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El orden en la doctrina social de la Iglesia

EL ORDEN EN LA DOCTRINA SOCIALDE LA IGLESIA
POR
JOSÉJOAQUÍNJEREZCALDERÓN
S U M A R I O : LA PE R S O N A H U M A N A E N S U S R E L AC I O N E S C O N E L O R D E N D I V I N O,
E L O R D E N N A T U R A L YE L O R D E N M O R A L: El significado de la persona en la
d o c t rina social de la Iglesia; La vinculación de la persona humana al o rd e n
natural y divino; L a vinculación de la persona humana a l orden moral.—
L
O S P R I N C I PI O S D ELAD O C T R I N A S O C I A L D E LAIG L E S I A: El principio del
bien común: Significado del bien común; La dimensión política del bien
común; El destino universal de los bienes como manifesta ción del bien común;
El principio de subsidiaridad; El principio de participación; El p ri n c i p i o
de solidar i d a d . —E
LO R D E N P O L Í T I C O E N LAD O C T R I N A S O C I A L D E LA
IG L E S I A. — ELO R D E N S O C I O-E C O N Ó M I C O E N LAD O C T R I N A S O C I A L D E LA
IG L E S I A: Cronología de documentos pontificios dedicados a las cu estiones
sociales y económicas: La Ca r ta encíclica “ Re rum nova ru m ” de León XIII
(1892); La Ca rta encíclica “ Qu a d ragesimo anno” de Pío XI (1931) ; La Ca rt a
encíclica “ Mater et Ma g i s t ra” de Juan XXIII (19 61); La C a rta encíclica “Po p u -
l o rum pro g r e s s i o ” de Pablo VI (1967); La C a rta apostólica “Octogesima ad ve -
niens de Pablo VI (1971); La C a rta encíclica “Laborem e xe rc e n s” de Ju a n
Pablo II (1981); La carta encíclica “Sollicitudo rei socialis” de Juan Pablo II
(1988); La Ca rta encíclica “Centesimus annus” de Juan Pablo II (1991) ; L a s
reglas fundamentales del orden socio-económico: En el ámbito laboral; En
el ámbito económico.
La locución “doctrinal social” se remonta a Paulo VI, que la
utilizó por primera vez en su encíclica Octogesima adve n i e n sd e
1971, y designa el corpus doctrinal r e l a t i vo a temas de r e l e -
vancia social que, a partir de la encíclica Re r um Nova r u md e
León XIII de 1891, se ha desarrollo en la Iglesia a través del
Magisterio de los Romanos Pontífices y de los obispos en comu-
nión con ellos.
Verbo, núm. 449-450 (2006), 715-733. 715
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LAPE R S O N A H U M A N A E N S U S R E LAC I O N E SC O N E L O R D E N
D I V I N O
, E L O R D E N N A T U R A L YE L O R D E N M O R A L
El significado de la persona en la doctrina social de la Ig l e s i a
La doctrina social de la Iglesia pr o p o rciona una serie de prin-
cipios o rd e n a d o r es de la vida del hombre en sociedad. El hombre
es, pues, el destinatario principal de la enseñanza social católica. Esta centralidad de la persona humana se h a re f o rzado, a par-
tir de la época de Juan XXIII y de los textos del Concilio V a t i c a -
no II, hasta el punto de que este Pontífice, en su Carta encíclica
Mater et Ma g i s t ra de 1961, pudo afirmar que “toda doctrina
social se desarrolla a partir del principio que afirma la inviolable
dignidad de la persona humana”. Y, ya en nuestros días, el papa
Juan Pablo II, en su Carta encíclica Centesimus annusde 1991,
reafirmó que “el hombre, comprendido en su realidad histórica
c o n c reta, re p resenta el corazón y el alma de la enseñanza social
c a t ó l i c a ” . Así pues, a partir del Concilio Vaticano II, la doctrina social de
la Iglesia ha subrayado el papel del hombre, de la persona humana.
Ahora bien, esto no equiv ale a antropocentrismo, porque —como
bien r ecuerda la Constitución pastoral Gaudium et S pesde 1966—
“la exaltación y afirmación del hombr e que lleva a enervar al fe en
D ios constituye una forma de ateísmo ”.
En realidad supone un reconocimiento de la lib ertad del
h o m b r e, quien, como sujeto de sus propios actos morales,
puede abrazar el bien o el mal. De este modo, el r e c o n o c i m i e n-
to de la libertad del hombre no está reñido con la afirmación de
la v e rdad, es decir, dicho reconocimiento no supone una acep-
tación del relativismo liberal, pues la persona humana tiene una
serie de límites en su actuación, que han sido marcados por
Dios, y que, desde su propia libertad, puede o no observ a r, aun-
que el hombre sólo se realice v e rdaderamente cuando acepte
tales límites y asuma la ve rdad r e velada. Así lo dice el papa J u a n
Pablo II, en su Carta encíclica Veritatis Splendor de 1993: “El
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h o m b re es ciertamente libre —señala el Pontífice—, desde el
momento en que puede comprender y acoger los man damien-
tos de Dios. Y posee una libertad muy amplia, porque puede
comer de cualquier árbol del jardín. P e ro esta libertad no es ili-
mitada: el hombre debe detenerse an te el árbol de la ciencia del
bien y del mal, por estar llamado a aceptar la ley moral que
Dios le da. En realidad —concluye Juan Pablo II—, la liber t a d
del hombre encuentra su v e rdadera y plena realización en esta
a c e p t a c i ó n ”.
La vinculación de la persona humana al orden natural y divino Por tanto, la persona humana está vinculada, en primer lugar,
al orden divino y natural. El papa Juan Pablo II, en su Carta encí-
clica Veritatis Splendor de 1993,ha subrayado que “el ejercicio de
la libertad implica la re f e rencia a una ley moral natural, de carác-
ter universal, que precede y aúna todos los derechos y debe re s”.
Esta ley natural, según nos dice Santo Tomás en su Su m a
T e o l ó g i c a : “No es otra cosa que la luz de la inteligencia infundida
en nosotros por Dios. Gracias a ella conocemos lo que se debe
hacer y lo que se debe evitar. Esta luz o ley Dios la ha donado a la
c re a c i ó n ”. En otras palabras, y como nos dice el mismo S a n t o
Tomás, la ley natural consiste “en la participación en la ley eterna,
que se identifica con el Dios mismo”. Esta ley se llama natural porque la razón que la promulga es
p ropia de la naturaleza humana. Y es universal porque se extien-
de a todos los hombres en cuanto establecida por la razón.
En sus preceptos principales, el orden divino y natural está
expuesto en el De c á l o g o.
La vinculación de la persona humana al orden moral En segundo término, la persona humana está vinculada a un
o rden moral, que trae causa de la aplicación del orden divino y
natural a la vida del hombre en sociedad.
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De este modo, el recto ejercicio de la libertad personal exige
unas determinadas condiciones de orden económico, social, jurí-
dico, político y cultural. Todos estos órdenes no son sino manifes-
taciones par t i c u l a res de un único orden moral.
A ellos, en todo caso, va consagrada buena parte de la doctri-
na social de la I g l e s i a .
L
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Según la doctrina social de la Iglesia, el orden moral se susten-
ta en una serie de principios básicos que deben regir la actuación
del nombre en sociedad. Tales principios son los cuatro siguien-
tes: el principio del bien común; el principio de subsidiaridad; el
principio de participación; el principio de solidaridad
El principio del bien común
Significado del bien común
Según la constitución pastoral Gaudium et Sp e sde 1966,
adoptada por el Concilio Vaticano II, por bien común se entien-
de “el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible
a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno
y más fácil de su propia per f e c c i ó n”. El bien común no consiste
en la simple suma de bienes par t i c u l a res de cada uno de los suje-
tos del cuerpo social, sino que los trasciende, en la medida en que
sólo es posible alcanzarlo con la colaboración de todos.
La dimensión política del bien común
En efecto, en la búsqueda del bien común deben colaborar
todos los miembros de la sociedad. P e ro no es sólo una re s p o n s a-
bilidad de las personas par t i c u l a res, sino también del pr o p i o
Estado, dado que el bien común es la razón de ser de la pr o p i a
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comunidad política. Así, en los modernos sistemas políticos, las
decisiones gubernamentales se toman por la mayoría de los re p re-
sentantes populares, pero no deben responder únicamente a las
orientaciones de la mayoría, sino al bien efectivo de todos los
m i e m b r os de la comunidad civil, incluidas las minorías.
El destino universal de los bienes como manifestación del bien
c o m ú n
La dimensión política del bien común no oscurece una de sus
manifestaciones fundamentales, que está radicada en el o rd e n
socio-económico, y es el principio del destino universal de los
bienes. Con carácter general, este principio invita a cultivar una
visión de la economía basada en va l o res morales en aras de un
mundo más justo y solidario. Más concretamente, este principio
supone, en primer lugar, un particular entendimiento del d ere c h o
de propiedad privada, y, en segundo término, una opción pre f e-
rencial por los pobres.
— El derecho de propiedad privada, reconocido por el M a -
gisterio Pontificio desde sus primeros documentos, no
justifica que el propietario pueda utilizar sus bienes de
forma absolutamente caprichosa, pues siempre debe tener
en cuenta los efectos, adversos o beneficiosos, que el uso
de tales bienes puede tener en los demás. El destino universal de los bienes no se opone a la pro-
piedad. En realidad, la propiedad privada no en un fin en
si misma, sino un medio para el desarrollo de la humani-
dad entera, al que todas las personas y pueblos deben
tener acceso. Esta compatibilidad entre la propiedad pri-
vada y el destino universal de los bienes aparece de mane-
ra muy clara en la Carta encíclica Po p u l o r um pro g r e s s i od e
Pablo VI de 1967 y, en nuestros días, en la Carta encícli-
ca L a b o r em exe rc e n s de Juan Pablo II de 1981, donde lee-
mos que la tradición cristiana nunca ha aceptado el dere-
cho de propiedad como un derecho absoluto: “Al contra-
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rio —dice el Pontífice—, siempre lo ha entendido en el
contexto más amplio del derecho común de todos a usar
los bienes de la creación entera; el derecho a la pro p i e d a d
p r i v ada como subordinada al uso común, al destino uni-
versal de los bienes ” .
En la actualidad, el destino universal de los bienes
debe alcanzar también a aquellos que son fruto del pro-
g reso económico y tecnológico, como ha re c o rdado el
papa Juan Pablo II en su Carta encíclica Centesimus annus
de 1991.
— Los pobres, así como las personas en situaciones de espe- cial marginación o cuyas condiciones de vida les impiden
c recimiento adecuado, deben ser objeto de una especial
atención. En este sentido, el papa Juan Pablo II, en su
Discurso a la III Conferencia General del E p i s c o p a d o
Latinoamericano (Puebla, 28 de enero de 1979) ya subra-
yó la necesidad de una “opción pr e f e rencial por los
p o b re s ”, sobre la que insistió en otros documentos pos-
t e r i o res (Carta encíclica Sollicitudo rei socialisde 1988;
C a r ta encíclica Evangelium vitae de 1995; Carta apostó-
lica Te r tio millenio a dve n i e n t ede 1995; Carta apostólica
Novo millenio ineunte de 2001).
El principio de subsidia ri d a d
La subsidiaridad es una de las directrices más constantes y
características de la doctrina social de la Iglesia. No en vano, ya
está presente desde la primera gran encíclica social, que fue la
Re r um nov a r u mdel papa Leon XIII de 1892.
La importancia de la subsidiaridad fue subrayada por el papa
Pío XI en su encíclica Qu a d r agesimo anno de 1931: “Como no se
puede quitar a los individuos y dar a la comunidad lo que ellos
pueden realizar con sus propio esfuerzo y justicia —dice el P o n -
tífice—, así tampoco es justo, constituyendo un grave perjuicio y
p e r turbación del recto orden, quitar a las comunidad menores e
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i n f e r i o res lo que ellas pueden hacer y pro p o rcionar y dárselo a una
sociedad mayor y más elevada, ya que toda acción de la sociedad,
por su propia fuerza y naturaleza, debe prestar ayuda —concluye
Pío XI— a los miembros del cuerpo social, pero no destruirlos y
a b s o r b e r l o s ” . El principio de subsidiaridad así entendido supone un claro
re c h a zo a una presencia injustificada del Estado en la vida social.
El papa Juan Pablo II, en su encíclica Centesimus anusde 1991 fue
terminante al respecto: “Al intervenir directamente y quitar r e s-
ponsabilidad a la sociedad, el Estado asistencial provoca la p érd i-
da de energías humanas y el aumento exagerado de los aparatos
públicos, dominados por las lógicas burocráticas más que por la
p reo cupación de servir a los usuarios, con enorme crecimiento de
los gastos ” .
Por tanto, el Estado —según se dice en este misma encíclica
Centesimus annus de 1991— debe ejercer una función de suplen-
cia, es decir, que sólo puede intervenir en aquellos ámbitos de la
económica donde la iniciativa privada no sea posible o cuando
exista una situación de grave desequilibrio o injusticia social. Así
pues, la intervención del Estado queda contraida a supuestos
e xcepcionales y, además, su actuación debe ser temporalmente
limitada, sin que pueda prolongarse más allá de lo estrictamente
n e c e s a r i o.
El principio de par t i c i p a c i ó n
La participación es una consecuencia característica de la sub-
sidiaridad. En estos términos se pronuncia la Carta apostólica
Octogesima adv e n i e n sdel papa Pablo VI de 1971.
Esta participación se expresa —según ya había dicho unos
años antes la Constitución pastoral Gaudium et Sp e s, del Concilio
Vaticano II (1966)— en una serie de actividades mediante las
cuales el ciudadano, como individuo o asociado a otros, dir e c t a-
mente o por medio de los r e p resentantes, contribuye a la vida cul-
tural, económica, política y social de la comunidad civil a la que
p e r t e n e c e .
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La participación de los ciudadanos en la vida comunitaria es
uno de los pilares de los ordenamientos democráticos. Así lo afir-
ma expresamente el papa Juan XXIII en su encíclica Pacem in
T e r r i s de 1963 .Ahora bien, esto no supone que la doctrina social
de la Iglesia exista una clara p re f e rencia por las democracias
modernas, que asumen una serie de mecanismos re p re s e n t a t i vo s
que son hábilmente manejados por un grupo más o menor re d u-
cido de partidos políticos. No en vano, en la definición de par t i-
cipación de la Constitución pastoral Gaudium et Sp e sde 1966
hemos visto que el ciudadano contribuía a la vida comunitaria
“ d i r e c t a m e n t e ” o “por medio de r e p re s e n t a n t e s”. Y la mencionada
encíclica Octogesima adv e n i e n sde Pablo VI de 1971, en su men-
ción a la democracia, hace re f e rencia a la participación de los ciu-
dadanos, pero no dice que este sea la fuente del poder. Ig u a l -
mente, el papa Juan Pablo II, en su Carta encíclica Ce n t e s i m u s
a n n u s de 1991 dice que “toda democracia debe ser par t i c i p a t i va”
y no, por tanto, puramente re p re s e n t a t i va .
En todo caso, en la doctrina social de la Iglesia existe un
re c h a zo a los regímenes totalitarios o dictatoriales —que el papa
Juan Pablo II reafirmó en su Carta encíclica Centesimus annusd e
1991—, donde la participación de sus ciudadanos en la vida
pública es negada de raíz, porque se considera una amenaza para
el Estado mismo.
El principio de solida ri d a d
La solidaridad es una consecuencia lógica del vínculo de inter-
dependencia que existe entre los hombres y los pueblos. Este vín-
culo de interdependencia es cada vez más intenso en nuestros días
por la multiplicación de los medios de comunicación en tiempo
real (a través de la informática y de las telecomunicaciones) y por
el aumento de los intercambios comerciales, que permiten enta-
blar relaciones con personas lejanas e incluso desconocidas. Esta aceleración del proceso de interdependencia entre las
personas y los pueblos debe venir acompañada por un cr e c i-
miento en el plano ético-social igualmente intenso, que per-
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mitan salvar las fortísimas diferencias entre los países desarro l l a-
dos y los países en vías de desarr o l l o. Estas relaciones de inter-
dependencia entre personas y pueblos son pues relaciones de
solidaridad.
La solidaridad entre personas y pueblos se presenta bajo un
doble aspecto que el papa Juan Pablo II distinguió en su encíclica
Sollicitudo rei socialis:
— Por un lado, la solidaridad es un principio social o rd e n a-
dor de las instituciones, según el cual “las estructuras de
p e c a d o ”, que dominan las relaciones entre las personas y
los pueblos, deben ser superadas y transformadas en
“ e s t r ucturas de solidaridad”, mediante la creación o la
o p o r tuna modificación de leyes, reglas de mercado, o rd e-
n a m i e n t o s .
— Por otro lado, la solidaridad en una virtud moral, es decir, la determinación firme y perseverante de empeñarse por el
bien común.
Tras esta enunciación de los principios del orden moral, con-
viene hace una re f e rencia al orden político y al orden socio-eco-
nómico, pues ambos han sido objeto de una especial atención en
la doctrina social de la I g l e s i a .
E
L O R D E N P O L Í T I C O E N LAD O C T R I N A
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Como destacó el papa Juan XXIII en su Carta encíclica P a c e m
in terris de 1963, la persona humana es el fundamento y fin de la
comunidad política. En toda comunidad política debe existir una
autoridad que guíe a todos sus miembros hacia el bien común.
Esta autoridad política es el pueblo, como sujeto titular de la
soberanía, que transfiere su ejercicio a sus gobernantes li bre m e n-
te elegidos.
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La autoridad política debe respetar los principios del ord e n
moral. En otro caso, los ciudadanos tienen derecho a la objeción
de conciencia y derecho de re s i s t e n c i a :
— El derecho a la objeción de conciencia viene expr e s a m e n-
te reconocido por el papa Juan Pablo II en su Carta encí-
clica Evangelium vitae de 1995.
— El derecho de resistencia también está reconocido por el Magisterio Pontificio, si bien, en este caso, la lucha arma-
da constituye un recurso extremo, sólo posible —como
señala el papa Pablo VI en su Carta encíclica Po p u l o ru m
p ro g r essio de 1967 —, cuando se trata de poner fin a una
“tiranía evidente y prolongada que atentase gravemente a
los derechos fundamentales de la persona y dañase peli-
g r osamente el bien común del país ” .
La participación de los ciudadanos en la comunidad política
es uno de los principios re c t o res de la doctrina social de la I g l e s i a ,
como antes hemos visto. En este sentido, el papa Juan Pablo II, en
su Carta encíclica Centesimus annusde 1991, apreció “el sistema
de la democracia, en la medida en que asegura la participación de
los ciudadanos”, es decir, que la democracia no es, para el
Pontífice, el único sistema par t i c i p a t i vo, y denunció que uno de
los m ayo res peligros de las democracia occidentales residía en el
relativismo ético. Los ciudadanos, además, tienen una serie de derechos, los
denominados derechos humanos. La terminología de der e c h o s
humanos remite intuitivamente del derecho natural ilustrado y,
en concreto, a la Declaración de De rechos del Ho m b res y del
Ciudadano de 1789. Este texto re volucionario, en cuanto mani-
festación del liberalismo inmanentista, fue rechazado en su
momento por boca de papa Pío VI. Sin embargo, en la segunda
mitad del siglo
X X, el papa Juan XXIII acogió esta terminología en
su encíclica Pacem in terris de 1963, que fue también recogida por
el Concilio Vaticano II en la Constitución apostólica Ga u d i u m
et S p e sde 1966 y, a partir de ahí, se ha hecho común en el
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Magisterio Po n t i f i c i o. Juan Pablo II ha hecho una lista de estos
d e rec hos en su encíclica Centesimus annusde 1991: “El derecho a
la vida, del que forma parte integrante el derecho del hijo a c re c e r
bajo el corazón de la madre después de haber sido concebido; el
d e rec ho a vivir en una familia unida y en un ambiente moral,
f a v orable al desarrollo de la propia personalidad; el derecho a
madurar la propia inteligencia y la propia libertad a través de la
búsqueda y el conocimiento de la ve rdad; el derecho a par t i c i p a r
en el trabajo para valorar los bienes de la tierra y recabar al mismo
tiempo el sustento propio y de los seres queridos; el derecho a
fundar libremente una familia, a acoger y educar a los hijos,
haciendo uso responsable de la propia sexualidad. Fuente y sínte-
sis de estos derechos es, en cierto sentido, la libertad re l i g i o s a ,
entendida como derecho a vivir l a ve rdad en la propia fe y en con-
formidad con la dignidad trascendente de la persona”. Los dere-
chos humanos reconocidos por el Magisterio Pontificio sólo coin-
ciden en apariencia con los consagrados en los textos re vo l u c i o n a-
rios decimonónicos y en las constitucionales liberales. En el
fondo, el fundamento, la naturaleza y el fin de tales derechos son
d i f e r entes en unos y otros textos:
— En los textos re volucionarios, los derechos humanos tie-
nen su fundamento en la propia naturaleza de un hombre
que aborrece cualquier vinculación con el orden divino.
En cambio, en el Magisterio Pontificio traen su funda-
mento de la propia naturaleza de un hombre que es ima-
gen de Di o s .
— En los textos re volucionarios, los derechos humanos son
concebidos como auténticos derechos subjetivos, en vir-
tud de los cuales hay que respetar cualquier manifestación
del hombre o cualquier creencia. En cambio, en el
Magisterio Pontificio son derechos objetivos, en cuanto
deben ser ejercidos dentro del orden natural y divino.
— En los textos re volucionarios, los derechos humanos per-
siguen el reconocimiento de la libertad del hombre, sin
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ataduras de tipo re l i g i o s o. En cambio, en el Ma g i s t e r i o
Pontifico los derechos humanos persiguen el estableci-
miento de un orden social justo.
M a y o r es problemas quizá plantee la libertad de conciencia
y su manifestación principal, la libertad religiosa, re c o n o c i d a
por el Concilio Vaticano II en la Declaración Dignitatis huma -
n a e de 1966, entre otros diversos documentos. La libertad r e l i-
giosa se define como “el derecho de de las personas y comunida-
des a la libertad social y civil en materia r e l i g i o s a”. Esta liber t a d
religiosa no puede suponer, en ningún caso, una licencia moral
para adherirse al err o r, ni un implícito derecho al err o r. Antes
bien, la libertad religiosa debe ser concebida como una liber t a d
civil negativa, es decir, como una inmunidad de coacción por
p a r te del Estado, antes que como una libertad de actuar como
se quiera.
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Cronología de documentos pontificios dedicados a las cuestio-
nes sociales y económicas
La Ca r ta encíclica “ Re rum nov a r u m” de León XIII (1892)
La primera respuesta de la doctrina social de la Iglesia a los
p rob lemas sociales y económicos del mundo moderno fue la
C a rta encíclica Re rum no va ru m del papa León XIII, en 1892. En
plena r e volución industrial, este documento afrontó la penosa
condición de los ob re ros asalariados, estudiando sus causas y posi-
bles soluciones (de las que se e xc l u ye el socialismo, toda vez que
el Pontífice sitúa el principio de colaboración por encima de la
lucha de clases). Además, reconoce tanto el derecho de p ro p i e d a d
de los patronos como el derecho de los ob re ros a un salario justo
y a tener asociaciones p ro f e s i o n a l e s .
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La Re r um no va ru m a f rontó la cuestión obrera con un método
que se con ve rtirá en paradigma permanente para el desarrollo de
la doctrina social de la I g l e s i a .
La Ca r ta encíclica “Q u a d ragesimo anno” de Pío XI (1931)
Así comienzos de los años treinta, en plena resaca de la grave
crisis económica de 1929, el papa Pío XI publica la Carta encícli-
ca Qu a d r agesimo anno para conmemorar los cuarenta años de la
Re r um no va ru m. Este documento nace en un período posbélico,
en el que los regímenes totalitarios se estaban afirmando en toda
E u r opa al tiempo que la lucha de clases se agudizaba cada vez más.
En este documento, el Pontífice examina la situación económico-
social de su tiempo, en la que, junto a la industrialización, habían
hecho presencia los grandes grupos financieros de ámbito nacio-
nal e internacional. El contenido de esta encíclica tiene una serie de puntos fun-
d a m e n t a l e s :
— A d v i e rte de la falta de respeto a la libertad de asociación.
— Confirma los principios de solidaridad y de colaboración para superar las antinomias sociales. De ahí que las re l a-
ciones entre el trabajo y el capital deban estar bajo el signo
de la cooperación.
— Ratifica el principio de que el salario tiene que se pr o p o r-
cionado no sólo a las necesidades del trabajad or, sino tam-
bién de su familia.
— Asume que el Estado, en las relaciones con el sector priva- do, debe aplicar el principio de subsidiaridad, que ya
hemos visto.
— Rechaza el liberalismo, a la vez que reafirma el valor de la p ropiedad privada, insistiendo en su función social.
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La Ca r ta encíclica “Mater et M a g i s t ra” de Juan XXIII (1961)
En la década de los sesenta, con ocasión del septuagésimo ani-
versario de la Re rum nova r u m, el papa Juan XXIII publicó la
C a rta e ncíclica Mater et Ma g i s t ra, en una época en que la cuestión
o b rera se estaba universalizando y ya afectaba a todos los países:
en efecto, junto a la cuestión obrera y la re volución industrial,
a p a r ecen los problemas de la agricultura, de las áreas en vías de
d e s a r rollo, del incremento demográfico y de las necesidad de una
cooperación económica mundial. Las desigualdades, que ya habí-
an sido adve rtidas precedentemente en el ámbito interno de las
naciones, aparecen ahora en el plano internacional para poner de
manifiesto la situación cada vez más dramática en que se encuen-
tra el T e rcer M u n d o.
El papa Juan XIII, en su encíclica Mater et Ma g i s t ra, trató de
actualizar los documentos ya conocidos y dio un paso adelante en
el proceso de compromiso de toda la comunidad cristiana. Las
palabras clave de este documento serán “ c o m u n i d a d” y “s o c i a l i z a -
c i ó n ”. En efecto, la Iglesia está llamada a colaborar con todos los
h o m b r es para construir una auténtica comunión que ayude a
satisfacer las necesidades de todos los hom bre s .
La Ca r ta encíclica “P o p u l o rum pro g r e s s i o” de Pablo VI (1967)
La Carta encíclica Po p u l o r um pr o g re s s i o de Pablo VI, publica-
da en el año 1967, advierte de la urgencia de una acción solidaria
que permita “el paso de condiciones de vida menos humanas a
condiciones de vida más humanas”, para conseguir un desar ro l l o
integral de hombre y un desarrollo global de toda la humanidad.
La C a rta apostólica “Octogesima a dve n i e n s” de Pablo VI (1971)
A comienzos de los años setenta, en un turbulento clima de
contestación ideológica, el papa Pablo VI, con ocasión del octo-
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gésimo aniversario de la Rerum novarum , retomó las enseñanzas de
León XIII y las actualizó en su Carta apostólica Octogesima adve n i e n s.
El Pontífice reflexionó sobre la sociedad post-industrial con
todos sus complejos problemas —la urbanización, la condición
j u venil, la situación de la mujer, la desocupación, las discrimina-
ciones, la emigración, el incremento demográfico, el influjo de los
medios de comunicación, el medio ambiente—, y puso de re l i e ve
la insuficiencia de las ideologías para responder a estos desafíos.
La Ca r ta encíclica “Laborem exe rc e n s” de Juan Pablo II (1981)
Al cumplirse los noventa años, el papa Juan Pablo II decicó la
C a rta encíclic a L a b o rem exe rc e n s al trabajo, como bien fundamen-
tal de la persona, factor primario de la actividad económica y
c l a ve de toda la cuestión social.
Esta encíclica delinea una espiritualidad y una ética del traba-
jo, en el contexto de una profunda reflexión teológica y filosófica.
El trabajo debe ser entendido no sólo en un sentido objetivo y
material; es necesario también tener en cuenta su dimensión sub-
jetiva, en cuanto actividad que es siempre expresión de la persona.
La Carta encíclica “Sollictudo r ei socialis” de Juan P ablo II (1988)
Con la encíclica Sollicitudo rei socialis , el papa Juan Pablo II
conmemoró el vigésimo aniversario de la Po p u l o rum pr o g re s s i o.
En este documento trató nuevamente del desarrollo bajo un
doble aspecto: “El primero, la situación dramática del mundo
contemporáneo, bajo del perfil del desarrollo fallido del T e rc e r
Mundo, y el segundo, el sentido, las condiciones y las exigencias
de un desarrollo digno del hombre ” .
Además, la encíclica dibuja los contornos de un ve rd a d e r o
d e s a r r ollo: “El desarrollo no puede limitarse a la multiplicación de
los bienes y servicios, esto es, a lo que se posee, sino que debe con-
tribuir a la plenitud del ser del hombre. De este modo, p re t e n d e
señalar con claridad el carácter moral del ve rd a d e ro desarro l l o ” .
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La Ca r ta encíclica “Centesimus annus” de Juan Pablo II (1991)
En el centenario de la Re rum nov a ru m, el papa Juan Pablo II
publicó su Carta encíclica Centesimus annus, su tercera encíclica
social, en la que analizó los nuevos problemas surgidos tras la
caída del bloque soviético en el año 1989 y, en especial, mostró su
a p r ecio por un sistema de economía libre en el marco de una
indispensable solidaridad.
Las reglas fundamentales del orden socio-económico
En todos los documentos que han sido mencionados, los
s u c e s i vos Pontífices han ido perfilando una serie de reglas funda-
mentales del orden socio-económico, tanto el ámbito pr o p i a m e n-
te laboral como en el económico.
En el ámbito labor a l
En el ámbito laboral, la doctrina social de la Iglesia ha ido
pergeñando toda una filosofía y una ética del trabajo, que p ivo t a
s o b r e tres ideas fundamentales:
— El trabajo no sólo es una actividad material, sino que tam- bién es el ámbito de expresión de la persona humana.
— El trabajo está siempre por delante del capital, po rq u e
aquél es un factor primario eficiente dentro del p ro c e s o
p ro d u c t i vo, mientras que el capital es simplemente un
factor instrumental que precede al trabajo.
— El trabajo es el fundamento del derecho de propiedad, es d e c i r , la propiedad sólo se adquiere mediante el trabajo, aun-
que la propiedad también debe servir al trabajo, es especial
cuando se posee la propiedad de los medios de pro d u c c i ó n .
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Además, la doctrina social de la Iglesia ha tratado de fort a l e-
cer la posición de los trabajad ores por diversos caminos:
— Los trabajad ores deben recibir un salario justo y suficien-te para su sustento y el de su familia.
— Los trabajadores pueden ir a la huelga “cuando constituye un recurso inevitable, si no necesario para obtener un
beneficio pr o p o rc i o n a d o ” .
— Los trabajadores pueden formar sindicatos, que no deben ser vistos como el reflejo de una estructura de clases, sino
como instrumento de lucha por la justicia social.
Junto a estas cuestiones, que podríamos considerar tradiciona-
les, la doctrina social ha hecho frente a las res nova edel mundo del
t r a b a j o. En concreto, los problemas actuales del mercado laboral
traen causa de diversos facto re s :
— En primer lugar, del tránsito de una economía de tipo industrial, que propició la creación de una clase obrera, a
una economía centrada en la innovación tecnológica y en
el servicios que fomenta la descentralización pr o d u c t i va .
Este tránsito ha supuesto que el trabajo dependiente a
tiempo indeterminado, entendido como puesto fijo, deje
paso a un trabajo a tiempo parcial y con prestaciones plu-
rales. Sin embargo, este cambio de s t a t u sno puede com-
p o rtar una mayor precariedad e inseguridad laboral, sino
que debe ser compatibilizado con la defensa de los traba-
j a d o r e s .
— En segundo término, de la globalización económica, que en sí misma no es buena ni mala, sino que depende del
uso que el hombre hace de ella. P e ro, en todo caso, si es
c i e r to que esta globalización comporta una deslocaliza-
ción p ro d u c t i v a, de modo que la propiedad está muy lejos
de los centros de producción y es, por tanto, ajena a los
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efectos sociales que sus decisiones comporta. Además, una
globalización mal entendida puede propiciar que en las
á reas en vías de desarrollo surjan economías sumergidas,
que, aunque en principio son señal de un c re c i m i e n t o
económico p ro m e t e d o r, presentan indudables p ro b l e m a s
éticos y jurídicos en relación con la condición de los tra-
b a j a d o re s .
En el ámbito económico
En el ámbito económico, la doctrina social de la Ig l e s i a
comienz a re c o rdando que el orden económico está sujeto al ord e n
moral. Así, conviene re c o rdar las palabras que el papa Pío XI, en
su Carta encíclica Qu a d ragesimo anno, dedica a las r e l a c i o n e s
e n t r e la moral y la economía: “Aun cuando la economía y la dis-
ciplina moral, cada cual en su ámbito —dice el Pontífice—, tie-
nen principios propios, a pesar de ello es erróneo que el o rd e n
económico y moral estén tan distanciados y ajenos entre sí, que
bajo ningún aspecto dependa aquél de éste. Las leyes llamadas
económicas, fundadas sobre la naturaleza de las cosas y en la índo-
le del cuerpo y del alma humanos, establecen, desde luego, con
toda cer t eza qué fines no y cuáles sí, y con qué medios, puede
alcanzar la actividad humana dentro del orden económico; pero la
razón también, apoyándose igualmente en la naturaleza de las
cosas y del hombre, individual y socialmente considerado,
demuestra claramente que a ese orden económico en su totalidad
le ha sido prescrito un fin por Dios Cre a d o r. Una y la misma es,
e f e c t i v amente, la ley moral que nos manda buscar, así como dir e c-
tamente en la totalidad de nuestras acciones el fin supremo y últi-
mo, así también en cada uno de los órdenes par t i c u l a res esos fines
que entendemos que la naturaleza o, mejor dicho, el autor de la
n a t u r a l e za, Dios, ha fijado a cada orden de cosas factibles, y some-
terlos subordinadamente a aquél ” .
S o b re la base de esta dimensión moral de la economía, el
Magisterio Pontificio ha establecido una serie de reglas funda-
mentales de la actividad económica y empresarial. En relación con
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la actividad económica general, se subraya la importancia del libre
m e rcado, en el que los part i c u l a res tengan libre iniciativa y el
Estado intervenga de modo subsidiario. En el ámbito emp re s a r i a l ,
se destaca que el único fin de las empresas no es el justo benefi-
cio, sino la contribución al bien común de la sociedad y al p ro p i o
d e s a r r ollo de los trabajad ores, que deben constituir una ve rd a d e-
ra comunidad (de ahí la importancia de las empresas cooper ativa s
o de la pequeña y mediana emp re s a ) .
Junto a estas cuestiones, que podríamos llamar tradicionales,
la doctrinal social de la Iglesia también se ha enfrentado a las re s
n ova e del mundo de la economía. Estos nuevos problemas son
p roducto, sobre todo, de la globalización económica, que, si bien
agiliza los intercambios comerciales en todo el mundo, plantea el
riesgo de que las diferencias entre los países desarrollados y subde-
s a r r ollados sean cada vez may o res. De ahí que el M a g i s t e r i o
Pontifico haya reclamado la creación de un sistema de comer c i o
internacional justo y solidario, en el que los países ricos no ve t e n
la entrada de productos de los países pobres y faciliten la transfe-
rencia de tecnología a tales países. Por lo demás, y en conexión
con la globalización económica, se ha denunciado la situación de
los mercados financieros internacionales, que, si bien han facilita-
do el intercambio de capitales entre diferentes países, también han
facilitado que el capital, lejos de financiar actividades p ro d u c t i va s ,
busque únicamente el beneficio, sin atender a las necesidades de
la economía re a l .
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