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La cuestión de la res publica christiana en las doctrinas «católicas» postconciliares

LA CUESTIÓN DE LA
RES PUBLICA CHRISTIANA
EN LAS DOCTRINAS «CA TÓLICAS»
POSTCONCILIARES John Rao
1. Introducción
Nunca en la historia de la Cristiandad se ha escuchado
tanta efusión retórica sobre los brillantes progresos en la
comprensión que la Iglesia tiene de su propia naturaleza y de
su correcta relación con el mundo como desde los días del
Concilio Vaticano II. Pero un hombre de Fe y Razón que
mire más allá de esa retórica de avances fabulosos tropieza
con una tríada de problemas que desvelan una realidad con-
temporánea cualquier cosa menos brillante: 1) la transfor-
mación de la Iglesia en juguete de facciones enconadas; 2) su
abandono de todo esfuerzo específicamente católico por
influir tanto sobre la sociedad en general como sobre el
Estado en particular; y 3) la aparente desaparición de todo
sentido de «sociedad» y de «bien común» que pudiese, como
en el pasado, ser utilizado co mo «semilla del Logos» natural
susceptible de ser bautizada para constru ir una verdadera r e s
publica christiana . Más que una evolución positiva, los católi-
cos que respetan la Fe y la Razón lo que ven es una moderna
regresión a un ambiente intelectual y práctico que no se abre
ni al mensaje de Cristo ni al de Solón el Legislador, un
«mundo feliz» donde a los creyentes los dirige «una Iglesia
caprichosa subordinada a una sociedad caprichosa».
2. La influencia de John Cour tney Murray, S.J.
La justicia exige que empecemos nuestro estudio de este
retorno contemporáneo a la caverna de Platón consideran -
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do literalmente los alegatos de quienes defienden el «pro-
greso doctrinal» moderno: es decir, como circunspectos jui-
cios de hombres que llevan el bien de la Iglesia en el
corazón. No hay argumentos que admitan mejor esa amable
aproximación que los de John Courtney Murray , S.J. (1904-
1967), peritusdel cardenal arzobispo de Nueva Y ork, Francis
Joseph Spellman, y cuya influencia en la declaración final
sobre libertad religiosa, Dignitatis humanae, fue enorme. Es
fundamental conocer la posición de Murray, porque combi -
na serias reflexiones de un hombre de fe con discutibles jui -
cios históricos que él mismo era consciente de que podían
(y , según algunas lecturas progresistas, debían) producir
mayores convulsiones en el futuro (1).
Según Murray , una comprensión completa del extraor -
dinario desarrollo de la Doctrina Social Católica que surgía
del Concilio exigía el estudio como una unidad de Dignitatis
humanae y la constitución pastoral sobre la Iglesia en el
mundo actual, Gaudium et spes. Aducía que el avance que
representan in tototiene un doble carácter: 1) una transfor -
mación en la conciencia de la Iglesia sobre cómo relacionar -
se con el mundo que fortalece incalculablemente su añeja
lucha para restaurar todas las cosas en Cristo; y 2) una fun -
damentación más amplia y eficaz de esa conciencia evangé -
lica en una eclesiología mucho más sólida que la anterior .
Básicamente, la tesis de Murray consiste en lo siguiente.
La Tradición Católica reconoce claramente que l a misión de
la Iglesia es la salvación de personas humanas individuales
dotadas de razón y libre albedrío. Enseña que estas personas
individuales caminan hacia su fin sobrenatural por medio de
un mundo natural cuyas abundantes riquezas se canalizan
para uso de los hombres a través de un orden social comple-
jo, a saber: una sociedad compuesta de muchas sociedades
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(1) La obra de Murray se publicó principalmente en forma de artí\
cu -
los, incluyendo W e hold these truths. Sobre Murray y el Concilio, ver J. Br yan
H
EHIR, «Church-State and Church-W orld: the ecclesiological implica-
tions», en Proceedings of the 41st Annual Convention of the Catholic Theological
Society of America (1986), págs. 54-74;http://ejournals.bc.edu/ojs/index.php/
c t s a / i s s u e / v i e w / 2 7 8 ; Francis C
A N AVA N, S.J., «Religious Freedom: John
Courtney Murray , S.J. and Vatican II», Faith & Reason (verano, 1986),
https://www.ewtn.com/librar y/HUMANITY/FR87203.TXT .
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diferentes, una de las cuales es el Estado. A causa de las limi-
taciones intrínsecas de la naturaleza, y también del pecado
original y sus consecuencias, las sociedades en las que los
individuos progresan y se perfeccionan necesitan las ense-
ñanzas y la gracia que ofrece la Iglesia (el Cuerpo de Cristo)
para comprender y cumplir eficazmente su objeto. Por desgracia, la Iglesia, en la práctica, ha modelado su
aproximación a la compleja sociedad de sociedades que
forma el conjunto persona individual-orden social sólo a tra -
vés de su relación con el Estado. La Iglesia busca así lazos
espirituales y jurídicos con las autoridades políticas públicas
que determinen cómo y en qué condiciones puede acercar -
se al resto de la sociedad. Esto ha resultado habitualmente
en su complicidad con las fuerzas políticas de la autoridad al
ser vicio de los objetivos de esta última: limitados, torcidos y
en ocasiones abiertamente anticatólicos. Aunque concebida
para conducir los problemas del resto de la sociedad –como
se desprende de las admirables encíclicas de León XIII–, en
la práctica la restauración de todas las cosas en Cristo acabó
siendo tratada como una especie de actividad «de segunda
clase»; una mera «extensión» de su tarea sacramental bási\
ca,
más que un orden en marcha que surge lógicamente del sig -
nificado de la Encarnación aplicado por igual a todos los
creyentes, clérigos o laicos. Históricamente, por tanto, la Iglesia se ha fundado a sí
misma en la curiosa posición de ser a la vez politizada (en
cuanto aliada de Estados que con frecuencia la utilizan como
tapadera para sus proyectos terrenales) y no lo bastante polí-
tica (por su rechazo a la necesidad innata de todos los miem-
bros de la comunidad cristiana de ser completamente libres
para servir al Mundo Encarnado y transformar a imagen de
Cristo la entera y rica Creación social). Murray estaba con-
vencido de que este arreglo sacralizaba inaceptablemente el
Estado a expensas de desacralizar la Iglesia y el resto de la
sociedad. Estaba convencido de que –por decirlo así– produ-
cía un cardenal Richelieu tras otro (dispuestos a trabajar
ante todo por la gloria de su nación, fuesen cuales fuesen las
nefastas consecuencias para la causa católica en general),
pero no suficientes hombres como San Vicente de Paúl y sus
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d é v o t[devotos] en Francia, ardientes de celo por utilizar las
armas espirituales para combatir el mal en todos los aspectos
de la vida (2). Detengámonos por un momento para advertir que esta
opinión guarda en muchos aspectos un exacto paralelismo
con la del gran teólogo protestante del siglo XX, Karl Barth
(1886-1968) (3). Barth, horrorizado por la complacencia de
las denominaciones religiosas siguiendo acríticamente a sus
diversos gobiernos hasta la carnicería de la Primera Guerra
Mundial, atribuía sus servilismos a la misma tradición que
atacaba Murray: una unidad entre Iglesia y Estado que politi-
zab a la reli gión y aplastaba la verdadera misión sobrenatural
de la Iglesia de juzgar el mundo. El salto de Barth hasta com-
batir a los nazis, después de haber huido del politizado
mundo religioso en la década de 1910, no era en modo algu-
no cont radictorio: reflejaba su idea de una perspectiva inde-
pendiente y basada en «Dios lo primero», de la cual debía
surgir el i n e v i t a b l eimpacto social y político del cristiano.
Incluso era lógico el rechazo de Barth a luchar contra los
comunistas después de 1945. Él creía que unirse a la «cruza-
da» anticomunista le convertiría en un instrumento político
de un «mundo libre» cuyo secularismo planteaba a largo
plazo mayores peligros para la misión sobrenatural trans-
formadora del cristianismo. Irónicamente, era justo a esa
experiencia política americana, directriz ideológica del anti-
comunismo del «mundo libre» (del que Barth desconfiaba
tanto), a la que apelaba Murray como auténtico modelo
garante de la libertad de la Iglesia para realizar su misión
social más vasta y espiritualmente arraigada.
3. Los orígenes del pluralismo nor teamericano
Murray argüía –al menos para empezar– que su juicio
se basaba en la simple observación histórica y sociológica.
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(2) Véase mi artículo «Can anything good come from France?», The
Remnant, 31 de diciembre de 2004: http://jcrao.freeshell.org/GoodFrom
France.html. (3) V er Andreas L
UNDÉN,Karl Bar th’s social action. The development of
Karl Barth’s theopraxis .
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América, a causa de las oleadas de inmigración (cada vez
más diversificadas) que alcanzaban sus costas, se había con-
vertido en patria de numerosas fes y culturas: una «socie-
dad pluralista». Una aplicación de la evolución política
heredada de la Inglaterra de la Revolución Gloriosa a sus
peculiares circunstancias pluralistas había conducido a
América a comprender que el deber primario (e impuesto
por Dios) del Estado, de preservar la paz social y la tranqui-
lidad, exigía que el gobierno abandonase la alianza o la
i n t e rferencia positiva con las numerosas denominaciones
religiosas que competían por la fe de s u población. Dejaba
libertad a todas para perseguir con independencia su cre-
cimiento y objetivos. Mediante esta generalizada retirada
gubernamental, a la Iglesia católica se le había dado la
oportunidad de comprometer (y potencialmente cristiani-
zar) todo el orden social, al que por fin tenía ahora acceso
directo. Sí, es cierto: lo mismo podía también decirse de
otras denominaciones; pero el catolicismo era lo bastante
fuerte para enfrentarse a ellas y derrotarlas con sus propios
m e d i o s . Y cualquiera con ojos para ver podía juzgar por sí mismo
los resultados. La Iglesia no sólo había prosperado y crecido
en el contexto norteamericano, sino que lo había hecho sin
las inquinas y las matanzas que habían caracterizado en el
pasado su lucha por la super vivencia, tanto en alianza con el
Estado como en abierta oposición a él. La conclusión era
que los católicos estaban moralmente obligados a mantener
un sistema que tan claramente permitía al Estado, a la
Iglesia y al resto de las complejas corporaciones sociales de-
sempeñar sus diferentes y específicas misiones de forma tan
pacífica y correcta. Muchos factores contribuyeron a difundir el prestigio del
sistema pluralista norteamericano en el mundo posterior a
1945: el agotamiento de Europa, que cuestionaba los peli-
gros de todo rigor ideológico (incluido el de la Ilustración
antirreligiosa) después de dos guerras mundiales y una car-
nicería genocida; la admiración, en contraste, por la estabili-
dad, el poder y la opulencia de los Estados Unidos; e,
inevitablemente, la comparación entre los fracasos eclesiásti-
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cos en el Viejo Mundo y el éxito de la Iglesia al otro lado del
Atlántico. Prestigiosos intelectuales como Jacques Maritain,
personalmente bien familiarizado con la situación en
Estados Unidos, extrajeron abiertamente las consecuencias
de las «enseñanzas» de Norteamérica para instruir a la totali-
dad del mundo católico. Haciendo referencia a esos «signos
de los tiempos» (que apuntaban a un debilitamiento de la
hostilidad contra la Iglesia del mundo liberal, antes antago-
nista pero ya domesticado, y al reconocimiento de la necesi-
dad de un frente común antitotalitario común compuesto
por todos los partidarios de un sentido de la «dignidad
humana» arraigado, históricamente, en la enseñanza cristia-
na), hombres como Maritain trabajaron para la creación
práctica de un entorno pluralista universal. Fomentaron la
impresión de que el mundo estaba ansiando a Cristo sin
darse cuenta de ello; de que, bajo un régimen pluralista, los
hombres podrían finalmente abrir sus brazos por completo a
la Iglesia, sabedores de que los estaban abriendo a la Fe
como algo opuesto al interés político, a Jesús más que a
Constantino. De ahí la llamada a una nueva g a u d i u m[ a l e-
gría] y a una nueva s p e s[ e s p e r a n z a ] .
Empecemos nuestro análisis de los argumentos de
Murray admitiendo que algunos aspectosde su crítica al pasa-
do católico son demasiado acertados, empezando por la
cuestión de la eclesiología, esto es, la teología sobre la Iglesia
y su «constitución». Desde una perspectiva eclesiológica, la
familia católica ha pecado históricamente de cierto ingenuo
infantilismo. Esto no es particularmente sorprendente, y el
tema intimida en toda su abarcadora complejidad. Más aún,
circunstancias históricas de diversos tipos han impedido,
como ángeles con espadas flamígeras, un tratamiento com -
pleto y apropiado de la idea de la Iglesia en cuanto tal. Por
tanto, el progreso real en la eclesiología y en la compren -
sión de las complejidades del orden social que puede verse
en la obra de algunos de los teólogos escolásticos del siglo
XIII fue ahogada, y luego casi enterrada viva, por despresti -
gio del mundo intelectual a consecuencia de las amargas
batallas entre realistas filosóficos y nominalistas. La conse -
cuencia fue que cuando los heréticos escritos de eclesiología
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de Guillermo de Ockham y Marsilio de Padua presentaron
la visión de una Iglesia-Imperio donde lo sagrado era engu-
llido por la esfera secular , la respuesta de un papado obse-
sionado, también él, con los asuntos de la política temporal
demostró ser dolorosamente deficiente, y dominada por
argumentos legalistas canónicos tan anti-intelectuales como
los de sus oponentes. Sólo una renovada –pero también lenta y azarosa– «subi -
da al Monte Carmelo» trabajaba en reunir de nuevo todos
los elementos necesarios para comprender la «constitución»
de la Iglesia y su relación con el mundo. T rento quiso
enfrentarse a estas cuestiones, pero no pudo ser porque las
complicaciones teológicas de la relación papa-obispos y las
exigencias de los Estados, celosos de las prerrogativas reli -
giosas ganadas a finales de la Edad Media, amenazaban con
hacer naufragar el Concilio entero. T ras ulteriores contra-
tiempos causados por la Ilustración, el movimiento de rena -
cimiento católico del siglo XIX fue finalmente capaz de
estimular nuevos avances. Pero también aquí una mezcla de
confusión intelectual y presiones políticas internacionales
impidieron al Concilio V aticano I completar el trabajo sobre
esa exhaustiva «constitución de la Iglesia» y la discusión de
su misión en el mundo prevista en un principio. En segundo lugar , aunque en la historia de la Iglesia
romana abundan los esfuerzos por contactar con las nume -
rosas comunidades que forman a personas con el fin de
«restaurarlo todo en Cristo», admitamos también la idea de
que ha tendidoa centrarse en los aspectos exteriores de su
relación con el Estado. No es difícil entender por qué. El
Estado era anterior a ella en el tiempo, más poderoso que
ella, y respetado por ella como una institución querida por
Dios. La Reforma, en su ataque frontal a la Iglesia y en su
aterrorizada búsqueda de protección ante las consiguientes
convulsiones sociales, fortaleció aún más la posición del
Estado. La Ilustración pidió la ayuda gubernamental para
luchar contra la influencia de las religiones organizadas en la
vida diaria, así como la de los grupos sociales subsidiarios
«irracionales» y «tiránicos» que obstaculizaban el «progreso»,
y continuó alimentando el potencial totalitario del Estado.
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Intentar «puentear» al Estado para acercarse a un orden
social que chocaba ya con la Iglesia habría evidenciado, en
el mejor de los casos, un wishful thinking[pensamiento desi-
derativo], y en el peor , un autoengaño destructivo.
Esto ya era bastante complicado cuando el poder residía
en manos de autoridades tradicionalmente vinculadas a la
idea de un orden cristiano internacional. Pero fue aún más
problemático cuando los numerosos brotes de la Ilustración
naturalis ta intentaron controlar el creciente poder del
Estado secular y nacional. Precisamente porque todos estos
brotes podían apelar a un aspecto torcido u otro del pasado
católico europeo de donde habían emergido confusamente,
cualquier facción (liberal, demócrata, nacionalista, socialista
o bonapartista) que buscase la ayuda católica podía encon -
trar algún aspecto del mensaje de la Iglesia que su partido
pareciese promover y que sus enemigos ignoraban. Y , como
los monarcas en el pasado, las facciones partidistas de tiem -
pos más recientes podían presionar para el reconocimiento
católico público de sumisión «divina».
Finalmente, no se puede negar que el clero (el cual, ade-
más de ser la fuerza con autoridad dada por Dios sobre el
Cuerpo Místico de Cristo, también representa un «interés de
grupo» humano, excesivamente dispuesto a ver la relación
de la Iglesia con el Estado bajo el punto de vista de sus limi-
tados y particulares intereses) había demostrado a menudo
que estaba dispuesto a abandonar una tarea más amplia de
cristianización con tal de no causar problemas a los poderes
de hecho, a cambio de la seguridad de llevar a cabo su activi-
dad sacramental básica.
Sin embargo, el clero se ha dividido sobre la forma de
conseguir ese «apaño». Los asuntos italianos han arrastrado a
menudo al Papado y a la Curia romana a buscar la seguridad
en formas que entran en conflicto con los episcopados nacio-
nales, cimentando así alianzas con sus «sagrados» Estados
locales. Y aunque en el mundo moderno el bajo clero, irrita-
do por la complicidad de sus obispos con las autoridades
gubernamentales locales, asumió el peso de la causa cristiani-
zadora más amplia, se hizo normalmente al precio o bien de
alabar con exageración todas las decisiones papales en esa
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esfera, o bien uniéndose a uno u otro «partido» naturalista
feliz de legitimar sus actividades a los ojos de los creyentes
mediante la presencia de sacerdotes en sus filas. En todo caso,
dada la propensión de las viejas monarquías a construir alian-
zas con las fuerzas de la Ilustración moderada, y dada también
la atmósfera de pánico creada por los «partidos de orden»
ante la Amenaza Roja, tanto los episcopados nacionales como
el Papado se movieron generalmente en la dirección de sellar
la paz –bendiciéndolo– con el Estado monárquico liberal y
con cualesquiera otros aliados con los que creyó que debía
hacerlo para huir de desafíos más radicales. En resumen: el
orden social se sacrificó para asegurar la intangibilidad del
«entramado» sacramental bajo dominio clerical.Murray argumentaba que la solución pluralista, al liberar
a la Iglesia de toda implicación directa c on el Estado, la libe-
raba de todas esas restricciones absolutamente inaceptables
que la unión del Trono y el Altar había añadido a su capaci-
dad para cristianizar todo el orden social. Recluido el secula-
rismo del muy limitado Estado angloamericano a su propia y
estrecha esfera –donde no podía perjudicar ni a la religión,
ni la sociedad ni el desarrollo de la persona humana–, la
Igl esia salí a ahora a conquistar el mundo bajo la única insig-
nia de la dignidad del hombre. No debía temer hacerlo así,
porque había sido la primera en dar a luz tal concepto. La
explicación pontificia de su significado en el pasado recien-
te demostraba su convicción de que comprendía mejor que
nadie lo que había que desarrollar y per f e c c i o n a r. Y armada
con una mejor eclesiología, que subraya la responsabilidad
de todos y cada uno de sus hijos en el empeño evangélico,
confiaba en qu e su oferta al mund o le aportase una sup erio-
ridad histórica y racional, y respaldada por la gracia en un
diálogo libre cuyas fructíferas consecuencias ningún concor-
dato o Iglesia establecida podía aspirar a igualar.
4. Los dos riesgos del pluralismo
Por muy esperanzador y filotradicional que el pronósti-
co de Murray puede haber sonado a muchos, por desgracia
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esco nd ía d os gr an des peligro s q ue co nd ujeron a un
postconcilio dominado por enseñanzas y acciones totalmen-
te destructivas de cualquier sentido del orden social, cristia -
no o no cristiano. El primero fue el hecho de que apuntarse
al sistema pluralista americano ataba a la Iglesia a un nuevo
lastre político y social equipado con el tictac de una bomba
de relojería anticatólica. El segundo era que este compromi -
so con el pluralismo facilitaba el progreso a ese movimiento
personalista europeo policefálico que en el Concilio fue
incluso más influyente que cuanto viniese de la experiencia
norteamericana, y que ofrecía una visión alternativa y más
claramente subversiva del futuro católico. Exploremos
ambos peligros en su tarea común de hacer desaparecer la
Fe, la Iglesia y la Razón de toda discusión sobre el Estado y
la sociedad.
5. El sometimiento a la ideología de los poderosos: america -
nismo y padr es fundadores
El mismo Murray sabía que el éxito del sistema pluralista
dependía realmente de no ser en realidad tan pluralista,
puesto que exigía un consenso moral «sobre las verdades
racionales y los preceptos morales que rigen la estructura del
Estado constitucional, así como concretar la sustancia del
bien común y det erminar los límites del orden público» (4).
América mantuvo ese consenso, al menos durante un tiempo,
por una serie de factores, entre ellos la poderosa influencia
de la inercia humana normal y la presencia de instituciones
tradicionales como la Iglesia Católica que servían de contra-
punto militante a las ideas lógicas y a los comportamientos
prácticos que trabajaban para romper toda unidad racional y
m o r a l .
La evolución destructiva procedente de esas ideas y ese
comportamiento tenía sus raíces en el protestantismo, des -
arrollado en conjunción con la denominada Ilustración
moderada y su respuesta al perturbador conflicto religioso,
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694Verbo, núm. 527-528 (2014), 685-713.
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(4) John Courtney M
URRAY, S.J., We hold these truths, Nueva Y ork,
Sheed & W ard, 1960, págs. 72-73.
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y enseñado de forma más completa y certera desde los tiem-
pos de la Revolución Gloriosa por hombres como John
Locke y sus discípulos americanos. Basándose en la persona
humana como un ser aislado y atomístico definido por sus
numerosos deseos materiales, trabajaban prioritariamente
para construir una sociedad afín a la libertad de los propie -
tarios individuales... y de los teóricos que defendían sus inte -
reses. Construir una sociedad afín a los propietarios exigía
un debilitamiento de las autoridades coercitivas peligrosas
para ambos intereses en cuestión. En el siglo XVII, estas autoridades eran las fuerzas reli-
giosas anglicanas y puritanas, perturbadoras de la economía,
así como la monarquía Estuardo con sus exigencias de
impuestos para mantener unos ejércitos y una armada cada
vez mayores. Domesticarlas sin fomentar un temible ateísmo
como el de Spinoza ni poner en peligro la tranquilidad y la
paz social básicas condujo a una llamada a la «tolerancia
religiosa» y al «mal necesario» de un gobierno a base de c h e c k s
and balances [controles y equilibrios]. La tolerancia religiosa
permitía la libertad para que florecieran tantas denomina -
ciones religiosas que ninguna de ellas pudiese dominar la
vida social. Aparentando ser favorable a la religión y mante -
niendo el compromiso de una visión moral común que
nadie discutiese, convertía sin embargo la fe religiosa en un
aspecto puramente «decorativo» de la vida, un consuelo per -
sonal sin relevancia pública (5). La tendencia era asimismo
hacia un Gobierno tan «decorativo» como fuese posible.
Ambas fuerzas mostraron sus limitaciones ante los poderes
reales del país: los propietarios y sus aliados intelectuales de
la Ilustración moderada, quienes per filaban el orden social
según suvoluntad.
A primera vista, todas estas ideas, en particular traslada-
das al entorno del Nuevo Mundo, podían ofrecer a la Iglesia
católica y a los cuerpos intermedios la oportunidad de un
orden corporativo donde crecer . Después de todo, el ataque
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(5) V er Blanford P
ARKER,The triumph of augustan poetics, Cambridge,
Cambridge University Press, 1998, sobre el esfuerzo coordinado para
reducir la religión a un elemento personal y decorativo más que una
fuerza pública capaz de modelar la sociedad.
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a la influencia de la autoridad en la vida pública se dirigía
primordialmente a dos entidades protestantes y al poder del
Estado. Pero la enseñanza más profunda de la experiencia
angloamericana era su definición de la necesidad del indivi-
duo, definido por Locke como un haz de pasiones, de ser
«libre». Y con este principio como guía, cualquier autoridad
social que se interpusiese en el camino de los objetivos de
«libertad» material tenía que ser asaltada, tanto la de carác -
ter católico y subsidiario como la protestante y gubernamen -
tal. El uso de la autoridad coercitiva (que tantos filósofos a
lo largo de las épocas han considerado un requisito racional
absolutamente esencial para cualquier actividad social efi -
caz) debía presentarse como algo de carácter antinatural. Lo
que tomó su lugar era el poder crudo del individuo fuerte,
cuya voluntad quedaba así desatada para enseñorear a los
débiles. Es más, la «libertad» individual propugnada podía ser de
cualquier clase. Sí, tal vez los propietarios y algunos de sus
aliados intelectuales querían circunscribir la «libertad» a los\
asuntos económicos, utilizando conceptos como «sentido
común» para avergonzar a otros intimándoles a «portarse
bien» para mantener el orden público. Sin embargo, las
ideas en juego adoptaron esa llamada a la libertad en direc -
ciones distintas a las sólo económicas. Los impulsores de
otras «libertades» argüían que el orden público estaba ame -
nazado porque no se admitían esas libertades que ellos que-
rían, y que en consecuencia el «sentido común» exigía su
aceptación. A largo plazo, esto significaba que las voluntades indivi-
duales más fuertes serían en última instancia árbitros de
todo. Y en América, donde el sistema que permitía ese triun -
fo de la voluntad se sostenía en una «religión civil» que di\
vi -
nizaba los deseos de sus creadores históricos, los hombres
fuertes se vieron obligados a vincular su voluntad con la de
los Padres Fundadores. Se lanzaba así un ultimátum a la Fe,
a la Razón, al Sentido Común y a todas las instituciones
sociales (a saber: la Iglesia –ahora reducida al nivel de una
mera «denominación religiosa»–, el Estado castrado y otras
autoridades corporativas): o públicamente se comprometían
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a apoyar la voluntad de poder de los promotores más fuer-
tes de las «libertades» particulares, o serían paralizadas y
relegadas a la impotencia y a un papel «decorativo» en la
vida. Según Gaudium et spes, «el divorcio entre la fe y la vida
diaria de muchos debe ser considerado como uno de los
más graves errores de nuestra época... No se creen, por con -
siguiente, oposiciones artificiales entre las ocupaciones pro -
fesionales y sociales, por una parte, y la vida religiosa por
otra» (núm. 43). Los católicos americanos que bajaban
ahora a la arena social para «cristianizar» el mundo sabían,
precisamente por su bagaje y entorno histórico pluralista,
cómo borrar esas «oposiciones artificiales». Y no era, sin
duda, ajustando la sociedad a la visión católica tradicional -
mente entendida. En orden al triunfo del «verdadero men -
saje» de Cristo, los responsables de enseñarlo tenían que
haber leído los «signos de los tiempos» americanos que les
instruían en el juego del «Hágase la V oluntad» que mencio-
nábamos antes. Según el cual sólo se llegaría a un nuevo
orden católico reconociendo la catolicidad de la voluntad
de los Fundadores, tal como sea definida por la autoridad
de los «luchadores por la libertad» más fuertes en cada
momento, y obedeciendo sus dictados.
Por tanto, si algo en la anterior teología católica y en la
filosofía racional tradicionalmente empleada en unión con
ella se oponía a la voluntad de los «Hombres Fuertes/Padres
Fundadores», entonces eran esos elementos teológicos o
filosóficos discordantes los que tenían que desaparecer . Para
poner las cosas peor , se apeló a la «más clara comprensión
de la eclesiología» por el Concilio para justificar la rendi -
ción. Se dijo que el reconocimiento en el Concilio de la
«plena ciudadanía» de los laicos era un signo de que final -
mente la Iglesia se había «puesto al día» en el espíritu \
de ese
entorno democrático y pluralista americano que había pro -
bado ser tan beneficioso para los católicos en Estados
Unidos. Lo imprescindible ahora era llevar el proceso de
aprendizaje de la «Iglesia de los peregrinos» [los primeros
norteamericanos] a sus conclusiones obvias, dado que,
punto por punto, el espíritu más profundo de la experien -
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cia americana le enseñaba a la Iglesia lo que Cristo esperaba
realmente de ella: una democratización estructural favora -
ble a bautizar como católicos los dictados de las «concien -
cias libres» individuales; y una condena de cualquier tipo de
coerción por la autoridad social (incluso la de alcance pura -
mente interior y desprovista de castigos físicos) como ofen -
siva para la dignidad humana y para la dignidad de los hijos
de Dios. Tanto la Iglesia católica como su cristianización del
mundo debían así ser dirigidos por conciencias individuales
supuestamente a imitación de Cristo, pero realmente modela-
das por John Locke: conciencias individuales cuya «liberación»
se demostraba por su ser vil repetición de las exigencias de la
última interpretación arbitraria de los arbitrarios Padres
Fundadores. ¿Esperó o quiso Murray este resultado? Dada la insisten -
cia de John F . Kennedy durante la campaña de 1960 en que
su Iglesia, tan respetuosa con la Fe y la Razón, no tendría
ninguna influencia en conformar su conciencia individual y
su comportamiento como presidente (¿quién entonces? ¿los
agoreros? ¿los intérpretes de las hojas de té? ¿o simplemen -
te jugando el juego del « Hágase la Voluntad»?), parece difícil
que tal planteamiento le haya podido sorprender . Algunos
colegas de Murray en la Universidad de Fordham (como el
padre Francis Canavan y el doctor William Marra) me insis -
tían en que él era consciente de que el énfasis exagerado en
la libertad individual viciaba la experiencia nor -teamerica-
na, y le incomodaba su aplicación postconciliar a la estruc -
tura de la Iglesia y sus enseñanzas doctrinales y morales.
Pero otros pintan un cuadro diferente, el de Murray defen -
diendo un desarrollo de la conciencia humana libre de
coacciones:
«Murray había solido evitar que el debate sobre la libertad reli -
giosa en la sociedad fuese unido a la cuestión de la libertad en
la Iglesia. Lo hacía tanto por razones teológicas como tácticas\
,
considerando que el texto conciliar carecía de fundamento
teológico para aplicarse a los asuntos internos, y que todo
intento de revisar el texto en esa dirección sería un error fatal.\
Una vez que el V aticano II afirmó la posición católica sobre la
libertad religiosa como un derecho humano y civil, Murray
JOHN RAO
698Verbo, núm. 527-528 (2014), 685-713.
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comentó: “Inevitablemente, un segundo gran argumento se
pondrá en marcha ahora sobre el significado teológico de la
libertad cristiana. Los hijos de Dios, que reciben su libertad
como un regalo del Padre a través de Cristo en el Espíritu
Santo, la afirman tanto dentro de la Iglesia como dentro del
mundo, siempre en atención al mundo y a la Iglesia”. Los pun-
tos son muchos: la dignidad del cristiano, los fundamentos de
la libertad cristiana, su objeto o contenido, los límites y sus cri -
terios, la medida de su utilización responsable, su relación con
las exigencias legítimas de la autoridad y con los sabios conse -
jos de la prudencia, los peligros que esconde y las formas de
corrupción a las que es propensa. T odos estos puntos deben
ser considerados en un espíritu de reflexión serena e informa -
da» (6).
6. La disolución personalista: Mounier y la Escuela de
Uriage
La aceptación conciliar del ideal pluralista también cho-
có con la visión católica o socrática del papel de autoridad
magisterial de la Iglesia, por medio de la ayuda práctica que
brindó el pluralismo a una corriente de pensamiento inte -
lectualmente mucho más influyente en la Roma de los años
60 que cualquier otra proveniente de América: el persona -
lismo (7). El personalismo europeo del siglo XX surgió de
una comparación del fracaso de los misioneros y activistas
católicos con el persistente vigor de las culturas no cristianas
y los éxitos de la moderna política de masas y los movimien -
tos culturales. Entre quienes influyeron en su crecimiento
estaban: Emmanuel Mounier (1905-1950), editor del diario
Esprit; los impulsores de la llamada Nueva T eología que sur-
gía de los centros dominicos y jesuitas de Saulchoir , Latour-
Maubourg y Four vières; y pensadores conectados tanto con
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(6) J. B. H
EHIR,op. cit., págs. 72-72, citando a J. C. Murray en W alter
Abbot (ed.), The documents of V atican II,Nueva York, Guild Press, 1966.
(7) Sobre la evolución histórica de la influencia del personalismo, ver:
John H
E L L M A N, Emmanuel Mounier and the New Catholic Left (1930-1950),
T o r o n t o , University of Toronto Press, 1981; John H
E L L M A N, The knight
monks of Vichy France: Uriage (1940-1945), Montreal-Kingston, McGill, 1997,
pág. 56; Émile P
O U L A T, Les prêtres-ouvriers: naissance et fin, París, Cerf, 1999.
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el movimiento scout católico como con grupos de Acción
Católica especializados dirigidos a jóvenes trabajadores cris-
tianos. Jacques Maritain, que hacía de anfitrión de discusio -
nes personalistas en las soiréesde su casa en la Francia de
entreguerras, puede ser considerado el único –aunque bas -
tante crítico– puente entre las ideas personalistas y el plura -
lismo americano, que él prefería.
Un centro principal de difusión de las ideas personalistas
fue la École des cadr e sde Uriage, en la Francia de Vichy, crea-
da durante la Segunda Guerra Mundial para preparar una
nueva élite para un nuevo orden europeo. Bajo la dirección
de hombres como Pierre Dunoyer de Segonzac (1906-1968)
y Hubert Beuve-Mery (1902-1989), futuro fundador de L e
M o n d e , sacerdotes como Henri de Lubac, Jean Maydieu,
Victor Dillard y Paul Donceour fueron llevados a Uriage
como docentes. Estos hombres, por su parte, introducían a
los estudiantes en los escritos de Félicité de Lamennais,
Henri Be rgson, Maurice Blondel, Marie-Dominique Chenu,
Yves Congar, Karl Adam, Romano Guardini, Charles de
Foucauld y, quizás más importante que ningún otro, Pierre
Teilhard de Chardin. Uriage también tenía vínculos, directos
e indirectos, con los padres Louis Joseph Lebret y Jacques
L o e w , fundadores del movimiento social católico Economie et
H u m a n i s m e y, muy influyentes –al menos en el caso de
Lebret– en la génesis de Gaudium et spes.
La transformación del mundo, según la doctrina enseña -
da en Uriage, dependía de la creación de «personas» como
algo opuesto a «individuos». Las «personas» eran definidas
como hombres que respondían a la llamada de los «valores
naturales» a través de la participación en una vida comuni -
taria que les elevaba por encima de sus estrechos deseos
individuales. Uno sabía que se hallaba ante una auténtica
comunidad, dedicada a un valor natural que construye ver -
daderas personas, cada vez que advertía en esa comunidad
una «mística» discernible y poderosa, y que esa mística con -
ducía a sus miembros individuales a una actividad creativa y
abnegada. Algún día, la «convergencia» de todas esas místi -
cas resultaría en el establecimiento de una comunidad de
comunidades que produciría, en efecto, super -personas: «La
JOHN RAO
700Verbo,núm. 527-528 (2014), 685-713.
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mayor transformación que jamás ha experimentado la hu-
manidad». La pesadilla que había sido el siglo XX consistía
en realidad en «el nacimiento sangriento de un auténtico
ser colectivo de hombres» providencial y eminentemente
(aunque también misteriosamente) católicos (8).El papel del catolicismo en esta «convergencia» era «dar
testimonio» del significado sobrenatural de cada valor natu -
ral (reflejado en la mística de las comunidades activas de
personas abnegadas que viven de él) y en ayudar a cada una
de ellas a alcanzar su per fección innata. No debía juzgarlas,
porque el mismo catolicismo no podía saber del todo qué
era en realidad hasta que todo lo natural hubiese madurado
y convergido. El catolicismo formaba parte de una multifa -
cética peregrinación hacia Dios (vinculados los peregrinos
por la intuición y la acción) con un destino incierto. Lo que
era importante en ese momento era animar profundamen -
te un compromiso voluntario con toda suerte de sacrificios
de uno mismo.
De ahí el pasmoso ecu menismo de Uriage, del que hay
mil testimonios. Comenzaba por la habilidad de Segonzac
«para crear relaciones amistosas, en un plano espiritual, con
protestantes, católicos, judíos, musulmanes, agnósticos»,
pues él «prefería gente (enraizada)... en su propios criterios,
en su propia cultura» (9). Pasaba por la proclamación, en la
C a r ta de Uriage, de que «los creyentes y los no creyentes están
en Francia tan impregnados d e cristianismo que los mejores
entre ellos podrían encontrarse, más allá de revelaciones y
dogmas, formando una comunidad de perso nas en la misma
búsqueda de la verdad, la justicia y el amor» (10). Y llegaba,
en Mounier, al éxtasis puramente teilhardiano sobre el extra-
ño crecimiento de la «comunidad personal perfecta», donde
«el amor sería el único vínculo, sin coerciones, sin intereses
vitales o económicos, sin una institución extrínseca»:
«Seguramente [la evolución] es lenta y larga cuando sólo los
hombres medios están trabajando en ella. Pero luego llegan
los héroes, los genios y los santos: un San Pablo, una Juana de
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(8) J. H
ELLMAN,Knight monks, pág. 178.
(9) Ibid., pág. 83.
(10) Ibid., pág. 59.
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Arco, una Catalina de Siena, un San Bernardo, o un Lenin, un
Hitler y un Mussolini, o un Gandhi, y de pronto todo se levan-
ta deprisa [...]. La irracionalidad humana, la voluntad huma -
na o, simplemente, para los cristianos, el Espíritu Santo aporta
de pronto elementos que hombres sin imaginación nunca
hubiesen previsto. [...] Ojalá los demócratas, ojalá los comu -
nistas, ojalá los fascistas impulsen hasta su límite y plenitud la\
s
aspiraciones positivas que inspiran su entusiasmo» (11).
Como explica John Hellman, «la creencia de Mounier
de que había un elemento de verdad en todas las creencias
fuertes coincidía con la opinión de T eilhard de la inevitable
espiritualización de la humanidad» (12). El mensaje de Uriage no era racional. Su justificación
última eran la intuición y la fuerza de la voluntad que con -
ducía a una acción creativa. Cualquier apelación a la lógica,
ya fuese apoyando o criticando el compromiso voluntarista
con los valores naturales, se descartaba contraria a los
hechos o como una pedantería peligrosamente decadente y
puro individualismo escolástico. Era mejor enterrar las ten -
taciones de un enfermizo racionalismo mediante el desarro -
llo de la virtud de la «virilidad», definida de nuevo en modos
completamente anti-intelectuales: la habilidad para subirse
a un autobús urbano; subir en bicicleta la escarpada colina
hasta la Escuela, como Jacques Chevalier; mirar a los otros
«directamente a los ojos» y «darse la mano con firmeza»;
soportar el agotador régimen definido como d é c r a s s a g e[ d e s e n -
grasado] que se ideó para los estudiantes de Uriage bajo la
inspiración del general Georges Hébert; cantar con entu -
siasmo en torno al fuego nocturno del refectorio; saber
cómo «tomar mujer»; y, siempre, sentirse orgulloso «del tra-
bajo bien hecho». Se decía que esa virilidad tenía un profundo
significado espiritual, algunos de cuyos aspectos se elabora -
ban en lecturas como Ordre viril, ordr e chrétien de De Lubac y
el libro de Chenu Pour être heureux travaillons ensemble (13).
Por último, señalemos que las enseñanzas de Uriage eran
descaradamente elitistas, consistiendo la particular mística
JOHN RAO
702Verbo, núm. 527-528 (2014), 685-713.
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(11) J. H
ELLMAN,Emmanuel Mounier…, cit., págs. 85 y 90.
(12) Ibid., pág. 128.
(13) J. H
ELLMAN,Knight monks , págs. 71-76.
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de la Escuela en el desarrollo del valor natural del lideraz-
go. «La juventud selecta de Uriage» decía ser «la primera
célula de un nuevo m undo introducida en un mundo pasa-
do de m oda» (14), «comprometida en la misión de unir en
el mismo es píritu de colaboración a la élite de todos los
grupos que deben participar en la común tarea de recons-
trucción» (15). Puesto que estaban destinados a revelar el
significado eterno y sobrenatural de los valores naturales
ejemplificados por la mística de todas las comunidades
v i r i les, los estudiantes de Uriage eran también, en realidad,
figuras sacerdotales. Cada clase se consagraba a un gran
hombre y tomaba su nombre como tal ismán. Especialmente
Segonzac «asumió un cierto papel sacerdotal, incluso respec-
to a las mujeres e hijos de sus instructores» (16). Esto supo-
nía también una «división en líderes, menos líderes, líderes
medios, semi-líderes y no-líderes en absoluto», lo que irrita-
ba a algunos internos. «El equipo principal», indicaba uno
de ellos, «eran dioses» (17). Al principio los dioses de Uriage vieron el fascismo como
«una prefiguración monstruosa» de la nueva humanidad
personalista que aguardaba el nacimiento bajo su guía espi -
ritual. Sin embargo, el racismo nazi nunca atrajo a hombres
que apreciaban la vitalidad en todos los pueblos y culturas,
mientras que el fascismo en general demostraba su falta de
mérito por su auténtica incapacidad para triunfar . El entu-
siasmo se transfirió entonces al marxismo, otra «prefigura -
ción monstruosa» que prometía un futuro más feliz. Aquí, \
la
actividad de los cuadros de Uriage corrió en paralelo con los
esfuerzos de sacerdotes y obispos intentando entender la
«mística» de los trabajadores en los campos y en las fábricas
francesas. El entrenamiento para este último propósito se
ofrecía bajo el patronazgo de la supra-diocesana Mission de
France. Los mismos profesores de Uriage se involucraron en
estas actividades sacerdotales: el padre Dillard, por ejemplo,
lo hizo canonizando los soviets que encontró en el campo e
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(14) Ibid., pág. 65.
(15) Ibid., pág. 63.
(16) Ibid., pág. 90.
(17) Ibid., pág. 75.
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insistiendo en que todos los trabajadores habían «nacido» a
sus tareas con virtudes específicas negadas a otras personas.
Después de todo, había «riquezas en la increencia moderna
(en el marxismo ateo, por ejemplo) que actualmente care-
cen de la plenitud de la conciencia cristiana» (18). Los espí -
ritus ilustrados «tienen que compartir la fe y la mística de la
Revolución y del Gran Día (el del Cristo total)» (19), como
hizo un sacerdote que pidió morir «orientado hacia Rusia,
madre del proletariado, como esa patria misteriosa donde se
está forjando el Hombre del futuro» (20). Los hijos de Uriage conservaron su sentido bélico de ser
una nación sacerdotal, un pueblo preser vado, elegido para
juzgar cuáles místicas eran o no aceptables en el camino
hacia la «convergencia». Los objetos de discusión se ofre-
cían en abundancia. Los apparatchikssoviéticos no parecían
entender que el marxismo debía ser espiritualmente tras -
cendido. Una mística estalinista, por tanto, debía desechar -
se. En la cultura americana había aún menos esperanzas.
«Los americanos –se quejaba Beuve-Mery– pueden impedir-
nos llevar a cabo la obligada revolución, y su materialismo ni
siquiera tiene la grandeza trágica del materialismo de los
totalitarios» (21). Quizá más que todos ellos, sin embargo, el catolicismo
tradicional [el cual, desde los días de Uriage, temía esa
«insistencia en juntar hombres con diferentes “místicas” al
tiempo que se afecta una “viril” irritación hacia el clericalis -
mo, el dogma y la ortodoxia» (22)] debía ser arrojado con
desprecio al cubo de la basura. Al catolicismo «tridentino»,
con su preocupación por la santificación individual y su
énfasis en las devociones privadas que la procuraban, se le
acusaba de mutilar el desarrollo de la persona humana.
Asumir por completo el mensaje cristiano, y la absoluta per -
fección de la personalidad, exigían perderse a sí mismo, así
como una completa donación a Cristo tal como se revelaba
JOHN RAO
704Verbo, núm. 527-528 (2014), 685-713.
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(18) Émile P
OULAT,op. cit., pág. 408.
(19) Ibid., pág. 386.
(20) Ibid., pág. 244.
(21) J. H
ELLMAN,Knight monks , pág. 213.
(22) Ibid., pág. 88.
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en la comunidad vital y activa o en las comunidades a su
alrededor.Muchos de los que experimentaron la hostilidad e indi-
ferencia hacia el catolicismo por parte de soldados y trabaja -
dores de mil orígenes sociales y étnicos empezaron a pedir
una inmersión total en el medio al cual eran enviados como
activistas. Esa inmersión exigía cortar la raíz y las ramas de
toda educación y praxis previas que otorgaran al misionero
militante características distintas a las del medio en donde
tenía que actuar: la inmersión total en el medio especializa -
do era la que preparaba adecuadamente al hombre para
enseñar el mensaje de Cristo. El terrible drama de este
nuevo tipo de evangelización es que enlazaba con la fe en la
evolución hacia un conocimiento universal mayor y hacia la
manifestación del amor de Cristo profetizados por T eilhard
de Chardin. Si unimos el personalismo con la «nueva evangeliza-
ción», el programa del misionero queda claro: debe «salir»
de sí mismo y de sus estrechos presupuestos sobre el cristia -
nismo, y darse a las culturas o grupos (vitales, eficaces, cohe -
sionados, activos) a los que es enviado. Ha de alimentar el
espíritu de Cristo que se revela en ellos y llevarlo a su inna -
ta per fección. A yudándoles, se convierte en «testigo» de su
fe (presumiblemente más completa) en una vía silenciosa,
humilde y –en última instancia– más exitosa, y sin embargo
aprende cosas sobre Cristo que nunca podría haber conoci -
do fuera del grupo en cuestión.
Mounier resulta particularmente instructivo por su cre-
ciente desapego de una Iglesia con autoridad. Lógicamente,
su visión siempre había implicado la posibilidad de guardar
en un cajón áreas enteras de la Escritura, la teología y la
espiritualidad cristianas, por si colisionaban con la «emer -
gente convergencia». En los últimos años de la guerra,
«había escaso lugar en el debate para el pecado, la reden -
ción y la resurrección; los actos centrales del drama cristia -
no eran aparcados» (23). La crítica de Nietzsche al ser vilismo
cristiano le parecía ahora incontestable, y «llegó a pensar
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Verbo,núm. 527-528 (2014), 685-713. 705
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(23) J. H
ELLMAN,Emmanuel Mounier ..., pág. 255.
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que el catolicismo romano era una parte integral de casi
todo aquello que él odiaba. Luego, cuando buscó su alma,
descubrió que los aspectos de sí mismo que apreciaba menos
eran sus rasgos “católicos”» (24). Hacer lo que uno quisiera
era el unum necessarium. También execraba todo lo racional
que proviniese de la tradición griega y que se utilizase para
apoyar el cristianismo y enfriar la voluntad. Si había algo de
valor en la herencia greco-cristiana, vendría de lo que los
personalistas reconstruyeran desde cero; quienes en sus días
apelaban al nombre católico y a la práctica católica necesita-
ban diagnósti co psiquiátrico y ayuda médica.
Mounier denunciaba ahora reiteradamente el cristianis-
mo tradicional y los cristianos. El cristianismo, escribió, era
« c o n s e r v a d o r , a la defensiva, gruñón, temeroso del futuro».
Tanto si «colapsa luchando» como si «se hunde lentamente
en un co ma de autocomplacencia», está condenado al fraca-
so. «Los cristianos [castigaba en t érminos aún más fuertes, en
un estilo rapsódico digno de su nuevo maestro, Nietzsche],
esos seres sinuo sos que van po r la vida de perfil y cabizbajos,
esas almas desgarbadas, esos medidores de virtudes, esas víc-
timas dominicales, esos píos cobard es, esos héroes linfáticos,
esas vírgenes descoloridas, esos vasos de aburrimiento, esos
sacos de silogismos, esas sombras entre las sombras...» (25). La especulación metafísica, declaraba Mounier , era una
característica de «personalidades esquizoides sin vida...».
Mounier se refería incluso a la inteligencia y a la espirituali -
dad como «enfermedades del cuerpo» y atribuía la indeci -
sión de muchos cristianos a su ignorancia de «cómo saltar
una zanja o dar un golpe». «La moderna psiquiatría –escri -
bió Mounier– había arrojado luz sobre el gusto morboso por
lo “espiritual”, por “cosas más altas”, por el ideal y por las
efusiones del alma... Por tanto, muchas formas de devoción
religiosa eran resultado de psicosis, desengaños o vanidad.
La oración era a menudo un signo de enfermedad psicoló -
gica y debilidad» (26).
Digamos entre paréntesis que a partir de 1942 la manía
JOHN RAO
706Verbo, núm. 527-528 (2014), 685-713.
––––––––––––
(24) Ibid., pág. 190.
(25) Ibid., pág. 191.
(26) Ibid., págs. 192-193.
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o b r e r o - m a rxista-soviética incrementó la demanda de una li-
turgia basada en una respuesta pastoral a místicas particulares
para elevar la temperatura. La famosa obra de Henri Godin
France: pays de mission? (1943), destacando la descristianiza-
ción de los trabajadores, había creado un sentido de crisis que
tenía que triunfar a toda costa. La carencia de cualquier plan
concreto para profundizar en la mística del trabajador fue
atribuida al genio y a la fe en el Espíritu. Sólo una cosa era
cierta: la liturgia y el sacerdocio no estaban en sincronía con
el mundo del trabajo. Todo lo asociado con lo que Paul
Claudel llamaba «la misa dando la espalda al pueblo» tenía
que ser abandonado, pues se había convertido en el juguete
preferido de mentes pequeñas y fanáticas que no podían
entender el Nuevo Orden que surgía a su alrededor. De ahí
la crítica del padre Dillar, quien descartaba las dificultades de
un rechazo total del pasado, y daba por supuesto que los obre-
ros serían capaces de sentir la espiritualidad superior de lo
que llamaríamos un clero secularizado debido a je ne sais quoi
[un no-sé-qué] que emana de su propia nueva mística:
«Mi latín, mi liturgia, mi misa, mi oración, mis ornamentos
sacerdotales, todo lo que me hace un ser aparte, un fenóme -
no curioso, algo parecido a un pope (griego) o a un bonzo
japonés, de los que aún quedan provisionalmente algunos
especímenes esperando la carrera de la muerte.
La religión, como ellos [los obreros] la conocen, es una espe -
cie de intolerancia para mujeres piadosas y gente chic ser vida
por personajes disfrazados que son siervos del capitalismo... Si
conseguimos que nuestra religión se desprenda de elementos
insalubres que la abruman, supersticiones absurdas, la hipo -
cresía burguesa de “ir a misa”, etc., encontraremos fácilmen\
te,
junto con el Espíritu de Cristo, la mística que necesitamos
para restablecer nuestra patria» (27).
7. Consecuencias de la «nueva evangelización» postconciliar
Abrazar el pluralismo americano en la vertiginosa atmós -
fera de «alegría» y «esperanza» que caracterizó el final y el
inmediato despertar del Concilio otorgó a los personalistas,
–––––––––––– (27) E. P
OULAT, págs. 329, 333.
LA CUESTIÓN DE LA RES PUBLICA CHRISTIANA EN LAS DOCTRINAS “CATÓLICAS” POSTCONCILIARES
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que habían desarrollado enormemente su agenda intelec-
tual, una tremenda ventaja, al tomar el control de la evange -
lización del orden social que la ruptura entre Iglesia y
Estado supuestamente garantizaba. La tendencia innata del
pluralismo a considerar la autoridad social como peligrosa -
mente sospechosa ser vía sobre todo para quebrar la autori-
dad y la moral de la vieja guardia de la Curia Romana,
dándole poder real para implementar los decretos del
Concilio a comisiones, grupos de estudio y diarios domina -
dos por quienes poseían el debido «espíritu abierto». La
Octogesima adveniens (1971) de Pablo VI confirmaba la apro-
ximación pluralista en el nivel eclesiástico, al afirmar que las
iglesias locales comprenderían mejor que el Papado la natu -
raleza peculiar de las semillas del Logos ofrecidas por su
propia tierra y a través de sus propias instituciones sociales. Nadie parece haber querido recordar la advertencia de
Karl Barth de que históricamente las autoridades locales
habían demostrado ser mucho más susceptibles de politizar
y secularizar . Los obispos y las conferencias episcopales que
no respondieron a las «enseñanzas» de la vitalista comuni -
dad local fueron rápidamente condenados a aprender de
nuevo esta lección. Más aún, las instituciones locales, redu -
cidas por el pluralismo y el personalismo a meros canales
para los «místicos» en vez de verdaderas autoridades socia -
les, aprendieron que no podían per feccionar los «mensajes
naturales» que promovían sólo con sus propios medios. Se
les hizo evidente que el «testimonio» de los activistas elitis -
tas (cuya superioridad espiritual quedaba demostrada por
su abandono de toda enseñanza católica tradicional y su
arbitraria arrogancia al interpretar las aspiraciones más pro -
fundas de las diversas comunidades que atraían su atención)
era necesario para llevarlas a su per fección completa.
«Evangelizar el orden social» bajo esas condiciones
adquiere diferentes per files según diferentes circunstancias.
Se suponía que los antiguos movimientos sociales católicos
de Europa e Iberoamérica continuarían sus tareas sólo
sobre la base de per feccionar los «valores naturales» que
podían compartir creyentes y no creyentes. No se debía per -
mitir que los elementos claramente católicos inter firiesen
JOHN RAO
708Verbo,núm. 527-528 (2014), 685-713.
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en el desarrollo de la acción social en África y Asia, donde
antes tenían poca o ninguna influencia, por temor a que de
alguna manera tergiversasen una semilla del Logos en el pro-
ceso de desarrollo. Las fuerzas populares que se resistían a
abandonar ideas católicas o al cariz que estaba tomando la
acción social debían permitir a que los guías espirituales
superiores que apelaban al «espíritu del Concilio» en los cír-
culos y comunidades de base elevasen su conciencia. ¿Cómo,
si no, podrían saber las almas atrasadas cuáles eran sus aspi-
raciones más profundas?Las consecuencias postconciliares de este tipo de «evan-
gelización» han sido desastrosas. En la medida en que se
sumergieron sin prejuicios en el medio vital y activo donde
se supone que era enseñado el espíritu de Cristo, esto no per-
mitía contacto con el Cristo de la historia fuera y sobre él. Se
ponía en cuestión la realidad objetiva del Hombre-Dios
Encarnado, considerando este concepto como una mera
interpretación «occidental» del trabajo del «Espíritu» en la
vida humana. Los hombres personalistas quedaban espiri-
tualmente «desnudos ante el rostro de Ramakrishna», lo que
Maritain, demasiado atado a su Aquino para seguir la ruta
personalista completa, había predicho que sucede ría (28).
No sólo se abandonó la fe. T ampoco a ninguna de las
semillas del Logos reales activas en nuestra cultura se le per -
mitió una contribución objetiva a la vida humana capaz de
influir en otras. A la civilización grecorromana, en particu -
lar , se la despojó del derecho a dirigir cualquier mensaje,
dado que en el pasado se la empleaba precisamente para esa
misión supracultural. T odas las culturas se convirtieron en
barcos que se adelantan unos a otros en la noche, sin filoso -
fía, teología ni Cristo como estrella polar que les permitiese
navegar de puerto en puerto y trasladar de forma segura su
preciosa carga. La razón y el juicio lógico perdieron toda su
importancia, siendo denunciados como un equipaje inser vi-
ble propio de individuos mutilados que pretenden afirmar -
se por encima de sus más vitales y espiritualmente exaltadas
comunidades.
LA CUESTIÓN DE LA RES PUBLICA CHRISTIANA EN LAS DOCTRINAS “CATÓLICAS” POSTCONCILIARES
Verbo,núm. 527-528 (2014), 685-713. 709
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(28) J. H
ELLMAN,Emmanuel Mounier , pág. 42.
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Bajo estas circunstancias, la «evangelización» del orden
social es una palabra en clave para designar un consciente y
determinado sepelio de los deseos y las percepciones natura-
les del hombre caído que p o d r í a nhaber sido elevadas a Dios
de no haberse rechazado los instrumentos capaces de reali-
zar ese objetivo, y si no se hubiese abierto la puerta a las vul-
gares, banales y con frecuencia inanes fantasías por las que
los seres humanos se sienten siempre profundamente atraí-
dos. Más aún, ninguna arbitraria insistencia en su superiori-
dad moral podía salvar, a quienes pretendían ser «testigos»
de semejante falsa espiritualización, de una deprimente baja-
da a la tierra junto con la «energía vital» de sus afectos. Así,
el otrora profundamente piadoso padre Dillard acabó con-
cluyendo que su trabajo en la fábrica era más importante que
su misa, e incluso de que la máquina misma con la que tra-
bajaba tenía realmente un alma (29). De forma similar, la
subida al Monte Carmelo de Mounier diluía la oración en el
psicoanálisis. Entretanto, Le Monde, el periódico de Beuve-
M e r y, ayudaba poderosamente a construir una Europa tec-
nocrática marcada ahora por la misma blanda y materialista
“diversidad” del circo pluralista americano que había conde-
nado con tanta diligencia al final de la Segunda Guerra
M u n d i a l .
8. La nueva unión entre Iglesia y Estado
Numerosos pronunciamientos del V aticano durante los
pontificados de Juan Pablo II y Benedicto XVI quisieron
explicar el verdadero significado del Concilio sobre su rela -
ción con el mundo intentando corregir las horribles conse -
cuencias para la Doctrina Social de la Iglesia surgidas de una
victoria de las mentalidades pluralistas y personalistas. Sin
embargo, la confusión vinculada a dichos pronunciamien -
tos (a causa del estigma que acompaña al recurso a cual -
quier forma de autoridad social en la vida del «hombre
moderno individual libre y digno») en la práctica ha conver -
JOHN RAO
710Verbo,núm. 527-528 (2014), 685-713.
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(29) E. P
OULAT, pág. 327.
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tido esas correcciones teológicamente valiosas en completa-
mente carentes de sentido. En la práctica, la Iglesia y el Estado nunca en la historia
han estado más unidos que ahora, en un compromiso común
de permitir a la naturaleza caída caminar en sociedad contra
los dictados de la Fe y la Razón. E irónicamente, y como ha
sido tan frecuente en el pasado, es el clero renegado (procla-
mando la liberación de los laicos para luego impedirles ejer-
citar su Fe y su Razón en sus propias esferas de acción política
y social) el mayor culpable de cimentar esta nueva unión del
Trono y el Altar. La Iglesia es aún un «signo de contradic-
ción», pero, por desgracia, de contradicción con su carácter
divino y con su misión, que se ha convertido en nada más que
s i e r va de la voz del «deseo prometeico de poder material que
actúa como la dirección común más profunda subyacente a
todas las modernas culturas occidentales» (30). Sin la guía (coercitiva y con verdadera autoridad) de la
Fe, de la Razón, de la Iglesia, del Estado y de las sociedades
intermedias sustantivas que lo dirigen, la naturaleza y limita -
ciones de un Orden Social Católico tienen que definirse por
las voluntades individuales más fuertes que buscan la satis -
facción de sus deseos arbitrarios más fuertes. Ellos son el
soberano, en el sentido schmittiano del término, porque
determinan quiénes deben ser reconocidos como sus ami -
gos y quiénes como sus enemigos. Y , a pesar de los continua-
dos esfuerzos de los intérpretes más izquierdistas de las
comunidades vigorosas en todo el mundo para aportar una
definición de la Acción Social Católica que suene mar xista,
y a pesar de sus protestas de que el actual Soberano
Pontífice está de su lado, no veo al Papa Francisco en la bata -
lla al frente de una carga de curas-obreros, ni le veo encabe -
zando una diversidad de directrices totalmente opuestas a la
doctrina de la Iglesia (un complexio oppositorumal estilo de
Carl Schmitt) sobre las que él tiene capacidad para pronun -
ciar un juicio definitivo. Lo que sí veo que ha conseguido en 2014 la apertura plu -
ralista y personalista postconciliar al mundo exterior es la
LA CUESTIÓN DE LA RES PUBLICA CHRISTIANA EN LAS DOCTRINAS “CATÓLICAS” POSTCONCILIARES
Verbo,núm. 527-528 (2014), 685-713. 711
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(30) Richard G
AWTHROP, Pietism and the making of eighteenth centur y
Prussia, Cambridge, 1993, pág. 284.
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equiparación de la res publica christiana con esa forma de
arbitrariedad individualista que ha demostrado ser la más
fuerte: la arbitrariedad que proviene de la Ilustración mode -
rada, dirigida por John Locke, de la «voluntad de los Padres
Fundadores» que obsesiona a la experiencia americana. Los
católicos envueltos en las luchas entre facciones en los
Estados Unidos –liberal, conser vadora, neoconservadora y
libertaria– ligan la defensa de la causa católica a la victoria
de la libertad americana tal como la interpreta la voluntad
de los Padres Fundadores. T odos tienen sacerdotes activos
en sus filas. T odos ellos trabajan para convencer a la gente
de que no hay alternativa para los católicos que apoyar
como sea el american way . Todos ejercen activamente una
enorme influencia sobre Roma en torno a sus intereses de
libertinaje sexual o económico, ambos en última instancia
unidos, y medidos por el patrón del segundo. Tienen tanto
éxito que incluso el Papa Francisco, quien quizás piensa que
él representa un corriente más radical de la Doctrina Social
Católica, está llevando a cabo su «reforma» con la ayuda de
compañías norteamericanas de relaciones públicas y con el
apoyo entusiasta de todas las facciones contendientes en la
América pluralista. En resumen: la Iglesia católica en todo el mundo sir v e ,
consciente o inconscientemente, a la arbitrariedad americana,
lockeana, descreída, irracional e individual. Parafraseando
el viejo lema de los católicos liberales, es ahora «una Iglesia
caprichosa en una sociedad caprichosa». Esto no es lo que
querían los personalistas, pero me atrevería a decir que es lo
estaban fatalmente abocados a conseguir.
A los organizadores de esta conferencia les gustaría que
terminase mi inter vención con una nota positiva. Me gusta-
ría poder decir que creo que la resurrección de la búsqueda
de un orden social verdaderamente católico está a la vuelta
de la esquina. Si fuese así, sería con la ayuda de esa clase de
calamidad que la caridad fuerza a rezar para que pueda
todavía evitarse. Y sin embargo, uno no puede reírse de Dios
indefinidamente. La naturaleza acabará volviéndose contra
quienes han usado su nombre para abusar de ella. La des -
trucción de la historia que ha tenido lugar junto con un ata -
JOHN RAO
712Verbo,núm. 527-528 (2014), 685-713.
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que general a la Tradición puede borrar de la mente huma-
na la memoria del naturalismo ilustrado en general y de
John Locke en particular . Los cambios demográficos de pro -
porciones drásticas pueden asegurar la victoria de la ley islá -
mica, contra la cual la fe católica tendrá que luchar o morir .
Pero entretanto, todo lo que podemos hacer es lo que esta -
mos haciendo en este momento: mantener la tarea de edu -
cación y resistencia que aportan organizaciones como ésta.
Ese trabajo, aunque con frecuencia muy frustrante para la
gente joven, que quiere actuar y ganar , no puede ser obvia-
do. Incluso Ernst Jünger , un hombre de temperamento muy
militante, lo comprendió:
«Ahora hay que unirse a la batalla, y por tanto harán falta
hombres para restaurar un nuevo orden, y también nuevos
teólogos, a quienes el mal les resulte evidente desde sus fenó -
menos externos hasta sus más sutiles raíces; luego vendrá un
tiempo para el primer golpe de la espada consagrada, que
atravesará la oscuridad como un resplandor luminoso. Por
esta razón los individuos tienen el deber de vivir en alianza
unos con otros, allegando el tesoro de un nuevo gobierno de
la ley . Pero la alianza tiene que ser más fuente que antes, y
ellos, más conscientes» (31).
LA CUESTIÓN DE LA RES PUBLICA CHRISTIANA EN LAS DOCTRINAS “CATÓLICAS” POSTCONCILIARES
Verbo,núm. 527-528 (2014), 685-713. 713
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(31) Ernst J
ÜNGER,Sobr e los acantilados de mármol, XX.
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