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El pueblo y sus evoluciones

Cuaderno: Pueblo y populismo. Los desafíospolíticos contemporáneos
EL PUEBLO Y SUS EVOLUCIONES Miguel Ayuso
1.Ideología y lenguaje ideológico
No se puede negar la importancia y la actualidad de la
cuestión que afronta este trabajo. Nos hallamos, respecto de
la primera, ante un asunto central en muchos terrenos, aun-
que principalmente en el político. La relevancia, en segun-
do lugar, se presenta sin embargo acrecida en nuestros días,
en los que es de advertir una notable confusión a propósito
del «pueblo» y el «populismo». No son ciertamente sólo de
nuestro tiempo los malentendidos e incluso las instrumenta-
lizaciones del «pueblo». Pero hoy la cuestión, debido al uso
ideológico del lenguaje, se presenta con particular grave-
dad. Y es que si la ideología obstaculiza la penetración de la
sustancia de las cosas y de sus problemas, el uso ideológico
del lenguaje impide consiguientemente la comunicación. La ideología, que no es simple doctrina u orden de prin-
cipios, es un sistema cerrado de ideas que se constituye en
fuente de toda verdad, fundiendo en una sola las funciones
especulativa y práctica de la inteligencia, para volcarla ente-
ra a una tarea taumatúrgica que ha de realizarse sobre el
hombre (para transformarlo radicalmente) y sobre la socie-
dad (única y definitiva dimensión real del hombre nuevo
que, de resultas, debe ser absolutamente cambiada a fin de
que sea expresión fiel y crisol del cambio del individuo) (1).
Verbo, núm. 549-550 (2016), 711-734. 711
––––––––––––
(1) Cfr. Dalmacio N
EGRO, El mito del hombre nuevo, Madrid, Encuentro,
2008.
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MIGUEL AYUSO
La ideología es simple y unitaria. En efecto, aunque presen-
ta distintas caras (intelectual, moral, psicológica y sociológi-
ca), es la fusión de todas en algo simple, elemental y
monolítico. Y, aunque se han dado diversas encarnaciones
de ella, a veces además en lucha, no han sido ni son inde-
pendientes sino que subyace a todas una actitud fundamen-
tal (2).Deriva de ahí otro fenómeno, cual es el de la degradación
lógica del uso del lenguaje (3), que pierde su riqueza analó-
gica, aprisionado entre las rigideces del univocismo y el pié-
lago de la equivocidad. Aristóteles, de quien la recibieron
los pensadores de la Escolástica, acuñó una norma sobre la
utilización lógicamente correcta del lenguaje: «Al dar nom-
bre a las cosas sígase el uso de la multitud» (4). De manera
que uno de los síntomas más alarmantes de la confusión de
nuestro tiempo es la imposibilidad práctica de su aplicación
en muchas cuestiones, como si no hubiese uso común de
algunas palabras. Lo que es particularmente palmario en el
lenguaje político: «El lenguaje político, concretamente, está
lleno de significaciones equívocas, que imposibilitan la cohe-
712Verbo, núm. 549-550 (2016), 711-734.
––––––––––––
(2) Juan Antonio W
IDOW, El hombre, animal político. Orden social, princi-
pios e ideologías , 2.ª ed., Santiago de Chile, Editorial Universitaria, 1988,
págs. 173 y sigs. Podríamos remitir también a la extensa obra de Juan
Vallet de Goytisolo, que el propio Widow ha sintetizado muy acertada-
mente: «Las ideologías vistas por Vallet», Homenaje a Juan Berchmans Vallet
de Goytisolo, vol. VI, Madrid, Junta de Decanos de los Colegios Notariales
de España-Consejo General del Notariado, Madrid, 1988, págs. 763 y sigs.
De aquél véase Juan V
ALLET DEGOYTISOLO, Ideología, praxis y mito de la tec-
nocracia , Madrid, Escelicer, 1971. Véase también, finalmente, José Pedro
G
ALVÃO DESOUSA, O Estado tecnocrático , Sao Pãulo, Saraiva, 1973. Sobre el
asunto del «fin» o el «crepúsculo de las ideologías», hay un sintético status
questionis en mis «¿Terminaron las ideologías? Ideología, realidad y verdad»,
Verbo (Madrid), núm. 439-440 (2005), págs. 767 y sigs., y «Tecnocracia
como gobierno. Reflexiones sobre la teoría y la praxis en la España con-
temporánea», Verbo(Madrid), núm. 517-518 (2013), págs. 647 y sigs.
(3) Cfr. Juan Antonio W
IDOW, «La revolución en el lenguaje políti-
co», Verbo (Madrid), núm. 177 (1979), págs. 773 y sigs.
(4) A
RISTÓTELES, Tópica , II, 2, 110a 15-18; SANTOTOMÁS DEAQUINO,
Summa contra gentes , I, 82, 2; De veritate, 4, 2. Cfr. Josef P
IEPER, Werke , vol.
III, versión castellana, Madrid, Encuentro, 2000, págs. 200 y sigs. El texto
se llama «El filósofo y el lenguaje. Observaciones de un lector de Santo
Tomás».
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rencia en el planteamiento de los problemas. Y se dan tam-
bién en él frecuentemente rigideces, por las que se toman en
estricta significación unívoca términos que en otros tiempos
estaban llenos con un sentido de rica analogía, que posibili-
taban un empleo coherente a la vez que amplio y flexible
en su referencia a la múltiple y armónica realidad social. Y en
esta situación de rigidez y de equivocidad, los términos se
convierten en armas al servicio de la dialéctica revoluciona-
ria» (5).Finalmente, ese abuso del lenguaje, de matriz ideológi-
ca, supone a su vez el abuso de poder. La relación entre la
corrupción de la palabra y la degeneración del poder políti-
co ha sido indagada desde bien antiguo, pero acecha en
todo momento. Pues el peligro denunciado, por ejemplo,
por Platón contra los sofistas, acompaña en todo momento
la vida del espíritu y de la sociedad. Y es que en la corrup-
ción de la palabra –ha explicado Pieper– radica la maligni-
dad de toda sofística. En efecto, aquélla adviene cuando se
hace un arte del lenguaje, poniendo entre paréntesis su
naturaleza de elemento mediador de toda existencia espiri-
tual. Y, como quiera que la conquista de la palabra es ambi-
valente, su corrupción puede llegar también por dos vías
que, aunque distinguibles, no son finalmente separables: en
primer término, el valor de la palabra consiste en que
en ella se hace patente la realidad –se habla para dar a cono-
cer, al nombrarlo, algo real–, por lo que la llamada «eman-
cipación respecto del objeto» sólo puede entenderse como
indiferencia respecto de la verdad; en segundo lugar, resal-
ta el carácter comunicativo de la palabra –pues es un signo
objetivo, sí, pero para alguien–, de manera que ese lengua-
je liberado de lo real, deja de tener por finalidad la comuni-
cación, descubriéndose en cambio la sombra torva de la
dominación (6). Es comprensible, pues, que la contraposición sin argu-
mentos conduzca a encontrar la solución de las dificultades
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Verbo, núm. 549-550 (2016), 711-734.
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(5) Francisco C
ANALS, «Patrias, naciones y Estados en nuestro proce-
so histórico», Verbo(Madrid), núm. 155-156 (1977), págs. 733 y sigs.
(6) Josef P
IEPER, Über die Schwierigkeit heute zu glauben , versión castella-
na, Madrid, Rialp, 1980, págs. 213 y sigs.
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en el poder más que en la razón. La contraposición, en
otras palabras, no logra transformarse en controversia, que
no es conflicto sino medida dialéctica (7). Y, así, regresan-
do a la política, la democracia entendida como forma de
gobierno sufre una radical transformación en (pseudo)
fundamento del gobierno: más que la forma a través de la
cual se busca alcanzar la verdad y dar solución a los proble-
mas conforme a ella con el concurso de muchos (8), se
torna instrumento para imponer la fuerza bruta que –para
afirmarse– se sirve ciertamente de la razón, pero no como
guía de la voluntad sino como su instrumento ciego (9).
Volveremos sobre ello.
2. El concepto de «pueblo» y su complejidadDebe considerarse en primer término, por más que bre-
vemente, la cuestión del «pueblo», respecto de la que en el
curso de la historia se ha dado un debate complejo y articu-
lado. De pueblo, en efecto, se han ofrecido distintas defini-
ciones. Si algunas de ellas se han elaborado al objeto de
legitimar regímenes, otras se han «construido» con la inten-
ción de reforzar poderes constituidos o incluso para favore-
cer otros que luchan por constituirse. Piénsese por ejemplo en las teorías de Marsilio de Padua
(1275-1342) o en la doctrina del abate Emmanuel-Joseph
MIGUEL AYUSO
714Verbo, núm. 549-550 (2016), 711-734.
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(7) Francesco G
ENTILE, Ordinamento giuridico tra virtualità e realtà ,
Padua, CEDAM, 2000, § 47, pág. 46, donde escribe a propósito del pro-
blema jurídico: «Ahora bien, la controversia no es conflicto sino medida
dialéctica. No es conflicto: porque el objeto de conflicto es inmediata-
mente el dominio sobre la cosa o sobre la persona reducida a cosa. Esto,
en efecto, es lo que persigue quien se encuentra en guerra […]. Es más
bien medida dialéctica: porque el objeto de la controversia es el recono-
cimiento del derecho sobre la cosa que cada una de las partes reivindica
como propia y persigue dialécticamente». (8) Según el sentido, por ejemplo, de la afirmación de Sinibaldo de
Fieschi, elegido posteriormente papa con el nombre de Inocencio IV:
«Per plures melius veritas inquiritur» .
(9) Cfr. Danilo C
ASTELLANO, Constitución y constitucionalismo , Madrid,
Marcial Pons, 2013, capítulo III, «Constitución y democracia», especial-
mente págs. 91 y sigs.
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Sieyès (1748-1836). El primero fue «consejero» de Luis de
Baviera, que no por casualidad fue coronado Emperador
por el «pueblo romano» en vez de por el Papa, inauguran-
do la etapa del Imperio sustancial y formalmente «laico»
que después se impuso en 1356 con la llamada «Bula de
Oro» de Carlos IV de Bohemia (10). El segundo fue el teó-
rico del «tercer estado» al tiempo de la Revolución francesa
y su doctrina, como es sabido, se encuentra en los orígenes
del «poder constituyente» tal y como lo entendió, lo entien-
de, lo aplicó y lo aplica el derecho público postrevoluciona-
rio. Pero sobre todo propuso la teoría de la legitimación del
Estado por la Nación, más precisamente por el «tercer esta-
do», que ha caracterizado la historia política de los Estados
en los últimos dos siglos. Sieyès fue, por tanto, el padre de la
Nación como «pueblo», aunque para él el «pueblo» fuese
sólo la «burguesía».Conviene aclarar, para empezar, que la nación –en senti-
do clásico, esto es, hasta la víspera de 1789– no era una rea-
lidad política, esto es, no estaba ordenada al bien común
temporal, sino una agregación humana por factores no polí-
ticos. De ahí que, aunque la nación en sentido clásico fuese
también una realidad natural, no se confundía formalmen-
te con la comunidad política, por más que en algunos de sus
usos pudiera aproximarse a la causa material de ésta, vale
decir, como pueblo o multitud (11). De manera que apare-
cía como una comunidad de valores espirituales, morales y
culturales, sin confundirse con una organización jurídica de
EL PUEBLO Y SUS EVOLUCIONES
Verbo, núm. 549-550 (2016), 711-734.
715
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(10) Véase, respecto de las doctrinas de Marsilio, José Pedro G
ALVÃO
DE
SOUSA, O totalitarismo nas origens da moderna teoria do Estado. Um estudo
sobre o Defensor pacis de Marsílio de Pádua , São Paulo, Saraiva, 1970. Y, en
relación con las vicisitudes de su protector, Ricardo G
ARCÍAVILLOSLADA, S.
J., y Bernardino L
LORCA, S. J., Historia de la Iglesia Católica , tomo III, 2.ª ed.,
Madrid, BAC, 1967, págs. 77 y sigs. (11) Véase la explicación, aguerrida, de José Antonio U
LLATE, «El
nacionalismo y la metamorfosis de la nación», Fuego y Raya. Revista Semestral
Hispanoamericana de Historia y Política (Córdoba de Tucumán), núm. 2
(2010), págs. 87 y sigs. Si bien se cuida el autor de precisar que «ese uso
[el de la nación como causa material de la comunidad] no es el primario
ni el principal y más bien resulta una ampliación moderna en la línea del
uso clásico» (págs. 90-91).
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familias que miran al bien común bajo la autoridad de un
gobierno (12).No interesan aquí, sin embargo, a continuación, las dis-
tinciones (contradictorias) de Sieyès entre un pueblo «acti-
vo» y otro «pasivo», o el reconocimiento del derecho de voto
sobre la base de un censo que permitía a quien no pertene-
cía a la burguesía, como por ejemplo a los pertenecientes al
«primer estado», participar en la vida «democrática» de
la Nación. Lo que, en todo caso, debe señalarse es que la
noción de pueblo se elaboró de un modo «operativo», esto
es, para permitir al «tercer estado» en tiempos de la
Revolución francesa imponerse y ver satisfechas sus preten-
siones. Pero incluso prescindiendo de las teorías elaboradas con
finalidad estrictamente «operativa», no pueden ignorarse
las múltiples definiciones de «pueblo» expresadas a lo largo
de los siglos. Para lo que aquí nos interesa bastará con recor-
dar tan sólo algunas, que tuvieron y aún tienen un papel
importante y de las que, por lo mismo, no se puede prescin-
dir.
3. El concepto clásico de «pueblo»
Para empezar se hace preciso recordar la concepción
orgánica clásica, la que –como recuerda Tito Livio– acuñó el
cónsul y senador Menenio Agripa en el 494 a. C. cuando,
hablando a los plebeyos de la antigua Roma que se habían
rebelado, observó que «senatus et populus quasi unum corpus
discordia perunt concordia valent» , esto es, que «senado y pue-
blo, como si fueran un único cuerpo, perecen con la discor-
MIGUEL AYUSO
716Verbo, núm. 549-550 (2016), 711-734.
––––––––––––
(12) Cfr. Marcel C
LÉMENT, Enquête sur le nationalisme , París, NEL,
Nouvelles Éditions Latines, 1957, pág. 23. Es también muy interesante,
aunque apunta a otras cuestiones, el trabajo de Danilo C
ASTELLANO, «La
nazione legitima lo Stato e il diritto pubblico? Appunti sulla identità come
presupposto fondativo del potere politico», en Vanda F
IORILLOy Gianluca
D
IONI, Patria e nazione. Problemi di identità e di appartenenza , Milán, Franco
Angeli, 2013, págs. 59 y sigs. También contiene algunos elementos útiles
a este propósito el capítulo 1 de mi El Estado en su laberinto. Las metamorfo-
sis de la política contemporánea , Barcelona, Scire, 2011.
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dia y conservan la salud con la concordia» (13). No debe lle-
varnos a engaño, sin embargo, esa distinción entre senatusy
populus que hace Menenio Agripa, como si el pueblo se
identificase con los brazos, esto es, con una parte del cuer-
po, la que por ejemplo Platón (427-347 a. C.) identificaba
con la categoría de los productores. Para Menenio Agripa el
«pueblo» es el cuerpo, hablando metafóricamente, y no una
de sus partes. Está formado ciertamente por partes que coo-
peran entre sí, desempeñando cada una su función específi-
ca para el bien del todo. No es, sin embargo, la simple suma
de las partes, sino que hay en él algo distinto y mayor, que
requiere cuidado y dedicación por parte de todos. En este
sentido –y no, por tanto, según los criterios de la moderna
razón de Estado– muchos años después Cicerón (106-43 a.
C.) podrá amonestar que «salus Rei publicae suprema lex esto» .
No se niega con ello que populushaya asumido en la larga
historia de la Roma antigua, de modo contingente y aun ins-
titucionalmente, otros significados. En primer término el de
plebs , en contraposición a nobilitas. De modo que cuando
ésta perdió parte de su significado originario y su papel
social e institucional se debilitó, populuspasó a significar
órgano político a la par y al lado del Senado ( Senatus
Populusque Romanus ). Lo que, sin embargo, no llevó consigo
la pérdida de su significado político profundo, tanto que
tras la «Res publica», y sobre todo después de Constantino
(274-337 d. C.), distintas constituciones imperiales se diri-
gieron «ad populum», esto es, a la comunidad política ente-
ra, y no a una categoría o clase de ciudadanos. El jurista
Gayo (120?-180 d. C.) confirma esta «lectura» al definir el
pueblo como la universalidad de los ciudadanos: «Populi
appellatione universi cives significantur» (14).
Quizá la mejor expresión de esta concepción clásica sea
la de Cicerón (15), para el que el pueblo precisa dos condi-
ciones: consensus iuris y communio utilitatis . La primera (con-
sensus iuris ) no guarda relación con la premisa «privatista»
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(13) Cfr. T
ITOLIVIO, Ab Urbe condita libri II , 16, 32, 33.
(14) G
AYO, Institutiones , I, § 4-7.
(15) C
ICERÓN, De re publica , I, 25-39, así como I, 26, 41-42.
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del contractualismo moderno (16), sino con «el reconoci-
miento necesario y previo por todos y, por tanto, de todos,
de lo que es auténticamente jurídico, esto es, de la justicia,
que no es creada por las normas positivas sino que al contra-
rio es la condición de éstas». La segunda (communio utilita-
tis ) no consiste en el cálculo utilitario que lleva a la vida en
sociedad, sino que representa la necesidad de la res publica
para que los hombres puedan vivir como tales, esto es, «en
el respeto de las rectae rationes naturales, que son instrumen-
tos y condiciones de la vida humanamente buena» (17). Esta
definición convierte al «pueblo» en señor de la res publica
pero no en su soberano: lo que significa que «la res publicaes
un bien que puede y debe ser usado por el pueblo y para el
pueblo, pero que es y permanece un bien indisponible del
pueblo. No es instrumento que pueda ser utilizado para una
finalidad cualquiera, ya que la res publicatiene un fin natural
que es el mismo bien del hombre individuo, como […]
había observado Aristóteles». Lo que significa que «la res
publica no es la fuente del derecho, porque está fundada
sobre el derecho, que constituye su elemento ordenador».
Así pues, «la justicia, cuya existencia y cuya naturaleza debe
reconocer previamente todo ciudadano para serlo, es ante-
rior a la comunidad política; mejor, debería decirse que es
condición de la comunidad política» (18). La que hemos llamado concepción clásica orgánica
tiene continuidad en el Medievo (19), si bien con algunas
MIGUEL AYUSO
718Verbo, núm. 549-550 (2016), 711-734.
––––––––––––
(16) Esa distinción entre el consensus iurisy el «contrato social» reci-
be una singular prolongación en la oposición entre el pactismo histórico
de la Edad media y el contractualismo racionalista moderno. Véase
AA.VV., El pactismo en la historia de España , Madrid, Instituto de España,
1980, en particular la contribución de Juan Vallet de Goytisolo. Y también
mi «Derecho y derechos. De la Carta magna al postconstitucionalismo»,
Verbo (Madrid), núm. 533-534 (2015), págs. 247 y sigs. No se olvide la
ausencia de «Estado» (moderno) en Roma, según la explicación de Álvaro
D’ORS, Ensayos de teoría política , Pamplona, EUNSA, 1979, págs. 57 y sigs.
(17) La explicación, que seguimos, es de Danilo C
ASTELLANO, «Il “popo-
lo” tra realtà e definizioni», Hermeneutica (Urbino), 2013, págs. 59 y sigs., 67.
(18) Ibid., pág. 68.
(19) Un excelente telón de fondo es el de Juan V
ALLET DEGOYTISOLO,
«El derecho romano como derecho común de la Cristiandad», Verbo
(Madrid), núm. 111-112 (1973), págs. 93 y sigs.
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vacilaciones que en ocasiones apuntan ya ante litteramla
soberanía y hasta la democracia moderna, producto de las
vetas voluntaristas de algunas Escuelas medievales. Ya se ha
mentado a este propósito el nombre de Marsilio de Padua,
que sostuvo la doctrina del «gobierno ascendente», sentan-
do las bases de una legitimación exclusivamente inmanen-
tista (20), esto es, del «pueblo» acéfalo, privado de su
constitutivo formal. En la primera mitad del siglo XII la
Escuela de Bolonia definió el «pueblo» como «collectio multo-
rum ad iure vivendum quae nisi iure vivat, non est populus» (21).
Irnerio (1060-1130?), por su parte, subrayó que el «pueblo»
es una «estructura jurídica» que tiene por fin disponer a los
individuos, como el cuerpo a sus miembros. No se trata,
como quiera que sea, del «Estado providencia» contemporá-
neo, ni del que pretende «distribuir» ventajas y servicios
según criterios que elabora autónomamente, ni del basado
en la doctrina del personalismo contemporáneo, esto es, del
Estado instrumento de la voluntad –de cualquier voluntad–
del individuo. La «estructura jurídica» de Irnerio apunta a
legislar y gobernar, así como a juzgar, primeramente según
el orden jurídico natural, independiente de la voluntad de
cualquiera. Baldo de Ubaldis (1327-1400) insistió más ade-
lante, al decir que «omnes populi sunt de iure gentium, ergo
regimen populi est de iure gentium» , como si quisiera prevenir
la posibilidad de interpretaciones voluntaristas: el pueblo
–concluyó significativamente– «habet per conseguens regimen
in suo esse, sicut omne animal regitur a suo proprio spiritu et
anima» (22).
––––––––––––
(20) Se trata, en efecto, de la construcción de un Estado erigido sola-
mente sobre sí mismo. Véase Manuel G
ARCÍA-PELAYO, El reino de Dios, arque-
tipo político (Estudio sobre las formas políticas de la Alta Edad Media) , Madrid,
Revista de Occidente, 1959, pág. 224. Aunque se ha discutido mucho
sobre la modernidad de Marsilio, sigue pareciendo más fundada la tesis
que la afirma. Cfr. Bernardo B
AYONA, «El periplo de la teoría política de
Marsilio de Padua por la historiografía moderna», Revista de Estudios
Políticos (Madrid), núm. 137 (2007), págs. 113 y sigs., donde describe y
valora valora las distintas posiciones. (21) Danilo C
ASTELLANO, «Il “popolo” tra realtà e definizioni», loc. cit.,
págs. 68-69. (22) In Primam Digesti Veteris Partem Commentaria, Venetiis, 1599, D. 1.
1. 7, f. 12 vb, n. 4.
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4. La concepción moderna del «pueblo»Esa concepción clásica orgánica del «pueblo» no debe
confundirse con la organicistamoderna, que en puridad
puede ser calificada más correctamente de mecanicista (23),
y que tiende a la reducción ad unum, pero no como
«orden» de la multiplicidad sino como su eliminación. El
orden que brota de esta reducción signa, pues, la desapari-
ción de toda realidad distinta del Estado. Es, pues, un
orden «solipsista». No es casual que para esta concepción
el orden coincida con el ordenamiento «jurídico» positivo: el
ordenamiento, en efecto, constituye la única condición del
orden. De ahí que el «pueblo», según la definición positivis-
ta, se convierta en el conjunto de los ciudadanos, «recono-
cidos» como tales por el Estado (24). El Estado crea y destruye a su antojo la ciudadanía, pues
todo depende de él. Rousseau (1712-1778) y Hegel (1770-
1831), dos autores que se deben considerar necesariamente
en el seno de la concepción organicista moderna, aun por
caminos diversos, sólo pueden hablar de «pueblo» como
elemento del Estado, dependiente de él y, por lo mismo,
constituido por su voluntad y a ella subordinado. Para
Rousseau el pueblo es la población que sirve al Estado para
–––––––––––– (23) Cfr. Francisco E
LÍAS DETEJADA, «Premisas generales para una his-
toria de la literatura política española», Verbo(Madrid), núm. 261-262
(1988), págs. 71-72. El texto, preliminar de una Historia de la literatura polí-
tica en las Españas, lo terminó el autor entre 1951 y 1952, y sólo se publi-
có póstumamente (por la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas,
en tres volúmenes, el año 1991) porque el autor no admitió algunas muti-
laciones impuestas por la censura de la época. Tanto ese texto como el de
Juan V
ALLET DEGOYTISOLOen que –en cabeza de la edición de la obra– lo
explica, «Los inéditos de Francisco Elías de Tejada», Verbo(Madrid), núm.
261-162 (19889, págs. 37 y sigs., se publicaron anticipadamente en las
páginas de Verbo. Por eso los hemos citado por esa edición.
(24) Los iuspositivistas contemporáneos también definen el «pue-
blo» como el conjunto de los ciudadanos. Definición que parece la misma
que la de Gayo, pero que no guarda en verdad proximidad alguna pues-
to que el romano no hacía depender la ciudadanía de la soberanía del
Estado.
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medir su grandeza, para hacerlo poderoso (25). El «pue-
blo», por tanto, es el conjunto de los ciudadanos como ele-
mento de fuerza del Estado, un mero instrumento de la
voluntad de poder del Estado (la finalidad por ejemplo, de
los ocho millones de bayonetas del régimen fascista italiano,
o la ironía sobre las divisiones del papa respondían a esta
ratio), que es tanto más «libre» cuanto más poderoso. Esta
tesis será sostenida con mayor coherencia y llevada hasta sus
últimas consecuencias por Hegel, para quien la existencia
de un pueblo requiere siempre y necesariamente la del
Estado. Hegel, en efecto, escribe textual y claramente que
«la finalidad sustancial en la existencia de un pueblo es la de
ser un Estado y mantenerse como tal» (26). El «pueblo», por
eso, lo es en virtud del Estado y con él se identifica, pues el
Estado es la única realidad y el único «lugar» en el que y en
virtud del cual se «expresa» el «pueblo». Sólo en el Estado
el «pueblo», como espíritu, se eleva por encima de sí mismo
y se manifiesta éticamente en el ordenamiento jurídico
positivo, en lo que Hegel llamaba el sistema de las leyes y las
costumbres y que Santi Romano llamará más tarde institu-
ciones (27). Con la Revolución francesa el «pueblo» deja de ser com-
prendido como realidad orgánica, perdiendo también en
parte el significado de realidad organicista(mecanicista).
Afirmación que podría parecer extraña, puesto que –como
hemos dicho– la concepción organicista del «pueblo» desa-
rrolla las premisas de las teorías políticas de la Revolución
francesa. Y es que con ésta, en efecto, «pueblo» y «tercer
estado» vienen a ser considerados la misma cosa. El «pue-
blo» es, pues, la nación, la nación burguesa (28). El «pueblo»
–––––––––––– (25) Cfr. Jean Jacques R
OUSSEAU, Du contrat social, l. II, c. X.
(26) Georg Wilhelm Friedrich H
EGEL, Enzyklopädie des philosophinschen
Wissenschaften im Grundrisse , § 549.
(27) Ibid.; Santi R
OMANO, L’ordinamento giuridico (1917), vers. castella-
na, Madrid, IEP, 1963. El autor francés Maurice Hauriou, precedente de
Romano, expone una concepción más amplia y menos ceñida de la insti-
tución. (28) Cfr. Emmanuel- Joseph de S
IEYÈS, Qu’est-ce que le Tiers-Etat? Essai
sur les privileges , vers. castellana, Madrid, Alianza Editorial, 1989. Entre la
concepción estatal-positivista y la democrática se dan, pues, algunos con-
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––––––––––––
trastes. Piénsese, si no, en la observación de Carl Schmitt de que el poder
constituyente del «pueblo» está por encima de cualquier norma constitu-
cional. De ahí debería lógicamente seguirse el rechazo de la tesis hegelia-
na y luego positivista de «pueblo», y la contraposición de éste con el Estado.
Por donde volveríamos a Sieyès. Véase Carl S
CHMITT, Verfassungslehre , ver-
sión castellana, Madrid, Alianza, 1982, pág. 111. Danilo C
ASTELLANO,
Racionalismo y derechos humanos. Sobre la anti-filosofía político-jurídica de la
modernidad , versión castellana, Madrid, Marcial Pons, 2004, págs. 47 y sigs.
(29) La expresión la ha difundido entre nosotros el profesor Dalmacio
Negro. Cfr. por ejemplo, «La democracia partidocrática: ideologías e ins-
tituciones», en Miguel A
YUSO(ed.), Política católica e ideologías. Monarquía,
tecnocracia y democracias , Madrid, Itinerarios, 2015, págs. 40 y sigs.
(30) Louis S
ALLERON, Le cancer socialiste, París, DMM, 1983; Juan
V
ALLET DEGOYTISOLO, «La socialdemocracia», Verbo(Madrid), núm. 212-
212 (1983), págs. 141 y sigs.
es, en resumidas cuentas, una clase: al principio burguesa,
más tarde proletaria. Lo que en todo caso debe retenerse es
el paso al pueblo como fracción social, premisa de un cam-
bio más significativo aún que caracterizará la historia con-
temporánea: el paso del «pueblo» a lo que podríamos
llamar (y perdón por el neologismo) «popularismo».
5. El «popularismo»
A comienzos del siglo XX la doctrina del «popularismo»
sustituirá a la del «pueblo» (moderno). El término no es de
uso común en las distintas culturas lingüísticas europeas y
aunque se relaciona en buena medida con la experiencia
italiana de la democracia cristiana, pues no acaso la prime-
ra formación política demócrata-cristiana se llamó Partito
Popolare, admite fácil extensión a otros lugares. Y, sobre
todo, es útil a nuestro propósito. Ya que, en su fondo, va a
corresponderse con la afirmación del consenso social-demó-
crata instaurado tras la II Guerra Mundial (29), caracterizado
por el supercapitalismo dirigista y tecnocratizado en la pro-
ducción, la socialización en la distribución y el liberalismo
integral en las costumbres. He ahí el Estado del bienestar
que ha entrado en quiebra en nuestros días (30). Se trata en primer lugar de una consecuencia de la teo-
ría política que identifica al «pueblo» con lo que alguno ha
MIGUEL AYUSO
722Verbo, núm. 549-550 (2016), 711-734.
Fundaci\363n Speiro

––––––––––––(31) Véase, entre otros, para una caracterización del pueblo como
clase social, Francesco M
ERCADANTE, Eguaglianza e diritto di voto. Il popolo
dei minori , Milán, Giuffrè, 2004.
llamado el «pueblo de los menores» (31). Pero refleja a con-
tinuación otros muchos rasgos dignos de ser reseñados:
abandona, por el efecto combinado de la Nación y la clase,
el universalismo de los pueblos para afirmar las particulari-
dades comunitaristas; se presenta como democrático por ir
al encuentro de las masas y, en particular, de las clases socia-
les «abandonadas» por el Estado burgués; propone una teo-
ría del Estado y de la sociedad más liberal y más laica; se
inclina en general hacia el progresismo moderado, comba-
tiendo de resultas el conservadurismo; favorece en el terre-
no económico la «economía social», que a veces puede
resentirse de socialismo, y que corrige –al menos en aparien-
cia– la economía de mercado; y propugna un Estado social
que, en nombre de la promoción de las clases débiles, reali-
za la igualdad ilustrada. En lo que respecta a la cuestión del
«pueblo» debe observarse que viene a identificarse con lo
que en otros tiempos se llamó el «pueblo llano».
Para el «popularismo» el pueblo es siempre, en último
término, una clase o un conjunto de clases, pero no una uni-
dad orgánica. Lo pone en evidencia la legislación aprobada
por los parlamentos «populares» o con mayoría «popular».
De modo que la historia de los distintos países europeos
occidentales en la segunda mitad del siglo XX demuestra
ampliamente que el «popularismo» ha exiliado al «pueblo».
6. Intermedio
Al comienzo de estas páginas, y a propósito del uso ideo-
lógico del lenguaje, nos las veíamos con la afirmación del
poder desnudo. Encontramos el ejemplo más significativo de esta trans-
formación en la doctrina llamada «politológica», elaborada
formalmente (aunque, como no es extraño que ocurra en
este terreno, practicada antes de su formalización teórica)
en los Estados Unidos de América a fines del siglo XIX e
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Verbo, núm. 549-550 (2016), 711-734.
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––––––––––––(32) La teorización de la política como «ciencia» (entendida, claro
está, en el sentido moderno), como la teorización de la disolución del
Estado (moderno) en tal proceso se deben a Arthur F. B
ENTLEY, The pro-
cess of Government, Chicago, Chicago University Press, 1908. La política
sería su «devenir», su hacerse efectivo tal y como viene determinado por
los grupos de presión y los intereses concretos. Sobre la concepción
moderna de ciencia, aplicada a la política, pueden verse los estudios de
Danilo C
ASTELLANO, La naturaleza de la política , Barcelona, Scire, 2006,
págs. 12-13, y Frederick D. W
ILHELMSEN, Los saberes políticos. Ciencia, filoso-
fía y teología políticas , Barcelona, Scire, 2006, págs. 33 y sigs. Sobre la doc-
trina politológica siguen resultando interesantes las páginas pocas
aunque claras de Alessandro P
ASSERIND’ENTRÈVES, La dottrina dello Stato ,
2.ª ed., Turín, Giappichelli, 1967, págs. 91 y sigs. (33) Véanse de nuevo las consideraciones de Danilo C
ASTELLANO, «La
(nueva) democracia “corporativa”», en Miguel A
YUSO(ed.), Política católi-
ca e ideologías. Monarquía, tecnocracia y democracias , cit., pág. 61 y sigs.
(34) Cfr. Miguel A
YUSO(ed.), El bien común. Cuestiones actuales e impli-
caciones político-jurídicas , Madrid, Itinerarios, 2013. La noción de bien
común pertenece al acervo de la filosofía clásica y, en concreto, constitu-
ye la piedra angular de la llamada filosofía de las cosas humanas. Como
perfección última de un todo, puede ser trascendente o inmanente res-
pecto del mismo y, aunque en rigor sólo Dios es el bien común trascen-
impuesta gradualmente en Europa, por lo menos en la
Europa occidental, tras la II Guerra Mundial (32). La doctri-
na politológica, en efecto, sostiene en último término que el
orden político coincide con la afirmación de la voluntad
de quien ostenta ( rectius, con frecuencia, detenta) el poder de
modo contingente. Pero el poder no es la política. Puede
ser, a veces, instrumento de la política y ejercitarse –cuando
es necesario– según los criterios de ésta, pero es extraño a la
misma. Aunque no es el caso de insistir aquí sobre el signifi-
cado de esta doctrina politológica del Estado como proceso,
baste con indicar que ha contribuido a la transformación de
la política en los últimos decenios, revolucionando también
las teorías modernas del Estado. Pues para los que partían del
voluntarismo (absurdo) del estado de naturaleza, y concluían
con la «construcción» del Estado sobre bases contractuales,
éste se afirmaba como «institución», no como «proceso»,
según hace en cambio la politología (33). De ahí se desprende que la «ideología de la política» y
sobre todo la «politología» se ven forzadas a negar la misma
existencia del bien y, por tanto, del bien común (34). A este
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dente, todos los demás bienes comunes finitos son participación de la
bondad absoluta del Bien en sí. El bien común temporal, por su parte,
consiste en la vida social perfecta. De la noción que se tenga, pues, del
bien común deriva necesariamente el concepto de política: principal-
mente, en primer término, si estamos ante un facere(la política como téc-
nica de servicios) o un agere(la vida virtuosa del bien común) y, en
segundo lugar, si el bien común tiene primacía de intención o por el con-
trario está subordinado respecto de los bienes particulares. Sólo, pues,
con una visión correcta del bien común alcanzamos la política digna de
tal nombre (en sentido clásico), mientras que con sus versiones desnatu-
ralizadas (defectuosas, excesivas o simplemente retóricas) hoy corrientes
sólo se alcanza una inevitable despolitización de los pueblos. Cfr. Félix A.
L
AMAS, «El bien común político», en Miguel AYUSO(ed.), De la geometría
legal-estatal al redescubrimiento del derecho y de la política. Estudios en honor de
Francesco Gentile , Madrid, Marcial Pons, 2006, págs. 305 y sigs.
(35) Danilo C
ASTELLANO, «¿Qué es el bien común?», en Miguel AYUSO
(ed.), El bien común , cit., págs. 13 y sigs.
(36) Miguel A
YUSO, «Una introducción a la postmodernidad político-
jurídica desde el derecho constitucional», Cuadernos Constitucionales de la
Cátedra Fadrique Furió y Ceriol (Valencia), núm. 18-19 (1997), págs. 5 y sigs.
(37) En ese cuadro cultural he ubicado el análisis de los fenómenos
políticos, y en particular del Estado y la Constitución. Puede verse, respec-
to del primero: ¿Después del Leviathan? Sobre el Estado y su signo , Madrid,
Speiro, 1996 ; ¿Ocaso o eclipse del Estado? Las transformaciones del derecho públi-
respecto resulta patente la desorientación contemporánea,
debida al acercamiento ideológico a la realidad del bien
común, identificado erróneamente según los casos con las
condiciones de desarrollo voluntarista de la persona (perso-
nalismo), con la igualdad ilustrada (igualitarismo), con el
bienestar animalesco (consumismo) (35). La doctrina poli-
tológica, por su parte, supone una negación aún más radical
del bien común, pues el bien se identifica con la elección,
con cualquier elección que efectúe quien tiene el poder. El
bien dejaría así de ser condición de la elección, invirtiéndo-
se su relación, ya que aquélla intervendría no sólo en la
determinación del bien sino incluso en su constitución. Y es
que la legitimidad de la elección viene a fincar sólo en la
voluntad de la mayoría, una voluntad no cualificada sino
convertida por el contrario en elemento cualificante de la
«política». Con la doctrina politológica, en otras palabras,
desaparece el bien común tanto como sus subrogados (36).
La modernidad débil , al sustituir a la fuerte, arrumba incluso la
«nostalgia» del bien que todavía era dado hallar en ésta (37).
EL PUEBLO Y SUS EVOLUCIONES
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––––––––––––
co en la era de la globalización, Madrid, Marcial Pons, 2005; El Estado en su
laberinto. Las transformaciones de la política contemporánea , cit. Y en cuanto a
la segunda: El ágora y la pirámide. Una visión problemática de la Constitución
española , Madrid, Criterio, 2000, y Constitución. El problema y los problemas,
Marcial Pons, Madrid, 2016. (38) Hace años el profesor Danilo Castellano ilustró los términos de
la cuestión en su ponencia a la XXXV Reunión de Amigos de la Ciudad
Católica (1996). El texto, publicado en el número 349-350 (1996) de la
revista Verbo, ha sido después recogido en los volúmenes del autor L’ordine
della politica (Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 1997, págs. 43 y sigs.)
y el ya citado La naturaleza de la política (págs. 65 y sigs.).
(39) Piénsese en Marcello P
ERA, Perché dobbiamo dirci cristiani , Milán,
Mondadore, 2008, pág. 7. Libro encabezado por una carta que dirige al
autor Josef Ratzinger, no claro está en su condición de Papa, ni probable-
mente de doctor privado, pero igualmente inconveniente en su sostén de
una tesis errónea, como es la de que «el liberalismo tiene raíces cristia-
nas». Por desgracia, no es la única vez en que la sombra de Locke se ha
hecho presente tras la figura doctoral, purpurada o aun pontifical del
papa alemán. Véase Miguel A
YUSO(ed.), El pensamiento político de la Ilustración
ante los problemas actuales , Santiago de Chile, Editorial Fundación de
Ciencias Humanas, 2008, págs. 35 y sigs., en particular el capítulo 1, dedi-
cado a Locke. Sobre éste, veáse Juan Fernando S
EGOVIA, La ley natural en
la telaraña de la razón. Ética, derecho y política de John Locke, Madrid, Marcial
Pons, 2014.
Pues la modernidad fuerte, en efecto, no llegó a la negación
absoluta del bien. Trocó, aunque erróneamente, el bien
común con el bien público, que en realidad no es sino el
bien privado de la persona civitatis, esto es, del Estado; mientras
que la modernidad débil, en cambio, afirma que todos tienen
derecho a identificar el bien con lo que cada uno entiende
como tal, rectius, con lo que define como «su» bien (38). Según
algún autor contemporáneo, secuaz quizá inconsciente de
Locke, todo individuo y todo grupo tendrían el derecho
de elegir y perseguir la propia concepción del bien(39).
Todas las libertades, por tanto, tendrían «derecho de ciuda-
danía», pues todas las opiniones valdrían lo mismo. Por donde
se llega a proponer como «positivo» el nihilismo político. Se trata evidentemente de un absurdo, que asumen acrí-
ticamente no sólo quienes sostienen ciertas definiciones de
«pueblo» (como las de ciertas doctrinas de derecho público
estadounidenses) sino también, y quizá sobre todo, los teó-
ricos de los «populismos» de nuestro tiempo.
MIGUEL AYUSO
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––––––––––––(40) Se trata de la libertad que no tiene otro criterio que la misma
libertad, esto es, que no tiene ningún criterio. Es una categoría difundi-
da en los últimos decenios por el profesor Danilo Castellano. Puede
verse sobre el mismo, Miguel A
YUSO(ed.), La inteligencia de la política. Un
primer homenaje hispánico al profesor Danilo Castellano , Madrid, Itinerarios,
2015.
7. El «populismo»
El «popularismo» ha sido también la premisa del «popu-
lismo». Aquél, en efecto, abandonó la exigencia y caracterís-
tica fundamentales del pueblo: la de su esencial e intrínseca
cualificación jurídica. Y no de una «juridicidad» cualquiera,
sino de la auténtica, de la requerida por la justicia. El «popu-
larismo», pues, ha acogido la «libertad negativa» (40) como
libertad; ha entendido que la justicia era sólo la distributiva;
ha adoptado una política económica que iba a conducir a
los Estados al desequilibrio presupuestario: la deuda públi-
ca –así– creció constantemente para que los «gobernantes»
pudieran satisfacer (en lo posible) todas las exigencias y
reclamaciones de los gobernados; ha presentado el consu-
mismo como modelo de vida, permitiendo a los regímenes
alcanzar una doble finalidad: la de combatir el comunismo
y la de obtener el consenso de la mayoría para la conquista
del poder como poder; ha llevado a una de las mayores cri-
sis institucionales de la historia; ha causado una crisis moral
difundida no sólo a causa del laxismo de las costumbres
(impulsado con frecuencia por las legislaciones), pero tam-
bién y sobre todo por la falta de formación de la generacio-
nes en el sentido del deber; ha practicado políticas
inflacionistas al inicio y fiscales sucesivamente que violan la
justicia, castigan a los ciudadanos virtuosos, premian el vicio
e inducen al uso incorrecto de los bienes y recursos. La realidad no ha tardado en pasar factura. La crisis
moral ha llevado a la crisis económica y social que el mundo
está viviendo actualmente. Hay quien se engaña creyendo
que se puede poner remedio a esta crisis adoptando las mis-
mas líneas de acción y transitando los mismos caminos que
EL PUEBLO Y SUS EVOLUCIONES
Verbo, núm. 549-550 (2016), 711-734.
727
Fundaci\363n Speiro

el popularismo. Se ha jugado con la moneda y las divisas,
con la especulación financiera, con las estafas del Estado
(no pagando las deudas y no reembolsando las obligacio-
nes). Se ha teorizado el recurso a la doctrina económica key-
nesiana, incentivando la inversión pública (con frecuencia
inútil). Se ha creído (y se cree) resolver la crisis, por lo
menos la socio-económica, tanto aumentando la deuda
pública como aplicando una «economía de mercado» que
habría debido crear (pero no lo creó) un nuevo bienestar,
recurriendo a artificios normativos inmorales para pagar a
los acreedores las deudas de los deudores (piénsese, por
ejemplo, en las novaciones de la normativa bancaria y, en
particular, el llamado bail ino rescate).
En pocas palabras, el «popularismo» ha deseducado al
pueblo, o mejor, ha contribuido a construir una forma mentis
popular para la que sólo habría derechos (identificados erró-
neamente con las «pretensiones») pero no deberes. Pero en
el momento en que la realidad no permite satisfacer todas las
pretensiones, nace el descontento individual, premisa del
social. El descontento social se «recoge» por distintos movi-
mientos que, distintos en el nombre pero parecidos si no idén-
ticos en la sustancia, «encauzan» la protesta, prometiendo de
palabra soluciones fáciles (e incluso milagrosas) en continui-
dad con la doctrina del «popularismo»: mantenimiento del
Estado del bienestar (animalesco), garantía del consumismo,
conservación del Estado providencia, etc. Hasta las reformas
se proponen en función «conservadora» de una condición,
una costumbre o una mentalidad. Pero las reformas no pro-
ducen un cambio efectivo de la crisis y de la situación creada
por la teoría del «popularismo», sino que, antes al contrario,
la agravan. En este sentido, hay cambio pero no en el surco
de la discontinuidad: el cambio se traduce generalmente en
empeoramiento de la situación económica y social, pero
sobre todo de la moral. Las reformas «bandera», en efecto,
son las ligadas al desorden ético, propugnado por el laicismo
y la «libertad negativa»: piénsese, por ejemplo, en la normati-
va positiva sobre el derecho de familia, el «matrimonio» entre
personas del mismo sexo, los «derechos» de los animales
codificados en algunos países de la Europa septentrional.
MIGUEL AYUSO
728Verbo, núm. 549-550 (2016), 711-734.
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EL PUEBLO Y SUS EVOLUCIONES
El «populismo» no se sitúa contra el «popularismo» sino
en relación de continuidad con él. Esto no significa que no
presente también características nuevas, tanto de método
como de sustancia. En lo que respecta al método el «populismo» se distin-
gue del «popularismo» sobre todo por su –si puede llamar-
se así– desentendimiento (al menos aparente) doctrinal. Su
programa de acción no se presenta de manera positiva sino
vagamente. Se deja a sus seguidores la determinación del
contenido: todos pueden «creer» compartidas sus protestas
y, sobre todo, buscados sus deseos e intereses. La misma
adopción del nombre adoptado por los movimientos popu-
listas responde a tal mentalidad. No se dice, en efecto, lo
que se quiere o se puede. Y lo genérico del nombre no
comunica nada, sirve sólo para capturar y dominar a la opi-
nión pública. Pensemos en «Podemos»: el nombre nos dice
solamente que se puede pero no qué se puede. La finalidad
del poder, que por su naturaleza es instrumental, puede
determinarse libremente por la fantasía de cada uno. Esto
es, la tal finalidad se deja deliberadamente en penumbra, y
así todos pueden imaginar que el programa (que es necesa-
riamente la propuesta de realización de una teoría) es pre-
cisamente el «querido» por quien se adhiere al movimiento
para protestar contra la falta de acogida de sus pretensiones
y de realización de sus deseos y proyectos. El método escogido no se halla en contradicción respec-
to a la sustancia. El «populismo», como ya se ha apuntado,
es el intento de realización radical del popularismo. Debe
por tanto dejar espacio a la «libertad negativa» que, cohe-
rentemente, reclama no ser limitada: cualquier indicación
programática (dependiente de una doctrina que está en su
base) sería una elección en positivo, esto es, un «vínculo»
tanto para el movimiento como para el individuo que lo sos-
tiene. La acción, también la acción «política», por eso, no
debe tener –se dice– una finalidad apriorística: la acción
no debe (absurdamente) ser guiada por el pensamiento ni
en su obrar debe considerarse su naturaleza. La acción, a la
luz de la doctrina de la «libertad negativa», gozaría o debe-
ría siempre gozar de primacía sobre el pensamiento: el obrar
Verbo, núm. 549-550 (2016), 711-734. 729
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–––––––––––– (41) Richard R
ORTY, «La primacía de la democracia sobre la filoso-
fía», en Gianni V
ATTIMO(ed.), La secularización de la filosofía. Hermenéutica
y posmodernidad , Barcelona, Gedisa, 1992, págs. 31 y sigs. Véase el original,
«The priority of democracy to philosophy», en el volumen del autor
Objectivity, relativism and truth. Philosophical papers , vol. I, Cambridge,
Cambridge University Press, 1990, págs. 175 y sigs. (42) El País (Madrid), 1 de febrero de 2016.
(43) Chantal D
ELSOL, Populisme. Les demeurés de l’histoire , Perpiñán,
Éditions Du Rocher, 2015, pág. 259.
MIGUEL AYUSO
precede y determina al pensamiento. Se trata de la nueva
teoría del nihilismo, para la que –según palabras de Rorty (41)–
la democracia (entendida como fundamento del gobierno)
debería primar siempre sobre la filosofía, o lo que es lo
mismo, sobre la verdad y la justicia.
El nihilismo del «populismo» es, por tanto, verdadera-
mente radical incluso si los movimientos que pueden ser
definidos propiamente como tales presentan algunos aspec-
tos distintos. «Podemos» en España, el «Movimento 5 Stelle»
en Italia o «Syriza» en Grecia, por mencionar sólo algunos y
todos europeos, al estar ligados a situaciones contingentes,
no son absolutamente idénticos. Pero tienen un mínimo
común denominador que, en verdad, caracteriza también a
las demás fuerzas políticas contemporáneas, oscilantes entre
el «popularismo» y el «populismo». Es cierto que se pueden
señalar aspectos concretos que permiten legitimar algunas
«lecturas» particulares. Así, por ejemplo, se puede advertir
una caracterización mayormente «radical» en el «Movimento
5 Stelle» y vagamente marxista en «Syriza». Como se puede
discutir si «Podemos» tiene más bien raíces vetero-marxistas
que liberales (aun de masa). «Lecturas» similares aparecen
a veces como instrumentales y parecen utilizadas a fin de
hacer parecer a algunos partidos como más coherentes (y
por tanto preferibles) que los neonatos movimientos popu-
listas. Así, por ejemplo, el diario El Paíspuede exhibir las raí-
ces marxistas de «Podemos» para destacar la caracterización
radical del PSOE (42). Es cierto que también han surgido otras interpretacio-
nes conser vadoras del «populismo», al que augura «el
destino de una democracia verdadera en el espacio euro-
peo» (43). El argumento es ingenioso, pero ciertamente
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––––––––––––(44) Cfr. Juan Fernando S
EGOVIA, «recensión» al libro recién citado
de Chantal Delsol, Verbo(Madrid), núm. 535-536 (2015), págs. 547-549.
(45) Cfr. Danilo C
ASTELLANO, «De la comunidad al comunitarismo»,
Verbo (Madrid), núm. 465-466 (2008), págs. 489 y sigs.; Miguel A
YUSO, «El
comunitarismo frente a la comunidad», Verbo(Madrid), núm. 521-522
(2014), págs. 115 y sigs. (46) Chantal D
ELSOL, op. cit. , págs. 95 y 181-182.
EL PUEBLO Y SUS EVOLUCIONES
maniqueo (44): la historia política de los últimos siglos, a
partir de la Ilustración, se entiende como el conflicto de lo
universal contra lo particular, de las elites contra el pueblo,
de la razón contra los idiotas (en el sentido griego del térmi-
no), de la mundialización contra el arraigo, en fin, de la
democracia universal contra las democracias nacionales, de
las oligarquías contra el populismo. Se comprende, pues,
que éste sea hoy un insulto: insulto a la inteligencia, a la
igualdad abstracta, a la emancipación o liberación, a las cla-
ses ilustradas. Para la interpretación conservadora se trata,
pues, de levantar la injuria y demostrar que la ideología uni-
versalista emancipadora acarrea la destrucción de las raíces
temporo-espaciales de la convivencia; de establecer, en el
imperio de la democracia, la necesidad y la posibilidad de
formas políticas que rescatan lo particular, el arraigo, el
«comunitarismo» (45). Así pues, el populismo no sería una
ideología, ni constituiría un sistema: las corrientes populis-
tas que aparecen doquier no son sino una «aglutinación de
inconexos descontentos» (46), sin un evidente hilo conduc-
tor, con un discurso que se vale de un lenguaje provocador,
descarnado, directo, incluso violento, como respuesta a la
hipocresía reinante. La redefinición del populismo se impo-
ne por tanto como revalorización de un discurso que recha-
za el individualismo y defiende los valores comunitarios de
la familia, la empresa y la vida cívica; que, contra la expan-
sión del Estado de bienestar o providencia, sostiene el traba-
jo como valor y la solidaridad cara a cara; que, en oposición
al uniformismo de la mundialización, se apega a la identi-
dad nacional, al nosotros contra los «otros», con un lengua-
je moralizador de la política y de las costumbres. Entendido
de esta manera, el «populismo» se confunde con el «comu-
nitarismo», con la defensa del bien común universal-particu-
Verbo,núm. 549-550 (2016), 711-734. 731
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lar que es el arraigo, bien único de un común-concreto,
bien común plural y discutible (47). En tal sentido, el
«populismo» es democrático, porque la democracia (el régi-
men que separa la política de la religión y de toda verdad
dogmática) entroniza la conciencia y el juicio individuales y,
por tanto, deja a la voluntad de todo el mundo la cuestión
del bien. La democracia es así Aristóteles contra Platón, en
la medida en que cada pueblo y cada individuo es capaz de
juzgar cuál sea su bien.Lecturas como las todas las anteriores no aciertan a cap-
tar sin embargo la esencia del «populismo». Vienen tocadas
por un análisis superficial y están viciadas por finalidades
«operativas». En cuanto a las primeras no van al fondo y por lo mismo
no identifican el común denominador del liberalismo, del
radicalismo y del marxismo. Doctrinas todas que tienen en
su base la «libertad negativa», tanto cuando reivindican la
libertad a la autodeterminación absoluta del querer indivi-
dual (liberalismo y radicalismo) como cuando lo hacen de
la libertad como liberación en virtud del colectivismo (mar-
xismo). Es cierto que todas estas doctrinas han sufrido una
evolución hacia una forma de «animalismo» que invoca la
liberación incluso respecto del instinto en nombre del «vita-
lismo», que representaría una liberación total de la «natura-
leza», también de la «animal», dominada como es notorio
por el instinto. Respecto de las segundas no sólo distorsionan el pensa-
miento aristotélico, sino que desembocan en un individua-
lismo/comunitarismo relativista. En primer término, su
método maniqueo-dialéctico, a fuerza de simplificar exage-
radamente los conceptos y los procesos históricos, olvida los
matices que tienen la importancia de aportar las diferencias.
Reduce, además, los casos de «populismo» a la experiencia
europea hodierna. Toda crítica de la democracia formalista,
universalista, ilustrada (la crítica de los valores en boga) se
convierte consiguientemente en «populismo», concepto que
acaba siendo desfigurado y difuminado. Las buenas inten-
–––––––––––– (47) Ibid., págs. 103-135.
MIGUEL AYUSO
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ciones naufragan en un «populismo» sin contornos ni lími-
tes, que se confunde con expresiones democráticas comuni-
taristas y una seudo filosofía del arraigo, confuso cóctel de
Michael Walzer, Edmund Burke, Simone Weil, Ralph
Dahrendorf y Jean-Marie y Marine Le Pen (48).El populismo constituye la conclusión coherente de las
doctrinas políticas modernas, no su alejamiento de ellas o su
traición. Pongamos otro ejemplo para probarlo: la «demo-
cracia virtual», que algunos de estos movimientos postulan,
es la exaltación de la nación como «comunidad virtual» (49),
que reclama la superación del individualismo y la renuncia
a las preferencias personales a fin de realizar una integra-
ción en la colectividad. Es, pues, el camino que el radicalis-
mo se ve forzado a recorrer para legitimar el poder y el
derecho público. ¿No se trata de un nuevo descubrimiento
y una actualización del «pueblo» como tercer estado según
la definición del abate de Sieyès? En otras palabras: si el ter-
cer estado lo es todo (50), si la nación es la única realidad
que tiene todo el poder (pues sólo de ella deriva), si el indi-
viduo no cuenta en sí mismo sino tan sólo como miembro
de la nación (de la «nación cultural» propia de las ideolo-
gías contemporáneas), se hace difícil ver en movimientos
como «Podemos» raíces distintas de las de la Revolución
francesa. El «conservadurismo» de nuestro tiempo, al care-
cer de categorías adecuadas para «leer» la experiencia con
profundidad, se niega a ver la evidencia, y presenta el
«colectivismo» como el enemigo que combatir. Un enemi-
go (aparentemente) nuevo y presentado como tal al objeto
de confrontar la difusión y el avance del «populismo». Sin
alcanzar a identificar en sus mismas premisas las razones de
éste. Lo que le impide una oposición auténtica al «populis-
mo».
Verbo, núm. 549-550 (2016), 711-734. 733
––––––––––––
(48) Juan Fernando S
EGOVIA, loc. cit.
(49) Como, a propósito de «Podemos», escribe Guy S
O R M A N,
«Populismo», ABC(Madrid), 8 de febrero de 2016.
(50) Emmanuel- Joseph de S
IEYÈS, Qu’est-ce que le Tiers-Etat? Essai sur
les privileges, cit., págs. 85 y 90.
EL PUEBLO Y SUS EVOLUCIONES
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8. ConclusiónLo anterior no constituye sino un intento de lectura de
un fenómeno «político» que se ha hecho evidente en los
últimos años y que contiene modestamente sea una herme-
néutica de nuestro tiempo, sea una diagnosis de la situación
en que se encuentran los actualmente distintos países (y en
particular los europeos). El «pueblo», interpretado ideológicamente, ha conduci-
do al «populismo». Pero éste no puede gobernar tanto por-
que se limita a recoger una serie de protestas que no tienen
motivaciones homogéneas, como porque vuelve a poner
erróneamente el bien común en la «libertad negativa»
(aunque ejercitada de modo colectivo), del mismo modo
–aunque con metodología parcialmente distinta– que antes
hicieron el liberalismo y la democracia. La utopía y el nihi-
lismo que lo animan constituyen su debilidad intrínseca y
han de suponer el factor principal de su disolución.
Todavía, sin embargo, es un fenómeno que estudiar y com-
prender.
MIGUEL AYUSO
734Verbo, núm. 549-550 (2016), 711-734.
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