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El modernismo en la Teología

EL MODERNISMO EN LA TEOLOGÍA
POR
JOSÉANTONIOULLATE
El modernismo en Teología, el modernismo teológico, es una
de las variantes, la más r epresentativa sin duda, de las expr esiones
de la her ejía modernista, señaladas por San Pío X en la encíclica
P ascendi D ominici Gregis , cuyo centenario estamos celebrando con
esta jornada de reflexión en común. San Pío X realizó un admirable trabajo de síntesis, agrupando y
reduciendo a unidad lo que en las obras de los autor es modernistas
resultaba un conjunto heter ogéneo de afirmaciones erróneas. El
Santo P adre logró hallar el principio de esta unidad no en los mis -
mos errores, que de suyo tienden a multiplicarse y a volverse irr e-
conciliables entr e sí, sino en la raíz común de estos errores, en el
agnosticismo y en el inmanentismo (errores más filosóficos que te\
o -
lógicos, o si se quier e teológicos por afectar al fundamento filosófi -
co de la sana Teología). Una vez realizado este trabajo de remontar-
se a las causas, S an Pío X pudo presentar el devastador panorama de
los err ores modernistas en lo relativ o a la fe con la suficiente unidad
que permitió bautizar al fenómeno con un solo apelativo, para
mejor defenderse de él. Estamos pues ante un conjunto de errores fontales y de desarr o-
llos de esos err ores, relativos todos al objeto material de la Teología
católica. La Teología es la ciencia de D ios y de las cosas divinas, y como
tal ciencia es un conocimiento cierto por causas, or denado y cone-
x o. E l objeto primario de esta ciencia es Dios; y el r esto de las cosas,
en cuanto hechas o queridas por Dios, constituyen el objeto secun-
dario de la Teología.
Verbo,núm. 455-456 (2007), 385-393. 385
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La Teología puede afrontarse desde difer entes perspectivas. La
T eología puede ser natural o sobrenatural. Mientras que la natural
o T eodicea deduce sus conocimientos acer ca de Dios por razona-
mientos y demostraciones en cuanto su objeto es cognoscible por la
sola razón natural, la Teología sobr enatural –o Teología simpliciter ,
en sentido estricto– obtiene sus conocimientos de los principios de
la fe conocidos por la R evelación divina y alcanza su objeto en
cuanto que es cognoscible por la misma R evelación divina.
Dado que el así llamado modernismo teológico v ersa sobre los
mismos objetos materiales y guarda una aparente analogía en cuan -
to a los objetos formales de la Teología, ya sea natural o ya sea en
sentido estricto, podría par ecer por tanto que, al lado de una
T eología clásica sería factible colocar una Teología moderna, nueva
o modernista. A esto nos induce el uso de las palabras, pues si deno -
minamos “T eología modernista ” a las reflexiones que nos ocupan, o
si sencillamente añadimos el calificativ o de “teológico ” al modernis -
mo, imperceptiblemente estamos asignando un estatuto de conoci-
miento científico sobr e Dios a lo que ciertamente no es sino un
conjunto de desv aríos que, eso sí, tienen el mismo objeto material
que la auténtica Teología. Es conv eniente, pues, disipar el equívo-
co . P ropiamente hablando, no hay teologíaen los modernistas, ni el
modernismo puede denominarse teológico sino meramente en un
sentido material. Antes hemos hablado del agnosticismo y del inmanentismo
naturalista y los hemos denominado errores filosóficos de los
modernistas, err ores que irremediablemente lastran y deforman su
r eflexión sobre D ios. No nos corresponde aquí adentrarnos directa-
mente en la naturaleza de estos fallos, pues el profesor Gambra los
desentrañará con la maestría que le caracteriza. Pero como aunque
distintos, los campos de la filosofía y de la Teología, no son separa-
bles, y como los fallos en la sier va tienen fatales consecuencias para
la señora, será inevitable hacer alguna mención indir ecta a la cues-
tión filosófica en los modernistas. E l tercer gran pilar filosófico de
este amenazante edificio puede señalarse en el evolucionismo de las
sustancias. Estamos, pues, ante un completo abandono de los fundamen -
tos filosóficos de la Teología clásica. Con estas nuev as premisas es
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imposible razonar sobre Dios y sus criaturas dentr o del mismo espí-
ritu con que lo hace la I glesia.
Esta pr evia deserción filosófica no supone solamente un drama
de la razón natural. El ser humano es uno, no es fragmentable. La
misma cabeza que filosofa según las luces de la razón es la que me\
di -
ta los misterios de la r eligión. La apostasía filosófica de los moder-
nistas es un drama r eligioso en sí mismo, no sólo en sus consecuen -
cias. C uando contemplamos el desdeñoso distanciamiento que los
modernistas toman respecto de la filosofía r ealista tradicional, esta-
mos ya ante el grave dato que no nos abandona nunca en el estudio
del modernismo: el desprecio a la autoridad de la I glesia, pues, en
este caso, en lo que toca a los estudios filosóficos, ha imperado que
se siga el r ealismo filosófico, en especial bajo la guía del ángel de las
escuelas. El contexto histórico de los siglos que pr ecedieron a la eclosión
modernista se había configurado en gran medida sobre una falacia,
la de que se podía hacer corr ecta Teología pr escindiendo de la filo-
sofía tradicional. Las consecuencias de este independentismo filosófico son, ade-
más, funestas. El agnosticismo kantiano se difundió como un tsu -
nami entre las inteligencias –también entr e las católicas– durante
todo el siglo XIX. M uchos, que por lo demás eran admirables pen-
sadores católicos, no supier on impedir que sus reflexiones teológi -
cas se vieran salpicadas por ese corrosiv o escepticismo kantiano, y
muchas teorías del conocimiento de aquella época se resienten
–incluso a pesar de criticarlo duramente– del influjo kantiano fr en-
te a la vigorosa sencillez de la abstracción aristotélico-tomista.
Piénsese, si no, sólo en nuestras tierras en un Zeferino G onzález o
en un J aime Balmes.
D ecía el padre S antiago Ramírez O.P . que lo propio de las des-
viaciones doctrinales en materia religiosa en estos tiempos moder-
nos es “ el ser fundamentales y de una cierta universalidad ”. “En
otras épocas el error se cir cunscribía a uno u otro dogma, por ejem -
plo, sobr e la divinidad de J esucristo, sobre la existencia del pecado
original, sobre la P resencia real de Cristo en el Sacramento del
Altar ... Pero en nuestros tiempos el error suele ser mucho más pro-
fundo y polifacético ”, decía el sabio dominico .
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San Pío X calificó al modernismo de compendio de todos los
her ejes, “omnium haereseon collectum” (P ascendi) y Ramírez expli-
ca que el modernismo “inv adió toda la religión cristiana, sometién-
dola a una transformación radical, según las ley es de la evolución
vital, que consiste en puro cambio . Fuera todo intelectualismo, por-
que el intelecto es radicalmente incapaz de percibir la r ealidad
como es en sí. En su lugar hay que poner el agnosticismo total. La
única vía de acceso a la v erdad es la vida y el sentido de la misma
en su fluir continuo, pero sin salirse nunca de ella, por ser esencial -
mente inmanente. La rev elación, la fe, los dogmas todos no son más
que viv encias más o menos conscientes y transfiguradas de nuestra
experiencia r eligiosa. Las fórmulas llamadas dogmáticas car ecen de
todo valor y de toda verdad absoluta: son mer os símbolos o imáge-
nes de los objetos de nuestra fe, creados por el sentido r eligioso y
completamente r elativos a él, a manera de intérpretes y de vehícu-
los suy os. Son esencialmente provisionales y de un v alor puramen-
te relativ o. N o existe ni puede existir una verdad absoluta. Todo es
pur o cambio, como la vida misma. P or eso cambia eso que llama-
mos v erdad, a tenor de la vida. La religión cristiana con todos sus
dogmas y cr eencias no puede vivir más que en nuestra vida y con-
forme a ella, es decir , en pura inmanencia, mero cambio y continua
ev olución transformante ”.
Ahora comprendemos bien por qué los modernistas necesita-
ban una “ teología nuev a”, por qué se sentían asfixiados dentr o del
corsé de la teología clásica. Este nombr e de “Teología nuev a” lo crea
también el mismo S an Pío X en la encíclica Pascendisintetizando
las temerarias aspiraciones de los no vadores.
El modernista, pues, necesita una nueva Teología, pero la nece-
sita por oposición a la vieja. E n ese sentido, podemos hablar de
T eología nuev a o teología modernista, por que se trata de romper las
ataduras metodológicas que impone la ver dadera teología católica
para cr ear un armazón doctrinal totalmente nuevo.
T oda ciencia comienza por sus primeros principios, es decir ,
v erdades per se notae que no se pueden cuestionar desde el interior
de la ciencia misma. E n Teología católica, esos principios los cons-
tituyen los ar tículos de la fe (S.T omás, In I S ent,prolog. a.3 q.2
solut. II) y la doctrina r evelada por Dios sobrenatural y pública-
mente.
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Dice el P adre Nicolau que “ no es auténtico teólogo quien no
tuviera la fe, ni es v erdadera teología la de los her ejes”, pues en
T eología no se procede sólo mediante la razón, sino también
mediante la fe, de la que no puede carecer quien aspire a hacer
T eología.
Protestará el modernista diciendo que él tiene fe, pero nuestra
fe –la católica– es muy par ticular: es una virtud sobrenatural, por la
que, inspirados y ayudados por la gracia de Dios, cr eemos ser ver-
dad lo que Dios ha rev elado, NO PORQUE CON LA LUZ DE
L A RAZÓN DESCUBRAMOS LA INTRÍNSECA E VIDENCIA
DE LA VERDAD DE EST AS COSAS, sino que las cr eemos por la
autoridad de Dios que las ha revelado y no puede ni engañarse ni
engañarnos. Como diría S.S. León XIII, no basta con creer en
J esucristo (como dicen los modernistas), sino que hay que cr eer
como Dios quier e que creamos.
La fe de los modernistas es una creación inmanente de la pr o-
pia experiencia r eligiosa. En términos de un moderno pr opugnador
de esta herejía, es tan solo una corr espondencia entre el corazón y
la pr esencia o el acontecimiento de Dios.
Es decir, cuando los modernistas hablan de fe, hablan confusa -
mente pero de una r ealidad, de un conocimiento, que no puede
trascender el or den natural. Es nuestro sentido r eligioso el que
“reconoce ” a Dios. Por tanto, supuestamente, el modernista cree
por haber descubierto la intrínseca evidencia de la verdad de Dios,
ex cluyéndose de la fe católica y por ello de la v erdadera labor teoló -
gica. A mi entender no se ha puesto el suficiente énfasis sobr e este
punto, que en la práctica ha desarmado a no pocos católicos de
buena intención en su confrontación con los modernistas de toda
hora. N o debemos discutir sobre palabras, sino sobre la res signifi -
cata por esas palabras. El modernista suplanta todaslas palabras
católicas. P ero las vacía de contenido y, sobre todo, reduce al orden
natural todo lo que en doctrina católica per tenece al sobrenatural.
N o por ello el modernista se detendrá a la hora de reivindicar su sta -
tus de teólogo .
A pr opósito del naturalismo sensualista de los modernistas, que
recurren a las experiencias internas para dar inepto testimonio de
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las verdades de fe, el P adre Ramón Ruiz Amado, de la Compañía de
J esús, decía irónicamente que
“los maestr os de la vida ascética, harto más versados que los
modernistas en achaque de internas experiencias, en ninguna cosa
ponen más duda que en estas internas mociones sentimentales, ins-
pirando suma desconfianza en ellas, como quien sabe cuán difícil sea
discernir los v erdaderos sentimientos r eligiosos y sobrenaturales de
las ilusiones oembobamientos producidos por la imaginación exalta-
da, y aun por la debilidad de cabeza ”.
Y concluía el buen jesuita, desarbolando el principal pilar de la
apologética modernista: “Fue perpetua y universal sentencia de los maestr os de la vida
espiritual que nunca se han de tomar estas experiencias internas
como criterio de las cr eencias, ni aun como criterio primario de las
r esoluciones prácticas; sino ante todo se han de contrastar con en la
piedra de toque del dogma r evelado y profesado por la Autoridad
doctrinal instituida por D ios visiblemente, y sólo en cuanto se con -
forman con esas r eglas ciertas pueden ser considerados como senti-
mientos r eligiosos” (El modernismo r eligioso. Segunda serie de confe -
r encias sobr e los peligros de la fe . Madrid, 1908).
La producción de los modernistas llamados teólogos es mate-
rialmente coextensiv a con la de los auténticos teólogos católicos, es
decir , abor dan los mismos temas. P recisamente por eso es imposi-
ble r ecoger aquí un elenco de los “lugar es teológicos” del modernis -
mo, pues por un lado, como queda dicho, basta con r ecorrer los dis-
tintos epígrafes de cualquiera de las obras de Teología católica y al
exponer cada v erdad católica, detrás de la exposición de escuela
católica a la que pertenece el autor que r efleja la doctrina cristiana,
se suelen encontrar los corr espondientes epígrafes titulados “ adver-
sarii ”, adv ersarios, negador es.En estos epígrafes se r ecogen sintética-
mente las variopintas herejías que r especto a esa verdad particular se
han ido profiriendo a lo largo de la H istoria de la Iglesia. Pero, por
otr o lado, como sólo hay una forma de esculpir el M oisés de Miguel
Ángel mientras que hay infinitas formas de destruirlo, y además lo\
s
modernistas son un insaciable receptáculo de her ejías, la cantidad
de distorsiones de la ver dad que jalonan estos cien años de moder -
nismo es agotadora.
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Conviene sin embargo señalar que además de dar cabida a todo
err or (lo contrario sería un fijismo intelectualista contrario a la vid\
a:
la ver dad cambia, como cambia la vida), la producción llamada teo -
lógica de los modernistas se caracteriza por echar mano de recursos
poéticos, y de expr esiones vagas y frecuentemente ambiguas. Este
recurso formal logra que esos textos transmitan la idea de la fluidez
doctrinal, de la no rigidez, y al mismo tiempo, aunque el lector
infaliblemente las r eciba en un sentido inequívocamente herético,
esos textos suelen poder admitir una interpretación más o menos
ortodo xa, previo r etorcimiento del sentido más evidente.
E n síntesis: el movimiento “ teológico” modernista par te de un
despr ecio de la sana filosofía recomendada por la Iglesia católica
como base para los estudios teológicos; da primacía metodológic\
a a
la experiencia íntima, con lo que reduce la fe sobrenatural a expe-
riencia natural; aunque hace continuas protestas de obediencia
reclama una errónea libertad de investigación que en la práctica\
sig -
nifica la renuncia a la regula proxima fidei, a la Autoridad de la
Iglesia; conser va todos los lugar es teológicos –lo que induce a error–
per o con un significado antitético de lo sobrenatural.
P or último puede ser interesante hacer una r eflexión sobre los
aspectos existenciales de la prev aricación modernista. Aunque no se
puede generalizar ni en un sentido ni en otro, no parece muy pr o-
bable que la mayor parte de los pr otagonistas de este naufragio espi-
ritual –casi todos clérigos– que supuso el modernismo hubieran
comenzado su vida r eligiosa con ese escepticismo en su alma.
Sabemos que el don de la fe que r ecibimos en el bautismo es una
virtud, no sólo una doctrina creída. Es decir , tiene virtus, fuerza y
dinamismo propios. Es cierto que hay que cooperar con la fe, pero
lo interesante es que la fe no se pier de sin un desfallecimiento moral
previo, puesto que esta virtus, instalada en el alma, no deser ta de
ella. La única forma de perder la fe es maltratarla. P or eso se dice
con razón que todo el que pierde la fe lo hace por culpa suya. Se dice que Loisy perdió la fe ya en el S eminario pero, en gene-
ral, de los demás corifeos modernistas no se puede decir que esa
catástrofe sucedió tan temprano. D e modo que tenemos un conjun-
to de hombres, nacidos en su mayoría en el seno de familias cristia -
nas, poseedores de inquietudes religiosas serias, que en un momen-
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to dado, pierden la fe, aun queriendo a todo trance r eivindicar lo
contrario. El ilustr e dom M abillon, cuando se hallaba en el lecho de la
muerte, continuaba amonestando a sus discípulos: “S ed veraces en
todo . Que vuestra sinceridad llegue hasta el escrúpulo. M ereceréis
ser fieles en las ocasiones importantes, si lo habéis sido en las que\
lo
par ecen menos. El amor a la verdad es una gran gracia: se obtiene
con los gemidos de la plegaria ”. El erudito monje señalaba en sus
momentos postreros, la raíz del asunto que tratamos. “E l amor a la
v erdad es un gran gracia: se obtiene con los gemidos de la plegaria ”,
o lo que es lo mismo: no nos engañemos con un naturalismo ini-
cial que nos haga pensar que, haciendo abstracción de nuestra con-
dición caída, nosotr os nos mantendremos siempre en el amor a la
v erdad. E l desorden de las pasiones hace que, como decía S anta
Teresa, encontremos sin dificultad mil formas de engañarnos y más
en terr eno espiritual. Así las cosas, aunque apetecemos de forma
natural la ver dad, hemos de darnos cuenta de que ese apetito no se
debe confundir con el amor a la v erdad. El apetito de la verdad hace
que cuando nos engañemos o cuando erramos, lo hagamos siempr e
sub specie v eri, bajo la apariencia de la verdad. P ero el amor a la ver-
dad es otra cosa: es una constancia en la sumisión a la verdad, que
llega hasta la sumisión a la autoridad de la Iglesia. E l apetito de la
v erdad es natural y engendra que las multiformes opiniones de los
hombr es se defiendan como si de ver dades se tratase, mientras que
el amor a la v erdad “se obtiene con los gemidos de la plegaria ”.
El apóstol de las gentes (II Tes, 2, 11) rev elaba que “la venida
del impío estará señalada por el influjo de S atanás, con toda clase
de milagr os, señales, pr odigios engañosos y todo tipo de maldades
que seducirán a los se han de condenar por no haber aceptado el amor
de la v erdad que les hubier a salvado”. El apetito de la v erdad, natu-
ral, será seducido con “ milagros, señales, prodigios engañosos y
todo tipo de maldades ”, y eso por no “haber aceptado el amor de la
v erdad que les hubiera salvado ”. Continúa San Pablo sus terribles
palabras: “P or eso Dios les envía un poder seductor que les hace creer
en la mentir a, para que sean condenados todos cuantos no cr eyeron en
la ver dady prefirier on la iniquidad”. Q ue somos débiles y nos enga -
ñamos fácilmente, tomando la mentira por verdad, lo sabemos sin
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necesidad de la Revelación, pero lo que nos r ecuerda San Pablo es
que sin la verdad no podr emos salvarnos y estando así las cosas hace
falta implorar el amor a la ver dad y no confiar solamente en nues-
tro apetito natural de la verdad.
San Cipriano, r eflexionando sobre las defecciones de algunos
cristianos durante las persecuciones, se pr eguntaba por el por qué
de estas claudicaciones. Desechaba la explicación fácil de quienes
decían que estos cristianos “ traditores” en realidad lo habían sido
siempre sin convicción y superficialmente, antes aún de las persec\
u -
ciones. Más agudamente el santo africano diagnosticaba que no era
así, sino que aun siendo cristianos, los claudicantes habían pensa\
do
temerariamente que serían capaces de r esistir las amenazas, por lo
que no pidier on insistentemente la ayuda del Señor y no castigaron
sus cuerpos con mortificaciones, y del mismo modo no huyeron de
las ocasiones de tentación. Es decir, que confiaron en ellos mismos.
Sin embargo, los cristianos que resistier on durante la represión fue-
ron pr ecisamente aquellos que desde el principio habían desconfia-
do de sí mismos y le habían rogado con insistencia al Señor que les
“ pusiera ante la tentación ” y movidos por la misma desconfianza
hacia sí propios habían domado sus cuerpos y sus v oluntades con
ayunos y penitencia para hacerlos sumisos a la voz de D ios.
N osotros, los modernos, pr opendemos a hacer abstracción de la
condición existencial en la que tenemos que actuar nuestra salva-
ción y por eso tenemos una excesiv a confianza en la naturaleza, que
se traduce en una excesiva confianza en nosotros mismos. N o sólo
los impíos, sino los cristianos confiamos excesivamente en nuestra
v oluntad y en nuestra inteligencia. De este modo tomamos como
guía en la búsqueda de la verdad al apetito natural y pensamos que
por que “ somos cristianos ” e intentamos llevar una vida decente,
todo lo demás se nos dará por añadidura. D on Mabillon nos recuer-
da que “El amor a la verdad es un gran gracia y se obtiene con los
gemidos de la plegaria ”.
Quiera Dios que permanezcamos siempre fieles en la plegaria
para evitar que seamos engañados por “el poder seductor que hace
cr eer en la mentira ”.
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