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¿Qué es el bien común?

¿QUÉ ES EL BIEN COMÚN?Danilo Castellano
1. Premisa
No solamente en nuestro tiempo, aunque particular -
mente en nuestro tiempo, debe registrarse una pluralidad
de definiciones de bieny de bien común. La confusión, a este
propósito, reina soberana. T anto que incluso quien tiene a
sus espaldas una antigua y segura tradición doctrinal mues -
tra actualmente incertidumbres y , a veces, hasta desorienta-
ción cuando considera esta cuestión. En el curso de la
historia se han ofrecido distintas –y a veces en lucha– defini -
ciones del bien común, identificado o con un proyecto compar -
tido por una colectividad (hoy , a la luz de esta ideología,
podría identificarse bien común y patriotismo constitucionalo
bien común y democracia moderna); o con el bien de los más
(en esta perspectiva bien y ventajaserían en último término
la misma cosa, identificándose a veces –en este caso– el bien
común con la igualdad, sobre todo de las condiciones econó -
micas y de acceso a los ser vicios); o incluso con la libertad
entendida como derecho a la absoluta autodeterminación,
sobre todo individual, garantizada por un ordenamiento
jurídico liberal o promovida por un ordenamiento jurídico
socialista: en uno y otro caso el bien común sería la libertad
y la libertad liberación. Puede comprenderse, pues, a la luz de
estos simples apuntes, que la del bien común es una cues -
tión nodal, sobre la que hay que poner la atención para
poder considerar verdaderamente el problema político. Tras esta premisa, y a fin de proceder con orden, resulta
oportuno considerar que en la cultura moderna y contem -
poránea el bien común ha sido y todavía es interpretado
como sinónimo de bien públicoo, al revés, como sinónimo de
bien privado, o incluso como el conjunto de condiciones para el
desarr ollo del individuo y/o de la persona humana.
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2. El bien común como bien públicoLa primera identificación representa el producto cohe-
rente de las teorías constructivistas de la sociedad política,
esto es, de aquellas teorías que niegan la naturalidad de la
comunidad política, al sostener que ésta nace del contrato y ,
por tanto, tiene un fin convencional. No es posible en este
caso hablar propiamente de bien común, ya que el Estado
–nacido del contrato– no tiene nada en común con los hom -
bres que lo han constituido. T anto que coherentemente se
habla sólo de bien público, que propiamente es el bien pri -
vado de la persona civitatis . Resulta significativo el hecho de
que en el lenguaje político moderno y contemporáneo se
usen en exclusiva los términos bien público e interés públi -
co. Ha desaparecido hasta la huella del bien común. No se
trata de un error, sino de la coherente aplicación de catego -
rías doctrinales racionalistas que, en cuanto tales, esto es,
como racionalistas, ignoran la realidad, con la pretensión de
sustituirla. Rousseau, por ejemplo, es claro a este respecto:
«Antes de obser var –escribe en el libro V de su obra pedagó -
gico-política, Emilio– es preciso hacerse con normas para la
propia obser vación: hay que hacerse con una escala a la que
referir las medidas que se toman. Nuestros principios de
derecho político son esta escala. Nuestras medidas son las
leyes políticas de todo país». El bien, por tanto, depende del
hombre. T ambién el que se define como común. El llamado
bien público se identifica, así, en último término y desde
cualquier teoría constructivista, con la conser vación del Es-
tado, en vista de la cual se entiende legítima toda acción: el
fin, en efecto, justifica los medios, como teorizó Maquiavelo
y como sostuvieron (y sostienen) los teóricos de la razón de
Estado de todo tiempo. El Estado, su existencia, es el bien
por excelencia, el bien que conser var siempre y a toda costa,
el bien que permitiría una vida civil, puesto que la realidad
es la creadora de la ética y el derecho. Hegel, que no es
constructivista aunque sí racionalista, dirá que el Estado es
la misma «sustancia ética consciente de sí», que reconduce
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todo a la vida de la sustancia universal. Para Hegel, así, el
bien común es el todo sustancial extraño a las partes de las
que está constituido y que, a su vez, están constituidas por él\
.
Un filósofo contemporáneo de fuerte vocación y, sobre
todo, de fuerte atención realista (Marcel De Corte), obser vó
que esta definición de bien común no se puede compartir
racionalmente, para empezar porque pretende ser la uni -
dad en lugar de la unión y , por ello, hacerse unicidad supri -
miendo la pluralidad de las realidades individuales.
En resumen, la identificación de bien común y bien
público es la negación de la posibilidad misma del bien, ya
que este viene a depender de la voluntad de la realidad que
es considerada ética y racional sobre la base de la considera -
ción de que su voluntad efectiva aporta el criterio de la
racionalidad universal sólo porque es única y , por ello, gene-
ral. El criterio del bien, por esto, estaría en la norma positi -
va que no tutela el bien, ni el moral ni el jurídico, porque el
bien es ella misma: el bien es la misma ratiode la ley, que –a
su vez– es tal porque queridapor el Estado, quien por ello
nunca está sujeto a error . Nos hallamos frente a una forma
de nihilismo positivo que pretende transformar en bien
todo acto de voluntad positiva y , sobre todo, individuar el
bien en la única realidad que tiene el poder de hacer efecti-
va la propia voluntad, puesto que es la condición del bien así
entendido.
3. El bien común como bien privado
La identificación del bien común con el bien privado ha
sido favorecida por la reacción contra la doctrina idealista,
en particular la hegeliana, irracional por su pretensión de
hacer de la verdad del sistema la verdad, y absurda por las
contradicciones y aporías que se evidencian en su aplicación
y , por tanto, en la praxis. La derrota de los Estados totalita-
rios en la segunda guerra mundial representó la fractura del
sistema de Hegel y ofreció la prueba de las desastrosas e
inhumanas consecuencias en las que tal doctrina debía incu -
rrir necesariamente (como incurrió). Se difundió así muy
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rápidamente una teoría política de origen protestante, cuya
afirmación resultó favorecida por la ilusión de que otorgaba
valor al individuo, a la persona humana, tras su sacrificio en
el altar de la verdad idealista más abstracta. La difusión de
las viejas (aunque presentadas como nuevas) teorías políti-
cas liberales vino favorecida también por equívocos en el
plano teórico (individuo y persona parecían a muchos tér -
minos equivalentes) y , sobre todo, por las circunstancias his -
tóricas de finales del segundo conflicto mundial: los
vencedores de los regímenes definidos autoritarios resulta -
ron ser los Estados liberales y también los comunistas, pero
el liberalismo –aunque fuese la matriz del comunismo,
sobre todo del marxiano– difícilmente podía convivir con el
marxismo. Con el mar xismo tampoco podía convivir el cris-
tianismo, fuese en su versión católica o incluso en la protes -
tante. El comunismo, por esto, se convirtió (y se tomó por
tal) en el enemigo común. T odos se unieron en la batalla
anticomunista en nombre de la libertad, que no puede ser
considerada el bien común ni siquiera aunque se leacomo
libertad responsable: aquélla, en efecto, también en este
caso resulta una condición que no puede eliminarse, pero
que no puede convertirse en el bien común. Las doctrinas políticas occidentales, sobre todo las elabo -
radas de encargo (como, por ejemplo, la teoría política del
segundo Maritain), se empeñaron en justificar la caída de las
posiciones que, particularmente en Europa, habían sido
hegemónicas hasta la mitad del siglo XX. Pasó a sostenerse,
así, que el bien común no era el público sino el privado.
Esencial era el bien del individuo ante el que el Estado y el
ordenamiento jurídico debían considerarse servidores . Ser-
vidores y , por lo tanto, instrumentales ante cualquier opción
individual, cualquier deseo de la persona, cualquier proyec -
to. No sólo porque según algunas doctrinas el proyecto mos -
trase la misma naturaleza humana (piénsese, por ejemplo,
en Sartre, para el que el hacer precede al ser y, por tanto, el
sujeto es su actividad y no la condición de ésta), sino tam -
bién porque se entendía que toda regla heterónoma,
impuesta a la voluntad del sujeto, fuese un atentado a su
libertad, un atentado fascista, del que debía tan absoluta
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como rápidamente liberarse. El ordenamiento jurídico,
para legitimarse, habría debido encontrar el consenso (en-
tendido como mera adhesión voluntarista a cualquier pro-
yecto) de los ciudadanos. Se convertía, por ello, en
intolerante cualquier Estado que hubiese individuado la natu -
raleza del bien, erigiéndolo en regla de su legislación y su
gobierno: el bien y el mal –se decía y aun hoy se afirma de
modo todavía más decidido– pertenecen a la esfera privada;
lo público no debe tener opinión alguna acerca de la vida
buena, sino que al contrario debe ser absolutamente indife -
rente. La nueva ratioque rige y anima a los ordenamientos
jurídicos occidentales contemporáneos debe buscarse, así,
en esta Weltanschauung neoliberal, que se ha expandido po-
co a poco y que se presenta todavía como la vía que debe
recorrerse para conseguirlo. Derivó de ahí, como consecuencia del desplome de lo
público sobre lo privado, la desaparición del bien (incluso
del que sólo es su subrogado) y necesariamente la desapari -
ción del bien común en sí. El único fin de la comunidad
política que se considera legítimoes el de asegurar , garanti-
zándolo en la perspectiva liberal y/o promoviéndolo en la
perspectiva liberal-socialista, la libertad negativa que a su vez
se convierte en liberación total en la perspectiva mar xista y en
la liberal-radical. Pero, como esto no es posible en absoluto,
se asignó al poder la tarea de mediar entre instancias y pre-
tensiones contrapuestas, tanto que ahora se afirma explícita -
mente que el Parlamento es el lugar de la composición de los
intereses. El poder político, por ello, estaría legitimado por
un contrato de mandato o bien por un consenso mayoritariode
la sociedad civil, no ciertamente por la racionalidad del
mando político, entendida la racionalidad como conformi -
dad a la esencia y al fin natural de las personas. El Estado
moderno de la vieja Europa desapareció. Se afirmó el Estado
como proceso teorizado por la politología norteamericana
desde finales del siglo XIX, que entiende que el poder polí -
tico es un mero poder y que el conflicto es el alma de la lla -
mada convivencia civil. Lo que implica que la realización de
la voluntad, la obtención de los intereses, el agotamiento de
las pasiones y los deseos tanto de los individuos como los
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grupos, y no –por tanto– la vida según la razón, representen\
el objetivo que conseguir. Esto es lo que se considera el bien,
que no tiene nada de común siendo de parte o solipsista, en
todo caso privado en el sentido moderno del término.
4. El bien común como conjunto de condiciones para el
desarrollo de la persona
La tercera identificación lleva a una definición cuando
menos equívoca de bien común. Aparece, en efecto, fuerte -
mente hipotecada por la doctrina liberal, aunque no venga
necesaria y explícitamente por ella. Pues sostener que el
bien común es el conjunto de las condiciones para el desar rollo de
la persona puede conducir , de una parte, al subjetivismo, sea
en la interpretación dada por un Locke (que, como es sabi -
do, sostenía que el individuo tiene derecho a la felicidad,
una felicidad que puede poner en lo que crea que le hace
feliz), o sea en el sentido vitalista de un Hobhouse (para el
que las condiciones sociales y jurídicas deben ser garantía
de apertura de canales a la espontaneidad individual); y de
otra puede llevar a sostener que las condiciones socio-jurídi -
cas deben representar el baluarte para permitir el explicarse
de la conciencia, a propósito de la cual la cultura contempo -
ránea, por cierto, no tiene una noción unívoca: la concien -
cia como facultad naturalista (Rousseau) que es la premisa
de la conciencia como proceso que de la cer teza simple e inmedia -
ta llega a la autoconciencia como verdad sabe , esto es, al espíritu,
no es la conciencia como producto de un bloque histórico-
social (Gramsci) y menos aún el recto juicio de la razón
(Catecismo de la Iglesia Católica. Compendio ). La doctrina del
liberalismo ético, compartida –a este respecto– también por
filósofos católicos (Augusto del Noce, por ejemplo), perma -
nece en último término doctrina liberal, puesto que debe
postular coherentemente el derecho a la afirmación de la
conciencia, sobre todo cuando es cierta, aunque no sea recta.
Lo que significa, en el plano político, que la autoridad debe
desistir siempre de ejercitar su deber/poder , máxime cuan-
do no encuentra el consentimiento del sujeto destinatario
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del mando político: en la mejor de las hipótesis se le permi-
te indicar lo que debería hacerse para obrar de conformi -
dad con el orden natural, pero nunca podría forzar a su
respeto u observancia. De hecho, caerían los límites ligados
al orden público informado por la justicia repetidamente
invocado por el mismo II Concilio V aticano, incluso en sus
documentos más discutidos y discutibles. En otras palabras,
se terminaría por acoger las doctrinas del personalismo con -
temporáneo, que –más allá de sus versiones particulares– se
ha revelado como una forma radical de individualismo. Es verdad que los documentos oficiales de la Iglesia, al
definir el bien común como el conjunto de condiciones que
permiten a los grupos y a los individuos conseguir su per fec-
ción, introducen el criterio justamente... de la per fección,
que puede considerarse solamente a condición de que sea
posible una referencia a la naturaleza de la persona, enten -
dida filosóficamente. Si la per fección dependiese, al contra-
rio, de la voluntad colectiva y/o individual habría que
identificar forzosamente la per fección con la sola realiza-
ción plena de la voluntad, de cualquier voluntad. La perfec-
ción, por tanto, radicaría en este caso en la efectividad de la
liber tad negativa. Pero la libertad negativa es la negación del
bien, no su posición: donde –en efecto– se introdujese el
bien como criterio, se negaría la libertad como puro y abso -
luto autodeterminarse del querer . Y esto, repárese, aunque
el bien se identificase con la libertad, puesto que también en
este caso quedaría un residuo de deber que representaría
un criterio-límite en la autodeterminación subjetiva.
5. Un intento de respuesta fundada
Nos encontramos, por tanto, frente a tres modos de
entender el bien común muy distintos entre sí y, sobre todo,
erróneos o incompletos. Dos de ellos están acomunados aun
en su oposición: el bien común como bien público y el bien
común como bien privado, en efecto, hacen suya la libertad
negativa, aunque el primero asigna su ejercicio al Estado (al
soberano) y el segundo al individuo(al propietario). El tercer
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modo de entender el bien común al que nos hemos referido
puede permitir que entre por la ventana lo que a menudo se
ha intentado sacar o se ha sacado efectivamente por la puerta.
Ese posible retorno por la ventana es signo de una dificultad,
seguramente de una incertidumbre, a veces de una profunda
desorientación. No resulta claramente iluminada la cuestión
del bien común ni aunque se continúe reconociendo y ense-
ñando que la justicia es el fin y la regla de la política.Es necesario, por tanto, tematizar la cuestión y buscar de
dar una respuesta fundada y argumentada a la pregunta ¿qué
es el bien común?, que es también el título y el objeto de esta
breve ponencia. El bien –podemos decir de inmediato– es aquello a lo
que todas las cosas tienden por naturaleza. La comunidad
política es natural y no puede sino tener un fin natural. Por
tanto, un bien que alcanzar y que está sustraído a la elección,
es decir, a la opinión, a la disponibilidad de los hombres. Su
misma vida en sociedad es un dato natural y necesario, que
no depende de valoraciones, cálculos o decisiones. Es evidente que debe haber , como hay, un bien propio
de la comunidad política. ¿Cuál es este bien? Con Aristótele\
s
podremos responder que el bien político, el bien de la
comunidad política, es el mismo bien del hombre: el bien
del individuo y el de la polis, en efecto, obser va justamente
el Estagirita en las primeras páginas de su Ética a Nicómaco,
es el mismo; aunque precise de inmediato que el bien de la
polis es manifiestamente algo más grande y más per fectoque el del
individuo, porque perseguir y salvaguardar el bien común es
más bello y más divino. Expresiones estas que requerirían,
para ser comprendidas adecuadamente, una larga explica -
ción, ya que nada resulta más difícil que la comprensión de
la evidencia cuando ésta no aparece como tal. Bastará aquí
decir que bello y divino no deben entenderse ni en un sen -
tido estético (rectius estetizante), ni en un sentido fideísta:
bello, en efecto, es el esplendor de la forma que revela la
esencia per fecta de una cosa que es, y se usa por tanto en un
sentido teorético; divinoes lo que viene dado por los dioses
y sólo a los dioses pertenece. Debe, así, ser comprendido,
respetado y , en el caso político, secundado.
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Pero antes es necesario tener conciencia de que, para
poder conducir una indagación sobre la estructura de la
comunidad política, de su fin y su mejor organización, hace
falta llevar a cumplimiento la filosofía del hombre, es decir ,
conocer su naturaleza y su fin.
Por ello puede concluirse con suficiente seguridad que
el bien común es el bien propio de todo hombre en cuanto
hombre y , por esto, bien común a todos los hombres. Un
bien, pues, que no es público ni privado; un bien –además–
que no viene dado por elementos o un conjunto de elemen -
tos exteriores al hombre, a veces extraños al hombre. Al
contrario, es un bien intrínseco a la naturaleza del ser
humano e inalienable. Es también el bien propio de la
comunidad política, puesto que está constituida por hom -
bres y otras sociedades humanas naturales (familia y socie -
dad civil) que existen en función de bienesdel hombre pero
que no se hallan en la condición de ayudar al hombre (cosa
que la comunidad política hace principalmente con el orde -
namiento jurídico justo) a conseguir el bien, que –por lo que
respecta al tiempo– es la vida auténticamente humana, esto
es, la vida conducida de conformidad con el orden natural
propio del ser humano.
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