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El pueblo: del Tercer Estado a la Nación

EL PUEBLO: DEL TERCER ESTADO ALA NACIÓN
José Antonio Ullate Fabo
«Con el surgimiento del Estado-nación, un mundo comple-
tamente nuevo empezó a nacer. Este mundo abrió el paso a
una nueva clase de paz y a un nuevo tipo de violencia.
Ambos, igualmente distantes de los modos de paz y de vio-
lencia previamente existentes. Mientras que antes la paz sig-
nificaba la protección de esa mínima subsistencia de la que
la guerra entre los señores tenía que nutrirse, a partir de
entonces la misma subsistencia se convirtió en víctima de
una agresión, pretendidamente pacífica. La subsistencia se
convirtió en presa de unos mercados en expansión de
bienes y servicios. Este nuevo tipo de paz trajo consigo la
búsqueda de una utopía. La paz popular había protegido a las
precarias pero efectivas comunidades de la extinción total,
pero la nueva paz se había construido sobre una abstracción.
La nueva paz está cortada a la medida del homo œconomicus,
hombre universal, hecho por la naturaleza para vivir del con-
sumo de mercancías producidas por otros, en otros lugares.
Mientras que la pax populihabía protegido la autonomía ver-
nácula, el entorno en el que esta podía prosperar y la varie-
dad de modelos para su reproducción, la nueva pax
œconomica protegía la producción. Asegura la agresión con-
tra la cultura popular, contra los comunales y contra las
mujeres». Ivan Illich (1)
1. Introducción
Quisiera desambiguar, para empezar, el significado de la
expresión «las metamorfosis del pueblo», rúbrica general en
la que se inserta el argumento que debo desarrollar. « In nova
fert animus mutatas dicere formas/corpora », así comienza Ovidio
sus inmortales Metamorfosis. Libremente podemos traducir la
frase: «Me propongo contar la mudanza de unas formas en
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(1) Ivan I
LLICH, In the Mirror of the Past. Lectures and Addresses (1978-
1990), Nueva York, Marion Boyars, 1992, pág. 23 (ésta y las demás traduc-
ciones, salvo indicación contraria, son propias).
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(nuevos) diferentes cuerpos». En Ovidio son los dioses los acto-
res de semejantes transformaciones literarias: mudan las apa-
riencias, pues no otra cosa son para griegos y romanos los
cuerpos, pero por debajo de ese envoltorio visible y cambiante,
como un riachuelo oculto y subterráneo, perviven las formas
originales, espirituales, bajo perceptibles trazas versátiles. Este recurso literario nos sirve como punto de apoyo para
emprender una reflexión sobre el tema que se me ha enco-
mendado. ¿Es, pues, el pueblo una forma subsistente que se
visibiliza en un momento dado como «Tercer estado» y que,
a modo de crisálida macilenta, muda en la «nación» para,
después, volver a mudar en sujeto soberano y así indefinida-
mente, en un proceso imprevisible, sin nunca alcanzar el
definitivo estado de adultez en el que se manifestara el res-
plandor de la forma subyacente? El pueblo es, como la nación, un agregado originalmen-
te fáctico, sociológico, y no específicamente político. Denota
agregados de diferente especie y que no guardan una rela-
ción directa –necesaria y unívoca– con lo específico de la
política en la tradición clásica, es decir, con la conspiración
del bien común. El pueblo antiguo se caracterizaba, con sus
diversos matices, precisamente por ser una realidad tan cier-
ta como de imprecisos contornos.
2. La continuidad política
Se impone entonces el interrogante: «¿Cuál es el agrega-
do específica y duraderamente político y cuál es su funda-
mento?». Aventuro que lo que, en el orden político, tiene
continuidad y va mudando de expresión –no sólo: también de
autoconciencia– es algo que podemos denominar «la comu-
nalidad política», o, si se quiere, la condición política del ser
humano. Es la conjunción de un modo connatural y único de
«conectividad» ( connectedness) privativamente humana, unas
circunstancias sociales y materiales que permiten la autarquía
y unos vínculos culturales e institucionales (2) que posibilitan
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(2) A esos vínculos parece referirse el escocés Andrew Fletcher cuan-
do escribe, ya en 1703, que «si a un hombre le fuera permitido escribir
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que esa inclinación natural se identifique con un teloscomún.
Esos factores están presentes en esa realidad tan lábil y a la vez
tan indudable que es la comunidad política.
En el orden cultural, los pueblos y las naciones tienen
ciertamente una continuidad y hasta prestan un punto de
apoyo para la continuidad de las comunidades políticas. Se
puede atribuir al pueblo el protagonismo político de
muchas formas. Antes de la edad contemporánea, la politici-
dad de esos agregados era indirecta, es decir, no en razón
de su finalidad propia, sino porque todo el dinamismo políti-
co del ser humano se articula de forma gradual e intermedia
por modo de agregaciones sucesivas, no siempre perfecta-
mente deslindables. En ese sentido, el pueblo se puede decir
político y los pueblos antiguos lo fueron, pero sólo en ese sen-
tido. Es a raíz de las experiencias revolucionarias del siglo
XVIII, y particularmente de la Revolución francesa, cuando
se pretende inventar un sujeto político nuevo al cual, para-
dójicamente, se le atribuye ser depositario de toda la politici-
dad de la historia precedente. La obra de Jules Michelet Le
Peuple (1846), contribuye de un modo particular a forjar el
imaginario de una entidad constante y continua que, consig-
nataria de la identidad de la nación, peregrina por el tiem-
po. Es esta imagen, instalada en nuestra forma de mirar la
nueva y la vieja política, la que se proyecta sobre el pasado,
haciéndonos imaginar la existencia de un substratum osubs-
tantia común, de un mesianismo intrahistórico, que encar-
naría la esencia y el corazón de lo patrio. Para deshacer algunos equívocos hay que señalar que
esta concepción ha logrado una difusión y una implantación
que rebasa ampliamente los límites del republicanismo ateo
y de izquierdas en el que se gesta. Es la apelación a un fan-
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todas las baladas (de un pueblo), no tendría que preocuparse de quién
hiciera las leyes de esa nación… (if a man were permitted to make all the
ballads he need not care who should make the laws of a nation )». Por su parte,
Maurice Barrès escribía a finales del siglo XIX que para forjar una concien-
cia nacional hacen falta «los cementerios y la enseñanza de la Historia»
(citado en Marcel D
ETIENNE, L’identité nationale, une énigme , París, Gallimard
Folio, 2010, pág. 27).
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tasmagórico y mostrenco «pueblo de Francia», médula de
esa Francia inmortal, el que opera de premisa mayor indis-
cutible en 1914, tanto para los obreros internacionalistas
urbanos (la 2.ª internacional estaba en su apogeo) como
para los paisanos católicos rurales, a la hora de provocar en
todos ellos una común exaltación guerrera que los empuja
a la movilización contra el igualmente fantasmal y materiali-
zado, amén de pérfido, «pueblo alemán». Un único señue-
lo patriótico logró la provisional y eficaz fusión de aquellos
dos grupos culturales y sociales (que sumados entre sí con-
formaban una amplísima mayoría de la población de
Francia). Dos grupos que previamente recelaban entre sí y
que entre los escasos puntos que tenían en común figuraba
precisamente una aversión natural a una guerra nacionalis-
ta como la que se avecinaba. Aquellos dos grupos, mutua-
mente incapaces de aceptarse sucumbieron, sin embargo, al
inexorable poder de la premisa mayor de la defensa del pue-
blo de Francia, que en aquel momento –premisa menor– se
encarnaba en la República. No había más Francia que la que se
manifestaba en la Troisième Republique y si se amaba a Francia
no había más remedio que hacerse solidario, aun a regaña-
dientes, de las directrices de la República. De este modo,
los católicos franceses fueron a derramar su sangre contra los
cristianos alemanes, muchos de ellos católicos, y lo hicieron
entonando la extraña marsellesa. De este modo, los obreros
internacionalistas franceses fueron a entregar sus vidas en
combate contra los obreros alemanes, bajo la enseña de
Juana de Arco. La marsellesa y Juana de Arco se convirtieron
en instrumentos del Estado-nación, que no era más que el
rostro contemporáneo (más o menos ensombrecido o desfi-
gurado) de ese viejo pueblo francés que peregrina por los
siglos. Lo que también puede verse como que la marsellesa
y Juana de Arco, instrumentalizados al servicio de la idea de
Estado-nación francés, sirvieron de señuelo para integrar
fragmentos dispares que, a partir de ese momento, adquirían
una identidad común de fondo por debajo de sus divergen-
cias aparentemente irreconciliables. Tal es el carácter revolucionario de la nación y de los
pueblos modernos. Todo lo trituran. Trituran toda expe-
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riencia originaria, personal y comunitaria, para sustituirla
por un mito que exige erigirse en fundamento de la vida en
común. En esa misión de la nación moderna y del pueblo
moderno, juega un papel extraordinario la política exterior
de los Estados. Se manifiesta así el carácter proteico, voraz
y diabólico del pueblo moderno. Una vez aceptada la exis-
tencia de ese pueblo diacrónico, forzosamente se deduce
que las diferentes expresiones históricas, más o menos felices,
sobre todo son eso, expresiones de una realidad fundante y
subyacente. En esa misma medida se acepta la existencia
interna de pugnas y disensiones en cuanto la dirección de
la política gubernamental, pero la política externa (esa que,
aparentemente, está más alejada de los intereses cotidia-
nos de los ciudadanos), se erige en instrumento privilegia-
do para manifestar el verdadero carácter homogeneizador
del pueblo moderno. Los españoles, los alemanes, los
ingleses, podrán pensar que albergan en su seno profun-
das diferencias de visión política, disparidad de doctrinas o
de ideologías que alimentan el espejismo de lo que Jean de
Viguerie denominó «las dos patrias», pero la prueba de
que esas filiaciones antagónicas en el seno de las naciones
revolucionarias son poco más que una quimera es, precisa-
mente, la imponencia con la que campea la política exte-
rior: con España, con Francia, con Inglaterra… con razón
o sin ella.Por estas razones me parece que la dialéctica entre lo
concreto-experiencial y lo universal no se corresponde,
como afirma Chantal Delsol, a la tensión que existe «el arrai-
go en lo particular» y «la emancipación de la Ilustración»;
entre la vivencia del pueblo y la teoría de la nación; entre
el !"!# ´$%& –idiótés – y el '()!´$%& –polités (3)–. El pueblo –en el
sentido del depositario de la esencia de la nación, al modo
en que se apela a él desde el siglo XIX– no recoge la dimen-
sión empírica, concreta, experiencial y sapiencial de las vie-
jas comunidades políticas –de las que «pueblo» en el sentido
de pequeño municipio o asentamiento sólo evoca hoy leja-
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(3) Chantal D
ELSOL, Populismos: una defensa de lo indefendible , Ciudad
de México, Ariel, 2016, págs. 12 y 14.
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nos ecos– (4). Por esa razón, el populismo tiene, sí, relación
directa con el concepto de pueblo decimonónico y dista
tanto como la nación y el nacionalismo de la experiencia
política antigua, clásica o primitiva.Por decirlo de otra manera, los «rebeldes primitivos»
que describe Eric Hobsbawm (5) –que, por desconocimien-
to no aborda las partidas carlistas ni los cristeros tal como se
reflejan en Entre las patas de los caballos (6)– están más empa-
rentados con la «sociedad primitiva» que narra Lewis
Morgan (7) o con «la cultura del don» que estudian Marcel
Mauss y Louis Dumont (8), que con el pueblo de Michelet.
No son «héroes populares» al estilo de los que han glorifica-
do las revoluciones nacionales, de izquierda y de derecha,
sino más bien, los obligados por la tradición, parientes
pobres y anónimos del viejo patricio Cincinato.
3. Sieyès y el tercer estado
Una vez mostrada la no identidad entre los modernos
conceptos de nación y de pueblo por un lado y la comuni-
dad política por otro, vale la pena detenerse en una etapa de
particular relevancia dentro del proceso de creación imagi-
naria de la nación y el pueblo «políticos». En un primer momento, el abate Sieyès identifica sim-
plemente pueblo y nación (así en ¿Qué es el tercer estado?).
Entonces los usa como sinónimos estrictos pero
«posteriormente, sin embargo, procederá a su diferen-
ciación, reservando en lo sucesivo el término nación
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(4) Edith T
URNER, Communitas. The Anthropology of Collective Joy , Nueva
York, Palgrave MacMillan, 2012, cap. 1: «Contrasts: Communitas and False
Communitas», págs. 12 y sigs. (5) Eric J. H
OBSBAWM, Primitive Rebels: Studies in Archaic Forms of Social
Movement in the 19th and 20th Centuries , Manchester, Manchester University
Press, 1972 (6) Luis R
IVERO DELVAL, Entre las patas de los caballos , México, Jus, 1953.
(7) Lewis H. M
ORGAN, La sociedad primitiva , Madrid, Editorial Ayuso,
1970. (8) Marcel M
AUSS, Ensayo sobre el don , Buenos Aires, Katz, 2012; Louis
D
UMONT, Homo aequalis , Madrid, Taurus, 1999.
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para designar al titular de la soberanía y, por tanto, del
poder constituyente y el de pueblo para referirse a uno
de los dos polos nacidos de la aparición del Estado
constitucional –gobernantes y gobernados–, esto es, los
ciudadanos como receptores de los beneficios del
Establecimiento público y supervisor de su actuación: «El
pueblo son los gobernados, la voluntad constituyente es
la nación entera, antes de toda distinción entre gober-
nantes y gobernados, antes de toda Constitución» (9).
La razón por la cual Sieyès establece esta sinonimia ini-
cial estriba en que para él, con la Revolución, han decaído
los viejos órdenes sociales y los privilegios y se ha instaurado
la igualdad de todos ante la ley, por lo que no ve razón para
distinguir entre pueblo y gobernantes, que sería lo mismo
que perpetuar las antañonas distinciones de los órdenes
sociales. En ese sentido hay que recordar que Sieyès todavía está
apegado a los restos de la tradicional visión práctica-empíri-
ca de la sociedad. Para él la nación (que es el predicado
político principal: en un principio el pueblo se identifica
con la nación y luego se distingue de ella, pero siempre la
nación es el sujeto político y el pueblo, cuando lo es, lo es
sólo a resultas de no ser más más que otro nombre para la
nación) no es ningún ente ideal. La nación no es una «idea
que se despliega en la historia». Es el agregado espontáneo
y real de los hombres y de las mujeres que forman la comu-
nidad política. Y él se refiere consecuentemente a la nación
como «asamblea de los individuos», como «una cosa viva»,
como un «cuerpo social», formado por el conjunto, bien
real, de todos los franceses que efectivamente existen en un
determinado momento, en el presente. «¿Dónde –se pre-
gunta Sieyès– buscaremos la nación? Allá donde se encuen-
tra, a saber: en las cuarenta mil parroquias que abarcan todo
el territorio. Es decir, todos los habitantes y tributarios de la
cosa pública: en ellos reside sin duda la nación» (10).
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(9) Ramón M
AIZ, Nación y revolución: La teoría política de Emmanuel
Sieyès , Madrid, Tecnos, 2007, pág. 131.
(10) Ibid., pág. 132.
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La nación, para Sieyès es una unidad espontánea que prece-
de a la formación del Estado o a cualquier forma histórica
que adquiera la comunidad política. La nación –insistirá–
pertenece al «estado de naturaleza». Ese agregado da inicial-
mente –lo cual es muy significativo y se erigirá en verdadera
clave interpretativa de su construcción– un primer paso que
consiste en erigirse en comunidad social y económica, no
propiamente política. El fin de esa asociación social es el
común interés económico de los productores. Sieyès se dis-
tancia tanto de los románticos de tipo conservador, que tien-
den por entonces a concebir la nación como un ente de
razón (o también como Volkgeisto cultura comunitaria) como
de los jacobinos, que conciben la nación como vanguardia
ética del pueblo (curiosamente, más tarde, en Michelet, se
fusionarán esas tres vetas nacionales, para formar su concep-
to de pueblo). Maiz lo expresa de forma sintética:
«Nación denota, en ese sentido, la colectividad real, el
conjunto histórico-concreto de los franceses que traba-
jan y comercian y que deciden dotarse de un Estado para
garantizar su prosperidad económica, así como asegurar
su libertad y sus derechos y ponerlos a salvo de la preca-
riedad y provisionalidad que poseen en el estado de
naturaleza. Por eso, desde un punto de vista lógico, la
nación soberana precede al Estado, cuya creación es el
fundamental acto de soberanía» (11).
Para el abate Sieyès, la nación no sale jamás del estado
de naturaleza y «la nación es todo lo que ella puede ser en
razón de lo que es» (12). Una ontología política –lo que la
nación es– se presenta como repositorio inalterable, como
garantía irrenunciable mediante cesión o transacción, de lo
que permanece siempre como horizonte de la nación que se
hace. El estado de naturaleza en Sieyès tiene la peculiaridad
de que se fundamenta en razones económicas pero, a dife-
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(11) Ibid., pág. 132.
(12) Ibid., pág. 133.
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rencia de los fisiócratas, no es la riqueza sino el trabajo efec-
tivo el que constituye ese estado. El trabajo es el fundamen-
to de la nación. Por lo que el «todo social» o el «cuerpo
social» efectivo que constituye la nación no está compuesto
por todos los ciudadanos, sino tan sólo por la parte confor-
mada por los productores y comerciantes: «Aquellos que
soportan los trabajos que sostienen a la sociedad» (13). Por
lo que, cuando ese agregado se dota de una organización
política –el Estado–, ese sistema político se funda exclusiva-
mente sobre el trabajo, sobre los ciudadanos que efectiva-
mente trabajan.De modo que el concepto de nación será tributario de
estas consideraciones y cuando Sieyès esté pensando en los
franceses reales (no hipotéticos), presentes, que conforman
la nación, no está pensando, pues, en «todos los franceses».
Está pensando precisamente en el «tercer estado», en las cla-
ses «laboriosas» con exclusión de la aristocracia ociosa y
parasitaria económicamente. Los intereses de las clases pro-
ductoras y mediadoras (comerciantes), lo que incluye tam-
bién a los industriales y a los que realizan los trabajos más
humildes, son comunes, pero son contrapuestos de los inte-
reses de las clases intrigantes y ociosas. Ahí reside la «volun-
tad común» de la nación, que no es la suma de los intereses
particulares, sino el interés económico del conjunto. Esa nación-tercer estado tiene un doble vínculo coagulante:
uno, en el propio estado de naturaleza (la comunidad de
intereses) y otro, en el estado político (la voluntad común
de dotarse de una constitución que proteja esos intereses
comunes). El Estado así alumbrado no lo concibe Sieyès como
depositario de poderes ilimitados, sino, al contrario, como
instrumento de los intereses indeclinables de los trabajado-
res, propios del estado de naturaleza. Por lo tanto, el Estado
nace como estado constitucional o limitado y con la división
de poderes:
«Sería ridículo suponer a la nación vinculada ella misma
por formalidad alguna o por la constitución […] si para
–––––––––––– (13) Ibid., pág. 133.
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ser nación le hubiera sido precisa una forma de ser posi-
tiva, nunca hubiera llegado a serlo. La nación se forma
mediante el solo derecho natural. El Estado, al contra-
rio, no puede pertenecer sino al derecho positivo» (14).
La concepción del estado de naturaleza lo emparenta en
cierto modo con Hobbes –aunque él rechaza el homo homini
lupus y afirma el dominio del derecho natural: no considera
que el paso al ejercicio del poder constituyente se deba al
bellum ómnium contra omnes, sino a la necesidad de garantizar
los derechos naturales (15)–, la forma de constitución social
a partir de relaciones sociales de producción le hacen tribu-
tario de Spinoza y de Locke y en él el orden de lo público
nunca se emancipa del orden de los intereses privados que
le dan vida. El poder constituyente (el torrente revolucionario) insti-
tuye la sociedad política, pero no la nación, pues. Como
explica Maiz, la nación ( natura naturans) es soberana. Lo es,
sin embargo, hasta el preciso momento en que se enunciao
se conjuga como Estado (natura naturata ). A partir de ese
momento la soberanía de la nación permanece en estado de
potencialidad latente. Dentro todavía de su primera concepción de la nación,
Sieyès sostiene que el Estado, una vez constituido por la
nación, influye a su vez sobre ella. Elimina los privilegios,
legisla un derecho igual para todos, impone la educación
nacional, organiza la administración y genera un «patriotis-
mo cívico». Es lo que él denomina la «adunation politique»
de la nación por parte del Estado, nacional.
De esa acción nacionalizadora políticamente surge el
segundo concepto de nación en Sieyès, al que aludía antes.
Se trata de un concepto derivado y artificial, no como el pri-
mero, orignario y natural. Según él, todo proceso de cons-
trucción de un Estado comporta la acción nacionalizadora
del Estado: un proceso de construcción nacional o construc-
ción del Estado-nación. Para el resultado de esta acción del
–––––––––––– (14) «¿Qué es el tercer Estado?», cit. en Ramón M
AIZ, Nación y revolu-
ción: La teoría política de Emmanuel Sieyès , cit., pág. 134.
(15) Ibid., pág. 133.
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Estado, Sieyès suele recurrir al concepto de Pueblo. La
nación genera el Estado y el Estado nacional produce un
pueblo. De manera que, para Sieyès, la nación tiene un esta-
tuto meramente social y económico, mientras que el orga-
nismo propiamente político es el pueblo. Materialmente, la
nación y el pueblo están constituidos por los mismos indivi-
duos, por lo tanto, y el segundo no pierde nunca de vista su
génesis radicada en la primera.Sieyès es centralista y antifederal, precisamente por su
concepto de nación de individuos. Si éstos entran en el
Estado y éste hace una política nacional es para garantizar la
igualdad radical en el cumplimiento de los intereses comu-
nes. Para Sieyès la soberanía no puede residir en el Estado
(para evitar eso se dividen los poderes), sino que permane-
ce –en estado latente– en la nación originaria y, llegado el
momento de una quiebra del Estado, es allí donde el pue-
blo ha de volverse para encontrarla. La titularidad de la
soberanía pertenece a la nación y su ejercicio al momento
del poder constituyente, no a los poderes constituidos. La
nación jurídicamente organizada es el pueblo, tal es su
segunda concepción de la nación. El tercer estado de Sieyés no deja de representar el fin
de un cierto empirismo político antiguo, en el que se prepa-
ra –abandonada ya toda traza de un sustrato orgánico– la
idealización de la nación como sujeto soberano. La nación
es, pues, la institucionalización política de la revolución.
4. La creación poética del pueblo
Es, pues, apremiante distinguir, romper la equivocidad,
entre el pueblo, en tanto que agregado social fáctico, lábil e
impreciso, aunque real, y el pueblo, en tanto que realidad
fundante de lo político, instancia que místicamente legiti-
ma o no las sucesivas concreciones de esa politicidad. El
equívoco no es casual, pues es precisamente la evidencia
que posee –en su labilidad– esa realidad social la que es uti-
lizada por los teóricos del «pueblo místico», que obligaría y
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––––––––––––(16) Jules M
ICHELET, Journal I, 30 janvier 1842 (citado en Geneviève
B
OLLEME, Le peuple par écrit, París, Seuil, 1986, pág. 94).
(17) Jules M
ICHELET, Le Peuple (citado en Geneviève BOLLEME, op. cit. ,
pág. 94).
al que habría que rendir cuentas, para dotarle de un anclaje
en el imaginario de la gente, que naturalmente sería impo-
sible. La teorización romántica –de izquierda y de derecha–
del pueblo político se asemeja a una labor de creatividad
religiosa. Uno de los más eficaces teóricos del pueblo políti-
co moderno, Jules Michelet, recurre a un lenguaje de tipo
religioso para invocar la profundidad incomparable de la
voz del pueblo:
«Vino alguno […] a quien Dios le había concedido un
corazón y un oído para escuchar, desde el fondo de la
tierra, la triste voz y el débil suspiro […] es necesario
escuchar estas palabras que nunca fueron pronunciadas
y que permanecían en el fondo de los corazones (exami-
nad los vuestros, están ahí)» (16).
Ese pueblo místico (que no desdeña la ambigüedad de
ser nombrado con el mismo término con que se nombra la
aldea o la fluida agrupación de gentes semejantes) necesita,
a diferencia de los pueblos concretos, de un médium que le
preste su voz para comunicar sus elevadas apelaciones.
Abnegadamente, Michelet, como todos los intérpretes de la
voz del pueblo, le presta su voz:
«Ese gran pueblo […] careciendo de una voz para gemir
[…] ¿qué podía yo ofrecerle a este gran pueblo mudo?
Lo que yo tenía: una voz. En este libro yo he hecho
hablar a todos los que gimen o sufren en silencio, todo
lo que aspira y se eleva hacia la vida. Es mi pueblo. Es el
pueblo. Que vengan todos conmigo» (17).
Las referencias religiosas, específicamente cristianas,
abundan en la justificación de Michelet. En su Historia de
Francia , Michelet evoca cómo el clásico de la devotiomoder-
na La imitación de Cristo tuvo muchas versiones populares y
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––––––––––––(18) Geneviève B
OLLEME, op. cit., pág. 180.
(19) Ibid., pág. 181.
(20) Ibid.
una enorme difusión en Francia. Para Michelet, «al hablar
de recogimiento monástico», esta obra contribuyó, sin embar-
go, a proporcionar al género humano el movimiento y la
acción (18). El profundo nexo que Michelet establece entre
la obra de Kempis y los efectos populares, emancipadores,
aparentemente antagónicos y revolucionarios es el infortu-
nio, la desgracia ( le malheur) del pueblo. La gran circulación
popular de estos textos se debía, según Michelet, a que, por
fin, «el infortunio del pueblo había encontrado, mediante
ese libro, una expresión» (19). «Para los clérigos, el espíritu
del libro fue (se leyó como) paciencia y pasión, pero para el
pueblo fue (leído como) acción», explicará Michelet (20).
El pueblo, entonces, se plasma en cada momento en un intér-
prete privilegiado. En una ocasión el pueblo fueJuana de
Arco, de igual modo en que luego ha podido serel Directorio.
No he pretendido con estos apuntes otra cosa que distin-
guir entre dos órdenes que los teóricos modernos de la
nación y del pueblo políticos han mantenido confundidos,
ya vemos que no de forma inocente. Poco tienen que ver el
orden de los agregados sociales que tan cierta como lábil-
mente van permitiendo la finalidad de la búsqueda del bien
común temporal con el orden abstracto de los conceptos de
pueblo y nación como espíritus colectivos contenedores de
la esencia de la politicidad. Lo cierto es que el pueblo o la
nación republicana, mediante la voz de los demagogos, han
terminado por extinguir la genuina y nada pretenciosa voz
de las comunidades políticas. Han destruido el auténtico
sentido de las naciones culturales y étnicas, han teñido de
ideología la realidad de los pueblos. La nación y el pueblo, en sentido moderno, conforman
un estado violento, de guerra. En ese sentido, por primera
vez en la historia supone no un modelo dentro del que suce-
den guerras, sino un modelo guerrero universal. Si, como
dice Illich, «la guerra tiende a igualar las culturas, mientras
que la paz es la condición bajo la cual cada cultura florece
en su propio incomparable modo», las naciones modernas
EL PUEBLO: DEL TERCER ESTADO A LA NACIÓN
Verbo, núm. 549-550 (2016), 735-748.
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Fundaci\363n Speiro

––––––––––––(21) «Each ethnos –people, community, culture– has been mirrored,
symbollically expressed and reinforced by its own ethos –myth, law, god-
dess, ideal– of peace» (Ivan I
LLICH, In the Mirror of the Past, cit., pág. 16).
son la primera forma histórica que permite un análisis uni-
versal del pueblo. Pues «cada ethnos–pueblo, comunidad,
cultura– se ha reflejado, se ha expresado simbólicamente y
se ha reforzado mediante su propio ethos–mito, ley, divini-
dad, ideal– de paz» (21). Por esa razón, de los pueblos anti-
guos sólo podemos hablar a grandes rasgos de forma
universal. Por recurrir a la imagen de san Agustín, cada uno
de esos pueblos antiguos o han tenido «amores» diversos o,
más frecuentemente, en la época cristiana, han modulado
diversamente los mismos. Eso ha prestado identidades y
constituciones diversas entre sí. No existía y no podía existir
–verazmente– una sociología política antes de la nación
moderna, que es la que, con su belificaciónuniversal, impone
una uniformidad que permite la ciencia universal, pero que
deja fuera la vida originaria de los pueblos.
JOSÉ ANTONIO ULLATE FABO
748Verbo, núm. 549-550 (2016), 735-748.
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