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Dos tentaciones: la descomposición y el sobrenaturalismo del bien común

DOS TENTACIONES: LA
DESCOMPOSICIÓN Y EL SOBRENA- TURALISMO DEL BIEN COMÚN
José Luis Widow
1. Introducción
En el presente trabajo abordo dos concepciones corrup -
tas del bien común. Para dar cuenta de ellas dividiré el texto
en tres partes. Una primera y más larga en la que intentaré
mostrar ciertos fundamentos metafísicos del bien humano.
A partir de ellos podré luego, en la segunda parte, explicar
por qué la descomposición y el sobrenaturalismo correspon -
den a dos corrupciones del bien humano común cuya causa
es, en último término, precisamente metafísica y teológica.
En la última parte, muy breve y conclusiva, indicaré el efec -
to que ambas corrupciones tienen en la vida y actividad polí -
tica. He escogido ciertos fundamentos metafísicos para tratar
el tema, porque me parece que en este ámbito está la raíz de
la crisis política de nuestras sociedades. Creo que tal crisis
no es posible de corregir simplemente enmendando el
rumbo moral, porque lo que está dañado es, precisamente,
el fundamento de todo el orden moral y , consecuentemen-
te, del político. Ese fundamento está en el orden del enten -
dimiento de los fines y no directamente en el de las
acciones.
2. Algunas notas para entender los fundamentos metafísicos del bien humano.
En esta parte no pretendo desarrollar exhaustivamente
el concepto de bien humano o de bien común, sino simple -
mente señalar algunas cosas que requiero para poder expli -
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car adecuadamente las dos corrupciones del bien común que
se me ha pedido abordar. He asumido una perspectiva que en
un sentido amplio podríamos llamar platónica, porque el
entendimiento de lo que es el bien humano está marcado por
la unidad del bi en sin más, del cual es participación (1).
El bien humano es compuesto El bien humano es el bien de un ente que tiene tanto
una existencia espiritual, como una corporal. Esta realidad
del hombre tiene consecuencias que están en la raíz del
tema que ahora nos ocupa, pues es la que explica que el
hombre tenga como perfección última un bien que, por un
lado, es espiritual y , por el otro, un bien que no sólo es cor-
poral, sino que también, por ello, se multiplica en partes
diversas. El bien humano será un bien compuesto, espiritual
y corporal a la vez. Nótese que se trata de un único y mismo
bien que es a la par espiritual y corporal. No se trata de dos
bienes diversos, sino de uno, aunque compuesto. T al cosa
sucede, porque, tratándose, por un lado, del bien de un
espíritu, se trata de un espíritu que no le compete existir
sino incorporado y en consecuencia con todas las posibilida -
des y las limitaciones propias de la existencia espiritual-cor -
pórea. Se trata, por otro lado, de un ente corporal que no
queda encerrado en los límites de su corporeidad, sino que
se extiende a los dominios del espíritu. Es decir , es un cuer-
po organizado de manera de ordenarse a la consecución
también de bienes espirituales. Siendo un bien uno, aunque compuesto, habrá necesa-
riamente un orden entre las partes. Lo especificante del
hombre en cuanto tal es lo espiritual, de allí que su bien más
propio sea de ésta índole. Sin embargo, dada su existencia
corporal ese bien espiritual no puede alcanzarse si no se
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(1) Cfr . Félix LAMAS«El bien común político», en Miguel AYUSO(ed.),
De la geometría legal-estatal al r edescubrimiento del derecho y de la política.
Estudios en honor de Francesco Gentile , Madrid, Marcial Pons, 2006, págs. 305
y sigs. T exto interesante en el cual muestra la filiación platónica de la c\
on -
cepción clásica de bien común, incluyendo la aristotélica.
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poseen del modo debido los bienes del cuerpo. Cuando
Santo Tomás se pregunta por qué el alma se une al cuerpo,
recuerda el principio según el cual en toda unión de partes,
la inferior se une a la superior en razón de esta última y la
superior a la inferior en razón de sí misma. En el caso de la
unión de alma espiritual y cuerpo, dice, la razón está en la
operación del alma (2). El alma no se une al cuerpo en
razón de su ser , pues puede subsistir sin él, sin embargo, ella
no puede realizar su operación sin el cuerpo. De allí que se
requiera la satisfacción de las necesidades corporales para
alcanzar el bien del alma –su actualización– mediante su
operación. Por lo tanto, el alma para realizar la actividad en
la que consiste la per fección humana –la felicidad– requie -
re del cuidado y la atención del cuerpo. El bien humano,
entonces, es compuesto, pero no se trata de una mera inte -
gración de partes, sino de una ordenación jerárquica donde
una se ordena a la otra. De esa manera la composición no
destruye la unidad propia de todo ente, sino que mediante
ella tal unidad puede llegar a alcanzarse per fectamente.
El bien humano es común Todo bien tiene un ser cuya per fección le permite ejer-
cer su atracción como fin sobre otros entes. En este sentido,
todo bien, en tanto puede ejercer su influjo causal a una
multiplicidad de entes, se puede decir que es un bien
común. Sin embargo, dependiendo de la naturaleza y digni -
dad de su ser , cada bien tendrá una mayor o una menor
potencia causal y según eso su influjo será más o menos
intenso y se extenderá a más o menos entes (3). El bien que
es absolutamente per fecto, Dios, ejerce su influjo como fin,
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(2) S.th., I, q. 76, a. 5.
(3) «La razón de común no obra como una diferencia específ\
ica den -
tro del género del bien, ni como un accidente añadido a ciertos modos
de ser. Es una propiedad del bien y lo acompaña en toda su extensión.
Cuanto mayor perfección entitativa tiene un ser , más bueno es, y cuanto
más bueno, más común, porque su bondad se extiende a un mayor n\
úme -
ro de entes». Rubén C
ALDERÓN,Sobr e las causas del or den político, Buenos
Aires, Ed. Nuevo Orden, 1976.
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sin excepción, sobre toda creatura. El bien espiritual es de
mayor envergadura que el corporal y, por eso, ejerce como
causa final más universalmente que éste último. Además, el
bien espiritual, a diferencia del corporal, se difundirá como
causa final sin que ello le signifique ningún menoscabo en
su ser . El bien espiritual está disponible para ser poseído y
gozado por muchos sin limitación. El bien corporal, en cam -
bio, si ejerce su influjo causal hasta su acabamiento en el
momento en que llega a ser poseído por quien lo apetece,
trae aparejado al menos algún detrimento en su ser . Si ese
bien ha sido de hecho fin de una multitud, será en cierto
sentido común, pero para que ella realmente lo aproveche,
deberá al menos ser menoscabado como resultado de la par -
tición que por fuerza deberá sufrir . El bien corpóreo, enton-
ces, puede ser común en cuanto puede ser per fección de
muchos, pero como no está disponible para ser poseído por
esos muchos al mismo tiempo sin menoscabo en su ser , dire-
mos que es común sólo en un sentido derivado e imper fec-
to. El bien espiritual, en cambio, es primaria y
principalmente común (no en el sentido de que sea de su
esencia ser de hecho poseído por muchos, pero sí en el de
que está disponible por naturaleza para serlo). El hombre
alcanza su perfección en la posesión de un bien espiritual.
En este sentido, se ordena a un bien propia y primariamen -
te común. Sin embargo, como para alcanzar su bien espiri -
tual necesita cuidar su cuerpo, debe ordenarse también a
esos bienes corpóreos que son secundaria y derivadamente
comunes. De esta manera el bien humano será un bien com -
puesto de bienes propia y primariamente comunes y de
otros que son comunes en un sentido derivado y por una
cierta participación en el ser de los primeros. Pero como se
trata en definitiva de un mismo bien, aquellas partes menos
per fectas deben ordenarse a la consecución de las más per-
fectas, en el que se halla formalmente la per fección o felici-
dad humana. De no ocurrir así esos bienes pasan a ser
aparentes y , en definitiva, obstáculos severos para la felici -
dad humana.
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El bien humano es un bien común social y en último térm i n o
p o l í t i c o
De modo análogo a como al ser en cuanto tal no le com -
pete ser individuo –según la individuación causada por la
materia en cuanto sujeto de cantidad–, tampoco al bien en
cuanto bien. Lo mismo ocurre con la multiplicidad dentro
de la especie, que sigue a la individuación. Al Ser y al Bien
sin más les compete la per fecta unidad trascendental. En
este sentido, algo de razón tiene Platón cuando destaca la
imper fección del individuo sensible, uno numéricamente,
pero por ello mismo, lejano a la unidad del ser y del bien
ideal. El ente que, siendo, no es simplemente el Ser subsis -
tente tendrá siempre una tendencia o amor natural por el
Ser sin más. O, por lo Uno. Un ente cualquiera en la medi -
da en que participa más o menos per fectamente del Ser y
del Uno, tiene también una perfección mayor o menor: su
bien es más o menos uno y más o menos múltiple (4). Ahora
bien, lo interesante es que la multiplicación individual den -
tro de una especie –así como la composición de partes–, aú\
n
cuando denota imper fección, es la vía que tienen esos entes
para subsanar en la medida de su naturaleza tal imper fec-
ción. Es, si se quiere, la vía por la que esos entes –aparte de,
entre todos, reflejar mejor la per fección del Creador– tien-
den a la perfecta unidad del ser que por su naturaleza les es
negada. Mientras menor es la per fección entitativa, la uni-
dad es menor y la tendencia a la unidad más débil. Eso sig -
nifica que mientras más abajo nos situemos en la escala de
los entes la composición será más feble y el remedio natural
más débil. Lo mismo ocurrirá con la multiplicidad: la unión
de los individuos dentro de una especie será más numérica
o integral. Mientras mayor sea la per fección, la unidad del
compuesto será mayor y los muchos individuos de la especie
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(4) Dante Alighieri, en el c. XV del libro I de su Monarquía, dice algo
semejante, aunque las conclusiones que derivará de eso vayan en otra
dirección. La edición de la Monarquíaque hemos consultado es la de
Editorial Tecnos, Madrid, 1992.
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tendrán entre ellos también una unidad más perfecta, como
la gregaria o la directamente social, por ejemplo. A partir de
esa multiplicidad, y ya en el terreno operativo, esos entes
intentarán subsanar con su actividad la imper fección de su
naturaleza. V eamos un par de ejemplos. El ángel, dada la
unidad de su ser , puramente espiritual, excluye no sólo la
composición de partes –salvo la de esencia y existencia, que
no son partes en sentido propio– sino también la multiplici-
dad intraespecífica, pues su imper fección entitativa no es en
el grado de requerir de otros individuos para alcanzar la
per fección de su actividad. El ángel puede alcanzar la visión
de Dios actuando sólo. Según la especie, un animal irracio -
nal, para realizar la operación por la que alcanza su per fec-
ción requerirá, uno más otro menos, de la grey . ¿Qué ocurre
con el hombre? Estamos, por supuesto, ante un ente corpó -
reo individual y múltiple. Señal inequívoca de que un indi -
viduo por sí solo no puede realizar toda la per fección propia
de la especie (me refiero, por supuesto, a la per fección últi-
ma y no a la de la especie en cuanto predicable). El hombre
requerirá de la unión de los individuos en orden a cooperar
en la realización de la actividad en la que consiste su per fec-
ción (5). Ahora bien, mientras el animal tiende a la unidad
dentro de la especie muy débilmente y sólo por instinto, por
su incapacidad de conocer y querer el bien de los otros
como bien de otros, el hombre, en cambio, por tratarse de
un ente que no está enclaustrado en su existencia corporal,
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(5) El padre Osvaldo Lira señala esta idea comentando el texto De
Monar chiade Dante. Dice: «Por más que parezca extraño, lo que se llama
de ordinario la Humanidad viene a constituir algo más y no algo menos
que la suma de todos aquellos individuos que responden a la denomina -
ción específica de animal racional, puesto que, en resumidas cuentas, no
viene a ser más que el grito de impotencia de una especie que aspira \
con -
naturalmente a condensarse en un solo individuo, y que, como se ve
imposibilitada para lograrlo, no tiene más salida que resolverse en
muchedumbre. Con este motivo tiene que seguir latiendo en la entraña
de esa muchedumbre un deseo incontenible de unidad. Ya que no podrá
jamás ser una en el orden entitativo a semejanza de las especies angé\
licas,
tiende a serlo, por lo menos, en el plano moral, que, para nuestro caso,
es el político». «Introducción a la Monarquía dantesca», en La vida en
torno, Santiago de Chile, Ediciones Centro de Estudios Bicentenario,
2004, pág. 61.
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conoce y es capaz de amar el bien del otro en cuanto otro.
Por eso, como advierte Aristóteles, lo bueno y lo malo se le
presenta como justo e injusto (6). De allí que la interacción
que establezca con otros miembros de la especie estará mar-
cada por el hecho de que el bien se le presenta no sólo
como suyo, individualmente considerado, sino también for -
malmente como bien de otros: es decir como bien común.
A ello se añadirá que ese bien, siendo espiritual, no es alcan -
zable sin la participación activa del otro. De allí que el bien
no sea alcanzable por un individuo aislado, sino que lo sea
en la exacta medida en que se persiga como inclusivo de
otros en cuanto otros. Reconocida la comunidad del bien,
por el hombre que su bien es común, seguirá naturalmente
la organización social por la que se podrá conseguir ese
bien: será la organización familiar , corporativa y política.
Unidad y composición del bien común. El or den de los bienes
El bien humano es, entonces, uno, aunque compuesto.
Es necesario revisar rápidamente qué género de bienes lo
componen y qué orden debe existir entre ellos para que la
mu ltiplic idad no destruya la unidad. Si la vida humana se
define por los bienes espirituales, entonces en el primerísi-
mo lugar estará el má s alto de todos que es Dios mismo. T a l
como aparece en el famoso texto de Santo Tomás sobre las
inclinaciones naturales, la coronación de toda la v italidad
humana está en el conocimiento de la verdad acerca de
Dios (7). En él están en juego los bienes sapienciales y en
un segundo término la ciencia. En s egundo lugar están los
bienes morales. Dado que el bien humano es común, por
un lado, y que cada in dividuo es insuficiente para alcanzar-
lo por sí solo, se requiere el orden justo de la sociedad,
según el cual las partes se disponen adecuadamente para
alcanzar el bien más alto. Este es e l objeto de la política. La
justicia requiere a su vez del orden de los apetitos internos,
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(6) Política, I, 2, 1252b12
(7) S.th., I-II, q. 94, a. 2, c.
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para lo que existen las otras virtudes morales. De esta mane-
ra entran en el bien común las virtudes, y el orden humano
interior y exterior que llevan aparejado. Ni la sabiduría ni
las virtudes pueden obtenerse sin la satisfacción de las nece -
sidades sensibles y corporales. De allí que los bienes que las
satisfacen también entren, aunque de un modo subsidiario
y útil, en el bien común. Ni la vida ética es ordenada si se
independiza de los bienes sapienciales, ni la vida sensible,
con toda su cohorte de bienes materiales, lo es si no se orde -
na al logro de una vida buena ética (política) y sapiencial.
Sociedad política y vida sobrenatural
Existe un texto del Doctor Angélico en el que responde
a la siguiente dificultad: si Dios es el fin natural del hombre
de manera que en su conocimiento está la felicidad, y la
naturaleza no defecciona en lo necesario, entonces el hom -
bre debiera por sus solas fuerzas naturales ser capaz de
alcanzarlo (hasta aquí la dificultad tal como aparece recogi -
da en Summa theologiae). La vida sobrenatural, así, sería
super flua. Santo T omás, además de decir que la felicidad
imper fecta que se alcanza en esta vida sí es posible, indica
que la per fecta no lo es, porque como consiste en la visión
de la esencia divina y ésta excede infinitamente la capacidad
de cualquier creatura, ninguna puede alcanzarlo desde su
propia y específica finitud. Afirma que lo que el hombre
puede hacer es, con su libre albedrío, volverse hacia Dios,
quien, entonces le podrá dar la felicidad. En otras palabras,
la felicidad per fecta sólo se alcanza mediante la recepción
de la Gracia (8). No hay otra forma. En lo que ahora nos
interesa, esto nos lleva al siguiente problema. El fin natural
de la vida humana es Dios, pero sólo se alcanza mediante la
gracia. Si esto se acepta, por fuerza deberá también asentir -
se al hecho de que hay un orden supra político que escapa,
entonces, a las potestades políticas. El problema se presenta
porque es el mismo sujeto personal y aun la misma acción la
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(8) S.th., I-II, q. 5, a. 5.
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que tiene la doble dimensión natural y sobrenatural. Si es
así, pareciera que el bien común es en definitiva de carácter
sobrenatural y en consecuencia el orden natural quedaría
sujeto a quien tiene la potestad de administrar los bienes
sobrenaturales. Como una independencia total de los dos
órdenes implicaría un desdoblamiento imposible en el
hombre, es necesario que ambos queden integrados en uno,
que será, evidentemente, el superior. Es lo de la Bula Unam
Sanctam: para la salvación, todos los hombres deben estar
sujetos a la autoridad del Romano Pontífice. Santo T omás
afirma lo mismo: el poder político debe subordinarse al
eclesiástico (9). Sin embargo, eso no significó que pensara
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(9) «Pero hay un bien extrínseco al hombre mientras vive mortal -
mente, a saber , la última felicidad, que se espera en el gozo de Dios des -
pués de la muerte. Porque como dijo el Apóstol, mientras estemos en el
cuerpo, estamos lejos del Señor . Por eso, el hombre cristiano, para quien
aquella felicidad es adquirida por la sangre de Cristo, y quien para conse -
guirla ha recibido la prenda del Espíritu Santo, necesita otros cuidados
espirituales por los que sea dirigido al puerto de la salvación eterna.
Ahora bien, estos cuidados son procurados a los fieles por los ministros
de la Iglesia de Cristo (...). Pues siempre se halla que aquel al que \
concier -
ne el fin último impera a los que operan las cosas que se ordenan al fin
último; tal como el que dirige la nave, a quien corresponde disponer la
navegación, manda a los que la construyen, qué nave debe hacer par\
a que
sea apta para la navegación; o el ciudadano que usa las armas manda al
fabricante qué armas fabrique. Pero porque el fin del goce de Dios no lo
consigue el hombre por virtud humana sino por virtud de divina, según
aquello que dice el Apóstol: el Don de Dios es la vida eterna, conducir a
aquel fin no corresponderá al gobierno humano, sino al divino. Por lo
tanto un gobierno de esa naturaleza pertenece a aquel rey que no es sólo
hombre, sino también Dios, es decir, a nuestro Señor Jesucristo, quien
haciendo a los hombres hijos de Dios, los introdujo en la gloria celeste.
Por lo tanto, este es el gobierno que le fue dado y que no será destruido,
por lo que en las Sagradas Escrituras era llamado no sólo sacerdote, sino
también rey , según lo que dice Jeremías: el rey reinará y será sabio. Por
esto, desde él se deriva un sacerdocio real. Y que es más extenso, pues
todos los fieles a Cristo, en cuanto son miembros de su cuerpo, son llam\
a -
dos sacerdotes y reyes. Por lo tanto, el ministerio de este reino, conside -
rando que son distintas las cosas espirituales de las terrenales, no es
confiado a los reyes, sino a los sacerdotes, y principalmente al Sumo
Sacerdote, sucesor de Pedro, Vicario de Cristo, Romano Pontífice, a
quien es preciso que estén sujetos todos los reyes de los pueblos cristia -
nos, así como al mismo Señor Jesucristo. Así pues a él, a quien pertene -
ce el cuidado del fin último, le deben estar sujetos y deben ser dirigidos
por su imperio, aquellos a los que corresponde el cuidado de lo que ante\
-
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que había que subsumir la sociedad política en la Iglesia. La
sociedad política está sujeta a la Iglesia en aquellas cosas que
son propias de la vida sobrenatural que se necesita para
alcanzar la salvación eterna. Pero en las otras, la sociedad
política es independiente para actuar como estime pruden-
te (10). Cada potestad tiene entonces su propio ámbito de
acción (11). Pero esto no resuelve el problema (12). Es difícil, si no imposible, definir en abstracto qué cosas
o acciones concretas caen bajo la potestad de la Iglesia y qué
otras bajo la estatal. Ocurre que una misma persona está
sujeta en una misma acción a ambos poderes, pues ella es
natural al mismo tiempo que participa de la vida sobrenatu -
ral. ¿Cómo negar la potestad que la Iglesia tiene sobre la
acción del empresario católico en una sociedad católica por
la que determina el salario que pagará a su empleado? ¿No
corresponde a la Iglesia fijar criterios generales de justicia a
los cuales el empresario debe sujetarse si quiere que tal
acción sea meritoria en orden a conseguir la visión de Dios?
¿Y no es natural que esa misma acción esté sujeta a las leyes
de la sociedad política? La distinción de poderes no corres -
ponde a una distinción en el orden material de la acción. En
este plano, casi toda acción puede caer bajo las dos potesta -
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cede al fin (...). Por esto, en la ley de Cristo, los reyes deben estar sujetos
a los sacerdotes». De Regno, l. 1, c. 15
(10) «A lo cuarto debo decir que tanto la potestad espiritual como la
secular provienen de la potestad divina. Por esto, la potestad secular está
bajo la espiritual en la medida en que está puesta bajo ella por Dios en
aquellas cosas que son propias de la salud del alma. Por esto, en estas
cosas se debe obedecer más a la potestad espiritual que a la secular . En
cambio en aquellas cosas que pertenecen al bien civil se debe obedecer
más a la potestad secular que a la espiritual, según lo que dice Mateo 22,
21: dad al César las cosas que son del César». In II Sent., d. 44, q. 2, a. 3,
expositio textus. (11) «Respondo diciendo que tal como pertenece a los príncipes
seculares establecer los preceptos legales determinativos del derecho
natural en lo que se refiere a la utilidad común en las cosas temporales;
así también pertenece a los prelados eclesiásticos prescribir los decretos
que corresponden a la utilidad común de los fieles en lo relativo a los
bienes espirituales». S. th., II-II, q. 147, a. 3, c.
(12) La respuesta que aquí ofrezco al problema está expuesta origi -
nalmente en mi libro La naturaleza política de la moral, Santiago de Chile,
RIL Editores, 2004, págs. 258-265.
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des. La distinción debe atender a las diferentes formalida-
des que puede tener una misma acción. Una acción cae bajo
la potestad de la Iglesia en cuanto participa de la vida sobre -
natural que la persona recibe por la Gracia y , por lo tanto,
según ella es meritoria o demeritoria en orden a conseguir
el último fin, aquel que no podía conseguirse por fuerzas
puramente naturales. La misma acción está sujeta a la potes -
tad política en cuanto ella tiende al bien al que la persona
puede ordenarse por sus fuerzas naturales. El ejercicio real de cada potestad, de manera que su
dominio no se confunda con el de la otra, debe realizarse
según la prudencia. No se puede establecer en abstracto,
como está dicho, cuándo algo cae bajo una u otra potestad.
Esto no quiere decir que no exista algún principio en virtud
del cual pueda establecerse una cierta separación de los
ámbitos. Además de lo ya explicado, hay acciones que se
refieren directamente a la consecución del bien común
extrínseco a la sociedad política: la felicidad per fecta que
consiste en la visión de Dios. Éstas naturalmente estarán má\
s
directamente bajo la potestad eclesiástica. Otras acciones
estarán ordenadas más directamente al bien común político
que se juega en la vida social, el llamado bien común inma -
nente o temporal, por lo que caerán más directamente en la
esfera de la potestad política. Pero como está dicho, no
puede decirse en abstracto qué acciones son las unas y cuá -
les las otras. Y tanto es así que si es cierto que un acto del
gobierno político puede ser objeto de ocupación de la
potestad de la Iglesia, también lo es que, por ejemplo, un
acto de culto, dadas determinadas circunstancias, puede ser
objeto de ocupación de la potestad política. Lo importante
es que como la Iglesia mira las acciones humanas según su
valor sobrenatural, no debe inmiscuirse en ese abanico
potencialmente infinito de decisiones que, a la luz de la pru -
dencia, se toman para procurar el bien común de la socie -
dad política. Sea cual sea la decisión que se tome, la Iglesia
la toma bajo su cargo según es conducente o no al fin últi -
mo. La sociedad política, por su lado, como sólo tiene capa -
cidad para procurar el bien natural, no debe inmiscuirse
directamente en aquellas decisiones atingentes al bien
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sobrenatural. De allí, por ejemplo, que a la Iglesia no le
competa realizar la ley civil que rige los actos comerciales,
aun cuando sí le competa señalar ciertos bienes que deben
ser cuidados por ella. De allí también que no le competa a
la sociedad política determinar, por ejemplo, la mejor edad
para recibir un sacramento. Cada uno en su propio ámbito
debe velar por el bien humano. Ahora, como este bien en definitiva es uno y es sobrena -
tural, la sociedad política queda sujeta a la Iglesia. Será la
Iglesia la que deberá, entonces, señalar los principios últi -
mos de orden sobrenatural según los que se debería orde -
nar la vida natural. Lo dicho supone aceptar que la Iglesia tiene cierta inje-
rencia en la vida política: ni más ni menos que la necesaria
para que ésta tenga sentido, es decir, para que pueda culmi-
nar en el fin extrínseco al que naturalmente está ordenada.
Este pareciera ser el sentido de las palabras de Santo T omás
cuando afirma que la potestad secular está sometida a la
espiritual como el cuerpo al alma (13). El cuerpo tiene una
vida superior , la humana, porque está vivificado por el alma.
La sociedad política se ordena al fin último per fecto porque
los hombres están vivificados sobrenaturalmente por la
Gracia, que llega a ellos por la acción de la Iglesia. Pero si el
alma no suprime al cuerpo ni sus operaciones propias, así
tampoco la Iglesia hace desaparecer lo que pertenece a la
vida política humana, en cuanto en ella hay una realidad
que tiene su raíz en la naturaleza. Por eso la potestad políti -
ca, aunque sujeta al poder de la Iglesia en lo que concierne
a la moral, la doctrina y la fe, mantiene, sin embargo, su
autonomía en la gestión de sus propios asuntos.
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(13) «A lo tercero debo decir que la potestad secular se sujeta a la
espiritual así como el alma al cuerpo. Y por esto no hay un juicio usur -
pado si el prelado espiritual se entromete en las cosas temporales en
aquello en lo que la potestad secular le está sujeta o en las cosas que le
han sido dejadas por la potestad secular». S. th., II-II, q. 60, a. 6, ad 3.
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3. La descomposición y el sobrenaturalismo del bien común
La descomposición del bien comúnPodemos definir la descomposición como el estado en el
que los bienes humanos pierden el lugar que les correspon -
de de manera de ser vir al logro del fin de la vida humana.
Esos bienes se independizan unos de otros, de manera tal
que comienzan a ser buscados sin atender a la radical uni -
dad del bien humano a la luz de la cual aparece la verdade -
ra utilidad u honestidad que les es inherente. Esos bienes se
buscarán simplemente porque en ellos se seguirá aprecian -
do su condición de bienes, pero se hará sin ver en ellos la
razón por la cual son reales bienes humanos. La descomposición del bien común, por las raíces meta-
físicas –o antimetafísicas– que tiene, suele llevar la atención
de los hombres sobre los bienes de mayor urgencia, útiles,
pero que no tienen la dignidad suficiente como para hacer
verdaderamente humana aquella sociedad en la que la nece -
sidad de ellos es casi la única satisfecha. Los bienes hones -
tos, si logran continuar captando el cuidado de las
sociedades contemporáneas –algunos, entre ellos el princi -
pal, son expresamente excluidos–, no estarán integrados en
una concepción unitaria del bien humano y , por ello, se
convertirán en parcelas incomunicadas del resto.
No es mi intención hacer un diagnóstico de la descom-
posición del bien común en las sociedades contemporáneas
–doy por hecho que ha ocurrido– pero no está demás hacer
un breve recuento. Reclusión de Dios en el ámbito de la sub -
jetividad, de manera que queda excluido completamente de
la vida pública. Muchas veces ni se le puede nombrar .
Pérdida consiguiente del poder e influencia social de la
Iglesia. Crisis de la misma Iglesia por sumarse a ideas que,
siéndole ajenas, son para ella, además, altamente destructi -
vas, como las relativas a la concepción liberal de libertad
religiosa y de consciencia, o las que conducen a la elimina -
ción de lo sacro –liturgia, arquitectura, vestimenta–, o las
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Verbo,núm. 509-510 (2012), 733-752. 745
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que proviniendo de filosofías incompatibles con la fe se han
introducido en la teología y la práctica religiosa hasta el
punto de transformar la primera en antropología o en feno-
menología de la conducta religiosa, y a la segunda en una
actividad de corte psicológico subjetivo. El nihilismo moral
y la vida sin esperanza que le sigue. La tendencia a desarro -
llar la ciencia en función del progreso tecnológico. El
menosprecio o franco desprecio por las llamadas humanida -
des, con el consiguiente cierre de programas e instituciones
que las cultivaban. La reducción de la educación a ser mera
función del desarrollo económico o una propedéutica pro -
fesional. La reducción de las universidades a centros de for -
mación profesional. El reemplazo de la lectura por la
imagen en movimiento. La banalización del arte si no direc -
tamente el culto de la fealdad. La reducción de la música a
ritmo. La desaparición del silencio. La falta de niños. El foco
y los esfuerzos puestos casi exclusivamente en el desarrollo
económico. Y podríamos seguir .
Si se atiende a la rápida enumeración del párrafo ante-
rior , se puede obser var algo curioso: mientras más altos son
los bienes, hay una tendencia mayor a su desaparición de la
vida social; mientras menos dignos, no hay desaparición,
sino que, por el contrario, se aprecia una hipertrofia en su
presencia social, de manera que en ellos quedan deposita -
das las esperanzas de felicidad.
Lo que ocurre, me parece, es que, precisamente porque
se ha perdido el fundamento último por el cual los bienes
son verdaderos o reales, los hombres ya no tienen más el cri -
terio según el cual podían quererlos en su condición de
tales. Ahora los apetecerán simplemente porque satisfacen
un deseo urgente o próximo, sin que pareciera haber una
razón que vaya al menos un poco más allá del sólo aplaca -
miento de tal deseo. Si se me permite un ejemplo pedestre,
pero gráfico, hoy son tantos los que comen simplemente
porque es una necesidad física o porque siente hambre. No
es que no esté bien comer por eso, pero ello también es váli -
do para el hipopótamo. Las razones que le dan al acto de
comer una formalidad humana, sin anular los motivos ante -
riores, van más allá. El hombre también come porque una
JOSÉ LUIS WIDOW
746Verbo, núm. 509-510 (2012), 733-752.
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buena cena, aparte de estar deliciosamente preparada y
acompañada de buen vino, es una excelente ocasión para
conversar. O porque, si no come, no estudia.
En la vida política actual ocurre que se siguen abor-
dando los problemas de vivienda, de alimentación, de
salud, de transporte, de tecnologías de la comunicación,
de producción fabril y agropecuaria, de comercio, de rela-
ciones internacionales, etc. sin que muchas veces haya
más razones para hacerlo que un progreso económico
que, mientras mayor es, más desazón y desasosiego produ-
ce. Se ha instalado como objetivo político un caleidosco-
pio de bienes sin unidad real y por eso, si sacian un
apetito particular, no logran aquietar al hombre como tal,
pues éste, para ello, requiere de un bien que sea propor-
cionado al orden espiritual del cual participa y que haga
las veces de principio ordenador y unificador de todos los
demás bienes que entran con él y subordinados a él en el
bien común político. Esta es la razón por la que me parece que una sociedad
que pretende ser atea, está por ello mismo en crisis política.
Se descompone el bien común por la ausencia del principio
unificador . Ello trae aparejadas políticas erráticas y por
supuesto desorden en las jerarquías de los bienes sociales.
Lo mismo se puede plantear en los términos del texto de
santo T omás sobre las inclinaciones naturales (14). Negada
la única y principal inclinación a conocer la verdad acerca
de Dios, en la línea de la cual tenían sentido todas las
demás, éstas quedan reducidas a un haz de inclinaciones
independientes que, por eso mismo, terminan tironeando
al hombre y la sociedad en direcciones contrapuestas. ¿Por qué se ha llegado a esta situación? Me parece que el
nihilismo individualista, tiene mucho que decir. Creo que la
cosa es simple. Si se define el bien humano como puramen-
te individual, lo más probable es que termine siendo enten-
d id o e n t ér m in o s d e b ien p ri va d o . C o m o lo s b ien es
materia les son lo s que pueden ser privados, el resultado será
que los bienes humanos que cobran preponderancia serán
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(14) S.th., I-II, q. 94, a. 2.
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precisamente los bienes económicos. Los bienes primaria-
mente comunes, qu e son refractarios a la privacidad, queda-
rán relegados a un segundo orden. La sociedad se concebirá,
entonces, no ya para que los hombres se dirijan coordinada-
mente a ese bien co mún, sino para que interactúen pacífica-
mente en orden a satisfacer sus propios y particulares
intereses. El probl ema es que con esto aún los bienes econó-
micos y sensibles pierden su razón de bien real, convirtiéndo-
se en bienes sólo aparentes que por eso más que favorecer, se
convierten en un obstáculo para la consecución del bien
h u m a n o . En teoría política, como se adivinará, la manifestación
de esto es el contractualismo. Desde un Hobbes en el que
la libertad de comercio se hacía central, hasta un Rawls, en
quien la ley debe vaciarse de todo contenido material refe-
rido a bienes, para asegurar un campo de acción individual
sin interferencias de un a ética común, nos hallamos en una
línea de pensamiento cuyo re sultado es el resquebrajamien-
to de la unidad social que permitía la obtención del bien
común. Cuando se concibe el bien humano como pura-
mente individual y, en consecuencia, la s ociedad como algo
que no es naturalmente bueno, sino simplemente un suce-
dáneo del bien original irremediablemente perdido del
buen salvaje, entonces la estructura social se ve necesaria-
mente quebrada. Toda verdadera sociedad tiene un doble
orden : el de la s partes hacia el bien común, hacia el todo; y
el orden de las partes entre sí. El segundo depende del pri-
mero. Cuando el bien humano deja de ser concebido como
uno y común, entonces se pierde precisamente el orden
vertical que articulaba el horizontal entre las partes. Las
partes de la sociedad quedan reducidas a mero número, a
m a s a .
La sobr enaturalización del bien común
Sólo unas breves reflexiones sobre este mal. En primer
lugar , me parece que es necesario distinguirla de otra
corrupción que podríamos llamar espiritualismo. El espiri -
JOSÉ LUIS WIDOW
748Verbo,núm. 509-510 (2012), 733-752.
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tualismo tiene muy diversas manifestaciones y podría ser
entendido como la tendencia a definir el bien humano a
partir de su bien espiritual dejándole poca o ninguna impor-
tancia al bien humano en cuanto corporal. Ejemplo típico
de espiritualismo es la concepción personalista de Maritain.
El espiritualismo se puede plantear en términos exclusiva -
mente filosóficos.
La sobrenaturalización del bien común correspondería
a un es piritualis mo singular que no calza exactamente
como una especie más de espiritualismo según recién ha
sido definido, pues no se resuelve en el binomio espíritu-
cuerpo, sino en el de sobrenaturaleza-naturaleza. De allí,
también, que esté planteado siempre en sede principal-
mente teológica.
Podemos definir la sobrenaturalización del bien común
como la tendencia teórica o práctica a darle un predominio
a la vida sobrenatural sobre la natural de un modo en que
se disminuye o suprime el orden propio que corresponde a
la segunda. La tentación del sobrenatur alismo, muy comprensible-
mente, ha acompañado la historia del catolicismo. En el
montanismo del siglo II, en las herejías albigense y valden-
se, en la tendencia que se dio incluso en santos a menos-
preciar la filosofía, en el jansenismo, por señalar sólo
algunos ejemplos de diversas épocas, se encuentra este
mal. En un terreno más directamente práctico, un ejem-
plo claro es el intento de darle primacía a la jerarquía
eclesiástica, en particular al Papa, como gobernante tem-
poral por encima de la potestad natural de emperadores,
reyes y señores. Pero no quiero ni puedo hacer aquí un
recuento histórico de este mal. Me interesa reflexionar
sobre el sobrenaturalismo en su manifestación actual.
Quizá puedan encontrarse algunas manifestaciones teóri-
cas que, como reacción al ateísmo militante de muchas de
las sociedades contemporáneas, tiendan a dibujar solucio-
nes que ignoran o disminuyen la impor tancia de ocupar
los medios políticos propios del orden natural. Pero creo
que como pura teoría no tienen mayor influencia social.
Sí la tiene, me parece, el correlato que se puede hallar en
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la actitud práctica de tantos católicos, quienes a partir de
la casi nula influencia que tienen en la vida política, se
refugian en su vida religiosa, poniendo sus esperanzas en
la Gracia, pero de una manera tal que renuncian al uso de
los medios temporales para cambiar el curso de las cosas.
Es un sobrenaturalismo que tiene su origen en la actitud
psicológica del derrotado. La otra manifestación del sobrenaturalismo es el peren-
ne clericalismo, que puede ser definido, simplemente,
como una influencia excesiva del clero en los asuntos pro -
pios del orden temporal. Pareciera fundarse en la falsa pre -
misa de que la posesión de la potestad para administrar la
Gracia otorga al sacerdote la capacidad de decidir mejor en
las cuestiones temporales. La corrupción que representa el
clericalismo es, como dice Gilson, una de las peores, pues la
intrusión del clero en las decisiones propias de las potesta -
des temporales no se ha dado tanto para usar de éstas en
orden a hacer más eficiente la administración de la Gracia,
sino que ha terminado siempre siendo la utilización del
orden sobrenatural en vistas de fines temporales (15). Una
de las peores concreciones de este clericalismo fue la identi -
ficación, explícita o implícita, por parte de la jerarquía ecle-
siástica de las posiciones católicas en política con la
pertenencia a determinados partidos políticos. En Chile, los
partidos canonizados fueron, primero el Conser vador y
luego la Democracia Cristiana, con las deletéreas conse -
cuencias que tal cosa tuvo precisamente para las posiciones
católicas en política y , en definitiva, para la misma misión de
la Iglesia.
Hay aún una forma más grave de clericalismo por la pre -
misa en la que se funda: es la asunción en el mundo católi -
co de la tesis liberal de que el catolicismo es solo una
religión y como tal no le compete tener presencia pública.
Ello lleva a que la acción formalmente católica sea sólo la
propia del culto y la que tiene que ver directamente con la
vida de la gracia, en la que el sacerdote tiene efectivamente
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750Verbo, núm. 509-510 (2012), 733-752.
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(15) Étienne GILSON,Pour un or dre catholique, París, Desclée de
Brouwer , 1934, págs. 160, 161.
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la primacía. Como tal cosa es en realidad un imposible, la
primacía sacerdotal, sutilmente, se cuela en las decisiones
que le competen al laico católico en órdenes en los cuales la
potestad y responsabilidad es suya.
4. ConclusiónDescomposición y sobrenaturalismo del bien común tie-
nen el mismo efecto: la despolitización de la sociedad. Para
que haya comunidad política debe estar presente el bien
común completo y la consiguiente asociación de los hom -
bres, quienes mediante la justicia, actúan cuidando, como
Aristóteles señala en su Política, lo que son los otros, es decir ,
su per fección formalmente humana. Cuando el bien huma -
no pierde su unidad, inmediatamente se debilita la razón de
la justicia, pues su objeto se atomiza en bienes inconexos.
Sigue luego la atomización de la sociedad, que queda redu -
cida a mero agregado de individuos humanos, que no ten -
drán en común más que el lugar que habitan, la necesidad
de no sacarse los ojos entre ellos y , por supuesto, la ocasión
de obtener mayores beneficios mediante relaciones comer -
ciales. La sociedad deviene un precario equilibrio de apeti -
tos personales, en el cual, sin duda, los poderosos llevan la
mejor parte. El bien del otro en cuanto otro, que es lo pro -
pio del orden político, desaparece del horizonte. Por otro lado, cuando se asume que la elevación de la
naturaleza por la gracia disminuye o elimina, por la vía que
sea, lo que es propio de ella, el efecto en el terreno que nos
ocupa es que la politicidad queda deglutida en eclesialidad.
Con lo cual ambas sociedades, la política y la Iglesia, se ven
afectadas en la actividad que desarrollan en pos del fin que
les está encomendado. En el caso del orden político natural,
como tiene de hecho, no obstante la pretensión del sobre -
naturalismo, una realidad propia y distinta, el efecto es que
este orden queda abandonado o descuidado. La ignorancia
práctica del objeto propio del orden político conduce a ver
en la politicidad una condición accidental y prescindible, a
lo más, objeto de una subjetiva preferencia. Lo curioso es
DOS TENT ACIONES: LA DESCOMPOSICIÓN Y EL SOBRENA TURALISMO DEL BIEN COMÚN
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que con ello no sólo ha sufrido el orden de la naturaleza,
sino también el de la Gracia, pues éste no puede sobreelevar
al primero sin respetar su orden propio. No hay sobreeleva-
ción si se suprime aquello que había de ser elevado.
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