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Reflexión teológica sobre la situación contemporánea

REFLEXIÓN TEOLÓGICA SOBRE LA SITUACIÓN
CONTEMPORÁNEA
POR
FRANCISCO CANALS VIDAL
San Agustín, en "La Ciudad de Dios", después de afirmar que
en el origen de la "ciudad terrena" está "el amor de sí mismo que
llega hasta el desprecio de Dios" (XIV, cap. 28), una ciudad terre­
na que lleva a la miseria eterna
(XIX, cap. 28), afirma, no obstan­
te,
en el largo desarrollo en que describe las Dos Ciudades -la
celeste y la terrena-conviviendo mezcladas entre sí a lo largo
de los siglos y
en el curso de los sucesivos imperios en que se
concreta la vida de la Ciudad terrena, que:
"También nosotros -los cristianos, los ciudadanos de la
Ciudad
celeste-usarnos de la paz de Babilonia" (XIX, cap. 26).
La afinnación parece soprendente, y para advertir su sentido
hay que situarla en el contexto de la comprensión profunda a
que llegó San Agustín sobre la naturaleza de la oposición entre
el
bien y el mal, después de haber superado el error del dualis-
1no maniqueo.
El sentido de la convivencia histórica de los cristianos en la
ciudad de Babilonia, como llama San Agustín "apocalípticamen­
te" a la ciudad terrena
-Babilonia era la primera Roma y Roma
es la segunda Babilonia
(XVIII, cap. 2, 2)-y del uso de su paz
terrena por los ciudadanos de la Ciudad de Dios se ilumina si
recordamos algo
que antes había ya afirmado:
"No se hizo el nombre semejante al diablo por tener carne,
de la que el diablo carece, sin.o por vivir según sí mismo, esto es
según el hombre ... Cuando el hombre vive según él mismo, es
Verbo, núm. 371-372 (1999), 127-138. 127
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decir, según el hombre, indudablemente vive según la mentira.
No
porque el hombre sea mentira, puesto que es Dios su autor
y su creador, y Dios no es autor y creador de la mentira, sino por­
que el hombre no fue creado para vivir según sí mismo, sino
según su Creador (XIV, cap. 3, 1; cap. IV, 1-2).
Creado a imagen y semejanza de Dios y llamado, por la gra­
cia
que le constituye en partícipe de la divina naturaleza, a ser
feliz en la plena participación de la vida divina, el hombre imita
a Satanás
cuando tiende a buscar el fin último de la vida huma­
na y el bien absoluto en la humanidad misma en cuanto tal.
El hombre llega a constituirse prácticamente en último fin y
norma de sí 1nismo por la "conversión a sí mis1no" que le con­
duce a la "aversión de Dios". Así lo afirma Santo Tomás apoyán­
dose en San Agustín:
"Al decir el libro del Eclesiástico, X, 15, que el comienzo de
todo pecado es la soberbia, no se refiere a la soberbia en cuan­
to ya es aversión a Dios, a cuya Ley rehúsa el hombre someter­
se, sino a la soberbia en cuanto que es apetito desordenado de
la propia excelencia".
"En los actos de la voluntad, y por tanto en los pecados que
son actos voluntarios, hallamos un doble orden, el orden de la
intención y el orden de la ejecución. En el orden de la intención
el fin dice razón de principio. Y el fin en la adquisición de todos
los bienes temporales y finitos es que el hombre por ellos alcan­
ce su perfección y excelencia, y en este sentido la soberbia, que
es el apetito desordenado de la propia excelencia, es el principio
de todo pecado".
"EÍl el orden de la ejecución es primero aquello que da al
hombre la posibilidad de cumplir todos sus deseos desordena­
dos, y esto viene a ser la "raiz", y esto es el deseo de riquezas, y
por esto se dice que la codicia de riquezas es el comienzo de
todo pecado" (S. Tb., 84, art. 2).
Los bienes creados a los que el hombre se "convierte" son
bienes, el mal no consiste sino en la privación del orden debido.
El hombre se busca a sí mismo, y se le hace dificultoso amar al
prójitno
como a sí mismo, y si en la complacencia en su propia
excelencia llega a considerarla como el bien supremo, puede
pasar hacia la aversión a Dios.
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Pero por esto mismo hay que reconocer que la "codicia de
riqueza" que según San Ignacio, en la Meditación de "Dos ban­
deras", es
de ordinario lo primero a que la tentación diabólica
trata de llevar al hombre, es precisamente ésta "codicia de rique­
za", deseo, desordenado por el egoísmo, de los bienes econ61ni­
cos, que en sí mismos son útiles y necesarios para la vida hu1na­
na. El texto evangélico dice: "Cuán dificilmente entrarán en el
Reino
de los Cielos los que tienen dinerd'.
Tanto en San Agustín, clarividente polemista contra el error
maniqueo, como
en su fiel seguidor Santo Tomás de Aquino, pro­
videncial adversario de la renovación de aquel perverso dualis­
mo por el 1novitniento de los catharos, el sumo bien humano de
la felicidad, último fin a que el hombre se ordena, y todos los bie­
nes humanos que el entendimiento aprehende como tales y a los
que la voluntad aspira con natural inclinación, son, precisa y for-
1nalmente,
buenos.
La pecaminosidad consiste sólo en la privación del bien, del
orden al fin último que se constituye en la posesión intuitiva y el
amor de Dios en sí mismo. Por esto la culminación de lo peca­
minoso
en el nombre viador se consu1na en su separación res­
pecto de Dios, en la aver:sio a Deo, pero el hombre llega a esta
aversión por la "conversión a sí 111.ismo", a que le dispone la con­
versión a las criaturas. Por esto la codicia de riquezas, que lleva
a la vanagloria, es el más frecuente cantina hacia la soberbia, que
lleva
al hombre a autoconstituirse a sí mismo en su propio fin
último y absoluto.
Pero sí la conversión a las criaturas privadas del orden a
Dios puede llevar al máximo pecado de la aversión de Dios,
no por ello hay que atribuir el 1nal a los mismos bienes natu­
rales y humanos a que por naturaleza tiende el hombre para
su perfeccionamiento. Si fuese así acusaríamos a Dios mis1no
de ser nuestro tentador contra lo que enseña el apóstol San­
tiago:
"Nadie, cuando es tentado, diga: por Dios soy tentado;
porque Dios no es tentador de obras malas, cada cual es ten­
tado al ser arrastrado y alagado por su propia concupiscencia"
(Iac. 1, 13).
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"Concupiscencia" es el deseo de algo para sí mis1no. Tam­
poco este deseo es, en cuanto tal, malo, sino sólo en cuanto es
privado del orden a amarse no sólo a sí mis1no sino a Dios sobre
todas las cosas y al prójimo como a sí mismo. El propio Santo
Tomás refiere la esperanza teologal al "a1nor de concupiscencia"
es decir el deseo que tenemos de poseer a Dios como objeto de
nuestra propia felicidad.
Que el atractivo de los bienes terrenos sea para nosotros oca­
sión de instalamos en el "mundo", que San Agustín definía co1no
constituido por "los amadores del mundo",
no justifica el que
nosotros definiésemos
como 1nales a aquellos bienes que el hom­
bre naturalmente apetece.
En esta perspectiva se sitúa admirablemente San Agustín, que
como vimos, define "la Ciudad Terrena" como la que se edifica
sobre el amor de sí mismo
que llega hasta el desprecio hacia
Dios, al hablar de "los bienes de
la ciudad terrena",
"No hemos de pensar que no sean bienes aquellos que anhe­
la
la Ciudad terrena, la Ciudad terrena que anhela la paz, antes
bien hay que reconocer
que en el orden de las cosas humanas es
la misma Ciudad terrena el bien más excelente" (XV, cap. 4.").
Resulta estremecedor y misterioso hallar estas afirmaciones
en la gran obra de teología de la historia que contrapone la
Ciudad terrena a la Ciudad celeste
en la que el amor de Dios nos
lleva hacia
la renuncia y la humildad.
Si en el 'mundo" no hay, según el apóstol Juan (Ioann., I, 2,
15-16), sino el amor de sí mis1no y para sí mismo -la concupis­
cencia de
la carne-, la vanagloria y complacencia en los bienes
"mediados" por el conocimiento, el lenguaje y la eficiencia racio­
nal del hombre
-la concupiscencia de los ojos-y la conversión
a si mismo que lleva hacia
la aversión de Dios -la soberbia de
la vida-, esto es así porque "el pecado del mundo" priva a los
a1nores humanos del orden que, por el amor a Dios, subordina­
ría todos aquellos bienes temporales y finitos al bien eterno y
divino.
Sólo a la luz de estos principios teológicos, que los grandes
doctores hallaron
en la propia Sagrada Escritura, podremos com-
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prender la tragedia del "mundo moderno"; este mundo proyecta­
do por el humanismo antropocéntrico que surge en el Renaci­
miento,
y que es sucesiva y "progresivamente" realizado por el
imperialismo mercantil, la Ilustración, la Revolución Industrial, el
despotismo ilustrado y la Revolución francesa; y por las revolu­
ciones nacionales,
que pusieron lo divino y absoluto en el "espí­
ritu del pueblo"; y las revoluciones socialistas, nacionalistas o
internacionalistas.
"El pecado del mundo", la soberbia colectiva rigiendo la polí­
tica, la
econonúa y el progreso técnico, que en nuestros días se
ha manifestado desde la guerra nuclear hasta la seducción de la
ingeniería genética,
se ha hecho tanto más grave cuanto más cre­
ciente
ha sido el atractivo de los bienes, no inmediatos, sino
"intencionales", que el Estado y la sociedad internacional pre­
sentan a la humanidad contemporánea.
Para
comprender el mundo 1noderno nos conviene atender a
la intención profunda del
pensamiento hegeliano, del sentido de
su "Dialéctica" y de su Filosofía del Absoluto. Leamos unos párra­
fos del Prefacio
de la "Fenomenologia del Espíritu" que expresa
algo
que está en el origen de todo el proceso posterior del "libe­
ralismo religioso",
el "n1odernisn10", y toda la carga de diviniza­
ción
de los humano en cuanto tal, que se ha constituido en el
auténtico motor de la política moderna.
"Cuando arraiga la opinión del antagonismo entre lo verda­
dero y lo falso, dicha opinión suele esperar, ante un sistema
dado, el asentimiento o la contradicción. No concibe que la
diversidad de los sistemas es el desarrollo progresivo de la ver­
dad, sino que sólo ve en la diversidad la contradicción. El capu­
llo desaparece al abrirse la flor y podría decirse que aquél es
refutado por ésta; así como el fruto hace aparecer la flor como
un falso ser de la planta, al mostrarse como la verdad de la plan­
ta en vez de la flor. Estas formas no sólo se distinguen entre sí,
sino que se eliminan unas a otras como incompatibles. Pero, en
su fluir, constituyen otros tantos momentos de una unidad orgá­
nica,
en la que son todos igualmente necesarios, y esta igual
necesidad es cabalmente la que constituye la vida de este todo
que es la planta. Pero al contradecir un sistema filosófico, o bien
no se concibe asi la contradicción o bien la conciencia del que
la aprehende no sabe liberarla de unilateralidad, ni sabe alcanzar
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a ver bajo la figura de lo polémico y lo contradictorio momentos
que son entre sí mutuamente necesarios".
"No es difícil, por lo demás, darse cuenta de que vivimos en
tiempos de gestación y transición hacia una nueva era. El espíri­
tu ha roto con el mundo anterior de su existencia y de sus repre­
sentaciones y se dispone a hundirlas en el pasado, entregándose
a la tarea de su propia transformación. El espíritu ciertamente no
permanece nunca quieto, sino que se halla siempre en movi­
miento incesantemente progresivo. Pero así como en el niño, tras
un largo período de silenciosa nutrición, el primer aliento rompe
bruscamente la gradualidad del proceso acumulativo y sobrevie­
ne un salto cualitativo, y el niño nace, así también el espíritu que
se forma va madurando lenta y silenciosamente hacia la nueva
figura, va desprendiéndose de una partícula tras otra de la estruc­
tura de su mundo anterior, y los estremecimientos de este mundo
se anuncian sólamente por medio de síntomas aislados; la frivo­
lidad y
el tedio que se apodera de lo existente y el vago presen­
timiento de lo desconocido son los signos premonitorios de que
algo otro se avecina. Estos paulatinos desprendimientos, que no
alteran la fisononúa de la totalidad, se ven bruscamente inte­
rrumpidos por la aurora que de pronto ilumina como un rayo la
imagen del mundo nuevo".
Notó intencionalmente Bloch que estas palabras fueron
contemporáneas del retumbar de los cañones de la batalla de
Jena: el choque del Imperio revolucionario que con1novió todo
el edificio político europeo con el liberalismo alemán antiim­
perialista
en el que se iniciaban las futuras revoluciones nacio­
nales
y se gestaban re1notamente los futuros segundo y tercer
Imperio alemán.
Su lectura es una invitación al examen de conciencia. Porque
muchos dirigentes
y responsables de la orientación de las genera­
ciones nuevas
I1o han reflexionado tal vez nunca seria1nente sobre
el mensaje profundo
de estas páginas protervas y seductoras. Tal
vez,
por extraño que parezca, 1nuchas personas de influencia y con
prestigio de hombres cultos
no las han leído nunca.
Por eso
no disciernen la tentación 1nás profunda de la vida
contemporánea,
y por eso son incapaces de c01nprender la razón
de los grandes hombres de Iglesia que tuvieron conciencia clara
del
deber de apartarse a sí mismos y a los fieles cristianos de la
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tentación de "conciliarse con el progreso, con el liberalismo y
con la civilizaci6n moderna" (Proposici6n 80 del Syllabus de 8 de
diciembre de 1864; DS 2980).
En
la Enciclica Quanta cura y en los documentos de los que
se tomaron las 80 proposiciones del célebre Syllabus se contiene
a la
vez un tesoro doctrinal luminoso y defmitivamente esclare­
cedor, y un "discernimiento de espíritus" verdaderamente clarivi­
dente y dotado de la oportunidad de la heroica prudencia de los
santos. Recordemos que acerca de Pío IX fueron ya reconocidas
sus virtudes heroicas, y que también fueron aprobados 1nilagros
atribuidos a su intercesión. He1nos de llamarle
Venerable en espe­
ra del día en que se proceda al acto de su beatificaci6n.
La resistencia y el escándalo producidos entre los dirigentes
del
que se llamaba a si mismo "catolicismo liberal", las caracteri­
zaba nuestro 111aestro el padre Ra111ón Orlandis, S. I., como la de
quienes, situados en el "segundo binario" de los que San Ignacio
describe
en sus Ejercicios Espirituales, se esfuerzan por conven­
cerse de que eligen según la voluntad de Dios, mientras traen a
sus afectos desordenados
la que insinceramente quieren to111ar
por tal voluntad divina.
Uno
de los grandes dirigentes del catolicismo liberal francés,
Monseñor Dupanloup, obispo
de Orleans, pretendi6 defender la
proposici6n 80' del Syllabus sosteniendo que lo condenable era
acusar a la Iglesia de enemiga del progreso, de la civilizaci6n y
de la libertad, y como consecuencia de ello afirmar su deber de
reconciliación con algo que en su autenticidad nunca había sido
combatido por la Iglesia.
Pio
IX dirigi6 una carta a Dupanloup elogiándole de haber
defendido su magisterio de las calumnias de quienes le atribuían
afirmaciones
que la Iglesia nunca había hecho, y añadía ense­
guida que esperaba que el obispo, asi como habla expresado cla­
ramente lo
que la Iglesia no decia, con la misma claridad expli­
case a sus fieles
qué es lo que verdaderamente había querido
decir.
Porque
en verdad, en aquella enciclica de 1864 y en las 80
proposiciones
que la acompañaban, el Magisterio de la Iglesia
juzgó la revolución anticristiana1 ejercicio consciente y consu-
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mado del antropocentrismo egolátrico y antiteístico, tal vez con
la más precisa e intencionada documentación acerca de sus fuen­
tes filosóficas y de los elementos culturales y sociológicos de las
diversas dimensiones de
la contemporánea apostasía contra la
soberania de Cristo en el mundo.
En dos ocasiones, y hablando a dos sucesivos Nuncios de su
Santidad
en España, afirmé respetuosamente mi convicción de
que aquellos documentos expresan probablemente de la forma
más rigurosa y exacta la mentalidad filosófica que ha servido
como ariete destructor de la concepción teística y sobrenaturalis­
ta del universo y de la historia, y de impulso para todas las accio­
nes dirigidas a corromper el
orden cristiano en lo político, lo
internacional, lo económico-social, en todos los ámbitos de la
cultura y de la vida. Puede ponerse como ejemplo de esto la pro­
posición primera del
Syllabus:
"No existe ser divino alguno, supremo, sapientísimo y provi­
dente, distinto
de la universalidad de las cosas, y Dios es lo
mismo que la naturaleza, y por lo mismo, sujeto a cambios y en
realidad, Dios se está realizando en el hombre y en el universo,
y todo es Dios y tiene la misma sustancia de Dios; una sola y
misma cosa Dios y el mundo, el espíritu y la materia, la necesi­
dad y la libertad, lo verdadero y lo falso, el bien y el mal, lo justo
y lo injusto" (DS 2901).
En esta proposición, que sintetiza bien la filosofía vigente
entre los
que inspiraban el liberalismo político contemporáneo,
confluyen en práctica y efectiva identidad el 1nonisn10 estático
del "Tratado teológico-político" y de la "Ética demostrada con
método geomético" de Spinoza, y el monismo dialéctico del
idealismo absoluto de Hegel,
que atraviesa todas sus obras, y ha
sido el decisivo inspirador del estado moderno en todas sus fases:
liberal, marxista
y fascista.
Desde este inmanentismo, que excluye toda posibilidad de
reconocer -la acción en el mundo creado de un Dios trascenden­
te, personal y libre, en su acción
creadora, y en su econo1nía de
elevación divinizante y de redención del linaje humano pecador,
queda cortado de raíz el sentido de la polémica secular
que
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REFLEXIÓN TEOLÓGICA SOBRE LA SITUACIÓN CONTEMPORÁNEA
expresaba magistralmente Suárez al establecer la alternativa entre
la superioridad del magisterio y
de la autoridad pontificia sobre
el poder de los reyes, o por el contrario el derecbo del poder
político a regular y someter al estado toda autoridad religiosa
(Defensio fidei catholicae
adversus anglicanae sectae errores).
Los equívocos, tal vez consentidos o encubiertos más o
menos consciente1nente, entre el pensamiento político-social
"moderno" y la doctrina católica sobre lo
que León XIII llamaba
"la constitución cristiana de los
Estados", han contribuido al debi­
lita1niento gradual,
y cada vez 1nás acelerado, de cualquier acti­
tud coherente con el imperativo de que pueda regir en la vida
pública y
en la privada "las enseñanzas, los preceptos y los ejem­
plos
de Cristo", escribía Pío XI en la primera enciclica de su pon­
tificado, la Ubt arcano,.
"De modo que, constituida la sociedad humana según el
debido orden, pueda la Iglesia, ejerciendo su misión divina,
defender finalmente todos los derechos de Dios sobre los indivi­
duos y sobre la sociedad".
"Esto
es lo que llamamos Reino de Cristo. Ya que Jesucristo
reina con sus enseñanzas en las mentes de los individuos, reina
en las almas por la caridad y en toda la vida por la observancia
de su Ley y por la imitación de sus ejemplos. Reina en la familia,
cuando, constituida por el matrimonio cristiano, permanece incó­
lume como una cosa sagrada ... reina el Señor Jesús en la socie­
dad civil, cuando tributados en ella a Dios los supremos hono­
res, se buscan en Dios mismo el origen y los derechos de la auto­
ridad ... ; y la Iglesia queda colocada en el grado de dignidad en
que la puso su divino fundador, es decir, el de sociedad perfec­
ta, maestra y guía de las demás sociedades ... de modo que estas
mismas sociedades humanas, perfeccionadas por la Iglesia al
modo como la gracia perfecciona la naturaleza sean ayuda pode­
rosa para la consecución del fin último que es la bienaventuran­
za eterna, y más firmemente ayude a la prosperidad de la misma
vida temporal de los ciudadanos".
Estas palabras, en continuidad con todo el magisterio ante­
rior,
y posterionnente ratificadas en otras n1uchas ocasiones,
especialmente al instituir la fiesta
de Cristo Rey, llevan a Pío XI a
concluir con aquella afirmación definitiva y capital:
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"De todo esto resulta claro que no hay paz de Cristo sino en
el Reino de Cristo; ni podemos ciertamente trabajar con más efi­
cacia
para establecer la paz que restaurando el Reino de Cristo"
(Pío XI, Ubi arcano, 23 de diciembre de 1922).
No hace falta decir que en la situación contemporánea respira­
mos
en el ambiente la tentación casi universal de entender que todo
ésto no puede ser dicho más que como una fonnulación utópica,
de la que no puede derivar ninguna actitud prácticamente eficaz.
Pero el lenguaje de Pio XI no dejaba lugar a dudas: mientras pre­
veía c01no algo cierto que, por el camino del "laicismo", que sepa­
raba la vida pública de la revelación cristiana y de la autoridad de
la Iglesia, se llegaría a "la total ruina de la paz doméstica, al relaja­
miento
de la unión y de la estabilidad de la familia, y finalmente, a
la destrucción
de la humana sociedad", presentaba la profesión de
la realeza de Cristo sobre las sociedades como el criterio orientador
práctico adecuado a nuestro tiempo, con adecuación urgente:
"La anual solemnidad de Cristo Rey, que en adelante se ha
de celebrar, nos da muy buenas esperanzas de que ésta se apre­
surará a volver felizmente al amantísimo salvador".
Y añadía enseguida una consigna que deberla haber sido
inolvidable, pero que para muchos es en nuestro tiempo algo
literalmente "inaudito", algo que nunca han oído decir:
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"Ciertamente sería responsabilidad de los católicos preparar
y apresurar con su actividad y su trabajo aquel retorno de la
sociedad humana a Cristo; pero las más de las veces no parecen
estar presentes en la vida social con aquella autoridad de que no
deberían carecer los que tienen en su mano la antorcha de la ver­
dad. Esto
hay que atribuirlo a la indolencia y a la timidez de los
buenos, que se abstienen de la resistencia, o que resisten blan­
damente: de donde se sigue necesariamente el que los enemigos
de la iglesia actúen con mayor temeridad y audacia".
''Pero si
todos los fieles entendiesen su deber de combatir
con esfuerzo y constancia bajo la bandera de Cristo Rey, cierta­
mente se aplicarían con celo apostólico a reconciliar con Dios
los espíritus hostiles o ignorantes y se esforzarían por defender
incólumes sus derechos" (Pío XI, Quas primas, 11 de diciembre
de 1925).
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REFLEXIÓN TEOLÓGICA SOBRE LA SITUACIÓN CONTEMPORÁNEA
Hemos vivido desde hace años inmersos en un falso profe­
tismo. "Fragmentos
de verdad" -por decirlo con una frase del
poeta mallorquín Costa y Llobera
que el padre Orlandis gustaba
de citar-sirven de ataduras y trabas para hacemos tropezar en
la confusión de ideas, instnunento de la creciente capacidad de
autoengaño.
En las actitudes ante la vida pública nos estamos siempre
poniendo en la situación descrita por San Ignacio de Loyola al
hablar de quienes se engañan a si misn1os afectando elegir lo 1nás
prudente y adecuado al servicio divino, mientras procuran traer
la voluntad de Dios a la suya propia.
Por este camino, que emprendieron en el pasado siglo, resis­
tiendo las consignas y actitudes de Pío IX, ignorando después las
enseñanzas del magisterio
de León XIII, y despreciando y silen­
ciando hasta nuestros dias las del Santo Pontífice Fio
X, y todo
cuanto en el magisterio pontificio posterior ha recordado y rea­
finnado la verdad católica, han caminado los "católicos liberales"
y posteriormente cuantos podríamos definir como "cristianos
para
la de1nocracia" -lo que vienen a ser tantas veces los que se
profesan "demócrata-cristianosn-, "cristianos para el socialistno",
"cristianos para
el progresismo'', "cristianos para la liberación".
Desde los comienzos de la corriente católico-liberal en el
contexto del "movimiento católico", se ha dado reiteradamente la
paradoja de que, invocando como principio que "el catolicismo
no se puede identificar con un partido político", se ha llegado a
la conclusión
de la práctica obligatoriedad de la actitud liberal y
de1nócrata-cristiana. En la sorprendente argumentación está ocul­
ta una concepción confusionaria e inmanentista de la vida y de
la cultura católicas, un equívoco apoyado en falsas concepciones
filosóficas inexpresadas,
que ha reducido ya la fe cristiana y cató­
lica y la vida de la Iglesia a cierta religiosidad "idealista",
en que
se olvida la trascendencia de Dios y la sobrenaturalidad divini­
zante
de la vida de Cristo.
El trágico abuso del Concilio Vaticano 11, que se ha invocado
para negar todo lo
que no se sabido leer en él, y desde luego
todo el magisterio anterior, a la vez que se explica por aquellos
antecedentes, ha servido de
acele°rador de la espantosa decaden-
137
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cia de la doctrina ortodoxa en la teología y de la seriedad y vigor
moral
en las costumbres privadas, familiares y políticas.
Atendamos a
un ejemplo concreto. Estamos estos días vien­
do una serie de anuncios en las distintas cadenas de televisión,
que con el pretexto, "higiénico"
y "sanitario", de la urgencia de
combatir la extensión contagiosa del ''SIDA''. nos presentan imá­
genes de candorosas y casi angelicales adolescentes, a las que se
aconseja que cuiden
en sus relaciones de recordar la necesidad
del uso de preservativos.
Es un escándalo, una corrupción de menores, es aquel que
el Señor en el Evangelio reprendía diciendo que "más les valdría
a aquellos
por quienes vienen los escándalos que les fuese atada
una rueda de molino al cuello y fuesen arrojados al fondo del
abismo". Al decir esto
pienso en los jefes de los gobiernos, cen­
tral
y autonómico, que son los responsables, en definitiva, de la
perversa orientación ideológica y moral de los medios de comu­
nicación estatales.
El fruto más amargo de aquel abuso gravísimo del Concilio
Vaticano
II, por el que no sólo se ha tomado el nombre de Dios
en vano, sino que se le ha invocado sacrílega1nente para hacer
olvidar a grandes multitudes de fieles principios inamovibles que
habían sido reiterada y enérgicamente afirmados en el Magisterio
Pontificio, y que nunca han sido, ni podían ser, contradichos o
deformados, ha sido esta generalizada pérdida de energías cris­
tianas.
La falta de atención a principios obligatorios para la conduc­
ta práctica católica
en la vida social y política ha privado a los
cristianos
de la virtud de la fortaleza, virtud necesaria en los "con­
fesores
de la fe" y en los mártires o testigos de la fe. Las conse­
cuencias han sido descritas con admirable precisión en la ponen­
cia de José
María Alsina. Al oirle se reavivó en 1ní un sentimien­
to con cuya expresión quiero concluir mis palabras: tenemos que
apoyarnos
en la intercesión de los martires españoles de la gran
persecución religiosa que se inició en 1934 y duró hasta 1939,
para que se vea firme en nosotros la confianza en el Sagrado
Corazón de Jesús, y se renueve con eficiencia práctica en nues­
tra vida la esperanza en su reinado en España y en el inundo.
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