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1989

589-1789

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La unidad católica y la España del mañana

LA UNIDAD CATOLICA Y LA ESPARA DE MARANA
POR
MIGUEL AYUSO
Ha sido, a mi entender, un acierto notable de los organiza­
dores de la
XXVIII Reunión de amigos .. de la Ciudad Católica
poner
en relación --<:0mo objeto de las jornadas que ahora tengo
el honor de
cerrar-las fechas, relevantes y contradictorias en
su significación, de 589
y 1789. Sin duda que a lo largo del año
que corre son muchas las conmemoraciones que de una
y
otra efeméride -XIV Centenario del III Concilio de Toledo y
II Centenario de la Revolución francesa-han tenido lugar aisla­
damente. Sin embargo, vincular ambos acontecimientos "--aunque
sea para destacar su antagonismo-supone un profundo enten­
dimiento de la filosofía
y aun de la teología de la historia, que
se· concreta en un planteamiento adecuado del· principal proble­
ma que afecta a la vida de la comunidad política. Ese mismo
problema
-la concordia o amistad política-que tantas veces
se nos presenta cuidadosamente maquillado y que en la convo­
catoria de esta reunión aparece planteado cabalmente en
las an­
típodas de todo designio cosmético. En efecto, como ha escrito
Estanislao Cantero,

«el sillar que supuso dicho Concilio
--el
III de Toledo-para la edificación de la ciudad terrena confor­
me a las normas divinas, fue volado por la Revolución francesa,
arrastrando tras
de sí todo el edificio de libertades a que aquél
había dado lugar» ( 1
).
La conclusión, por tanto, ha ido surgiendo repetidas veces
y, con naturalidad a lo largo de estos últimos días. Da igual con
qué acento expositivo o en qué nivel
de argumentación; la iden-
(1) EsTANISLAO CANTERO: «589-1789», Verbo (Madrid), núm. 271-
272 (1989), pág. 9.
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tidad ha sido perfecta: la religión -religación-y la tradición
hacen los pueblos, constituyendo la forma
de su solidaridad con
lo absoluto pero también en el tiempo y en el
espacio; la dialéc­
tica y la revolución -en cambio-los deshacen, disolviéndo­
los en la enfermedad y la insolidaridad (2).
Esto es
lo primero que deseo destacar, como pórtico de mi
intervención, pues distingue nítidamente nuestro esfuerzo eluci­
dador del resto de las celebraciones, ya oficiales -casi todas-,
ya sociales. Y es que el mero hecho de afrontar la conmemora­
ción
de los mil cuatrocientos años de la España católica desde
una comprensión que excede
del mero significado cultural o hu­
mano no es irrelevante, pues en la mayor parte de los pronun­
ciamientos que
se han hecho al efecto se omite toda alusión a
la verdadera médula del problema
(3 ).
He aquí la razón por la que este centenario es tan distinto
de los anteriores. Que no es
sólo la pérdida de aquel bien tan
ponderado, y en el fondo tan imponderable,
de la unidad ca­
tólica -lo que de por sí ya es bastante y explica que el título
de estas palabras
mire al futuro en lugar de hacerlo al presen­
te--, sino su admisión como una mera situación «cultural» que
tuvo su
razón de ser en otras épocas e incompatible con las
nuevas formas
de convivencia civil y religiosa, pluralistas, laicas,
democráticas. Es decir, la profundización en el deseo expuesto
por Jacques
Maritain en toda su crudem: «El Sacro Imperio ha
sido liquidado de
hecho, primero por los tratados de W estfalia,
finalmente
por Napoleón. Pero subsiste todavía en la imagina­
ción como
un ideal retrospectivo. Ahora nos toca a nosotros li­
quidar ese
ideal» (

4
).
(2) Cfr. JUAN VALLET DE GoYTISOLO: Reflexiones sobre Cataluña. Re­
ligación, interacción y dia/,éctica en su historia y en su derecho, Barcelona,
1989, libro en el que ilustra adecuada y ampliamente esta tesis.
(3)
Cfr., a título de ejemplo, muy significativo por lo demás, la Ins­
trucción de la Comisión Permanente del Episcopado Español de 23 de
septiembre de 1988.
(4) }ACQUFS MARITAIN: Del rlgimen temporal y la libertad, cit. por
LEOPOLDO EuLOGIO PALACIOS en El mito de la nueva Cristiandad, J.~ ed.,
Madrid, 1957, pág. 91.
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Aunque el triunfo del proyecto maritainiano no sea con1ple­
to en España -radicando en tal hecho la especifidad, bien es
cierto, cada vez
más disminuida, pero .aún apreciable, de nuestta
patria en el «concierto
europeo»-, lo que marca con caracteres
de novedad este centenario es el avance por esa senda liquida.
dora del ideal católico de Cristiandad.
Que España
.se ha mantenido, hasta hace bien poco, al mar­
gen de la onda histórica de la
secularización, dominante en
Occidente desde al menos la Ilustración,
y constituyendo. un ré­
gimen de Cristiandad -es decir, aquel en el que el orden tem·
poral es impregnado por el espíritu y la doctrina de la Iglesia
Católica-, es algo indudable. Ciertamente que el siglo XIX co­
noció de algunas iniciativas rendentes a arrancar de nuestro suelo
la
fe de Cristo -quizás más significativamente la presencia so­
cialmente operante de esa fe (5)-,-, y ciertamente también que
dichos trabajos no quedaron sin fruto. Sin embargo, la sociedad
española era una sociedad cristiana y hasta
-en líneas genera:·
les ( 6 )--puede decirse que la estructura política siguió defi­
niéndose en relación con el catolicismo
en buena parte de los
textos constitucionales que con
tanta prisa como con poca huella
fueron sucediéndose en
el deseo de vertebrar España con los
principios del liberalismo, empresa a la que
Menéndez Pelayo
se refirió con palabras inmortales: «Dos siglos de incesante y
sistemática labor para producir artificialmente la revolución, aquí
donde nunca podía ser orgánica» (7). Incluso en momentos
-como la Segunda República-en que pareció tan ceocano el
sueño de los regeneradores laicos de que
España dejara de ser
(5) Cfr., a tal respecto, con carácter general, las observaciO!)es de
JEAN MAmRAN: «Notre politique•, Itinfraires (París), núm. 256 (1981), pá­
ginas 3-25.
(6) Cfr. MAJÚA ISABEL ALvARFZ VtLEZ: «La unidad católica eo la
historia constitucional contemporánea espafíola», en Miguel Ayuso (edi­
tor), «XIV Ceotenatio del III Concilio de Toledo. Iglesia-Estado: ¿D6nde
estamos hoy?», número extraordinatio de Igj,esi,,-Mundo (Madrid), núme­
ro 384 (1989), págs. 36-38.
(7) MARCELINO MENfNDEZ PELAYO: Historia de los het'{Jrodoxos es­
pañoles, Madrid, 1965, vol. II, pág. 1.038. '
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católica, la posterior reacción eminentemente religiosa, así como
su cristalización
en la inmediatá postguerra en uno de los perío­
dos de mayor fervor religioso conocidos en la historia contem'
porártea, desmienten terminantemente que la secularización -ni
siquiera en la menos ambiciosa de sus acepciones ( 8 }-hubiera
triunfadd en España.
La realidad actual, en cambio,
es muy otra. Y son muchos
los factotes que, entrecruzándose, han desembocado en la
situa­
ción descrita. La Constitución Gaudium et spes del Concilio Va­
ticano II, en uno de sus primeros números, habla de que «el
género humano
se halla hoy en un período nuevo de su histo­
ria, caracterizado
pot los cambios profundos y acelerados que
progresivamente se extienden
al universo entero» (9). En esa
difusión por todo el universo han alcanzado también a nuestra
patria, hasta el punto de que, desde el decenio
de los sesenta,
puede decirse de la irrupción de un nuevo modelo de sodedad
~la sociedad permisiva (10}-, muy lejana al contexto ambien­
tal de la sociedad cristiana.
Fenómenos como ~ la enumeración del ptofesor Orlan­
dis (il}-el crecimiento económico, el mayor nivel de bienes­
tar, la prolongación de
la vida humana, la reducción del esfuer­
zo en el trabajo, la irrupción de la mujer en la vida profesional,
la
creación -y satisfacción-de muchas nuevas necesidades,
son, qué
d;_,da cabe, algunos de los hitos del gran avance social
logrado en muchos países durante estos últimos años. Pero ta-
(8) Cfr. JEAN DANIÍLOU: «Secularismo, secularización, secularidad», en
el volumen Iglesia y secularz"zación, Madrid, 1973, págs. 4-14. Este volu­
men comprende las ·conferencias pronunciadas por el cardenal Daniélou y
por el padre Cándido Pozo, S. J., en la «II Semana de Estudios y Colo­
quios sobre problemas teológicos actuales», celebrada en Burgos entre los
días 25 y 30 de agosto de 1969.
(9)
«Gaudium et spes», núm. 4, en Documentos del Concilio V atica­
no II, Madrid, 1979, pág. 199.
(10)
ar. sobre este tema el texto luminos!simo de JosÉ GumulA
CAMPOS: Amor, deber y permisivismo, Madrid, 1978, 48 págs.
(11) Cfr. JosÉ ÜRLANDIS: «Hacia una nueva. modernidad cri.stlana»,
Verbo (Madrid), núm. 273-274 (19$9), págs. 310 y sigs.
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les factores, al margen de Sll sentido en general valioso, no han
estado exentos de consecuencias grandemente negativas, de las
que no
es la menor el que han terminado por generar un marco
social que
hace imposible el apoyo de las tradiciones y compor­
tamientos colectivos impregnados de cristianismo que durante
muchos
siglos facilitaron la recta conducta moral de las perso­
nas corrientes, de esas muchedumbres
de hombres medios que
siempre fueron mayoría en la sociedad.
Estas profundas mutaciones sociales, inducidas o potenciadas
por una hábil intoxicación ideológica, coincidentes con el desar­
me moral, tanto del Estado -a través de la tentación tecnocrá­
tica-como de la Iglesia -en plena denigración de lo que la
literatura progresista
ha calificado de «Iglesia de la contraposi­
ción y la
antinomia del espíritu del mundo», e inauguranclo la
etapa de la «Iglesia abierta a la solidaridad y al diálogo»-,
producen una sociedad no-cristiana, religiosamente neutra, refle­
jo de un ambiente y una sensibilidad distintos, y en
la que se
genera una tensión dialéctica entre la legalidad civil y . la moral
católica
en la regulación de materias de no escasa trascendencia.
Problema en gran medida
perenne de la ciencia política y la teo­
logía pastoral pero que, merced a todo lo dicho, presenta unos
perfiles en nuestros
días cabalmente nuevos (12).
Al comienzo de esta nueva sociedad,
las leyes y el derecho
escrito del Estado -confesionalmente católico
, aún a la sa­
zón ( 13 )-seguían configurando un ordenamiento jurídico que
trataba de seguir siendo básicamente católico. Y
negar que esa
circunstancia fue
un poderoso freno de la dinámica del proceso,
no puede hacerse sin
for,ar sobremanera los hechos y sin faltar
gravemente a
la verdad y a la justicia.
Hoy, en cambio,
la situación ha variado sensiblemente y se
han extraído con usura las consecuencias implicadas en las pre­
misas sociales permisivas.
La Constitución de 1978 y su desarro-
(12) Cfr. JoSÉ ÜRLANDIS: «Tradiciones cristianas y moral social•, Ver­
bo (Madrid), nóm. 235-236 (1985), págs. 545 y sigs.
(13) Cfr. mi: artículo «La unidad católica en el constitucionalismo es­
pañol del siglo XX», en Miguel Aynso (editor), op. cit., págs. 39-41.
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llo legislativo se han instalado ya inequívocamente en una so­
ciedad cada vez más radicalmente secularizada, lo que ha redun­
dado en una profundizaci6n y extensión de los efectos anti-re­
ligiosos y
a
0religiosos. ·
Y este complejo de factores políticos y sociales entremezcla­
dos y operando hacia una misma finalidad se muestra como es­
pecialmente disolvente. En el agudo juicio de Thomas Molnar,
estamos asistiendo a la
separaci6n -pero consciente y busca­
da-de la Iglesia y sociedad, tras haberse consumado la sepa­
ración de la Iglesia y el Estado {14).
Descripción exacta y que
explica que
la exclusión de la Iglesia y del cristianismo de las
realidades sociales obre . en los países occidentales con idéntica
intensidad que en los marxistas, aunque siga vías distintas
y se
vista con otros ropajes. Es, por tanto, nuestra época una suerte
de
contracristiandad en la que las ideas, oostumbres e institu­
ciones trabajan en contra de lo cristiano (15).
Tras lo dicho no
es de sorprender que las conmemoraciones
de
la unidad católica puedan ser acogidas con extrañeza o pro­
funda
incomprensión en diversos ambientes. Ya Chesterton, en
su
Autobiagraf!a, y a prop6sito de los orígenes de su famosa
obra
Ortadaxia, cuenta un hecho que se asocia indefectiblemen­
te con lo que acabo de ei nado no le gustaba, pero que produjo una consecuencia curiosa
e interesante en Rusia. En
efecto, el censor, bajo el antiguo ré­
gimen ruso, destruyó el libro sin ,leerlo. Por llamarse Ortodoxia,
supuso que debía ser un libro sobre la Iglesia griega; y de ahí
dedujo que
natur,rlmente debía ser un ataque. La observa.ci6fi
de Chesterton -y es lo que quiero destacar-no tiene desper­
dicio: «Pero conservó una actitud bastante vaga aquel título;
era
ptO ocativo. Y es un fiel exacto de esa extraordinaria socie-
(14) Cfr. THOMAS MoLNAR: «Ideología y religión en la Hungría de
hoy», Verbo (Madrid), núm. 231-232 (1985), pág. 117.
(15) La expresión es de MARCEL CtliMl!NT, en su libro D'ou iaillira
l'aurore, París, 1976, 286 págs.; cfr., asimismo, las reftexionea. de Jos!i
ÜRLANDIS en Historia y Espíritu, Pamplona, 1975, especialmente, paginas
23--W y 172-190.
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dad moderna, el que fuera realmente provocativo. Había empe­
zado a descubrir que, en todo aquel sumidero de herejías incon­
sistentes e
incompatibles, la única herejía imperdonable era la
ortodoxia. Una defensa seria
de la ortodoxia era mucho más
sorprendente para el crítico inglés que un ataque serio contra la
ortodoxia
para un censor ruso» (16).
Esta observación nos conduce
el gran tema filosófico de las
relaciones entre la raz6n humana y la cultura histórica. Es sa­
bido -y sigo las explicaciones notablemente precisas, pero no
por ello menos vívidas, del profesor Rafael
Gambra-que, en­
tre las civilizaciones que en el mundo han sido, algunas, como
la grecolatina o la
judeocristiana, se nos ofrecen con una trans­
parencia intelectual y afectiva que nos permite compartir su an­
claje eternal; mientras que otras, por el conttario, nog parecen
opacas, misteriosas o ajenas. Así, los árabes de Egipto enseñan
hoy las pirámides como algo que es ajeno a su propia cultura y
comprensión; mientras que nosotros, en cambio, mostramos una
vieja
catedral o el Partenón con un fondo emocional de partici­
pación. Pues bien, dice Gambra, «el día en que nuestras cate­
drales -o la Acrópolis de Atenas-- resulten para nosotros tan
extrañas como las pirámides
para loo actuales pobladores de Egip­
to, se habrá extinguido en sus raíces nuestra civilización» ( 17).
La incomprensión moderna -la «extrañeza»-hacia el fe­
nómeno de la unidad religiosa signa indeleblemente la agonía
de nuestro modo de ser y rubrka el fracaso de nuestro proyecto
comunitario, en el sentido más restringido del término (18).
(16) G. K. CHEsTERTON: Autobiografia, en Obras Completas, tomo I,
Barcelona, 1967, págs. 159-160.
(17) RAFAEL GAMBRA: «Razón humana y cultura histórica», Verbo
(Madrid), núm. 223-224 (1984), págs. 305-309.
(18) Me refiero a la famosa distinción de Tonnies entre gemeinschaft
(comunidad) y gesselschaft (sociedad) como categorías sociológicas de con­
vivencia y estructuración social y de la que. sé deduce que la sociedad
humana radical o sociedad política es «comunidad» y no mera «sociedad».
Ciertamente hay que atribuir a Tonnies el mérito. de haber-captado la di­
ferencia de categorías· y haberlas encerrado en sendas expresiones felices.
Pero no por ello
debe olvidarse qlle la distinción está ya perfectamente ,
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Ahora bien, de las ruinas de esa civilización sólo ha surgido una
disociación
-«disociedad» la ha llamado el filósofo belga Mar­
ce! de Corte (19}-- que, si sobrevive entte estertores y crisis,
es a costa de los restos difusos de aquella cultura originaria, e
incluso de las ruinas de esas ruinas
--sombra de una sombra­
por acudir al conocido ap6strofe de Renan.
* * *
Tras todo lo anterior, ¿qué virtualidad presenta el principio
de la unidad católica para la España de mañana?
Comencemos
por recapitular brevemente en qué consiste, para luego pasar a
referir las razones que
hacen de la misma algo «moralmente
obligatorio y prácticamente necesario» ( 20) para el bien común
de los españoles.
La unidad católica es una situación jurídica en la que la so­
ciedad política -el Estado-rinde culto público y colectivo
como tal a Dios e inspira su legislación en un orden moral in­
mutable cuyo
cimiento religioso se halla, en último término, en
los
Mandamientos de la Ley de Dios, pero que, además, prote­
ge la religión católica como única exteriorizable públicamente.
Sin esta última condición se podrá hablar de confesionalidad del
Estado, pero no de auténtica unidad religiosa. (Repárese en que
estamos moviéndonos en un terreno, por así decir, político, pero
que existe otro sentido
-en absoluto despreciable-- espiritual,
y de resultas sociológico, consistente en la profesión práctica­
mente
unáoime de la religión católica por los nacionales).
Sin que las primeras de las condiciones
-que integran pro-
precisada, aunque sin obedecer a una terminología clara, en autores como
San Agustín. Debo al pádre Luis Vela, S. J., de la Universidsd Pontificia
de Comillas (Madrid), notables sugerencias en la valoración del aporte
agustiniano en esta cuestión.
(19) Cfr. MARCEL DE CORTE: «De la sociedad a la termitera pasando
por la disociedad», Verbo (Madrid), núm. 131-132 (1975), págs. 93-138.
(20) Cfr. RAFAEL GAMBRA: «La unidsd religiosa, encrucijada de la
teología y la política», en Miguel Ayuso (editor), op. cit., págs. 16-19.
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píamente el concepto de confesionalidad-hayan dejado de ser
sometidas a discusión
por los autores liberales o por católicos
contaminados de
liberalismo, ha sido la última de las exigencias
-que constituye la diferencia entre la mera confesionalidad y
la estricta unidad católica-la que ha suscitado más controver­
sias, sobre todo desde el Concilio Vaticano
II, como inmedia­
tamente vamos a ver (21).
Lo cierto es que, con independencia de que la reclamación
de la unidad católica no escapa a
la consideración de las circuns­
tancias
por la prudencia política, en abstracto, la prohibición del
culto
público y del proselitismo de las religiones no-católicas
es
un mecanismo de seguridad o muralla a:lmenada que rodea
y defiende al Estado confesional. Sin tal mecanismo se produce
un equilibrio inestable, pues el Estado confesional difícilmente
puede convivir con
minorías activas de otras religiones sin que
se produzcan tensiones de compleja solución.
· Es, sin embargo, el punto --como se acs.ba de subrayar­
en que se han centrado las polémicas a raíz de la Declaración
conciliar
Dignitatis humanae, hasta el extremo de constituir una
verdadera
«crux interpretum». El pensamiento tradicional -por
referir a él exclusivamente la cuestión y no ampliar su radio a
posiciones como las de
la teología nueva o el catolicismo libe­
ral-no podía permanecer ajeno a tales discusiones. Así, el doc­
tor Guerra
Campos, en su último pronunciamiento sobre la cues­
tión
-«Lástima que la falta de espacio, ha escrito, impida ex­
poner aquí un análisis detenido del
texto» ( de Dignitatis hu­
manae
}-, no ha entrado en el problema y, aunque produce la
impresión de rechazar la tesis, sostenida con alegría por los par­
tidarios
y con dolor por los detractores, del «cambio» en la
doctrina de la Iglesia, no ha tratado la cuestión de la limitación
de los cultos falsos (22); del profesor Canals conocemos sobra-
(21) Renuncio a citar aquí ninguna muestra de lo expresado en el
texto; Basta con las referencias que en las notas siguientes hago de los
autores a quienes sigo.
(22) Cfr. JoSÉ GUERRA CAMPOS: «La Iglesia y la comunidad política.
Las incoherencias de la predicación actual descubren la necesidad de reediM
ficar la doctrina de la Iglesia», en Miguel Ayuso (editor), op. cit., pági-
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damente su explicación de que no hay conflicto alguno entre la
recta interpretación de la doctrina conciliar y la tesis de la uni­
dad católica (23 ); lo mismo cabe decir del padre Victorino Ro­
dríguez, O. P. (24); Rafael Gambra, en cambio, afirma lo con­
trario, y resuelve el conflicto a favor de la doctrina tradicional
apoyado en la consideración
de que el texto criticado es del in­
fimo rango y de un concilio «pastoral» -(25); Alvaro D'Ors,
finalmente, sostiene, de la mano de la distinción entte «tesis» e
«hipótesis»
--que parece haberse invertido-, que en las comu­
nidades tradicionalmente
católicas debe relativizarse aquel prin·
cipio
de indiferencia propia de )os pueblos de tradición plura­
lista (26).
nas 51-58. En este ensaro, el cl?ctor _Guerra Campos, obispo de Cuenca,
vuelve sobre una temática a
la cj_ue había éonsagrado artículos tan nota~
bles como ConfesíonaUdad religiosa del Estado, Madrid, 1973, 21 págs.;
«Los valores morales y religiosos en la Constitución. Documento de la C.On­
ferencia Episcopal Española, con algunas notas de doctrina cat6lica para
una recta interpretación del mismo», Boletín Oficial del Obispado de
Cuenca, núm. 1, de 1978; y «La· invariante moral del orden político», en
el libro Hacia la estabili7.11Ci6n polltica, Madrid, 1983, vol. III, páginas
101-121.
(23) Cfr. FRANCISCO CANALS: «El deber religioso de la sociedad es­
pafiola»-, en el volumen Politica española: pasado y futuro, Barcelona, 1977~
págs. 219-230.
(24) Cfr. VICTORJNO RomúGUEZ, O. P.: «Los dos puntos en diocu·
sión sobre la libertad religiosa», Punta Europa (Madrid), núm. 9 (1964),
págs.
3-18; «Estudio histórico-doctrinal de la declaración sobre libertad
religiOSa del ·Concilio Vaticano II», La Ciencia Tomista (Salamanca), nú­
mero 93 (1966), págs. 193-339; «Concepción cristiana del Estado», Verbo
(Madrid), núm. 157 (1977), págs. 865-904.
(25) Cfr. RAFAEL GAMBRA: Tradición o mimetismo, Madrid, 1976; y
«La declaración de libertad religiosa y la caída del régimen nacional»,
Boletin de la 'Fundación Nacional Francisco Franco (Madrid), nútii. 36
( 1985), págs. I·X.
(26) Cfr. ALVARO n'ORs: «Teología política: una revisión del pro­
blema», Revista de Estudios Pol/ticos (Madrid), núm. 205 (1976), páginas
41-79; «El correcto canonista (a propósito de los escritos reunidos de Hans
Barion»), Verbo (Madrid), núm. 241-242 (1986), págs. 223-233; «Liber­
tad religiosa y libertad política», en Miguel Ayuso (editor), op. cit., pá
ginas 47-50.
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Lejos de quien firma estas líneas afirmar que esas diferencias
de interpretación
y valoración son irrelevantes (27). Encieiran en
sí consecuencias divergentes
y de trascendencia no despreciable.
Pero, en cualquier caso, bien
porque creamos que no ha habido
ruptura en
la doctrina de la Iglesia, bien porque salvemos las
contradicciones
al modo del profesor Gambra o de acuerdo con
las agudas sugeiencias del profesor D'Ors, lo importante es que
todos siguen considetando
la unidad católica como la «tesis»
predicable
para España. Explícitamente lo dice Alvaro D'Ors
con referencia genérica al pensamiento
tradicional: «Si abando­
nara sus propios principios
y abundara en esa intetpretación ab­
solutista de la libertad religiosa, incurriría en la más grave con­
tradicción, pues
la primera exigencia de su ideario -Dios, Pa­
tria, Rey-.es precisamente el de la unidad católica de España,
de
la que depende todo los demás» (28).
l. Desde la teologia, en primer lugar, y con reflexiones que
rozan
la teología de la historia, encontramos una tendencia a la
unidad que está en
las esperanzas de la Iglesia (29). Es el mismo
desiguio de Dios sobre nosotros,
el deseo revelado por Nuestro
Señor Jesucristo en
su oración sacerdotal: «Que todos sean uno,
como tú, Padre, en
nú y yo en ti, que también ellos sean uno
en nosotros,
para que el mundo crea que me has enviado»
(Jn, XVII, 21).
En segundo lugar, y descendiendo más a lo específico que
nos ocupa, se ha destacado cómo las sociedades en cuanto tales
tiene deberes religiosos hacia
la verdadera fe y hacia la única
Iglesia de Jesucristo. Es, por ello, errónea la perspectiva que
abre una sima profunda entre la Iglesia
y la humanidad, aun
cristiana, con
sus dimensiones culturales y político-sociales. Por
(27) Cfr. MIGUEL Awso: «El orden político cristiano en la doctrina
de la Iglesia», Verbo (Madrid), núm. 267-268 (1988), págs. 955-991.
(28) Cfr. ALVARO n'ORS: op. últ. cit., pág. 50.
(29) Cfr. HERI RAMIERE: Las esperanzas .de la Iglesia, Barcelona,
1962; JUAN M. !GARTUA: La esperanza ecuménica de la Iglesia, Madrid,
1970.
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el contrario, la Iglesia es el Pueblo de Dios, que se salva -se­
gún ha escrito Francisco Canals--, aun en orden a lo eterno,
por la
penettaci6n por la gracia de todas las dimensiones de lo
humano. Así, el Pueblo de Dios
es la comunidad cristiana en
su curso
hist6tico ( 30 ).
De ahí que, al hablar de la unidad cat6lica, no podamos de­
jar de aludir a la teología del Reino de Cristo, de ese movimien­
to que modernamente condujo a la instituci6n por Pío XI, en
1925, de la Fiesta de Jesucristo Rey. Festividad nacida con un
significado e intenci6n inequívocos: poner remedio
al laicismo,
del que
él P. Ram6n Orlandis, S. I., dijo que venía a ser «el
mismísimo liberalismo o bien el liberalismo llegado a su mayoría
de edad»; y atajar el proceso
de apostasía que había llevado de
modo perseverante el empeño
de desterrar a Cristo de la vida
pública,
y, luego, desde la misma, mediante el olvido de la doc­
trina cat6lica sobre el matrimonio, la familia y la educaci6n.
El primer orden de razones, pues, finca propiamente en un
estrato teológico. Los lemas de San Pío X -«instaurar todas las
cosas en
Cristo»-y Pío XI -«la Paz de Cristo en el Reino de
Cristo»-sirven para iluminar y centrar sintéticamente esta teo­
logía, que ha tenido siempre por primer cuidado el manteni­
miento de los derechos de la Iglesia
en la sociedad cristiana y
que en su simplicidad nos libra de las aporías en que concluye
el catolicismo liberal:
el encarnacionismo extremo y humanístico
que tiende a concebir como algo divino y evangélico las actua­
ciones políticas
de signo izquierdista, y el escatologismo utiliza­
do para desviar la atenci6n
de la vigencia práctica y concreta
del orden natural y cristiano (31).
II. Desde la filoso/la se nos muestra como radicalmente
disolvente el ideal modetno, que alienta
-por acudir a la evo­
cación de
Camus que debemos a Gambra-la situación de exilio
permanente y que desdeña y difama al Reino en su estabilidad,
(30) Cfr. FRANCISCO CANALS: op. últ. cit., pág. 220.
(31) Cfr. FRANCISCO CANAl.S: «Sobre la actitud del cristiano ante lo
temporal», en PoUtica española: pasado y futuro, cit., págs. 211 y sigs.
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LA UNIDAD CATOLICA Y LA ESPARA DE MARANA
en su carácter entrañable, en sus raíces humanas y divinas: «Tal
es
el ideal de la apertura o comprenrión universal que ·se abre a
todo sin bastión alguno que defender; tal la idea del
pluralismo
que niega la objetividad de la verdad y del bien; tal el designio
del ecumenismo, que postula una especie de «mercado común»
de las religiones; tal el pacifismo que se niega a defender cosa
alguna porque nada trascendente se posee ni se ama; tal la di­
visión de
la Tierra en mundos (primero, segundo y tercer mun­
dos), sólo en razón de
la economía y en orden a una igualación
final
... » (32). La democracia liberal, en fin, viene a ser la con­
sagración
oficial del exilio -resume--como forma permanente
de gobierno e ideal humano.
Y,
sin embargo, la sociedad no se sostiene sobre la mera co­
existencia ni puede ser un ideal la «open society», indiscrimina­
damente abierta. La ciudad descansa sobre un entramado de vir­
tudes y valores comunitariamente aceptados y cordialmente vivi­
dos. En el lenguaje sociológico de Ferdinand Tonnies diremos
que
es una gemeinschaft; el profesor Leo Strauss fo llamará
régime; T. S. Eliot podrá aplicarle el término de culture; gene­
ralmente se dirá way of life; y si retrocediéramos a los griegos
lo descubriríamos en
politeia. En todos los casos la referencia
es unánime. Es lo que Wilhelmsen y Kendall han llamado la
ortodoxia pública: el conjunto de convicciones sobre el signifi­
cado último de la existencia, especialmente de la existencia po­
lítica, lo que unifica a una sociedad, lo que hace factible que
sus miembros se hablen entre sí, lo que sanciona y confiere. el
peso de lo sagrado a juramentos
y contratos, a deberes y dere­
chos, lo que reviste a una sociedad de un significo común, vene­
rando ciertas verdades consideradas por la ciudadanía como va­
lores absolutos (33).
(32) RAFAEL GAMBRA: «El exilio y el Reino», Verbo (Madrid), nú­
mero 231-232 (1985), págs. 73-94.
(33) Cfr.
Flu!DERICK WILHELMSEN: [,o ortodoxia pública y los pode­
res de la i"acionaUdad, Madrid, 1965. También -puede verse, de FREDE­
RICK WILHELMSEN y W1LMOORE KENDAl.L: Cícero and the politics of the
public orthodoxy, Pamplona, 1965.
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MIGUEL AYUSO
Desde este punto de vista no estamos formulando, en realic
dad, juicio moral alguno. Simplemente constatamos que cada
pueblo tiene su modo de ser, y ese modo de ser es anterior a
cualquier
forma de gobierno y

a cualquier constitución escrita.
Estas sólo articulan o representan, más o menos acertadamente,
cuanto
se contiene en aquél. Eric Voegelin ha planteado con ex­
traordinaria agudeza cómo el problema central de la teoría po­
lítica es el de la representación, que desborda el marco de las
convenciooalmente denominadas «instituciones representativas» y
que constituye la forma por
la cual una sociedad política cobra
existencia para actuar en
la historia ( 34 ).
También desde el ángulo de la filosofía -y la filosofía políti­
ca-encontramos una razón para defender la unidad católica:
es
la expresión de la ortodoxia pública de la sociedad española.
III. Desde la política se nos muestra como un medio privi­
legiado de salvaguardia de la libertad
de opción. El profesor Al­
varo D'Ors ha contribuido a explicarlo, desarrollando una idea
que
le es querida desde antiguo y en la que ha alcanzado una
notable precisión: sólo la confesionalidad de la comunidad polí­
tica hace innecesario el partido confesiooal, pues éste tiene que
aparecer tan pronto los principios esenciales de la Iglesia no son
políticamente
"intangibles y requieren para su defensa una ac­
ción congruente y supletiva de los mismos fieles (35).
Libertad religiosa y libertad política se excluyen, cosa que no
parece hay sido entendida por los obispos españoles que, des­
pués de haber renunciado a la doctrina de la conresionalidad del
Estado sin contrapartida, tampoco propugnan
la fórmula del par­
tido católico.
De ahí esa impresión que producen tantas declara­
ciones episcopales de no saber qué hacer para impulsar
la efi­
caz acción de los católicos en
el terreno político. Se han queda­
do sin un terreno
firme y estable, y se dedican a vagar por los
aires de la indefinición, Para el pensamiento tradicional -en
(:34) Cfr. Eruc VoEGELIN: Nueva ciencia de la política, Madrid, 1968,
págs. 47 y sigs.
(35) Cfr. ALVARO n'ORS: op. últ. cit., págs, 48-49.
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LA UNIDAD CATOLICA Y LA BSPA.IM DE MARANA
cambio-la solución del problema na ofrece dudas: si se quiere
salvaguardar la libertad de opción política sin perjudicar los in­
tereses de la Iglesia hay que entrar en la dinámica de l.a confe­
sionalidad del Estado.
El profesor Canals, por su parte, tiene dichas
cosas muy sus­
tanciosas sobre
la pretensión histórica del «parri catholique» y
su fiasco. Así como
se ha distinguido en la denuncia del entime­
ma que,
ayer igual que hoy, preside su conducta: después de
afumar que la religión no se confunde con la política ---<:on la
finalidad expresa de
desolidarizar la Iglesia de la contrartevolu­
ción-, con la consiguiente exclusión del Estado confesional, con­
cluye que los cristianos de hoy tieneu la obligación de petteue­
cer .políticamente a la democracia cristiana (36).
IV. Desde la
pastoral eucontramos un fundameuto no me­
nos importante para la tesis de la unidad cat61ica. La libertad no
es algo abstracto e indepeudieute de las condiciones eu que se
ejercita, sino que para
la mayoría de los hombres el ejercicio de
la libertad está, no determinado, peto sí condicionado por el
ambiente eu que se mueveu. Por eso
-<:omo afumó el cardeual
Daniélou en el curso
de una famosa polémica de que me he ocu­
pado en otro lugar (37}-, para la mayoría de los hombres. no
es
,posible «responder a ciertas exigencias que hay en ellos sino
eu la medida en que lo hace posible el ambieute dentro
del C1l81
viven». Si queremos un pueblo cristiano es esen<;ial crear las con,
diciones que lo hagan posible. Pretender desvincular la fe de un
marco determinado ---<0nsiderarlo incluso como «el desafío mis­
mo de la fe»-es precisamente hacer imposible ese pueblo
cristiano. Por donde
se accede directamente a la necesidad de
instituciones cristianas y
a la idea de Cristiandad. El doctor
Guerra Campos lo ha desarrollado muy lúcidamente, observando
que
la politización radical de que se ha acusado por tantos al
(36) Cfr. FRANCISCO CANALS: «Donoso Cortés en Francia»-, en Poli~
tica española: pasado :v futuro, págs. 119 y sigs.
(37) Cfr. MrGUEL Aruso: «¿Cristiandad nueva o secularismo irrever­
sible?», Roca Viva (Madrid), núm. 217 (1986), págs. 7-16.
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MIGUEL AYUSO
confesionalismo se da en mayor medida en la supuesta «no inter­
vención»,
si se cae en la tentación -Y a menudo ocurre--de
reducir la
acción de la. Iglesia a «facilitar» la convivencia plura­
lista, tarea central de
la política, debilitando para ello el ejerci­
cio de su misión
propia: «El .peligro que .acecha ahora es que
cuando
se habla . de renunciar a la Iglesia-cristiandad para ser
Iglesia-misión,
sea la misión la que, paradójicamente, se oscu­
rezca» (38).
* * *
Tras lo anterior podemos entrar en el final de esta interven­
ción. Hay unas razones que abonan la situación de unidad
reli­
giosa y justifican la doctrina de la confesionalidad. Hoy, en cam­
bio, se desconocen y no se les presta atención alguna. Bien por­
que se rechacen íntimamente ~ algunos sectores se da un
auténtico repudio de esa tradición social
y doctrinal-, bien
porque
se reconozcan· como imposibles en el tiempo presente.
Y qué duda cabe de que las transformaciones ocurridas deben ser
objero de consideración por
el intérprete: la sociedad se ha des­
cristianizado -lo que ha producido la fractura de la unidad re­
ligiosa en sentido sociológico-y el maremagnum ideológico ha
alcanzado, arrastrándolo como una de sus primeras víctimas, al
acervo doctrinal de la confesionalidad del Estado y de las diver­
sas organizaciones. Esto nos debe llevar, en una actitud realista,
a valorar
-llegado el caso-la prudencia de una vuelta inme­
diata a la situación de unidad católica
política con limitación de
otros cultos.
No es, en el fondo, nada nuevo. La ciencia política,
como ciencia prudencial, nunca escapa a la ponderación de las
situaciones que debe regular. Leopoldo Eulogio Palacios,
reco­
giendo la mejor tradición intelectual en este punto, expuso cómo
el prudencialismo está en
un plano distinto de los simplistas
doctrinarismo y oportunismo (39). No me
parece, igualmente en
(38) JOSÉ GU'.ERRA CAMPOS: «La Iglesia y la comunidad política ... »,
en Miguel Ayuso (editor): op. cit.
(39) CTr. Ll!OPOLDO EULOGIO PALACIOS: La prudencia po/ltica, Ma­
drid, 1978, passim.
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LA UNIDAD CATOLICA Y LA ESPAivA DE MAlvANA
honor a la verdad, que la respuesta anterior deba extenderse al
problema de la confesionalidad.
En efecto, existe una invaria­
ble moral del orden político { 40) que debe llevar a reconocer
como constitutivo interno de la sociedad
civil sri subordinación
a la ley moral y su dimensión religiosa.
Y esto no es algo me­
ramente facultativo para los católicos: «En una sociedad de ca­
tólicos, en virtud de la unidad de conciencia del ciudadano, eso
importa
ya una referencia a la Doctrina de la Iglesia. Los ciu­
dadanos están obligados en conciencia a trabajar para que
la so­
ciedad asuma su deber. Si lo que es su deber la sociedad lo ins­
cribe en su ley fundamental ( según corresponde a un estado de
derecho)
ya tenemos el núcleo de lo que se llama confesionali­
dad» ( 41).
Ahora bien, esto no lo quieren reconocer,
por lo que se ve,
ni el Estado,
ni la sociedad, ni -lo que es peor-la propia
Iglesia. Y, sin embargo,
ya lo he dicho, es imprescindible. La
recuperación del sentido común en la vida colectiva debería lle­
var a un triple cambio social, político y eclesial. Para los peque·
ños grupos que lo defienden son, evidentemente, demasiados
frentes.
El político, hoy más que nunca, está desguarnecido, y no
sólo por
el Estado laicista que induce y potencia los factores de
descristianización sino también por la ausencia de grupos de
relevancia que lo
sostengan y aún por el ambiente en absoluto
propicio para que puedan brotar. El
social es d campo más di­
versificado y el
más asequible en pequeña escala. Todos estamos
convocados a una nueva evangelización que repare los daños
que
la fe de Cristo sufre en España, restaurando tiempos mejo­
res. Desde la oración y la vida espiritual a las costumbres, y sin
olvidar la formación doctrinal
-también en doctrina política-,
la faena no ha de faltamos. Pero es obvio que lo último difícil­
mente puede ocurrir desligado
-y entramos en el tercer y úl­
timo nivel al que me he referido-----de lo eclesial. Hace falta una
(40) Cfr. Josií GUERRA CAMPOS: «La 'invariante moral del orden po­
lftico», cit.
(41) JosÉ GUERRA CAMPOS: «La Iglesia y la comunidad política ... »,
citado.
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MIGUEL AYUSO
nueva predicación. Don José Guerra Campos lo ha dicho en un
texto
de portentosa trascendencia, llamado a haber abierto un
debate hondo y que apenas
ha tenido comentado fuera de círcu­
los muy reducidos. Quien les habla tiene el pequeño orgullo de
haber sido causa próxima del mismo, pues tiene su origen en
una petición que le formulé con destino a un trabajo colectivo.
Sn título
lo dice todo: «La Iglesia .y la comunidad política. Las
incoherencias de la predicación actual descubren la necesidad de
reedificar la doctrina de la Iglesia» (42).
En efecto, se trata de
reedificar. Aunque desde los sillares de la
tradición. No quiero
ni puedo insistir
ya en ello, pero el texto del doctor Guerra Cam­
pos no es simplemente afirmativo ni elementalmente repetidor
de viejas doctrinas. Al contrario, interroga, inquieta, busca. Es
un ejemplo
magnífico de la obligación que tenemos de profun­
dizar en estas. vidriosas cuestiones, de buscar soluciones a los con­
flictos que nos acucian.
Puede parecer imposible. Puede que no volvamos a ver una
sociedad y un Estado cristianos. Puede que
el ciclo haya pasado.
Puede. .

.
Lo que está claro es que el complejo de razones que
está debajo de la doctrina de la unidad religiosa y la
confesio­
nalidad es, en muchos sentidos, insobrepasable. Lo que es cierto
es que
el orden de la historia se nos escapa: lo que sucede hoy
puede cambiar mañana; lo
,malo puede mejorar o empeorar; lo
bueno puede mejorar o empeorar (
43 ). Lo que se nos impone
como evidente
es que ---mo escribió Charles Maurras--la
desesperación, en política, es una «sottise absolue», «une erreur
et' une faute», «une concession gratuite et sans retour aux puis­
sances de l'Ennemi»: la desesperación debería ser un fenómeno
personal para los hombres mortales que sólo tienen una vida;
la
política, en cambio, es un orden inmortal en el que no se puede
decir para determinado momento que las energías estén agotadas.
(42) Ibid.
(43) Cfr. RAFAEL GóMEZ PÉREZ: La minarla cristiana, Madrid, 1976,
pág. 12. He sometido a crítica algunas de las tesis de Gómez Pérez, sin em­
bargo, en mi artículo, antes citado, «¿Cristiandad nueva o secularismo irre­
versible?».
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LA UNIDAD CATOUCA Y LA ESPAl'M DE M,WANA
Por eso el error profundo de la desesperación en política, pues
la infinita complejidad de
todo compuesto social. es la mejor
garantía de las posibilidades sin límite de revivir de los
pue­
blos que alguna vez se han creído muertos ( 44 ). Lo dijo el vie­
jo poeta:
«Señor, tú fieres e sanas,
tu adoleces e curas,
tu das las claras mañanas
después de noches oscuras».
En la noche oscura de España, además, siempre podemos y
debemos dar razón de nuestra esperanza a quien nos lo pida
(1 Pet., 3, 15), de acuerdo con la exhortación apostólica.
(44) Cfr. CHARLES MAURRAS: Romanticisme et Révolution, París, 1922,
p,lg. 35; Etang de Be"e, París, 1915, p,lg. 308.
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