.
Puede también no cambiar en siglos, dependiendo ell9 de sus
condiciones de conservación. Un hombre, en cambio, no puede
haber dejado de envejecer en un lapso determinado de tiempo.
Lo vivido se ha incorporado de cierta manera a su ser, y tam-.
poco podría éste someterse a un proceso inverso que, como en
el caso del producto químico, lo· retornase a su estado primero
porque
su duración es, además de acumulativa, irreversible.
El existencialismo ha llevado el carácter fáctico y la irracio­
nalidad del universo hasta negar que
la existencia ( y la vida)
tengan sentido alguno. No existe un orden previo, natural, ni
signos que orienten el ser y
el deber ser. El hombre, biológica
e históricamente, experimenta sucesos varios, inconexos, y elige
en la soledad y en la incoherencia. Las interpretaciones son pues­
tas por él, sobre la indiferencia y el silencio de la realidad cir­
cundante. Recordemos el ejemplo aducido por Sartre: son hom­
bres que han sufrido un cierto número de fracasos en su vida:
puede interpretarlos como signo
de estar · llamado a empresas
más altas
o, en otro caso, como marca de incapacidad radical.
Pero lo único real
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es intetpretadón: los objetivos ulteriores o · la incapacidad los
pone
él. La existencia carece de sentido.
El propio Sartre, en su ensayo de crear una ética existencia­
lista,
ha tratado de encontrar, por otra vía, un sentido -y un
sentido
moral-a la vida. Sin embargo, tal intento ha tenido
que reducirse a su teoría del compromiso (engagement) con las
cosas y las personas. Comprometiéndose en
la acción, aceptando
las consecuencias de
la propia elección existencial, el hombre
-cada hombre-. crea · a la vez su a¡to y su propia norma de
conducta, de la cual -supone--sólo podría evadirse mediante
una actuación incoherente, no moral.
Sin embargo, en
un universo del' que se han extirpado los
fines
-y el Fin Ultimo (se trata -'dice Sartre--, de un «ateís­
mo coherente» )-é.--no resulta posible crearlos por la mera rela­
ción de unos con otros. Fuera del dinamismo vital que, cuando
es desbordante,· halla fines en la vida misma, la negación de un
fin último entraña, para una mente reflexiva, la clausura de to­
dos los fines intermedios. Si nada es valioso en sí, nada es va­
lioso para otra cosa.
Se hace así preciso retomar la mirada a la filosofía de la
historia del cristianismo, en la que un Fin Ultimo y Bien
Su­
premo se hace asequible al hombre por la Redención y a través
de la Providencia:
Se comprende en ella que el proceso históri­
co ( y biográfico) no
es irreversible en el sentido en que lo es la
vida misma, Los objetivos -y el Supremo Fin-están fuera de
nosotros,
y la vida de un hombre ( o la de un pueblo) que quizá
ahora se dirija hacia el bien, puede torcer su camino para apar­
tarse
de ese fin y tomar más tarde a él por el arrepentimiento
o
Ía rectificación. Se ve igualmente que la temporalidad histórica
no
es tampoco un absoluto cuasi . sustancial como en Hegel. Y
tampoco algo
irrelevante y extrínseco como en los antiguos o en
el racionalismo moderno.
Permanece
siémpre el misterio de cómo la temporalidad hu­
mana
podrá un día fundirse con la vida eterna, es decir, con la
bienaventuranza, esa interminabilis vita tota simul et perfecta
possesio
de la definición boeciana. Retorna a la mente en este
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EL MOVIMIENTO .DE LA HISTORIA
punto la leyenda hagiográfica española sobre aquel monje me­
dieval a quien el canto de un pájaro silvestre anuló durante un
siglo la percepción del tiempo. Leyenda recogida en las «Can­
tigas», de Alfonso el Sabio, bajo el título:
De cómo o monge
oyou cantar
.una passariña et esteu cien annos al son dela.
Aquel contemplativo sufrió la tentación ( o cavilación) de
si resultaría posible la bienaventuranza eterna para una cria­
tura temporal como
es el hombre, que más pronto o más tarde
se hastía de
todo y desea pasar · a otra cosa. La lección de Dios
fue terminante: si la vivencia plena
de la belleza y la armonía
en la más humilde
de las criaturas del bosque puede arrobar du­
rante un siglo
al espíritu humano, ¿qué habrá de ser la contem­
plación de Dios? La
bienaventu_ranza no será una integración pan­
teística en Dios, pero la visión beatífica -el amor de Dios y de
cuanto
El ha amado-hará que la vida bienaventurada resulte
para el hombre, indiscerniblemente, una sucesión sin fin
y la fruí-.
ción de un solo instante.
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