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Ciudadanos para el bien común: la educación para la ciudadanía

CIUDADANOS PARA EL BIEN
COMÚN: LA EDUCACIÓN P ARA LA
CIUDADANÍA
Ricar do Marques Dip
1. El hombr e naturalmente paidético
Al hombre naturalmente político de Aristóteles, natural -
mente conyugal de Santo T omás de Aquino, naturalmente
cristiano de T ertuliano –o al menos naturalmente religioso
de Louis Salleron–, naturalmente comunicativo (o incluso
fonético) de John Rupert Firth, convendría todavía –entre
otros aspectos de la grandiosa naturaleza humana, que los
cristianos encuentran imago Dei– referirse al hombre natu -
ralmente paidético.
En efecto, los hombres poseen una naturaleza paidética
–pedagógica o, si se prefiere, desde otro ángulo, educativa–
porque, faltándoles naturalmente el conocimiento innato,
dependen siempre no sólo de verdades a las que se inclina
de modo universal su entendimiento, sino también de hábi -
tos que hacen más eficaces y fáciles las disposiciones para
dirigirse a su fin. O, en otros términos, para alcanzar la feli -
cidad, cumpliendo la tendencia de su naturaleza. Pero siendo e l hombre –como dijera Aristóteles– natural-
mente político, es decir, constituyéndose al tiempo que perso-
na también como partícipe de la sociedad política, no sólo
tiene como personales los bienes individuales sino aun el bien
social o común, de manera que más allá de educar las verda-
des y los bienes propios del individuo, debe hacerlo también
con las verdades y los bienes políticos, pues está llamado a ser
feliz no sólo en la vida individual sino también en la de la ciu-
dad: se trata aquí, pues, de una educación –en palabras de Pío
XI– quae civica appellari potest, esto es, si se quiere, quizá con
alguna impropiedad, una educación para la ciudadanía.
Esa educación cívica se asienta sobre el hecho de que el
hombre es partícipe de la comunidad política. En cuanto
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parte de la sociedad, el hombre existe para el todo –princi-
pio de totalidad–, y consiguientemente se reconoce la pri -
macía del bien común sobre los bienes particulares. No
significan estos asertos, en cambio, que el hombre deba
ordenarse a los fines de la sociedad, pues que –al revés– es
la sociedad la que se ordena al hombre. Lo que pasa es que,
como enseñó Santo T omás de Aquino, «el hombre no se
ordena a la comunidad política según todo su ser y todas las
cosas que le pertenecen…». Por eso, el fin de la educación
cívica no es el que dicta de manera arbitraria la sociedad
política, pues es el fin de ésta el que ha de ordenarse según
el fin del hombre. Hay , pues, una relevante distinción entre la idea de tota -
lidad que preside la vida humana política –«es manifiesto
que el bien de la parte es para el bien del todo» (Santo
T omás)– y la disolución arbitraria, rectiustotalitaria, de los
hombres en el seno de la ciudad, como resumió el eslogan
mussoliniano lanzado por Alfredo Rocco – tutto nello Stato,
niente contro lo Stato, nulla al di fuori dello Stato– e intentó con
intensidad el socialismo marxista. Así, a la necesidad de responder a la naturaleza paidéti -
ca de los hombres –incluso en el ámbito de la vida social, ya
que también se encuentran en ella bienes personales huma -
nos– debe añadirse la indagación del sentido de una educa -
ción política. Esto es, el de la ponderación de su vínculo c\
on
la verdad –una verdad que está en gran deuda con la histo -
ria– y con la integridad de los fines humanos.
2. Educación y relativismo
De la admisión del vínculo de toda educación –y ahí está\
comprendida también la educación política– con la verdad
y los fines humanos integrales se sigue la evidencia de la ino -
cultable contaminación educativa que surge del relativismo
u hoy , más agudamente, del nihilismo que domina nuestros
tiempos, y de la reducción de los hombres al papel de ciuda -
danos que se disuelven en el todo del Estado (una vez más
podemos recurrir a Mussolini: «Los individuos y los grupos
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[sociales intermedios] apenas son “pensables” sino en cuan-
to están en el Estado»). No se reconocen, en este cuadro,
objetivos individuales propios o de los cuerpos sociales
menores y no sorprende que la función del maestro, causa
eficiente de la educación, se sitúe bajo el control extendido
de la burocracia del Estado. De modo muy diferente, en la
encíclica Divinus illius magistri, de 8 de diciembre de 1929,
enseñaba Pío XI que la educación quae civica appellari potest
es de la competencia de la sociedad civil y del Estado: civilem
societatem statumque; y no está de más obser var en esta ense-
ñanza de Pío XI que el Estado no se confunde con el todo
de la sociedad política, además de no rechazar el criterio de
la subsidiariedad para la actuación del Estado docente,
Estado cuya inter ferencia educativa no se justifica sino para
auxiliar a las sociedades menores –familias y otros grupos
intermedios– y a la Iglesia en la tarea pedagógica. Renunciando, brevitatis causa, a profundizar en el tema
de la titularidad del discurso cívico-pedagógico, lo que pare -
ce reclamar mayor atención en nuestro tiempo es la institu -
ción de un relativismo –y como se ha dicho hasta de un
nihilismo– que no presta ninguna atención a la verdad y al
bien. Cuando Pío XI sostuvo la necesidad de una educación
cívica tenía la idea expresa de que esa educación se orienta -
se por la verdad y hacia el bien moral, de modo que los ciu -
dadanos se educasen por medio de realidades intelectuales,
imaginativas y sensibles propicias para mover las voluntades
hacia el bien moral y alejarlas de su daño. Nada más ajeno,
es claro, a una supuesta educación que no se compromete
con la verdad y que tiende a ignorar la discriminación entre
el bien y el moral morales, docencia que se niega a sí misma
al repudiar la subalternación a la recta antropología (y , más
aún, a la metafísica). Tamaña distorsión del fin educativo, en efecto, lleva a
destruir esencialmente el discurso pedagógico, porque no
subsiste lo que enseñar , es decir, no hay propuesta de resta -
blecimiento de un camino para llegar a algo, si ya no hay
algo verdadero al fin de ese camino. (Viene a propósito un
pasaje de Lewis Carroll, en Alicia en el país de las maravillas.
Alicia quería salir de un bosque y, no sabiendo cómo hacer -
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lo, preguntó a un gato, el Gato burlón, que estaba cerca de
ella sentado en un árbol, cuál era el camino que debía
s e g u i r. Y el gato le responde: «Eso depende. Depende del
lugar donde quieras ir». Y cuando Alicia le responde que
le daba igual el lugar a donde dirigirse, el Gato burlón le
respondió: «En ese caso da igual el camino que sigas». Y, en
efecto, da igual el camino si no se propone un fin al que
l l e g a r .
3. El fin de la educación Ese es el núcleo de toda la cuestión educativa: el objeto
o finalidad de la educación. Cuando, en los Memorabiliade
Jenofonte, Eutidemo es reducido por la argumentación
socrática, se le propone el recuerdo de la inscripción de
Delfos: «Conócete a ti mismo». Socrátes propone a
Eutidemo una conciencia inaugural o contemplación del
ser –la autoconciencia del propio cognoscente– como pri -
mer supuesto del conocimiento y paso indispensable para el
«dominio de sí mismo»: «V arones, si en caso de guerra qui -
siéramos elegir a un hombre bajo cuya dirección tuviéramos
más probabilidades de salvarnos y de vencer a los enemigos,
¿acaso escogeríamos a quien presintiéramos que fuese a
dejarse abatir por la gula, por la bebida, por el placer , por la
fatiga o por el sueño?». Ahora bien, el dominio de sí mismo no es, en este cuadro,
tanto la práctica de los hábitos virtuosos –del hombre que no
se deja vender por la gula, la bebida, la fatiga, etc. –, sino
antes y en primer lugar el conocimiento del bien propio de
las virtudes, puesto frente (o b - i e c t u m) al sujeto que conoce. De
ese modo, la conciencia psicológica de sí mismo es ya una
conciencia perceptiva inaugural tanto del ser como del bien.
Si «educar», dice Caturelli, proviene de e d u c e re, «(…) sacar
fuera, dar a luz y e d u c t i oes la acción de hacer salir, es claro que
educación es, en este primer acercamiento etimológico, desa-
r r o l l a r , hacer salir, dar luz aquello que el hombre es».
Pero eso, esa contemplación inaugural de su ser y , simul-
táneamente, del ser en sí (y , después, de lo uno, de lo verda -
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dero y de lo bueno), es una explicitación de lo que se es,
pero no una contemplación del todo y de lo perfecto que se
puede ser , según pueda el hombre, contemplando la sabidu -
ría, adquirir y per feccionar las virtudes, es decir , otra vez con
palabras de Caturelli, la educación como «desarrollo de
todo que el hombre es, llevándolo hasta su máxima per fec-
ción posible».
Es que no hay conocimiento humano innato, sea en la
órbita especulativa o en la práctica. Cuando se habla de
«hábitos naturales» –así, de la inteligencia de los primeros
principios teóricos y de la sindéresis–, se hace de manera
impropia y parcialmente. Esa naturalidad secundum quid está
en que el hábito, en cuanto vocación de la naturaleza del
agente, antecede en ese aspecto, a la potencia humana;
pero, desde otra perspectiva, en la medida en que la misma
potencia se ordena a una determinada operación –que evi -
dentemente le es posterior–, el hábito dirigido a esa opera -
ción es posterior a la potencia, esto es, un medio entre la
potencia y el acto. De ahí que no quepa afirmase el hábito
simpliciter natural.
Si la racionalidad humana exige, de manera inmediata,
el conocimiento de algunos principios especulativos y prác -
ticos –piénsese, por ejemplo, en la proposición de que «el
todo es siempre mayor que la parte»–, su actualización
requiere otros conocimientos relativos a las nociones de
«todo» y de «parte», nociones que no son inmediatas, sino
que proceden de la abstracción y de la inducción a partir de
cosas exteriores. Pasa lo mismo, a partir de la experiencia
humana, si bien llevando a un sucesivo e intuitivo conoci -
miento espontáneo, con las realidades que –aunque no
todos los hombres las sepan nombrar , alcancen a meditar
sobre ellas o pueda conceptualizarlas– son comprendidas
como nociones universales, y así las del ser , substancia y acci-
dente, cualidad, cantidad, causa y efecto, potencia y acto,
existencia, necesidad, contingencia, además de los princi -
pios operativos, reguladores de la libertad humana, princi -
pios que no pueden ser negados, bajo pena de vulneración
de la propia realidad y de los principios de identidad y con -
tradicción.
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Así, si prevalece siempre para el hombre el aserto de que
de que nihil est in intellectu quod non prius in sensu , implica
que el crecimiento humano demanda, también en la vida de
sus acciones singulares, la experiencia y la educación, y para
otros aspectos la solercia y la docilidad: aquélla para cono -
cer per se inveniendo , por invención propia; ésta para apren -
der de otro lo que es necesario para obrar bien en concreto.
4. La educación política y la educación cívica democrática
Pero, testigos de evidencia universal, la infamia y el peca -
do vieux comme le monde , son una compañía obligatoria del
hombre caído: «L’histoire de l’humanité est le commentaire
perpétuel du meliora proboque, deteriora sequor » (Maurice
Hauriou). Y para agravar más la tragedia humana, el pecado
es también pena del pecado, es fuente de desviación de la
inteligencia y de daño en la percepción de la normatividad
ética. Es en este cuadro de la realidad humana en el que los
hombres, con la acertada visión pascaliana, no son ni ánge -
les ni bestias, mais hommesy hombres heridos en su naturaleza,
es en este cuadro en el que se debe considerar la necesidad
de una educación cívica volcada a la ordenación del conoci-
miento sensible, afectivo e intelectual, y a la formación y des -
arrollo de los buenos hábitos morales. Compete a la sociedad –es decir , a la familia, la Iglesia, a
los grupos sociales intermedios y al Estado– la misión de
educar , y toda esa gran tarea pedagógica, incluida la de la
educación cívica, supone un sistema de valores, una indis -
pensable consideración de la finalidad a que se dirige la
misión educativa: o sea, educación ¿para qué? Hace algunos años se lamentaba Patricio Randle del
hecho de que, en una indagación sobre la finalidad de la
educación cívica, brotase la respuesta de que la educación
busca formar buenos ciudadanos, hombres para ser vir al
Estado, un Estado «neutro en materia religiosa, relativista
en materia moral, igualitarista utópico y , finalmente, coerci-
tivo en nombre de la Libertad». Por eso, concluía, que está -
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bamos delante de una «forma larvada de totalitarismo». Y,
en efecto, si no hay verdad que enseñar y aprender , ¿qué
títulos autorizan una docencia cívica?
Hoy , cuando más se extiende la idea de un consenso
compulsivo en torno de lo «políticamente correcto» –sin
que, con él se piense en la instancia de alcanzar alguna ver -
dad–, cuando la conciencia de cada hombre se sustituye en
la pensée unique , aparece más clara la figura de ese totalitaris -
mo al que nos referíamos. Hannah Arendt, a este propósito,
acusó el papel corruptor que la modestia, totalmente distor -
sionada, ejerció en la debilidad de conciencia de los buró -
cratas de la Alemania nazi, y es ese mismo género de
corrupción –al que ahora, a menudo, no falta el concurso
de las sanciones penales– el que se propone en nuestros días
para garantizar mejor el éxito de la political correctness .
El problema central del régimen político dominante –el
de la democracia moderna, que poco o nada tiene que ver
con la clásica (de los tiempos de Herodoto y Aristóteles, de
las repúblicas medievales, las ciudades italianas o los canto -
nes suizos) en que la democracia era un simple medio de
representación política– es, hoy , en buena parte del mundo,
el de que por su propio estatuto ideológico es relativista
cuando no incluso nihilista. Niega por ello esencialmente el
fin educativo, o sea, no se ajusta al objeto de la contempla -
ción de la verdad, fin último de toda educación, por residir
exactamente en esa contemplación de la sabiduría la felici -
dad última del hombre: in contemplatione sapientiae ultima
hominis felicitas consistit (Santo Tomás). Mientras que, al
revés de la sabiduría, el Estado docente relativista (o nihilis -
ta) propone, con «absurda licencia» (en palabras de don
Enrique Gil y Robles) «la supuesta facultad de enseñar el
error». Encaja, en este punto, la referencia a un valioso estudio
publicado en el Brasil hace algunos años con el título A edu-
cação segundo a filosofia per ene. Y viene a propósito este recuer-
do no sólo por lo que se expone en tal estudio, sino también
por el episodio adicional que rodeó la restringidísima publi -
cación de ese libro, en testigo elocuente de lo que antes
v e íamos era una coerción en nombre de la libertad. Se
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informó, en efecto, que los originales se llevaron a varias
editoriales católicas de nombre, que lo rechazaron pese a
ser notoriamente católico el contenido del texto (que lleva
por subtítulo el de «orientación para padres y maestros
según Tomás de Aquino y Hugo de San Víctor»). Su autor ,
temiendo persecuciones académicas, resolvió costear la edi -
ción pero publicando el estudio anónimamente.
¿Qué nos dice este Anonymusa propósito de la educa-
ción cívica en los regímenes democráticos actuales? Viene a
decirnos, de partida, que resulta evidente en ellos que «no
es posible implantar un sistema educativo que tenga por fin
último la contemplación». Esto porque, prosigue nuestro
Anonymus, siendo cierto que educar para la contemplación
exige «el cultivo de la virtud hasta la excelencia», tal exigen -
cia es incompatible con un régimen político que no tenga
compromiso alguno con la virtud, salvo «de modo indirecto
y circunstancial», en la medida en que la meta de este régi -
men es solamente la libertad negativa: « (…) si algún acto
humano, aunque sea un atentado directo contra el propio
orden de la naturaleza, no inter fiere con la libertad de nin-
gún ciudadano, la democracia no verá este acto como un
vicio, sino como un derecho que debe ser defendido y tute -
lado. Ahora bien, en un contexto como este no será posible
alcanzar un consenso sobre lo que sea la virtud absoluta -
mente considerada. Es como si, pese a la estructura de la
sociedad, los educadores consiguiesen llegar a un consenso
sobre lo que es la virtud, las consecuencias básicas de ese
consenso (…) constituirían un atentado políticamente inad -
misible contra la libertad de los ciudadanos».
Con la docencia cívica relativista se revela la supremacía
del poder político sobre la realidad de las cosas. En el plano
práctico, además, junto a la difusión masiva de las ideas que
interesan al régimen político (piénsese en la fascistización
de la burocracia y de amplias capas de la población italiana
en la primera mitad del siglo XX), la educación oficial rela -
tivista para la ciudadanía suprime la libertad propia de la
«soberanía social», como ya hiciera ver Gil y Robles a fines
del siglo XIX, acusando al Estado liberal de usurpar y rete -
ner «más o menos funciones docentes, fluctuando las abusi -
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vas injerencias entre los dos extremos de establecer el plan
de estudios y arrogarse el derecho de examinar las aptitudes
técnicas de los que aspiran a ciertos títulos profesionales,
que es el mínimum da la intromisión, y el ya intolerable
exceso de imponer sistemas, teorías y aun hipótesis y méto-
dos, designando textos y programas y monopolizando toda
docencia, de tal suerte, que no considera válida, sino la que
él dispensa en las cátedras y por los profesores oficiales, ver -
daderos funcionarios de un ser vicio administrativo».
5. La educación cívica democrática contra la educación
cristiana
A poco que se examinen las prácticas que se llaman cívico-
docentes en nuestros tiempos se ven, con frecuencia, y en
muchos puntos, opuestas a la tradición y en franca divergen -
cia de lo que, semper et ubique, se entendió conforme con la
naturaleza de las cosas.
Llegados a este punto, en buena medida, destaca en la
hora presente la cuestión de los «nuevos modelos de unión
sexual». Pido licencia, pues, para dedicar algunas líneas a
este propósito, no solamente por la importancia que ha asu -
mido en la actual educación para la ciudadanía, sino a la
vista del pronóstico de sus efectos inmediatos y también
para las generaciones futuras. Este tema es hoy el más gráfi -
co –y uno de los más importantes– entre los que hacen
entrar en conflicto la educación tradicional cristiana con la
actual educación cívica y que, por eso, puede testimoniar
significativamente sus diferencias. Apenas comenzada la Política, dice Aristóteles que es
necesario emparejar los entes que no pueden existir el uno
sin el otro. Así, el hombre y la mujer , por tendencia natural
forman una casa (oikía), comunidad ( koinonía) que es la pri -
mera de todas las asociaciones. No se trata de que la familia
sea sólo, según Aristóteles, la primera y más necesaria de las
comunidades en razón de su anterioridad cronológica, sino
también y sobre todo de reconocer que la prioridad de la
oikía deriva de una función generadora y de gran poder ger -
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minal que tienen el amor y la justicia vividos en la comuni-
dad familiar .
De ese modo, el hombre, animal naturalmente político,
es también –según Aristóteles– naturalmente un «animal
familiar»: «En efecto, el hombre no es sólo un animal polí -
tico, sino también familiar y , a diferencia de los otros anima -
les, el hombre y la mujer no se emparejan de modo
ocasional, pues –en un sentido particular– el hombre no es
un animal solitario, sino hecho para asociarse con los que
son naturalmente sus semejantes». En ese mismo sentido, Santo T omás de Aquino, respal-
dando la lección aristotélica, dirá que el hombre es hasta
incluso un animal más naturalmente conyugal que político,
tanto porque la comunidad conyugal es anterior a la comu -
nidad civil, cuanto por ordenarse aquélla a la generación y
educación. De ahí que Santo T omás inscriba el matrimonio
entre las instituciones naturales, lo que ya enseñaba la ley
mosaica: –in veteri lege, of ficium naturae.
Ese entendimiento se hizo lugar común a lo largo de los
siglos, aunque no faltasen –en las sucesivas turbulencias de
la historia humana– episodios más o menos intensos de cri -
sis de la institución familiar .
Nuestros tiempos son también los de una situación crítica
de la familia, fuertemente crítica, supuesto que pueda hablar-
se de «crisis» duradera. ¿A qué es debida? Son muchas las
notas expresivas que los autores reconocen en la raíz de la
revolución que aflige actualmente a la comunidad familiar:
– a partir de una genérica y seminal referencia al rela-tivismo, que desde el siglo XVIII fue instaurando un
«politeísmo de los valores» (Max Weber), se ha llega-
do a la actual irrelevancia de la verdad (por ejemplo,
Natalino Irti y Gustavo Zagrebelsky), relativismo nutri-
do de una caótica «sexualización de la cultura». Con
su incoercible y aséptico pluralismo de las conductas
s e x u a l e s ,
– y a una «hipersubjetivización en la vida social», con
su juridización refleja, institucionalizando meras situa-
ciones de hecho,
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– y llevando a la «mitigación» o incluso a la «supresióndel papel público de la familia», sobre todo de su
función pedagógica,
– lo que implicó una contrajuridicidad del vínculo del matrimonio y a la progresiva sustitución de la familia
tradicional por varias especies de uniones libres.
De esa manera, contra la concepción de la familia como
koinonía natural, se alza hoy una aparente supremacía del
individuo. El matrimonio tradicional, considerado pro filiis
–es decir , bajo la óptica principial del beneficio de los hijos–
se ve ahora afligido por uniones sexuales que solamente
atienden a la plena autonomía individual. Se promueve la
unión à la car te, un mero contrato de alguna cohabitación,
en el que no se reconoce el ligamen entre matrimonio, pro -
creación y educación de los hijos, ni el papel primordial de
éstos en la comunidad familiar: Hijos que, por ser la parte
más débil de la koinonía, deben ver sus intereses garantiza -
dos por el predicado de la indisolubilidad del matrimonio y
por la función paidética del padre y de la madre –maris et
feminae.
Algunos efectos sociológicos se divisan ya como una difu -
sión de la ideología de la familia antitradicional: influida
desde hace mucho por el divorcio y combatida, ahora, por
la progresiva protección concedida a una gama variadísima
de shadow institutions , la comunidad familiar natural está
sufriendo alguna contracción fragmentaria. Lo que se puede
explicar , en parte, por el hecho de que las «instituciones-
sombra» de la familia, otrora llamadas libres, rivalizan ahora
para su pretendido reconocimiento jurídico (es decir , para
una formalización de su informalidad), con algunas notas
de los paradigmas del matrimonio y de la familia tradiciona -
les. En otros términos, la disciplina de las uniones contrafa -
miliares –cifradas sin embargo en la asistencia y el
reconocimiento jurídico de la vida sexual de los compañe -
ros– per fila, en un cuadro de patente ficción, trazos del
modelo tradicional de la institución familiar , pese al hecho
de que la familia tradicional se funde ostensiblemente en la
estabilidad comunitaria y en el objetivo de la generación y
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formación educativa de los hijos, notas de propósito alejadas
de las varias shadow institutions .
Las «nuevas» uniones sexuales ya no quieren el «amor
libre» del siglo XX sino, esto sí, tomar prestado el nombre
y parte de la realidad de la institución familiar tradicional.
Esa extens ión del concepto de «matrim onio» y de «familia»
–abarcando uniones sexuales biológicamente estériles,
uniones transitorias u ocasionales– son argumentos ya
esparcidos sin éxito en los siglos XVIII y XIX (la idea de la
legitim ación de las pasiones espontáneas ya se expuso por
Diderot y Rousseau: en Nouvelle Héloise, de 1761, se contie-
ne la narración de la célebre pasión de Julie y Saint-Preux.
En la misma estela pueden reunirse el socialista utópico
Charles Fourier, notablemente en Théorie des quatre mouve -
m e n t s (1808), y Alfred Naquet, que recibió el epíteto de
démon du mariage, y a cuyo libro Religion, propriété, famille
(1869) cabría, sin duda, reconocer el papel de Vulgata con-
tra el matrimonio y la familia. De esa manera, tesis que se exhiben en nuestros tiempos
como el culmen del progreso constituyen, en verdad, resi -
duos del pasado, y no se confundiría quien viera en muchos
de los actuales movimientos ideológicos contrafamiliares
una mera resurrección de tesis de los siglos dieciocho y die -
cinueve. Meno s remot amente, Wilhelm Reich pub licó la más
imp ortante de sus obras en 1936: Die Sexualität im
Kulturkampf . Reich fue un psicoanalista influido por el freu-
dismo y también marxista. La felicidad del hombre, para él,
está en el placer sexual, de suerte que debe alejarse todo
obstáculo a las pulsiones, al consistir en un impedimento de
la felicidad. Así, un efectivo «derecho a la felicidad» (expre -
sión que vuelve a la escena) implicaría, al modo reichiano,
la liberación plena de las pulsiones, con indiferencia de su
ratificación moral. Es la negación de toda finalidad y de
toda ley en la actividad sexual –la negazione di ogni finalismo e
de ogni legge nell’attività sessuale (Romano Amerio)–, lo que
desemboca, de hecho, en la abolición del matrimonio, de
modo que a la antigua meta de la «extinción de la familia»
–o de su colectivización–, tema recurrente en la literatura
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utópica, viene a suceder, al revés, la idea de la «extensión de
la familia». Una extensión nominal para una extinción real.
En efecto, una extensión que, en cuanto se adopte, conclu -
ye por abolir la situación jurídica peculiar de la familia y
que, con eso, tiende a la ablación de sus funciones moral y
paidética. Dice Santo Tomás, remitiéndose al libro V de la Metafísica
de Aristóteles, que la palabra «naturaleza» se empleó prime -
ro para significar la generación de los seres vivos, es decir , el
nacimiento. Sin embargo, como esa generación procede de
un principio intrínseco el vocablo se extendió para abrazar
el principio intrínseco de cualquier movimiento. Y como ese
principio intrínseco puede ser tanto material como formal
pasó a designarse como «naturaleza» tanto la materia como
la forma. Y al atribuirse esa palabra a la forma de los entes,
pues es cierto que la forma es lo que completa la esencia de
cada cosa, se entendió que el término «naturaleza» tambié\
n
designa la esencia. Santo T omás dice que, además de significar el principio
intrínseco, sea el material o el formal, el término «naturaleza»
significa también la «sustancia» o el «ser». Por eso, «\
natural»
es lo que conviene a una cosa en razón de su propia sustan -
cia. Y eso incluye lo que se recibe desde fuera, si en tanto
existe una inclinación del ser (esto es, de la naturaleza): de
manera que, en ese cuadro, lo «natural» fluye, en parte, de
la naturaleza y , en parte, de un principio exterior .
Algo puede ser «natural» porque conviene a la naturaleza
genérica de un ente o porque conviene a su naturaleza espe -
cífica, o incluso por viene de la naturaleza individual de un
ente. T ambién puede hablarse de «natural» que dimana de
la forma y «natural» procedente de la materia.
Hay , en el hombre, un «natural» que resulta de la razón
y otro originario del cuerpo. Así, la «naturaleza del hombre»
no se reduce a lo racional, siéndole también natural lo sen -
sitivo o común al género, aunque lo es que es propio de la
naturaleza humana corporal se somete a la dirección racio -
nal: «Cabe considerar que la naturaleza de las cosas consis -
te, antes que nada, en la forma que la especie. Así, el ser
animal racional es la forma que clasifica al hombre en su
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especie propia. Por consiguiente, lo que es contrario al
orden de la razón es directamente opuesto a la naturaleza
del hombre en cuanto tal; y, al revés, es conforme a la natu-
raleza cuando siga el orden de la razón» (Santo T omás de
Aquino).
La idea de alteridad éticamente responsable es la de la
perseverancia del hombre permanente, según lo que un
pensador contemporáneo, Hans Jonas, no sospechoso de
adhesión al iusnaturalismo clásico, designó «constantes de
la naturaleza», datos correspondientes a la naturaleza de las
cosas y que, tratándose de los hombres, exigen la preser va-
ción de las condiciones propicias para su nutrición, locomo -
ción, reproducción, pensamiento y vida política.
La discusión sobre supuestos nuevos modelos familiares
exige saber si la familia debe instituirse con el propósito fun -
cional de la reproducción humana y la inserción en un ordo
amoris objetivo, fundándose por tanto en una «constante de
la naturaleza» (lo que equivale decir: las identidades sexua -
les). O si, diversamente, como observó el psicoanalista fran -
cés T ony Anatrella, la «nueva familia» debe basarse en el
libre curso de las pulsiones sexuales, lo que redunda en la
entonces coherente admisibilidad de «modelos familiares»
mixtos de hombres y animales (bestialismo o zoofilia) o de
hombres y cosas, etc. Una larga tradición humana sostiene que el matrimonio
es la unión de un hombre y una mujer – unius coniugalis,
maris et feminae– porque es una comunidad (koinonía)desti-
nada principalmente a la generación y educación de la
prole, lo que –por fuerza de la naturaleza– exige siempre el
consorcio entre hombre y mujer: coniunctio maris et feminae,
unio legitima viri ac mulieris, ad generandum et educandum pro -
lem or dinatus .
La idea de naturaleza, es decir , de esencia como fuente
de actividad, ha sido combatida con frecuencia por los que
reducen todas las conductas a «modelos de cultura» («natu -
ralización cultural»). T esis que, en el campo sexual, implica
afirmar una radical neutralidad biológica.
Esa «naturalización» (o normalización) ideológica, entre
tanto, es opuesta a la naturaleza de las cosas, como resulta
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de las investigaciones realizadas en sociedades ajenas a toda
relación homosexual, como las de –por ejemplo– Clellan
Ford y Frank Beach en su famoso Pattern of sexual behavior.
Frente al «neutralismo» de la naturaleza, Santo T omás
de Aquino, al tratar de las distintas especies de lujuria –la
entrega a las voluptates vener eae–, y haciéndose también eco
del pensamiento humano tradicional, consideró los diversos
desórdenes sexuales (por ejemplo, el adulterio, el estupro,
el incesto) y, entre ellos, se refirió a las deformidades espe -
ciales del acto venéreo, en los que, además de la contraposi-
ción con la recta ratio (nota común con las demás especies
desordenadas), indicó una oposición peculiar contra el
orden natural del propio acto venéreo al configurar vicios
que, en la expresión tomista, repugnan a la naturaleza
humana: vitium contra naturam.
Esas conductas sexuales especialmente desordenadas
presentan una común característica egotista, siendo con -
ductas que, marcadas por el vicio de la soberbia, rechazan el
principio fundamental de conser vación de la sociedad: la
cuestión de fondo, como se ha visto, está puesta en que los
«nuevos modelos familiares» ignoran las identidades sexua -
les y , después, la diferencia y la complementariedad de los
sexos, eligiendo el camino del mero intento de organización
jurídica de las pulsiones sexuales. Si el compromiso de los
inter vinientes, sin embargo, se dirige exclusivamente a la
satisfacción de las pulsiones sexuales desorientadas de todo
fin racional y social, los «nuevos» modelos contrafamiliares
son, finalmente, la consagración del individualismo. En efecto, si el acto sexual –en las correspondientes
«uniones» en que, con mayor o menor frecuencia, venga a
practicarse– se afirmara meramente dirigido a satisfacer la
pulsión del actor , cualquiera que sea, se niega con ello radi-
calmente la finalidad social de las conductas sexuales y su
sometimiento a la recta razón. En ese cuadro, en consecuencia, no habrá consideración
alguna a la complementariedad de los sexos e incluso a la
diferencia entre el masculino y el femenino, así como tam -
poco a la que hay entre lo humano y lo animal o entre lo
humano y lo inanimado. Una vez que se entienda discrimi -
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Verbo,núm. 509-510 (2012), 821-837.835
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nadora la definición del matrimonio como la «unión de un
hombre y una mujer, etc.», la consecuencia de tal premisa es
reconocer la unión «matrimonial» de no importa qué modo
de unión de hecho, según las voluntad de los actores. De ahí –por rigor lógico– no habrá sino un paso para
que se proponga la institucionalización jurídica de uniones
de todo género: incestuosas, bestialistas, pederastas, pluria -
fectivas, por no hablar de uniones con alguna sexual inflata-
ble doll.
6. Conclusión
Nos hallamos a una distancia inmensa, como se ve en
esta nueva «docencia cívico-sexual», entre la educación quae
civica appellari potest recomendada por Pío XI y la práctica
común de la actual educación para la ciudadanía.
No hay educación posible cuando se desprecia en su raíz
el fin de la contemplación de la verdad y de la libertad
humana de dirigirse al bien moral. Se reduce el objetivo supuestamente educativo en nues-
tros tiempos a información y per feccionamiento de aptitu-
des técnicas, de habilidades utilitarias, de suerte que los
individuos se tratan como simples medios para el éxito, sobre
todo económico, del aparato estatal, y las «virtudes cívicas»
son las que conforman los individuos a las ideas de pluralis -
mo y tolerancia. La misma noción actual de «espíritu críti -
co» y de «crítica admitida», como las refiere Alain Besanç\
on
en el prólogo al célebre L’école des barbares de Isabelle Stal y
Françoise Thom, son tan sólo el espíritu de la crítica tolera -
da por el poder político, de la crítica concebida como posi -
ble por la ideología de turno. Una contradicción insuperable y exigencias prácticas,
entre tanto, no dejan subsistir una sólo aparente generosi -
dad de esa tolerancia y del pluralismo de los regímenes polí -
ticos actuales. La agnosia del Estado choca al máximo con
una antropología trascendente. No hay término medio posi -
ble: la inmanencia es ya una contratrascendencia y no un
imposible punto intermedio de neutralidad. De ahí que las
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prácticas laicistas nunca sean efectivamente neutras: en la
medida en que se revelan inmanentes, se sitúan como anti-
trascendentes. Encontramos ilustración, e impresionante,
de lo que decimos cuando –bajo capa de «neutralidad»– los
Estados que se afirman laicos e indiferentes de Dios dicen
que mandan conductas «neutras» (por ejemplo, la «neutra»
retirada de los crucifijos del espacio público), cuando lo que
hacen en realidad es prescribir o imponer la obser vancia
práctica teofóbica del laicismo. Por otra parte, ningún estí -
mulo a la tolerancia, por si sólo, sería apto para el adiestra -
miento efectivo en una nueva ideología moral: pues no
bastaría ser tolerante con las viejas prédicas de la tradición
si, a fuerza de su sensatez, esas prédicas tienden a restaurar -
se por el rigor de su discurso lógico. Se comprenden, entonces, las razones por las que la
docencia cívica relativista, pudiendo tolerar casi todo, no se
muestre animada a tolerar la «intolerancia» de Dios y de Sus
verdades.
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