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Actitud de la modernidad ante la Iglesia y la respuesta de la Iglesia

ACTITUD DE LA MODERNIDAD ANTE LA IGLESIA
Y
LA RESPUESTA DE LA IGLESIA
POR
THOMAS MOI.NAR
La dificultad de mi tema surge de las muchas posibles -y
todas ellas adecuadas--descripciones de la modernidad, incluso
si estamos
de acuerdo en que son como una multitud de dos que
alimentan el 1nismo océano. De acuerdp con esta visión, moder­
nidad es el individualismo de Guillermo de Occam; es Lutero,
Galileo, Darwin y Freud,
es la negación kantiana de la metafisi­
ca, la
sociedad de consumo e industrial, la robotización tecnoló­
gica del
hombre con propósitos totalitarios; la figura distorsiona­
da del hombre en el arte, la desacralización de la Religión y su
consecuente privatización, la proyección de una utopía para un
tipo de hombre autosuficiente, etc.
El vinculo que relaciona estos perfiles de la modernidad es
cierto concepto
de conciencia individual. El resultado es una
inconstante, mudable y siempre subjetiva imagen, lo opuesto a lo
que la sabidurla clásica enseña, cuando empieza filosofando con
la pregunta: ¿qué es? Las filosofías modernas, al menos desde
Descartes,
han estado preguntando: ¿cómo responde el hombre al
malestar
de su propio Yo, a sus propias debilidades, 1niedos,
impulsos sexuales, soledad, desánimo, miseria? Entonces, se inte­
rroga aun
más: ¿cómo puedo construir un mundo en el que este
malestar se atenúe hasta desaparecer finalmente? En otras palabras,
¿cómo debería manipular la naturaleza, la sociedad, la 1náquina, la
pobreza y la abundancia, con el fin de superar mi soledad, mis
defectos, mi angustia, mi incompleta condición humana.
Estamos, desde luego, ante una crónica encapsulada de la
modernidad, que muestra cómo cada una de sus etapas ha sido
Verbo, núm. 371-372 (1999), 21-26. 21
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considerada por sus representantes como la solución al enigma
del Yo, con leyes universalmente idénticas. A medida que los sis­
temas se sucedieron unos a otros, y su prestigio intelectual iba
aumentando cada vez más1 cada uno trascendió sus estrechas
premisas teóricas y adaptó su discurso a las problemáticas prác­
ticas dontinantes: políticas, artísticas, éticas, pedagógicas.
Consecuentemente, teorías frágiles empezaron a c01npetir
con instituciones antiguas
y sólidas, volviendo hacia las últilnas
el poder de su artillería ideológica. Lo que inicialmente fue una
indagación de la. conciencia individual, se convirtió en un bien
armado aparato de partido con etiquetas como conciencia de
clase, política de partido, república de los mejores o grupos de
presión filosófica.
La modernidad puede ahora ser definida de
una forma nueva: es un vasto proyecto de reemplazar las viejas
instituciones, imágenes, liturgias y élites con variedades mudables
de conciencia individual y de grupo.
La Iglesia ha sido el objetivo primario. No principalmente por
causa de su edad, paciencia ante los acontecimientos, doctrina
inmutable, idénticos gestos
y, hasta el último concilio, idéntico e
inalterable lenguaje; sino más bien porque deja relativamente
poco espacio a la conciencia individual y a sus fonnas colectivi­
zadoras tales como conciencia
de clase, conciencia feminista, etc.
Todos se dan cuenta de que sería estúpido hablar de la concien­
cia de la Iglesia, que no es lo 1nismo que el "sensus ecclesiae",
una realidad corporativa incluso cuando es expresada por un
solo hombre, el Papa. No es su conciencia la que habla ex­
cathedra, sino su conformidad con la Verdad.
La modernidad tiene entonces dos actitudes frente a la
Iglesia. Una de ellas es actualizar la Iglesia, para que finalmente
la totalidad de la historia pueda marchar al mismo ritmo que el
progreso y llegen juntos
al Punto Omega. Este tipo de moderni­
zación, desde Spinoza, Lessing y Kant a Teilhard de Chardin y
Hans Küng,
elüninaría los elementos irracionales de la doctrina y
del ceremonial,
la doble lealtad a las dos ciudades de San
Agustín, y
la cadencia con la que la Iglesia participa en la histo­
ria y sus acontecimientos.
El resultado de dicha puesta al día, tal
c01no esperaron Maquiavelo o Hegel, sería el giro del dina1nismo
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religioso inútilmente gastado hacia los asuntos terrenales en cien­
cia, educación, derechos humanos y mejoras generales. Una
humanidad reconstruida según estas líneas no tendria conflictos
ni guerras en la medida en que todas las convicciones no racio­
nales tienen su origen, según los inodemistas,
en asociaciones
religiosas.
La otra actitud de la modernidad con respecto a la Iglesia es
la más popular: el desarraigo y la eliminación
de la religión, su
lado nústico, sus cuentos inventados y sus símbolos baratos.
Spinoza intentó desacreditar los milagros y las profecfas; Voltaire
trató
de mantener solamente la fe ciega para la liquidación de la
obediencia popular; Freud y Feuerbach hicieron todo el recorri­
do: Freud planeó eliminar
toda "ilusión", Feuerbach reclamó a
"Dios" como la proyección teinporal de un "supennan" en un
paraíso imaginario.
Ambos proyectos modernistas han sido propagados sin cesar
a través de aulas y congresos filosóficos, inedias de comunica­
ción
y votaciones parlamentarias. Sus inmunerables vástagos. con-,
ciben el discurso público y penetran en los estudios teológicos.
Estos proyectos contribuyen poderosamente a la imagen que la
gente tiene
de la Iglesia de hoy y de mañana: un modesto grupo
de presión entre una multitud de ellos, que pronuncia discursos
acerca
de la cooperación social y racial, que se somete a los lla­
mados "valores"
que hacen la vida de la sociedad civil psicológi­
camente confortable extendiendo
un velo de clichés sobre el
pecado.
El pecado en sí mismo y el mal son absorbidos por la
jerga sociológica, y son observados como algo solventable por
inedias tecnológicos. Cuando Bernanos, exactamente hace seten­
ta años, puso a la luz al demonio en sus novelas, los periodistas
se mofaban de él
en sus entrevistas. Pronto las guerras, los "gou­
lags" y los genocidios empezaron a imitar la literatura.
¿Reacciona la Iglesia ante estos asaltos encubiertos o abiertos,
modos o agresivos de la modernidad? Hacerlo es una operación
muy dificil, máxime desde que el Concilio se reunió bajo el signo
de abrir ventanas y salir al encuentro del mundo moderno. La
Iglesia es siempre "moderna", vive en el abara; ésto no significa,
sin embargo, que abrace
la modernidad ~Y cada una de las suce-
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sivas "1nodernidhdes"-, que no es un pup.to en el tiempo sino
algo permanente, y una actitud constantemente transmitida, esta
o aquella ideología o moda.
La prueba es que a lo largo de los
siglos los criticas han argumentado sie1npre lo mismo, apenas
usan estilos o énfasis diferentes en la misma lista de críticas.
Celso (180
d. C.) encontró escandalosa la Encarnación, y lo
mismo pensó R. Bultmani nuestro contemporáneo. Los oposito­
res
de Belarmino le criticaron por no actualizar las enseñanzas de
la Iglesia sobre astronomía, y el padre Teilhard encontró que una
buena dosis de evolucionismo impulsaría a la Iglesia hacia el
siglo
xx y más allá.
Al afrontar esta situación, actualmente grave y radicalizada, la
actitud de la Iglesia es de vacilación a caballo entre la condena­
ción y la apología. Ésto mina su posición y hace creer a
la gente
que Ro1na está insegura de sí misma, que intenta liquidar el pasa­
do,
y que ha adoptado una postura de "ver y esperar" con res­
pecto a lo que la ciencia y el progreso de la mentalidad pública
propondrán a continuación. En otras palabras, la duda
en este
caso no sólo concierne a antiguas tomas de posición} sino que
también proyecta indecisión hacia el futuro. Siguiendo por este
camino, la Iglesia parece justificar su propia condición de grupo
de presión, su propia tímida temporalidad. Tal actitud es total­
mente inaceptable, ya que
en dos mil años Roma ha aprendido
ampliamente los motivos y naturaleza de las críticas dirigidas
contra ella,
por tanto su habilidad para responder no ha sido
dañada.
Si no se utiliza esta habilidad para reaccionar, se crea la
impresión de
que ya no habrá una impecable continuidad, de
que se aceptan las visiones adversarias del nmndo, según las cua­
les la historia es una serie de proyecciones de la conciencia indi­
vidual
en cambio perpetuo y novedad: abolición del pasado e
invención del futuro.
El concepto mismo de tiempo se vuelve
controvertido, listo para una constante reinterpretación.
El resultado sería una paradoja. La Modernidad, que se enor­
gullece de sí misma estando siempre cambiante y ofreciendo
nuevas alternativas, tiene
en realidad una imagen fija de una uto­
pía atemporal hacia la
que se precipita. Todas las utopías moder­
nas, partes de una vasta literatura, creen que el tiempo está des-
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tinado a ser secuestrado, que las relaciones humanas y sociales
alcanzarán, así, la inmovilidad y la perfección.
Los adeptos a la
utopía están aterrorizados
por el tiempo, proclaman que la histo­
ria se
ha parado, por supuesto en su estación preferida. Filosófi­
camente, esta posición es consecuencia
de la concepción de que
el tiempo es eterno, y, por tantoJ aterrador en su espesor. En con­
traste, el tiempo creado
por Dios no está amenazado, los seres
humanos lo llenan gracias a la divina providencia. Así la Iglesia
coexiste con el tiempo,
su tradición expresa su amor a todas las
épocas. (Nótese
que el protestantismo favorece la abolición del
tie1npo proponiendo "un nuevo comenzar"
un retorno "a los orí­
genes").
Estos
son temas filosóficos y el Catolicismo está bien prepa­
rado para enfrentarse a ellos. En el día a día, la Iglesia encuentra
sus manifestaciones concretas. En los últimos tres o cuatro siglos,
el informe muestra
los esfuerzos de Roma para responder a las
posiciones modernas sucesiva1nente dominantes.
Las respuestas
varían,
y también lo hacen sus estilos y éxitos. En el siglo XVII, la
explosión
de ciencia (Kepler, Galileo, Newton, Harvey) encontró
en la Iglesia un inteligente pero desde luego prudente especta­
dor, a
menudo un colaborador; en el siglo XVIII la Iglesia estuvo
implicada
en varias batallas contra el deísmo iluminista y los pro­
pios filósofos.
La censura eclesiástica en Francia era 111uc)10 1nás
1ninuciosa que instituciones similares del Estado, lo que demues­
tra
que Roma comprendió mucho mejor la ideología pura del ilu­
minismo y sus devastaciones espirituales. En el siglo
XIX Roma
tuvo cierto éxito con la alianza
burguesa, pero los temas centra­
les del proceso
de industrialización escaparon a la comprensión
de la Iglesia, ya que era principalmente germánico y anglosajón.
El papado de León XIII refleja muy bien la situación hacia 1900,
aferrándose a la doctrina y acercándose a la sociedad abrumado­
ramente seglar.
En el siglo xx, la modernidad apareció primero como lucha
de clases, después como la hegemonía de los medios de c01nu­
nicación. Ninguno
de estos asuntos decisivos toleró la participa­
ción romana,
y mucho menos su liderazgo. La respuesta de la
Iglesia vino a través
de las organizaciones juveniles -yo conocí
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muchas de ellas en Hungría-, de la literatura, y de las varieda­
des de Acción Católica. Algunas
de estas asociaciones fueron más
tarde eliminadas (a
menudo por la ocupación soviética) o fueron
controladas
por intelectuales y eclesiásticos de izquierdas. La
segunda mitad del siglo ha acelerado este proceso y práctica­
mente paralizado cualquier respuesta vigorosa de Roma. Todavía,
si consideramos los cinco casos brevemente examinados,
c01n­
probamos que el balance, aunque es desigual, no es necesaria­
mente negativo desde el punto de vista de Roma. El tremendo
impulso hacia la secularización aparece planetario e irresistible
porque ha reconfigurado la mentalidad de lnuchos teólogos y
hombres de iglesia. Sin embargo,
en cada uno de los cinco casos
la Iglesia como institución
entendió la cuestión -y el peligro-­
en toda su profundidad, y adoptó una prudente posición como
si estuviera
esperando que la tormenta escampara. Nosotros esta­
mos demasiado cerca del último capítulo del
proceso histórico
-hablo de los medios de comunicación, todavía un fenómeno
hegemónico-para juzgar si la Iglesia es capaz de elaborar un
"modus vivendi" con él. Pero si nosotros tomamos la noción de
medios de comunicación
en su sentido más amplio, debemos
estar prudente1nente esperanzados sobre las concesiones que
tendrán que hacer.
La pregunta, sin embargo, está justificada: ¿es
este optimismo un mero acto de fe?
(Traducción de M. A.)
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