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Ética católica, ética universal y ética global

ÉTICA CATÓLICA, ÉTICA UNIVERSAL Y ÉTICAGLOBAL
POR
FELIPEWIDOWLIRA
Hoy, en el contexto de aquél fenómeno tan difícil de definir
y explicar como es la globalización, nos encontramos, cada vez
con más frecuencia, con un concepto de aún más difícil defini-
ción, como es el de “ética global”. Lo llamativo es que este con-
cepto se encuentra, también con creciente frecuencia, en d ive r s o s
ámbitos del pensamiento católico, como si la noción de “ética
g l o b a l ” viniese a ocupar el lugar de la multisecular doctrina moral
y política católica, en una transformación de la misma para su
“ a d a p t a c i ó n ” a las exigencias del propio fenómeno de la globaliza-
c i ó n . Quizá el autor más destacado en tal transformación ideológi-
ca de la doctrina católica sea Hans Küng, que ha difundido con
f u e r za su proyecto de una “ética mundial”. Y aunque su abier t a
h e t e ro d o xia parece descalificarlo en aquellos ambientes del pensa-
miento católico que aspiran a la fidelidad con el Magisterio, los
principios esenciales de su proyecto los podemos encontrar, con
más o menos matices, en otros autores aparentemente or t o d oxo s ,
como M a rtin Rhonheimer, John Finnis o, ejemplo más general, el
trabajo académico de lectura y explicación de la carta encíclica
Caritas in ve r i t a t e , de Benedicto XVI (1). La base común de todos
Verbo,núm. 499-500 (2011), 841-878. 841
––––––––––––
(1) Como ejemplo de esto se pu ede revisar el libro colec tivo Co mentari os inter -
d i s c i p l i n a r es a la encíclica Cari tas in veritate de Bene dicto XVI ( B a r celona, It e r, 2010),
dirigido por los pr o f e s o res Domènec Melè, de la Un i vers idad de N a varra, y Jo s e p
Marí a Castellà , de la U n i versi dad de Ba rc elona ; el dossier sobre Caritas in ve r i t a t e
publicado por la revista Thinkin g Faith. The Online J o u rnal o f the British Je s u i t s ( e n
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estos autores es su dependencia, más o menos inmediata, de la
filosofía personalista.En las páginas que siguen se intentará una explicación de esta
n u e v a “ética global” a partir de la descripción de su proceso gené-
tico –específicamente de su vínculo con el personalismo– y sus
características esenciales. Es, sin embargo, necesario ad ve rt i r,
antes de entrar derechamente en estas cuestiones, que el intento
está intrínseca y radicalmente limitado por la dificultad del carác-
ter difuso y no unitario de las propuestas teóricas que aglutinamos
bajo el concepto de “ética global”. Por ello, el conjunto del análi-
sis que se hace en estas páginas podría resultar inadecuado si se
intentase aplicarlo individualmente a alguno de los autores trata-
dos. No es el objetivo de estas líneas tal análisis individual, sino el
discernimiento de unas notas doctrinales distintivas de un va s t o
sector del pensamiento católico contemporáneo en materias polí-
tico-morales. Tales notas, no obstante mostrar una tendencia
general, pueden estar más o menos presentes, y con más o menos
matices, en los distintos auto re s .
1. Consideraciones pr e v i a s
La doble universalidad de una ética católica Frecuentemente nos encontramos, hoy en día, con una divi-
sión de los sistemas explicativos de la ética según la cual estos sis-
temas se podrían clasificar en éticas del deber y éticas de la
felicidad. En t re los primeros se hallarían el estoicismo y la ética de
Kant; entre los segundos, el aristotelismo, el epicureismo y el
moderno utilitarismo. Sin embargo, el criterio mismo de la divi-
sión es inválido, porque parte de supuestos erróneos. La cuestión
es que, a la distinción entre una ética del deber, como la del filó-
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––––––––––––
www.thinkingfaith.org); o algunas de las contribuciones al documento de trabajo con -
junto del World Economic F orum y la Universidad de Georgeto wn: Faith and the
G lobal Agenda: Values for the P ost-Crisis Economy. (Ginebra, 2010). En el cuerpo de este
trabajo citamos, además, algunos artículos aislados de interpretación de la encíclica en
cuestión.
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sofo alemán, y una ética del fin, como podrían ser –puestos una
serie de matices– las de Aristóteles y Santo Tomás, debe pre c e d e r
otra distinción, mucho más grave y profunda, que es la distinción
e n t re una explicación de la ética que se funda en el re c o n o c i m i e n-
to de la existencia del bien inteligible, y otra que no reconoce tal
bien. Esta distinción es esencial para la cuestión que nos ocupa,
esto es, la universalidad de la ética, porque la razón última de tal
u n i v ersalidad es, precisamente, la inteligibilidad del bien que se
hace presente a la razón que juzga del orden propio de los actos
humanos. La razón de esto procede del objeto del saber ético: la
medida de bondad o malicia de los actos libres del hombre. Si este
es el objeto de la ética, entonces la ética será universal tanto cuan-
to aquella medida sea, ella misma, universal. Y, a su vez, habrá una
medida universal de los actos humanos si aquello que los mide,
esto es, el bien o fin al cual se dirigen, es de algún modo común
a todos los hombres. Y sólo es ve rdaderamente común el bien
i n t e l i g i b l e . No por nada comienza Aristóteles las dos obras cumbres de su
filosofía práctica (la Ética a Nicómacoy la Política) con sendas refe -
rencias al bien que se halla en el horizonte del obrar moral y políti-
co (2). Y que estos bienes que fundan la actividad moral y política
son bienes inteligibles, lo precisa Aristóteles a muy poco andar:
“parece que lo bueno y el bien están en la función, así parecerá\
también
en el caso del hombre si hay alguna función que le sea propia (…)la
función pr opia del hombr e es una actividad propia del alma según la
razón (…); y si esto es así, el bien humano es una actividad del alma
confor me a la virtud, y si las vir tudes son varias, conforme a la mejor
y más per fecta” (3). Santo Tomás da razón de un modo aún más níti -
––––––––––––
(2) “T odo arte y toda investigación, y del mismo modo toda acción y elección, parecen
tender a algún bien; por ello se ha dicho con razón que el bien es aquello a que todas las
cosas tienden”. A
RISTÓTELES,Ética a N icómacoI, 1 (1094 a) (traducción de J ulián
Marías y M aría Araujo. Centro de Estudios P olíticos y Constitucionales, Madrid,
2009). “V emos que toda ciudad es una comunidad y que toda comunidad está constituida
en vistas de algún bien, por que todos los hombres actúan siempre mir ando a lo que les pare -
ce bueno”. Política, I, 1 (1252 a) (traducción de J ulián Marías y María Araujo. Centro
de Estudios P olíticos y Constitucionales, Madrid, 2005).
(3) Ética a N icómaco. I, 7 (1097 b – 1098 a). D e modo semejante argumentará en
la Política: Vid. Política. I, 1 (1252 a), y IV ( VII), 1 (1323 a – 1323 b).
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do, si cabe, de la necesidad de que el orden moral y político se
funde en el bien inteligible, al señalar la apr ehensión especulativa
del bien en su trascendentalidad como antecedente de aquella apr e-
hensión práctica del bien que está en la raíz del obrar humano (4):
“[e]l intelecto apr ehende, primero, al mismo ente; luego, apr ehende que
entiende al ente; y , en tercer lugar, aprehende que apetece al ente. De
donde lo primer o es la razón de ente, lo segundo la r azón de verdade -
ro , y lo ter cero la razón de bueno” (5), de donde se sigue que aquella
primera apr ehensión especulativa del bien se funda en la entidad y
v erdad de lo que luego será reconocido como bueno . Lo cual, no
está de más decirlo, es perfectamente coherente con la afirmación
de que lo bueno dice razón de apetecible y que nada es apetecible
sino en cuanto es perfecto (6). Todo lo cual es antecedente para
aquella primera apr ehensión práctica del bien de la que habla en el
segundo artículo de la cuestión 94 de la prima secundae, y de la cual
se sigue el primer principio de la razón práctica (7), o de la l\
ey natu -
ral, ley sobr e el que se funda todo el orden del obrar moral huma-
no por que nos refier e, en definitiva, a aquél bien que se constituy e
en fin último de todos nuestr os actos, sumo bien para el hombre, al
cual están ordenadas todas las cosas pero que sólo la criatura perso -
nal puede poseer en sí misma por medio del conocimiento y el
amor: D ios. Bien absoluto que, porque es máximamente per fecto
es, también, máximamente inteligible, y principio de la inteligibili-
dad de todo otr o bien.
Por todo esto, la negación de la inteligibilidad del bien como
fundamento último del orden moral no hace sino destruir el sen-
tido auténtico de aquél primer principio de la ley y, consecuente-
mente, del fin último al cual ese principio ordena todos los actos
humanos. Con ello, destr u ye también la universalidad de la ética.
––––––––––––
(4) Es impor tante distinguir esta primera aprehensión especulativa del ente, lo v\
er -
dadero y lo bueno, propia de todo hombre, respecto del posterior retorno reflexiv o
sobr e los mismos, que corr esponde sólo al metafísico. A quella primera aprehensión se
da bajo una cierta confusión, en actos que tienen por objeto directo las cosas particu-
lar es, mientras que la aprehensión del metafísico se da en operaciones de abstracción
formal de tercer grado que tienen por objeto inmediato el ente, la verdad y el bien. (5) S. Th. I, q. 16, a. 4 ad 2.
(6) Vid. S. Th. I, q. 5, a. 1 in c.
(7) Vid. S. Th. III, q. 94, a. 2, in c.
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Frente a la universalidad de la ética, nos encontramos con otra
u n i v ersalidad de diversa especie: la catolicidad. También lo cató-
lico dice universalidad, pero ahora para significar el carácter uni-
versal de la Iglesia, que tiene su fundamento en la obra re d e n t o r a
de Cristo, que sufrió la muerte para salvación de todos y se cons-
tituyó, así, en único mediador entre Dios y los homb re s .
Exclusividad de mediación que se extiende, consecuentemente, a
la Iglesia fundada por el mismo Cristo, única en la cual los hom-
b res p ueden encontrar los medios necesarios para participar en los
beneficios de aquella Redención. Y la universalidad de la Iglesia se
manifiesta en la universalidad de su misión: no hay ningún hom-
b re y ninguna sociedad, así como ningún aspecto de la vida de los
h o m b r es y de las sociedades, que no deban ser integrados en la
totalidad católica. Por ello, aunque el sentido primero y principal
de la universalidad de la Iglesia es el de su extensión por todos los
l u g a res de la tierra, ya San Cirilo de J e rusalén afirmaba que la
catolicidad de la Iglesia fundada por Cristo significa también la
u n i v ersalidad “ de la doctrina que predica, la de las clases sociales que
conduce al culto de Dios, la de la remisión de los pecados que otorga
y la de las virtudes que posee” (8). Es que el catolicismo, como
re c o r daba permanentemente el padr e Os valdo Lira, no es una re l i-
gión, sino una vida. Esto es, no se reduce a un aspecto de la vida
de los hombres sino que exige penetrarlo todo, para que todas las
cosas sean transformadas por Cr i s t o. Y este es el sentido pro f u n-
do de la universalidad católica: la Iglesia está llamada a integrar en
su seno a todos los hombres y todas las sociedades, y todos los
aspectos de la vida de los hombres y las sociedades. Si se entiende rectamente aquella razón de la universalidad de
la ética que señalábamos en los primeros párrafos –esto es, el
carácter de fundamento que, para aquella universalidad, tiene la
inteligibilidad del bien al cual se ordena la actividad del hombr e – ,
se entiende también qué sentido tiene hablar de una ética católica:
el más hondo significado de tal afirmación se halla en la c o n s i-
dera ción del fundamento último de la ética como tal: la inte-
––––––––––––
(8) Citado por Ludwig O TT,Manual de teología dogmática, B arcelona, Herder,
1958, pág. 462.
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ligibilidad del bien moral. Po rque si se entiende que aquella inte-
ligibilidad del bien humano procede, en último término, del
hecho de que la criatura personal está radicalmente o rd e n a d a ,
según su naturaleza racional, a Dios como sumo bien; y que todo
o t ro bien humano es ve rd a d e ro bien sólo en la medida en que se
integra a aquella ordenación radical a Dios; sólo entonces se com-
p r ende que es en la vida íntima con Dios –que se alcanza por la
gracia– que se descubre la plenitud de la ve rdad acerca de nuestro
o b r a r , incluso en lo re f e rente a la ve rdad natural.
De hecho, esta más plena y profunda comprensión del o rd e n
moral natural, en una ética católica, procede de una ve rdad fre-
cuentemente olvidada y que es preciso re c o rdar: la vida humana
natural, aunque no se confunde con la vida sobrenatural, tampo-
co se desentiende de ella. El orden moral natural es anterior al
o r den de la caridad, pero se dispone a él o, si se p re f i e re, el ord e n
de la caridad ha sido concebido por Dios para la perfección de
una criatura que tiene una naturaleza determinada, de manera
que no hay nada en esa naturaleza que no esté integrado al o rd e n
s o b r enatural que la supera. En otras palabras, es el hombre según
su naturaleza el que puede ser llamado por Dios a la vida sobre-
natural que concluye en la visión beatífica, como magistralmente
expone el maestro de tomistas catalán Francisco Canals: “ [e]s t a
n a t u r al inclinación a los bienes humanos, que fundamenta los pre -
ceptos de la Ley natural, realiza –en el modo pro p o rcional al único
ente que en el universo visible y natural es consciente de sí, tiene
dominio de sus actos y se ordena naturalmente a describir en sí el
o r den entero del universo y de sus causas y al conocimiento de la ve r-
dad divi na– la manera en que es sujeto ‘obediencialmente capaz’ de
ser llamado a hacerse semejante a Dios, al v e rle según que Él es en la
vida et ern a” (9).
En lo que toca a la perfección del saber ético y de la uni ve r s a-
lidad del mismo en su unidad con lo católico, se trata de que al
modo como la naturaleza, sin dejar de ser naturaleza, manifiesta
su disposición para la vida sobrenatural, así también la filosofía,
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––––––––––––
(9) F rancisco C
ANALSVIDAL,Santo Tomás de Aquino , un pensamiento siempre
actual y r enovador, Scir e, Barcelona, 2004, pág. 316.
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sin dejar de ser filosofía, manifiesta su disposición de ancilla theo-
l o g i a e , y tal disposición no es sólo extrínseca, sino que eleva a la
filosofía a la mayor altura que puede alcanzar en su propio o rd e n .
La razón de esto no es otra que el hecho de que la vida de la gra-
cia otorga al filósofo una connaturalidad con la causa primera y
fundamento último del ser (y de la vida moral, que es lo que nos
i n t e resa en estas líneas) que no sólo perfecciona el conocimiento
que de aquella causa tiene por la fe, sino también aquél que alcan-
za por la sola razón natural. Este es el sentido en que podemos afirmar que existe una ética
católica que es genuina y propiamente católica, sin dejar, por ello,
de ser ética. De aquí que pueda afirmarse que la universalidad de
la ética como tal es llevada a su máxima perfección en cuanto se
integra en aquella otra universalidad, que es la de lo católico.
El modernismo y la par t i c u l a rización de lo católico
Aquella doble universalidad de la ética católica será puesta
g r a vemente en cuestión por la obra de la modernidad. Sin duda,
la raíz genética de esta modernidad se halla en el nominalismo,
que niega el fundamento real de los universales. Y es bien eviden-
te que, con tal raíz, era inevitable una contradicción, explícita o
implícita, entre la razón misma de universalidad y las sistematiza-
ciones –tanto teológicas como filosóficas– intentadas por los
m o d e r n o s . En el orden teológico, una de las consecuencias más claras de
aquella negación de la realidad de los universales fue la separación
e n t r e razón y fe, engendrando así dos posiciones intelectuales apa-
rentemente opuestas, como son el agnosticismo y el fideísmo. No
obstante, agnosticismo y fideísmo no son dos actitudes intelectua-
les contradictorias sino que, aún más, son perfectamente cohe re n-
tes entre sí: una vez que se ha negado a la inteligencia la
posibilidad de elevarse al conocimiento de las cosas divinas, nada
hay que permita a la razón juzgar, del modo que sea, acerca de
aquellas mismas cosas. Todo lo que trascienda su horizonte plano,
el de las cosas individuales que le son presentadas por la experien-
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cia, pertenece a un universo paralelo sobre el cual no puede pro-
nunciarse en ninguna dirección: ni para asentir, ni para negar. A
su vez, la fe, como una suerte de conocimiento supra-racional que
resulta no-racional (para no decir irracional), de ningún modo
puede imponerse, o siquiera aproximarse, a los discursos de la
razón: nada obtiene de ella y nada le otorga. Se trata de unive r s o s
paralelos. U n i versos paralelos, sin embargo, que subsisten –o pue-
den subsistir– en un mismo sujeto: quien ha separado la razón y
la fe, no tiene ninguna ra z ó n para oponerse a la f e, ni hay en su f e
nada que pueda molestar a sus ra z o n e s, cualesquiera que sean.
Esta síntesis entre agnosticismo y fideísmo se da, pr e c i s a m e n-
te y con una nitidez que no se había visto nunca antes, en el
m o d e r n i s m o (10). La herejía modernista explica la fe como un
impulso o sentimiento que tiene su origen en la indigencia que
todo hombre tiene de Di o s(11). Así pues, ya no es siquiera posi-
ble afirmar que el objeto de la fe sea trascendente a aquel fenóme-
no interior que es el propio sentimiento, ya que la tarea de r e f e r i r
el contenido de ese sentimiento a algo real extrínseco cor re s p o n-
dería a la razón, pero ésta conoce todo lo que conoce como un
fenómeno inmanente (12). Una consecuencia inmediata de la
conclusión de esta inmanencia de la fe será la inevitable afirma-
ción de la primacía de la conciencia religiosa subjetiva sobre la
R e v elación, el Magisterio, o cualquier otra autoridad anterior al
p rop io sujeto.
La inmanencia del objeto de la fe, en cuanto ésta ha sid o re d u-
cida a un sentimiento subjetivo, y la consecuente primacía de la
conciencia religiosa respecto de cualquier elemento objetivo que
se impusiese a ella con la autoridad de la ve rdad, tiene, entre otras
muchas, tres consecuencias encadenadas entre sí que inte re s a
s u b r a y a r :
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––––––––––––
(10) Vid. P
ÍOX. Pascendi Dominici G regis, n. 4 y 5.
(11) “[ T]odo fenómeno vital –y ya queda dicho que tal es la r eligión– reconoce por
primer estimulante cierto impulso o indigencia, y por primer a manifestación, ese movimien-
to del cor azón que llamamos sentimiento. P or esta razón, siendo Dios el objeto de la religión,
síguese de lo expuesto que la fe, principio y fundamento de toda religión, r eside en un senti-
miento íntimo engendr ado por la indigencia de lo divino”. Ibid.
(12) Vid. ibid., n. 18.
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a) El origen común de todas las r eligiones y la imposibilidad de
a f i rma r una religión ve rdadera o, lo que es lo mismo, la
necesidad de afirmar la ve rdad de todas. Si el fenómeno re l i-
gioso no es más que un sentimiento que nace en el sujeto
como consecuencia de su indigencia de Dios, entonces es
inevitable concluir que todo sentimiento religioso, indepen-
dientemente de su concreción exterior, tiene idéntica signifi-
c a c i ó n (13). No hay una ve rdad sobre Dios y las cosas divinas
que opere como medida o punto de comparación entre las
distintas expresiones del sentimiento re l i g i o s o(14). Así, no
cabe ya la posibilidad de afirmar una religión ve rd a d e r a( 1 5 ) .
b) La Iglesia como simple colectivo de sujetos que comunican en s u
s e n t i m i e n t o. Por otra parte, y en conformidad con lo ante-
r i o r , ya no hay espacio para afirmar una constitución divina
de la Iglesia, ni para consentir en ella unas estructuras que se
contraponen con la radical autonomía de aquél sentimiento
s u b j e t i vo. La Iglesia de los modernistas no es más que el colec-
t i vo de los fieles que se constituyen, por sí mismos, en una
comunidad fundada sobre la comunicación de su sentimiento
religioso (16). Así, no tiene ya sentido hablar de la “ Ig l e s i a” en
s i n g u l a r , sino que es necesario poner en un mismo plano
todas las “iglesias” o comunidades religiosas de cualquier
índole, que no son más que concreciones colectivas d ive r s a s
del mismo sentimiento.
c ) La libertad religiosa y la separación entre la Iglesia y el
E s t a d o. Finalmente, hay una consecuencia que es de pura
lógica si se atiende a las dos anteriores: no tiene ya sentido la
p ret ensión de que la Iglesia sea confesada en el ámbito públi-
co de la ciudad o sociedad política. Si todas las religiones tie-
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(13) “[E]l sentimiento religioso, que br ota por vital inmanencia de los senos de la sub -
consciencia, es el germen de toda r eligión y la razón asimismo de todo cuanto en cada una
haya habido o habrá ”. Ibid., n. 8.
(14) Vid. ibid., n. 13.
(15) Vid. ibid.
(16) Vid. ibid., n. 22.
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nen su raíz en un mismo sentimiento, y todas las comunida-
des religiosas son unas expresiones colectivas de ese senti-
miento que tienen idéntico va l o r, entonces al Estado no cabe
más que exigirle la neutralidad y la disposición de los medios
y condiciones para que todos los c re yentes y las comunidades
religiosas puedan ejercer adecuadamente el despliegue del sen-
timiento en cuestión. Exigencia, ésta, que procede del núcleo
mismo de la doctrina modernista: “[y] así como por razón del
o b j e t o , según vimos, son la fe y la ciencia extrañas entre sí, de
idéntica suerte lo son el Estado y la Iglesia por sus fines: es tem -
p o r al el de aquél, espirit ual el de ésta” (17).
Como resulta evidente a partir de estas tres consecuencias de
la inmanencia religiosa, bajo tales concepciones teológicas es
absolutamente imposible sostener la catolicidad de la Iglesia fun-
dada por Cr i s t o. El modernismo aparece, así, como una nítida
infección de modernidad en el seno de la teología católica, que ya
no puede afirmar universalidad alguna. En las páginas que siguen se intentará mostrar cómo es que
esta infección moderna del pensamiento católico, tan claramente
manifestada en la doctrina teológica, se extiende también al pen-
samiento filosófico, específicamente en aquél movimiento cono-
cido como personalismo. Movimiento que se constituirá, a su ve z ,
en el sustrato esencial de la contemporánea ética global.
2. El personalismo y la par t i c u l a rización de la ética
En f r entar el análisis de los fundamentos filosóficos de un
m o vimiento como el personalismo presenta una gran dificultad
por el hecho de que tal movimiento no tiene unidad doctrinal. En
él se encierran multitud de propuestas teóricas de muy di ve r s a
índole y que beben en muy diversas fuentes. Todos los auto re s
personalistas coinciden, no obstante, en la centralidad de una
noción de persona –afirmada como fin en sí misma– que, aunque
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––––––––––––
(17) Ibid., n. 23.
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igualmente difusa, se distingue, inevitablemente, por las caracte-
rísticas esenciales de la autonomía y la libertad (18). Ahora bien,
reconocida la disparidad doctrinal de unos y otros autores, podría
p a recer que el sentido de aquellas autonomía y libertad, como
características fundamentales de la persona, es igualmente dispar.
Pues bien, esto es ve rd a d e ro, pero sólo a medias: si se atiende
e xc l u s i v amente a las bases metafísicas y antropológicas sobre las
cuales cada autor funda tales características, entonces, en efecto,
resultará que, tampoco en este punto, las diversas doctrinas per-
sonalistas encuentran un principio de unidad. Sin embargo, el
personalismo como movimiento es más práctico que teórico (aun-
que sean más teóricos que prácticos muchos de sus autores aisla-
damente considerados), y es en la fundación de la praxis
ético-política donde es posible encontrar una coincidencia esen-
cial entre aquellas posturas teóricas divergentes (como ejemplos
de esta coincidencia se pueden mencionar, entre otros, la afirma-
ción de la primacía de la persona sobre el bien común, la p ro p o-
sición de los d e rechos fundamentales de la persona como fundante
del orden político, o la centralidad, entre aquellos derechos fun-
damentales, del d e recho a la libertad de conciencia ). Y esta coinci-
dencia en los principios prácticos obedece a un sustrato teórico
común en la comprensión de la autonomía y la libertad humanas,
actual o virtualmente presente en las explicaciones de cada una de
las corrientes doctrinales personalistas. Ese sustrato teórico común corresponde a unas nociones de
persona, autonomía y libertad que hunden sus raíces en el modo
en que Kant explica la autonomía de la voluntad y en la subse-
cuente afirmación kantiana de la persona como un fin en sí
mismo (19). Para comprender de qué modo las tesis kantianas se
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(18) Vid. Emm anuel M
O U N I E R, M anif iesto al serv icio del personalismo, traducc ión
de Julio Go n z á l ez Ca mpos, Ta u rus, M adrid, 1967, págs . 75-76; Ja cques M
A R I T A I N,
Du régime temporel et de la liber t é, Desclée de Bro u we r, París, 1933, pág. 35; Pa u l
R
I C O E U R, Le conflit des int erprétatio ns, essai d’ h e m é n e u t i q u e, Ed. du Seuil, París, 1969,
pá g. 221; P aul R
I C O E U R, De l’interpr étation, e ssai sur Fre u d, Ed. d u Senil, París, 1965,
pá g. 434.
(19) Es necesario insistir en el hecho de que esta influencia kantiana no es nece -
sariamente explícita ni, mucho menos, admitida por los pr opios autores personalistas.
El ca so eje mplar es e l de Ma ritai n que , en la pretensión d e fund ar el pe rsona lismo en
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hacen presentes en los postulados personalistas, se intentará mos-
trar que, en todos ellos, se ha perdido de vista la inteligibilidad del
bien como fundante de la ética y que, en tal contexto, la pro p o s i-
ción de la persona como fin en sí mismo –principio de unidad de
los diversos personalismos– sólo tiene sentido desde la afirmación
de la autonomía de la voluntad en los términos definidos por el
p rop io Kant.
El origen de la cuestión de la autonomía de la voluntad, en
Kant, dice relación con las dificultades que suscitaba la comp re n-
sión de la ley en el iusnaturalismo racionalista. El filósofo alemán
a d v i e rte que si la ley natural es entendida como una regla de los
actos que es extrínseca al propio hombre, entonces el principio
último del acto recto debe ser también extrínseco, lo cual es con-
tradictorio con la libertad: en efecto, si decir de un sujeto que es
l i b r e supone afirmar que el principio de su actuación moral se
halla en él mismo, y no en las cosas exteriores, entonces no se
puede conciliar la libertad con una medida de la rectitud de sus
actos que le sea impuesta desde fuera, como algo absolutamente
ajeno a su propia voluntad. Como solución de esta dificultad, el
filósofo de Königsberg opuso, a la concepción heterónoma de la
ley natural presente en el iusnaturalismo racionalista, la autono-
mía de la voluntad, entendida como “ aquella modalidad de la
voluntad por la que ella es una ley para sí misma ” (20), llegando a
identificar la libertad con tal autonomía: “¿acaso puede ser enton -
ces la libertad de la voluntad otra cosa que autonomía, esto es, la pro -
piedad de la voluntad de ser una ley para sí misma?” ( 2 1 ) .
La dificultad señalada por Kant –esto es, la contradicción
e n t r e la libertad y la heteronomía del orden moral– es real. El pro-
blema de su solución no radica en la objeción al iusnaturalismo
racionalista, sino en un defecto de todo su sistema filosófico que
F E L I P E W I D O W L IR A
852
––––––––––––
la doctrina del Aquinate, muchas veces se distancia expresamente de Kant y el kantis-
mo . En otr os pensadores personalistas, como el propio Ricoeur , la influencia kantiana
es explícita y perfectamente admitida. (20) Immanuel K
ANT,F undamentación de la metafísica de las costumbres , A 87; Ak
IV , traducción y estudio preliminar de R. Aramayo. Alianza Editorial, Madrid, 2002,
pág. 440. (21) Ibid., A 98; Ak IV , págs. 446-447.
Fundaci\363n Speiro

se halla en la raíz de toda la modernidad filosófica: al desapare c e r,
ya con Ockham, la posibilidad de una predicación analógica del
ser (consecuencia inevitable de la negación de la realidad del uni-
versal), desaparece también la posibilidad de entender a la criatu-
ra como un ente que tiene el ser por participación en el ser de
Dios –recibida del mismo Dios, que es el único ente que no t i e n e
el ser, sino que e sel ser (22)–. Como consecuencia de esta impo-
sibilidad de considerar el ser de la criatura como participación en
ella del ser divino, resulta también imposible comprender a la
criatura racional como un ente que, habiendo recibido el ser
según aquél grado cuasi-divino de ser que es el ser intelecto, se
halla –en su mismo acto primero– radicalmente abierto a la infi-
nitud del mismo ser y, consecuentemente, también radicalmente
inclinado a la infinitud del bien o al bien en sí. Así, porque Kant
no tiene a su alcance la metafísica del acto de ser de Santo T o m á s ,
queda atrapado en el fenomenismo al que le lleva su criticismo:
“ este desconocimiento del ser de la mente pensante, ( … )escindía la
conciencia en una intuición fenoménica a la que Kant atribuyó sólo
carácter sensible, y una apercepción pura, a la que no se atribuía sino
la función formal de constitución de los objetos” (23). De este modo,
la no consideración de la apertura radical del ente intelectual, en
su mismo acto primero, al ser en su infinitud, le impide referir la
acción de la voluntad a un bien distinto de aquél que es p re s e n t a-
do por la experiencia sensible. Es que la posibilidad de que, en el
h o r i z onte de aquél acto, entre la consideración del bien inteligible
depende de aquella inclinación del ente intelectual al bien en sí
–que Santo Tomás llama voluntas ut natura–, porque sólo a par t i r
de aquella inclinación es posible que el intelecto, habiendo apre-
hendido al ente, y habiendo aprehendido que entiende el ente,
pueda aprehender que apetece al ente, de lo cual se sigue la razón
de bien (24), sobre la que se funda toda aprehensión práctica del
bien: “[l]o bueno debe ser obrado porque bueno es lo que es, en cuan -
to naturalmente apetecible por el hombre. Hay una continuidad pro -
ÉTIC A CATÓLI CA, ÉTICA UN IVER SAL Y ÉTICA G LO B A L
853
––––––––––––
(22) Vid. S
ANT OTOMÁS DEAQUINO,Quodlibet. II, q. 2, a. 1, in c.
(23) F rancisco C
ANALS,Sobr e la esencia del conocimiento , PPU, Barcelona, 1987,
pág. 362. (24) Vid. S. Th. I, q. 16, a. 4 ad 2. y , en este texto, parágrafo I.1.
Fundaci\363n Speiro

funda entre el primer principio práctico y el juicio teorético sobre el
carácter trascendental de lo bueno” (25).Por otra parte, que tal bien inteligible no suponga un princi-
pio de heteronomía que destruya la libertad es, a su vez, depen-
diente de la afirmación de que aquella voluntas ut naturae m a n a
de propio acto de ser de la criatura intelectual, de tal modo que la
o r denación del hombre a Dios –que es el bien en sí (26)– y todo
el orden moral –que no es más que el despliegue de aquella o rd e-
nación (27)–, no tiene nada de extrínseca, sino que, por el con-
trario, radica últimamente en aquello más íntimo de la criatura
racional que es su propio acto de ser intelectual. Quitado, pues, el bien inteligible del fundamento de la
moral, Kant sólo puede oponer, a la heteronomía de la moral
racionalista, la autonomía absoluta de una voluntad que crea su
p ropia ley moral, y cuya rectitud sólo depende de su conformi-
dad con el i m p e ra t i v o categórico, que formula del siguiente modo:
“ o b ra de tal modo que la máxima de tu voluntad pueda valer al
mismo tiempo como principio de una ley uni ve r s a l” (28). Si se
entiende que la m á x i m ade la voluntad del que obra no es más
que la razón subjetiva que él constituye en regla próxima de su
acción (29), y que ningún bien que se presente como objeto de
la voluntad puede ser integrado en la ley moral –porque ello
854
F E L I P E W I D O W L IR A
––––––––––––
(25) F rancisco C
ANALS,Santo Tomás de Aquino, un pensamiento siempre actual y
r enovador, Scir e, Barcelona, 2004, pág. 316.
(26) “Así, también, de Dios se dice bueno esencialmente, porque es la misma bondad;
de la criatur a, en cambio, se dice buena por participación, porque tiene bondad ”.
Q uodlibet, II, q. 2, a. 1, in c.
(27) De la voluntas ut natur ase despr enden aquellas inclinaciones naturales sobr e
las que Santo Tomás hace descansar todo el contenido de la ley natural. Vid. S. Th. I-
II, q. 94, a. 2, in c.
(28) Immanuel K
ANT,Crítica de la r azón práctica, traducción de Roberto Ara-
may o, Alianza Editorial, Madrid, 2002, A 54, Ak. V, 32. Otras formulaciones seme-
jantes del imperativo categórico son “obr a como si la máxima de tu acción pudier a
convertirse por tu v oluntad en una ley de la natur aleza”(Ibid.) y “obr a sólo según aquella
máxima por la cual puedas quer er que al mismo tiempo se convierta en una ley univ ersal”
(F undamentación de la metafísica de las costumbr es. A 52; Ak. IV, 421).
(29) “La r egla del agente que él toma como principio por r azones subjetivas, es su
máxima ”(Immanuel K
ANT,M etafísica de las costumbr es, traducción de Adela Cortina y
J esús Conill, 3.ª ed., Tecnos, Madrid, 2002, 225).
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supondría un principio de heteronomía (30) (lo cual es ve rd a d e-
ro, una vez que se ha imposibilitado la apertura del entendimien-
to y la voluntad al bien inteligible) –, entonces es fácil
c o m p r ender que, para Kant, el único contenido material posible
del imperativo categórico es el respeto de la misma autonomía de
la voluntad, pero universalizada y constituida en fin. Lo que pri-
m o rdialmente debe ser sal va g u a rdado, en el obrar moral, es la
l i b e r tad de los hombres. Y este es el e xc l u s i vo sentido de aquella
otra fórmula con la que presenta el imperativo categórico: “o b ra
de tal modo que te relaciones con la humanidad, tanto en tu perso -
na como en la de cualquier otro, siempre como un fin, y nunca sólo
como un medio” (31). La mediatización del otro (o de sí mismo)
supone su ordenación a un bien distinto de su propia voluntad y,
por tanto, es contrario a la autonomía de la misma: se constitu-
ye en un atentado contra la libertad. Este carácter netamente
liberal de la filosofía práctica de Kant (32) queda claramente
manifiesto cuando deriva el imperativo categórico al ámbito del
d e recho, formulando el siguiente imperativo jurídico: “Un a
acción es conforme a derecho cuando permite, o cuya máxima per -
mite, a la libertad del arbitrio de cada uno coexistir con la liber t a d
de todos según una ley uni ve r s a l”( 3 3 ) .
Este es el único significado que tiene, en Kant, la afirmación
de la persona como fin, y la re f e rencia de todos los deberes a la
p romoción (deberes amplios) o sal va g u a rda (deberes estrictos) de
la dignidad humana, no supone más contenido material de la ley
moral que la defensa de la autonomía individual, que no en otra
cosa consiste aquella dignidad. Y este es, también, el sentido que
tienen la autonomía y la libertad –y la subsecuente afirmación de
855
ÉTIC A CATÓLI CA, ÉTICA UN IVER SAL Y ÉTICA G LO B A L
––––––––––––
(30) De hecho, sostiene Kant que la heteronomía se da “dondequier a que un obje-
to de la voluntad haya de ser colocado como fundamento para pr escribir a la voluntad la
r egla que la deter mina” (Fundamentación de la metafísica de las costumbres , A 93; Ak. IV,
444). (31) I mmanuel K
ANT,Fundamentación de la metafísica de las costumbr es, A 66-67;
Ak. IV , 429.
(32) So b re el mo do específica mente kantiano del liberalis mo, vid. Fe l i p e
S
CHWEMBER, El giro kantiano del contr actualismo, Cuadernos de Anuario F ilosófico,
P amplona, 2007.
(33) I mmanuel K
ANT,M etafísica de las costumbres , 230, § C.
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la persona como fin (34)– en las distintas corrientes doctrinales
del personalismo –con independencia de las bases metafísicas y
a n t ropológicas sobre las cuales unos y otros autores las fundan–.Esta atribución de kantismo a las diversas corrientes persona-
listas no es gratuita, sino que tiene su justificación, como se ade-
lantaba hace algunas páginas, en la comunión de todas las
corrientes personalistas con ciertos principios de la praxis ético-
política que sólo son explicables desde una vinculación de la dig-
nidad personal con una autonomía de la voluntad entendida al
modo de Kant. Como demostración de esto se puede vo l ver sobre
los tres ejemplos de unidad práctica de los diversos personalismos,
señalados poco más atrás:
a) La afirmación de la primacía de la persona sobre el bien común. Que tal primacía es un principio común a todos los
personalismos, es algo del todo evidente: así, por ejemplo,
sostiene Nédoncelle que “[l]a persona está siempre por encima
y más allá de la sociedad natural; no tiene por fin nunca esta
sociedad, sino que se sirve de la civilización como de un medio”
(35), o, más explícitamente, Maritain: “ la sociedad y su bien
común están indirectamente subordinados a la realización per -
fecta de la persona” (36). Pues bien, esta primacía de la perso-
na sólo tiene sentido en la medida en que se niega, implícita
o explícitamente, la auténtica comunicabilidad del bien al
cual se dirige el orden político, y esta negación es una conse-
cuencia inmediata de la desaparición del bien inteligible en el
856
F E L I P E W I D O W L IR A
––––––––––––
(34) Es necesario hacer notar , en este punto, un error en el que suelen incurrir
muchos críticos tomistas del personalismo: de que el modo en que la persona es afir-
mada como fin por el personalismo sea erróneo no se sigue que no pueda ser afirmada
como fin de otr o modo. De hecho, una recta comprensión de la metafísica de la per-
sona, en S anto Tomás, contiene, también, la afirmación de la persona como fin, aun -
que, evidentemente, sin que ello suponga obstáculo alguno para las af\
irmaciones de que
sólo Dios es fin en sentido absoluto y de la primacía del bien común sobre el bien per-
sonal. (35) Maurice N
ÉDONCELLE,Vers une philosophie de l’amour et de la personne,
A ubier , París, 1957, pág. 70.
(36) J acques M
ARITAIN,Los der echos del hombre, Editorial Dédalo, Buenos Air es,
1971, pág. 30. I déntica afirmación en El hombr e y el Estado, Editorial Guillermo Kraft,
3.ª ed., B uenos Aires, 1956, pág. 170.
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h o r i zonte del obrar moral. Como se explicaba hace un
momento, en aquella desaparición del bien inteligible –tal
como ha sido operada por Kant (37)– hay una reducción del
bien al cual se dirigen los actos humanos a un bien de natura-
l eza sensible y, por tanto, material. Y la materialidad del bien
se opone inmediata y absolutamente a su comunicabilidad.
Un bien material o sensible puede ser un bien colectivo, o el
beneficio que muchos obtengan de tal bien puede ser el obje-
t i vo de las acciones de los miembros de una comunidad. P e ro
nunca será un bien ve rdaderamente común y nunca podrá, en
consecuencia, ser fundante de una comunidad real. La comu-
nicabilidad del bien, en tanto, sólo es posible en la medida de
su inmaterialidad o, lo que es lo mismo, de su espiritualidad.
De aquí que ya Platón y Aristóteles afirmasen que el bien
común se compone de tres tipos de bienes: uno esencial: el
bien espiritual, y dos accidentales: los bienes corporales y
e x t e r i o res . Sólo la afirmación de la esencial espiritualidad del
bien común permite entender que este bien sea, ve rd a d e r a-
mente, el bien del hombre en sociedad. O, en otras palabras,
que el bien común y el bien de la persona sean absolutamen-
te inoponibles, porque gozan de una identidad re l a t i va, como
señala con claridad el estagirita: “[f ]alta por decir si debe afir -
marse que la felicidad de cada uno de los hombres es la misma
que la de la ciudad o que no es la misma. También esto es cla ro :
todos estarán de acuerdo en que es la misma ” (38), y en otro
lugar: “ es evide nte que el fin de la comunidad y el del hombre es
el mismo”(39), y también Santo Tomás: “[l] a felicidad es el fin
de la especie humana, puesto que todos los hombres la desean
857
ÉTIC A CATÓLI CA, ÉTICA UN IVER SAL Y ÉTICA G LO B A L
––––––––––––
(37) Como es patente a cualquiera que conoz ca medianamente la historia de la
filosofía práctica moderna, esta reducción del bien moral a un bien de naturale za sen-
sible no es sólo patrimonio de Kant. Unos ejemplos clarísimos de esto son el contem -
poráneo consecuencialismo; su padr e: el utilitarismo decimonónico; y su abuelo: las
doctrinas morales de los primeros empiristas. N o obstante, sólo en Kant esta reducción
está tan íntimamente vinculada a la fundamentación de la autonomía de la v oluntad y
de la persona como fin. (38) Política, IV ( VII), 2 (1324 a).
(39) Ibid., IV ( VII), 15 (1334 a).
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n a t u ralmente. La felicidad, por consiguiente, es un bien común”
(40). Identidad re l a t i va, por otra parte, que es una condición
de sentido común para la afirmación de la primacía del bien
común político sobre el bien personal, pues sería absurda tal
primacía si fuese entendida como una subordinación –del
bien personal al común– que permite el sacrificio de lo que
es esencial al primero en favor del segundo (41). Aquella pri-
macía del bien común, de cualquier modo, es doctrina clara,
tanto de Aristóteles: “aunque el bien del individuo y el de la
ciudad sean el mismo, es evidente que será mucho más grande y
más perfecto alcanzar y pre s e rvar el de la ciudad” ( 4 2 ) ,c o m o
de Santo Tomás: “el bien común es más eminente que el bien sin -
gular; como el bien del pueblo es más divino que el de la ciudad,
o de la familia, o de la perso na” (43). Así, pues, cuando los
a u t o r es personalistas se apartan de esta doctrina, que es con-
secuencia necesaria de la auténtica comunicabilidad del bien,
manifiestan su vinculación y dependencia –explícita o implí-
cita, insistimos– con una filosofía práctica kantiana que e xc l u-
ye, de entre sus fundamentos, al bien inteligible, único
ve rdaderamente comunicable.
b ) La propos ición de los d e rechos fundamentales de la persona
como fundante del orden político. También de este segundo
ejemplo es tarea sencilla mostrar su carácter común en los
d i versos personalismos. Basten, a modo de ilustración, las
doctrinas de Mounier y Maritain. Sostiene el primero que: “ e l
papel del Estado se limita, de una parte, a garantizar el estatuto
fundamental de la persona; de otra, a no poner obstáculos a la
858
F E L I P E W I D O W L IR A
––––––––––––
(40) “Felicitas autem est finis humanae speciei: cum omnes homines ipsam natu -
raliter desiderent. F elicitas igitur est quoddam commune bonum ”. C.G. , III, 29.
(41) Lo esencial del bien personal es, otra v ez, el bien espiritual, que en su cone-
xión con la v oluntad llamamos bien moral y que es bien simpliciter, de manera que
nunca puede ser sacrificado en atención a ningún otro bien, cualquiera que sea la dig -
nidad de este último . Los bienes accidentales de la persona, que son bienes sólo secun-
dum quid, evidentemente pueden ser sacrificados en razón de algún bien may or, como
el bien común político. (42) Ética a N icómaco, I, 2 (1094 b).
(43) De Veritate, q. 5, a. 3, in c.
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l i b re concurrencia de las comunidades espiri tuales [que, para
M o u n i e r , tiene el significado de comunidades personales, no
de comunidades re l i g i o s a s]” (44). En Maritain se encontrarán
p roposiciones idénticas, aunque con un lenguaje aún más
explícito: “[b]ajo pena de desnaturalizarse, el bien común impli -
ca y exige el reconocimiento de los derechos fundamentales de las
personas ( … ); y comporta como valor principal (destacado en el
o r i g i n a l ) el mayor acceso posible (es decir, compartible con el bien
del todo) de las personas a su vida de person a y a su libertad de
e x p a n s i ó n ”(45). Pues bien, el recurso a los d e rechos fundamen -
tales de la persona humana como fundamento del orden polí-
tico, es dependiente del principio anterior –esto es, de la
primacía de la persona sobre el bien común político–, por q u e
se constituye en el modo concreto en que aquél bien común
–y el orden que a él se dirige– es referido, con re f e rencia de
s u b o rdinación, al bien personal. En otras palabras, si el ele-
mento nuclear de la constitución del orden político son aque-
llos derechos fundamentales (46), esto sólo puede obedecer al
hecho de que aquel orden no se dirige a un bien ve rd a d e r a-
mente común (ni, en consecuencia, se trata de un orden ve r-
daderamente político), sino al bien singular de los sujetos de
aquellos derechos fundamentales. Lo cual, a su vez, es mani-
f e s t a t i v o de que la persona, que es ese sujeto de derechos, es
concebida desde aquella radical autonomía que se sigue de la
negación kantiana del bien inteligible como fundamento del
o rde n moral y político.
c ) La centralidad del d e recho a la libertad de conciencia.
Finalmente, el tercer ejemplo es el que más explícitamente
demuestra la vinculación de las tesis personalistas con las
nociones kantianas de la autonomía de la voluntad y la perso-
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ÉTIC A CATÓLI CA, ÉTICA UN IVER SAL Y ÉTICA G LO B A L
––––––––––––
(44) Emmanuel M
OUNIER,op, cit., pág. 170.
(45) J acques M
ARITAIN,Los der echos del hombre, pág. 24.
(46) Como, de hecho, se manifiesta en el constitucionalismo personalista de la
segunda mitad del siglo XX (que se ha dado en llamar neoconstitucionalismo, aunque
r esponde a los mismos principios individualistas del antiguoconstitucionalismo). Sobr e
la relación entre el personalismo y el constitucionalismo contemporáneo, vid. J uan
F ernando S
EGOVIA,op. cit. , págs. 235 - 241.
Fundaci\363n Speiro

na como fin. El filósofo de Königsberg, después de haber re f e-
rido el imperativo categórico al orden jurídico, hace un análi-
sis de los deberes y derechos que se siguen de esa última
formulación del imperativo en cuestión. Cuando llega a la
explicación de los derechos, los divide en naturales y adquiri-
dos, siendo naturales aquellos que se tienen en razón de la sola
condición de persona como fin absoluto de los actos humanos.
Y, consecuentemente con su explicación de la autonomía de la
voluntad, sostiene que esos derechos naturales se pued en re d u-
cir a uno solo: el derecho a la libertad. En éste estarían conte-
nidos, como una sola cosa, el derecho a ser su propio señor – e s t o
es, a decidir por sí mismo el propio destino–, el derecho a la
i g u a l d a d , que no es más que el derecho a la i n d e p e n d e n c i a– e s
d e c i r , a que nadie sea suplantado por otro en la decisión del
p ropio destino, cara negativa del mismo derecho anterior–, y
el derecho a la integridad (47) –condición exterior para la re a-
lización efectiva del derecho a la libertad y todo lo que él
implica–. Así, pues, el único derecho natural y absoluto es el
d e recho a la propia autonomía de la voluntad. Ahora bien, la
conciencia, en Kant, no es más que la razón práctica –o el
conocimiento racional– de la propia ley moral, que se identi-
fica con la misma autonomía de la voluntad. Entendido, a par-
tir de lo dicho, la significación que tendría –en términos
kantianos– hablar de un derecho a la libertad de conciencia, es
s o r p r endente la fundamentación que, de este mismo d ere c h o ,
encontramos en el personalismo: dice M o u n i e r, al explicar los
d e rechos de la persona en el seno de la comunidad política:
“ [ e ]s la persona quien hace su destino: a ésta ni hombre ni colec -
tividad pueden r e e m p l a z a rl a” (48), para añadir que la única
función de la sociedad y de su régimen legal, jurídico y econó -
m i c o es la de “ a s e g u ra rles (a las personas), en principio, la z o n a
de aislamiento, de protección, de juego y de ocio que les per m i t i r á
reconocer en plena libertad espiritual su vo c a c i ó n” (49), y añade
860
F E L I PE W I D O W L IR A
––––––––––––
(47) Vid. Immanuel K
ANT,Metafísica de las costumbr es, 237 - 238.
(48) Emmanuel M
OUNIER,Revolución personalista y comunitaria , Editorial Zero,
M adrid, 1975, pág. 64.
(49) Ibid.
Fundaci\363n Speiro

Maritain: “[e]l primero de esos derechos es el de la persona huma -
na a encaminarse hacia su destino ” (50), destino que vincula a
la vida eterna y, por tanto, se halla sometido a la voluntad divi-
na; pero tal sometimiento se da sólo en la intimidad personal,
de manera que aquella búsqueda del destino eterno ha de ser
absolutamente libre frente al Estado, formalizando así el dere-
cho a la libertad de conciencia y su vínculo con la libertad r e l i-
giosa en su significación moderna: “f rente al Es t a d o, a la
comunidad temporal y al poder temporal, (la persona)es libre de
escoger su vía religiosa a sus riesgos y peligros; su libertad de con -
ciencia es un derecho natural inviolable ” (51). El acento en el
deber de la autoridad política, de respetar y re s g u a rdar ese
ámbito de la libertad de conciencia, nos permite descubrir el
ve r d a d e r o sentido de la libertad de conciencia de los persona-
listas: que la conciencia recta es la regla próxima del actuar
moral y que todo hombre, en consecuencia, está obligado a
seguirla, es una ve rdad firmemente sostenida por la tradición
moral católica desde hace siglos. En conformidad a esta ve r-
dad, se puede entender también que el hombre que actúa con
una conciencia invenciblemente errónea, no actúa subjetiva-
mente mal. Por ello, y siempre en orden a que sea posible supe-
rar el error y adherirse libremente a la ve rdad, se puede
entender la posible conveniencia de la tolerancia política de ese
e r ror (cuyos alcances deben ser determinados pr u d e n c i a l m e n-
te). Esto también ha sido enseñado por la multisecular doctri-
na moral y política católica. Ahora bien, cuando lo que era
objeto de tolerancia es elevado a la categoría de d e re c h o , y se
afirma la radical falta de potestad política para juzgar y dispo-
ner en aquellas cuestiones que pertenecen al ámbito de la con-
ciencia, entonces es que se ha dado un salto, por el cual el
principio de la rectitud de la conciencia no es ya su conformi-
dad con la realidad de las cosas (en virtud de lo cual la autori-
dad tendría poder para juzgar), sino su conformidad con la
rectitud de la voluntad (respecto de la cual ya no puede juzgar
861
ÉTIC A CATÓLI CA, ÉTICA UN IVER SAL Y ÉTICA G LO B A L
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(50) J aques M
ARITAIN,Los der echos del hombre, pág. 128.
(51) Ibid.
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la autoridad humana). Lo que hace recta a una conciencia es
que se está en ella de buena fe, es decir, con buena vo l u n t a d.
S a l v ada la buena voluntad, no hay diferencia alguna entre la
conciencia de aquél que está en el e rro r, respecto del que posee
la v e rdad. P e ro si la ve rdad o el error no son re l e vantes para la
constitución de la buena voluntad, entonces es que esa buena
voluntad, y la recta conciencia que le sigue, sólo se constituye
por re f e r encia a sí misma. En otras palabras, el modo de la afir-
mación de la existencia de un derecho a la libertad de concien-
cia, por los personalistas, manifiesta una vez más, y de manera
d e f i n i t i v a, la estrecha filiación que existe entre la dignidad de
la persona personalista , y la dignidad de la persona de Kant, que
no consiste en otra cosa que en la absoluta autonomía de su
vo l u n t a d .
Creemos que estos tres ejemplos son suficientes para mostrar
de qué manera, a pesar de la diversidad filosófica de sus distintos
a u t o r es, el personalismo encuentra un punto de unidad doctrinal
en la dependencia que su noción de persona tiene respecto de las
tesis kantianas de la autonomía de la voluntad y la persona como
fin. En ellos, además, se puede ad ve rtir de qué modo, al encerrar
la vida moral en la arbitrariedad de una voluntad personal autó-
noma, queda destruida la posibilidad de una ética universal, ya
que tal universalidad sólo es posible en la medida en que se admi-
te un bien que se constituya en medida común de la moralidad de
los actos de todos los homb re s .
Los tres ejemplos seleccionados, además, tienen especial re l e-
vancia para uno de los objetivos de estas páginas –que es dar razón
de las características esenciales de la ética global–, puesto que cada
uno de los ejemplos señalados encontrará su lugar en aquellas
c a r a c t e r í s t i c a s . En el parágrafo siguiente se intentará, precisamente, dar razón
del modo en que la nueva ética globala p a rece como un intento de
reformulación de la ética católica que toma como base la par t i c u-
larización de la ética, operada por el personalismo, en su vincula-
ción explícita con aquella otra particularización, la de lo católico,
operada por el modernismo.
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3. La ética global y la part i c u l a rización de la doctrina moral y
política católica
Al tratar del modernismo y el personalismo hemos hecho un
recorrido por el proceso genético de la nueva ética global (según se
p res enta en el pensamiento católico) que, como se verá en lo suce-
s i vo, es absolutamente dependiente –en su constitución intrínse-
ca– de aquellos dos movimientos doctrinales. Lo que resta, por
tanto, es hacer un b re ve repaso de las notas distintivas de esta
n u e v a propuesta ético-política, para admirar cómo es que en ella
se concreta aquella doble particularización –de lo moral y lo cató-
lico– y, consecuentemente, se deforma la multisecular doctrina
moral y política católica. No obstante aquella dificultad reseñada en la introducción de
este trabajo, según la cual las propuestas teóricas que hemos aglu-
tinado bajo el concepto de ética globalno son perfectamente uni-
tarias, creemos que es posible señalar algunas notas distintivas de
aquellas propuestas que, aunque con diferentes matices y argu-
mentaciones de diverso cuño, se hallan invariablemente p re s e n t e s
en ellas. Aunque es posible encontrar otras coincidencias, nos cen-
t r a remos en tres principios de la vida moral y política que tienen
un valor singular como pilares del nuevo orden propugnado por
la ética global. Estos principios son los siguientes: primero, la
autonomía y la libertad como va l o res fundamentales de la ética;
segundo, la necesidad de una ética de mínimos como posibilidad
de convivencia en un mundo plural; te rc e ro, la centralidad de los
d e rec hos fundamentales de la persona para la constitución de un
o rden político auténticamente democrático. A una b re ve explica-
ción de estos principios dedicaremos los próximos parágrafos.
Autonomía y libertad como va l o res fundamentales de la ética
Ya se ha visto que la afirmación de la autonomía de la vo l u n-
tad como fundamento del orden moral se halla en el núcleo de la
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ÉTIC A CATÓLI CA, ÉTICA UN IVER SAL Y ÉTICA G LO B A L
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filosofía práctica de Kant y, por herencia de éste, también en el
p e r s o n a l i s m o. Consecuentemente, la ética global –que es deudo-
ra de aquél– hunde, también, sus raíces en tal afirmación de la
autonomía de la vo l u n t a d .
Esto se encuentra nítidamente presente ya en la obra de Ha n s
Küng, para quien la posibilidad misma de una ética mundial se
asienta sobre dos principios elementales : la regla del humanitarismo
y la regla de oro . Por la primera entiende que “[t]odo ser humano
debe ser tratado de una manera v e rd a d e ramente humana, con inde -
pendencia de su sexo, su origen étnico, su condición social, su lengua,
su edad, su nacionalidad, su religión y su ideología” (52); por la
segunda, en tanto, debe asumirse que “[t]todo ser humano debe
t r atar a sus semejantes de acuerdo con el espíritu de la solidaridad. A
todos y cada uno, familias y comunidades, naciones y religiones, debe
aplicárseles el antiquísimo precepto de tantas tradiciones éticas y r e l i-
giosas: ‘no hagas a nadie lo que no quieras que se te haga a ti ’ ”( 5 3 ) .
Y que estos principios deben ser entendidos desde el prisma de la
autonomía de la v oluntad kantiana, es algo que el propio Küng
r econoce explícitamente: “ el principio ético fundamental debe quedar
clar o: el hombre –según la formulación kantiana del imper ativo cate -
górico– no podrá jamás convertirse en simple medio. Tendrá que seguir
siendo siempr e objetivo último, finalidad y criterio decisivos ” (54).
Así, pues, estos dos principios vienen a ser como las dos caras
de una misma moneda: una cara que sirve de premisa y otra de
conclusión. La premisa: todos los hombres son iguales en su
h u m a n i d a d , y esta humanidad trasciende todas las diferencias de
raza, sexo, religión, etc. La conclusión: siempre se debe obrar con
respecto al otro como si se lo estuviera haciendo con uno mismo,
atendiendo en ello sólo a aquella común humanidad y trascen-
diendo, en consecuencia, todas las diferencias. En otras palabras,
cuando un católico trata a un musulmán, habrá de considerar la
posibilidad de que él mismo siguiera la religión de Mahoma. El
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(52) H ans K
ÜNG,La ética mundial entendida desde el cristianismo , Editorial Trotta,
M adrid, 2008, pág. 37.
(53) Ibid.
(54) H ans K
ÜNG,Proyecto de una ética mundial, Editorial Trotta, Madrid, 1991,
págs. 50.
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musulmán es, en razón de su h u m a n i d a d, objetivo último, finali-
dad y criterio decisivo del acto moral, pero de tal manera que la
condición de musulmán está integrada en aquella humanidad,
p o rqu e es parte de la singularidad que procede de la autonomía
personal de ese hom bre .
Como se advierte, este modo de entender aquellos dos princi-
pios aproxima mucho el fundamento de la moral al velo de la igno-
rancia sobre el cual la funda Rawls, aunque no es necesario ir tan
lejos para encontrar fundamentaciones semejantes. Tales principios
se repiten, con más o menos matices, en autores católicos e, inclu-
so, pr etendidamente tomistas. Así, por ejemplo, John F innis seña-
la, entre las exigencias de la r azonabilidad práctica [que, junto a los
bienes humanos básicos , son las dos piedras basales de su reinterpr e-
tación de la ética tomista (55)], la necesidad de que no exista nin -
guna pr eferencia arbitr aria entre las personas, principio que “se
expr esa regularmente como una exigencia de que los propios juicios
mor ales y prefer encias sean universalizables ” (56), lo cual, a su vez,
refier e a la regla de oro: “‘ [h]az por (o a) los otros lo que querrías que
ellos hicier an por (o a) ti ’. ‘Ponte en los zapatos de tu prójimo ’. ‘No con-
denes a los otros por lo que tú mismo estás deseoso de hacer’. ‘N o impi-
das (sin una r azón especial) a los otr os conseguir para sí mismos lo que
tú estás intentando conseguir par a ti’. Estas son exigencias de la r azón,
por que ignor arlas es ser arbitr ario entre los diversos individuos” (57).
Ahora bien, que esta r egla de oro es entendida, por el profesor aus -
traliano de Oxfor d, de un modo más próximo al kantiano que al
tomista, es algo que se concluy e fácilmente cuando se advierte el
espacio que queda para la autonomía personal: aunque F innis es un
conserv ador en materias morales, es liberal en política, y es precisa -
mente en este ámbito donde nos vamos a encontrar con cier tas
nociones que manifiestan el modo en que entiende la autonomía
personal. Así, el bien común político debe ser entendido, según el
australiano, principalmente como “un conjunto de condiciones que
capacita a los miembros de una comunidad par a alcanzar por sí mis-
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(55) Vid. J ohn F
INNIS,Ley natur al y derechos natur ales, traducción y estudio pre-
liminar de Cristóbal Orrego, Abeledo-P errot, Buenos Aires, 2000, caps. III - V.
(56) Ibid., pág. 138.
(57) Ibid.
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mos objetivos razonables, o para r ealizar razonablemente por sí mismos
el valor (o los v alores), por los cuales ellos tienen razón par a colaborar
mutuamente (positiv a y/o negativamente) en una comunidad ”(58), de
lo cual se siguen dos consecuencias que manifiestan la filiación de
esta idea de bien común con el personalismo y sus raíces kantianas:
si el bien común consiste en condicionespara el bien personal,
entonces es que está subordinado a él: hay una primacía de la per-
sona sobr e la sociedad política, y del bien personal sobre el bien
común. Consecuentemente, no hay en el bien común auténtica
comunicabilidad, y el mismo bien de las personas resulta un bien
particular , no sólo en lo que tiene de accidental, sino también en lo
que tiene de esencial (aunque F innis afirme su espiritualidad). Esta
incomunicabilidad es expresa en F innis: “[n]ótese que esta definición
no afirma ni implica que los miembros de una comunidad tienen que
tener todos los mismos valores u objetivos (o conjunto de valores u obje -
tivos); sólo implica que haya algún conjunto (o conjunto de conjuntos)
de condiciones que es necesario conseguir si cada uno de los miembros
ha de alcanzar sus pr opios objetivos”(59) y, aunque F innis matiza la
incomunicabilidad del bien común con la r eferencia al carácter
común de los bienes humanos básicos –que están presentes en la
r ealización personal de todos–, en realidad no hay en ellos auténti-
ca comunicabilidad, sino que son formas coincidentes de bienes
particular es diversos. El mejor ejemplo de esto último es el bien
básico de la religión, cuando se lo entiende unido al v alor intrínse-
co de la moderna libertad religiosa (60). Con esto a la vista, se com -
prende mejor el sentido que tiene la r egla de oro: “el instrumento
heurístico (de ponerse en la posición de un espectador imparcial)
ayuda a cada uno a alcanzar la imparcialidad entre los posibles sujetos
del bienestar humano (las personas) y a ex cluir el mero prejuicio en el
pr opio r azonamiento práctico . Le permite a uno ser imparcial, tam -
bién, fr ente a la inagotable multitud de los planes de vida que los dis -
tintos individuos pueden elegir ”(61). Es decir , la regla de or o exige
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(58) Ibid., pág. 184.
(59) Ibid.
(60) Vid. J ohn F
INNIS, “Religion and S tate. Some M ain Issues and Sources ”, The
A merican J ournal of J urisprudence , vol. 51, 2006.
(61) J ohn F
INNIS,Ley natural y derechos naturales , pág. 139.
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hacer abstracción del propio plan de vida (por ejemplo, en su aspec-
to religioso) para alcanzar una neutralidad que permita que mis
propias elecciones autónomas no inter fieran con la autonomía de
otros.
Se ha tomado como hilo conductor la cuestión del sentido de
la regla de oro, y en un autor como Finnis, no sólo por su coinci-
dencia con los principios elementales propuestos por Küng para
la ética mundial, sino porque tal cuestión, y en tal autor –F i n n i s
es de autodeclarada filiación tomista y expresamente crítico con
las ideas morales de Kant–, manifiestan con claridad las desorien-
taciones a las que queda sometido un filósofo católico si no es
e x p r esamente consciente de aquella destrucción de la un ive r s a l i-
dad operada por la modernidad y, específicamente, de la grave
deformación de la ética que sigue a la negación –explícita o implí-
cita– de la inteligibilidad del bien. De hecho, la raíz de los erro-
res de Finnis se halla en una inadecuada comprensión de las
relaciones entre la razón especulativa y la razón práctica, y la con-
siguiente desnaturalización de la primera aprehensión práctica del
bien y el primer principio del obrar, que sigue a aquella apr e h e n-
sión. La consecuencia de tal ina dve rtencia, como se ve, es la com-
p ren sión de la dignidad de la persona, y el bien personal, en
términos de una autonomía de la voluntad que particulariza la
moral. Con diferentes matices, y por otros caminos argumentales,
se encontrarán semejantes dificultades en, por ejemplo, la obra
del profesor de la Santa Croce, Ma rtin Rhonheimer (62), y así
podríamos citar a una multitud de autores católicos contemporá-
neos de filosofía práctica.
El valor moral de la diversidad y la necesidad de una ética de mínimos como posibilidad de convivencia en un mundo
p l u r a l
Aquella afirmación de la autonomía y la libertad como va l o re s
fundamentales de la ética, tiene una importancia radical para la
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(62) Vid. M artin R
HONHEIMER,N atur al Law and Pr actical Reason: A Thomist
View of Moral A utonomy, Fordham U niversity P ress, New Y ork, 2000.
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fundación de una ética global–que debe adaptarse a las exigencias
del pluralismo propio de un mundo globalizado–, ya que sólo si se
toma como punto de partida tales v a l o res, puede admitirse la
d i ver sidad moral y religiosa como un elemento positivo y configu-
rador del nuevo orden, cosa que está en el núcleo de esta nueva
ética: “(los hombres religiosos) [n]o pueden privar al hombre de su
autonomía intramundana en nombre de ninguna autoridad superior,
por alta que sea. En este sentido habrá que r e c o rdar un impor t a n t e
l o g r o kantiano: existe una auto-legislación y una auto-r e s p o n s a b i l i d a d
ética arraigada en la conciencia, en orden a nuestra propia r e a l i z a c i ó n
y a la configuración del mundo” (63). En el propio Finnis es expresa esta valoración de la d ive r s i d a d ,
por vía de la exaltación de la dignidad de la conciencia, i n c l u s o
e r r ó n e a : “[e]sta dignidad de la conciencia incluso erróne a es lo que se
e x p r esa en la novena exigencia (de razonabilidad práctica, que es
‘seguir la propia conciencia ’ ). Fl u ye del hecho de que la r a zo n a b i l i -
dad práctica no es simplemente un mecanismo para produc ir juicios
c o r r ectos, sino un aspecto de la plenitud del ser personal, que ha de ser
respetado (como todos los otros aspectos) en todo acto individua l tanto
como ‘en gener a l’ –cualesquiera sean las consecuencias– ” (64). El
párrafo nos remite nítidamente a la cuestión que planteábamos
hace algunas páginas, al tratar del personalismo: cuando se cuela
la autonomía de la voluntad como principio del orden moral, y
d e s a p a r ece, así, el bien inteligible como medida objetiva de la
bondad o malicia del acto libre, entonces la rectitud de la con-
ciencia ya no está vinculada a su conformidad con la realidad de
las cosas morales que juzga, ya no es su condición de ve rdadera el
elemento esencial de su rectitud, sino que ese elemento es su con-
formidad con la buena vo l u n t a d del sujeto que actúa, de manera
que llegan a identificarse voluntad autónoma y conciencia re c t a .
No se trata de que Finnis afirme derechamente esto –de hecho, lo
niega– pero sólo si tales nociones se hallan, aunque sea inad ve rt i-
damente, en su concepción de la conciencia, es posible que llegue
a afirmar la dignidad de la conciencia incluso erróne a como u n
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(63) H ans K
ÜNG,Proyecto de una ética mundial , pág. 70.
(64) J ohn F
INNIS,Ley natural y derechos naturales , pág. 155.
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aspecto de la plenitud del ser personal, que ha de ser re s p e t a d o. Y si
la conciencia errónea pertenece a la plenitud del ser personal,
entonces también la diversidad de opiniones morales, que sigue
necesariamente a las conciencias erróneas. Y si la primera había de
ser valorada y respetada, entonces también la segunda. La conclusión lógica de esta positiva valoración de la di ve r s i-
dad moral y religiosa es la reducción de la ética a un conjunto
mínimo de condiciones que permitan una convivencia pacífica
e n t re la multitud de hombres con proyectos vitales radicalmente
d i versos. Esta consecuencia era clara ya en Kant y es también clara
en la ética global: “[u]na actitud ética global, una ética mundial no
es otra cosa que el mínimo necesario de va l o res humanos, criterios y
actitudes fundamentales. Más exactamente: ética mundial es el con -
senso básico con respecto a v a l o res vinculantes, criterios irre vocables y
actitudes fundamentales, afirmados por todas las religiones, a pesar
de sus diferencias dogmáticas, y que pueden ser compartidos incluso
por los no cr e ye n t e s” (65).
En las últimas frases de la cita anterior se manifiesta, además,
un aspecto de aquella diversidad –la diversidad religiosa– que
habrá de jugar un papel significativo en la constitución del míni-
mo ético que se procura. En Küng se vinculan el carácter minima-
lista de la ética con una pretensión de universalidad de la misma:
“ [ s ]i queremos una ética que funcione en beneficio de todos, esta ha
de ser única. Un mundo único necesita cada vez más una actitud
ética única. La humanidad posmoderna necesita objetivos, va l o re s ,
ideales y concepciones comunes” (66). Evidentemente, esta un ive r-
salidad no es real, pues aquellos ideales comunes no se tratan más
que de las condiciones formales para la maximización de la par t i-
cularidad ética: la multitud de los hombres desarrollando una
multitud de proyectos vitales diversos, según los dictados de su
voluntad autónoma. No obstante, el suizo usa de un modo ambi-
valente esa noción de universalidad para señalar a la religión como
aquél ámbito de las cosas humanas que puede poner el fundamen-
to para el consenso mínimo requerido: “[l]a religión puede funda -
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(65) Hans K
ÜNG,U na ética mundial para la economía y la política , Editorial Trotta,
Madrid, 1999, pág. 105. (66) Hans K
ÜNG,Proyecto de una ética mundial , pág. 53.
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mentar sin equívocos por qué la moral, los va l o res éticos y las n orm a s
deben ser incondicionalmente vinculantes ( … )y, por tanto, un ive r-
s a l e s ( … ). Lo humano queda a salvo justamente cuando se lo consi -
d e ra fundado en lo divino. Ya está demostrado que sólo lo
incondicional puede a su vez obligar incondicionalmente, y sólo lo
absoluto vincular absolutamente” (67). Curiosamente, la condición
para que la religión pueda constituirse en tal fuente de fundamen-
to universal para la ética, es que renuncie a su propia univ e r s a l i d a d :
decir “l a re l i g i ó n ”, en abstracto, es decir “las re l i g i o n e s”, en concre-
to; y cuando las religiones, en plural, ponen las bases de un con-
senso universal, renuncian a todo aquello que, entre ellas, es
principio de diferencia, o, al menos, renuncian al carácter u nive r-
sal de aquello que, en cada una de ellas, es principio de dif ere n c i a
respecto de las demás; de manera de que el miembro razonable de
una religión razonable, habrá de admitir la v e rdad y bondad de las
demás religiones en conformidad a criterios que no son específicos
de su religión: “[s]egún el c riterio ético general, una religión es v e rd a-
d e r a y buena en la medida en que es humana y no oprime o des tru ye
la humanidad, sino que la defiende y fomenta. Según el criterio r e l i-
gioso general, una religión es v e r d a d e ra y buena en la medida en que
se mantiene fiel a sus propios orígenes o canon, a su auténtica ‘ e s e n c i a’ ,
a su figura y escritos nor m a t i vos como constante r e f e re n c i a” (68). En
Küng, como pensador de raíces católicas, el carácter abier t a m e n-
te hete ro d oxo de sus tesis es franco y nítido. No tiene intención
de esconder su divergencia respecto del Magisterio y la T r a d i c i ó n .
Por ello, es sorprendente descubrir que los mismos juicios teóri-
cos que llevan a Küng a la heter o d oxia, se hallan presentes en
multitud de autores que aún respetan –al menos subjetiv a m e n t e –
aquél Magisterio y aquella Tradición. Valgan dos botones de
muestra, tomados de diversos comentarios a la encíclica Ca r i t a s
in v e r i t a t e : “el humanismo que ex c l u ye a Dios no es solo un huma -
nismo ateo, sino también un humanismo al final inhumano. La
religión, por el cont ra r i o, puede ser uno de los ma yo res re c u r s o s
p a ra el desarr o l l o, pues re f u e rza las bases éticas y humanas del
870
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––––––––––––
(67) Ibid., pág. 112.
(68) Ibid., págs. 124-125.
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d e s a r ro l l o” (69); “[c] omo la experie ncia se ha encargado de demos -
t r ar y como la Carita s in ve r i t a t ea f i rma, ha sido precisamente la pro -
moción de los va l o res humanos más altos, como la religión y la cultur a ,
lo que ha estado detrás de los v e rd a d e ros procesos de des arro l l o” (70).
Quizá no vean, estos autores, que es falso que la re l i g i ó n –así, en
abstracto – re f u e rce las bases éticas y humanas o haya estado detrás
de los ve rd a d e r os procesos de desar ro l l o. Quizá no vean que la
deformación protestante del cristianismo está en la raíz del libera-
lismo moral y político, y que es responsable de muchos de los
h o r ro res de la modernidad (sólo a modo ejemplar, podemos hacer
mención del genocidio de los indígenas de N o rteamérica, o los
b rutales efectos sociales de la llamada re vol ución industrial ); o que
son los mandatos del Corán los que han mantenido a pueblos
completos, y durante siglos, en la ignorancia y el embr u t e c i m i e n-
to (por no mencionar la destrucción de la biblioteca de
Alejandría, o la indescriptible crueldad con que los mahometanos
han tratado siempre a los cristianos, hasta el día de hoy); o que las
religiones paganas de la Eu ropa pre-cristiana eran la síntesis de
toda la inmoralidad concebible. Y se podría continuar con una
larga enumeración de los signos de “humanidad” en las r e l i g i o n e s
de la India, de África o de la América pre-hispánica. Sólo la re l i-
gión v e rdadera, la Católica, que ha sido fundada y conservada por
Cristo, ha sido capaz –a pesar de las miserias humanas en ella pre-
sentes– de dar vida a una filosofía perenne, de fundar unos r e g í-
menes políticos auténticamente orientados al bien común, de
poner las bases de una vida moral recta, de constituir, en fin, una
ve rda dera Civilización. La afirmación del valor de la re l i g i ó n ,
exige constatar, con Küng, que “ ninguna religión quiere ya re i v i n-
dicar el monopolio de la ve rdad, pues ello supondría que sólo ella
tiene el monopol io de la ve rdad, mientras que las otras no poseen ve r-
dad alguna ” (71) y olvidar, en consecuencia, que la Iglesia no ha
871
ÉTICA CATÓLI CA, ÉTICA UN IVER SAL Y ÉTICA G LO B A L
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(69) P ablo B
LANCOSARTO, “Ética, ecología y economía. Caritas in veritate: la
encíclica global de Benedicto XVI”, Revista Empresa y Humanismo , vol. XIV , n.º 1,
2011, pág. 37. (70) Miguel M
ARTÍNEZ-ECHEV ARRÍA, “Don y desarr ollo, bases de la economía ”,
Scripta Theologica , vol. 42, 2010, pág. 132.
(71) Hans K
ÜNG,¿P or qué una ética mundial? Religión y ética en tiempos de globa -
lización. Conversaciones con Jürgen Hoer en, Herder , Bar celona, 2002, pág. 22.
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dejado nunca de reivindicar el monopolio de la Ve rdad, y que
cualquier señal d e ve rdad en otras religiones no es más que un ve s-
tigio de la única V e rdad que custodia la Iglesia Católica.
La explícita afirmación del valor de la diversidad moral y re l i-
giosa y de su importancia en la fundación de una ética global
sitúa, como se puede ve r, los principios éticos del par t i c u l a r i s m o
personalista en toda su coherencia e integración con la he re j í a
modernista y su particularización de lo católico.
Centralidad de los derechos fundamentales de la persona para un orden político auténticamente democrático
Los dos principios anteriores esconden un supuesto del
o rden político –también presente en la ética mundial de Küng y
en multitud de autores católicos contemporáneos– cuya o bv i e-
d a d lo hace ser asumido con una sorprendente liviandad y
ausencia de juicio crítico: en la moderna sociedad globalizada
sólo hay un régimen político (aunque es equívoco llamarle así)
admisible: la democracia liberal. Küng lo da por sentado “[e] n
oposición al Estado medieval-clerical o al moder n o - t o t a l i t a r i o, el
Estado libre-democrático debería ser, por su propia natur a l e z a ,
n e u t r al en cuanto a la concepción del mundo. Esto significa que
debe tolerar la diversidad de confesiones y religiones, de filosofías e
ideologías. Esto supone, sin duda, un increíble avance en la histo -
ria de la humanidad” (72), y también una mayoría de aquellos
a u t o r es católicos contemporáneos, como Rhonheimer, que dedi-
ca un largo artículo (73) –entre otros muchos espacios de su
obra– a sostener el valor del constitucionalismo liberal –incluso
en ciertos aspectos de sus formulaciones rawlsianas (74)– como
872
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––––––––––––
(72) H ans K
ÜNG,Proyecto de una ética mundial , pág. 45.
(73) Vid. Ma rtin R
H O N H E I M E R, “The Political Ethos of Constitutional
D emocracy and the Place of Natural Law in P ublic Reason: Rawls’sPolitical Liberalism
R evisited ”, American J ournal of Jurisprudence , vol. 50, 2005.
(74) “ I think that Rawls ’s mature theory of political liberalism, which I r ead indepen-
dently from some of his questionable egalitarian views on justice, is in fact very closeto
being an adequate, ev en very power ful, expression of the ethos of constitutional democracy”.
(Ibid., pág. 8).
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el espacio político contemporáneo de la ra zo n a b i l i d a d i u s n a t u r a-
lista (75). Psicológicamente, de cualquier modo, esta identificación de la
democracia liberal como el único orden político legítimo es cohe-
rente con la afirmación de los dos principios anteriores: para afir-
mar la legitimidad de un régimen, es necesario que en él queden
s a l va g u a r dados la plena autonomía y libertad de los ciudadanos y
el consecuente valor de la diversidad moral y religiosa. Y la garan-
tía de esa sal va g u a rda sólo existe si el régimen en cuestión se funda
s o b re la doble negación de un bien auténticamente común y del
principio de autoridad que le está necesariamente asociado. Y esto
es la democracia liberal: un orden (dicho con analogía de pr o p o r-
cionalidad impropia o metafórica) cuyo principio constitutivo es
la incomunicabilidad radical de los intereses par t i c u l a res de los
m i e m b r os de la sociedad, y en el que el único imperio real es el de
la voluntad autónoma de los ciudadanos, quedando así re d u c i d o ,
el o rd e n , a la disposición de los medios para que los individuos
puedan buscar aquellos intereses propios, minimizando las difi-
cultades y conflictos que supone la existencia de otros que tam-
bién tienen intereses par t i c u l a res. Y es en esta disposición de los
medios para el bien particular que aparece, como elemento cla ve ,
el moderno lenguaje de los d e rechos del hombre, humanos o funda -
m e n t a l e s . No hay necesidad de entrar en la larga y compleja dis-
cusión sobre el origen, contenido y alcances de la noción de
d e rec ho subjetivo y su vínculo con los d e rechos humanos . Basta la
consideración de su lugar actual en la configuración jurídica y
política de las sociedades, para entender que se ha producido un
g i ro copernicano. Gi ro, por lo demás, que es razonable y per f e c-
tamente coherente con las ideas reseñadas: si el principio orienta-
dor de la vida política no es ya el bien común, sino los inte re s e s
873
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(75) En la misma línea encontramos algunos comentarios de Caritas in veritate,
como el antes citado de Mar tínez-Echevarría: “[n] o es cierto que una v erdadera democr a -
cia, un régimen de libertades políticas, no sea posible mientras n\
o se haya alcanzado un cier -
to nivel de renta per capita. Eso sería declar ar incompatible la libertad con la pobreza o, lo
que es peor, sostener que la tiranía sería la vía de acceso a una plena humanidad ” (donde
es sorprendente la asociación entre democracia y régimen de liber tades políticas, a la vez
que se identifica todo otro régimen político con la tiranía). Miguel M
ARTÍNEZ-
E
CHEV ARRÍA, “Don y desarrollo, bases de la economía”, pág. 131.
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p a rt i c u l a res, es de toda lógica que el elemento clave del o rd e n
jurídico no sea ya el i u s, o derecho objetivo, sino las exigencias
individuales, o derechos subjetivos. En este sentido, la obra más
i m p o r tante de Finnis (Ley natural y derechos natur a l e s) es r e ve l a d o -
ra: aunque el tema de los der e c h o socupa el capítulo VIII (ya es sig-
n i f i c a t i v o que trate de ellos antes que de el dere c h o, del que se
ocupa en el capítulo X), comienza ese capítulo advirtiendo que
“ [ c ] asi todo en este libro versa sobre los derechos humanos (‘ d e re c h o s
h u m a n o s ’ es un modismo contemporáneo para ‘ d e rechos natur a l e s’: yo
uso las expresiones como sinónimos). P o rque, como v e remos, la gra -
mática moderna de los derechos pro p o rciona una forma de expr e s a r
v i rtualmente todas las exigencias de r a zonabilidad práctica ” (76). Si
se tiene en cuenta que el libro trata de la constitución general del
o r den jurídico y político, entonces se podrá ad ve rtir que esa
o m n i p r esencia de los d e r e c h o ses manifestativa del giro señalado,
en cuanto que esos d e re c h o sa p a recen fundando todas las demás
realidades jurídico-políticas. Lo cual, por lo demás, es expreso en
el australiano: “ el lector que siga el argumento de este capítulo ( e l
capítulo VIII, titulado De re c h o s) fácilmente podrá traducir la
m a yor parte de los análisis precedentes sobre la comunidad y la justi -
cia, y los análisis posteriores sobre la autoridad, el derecho y la obli -
gación, al vocabulario y gramática de los derechos (ya sean ‘ n a t u ra l e s’
o ‘legales ’ ) ”( 7 7 ) .
La naturaleza de este giro, por lo demás, es muy interesante en
el contexto de este trabajo, porque tiene correspondencia exacta,
en el orden jurídico, con la cuestión de la particularización del
o r den moral por la negación (u oscurecimiento) del bien inteligi-
ble como fundamento de ese mismo orden: si la universalidad del
o r den moral era dependiente del reconocimiento de la inteligibi-
lidad del bien al cual el hombre debe orientar su acción; así, tam-
bién, la universalidad del orden de la justicia será dependiente del
reconocimiento de la inteligibilidad (y, por tanto, objetividad) del
bien del otro como fundante de ese orden, en cuanto que tal bien,
en la acción concreta de justicia (cualquiera sea la especie de ésta),
es aprehendido por la razón práctica como i u s, lo suyo o debido
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(76) J ohn F
INNIS,Ley natural y derechos naturales , pág. 227.
(77) Ibid.
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al otro, constituyéndose así en objeto formal terminativo la
voluntad en la conducta justa, y principio último, en consecuen-
cia, de la justicia de aquella misma conducta. Y si, en el ord e n
moral, el eclipse de la inteligibilidad del bien tenía como conse-
cuencia necesaria la superposición de la autonomía de la vo l u n t a d
como fundamento único de la bondad de las acciones; también en
el orden de la justicia la desaparición del i u scomo objeto de la
voluntad justa tendrá como consecuencia la exaltación de esa
misma autonomía, cuya manifestación jurídica es el derecho sub-
j e t i vo absolutizado, es decir, constituido en fundamento de la jus-
ticia de la acción sin necesidad de re f e rencia a un bien inteligible
y objetivo. En este contexto, y como quedaba clarísimo con la for-
mulación kantiana del imperativo jurídico, lo único que medirá la
justicia de las acciones, en la vida social, es el modo en que esas
acciones sal va g u a rden, o no, la libertad de los miembros de la
sociedad; y cuando tomamos alguna de las formulaciones más
p e d e s t res de la regla de oro (que es el mismo imperativo categóri-
co de Kant), como no hagas a otro lo que no quieres que te hagan a
t i , y consideramos lo que significa su elevación a la categoría de
principio único del orden moral (con independencia de todo otro
principio y contenido material), podemos ad ve rtir claramente,
además, que la libertad que se intenta sal va g u a rdar en la acción
individual es sólo la propia, y que la del otro se respeta únicamen-
te en atención a generar las condiciones sociales para el ejer c i c i o
de la propia autonomía.
Entendida, pues, la ve rdad que se esconde tras aquél giro
copernicano del orden jurídico –por el que se reemplaza al i u sp o r
el derecho subjetivo como eje sobre el que descansa todo el o rd e n
de la justicia–, se puede entender, también, que era lógicamente
c o h e r ente que el orden político democrático –orden político ade-
cuado a la autonomía de los individuos y al pluralismo moral de
las sociedades– se fundara sobre la base de lo s d e rechos del hombre ,
d e rec hos humanos, o d e rechos fundamentales de la persona. Y esta
c o h e r encia entre premisas y conclusión es manifiesta en los auto-
res de la nueva ética global: “[e]l estado democrático, de acuerdo con
su constitución, ha de r e s p e t a r, proteger y fomentar la libertad de con -
ciencia y religión, la libertad de prensa y reunión, y todo lo concer -
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ÉTIC A CATÓLI CA, ÉTICA UN IVER SAL Y ÉTICA G LO B A L
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niente a los modernos derechos humanos. Sin embargo, este Estado no
debería imponer un sentido o estilo de vida, ni prescribir legalmente
ninguna clase de va l o res supremos o normas últimas, si quiere conser -
var intacta su neutralidad de cosm ov i s i ó n” (78).
Para cerrar este parágrafo, sólo se añadirá una cuestión que es
c l a ro indicio de la unidad indisoluble entre este último principio
de la ética global que hemos reseñado (la centralidad de los dere-
chos fundamentales en un orden político democrático) y los dos
p r i m e ros (la autonomía y libertad como va l o res esenciales del
o r den moral y político, por una parte, y la necesidad de una ética
de mínimos como posibilidad de convivencia en un mundo plu-
ral, por la otra). Esta cuestión es la de la primacía, entre estos
d e r echos fundamentales, del derecho a la libertad religiosa y de
conciencia. Esta primacía aparece ya claramente en el texto re c i é n
citado de Küng, pero también se descubre en autores católicos
“ o r t o d o xo s ”, como M a rt í n e z - Ec h e v arría: “[d ]e n t ro de ese objetivo
orientado a lograr que el hombre pueda manifestarse como sujeto
m o r al, resulta imprescindible el reconocimiento de la liberta d re l i g i o-
sa. Condi ción sin la que no es posible algo tan básico para la digni -
dad humana como la libertad política, a partir de la cual se puede
iniciar un ve rd a d e r o desa rro l l o” (79). O R h o n h e i m e r, que pro p o-
ne el carácter fundante de la libertad religiosa respecto de cual-
quier otra libertad política o derecho humano (80). Decimos que
esta primacía del derecho a la libertad religiosa y de conciencia
manifiesta el vínculo entre los tres principios reseñados, po rq u e
tal primacía es la inevitable conclusión de un sencillo silogismo
condicional: (premisa mayor en modo s o r i t e s :) si la dignidad de la
persona consiste en su autonomía individual –especialmente en
los dos ámbitos más importantes de su vida, que son el moral y el
religioso–, entonces el orden ético y político debe consistir en una
disposición de los medios para el desarrollo libre de la pluralidad
de proyectos personales –morales y religiosos–; y si el orden ético
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(78) H ans K
ÜNG,Proyecto de una ética mundial, págs. 45-46.
(79) M iguel M
ARTÍNEZ-ECHEV ARRÍA, “Don y desarrollo, bases de la economía ”,
pág. 132. (80) Martin R
HONHEIMER,Cristianismo y laicidad. Historia y actualidad de una
r elación compleja, Rialp, Madrid, 2009.
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y político debe así ordenarse al despliegue de la autonomía perso-
nal, entonces no puede sino estar fundado sobre el respeto y la
garantía de los derechos fundamentales de la persona; y si estos
d e rechos se ordenan, en último término, a re s g u a rdar el desarro-
llo libre de los proyectos morales y religiosos de las personas,
entonces el más importante de ellos, y sobre el cual se fundan
todos los demás, es el derecho a la libertad religiosa y de concien-
cia. (Premisa menor:) La dignidad de la persona consiste, de
hecho, en su autonomía individual –especialmente en los dos
ámbitos más importantes de su vida, que son el moral y el re l i g i o-
so–. (Conclusión:) Luego, el derecho más importante, y sobre el
que se fundan todos los demás, es el derecho a la libertad re l i g i o-
sa y de conciencia. Esta cuestión de la primacía del derecho a la libertad re l i g i o s a
y de conciencia nos permite, además, cerrar todo el capítulo dedi-
cado a la ética global, porque en tal primacía se sintetiza aquella
cualidad esencial de la ética global: como propuesta teórica de un
vasto sector del pensamiento católico contemporáneo, esta doctri-
na implica la doble particularización de la multisecular doctrina
moral y política católica, que es universal tanto en sus principios
de orden natural, como en la unidad fecunda de éstos con la uni-
versalidad de lo católico. Doble particularización que es síntesis
p e r fecta entre la modernidad filosófica plasmada en el personalis-
mo y la modernidad teológica que encarna el modernismo.
4. Conclusión
La conclusión de estas líneas no puede consistir más que en la
constatación de que el pensamiento católico contemporáneo,
especialmente aquél que se ocupa de las cuestiones morales y polí-
ticas, exige un urgente retorno a sus fuentes tradicionales. M u c h o s
de los autores citados se declararían expresamente a n t i m o d e r n i s t a s,
y rechazarían algunos de los alcances de sus juicios que hemos
reseñado en este trabajo. P e ro perseverar en el camino de las filo-
sofías re n ova d o r a s, como el personalismo, sólo conduce a la diso-
lución de la doctrina católica, aún si esa disolución no está en la
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intención subjetiva de los autores. Y el peligro, como se ha visto,
no se detiene en las cuestiones del orden moral y político sino
que, como es inevitable, alcanza a la totalidad del dogma católico.En nuestros días el peligro es aún mayor porque, quizá como
nunca antes, podemos hacer nuestras las palabras de San Pío X:
“ h o y no es menester ya ir a buscar los fabricantes de err o res entre los
enemigos declarados: se ocultan, y ello es objeto de grandísimo dolor y
angustia, en el seno y gremio mismo de la Iglesia, siendo enemigos
tanto más perjudiciales cuanto lo son menos declar a d o s” ( 8 1 ) .
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(81) P
ÍOX, Pascendi Dominici G regis, n. 1.
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