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¿Por qué el bien común?: Problemas de un desconocimiento y razones para una rehabilitación

¿POR QUÉ EL BIEN COMÚN?
Problemas de un desconocimiento y razones para unarehabilitación
Miguel Ayuso
1. Introducción
Las IV Jornadas Hispánicas de Derecho Natural, que
hemos hecho coincidir con la XLIX Reunión de amigos de
la Ciudad Católica, han abordado el problema central del
bien común, divisado en sus implicaciones polít ico-jurídi-
cas y contrastado con las cuestiones planteadas por la expe-
riencia contemporánea. Para el lo, a los cuarenta años de la
primera convocatoria, marcada por la personalidad por-
tentosa del profesor Francisco Elías de Tejada, y a los cator-
ce de la segunda edición promovida por la no menos
egregia figura de Juan Vallet de Goytisolo, se han vuelto a
reunir algunos de entre los más caracterizados represen-
tantes, singularmente en el mundo hispánico pero no sólo,
de la tradición del derecho natural (1). Una tradición cul-
tivada en su versión clásica, y por lo mismo ajena a los ído-
los ya modernos o posmodernos a los que tantos otros se
han rendido de mejor o peor grado. En tal sentido, pode -
mos decir sin jactancia pero con verdad que las Jornadas
Hispánicas de Derecho Natural constituyen una iniciativa
sin parangón en el universo de la cultura jurídico-política
p r e s e n t e .
Verbo, núm. 509-510 (2012), 897-906. 897
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(1) Las Jornadas han tenido lugar en Madrid (1972), Córdoba
(1998), Guadalajara de la Nueva España (2008) y Madrid (2012). Las
actas de las precedentes se han recogido en los siguientes volúmenes:
Francisco P
UY(ed.), El derecho natural hispánico, Madrid, Escelicer , 1973;
Miguel A
YUSO(ed.), El derecho natural hispánico: pasado y pr esente, Córdoba,
CajaSur , 2001; Miguel A
YUSO(ed.), Cuestiones fundamentales de derecho natu -
ral, Madrid, Marcial Pons, 2009.
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MIGUEL AYUSO
2. El papel central del bien común en la filosofía de las
cosas humanas
La noción de bien común pertenece al acervo de la filo-
sofía clásica y, en concreto, constituye la piedra angular de
la llamada fi losofía de las cosas humanas. Tiene raíces pla-
tónicas, en tanto el verdadero problema político consiste
en el reconocimiento en común del Bien (2), pero es la for-
mulación aris totélica la que le ha dado su perfil más signi-
ficativo (3). En efecto, el bien común, como per f e c c i ó n
última de un todo, puede ser trascendente o inmanente
respecto del mismo y, aunque en rigor sólo Dios es el bien
común trascendente, todos los demás bienes comunes fini-
tos son participación de la bondad absoluta del Bien en sí.
El bien común temporal, por su parte, consiste en la vida
social perfecta. De la noción que se tenga, pues, del bien
común deriva necesariamente el concepto de política: prin-
cipalmente, en primer término, como acabamos de ver, si
estamos ante un f a c e re(la política como técnica de ser v i-
cios) o un a g e re(la vida virtuosa del bien común) y, en
s egundo lugar, si el bien común tiene primacía de inten-
ción o por el contrario está s ubordinado respecto de los
bienes particulares. Sólo, pues, con una visión correcta del
bien común alcanzamos la política digna de tal nombre (en
s entido clásico), mientras que con sus versiones desnatura-
lizadas (defectuosas, excesivas o simplemente retóricas)
hoy corrientes sólo se alcanza una ine vitable despolitiz a-
ción de los pueblos.
898Verbo, núm. 509-510 (2012), 897-906.
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(2) Lo ha ilustrado Francesco GENTILE,Intelligenza politica e ragion di
S t a t o , 4.ª ed., Milán, Giuffré, pág. 43. Ahora en castellano su parte nuclear
en Verbo, núm. 501-502 (2012), pág. 76.
(3) Félix A. L
AMAS, «El bien común político», en Miguel AYUSO(ed.),
De la geometría legal-estatal al r edescubrimiento del derecho y de la política.
Estudios en honor de Francesco Gentile , Madrid, Marcial Pons, 2006, págs. 305
y sigs.
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3. De la elaboración tomista a la doctrina social de la IglesiaA partir de esta elaboración el desarrollo tomista es el
que llega hasta nuestros días. Y en el que se inserta la ense -
ñanza magisterial de la Iglesia para esclarecer progresiva -
mente los ejes de una filosofía social cristiana. Para León
XIII, por ejemplo, el bien común se realiza en una sociedad
en la medida que ésta es regida por el orden natural de las
cosas (4). Y Pío XI observaba que la determinación del bien
común corresponde a la ley natural, pero puede ser cometi -
do del Estado cuando la necesidad lo exige y la ley natural
misma no lo determina (5). Así pues, los papas rompieron
el corsé liberal que tendía a reducir primeramente la doctri -
na social a una mera doctrina sobre el salario justo y , luego,
a una cierta moralización de la actividad económica, para
acoger la parte formal y sustancial de esa doctrina social que
constituye el bien común temporal.
Ya con Pío XII, aun sin abandonar esa línea, encontra -
mos un deslizamiento en la concepción del bien común. No
sólo explica «que toda actividad del Estado, política y econó\
-
mica, está sometida a la realización permanente del bien
común», sino que describe éste como «aquellas condiciones
externas que son necesarias al conjunto de los ciudadanos
para el desarrollo de sus cualidades y de sus oficios, de su
vida material, intelectual y religiosa, en cuanto, por una
parte, las fuerzas y las energías de la familia y de otros orga -
nismos a los cuales corresponde una natural precedencia no
bastan, y , por otra, la voluntad salvífica de Dios no haya
determinado en la Iglesia otra sociedad universal al ser vicio
de la persona humana y de la realización de sus fines religio -
sos» (6). Línea que sigue Juan XXIII al ofrecer esta defini -
ción de bien común: «Conjunto de condiciones sociales que
permitan a los ciudadanos el desarrollo expedito y pleno de
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(4) LEÓNXIII, Rerum novarum (1891), núm. 5.
(5) P
ÍOXI, Quadragesimo anno (1931), núm. 49.
(6) P
ÍOXII, Radiomensaje de Navidad de 1942, núm. 13.
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su propia perfección» (7). Y que desemboca en el famoso
texto del Concilio: «El bien común abarca el conjunto de
aquellas condiciones de vida social con las cuales los hom -
bres, las familias y las asociaciones pueden lograr con mayor
plenitud y facilidad su propia per fección» (8).
Ha habido quien ha atribuido la entera redacción del
parágrafo donde se encuentra la recién citada definición al
«progresismo». Quizá sea un juicio no del todo ajustado. De
lo que no cabe duda, sin embargo, es de su influjo negativo
sobre el asunto que nos ocupa por diversas vías.
4. La equivocidad inducida: las falsificaciones ideológicas
del bien común y en particular la disolución personalista
Una primera procede de la equivocidad inducida a tra-
vés de las falsificaciones ideológicas del bien común.
Aunque los presupuestos antropológicos y sociales de las
ideologías resultan incompatibles con la genuina idea de un
bien común temporal (9), el dato ineludible de la agrega -
ción humana como muchedumbre organizada lleva consigo
la necesidad de conser var una cierta idea de bien comparti -
do, aunque las más de las veces desnaturalizado.
Lo que ocurre de modo flagrante desde luego en el libe -
ralismo y el socialismo, pero también en la llamada «demo -
cracia cristiana», en la que contemplamos la desaparición
de la vida virtuosa a manos de su identificación con una
democracia moderna que ha pasado de la tentación totalita -
ria al error personalista.
Y es que la sociedad política no es una ficción, sino una
realidad (si bien de orden y no sustancial). Aunque el ser
humano no esté ordenado al todo social según la integridad
de todo su ser , según la famosa afirmación tomista (10), eso
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900Verbo,núm. 509-510 (2012), 897-906.
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(7) JUANXXIII, Mater et magistra (1961), núm. 65.
(8) C
ONCILIOVATICANOII, Gaudium et spes (1965), núm. 74.
(9) Véase Juan Antonio W
IDOW,El hombr e, animal político. El or den
social: principios e ideologías, Santiago de Chile, Editorial Universitaria,
1984. (10) S
A N T OTO M Á S D EAQ U I N O, Suma teológica, I-II , 21, 4, 3: « El h o m -
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no quita para que toda la acción de la persona deba seguir
la inclinación hacia el bien común, que en el orden tempo-
ral precede y domina a cualquier apetito particular , al tiem-
po que tiene razón de medio e instrumento respecto de los
bienes sobrenaturales. El personalismo, a partir del error
antropológico consistente en escindir individuo y persona,
destruye la primacía del bien común y por tanto prescinde
de la naturaleza social del hombre. Por ahí acaba no sólo
con el concepto clásico de sociedad sino también y previa -
mente, aunque parezca paradójico, con el de concepto clá -
sico de persona (11). Y es que la subordinación de la
persona a la sociedad se fundamenta en la naturaleza misma
de la persona y es condición necesaria no para su aniquila -
ción sino para su plenitud (12).
5. El envilecimiento del bien común en el uso clerical del término
Otro camino es el del clericalismo (13). La mentalidad
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bre no se ordena a la comunidad política con todo su ser y todas sus
cosas».
(11) Puede verse Danilo C
ASTELLANO,L’or dine politico-giuridico «modu -
lar e» del personalismo contemporaneo , Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane,
2007; Juan Fernando S
EGOVIA, «El personalismo, de la modernidad a la
posmodernidad», Verbo, núm. 463-464 (200), págs. 313 y sigs.
(12) El personalismo, en cambio, ha dejado una importante huella en
la enseñanza social de la Iglesia, sobre todo (aunque no exclusivamente) tras
el II Concilio Vaticano. Cfr. Juan Fernando S
E G O V I A, «¿Una nueva doctrina
social de la Iglesia para un Nuevo orden mundial? Un examen de Caritas in
v e r i t a t e de S. S. Benedicto XVI», Ve r b o , núm. 499-500 (2011), págs. 763-810.
Más aún, podría seguirse también su rastro en cuestiones que exceden de la
doctrina social como las de la pena de muerte, cuya licitud se sigue mante-
niendo, aunque entre restricciones cada vez mayores, o los fines del matri-
monio en el Código de Derecho Canónico de 1983. Cfr., respectivamente,
Álvaro D ’ O
R S, «La legítima defensa en el nuevo Catecismo de la Iglesia
Católica», Ve r b o, núm. 365-366 (1998), págs. 441 y sigs., y Francisco C
A N A L S,
«Matrimonio y amor», V e r b o, núm. 181-182 (1980), págs. 65 y sigs.
(13) En el significado existencial que le atribuyó Augusto del Noce,
al margen de sus consideraciones teoréticas sobre anticlericalismo y \
ateís-
mo. Cfr ., para éstas, Il problema del ateismo , Bolonia, il Mulino, 1964, págs.
50 y sigs.; y para aquél «Giacomo Noventa: dagli errori della cultura alle
difficoltà in política», L’Europa(Roma), n.º 4 (1970).
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«clerical», que tiende a adaptarse al pensamiento dominan-
te, ha ido multiplicando el recurso al término bien común
en la misma medida y al mismo tiempo en que se desdibuja -
ba su naturaleza propia debido a la aceptación de premisas
ideológicas y por lo mismo incompatibles con sus presu-
puestos filosóficos. Un ejemplo reciente, bien expresivo, lo tenemos en el
asunto de los «cuatro principios no negociables», el último
de los cuales resulta ser precisamente el bien común, pues -
to así –con olvido de su naturaleza de causa final– al mismo
nivel que los elementos materiales que de él forman parte y
de algún modo envilecido (14).
6. Dos tentaciones: la cosificación y el sobrenaturalismo del bien común
Finalmente, acercando más el foco, definiciones como la
acogida en Gaudium et spes , cosifican o sobrenaturalizan el
bien común, esto es, en ambos casos lo desnaturalizan.
Porque el bien común es la causa final de la sociedad políti-
ca, por lo que no puede reducirse ni a un mero agregado sin
más fines que la superposición de los apetitos (pues sin bien
común no puede haber verdaderos fines naturales) privados,
ni a un conjunto pretendidamente angélico que privada-
mente aspira a su bien sobrenatural sin mediación política.
Se hace preciso, p or el contrario, fundamentar la naturaleza
temporal, natu ral e intramundana, del bien co mún, ordena-
do y subordinado al bien sobrenatural, pero con consistencia
propia, constitutiva del orden político como distinto del reli-
gioso, y por otra parte como acción virtuosa, distinta de la
mera promoción de los bienes materiales.
MIGUEL A YUSO
902Verbo,núm. 509-510 (2012), 897-906.
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(14) Cfr. la aguda crítica de José Antonio ULLATE, «La tentación anti-
política de los valores no negociables», Verbo, núm. 495-496 (2011), págs.
477 y sigs. La referencia a los «valores no negociables» se contiene en la
Exhortación apostólica postsinodal Sacramentum caritatis (2007), núm. 83,
que los enumera así: «[E]l respeto y la defensa de la vida humana, desde
su concepción hasta su fin natural, la familia fundada en el matrimonio
entre hombre y mujer , la libertad de educación de los hijos y la promo-
ción del bien común en todas sus formas».
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No puede echarse al olvido, así, la supresión (incluso nomi-
nal) del bien común en Dignitatis humanae, donde aparece el
«orden público» como límite de la libertad religiosa (15).
Aunque por algunos se ha pretendido que bien común y orden
público serían sinónimos a estos efectos (16), no parece exage-
rado concluir que –en el mejor de los casos– el segundo sólo
puede constituir una parte (y no la principal) del primero (17),
de manera que reducirse sólo a la tutela del orden público
puede convertirse en un grave atentado al bien común de una
sociedad. Al tiempo que no debe echarse al olvido la inversión
que supone considerar el bien común desde el ángulo exclusi-
vo o preferente del «límite», que condena la política a la cate-
goría de «inconveniente» o de «mal necesario» (18).
7. «Ciudadanos» para el bien común: el problema de la
«educación para la ciudadanía»
Lo que se evidencia en el discurso de oposición a la lla-
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(15) Dignitatis humanae (1965), núms. 2, 3, 4 y 7.
(16) El Catecismo de la Iglesia Católica (1993), núms. 1738 y 2109, no par-
ticipa de esa idea, pues ha corregido el texto conciliar discretamente y, por
tanto, sin hacerlo notar. En el primero de los parágrafos señala que «el d e re -
cho al ejercicio de la libe rt a des una exigencia inseparable de la dignidad de la
persona humana, especialmente en materia moral y religiosa [… que]
debe ser reconocido y protegido civilmente dentro de los límites del bien
común y del orden público». Mientras que el segundo subraya que «el
derecho a la libertad religiosa no puede ser de suyo ni ilimitado […], ni
limitado solamente por un “orden público” concebido de manera positivis-
ta o naturalista […]». De ahí que «los “justos límites” que le son inherentes
deben ser determinados para cada situación social por la prudencia políti-
ca, según las exigencias del bien común, y ratificados por la autoridad civil
según “normas jurídicas, conforme con el orden objetivo moral”». (17) Cfr., por todos, Victorino R
O D R Í G U E Z, O. P., «Estudio histórico
doctrinal de la declaración sobre libertad religiosa del Concilio V a t i c a n o
II», La ciencia tomista , núm. 93 (1966), págs. 193-339. Téngase en cuenta
que el autor sostiene la continuidad magisterial en el tema, aunque no deja
de subrayar las deficiencias de la nueva formulación, entre las que mencio-
na el tema del «orden público» por comparación con el «bien común». (18) Critica Danilo C
ASTELLANO,La naturaleza de la política , Barcelona,
2006, págs. 52 y sigs., la opinión –muy del gusto eclesiástico hodierno–
según la cual la familia tiene sobre la comunidad política no sólo priori -
dad cronológica sino también primacía ontológica.
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mada «educación para la ciudadanía». Y es que, en efecto,
no existe una verdadera oposición entre los derechos de la
familia a la educación de su prole –más amplios extensiva-
mente– y los de la comunidad política –más intensivos o per -
fectivos–, puesto que ambos son manifestación de la única y
misma ordenación al bien común temporal que, por vía de
finalización, coordina todos los derechos y deberes (19).
Lógicamente, el trastorno del concepto de bien común o
su negación, con la correlativa usurpación de la función
gubernativa, ejercida sin ataduras de naturaleza, virtualmen-
te ilimitada, lleva consigo que esa natural armonía entre la
función directiva y la función familiar en la educación de los
hijos se convierta en pugna y a la postre en suplantación de
las legítimas funciones familiares. El riesgo de tal antagonis-
mo está entonces en defender los derechos de la familia cali-
ficando de intromisión toda intervención del poder político,
sin distinguir entre legítimo uso y abuso (20). Se enfrenta,
por tanto, dos visiones parciales y reductivas: estatismo y pri-
vat ismo (fo rmulado a veces como comunit arismo) (21).
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904Verbo,núm. 509-510 (2012), 897-906.
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(19) Cfr. PÍ OXI, Divini Illius magistri , núm. 8: «La educación no es una
obra de los individuos, es una obra de la sociedad. Ahora bien, tres son las
sociedades necesarias, distintas, pero armónicamente unidas por Dios, en
el seno de las cuales nace el hombre: dos sociedades de orden natural, la
familia y el Estado; la tercera, la Iglesia, de orden sobrenatural. En primer
l u g a r , la familia, instituida inmediatamente por Dios para su fin específico,
que es la procreación y educación de la prole; sociedad que por esto mismo
tiene prioridad de naturaleza y, por consiguiente, prioridad de derechos
respecto del Estado. Sin embargo, la familia es una sociedad imper f e c t a ,
porque no posee en sí misma todos los medios necesarios para el logro per-
fecto de su fin propio; en cambio, el Estado es una sociedad perfecta, por
tener en sí mismo todos los medios necesarios para su fin propio, que es el
bien común temporal; por lo cual, desde este punto de vista, o sea en orden
al bien común, el Estado tiene preeminencia sobre la familia, la cual alcan-
za solamente dentro del Estado su conveniente perfección temporal». (20) Cfr . Miguel A
YUSO, «Objeciones a una objeción. Objeción de
conciencia y educación para la ciudadanía», El Brigante(Pamplona) de 27
de marzo de 2009, y José Antonio U
LLATE, «La quimera de la educación
para la ciudadanía», en El Brigante(Pamplona) de 20 de abril de 2009. El
Brigante es un cuaderno de bitácora (www .elbrigante.com).
(21) Lo he apuntado en mi libro ¿Después del Leviathan? Sobre el Estado
y su signo? , Madrid, Speiro, 1996. Cfr. también Danilo C
A S T E L L A N O, De la
comunidad al comunitarismo», Ve r b o, núm. 465-466 (2008), págs. 489 y sigs.
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8. Legitimidad y bien común: la tarea del gobernante
A través de una tal visión no es posible excavar el venero
del bien común. La actualización de éste depende del legí -
timo ejercicio del poder político y la ordenación al mismo
está inscrita en cada uno de los ciudadanos, de modo que
no es una convención o un añadido táctico posterior y no es
tampoco un cálculo en función de (y por lo tanto subordi -
nado a) una más eficaz obtención de unos fines privados.
Está en la raíz misma del ser humano el inclinarse hacia la
comunidad para vivir virtuosamente junto a los demás
miembros; no es algo elegido. Por lo tanto, si bien el gober -
nante es agente de los ciudadanos, no debe esto entenderse al
modo de un mandato representativo, sino al modo de una
realidad natural, querida así por Dios: el gobernante es el
agente principal y necesario del bien común y de todos
(22). Así pues, el gobernante –no la forma designationis: éste
o aquél– es un aspecto del constitutivo formal de la socie -
dad. En otras palabras, ser social es estar ordenado natural -
mente al bien común, y a sus medios necesarios, por la pietas
hacia el gobernante. Gobierno y representación se conectan
así a través del bien común (23).
9. Cuando el bien común «no se hace»: los deberes de jus-
ticia general en situación de poder ilegítimo
De forma correlativa a la confusión sobre la naturaleza
del bien común, se ha extendido el desconocimiento de las
obligaciones de los gobernados por razón de la justicia
general, modo principal de concurrir a la consecución del
bien común bajo la dirección del gobernante. El progresivo
¿POR QUÉ EL BIEN COMÚN?
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(22) Véase Santiago RAMÍREZ, O. P., Pueblo y gober nantes al servicio del
bien común, Madrid, Euramérica, 1956. Pese a algunas concesiones termi -
nológicas al lenguaje moderno, el contenido es sustancialmente clásico. (23) Es muy acertado el planteamiento de José Pedro G
ALVÃO DE
SOUSA,Da r epresentação política , São Paulo, Saraiva, 1971.
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alejamiento de la doctrina clásica y la práctica del bien
común se ha traducido en la suplantación de la sociedad
política por una organización disocietaria (24), un mecanis-
mo de agregación colectiva que no sólo no busca el bien
común sino que programáticamente se orienta hacia su
impedimento. En tales casos, como los actuales, conforme a la doctrina
clásica, dado que el asiento de la inclinación al bien común
está en la naturaleza humana, los individuos siguen obliga -
dos a orientar su conducta hacia el bien impedido de la
sociedad, a través de la adquisición del habito de lo justo
general y la realización de sus actos posibles, así como la for -
taleza para resistir las disposiciones inicuas (25).
MIGUEL A YUSO
906Verbo,núm. 509-510 (2012), 897-906.
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(24) El término dissociétéfue acuñado por el filósofo belga Marcel de
Corte. Cfr . su «De la sociedad a la termitera pasando por la disociedad»,
V erbo, núm. 131-132 (1975), págs. 93 y sigs.
(25) Lo ha señalado el autor recién citado al hilo de sus ricas exposi -
ciones sobre las virtudes. Así, respecto de lo primero: «Una sociedad se
halla formada por un lecho producido por un aluvión de actos de justicia,
y lo contrario al acto, es decir , la palabra, el sueño, la utopía, la ideología,
la minan implacablemente». Marcel D
ECORTE,De la justice, Bouère,
Dominique Martin Morin, 1973, pág. 15. Y en cuanto a lo segundo ha de\
s -
tacado la necesidad tanto como la dificultad de «la fortaleza en un m\
undo
sin justicia y sin prudencia». I
D., De la for ce, Bouère, Dominique Martin,
Morin, 1980, pág. 2.
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