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El envilecimiento del bien común: entre liberalismo y clericalismo

EL ENVILECIMIENTO DEL BIEN
COMÚN: ENTRE LIBERALISMO Y CLERICALISMO
Julio Alvear
1. Intr oducción
La naturaleza del bien común se ha desdibujado a los
ojos de nuestros contemporáneos. La hegemonía liberal,
como doctrina y mentalidad, ha afectado a la posibilidad de
comprender sus presupuestos antropológicos, éticos, socio -
lógicos, e incluso teológicos. Sin embargo, en ciertos ambientes eclesiásticos y en el
medio laical que le sigue, la invocación del bien común pare-
ce ser un recurso habitual para bien situarse ante la escalada
universal de disgregación política, moral, económica, cultural
y religiosa que asola la sociedad temporal ex cristiana. Se
trata, empero, de una palabra huera que esconde una inten-
cionalidad preventiva frente a la necesaria clarificación del
concepto. En realidad, para la mentalidad clerical en curso,
que sigue el minimalismo del Concilio Vaticano II en orden a
abrazar el mundo moderno (1), el genuino bien común, anti-
liberal por naturaleza, se ha vuelto un imposible práctico.
En esta línea, precisaremos, en primer lugar , los aspectos
del bien común que el liberalismo ha combatido y combate.
Luego, analizaremos por qué la mentalidad clerical en co-
mento traiciona el bien común cuando lo invoca en las
actuales sociedades liberales.
Verbo, núm. 509-510 (2012), 865-880. 865
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(1) Para BENEDICTOXVI, el Concilio debía determinar de modo
nuevo la relación entre la Iglesia y la edad moderna ( «doveva determinare
in modo nuovo il rapporto tra Chiesa ed età moderna» ). De ahí que el Vaticano
II represente el «“sì” fondamentale all’età moderna», no exento, empero, de
grandes tensiones. I
D., Expergiscer e homo, discurso a los cardenales, arzobis -
pos, obispos y prelados superiores de la Curia romana, con motivo de los
saludos navideños y en conmemoración de los cuarenta años del t\
érmino
del Concilio V aticano II, 22 de diciembre de 2005.
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JULIO ALVEAR
2. Elementos del bien común combatidos por el liberalismo
Hay presupuestos filosóficos del bien común que son
esenciales en el orden de su identidad, y que han sido des -
tacados en esta revista en diversas oportunidades (2). Aquí
solo subrayaremos, y con intenciones sistemáticas, aquellos
elementos que el liberalismo, en sus variopintas corrientes y
graduaciones, ha combatido con singular ansia de destruc -
ción. He aquí algunos de dichos elementos:
Universalidad del bien común: integridad, jerar quía, comunica-
bilidad, tradición
El bien común es bienen el sentido propio del término
atendida la perfectibilidad de la naturaleza social del hom -
bre. De ahí la célebre definición de Aristóteles: bonum est id
quod omnia appetunt. La universalidad del bien (común) se comprende si aten-
demos a algunas de sus notas esenciales, particularmente las
que el liberalismo niega directa u oblicuamente: la integri-
dad, la jerarquía, la comunicabilidad y la tradición. En razón de su integridad, el bien común incluye todos
los bienes que perfeccionan la naturaleza social de la persona
humana de un modo actual y potencial. Pero es una integri -
dad arquitectónica: «contiene» bienes inferiores y superio -
res, jerarquizados según la esencia y finalidad de cada uno de
ellos, no solo en abstracto, sino también en relación a las cir -
cunstancias históricas de las necesidades de cada pueblo.
Considerada la jerarquía en abstracto, dentro de ella los
bienes útiles siempre se han de subordinar a los bienes
honestos. Los ejemplos sin infinitos. Podemos imaginarnos,
v . gr ., que la eficiente asignación de recursos a través del
mercado (mantra dogmático del liberalismo económico) es
866Verbo, núm. 509-510 (2012), 865-880.
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(2) Ver el «cuaderno» sobre el bien común de Verbo, núm. 501-502
(2012).
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sólo un bien útil, y como parte integrante material del bien
común no puede en caso alguno tener la primacía sobre los
bienes no económicos (incluso útiles) que le son superiores
por ser más universales, más inmateriales y más humanos. La integridad y la jerarquía constituyen lo que se puede
denominar la «criteriología» del bien común, opuesta a la
«criteriología» liberal. En ésta, la integridad del bien com\
ún
es hondamente afectada por una transmutación antropoló -
gica: del hombre como imago Dei al homo consumericus, que
arrastra tras de sí la demolición de la faceta contemplativa
de la naturaleza humana y la pérdida definitiva de la virtud
de la templanza como ambiente moral adecuado de la socie -
dad temporal. En concreto, la criteriología liberal fomenta
como sustituto del bien común la sociedad economicista
destinada a obtener rendimiento para una plutocracia de
financieros, productores e intermediarios, en desmedro per -
manente de los bienes honestos, y de los mismos bienes
materiales no sustituibles, o que siendo necesarios no dan
beneficios exorbitantes.
La negación de la jerarquía de los bienes humanos (y
divinos) no es misterio para quien conozca la cara no edul -
corada del liberalismo, aun del moderado. En la llamada
sociedad de masas contemporánea se vive una continua
demolición de dicha jerarquía por la vía de la negación de
los bienes superiores, la igualación material de todas las
opciones y la disrupción capitalista «innovadora» que va des -
truyendo todo lo que permanece en el tiempo.
No hay bien comú n si no hay comunicabilidad. Aquí rige
una regla diversa a la del mundo material, pues a mayor inma-
terialidad de un bien, mayor su comunicabilidad. De ahí que,
en rigor, los bienes puramente materiale s (en su sola entidad
física, no en su valor simbólico, estético o afectivo) no sean
propiamente comunicables sino partibles. La criteriología li-
beral obstruye la comunicabilidad en todas sus formas, incluso,
como es de experiencia universal, la partibilidad. Se puede
decir que lo hace por imperativo metafísico. Su principio
constitutivo no es que el bien sea de suyo comunicable sino la
obtención de la mayor utilidad posible al menor coste, d e n-
tro de la lógica desnuda del racionalismo calculista.
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Otro aspecto sumamente olvidado es la tradición. Sin
ella sería imposible el bien común en el ámbito de la socie -
dad temporal. Por de pronto, se destruirían las genuinas
nociones de estabilidad, permanencia y progreso, que nos
posibilitan hablar del bien común a través del tiempo, como
un tesoro proyectado al futuro de las generaciones pasadas.
Llegamos aquí a la hermosa noción de V allet de Goytisolo:
«El bien común es el bien de todo el pueblo visto transtem -
poralmente en su sucesión de generaciones» (3).
No es necesario insistir en la forma en que hoy se vulnera
este elemento constitutivo del bien común. La «evolución»
o el «progreso» son concebidos como puntos de inicios sin
ataduras con el pasado. T odo lo contrario a la pietas patria,
en la que tanto insistió el maestro Rafael Gambra. Desde el
ángulo político, el bien común es asimilado al bien de la
mayoría, y de la mayoría del instante presente, que por
absurdo puede convertirse, como anota con gracia V allet,
en «el mal de todos para el mañana».
El bien común como causa final Que el bien común tenga razón de bien es algo aceptado,
al menos en el uso del término. El problema se plantea a la
hora de identificar el bien común de la sociedad temporal
en abstracto y de asignarle una relación de per fectibilidad a
los objetos concretos que persiguen las civilizaciones históri -
cas, particularmente la civilización moderna, tal como hoy la
vivimos. La magnífica y conocida categorización de los bienes
humanos que realiza Santo T omás en la Suma teológica sigue
siendo una pauta definitiva (4). Partir por la vía ascendente
del ejercicio subjetivo de lo que los hombres buscan como bien
para determinar , en definitiva, por la vía descendente, cuál
es ese bien, evaluando las cualidades que tienen la suficien-
JULIO AL VEAR
868Verbo,núm. 509-510 (2012), 865-880.
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(3) Juan VALLETDEGOYTISOLO, «El bien común, pauta de la justicia
general o social», en el cuaderno de Verbocitado, pág. 54
(4) Summa theologiae, I-II, q. 2, a. 1-8; q. 3 a. 1.
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cia objetiva para colmar las tendencias de la naturaleza
humana, es algo que no debiera olvidarse.Empero, al bien de los hombres en cuanto viven en la
sociedad temporal se le ha de describir mediante una cuali -
dad muy especial: es unbien común, o mejor dicho, es el
bien común. Y como tal no es sino el fin último por excelen -
cia de los hombres en esta vida.
Hoy se tiene la tendencia a cosificar el concepto de bien
común en cuanto «fin» de la sociedad: se piensa en él como
el puro término cronológico de un proceso, simple esfuerzo
voluntarista de una humanidad emprendedora que hace y
deshace en un instante lo que le place, con la ayuda de la
tecnología.
La filosofía clásica concebía el «fin» de una manera espe\
-
cíficamente distinta: causalitas finis sistit in appeti et desir erari.
Se trata del bien, no como «fin-término», sino como «finali -
dad», que no es mero motivo subjetivo que induce a la ter -
minación de algo sino causa definitiva del ser. Respecto del
bien que es fin, todo se configura: el ordenamiento de las
causas eficientes, de las causas materiales y formales. Nuestro modo materialista de comprender la causa final
impide muchas veces su correcta intelección, lo que tiene
gravosas consecuencias a la hora de describir correctamente
el papel que el bien común juega en las sociedades huma -
nas. El bien común de la sociedad no influye, como muchas
veces se cree, a modo de causa eficiente, produciendo, sino
a modo de causa final: atrayendo. Ontológicamente el fin es
la causa de todas las causas, y , en consecuencia, preexiste
(«en la intención», decían los escolásticos) a toda cau\
salidad
eficiente. El fin es lo que hace que la causalidad eficiente sea
eficiente. Sin él la sociedad no se movería para alcanzar
objetivo alguno. No es posible por tanto (y se ha de insistir mil veces en
ello) arribar a una noción adecuada del bien común de la
sociedad temporal si no se atiende a su naturaleza de causa
final. Lo que postula la existencia de un bien objetivo comu -
nicable, subjetivamente participado y acrecentado a lo largo
del tiempo, acorde con la tradición, vocación e historia de
una sociedad determinada. Es ése el bien que atrae, del cual
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una sociedad no puede desligarse sin atentar contra su pro-
pio futuro y contra su propia identidad. Los discursos sobre el bien común que hoy se formulan
vulneran la sustancialidad del orden que imponen las causas
finales. Se articulan sobre la base de simples aspiraciones, en
general utópicas, en todo caso demiúrgicas, como todo lo
moderno en su sentido fuerte, o disgregadoras, como todo
lo posmoderno en su significado débil. Racionalistas, volun -
taristas o instintivas, tales aspiraciones no reconocen la exis -
tencia de un bien objetivo para la naturaleza social del
hombre, sea en sus elementos esenciales, sea en su modali -
zación histórica y concreta. Perdido el foco de atracción de la finalidad que atrae por
lo que tiene de perfecto, ¿en qué se ha convertido hoy el dis-
curso sobre el «bien común»? La respuesta es clara: en una
palabra vacía que designa la coordinación (o descoordina-
ción, según el nivel de caos de cada país) de múltiples agentes,
que juegan a ser dioses ejecutando proyectos de reingeniería
social (¿no es eso acaso la llamada era de la desregulación
económica?). Su causa final son los intereses corporativos, los
sueños utópicos igualitario s o libertarios, u otras formas nihi-
listas de racionalismo voluntarista. No es el bien común. Por
lo que en definitiva, estas fuerzas se convierten en causas efi-
cientes de la disgregación del orden de antaño. No hay que olvidar que la sociedad es una concurrencia
arquitectónica de las personas hacia su per fección común,
diversamente participada. Al fin y al cabo, la sociedad no se
per fecciona ni comunica esa per fección sino porque posee
ya por modo intencional el bien común universal, causa de
atracción de todas sus realizaciones, y cuyo analogado prin -
cipal, no hay que olvidarlo, es el mismo Dios. Lo que, como
se sabe, exige a las sociedades cristianas condiciones tempo -
rales negativas y positivas, de las que no puede excusarse.
El bien común cristiano
Sostenía León XIII que la gran obra temporal de la
Iglesia ha sido la civilización cristiana en donde la fe y la
JULIO ALVEAR
870Verbo,núm. 509-510 (2012), 865-880.
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moral de Cristo penetraron en la cultura y en las costum-
bres, en las instituciones políticas y sociales: «[La Iglesia] sal\
-
vando el glorioso patrimonio de las artes, de la historia, de
las ciencias y de las letras, y haciendo penetrar profunda -
mente en las articulaciones del consorcio humano el espíri -
tu del Evangelio, formó precisamente aquella civilización
(ut civilitatem penitus evangelica sapientia per vaderet totamque
imbuer et) que ha sido llamada cristiana y que dio a las nacio -
nes que la acogieron su benéfico influjo ( ita christianum cul-
tum in commune invexit ) la equidad de las leyes, la dulzura de
las costumbres, la protección de los débiles, la piedad por
los pobres y la dignidad de todos» (5). La encíclica Il fermo proposito de San Pío X es, a este pro-
pósito, un documento de alta importancia pues define los
elementos esenciales de la civilización cristiana, la que es
considerada como modelo de toda civilización. La defini -
ción se realiza sobre la base de las relaciones entre la Iglesia
y la comunidad política:
1.La misión de la Iglesia es primordialmente de natura -
leza espiritual: santificación de las almas y difusión del
Reino de Dios en los individuos, en las familias y en la socie -
dad, mediante la extensión de la verdad revelada, el ejerci -
cio de las virtudes cristianas y las obras de caridad espiritual
y corporal (6).
2.Al cumplir con su misión, la Iglesia necesariamente
inspira y da forma a una civilización, orientando todo el
orden temporal hacia Dios. Es la civilización cristiana:
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(5) LEÓNXIII, Encíclica Annum ingressi, de 19 de marzo de 1902,
sobre la guerra contra la Iglesia, núm. 5; original italiano ( Pervenutti
all´anno ) en ASS, 34 (1901-1902), págs. 513-522 y texto latino en Acta
Leonis XIII, 22 (1902-1903), págs. 52-80. Utilizamos para la numeración y
la traducción española la versión de la colección Doctrina Pontificia, II,
Documentos políticos, ed. de José Luis Gutierrez García, Madrid, BAC,
1958, aunque con ciertas rectificaciones nuestras atendida la edición lati -
na que se indica en cada caso.
(6) S
ANPÍOX, Encíclica Il fermo propósito, de 11 de junio de 1905, al
Episcopado italiano sobre la Acción Católica, núm. 3; en ASS, 37 (1904-
1905), págs. 741-767. El texto original está en italiano, si bien en Acta
Sanctae Sedis figura una traducción latina bajo el nombre Certum consilium.
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a)La verdad divina y la ley divino natural al elevar hacia
sí todas las facultades humanas, elevan consecuencialmente
en la misma dirección todo el ámbito secular de la cultura,
de las ciencias, de las instituciones políticas, de las leyes, de
las costumbres sociales e incluso el bienestar material (7).
b)La Iglesia al evangelizar civiliza, pues los bienes cris -
tianos per feccionan la naturaleza humana. Y salvo que la
Iglesia renuncie a ejercer su misión, la evangelización pro -
duce necesariamente una civilización cristiana, como puede
probarse históricamente (8).
c)El concepto de civilización no puede abstraerse de la
idea cristiana. De tal modo que la civilización cristiana es el
padrón de toda civilización humana y , a su vez, la Iglesia es la
guardiana de la civilización: «La civilización del mundo es
civilización cristiana (la civiltà del mondo è civiltà cristiana ):
tanto es más verdadera, durable y fecunda en preciosos fru -
tos, cuanto es más genuinamente cristiana; tanto más decli -
na, con daño inmenso del bienestar social, cuanto más se
sustrae a la idea cristiana. Así que aun por la misma fuerza
intrínseca de las cosas, la Iglesia, de hecho, llegó a ser la
guardiana y defensora de la civilización cristiana. T al hecho
fue reconocido y admitido en otros siglos de la historia y
hasta formó el fundamento inquebrantable de las legislacio -
nes civiles» (9).
JULIO AL VEAR
872Verbo,núm. 509-510 (2012), 865-880.
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(7) Ibid., núm. 4.
(8) «La Iglesia, al predicar a Cristo crucificado, escándalo y locura a
los ojos del mundo, vino a ser la primera inspiradora y fautora de la civi -
lización, y la difundió doquier que predicaran sus Apóstoles, conser van-
do y per feccionando los buenos elementos de las antiguas civilizaciones
paganas, arrancando a la barbarie y adiestrando para la vida civil los nue -
vos pueblos, que se guarecían al amparo de su seno maternal, y dando a
toda la sociedad, aunque poco a poco, pero con pasos seguros y siempre
progresivos aquel sello tan realzado que conserva universalmente hasta e\
l
día de hoy». Ibid.
(9) «La civiltà del mondo è civiltà cristiana; tanto è \
più vera, più dure -
vole, più feconda di frutti preziosi, quanto è più nettamente cristiana;
tanto declina, con immenso danno del bene sociale, quanto all’idea cris -
tiana si sottrae. Onde, per la forza intrinseca delle cose, la Chiesa diven -
ne anche di fatto custode e vindice della civiltà cristiana. E tale fatto in
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3.La resultante de la civilización inspirada por la Iglesia
es la sociedad política católica en todos sus componentes
anti-modernos: profesión de la fe en la vida pública, impe -
rio de la ley divino-natural en las leyes positivas, concordia
entre la Iglesia y el poder político, etc.: «En este hecho estri -
baron las relaciones entre la Iglesia y los Estados (Stati), el
público reconocimiento de la autoridad de la Iglesia en
todo cuanto de algún modo toca a la conciencia, la sumisión
de todas las leyes del Estado a las divinas leyes del Evangelio,
la concordia de los dos poderes del Estado y de la Iglesia, en
procurar de tal modo el bien temporal de los pueblos, que
lo eterno no padeciese quebranto» (10). El Pontífice habla de Estado y no de sociedad política
católica, aunque conceptualmente parece tener en mente la
segunda, atendida su concepción orgánica y jerárquica del
orden socio-político, en el que la familia y los cuerpos inter -
medios tienen un papel fundamental.
4.La restauración de todas las cosas en Cristo, implica
no sólo la restauración de las cosas divinas en el orden ecle -
sial, sino también la restauración de la civilización cristiana:
«La Iglesia (…) procura por todos medios el reparar las pér -
didas sufridas en el reino ya conquistado. Restaurarlo todo
en Cristo ha sido siempre su lema, y es principalmente el
Nuestro en los perturbados tiempos que atravesamos. Res-
taurarlo todo, no como quiera, sino en Cristo; “lo que hay
en el cielo y en la tierra, en El”, agrega el Apóstol; restaurar
en Cristo no sólo cuanto propiamente pertenece a la divina
misión de la Iglesia, que es guiar las almas a Dios, sino tam -
bién todo cuanto se ha derivado espontáneamente de aque -
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Verbo,núm. 509-510 (2012), 865-880. 873
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altri secoli della storia fu riconosciuto e ammesso; formò anzi il fonda -
mento inconcusso delle legislazioni civil». Ibid.
(10) «E tale fatto in altri secoli della storia fu riconosciuto e ammes -
so; formò anzi il fondamento inconcusso delle legislazioni civili. Su quel
fatto poggiarono le relazioni tra la Chiesa e gli Stati, il pubblico riconos -
cimento dell’autorità della Chiesa nelle materie tutte che toccano\
in qual -
sivoglia modo la coscienza, la subordinazione di tutte le leggi dello Stato
alle divine leggi del V angelo, la concordia dei due poteri dello Stato e
della Chiesa, nel procurare in tal modo il bene temporale dei popoli, ch\
e
non ne abbia a soffrire l’eterno». Ibid., núm. 4.
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lla divina misión, en la forma que hemos explicado, esto es,
la civilización cristiana con el conjunto de todos y cada uno
de elementos que la constituyen» (11).De la misión de la Iglesia dimana su consecuencial influ -
jo en el orden temporal, es decir , la forja de la civilización
cristiana en todos sus elementos esenciales (« da quella divina
missione spontaneamente deriva, la civiltà cristiana nel complesso
di tutti e singoli gli elementi che la costituiscono»). Del mismo modo que León XIII o Pío XII, el Pontífice
expresa su certeza de que la civilización cristiana volverá a
ser restaurada (12). Y aún con mayor pugnacidad, afirma
que en gran medida tal restauración depende de que la Igle-
sia tenga un espíritu indomable para enfrentarse a la insu -
rrección moderna en todos los frentes, desechando todo
tipo de compromiso con ella (13).
5.San Pío X constata que la Revolución moderna ha
emprendido una guerra para que la sociedad se rija por
principios adversos a los que inspiran la civilización cris-
tiana. Desde el punto de vista de las causas teológicas, este
proceso es conducido por Satanás. El laicismo de los Estados
modernos hace parte de ese plan (14).
Este punto de insistencia se encuentra en todo el corpus
politicum leonianum et pianum: uno de los objetivos inheren-
JULIO ALVEAR
874Verbo,núm. 509-510 (2012), 865-880.
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(11) El texto original de la última frase dice: «Ristorare in Cristo
non solo ciò che appartiene propriamente alla divina missione della
Chiesa di condur re le anime a Dio, ma anche ciò che, come abbiamo
spiegato, da quella divina missione spont aneamente deriva, la civiltà
cristiana nel complesso di tutti e singoli gli elementi che la costituisco-
n o » . I b i d ., núm. 6.
(12) Ibid., núm. 9.
(13) Ibid., núm. 7.
(14) «No hace falta deciros qué linaje de prosperidad y bienestar , de
paz y concordia, de respetuosa sumisión a la autoridad y de acertado
gobierno se lograría y florecería en el mundo, si se pudiera realizar ínte -
gro el per fecto ideal de la civilización cristiana. Mas, dada la guerra con-
tinua de la carne contra el espíritu, de las tinieblas contra la luz, de
Satanás contra Dios, no es de esperar tal felicidad, al menos en su pleni -
tud. De ahí que a las pacíficas conquistas de la Iglesia se van haciendo
continuos ataques, tanto más dolorosos y funestos cuanto más propende
la humana sociedad a regirse por principios adversos al concepto cristia -
no, y , aun más, a apostatar totalmente de Dios». Ibid., núm. 5.
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tes a la modernidad política, en su sello liberal y laico, ha
sido la demolición de la civilización cristiana en cuanto tal.Para centrarnos brevemente en León XIII, se ha de
decir que para él existe un proyecto de los adversarios de
Jesucristo a fin de erradicar su doctrina y destruir su obra
en la sociedad temporal. Lo que se quiere es expulsar el
influjo de la doctrina y ley cristiana en el orden cultural,
político, jurídico, social, y económico de las sociedades occi-\
dentales (15). Por ello, el bien común cristiano hay que defenderlo en
una guerra sin cuartel contra los hijos del Anti-Cr isto. La
encíclica S u p e r i o re anno describe los horizontes apocalípti-
cos de esta lucha entre la R evolución moderna y el cristia-
nismo. Los enemigos del nombre cristiano son obstinados
en sus propósitos y los c atólicos deben entrar en combate
con una resistencia perseverante a la espera de la hora de
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(15) Los términos de León XIII son los siguientes: «¿Quién puede,
en efecto , ignorar la amplia conspiración de fuerza s adversarias que pre-
tende hoy día arruinar y destruir la gran obra de Jesucr isto, intentando,
con una pertinacia que no conoce límites, destruir en el orden intelec-
tual el tesoro de las do ctrinas r eveladas y aniquilar en el orden social las
más santas, l as más sal udables insti tuciones cristianas? (...). ¡Cuántas ase-
chanzas se tienden por todas partes a las almas creyentes!». El texto lati-
no dice: «Numquemnam latet conspirans ille ad labefaciendum opus Iesu Christi
consensus infensissimorum hostium, christiana vel dogmata vel instituta, per t i-
nacia incredibili, convellere molientium?(...). ¡Pr o h c i rcumvent am insidiis incau -
t o r um fidem!». Enseguida el texto resalta la amplitud del objetivo: «¡Con
cuántos impedimentos se intenta a di ario debilitar y anular en lo posible
la acción benéfica de la Iglesia !». I b i d ., núm. 1. León XIII anuncia que la
sociedad temporal camina hacia su ruina por estar abandonando a
Cristo: «... la situación de la sociedad contemporánea, la cual por el
abandono de las grandes tradiciones cristianas, en la que se halla muy
trabajada material y moralmente, camina hacia un estado peor ( n e q u e
haec tan misera societatis humanae t empora; cui cuidem ille a chri stiana discipli -
na institutoque discessus f ort u n a rum morumque detrimenta adhuc magna pepe -
rit, maiora st ru i t ), por ser ley de la Providencia, confirmada por la historia,
que no pueden soc avarse los grandes principios religiosos, si n sacudir al
mismo tiempo las bases de la próspera convivencia social ». I b i d ., núm. 2.
Estas palabras se escriben en 1902, época en que la Europa de la Belle épo -
que soñaba con un mundo brillante de desarr ollo material y de esplendor
social. No fue necesario, sin embargo, esperar mucho para la sacudida de
«las bases de la próspera convivencia social» que anuncia. La Gran
Guerra estalla en 1914.
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Dios (16). Porque no se trata de una lucha meramente
humana; quien se ha alzado contra Cristo es «el enemigo
an tiguo y formidable en la fuerza exaltada de su poder» y el
campo de batalla es la sociedad temporal (17). La misma concepción se repite en otros muchos docu-
mentos, como la encíclica O c t o b re mense, que denuncia la
maquinación contra Cristo a fin de borrar y destruir com-
pletamente su obra (18), o la encíclica D ivinum illud munus
que muestra que la Modernidad (en el sentido valorativo
del término) ha c ometido un pecado colectivo contra el
Espíritu Santo, que anuncia la llegada de los últimos tiem-
pos (19).
3. El envilecimiento del bien común en la mentalidad cleri -
cal contemporánea.
La lucha precedente, de magnitud bíblica, cesa a partir
del Concilio V aticano II. Así al menos lo proclamó formal -
mente Pablo VI al cerrar la magna asamblea (20). Lo que no
JULIO AL VEAR
876Verbo,núm. 509-510 (2012), 865-880.
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(16) LEÓNXIII, Encíclica Superiore anno, para exhortar al rezo del
rosario, de 30 de agosto de 1884, núm. 3, original latino en Acta Leonis
XIII, 4, págs. 123 y sigs. Edición en español y en formato digital en El
magisterio pontificio. De León XIII a Benedicto XVI, del Centro de Estudios y
Documentación «Padre Hurtado» de la Pontificia Universidad Católica
de Chile, Santiago, 2007 (17) Ibid.
(18) L
EÓNXIII, encíclica Octobre Mense, sobre el rosario, de 22 de sep -
tiembre de 1891, núm. 1. Edición en español y en formato digital en El
Magisterio Pontificio. De León XIII a Benedicto XVI, cit.
(19) L
EÓNXIII, Encíclica Divinum illud munus, sobre la presencia y la
virtud del Espíritu Santo, de 9 de mayo de 1897, núm. 14. Original latino
en Acta Leonis XIII, 17 (1898), págs. 125-148. Edición digital en español de
Librería Editrice V aticana.
(20) El espíritu conciliar anunciado por J
UANXXIII en las relaciones
de la Iglesia con la modernidad encuentra un retrato paradigmático en
P
ABLOVI, Discurso Hodie Concilium, a la última sesión pública del Concilio
V aticano II, de 7 de diciembre de 1965. Sostiene ahí el Pontífice: «El
humanismo laico y profano apareció, finalmente, en toda su terrible
estatura, y por así decir desafió al Concilio para la lucha. La religión, que
es el culto de Dios que quiso ser hombre, y la religión –porque lo\
es– que
es el culto del hombre que quiso ser Dios se encontraron. ¿Qué aconte -
ció? ¿Combate, lucha, anatema? T odo esto se podría haber dado, mas de
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ha impedido que el «adversario», de ese modo calificado por
el magisterio precedente, siguiera minando las sociedades en
lo que tienen de natural y de cristiano. Entretanto, eln u e v o
espíritu conciliar, como el gas del experimento del Doctor
OX, tomó cuenta de las orientaciones centrales de la jerarquía
eclesiástica. El «diálogo», con su secuela de compromiso, mini-
malismo, renuncia o desprevención, afectó profundamente
las relaciones de los católicos con los principios de la civiliza-
ción moderna, especialmente en el campo de la política, y
dentro de él la noción (y defensa) del bien común. A este respecto, es notable obser var que mientras el bien
común ha sido por definición combatido en todos sus ele -
mentos sustanciales por el liberalismo (y por su inseparable
mano hermana, el laicismo), el uso del término viene sien -
do reflotado en el discurso público de los llamados católicos
«comprometidos» con la vida pública. ¿Se trata realme nte del bien común? ¿Nos encontramos
ante una defensa plausible y relevante de al menos uno de
sus caracteres (univers al, final, cristian o) contra la hegemo-
nía liberal? ¿Se adelantan estos c atólicos «compr ometidos »
a sostener en la vida pública la integridad, la jer arquía, la
comunicabilidad y la tradición implicadas en el bien
c o m ú n ? Nada de eso. A mi juicio se trata de un recurso balsámico
que hace de la defensa del bien común un artilugio retóri -
co para jugar al minimalismo y al compromiso, con tranqui -
lidad de conciencia, dentro de las reglas de la «sociedad»
liberal. Un texto de Benedicto XVI nos ser virá de anclaje para
vislumbrar materia tan confusa: «Es importante notar lo que
EL ENVILECIMIENTO DEL BIEN COMÚN: ENTRE LIBERALISMO Y CLERICALISMO
Verbo, núm. 509-510 (2012), 865-880. 877
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hecho no se dio (...). Un inmenso amor para con los hombres penetró
totalmente el Concilio. El descubrimiento y la consideración renovada\
de
las necesidades humanas –que son tanto más modestas cuanto más se le-
vanta el hijo de esta tierra– absorbieron toda la atención de este\
Concilio.
Vos, humanistas de nuestro tiempo, que negáis las verdades trascen -
dentes, dad al Concilio al menos esta alabanza y reconoced este nuestro
humanismo nuevo (novum nostrum humanitatis ): también nosotros –y no-
sotros más que nadie– somos cultores del hombre ( hominis sumus cul-
tor es)». V ersión on line en italiano de la Libreria Editrice V aticana. La
traducción es nuestra, para lo cual hemos tenido a la vista la edición latina.
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los Padres sinodales han denominado coherencia eucarísti-
ca, a la cual está llamada objetivamente nuestra vida. En
efecto, el culto agradable a Dios nunca es un acto meramen -
te privado, sin consecuencias en nuestras relaciones sociales:
al contrario, exige el testimonio público de la propia fe.
Obviamente, esto vale para todos los bautizados, pero tiene
una importancia particular para quienes, por la posición
social o política que ocupan, han de tomar decisiones sobre
valores fundamentales, como el respeto y la defensa de la
vida humana, desde su concepción hasta su fin natural, la
familia fundada en el matrimonio entre hombre y mujer , la
libertad de educación de los hijos y la promoción del bien
común en todas sus formas. Estos valores no son negocia -
bles» (21). A partir del texto citado, diversos medios católicos han
formulado, como se sabe, un «manifiesto» con los que serían
los cuatro principios o valores no negociables del cristiano
en la vida pública: la vida, la familia, la libertad de enseñan -
za y el bien común (sic) (22).
Tales principios apelan a conceptos sumamente equívocos.
Sólo después de importantes precisiones doctrinales p o -
drían ser aceptados por un católico fiel a la doctrina perenne
de la Iglesia o siquiera por un hombre atento a las exigen -
cias de la doctrina clásica sobre el bien común. La defensa
de la vida, por ejemplo, que presupone que «la persona es
sagrada e inviolable», ¿excluye la pena de muerte? La liber -
tad de enseñanza, ¿se asimila y en qué grado al derecho
JULIO AL VEAR
878Verbo,núm. 509-510 (2012), 865-880.
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(21) BENEDICTOXVI, Sacramentum Caritatis, exhortación apostólica
postsinodal, de 22 de diciembre del 2007. (22) «Manifiesto de los principios no negociables: 1. Vida.La perso-
na es sagrada e inviolable, desde la concepción hasta la muerte natur\
al. 2.
Familia. La familia nace del compromiso conyugal. El matrimonio es un
voto, en el que un hombre y una mujer hacen donación de sí mismos \
y se
comprometen a la procreación y el cuidado de los hijos. 3. Libertad de ense -
ñanza. Los padres tienen el derecho y el deber de educar a sus hijos. Son
ellos –no el Estado, ni los empresarios educativos, ni los profesores– los
titulares de ese derecho. 4. Bien común.El Estado está al servicio de la
sociedad y no al revés. El papel de la autoridad es ordenar la comunidad
política no según la voluntad del partido mayoritario sino atendiendo a
los fines de la misma, buscando la per fección de cada persona, aplicando
el principio de subsidiariedad y protegiendo al más débil del má\
s fuerte».
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homónimo consagrado en las declaraciones liberales de de-
rechos humanos?, etc.Aun tomando rectamente el contenido de estos princi-
pios en lo que tienen de derecho natural, no se puede afir-
mar que representen una defensa razonable del bien común
en el ámbito público por parte de los católicos:
a) Falta el carácter universal del bien común: no están
presentes en estos contenidos ni la integridad de los bienes
humanos que materialmente componen el bien común de
la sociedad temporal, ni su jerarquía fundada en los grados
ontológicos de per fección, ni su comunicabilidad comunita -
ria, ni su vínculo con el cúmulo de bienes que se proyectan
en el tiempo que llamamos tradición. En realidad, es más
factible interpretarlos como simples «valores» que compartir
por una «sociedad» liberal aún en transición a escenarios
más radicalmente disgregadores.
b) El significado de causa final está ausente del todo. De
hecho, hacer diferencia entre los tres primeros valores
(vida, familia, libertad de educación) y el cuarto de ellos
(bien común) es, desde el punto de vista lógico, una distin -
ción inadecuada. Este yerro denota no solo una confusión
de medios y fines, sino también y sobre todo una deprecia -
ción del bien común como causa final, pues el bien común
es colocado en el mismo nivel que sus elementos materiales,
o al menos los que teóricamente pasan por tales.
c) Es clara la renuncia al bien común de la sociedad cris -
tiana en cuanto tal. Queda por dilucidar si se trata de una
renuncia teórica o práctica, como base de la decisión de
ingresar en la vida pública sin exigir que ésta sea cristiana
como meta, imperativo o ideal. Lo católico es reducido, en
todo caso, a solo «testimonio» dentro de una relación no
conflictiva con la sociedad contemporánea, si se tiene en
cuenta el texto citado de Benedicto XVI.
Estamos ante la pérdida del alma cristiana de la sociedad
temporal por auto-renuncia: ya no hay deberes, sino meros
EL ENVILECIMIENTO DEL BIEN COMÚN: ENTRE LIBERALISMO Y CLERICALISMO
Verbo, núm. 509-510 (2012), 865-880.879
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«testimonios». Y esos testimonios son, en realidad, expresio-
nes de valores humanos naturales, algunos de ellos equívo -
cos. Otros más se parecen a males menores que a bienes en
sí mismos considerados.
3.- Conclusión: la grave consecuencia
De lo anterior se desprende que el uso del término «bien
común» en el nuevo clericalismo sedicentemente católico
no lleva consigo enmienda alguna de la orientación liberal
de la vida pública contemporánea. Como máximo, se preo -
cupa de los flecos y no de la alfombra podrida sobre la que
hemos de caminar . Su utilización tiene, en realidad, un efec -
to perverso: se aprovecha de lo loable de la idea para desac-
tivar la legítima preocupación de los católicos por el bien
común, convertido ahora en lo más cercano a un flatus vocis,
con la bendición de autoridades eclesiásticas. Si el liberalismo combate y disgrega el bien común de la
sociedad temporal, la mentalidad clerical aludida paraliza
por simulación y transmutación toda defensa activa e ínte -
gra de éste al interior de la Iglesia.
JULIO AL VEAR
880Verbo,núm. 509-510 (2012), 865-880.
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