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Número 261-262

Serie XXVII

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Premisas generales para una historia de la literatura política española

 

EN EL ANIVERSARIO DEL FALLECIMIENTO DEL PROFESOR FRANCISCO ELÍAS DE TEJADA

I. PRELIMINAR

1. Razón de éste Preliminar

El camino que en esta Historia se va a andar es largo como la trayectoria de nuestros pueblos y oscuro en muchos pasos todavía no allanados a la fecha por la ingeniería de la investigación. Será, pues, fatigoso y cansino^ a trechos monótono y a trechos peligroso, con cuestas ásperas y descensos de vértigo, oscilante entre el partido previamente tomado por unos y las reservas interesadas de loa otros. Pero yo no escribo para mi generación, sino contando con la justicia que a mis ideas harán los venideros; y harto podré darme por contento si logro arribar al punto de destino y si en mi viaje contribuí a aclarar, desde las cuatro tablas de mi navío de estudioso, la esencia de las Españas.

Como este prólogo se escribe al comenzar a publicarse la obra y ésta ya va más que mediada en el trabajo, será posible, y para los venideros necesario, puntualizar algunas de las conclusiones que van resultando lentamente, rezumo de la balumba de fechas eruditas y del fragor huracanado de los sucesos.

Tales podrían ser las que en este estudio preliminar van reseñadas.

2. La diferenciación entre los pueblos

Los pueblos se diferencian entre sí, no por rasgos físicos, antes por una tradición de signo histórico.

Cuantos seres humanos se enfrentaran, en alguno de los recovecos en que tan pródigas son la geografía o la historia, con la impalpable esencia de «lo hispánico», aceptan en turbión confusamente presentido un modo de vida separado. A lo largo de los siglos, millones de hombres enmarcados en pueblos de distinta procedencia se integraron dentro de tal denominador verbal; hoy mismo el hombre de la calle, el literato cuidadoso o el afanado investigador utilizan la palabra sin concretar su precisión cabal.

A ello ha contribuido el no distinguir las lindes que separan a «lo hispánico», haz de pueblos varios y hermadades, de lo que la rutina pedante de los tratadistas de derecho público estudia bajo el epígrafe de «la- nación». Tanto más cuanto que lo que tales doctrinarios pretendían era construir una teoría de las modernas agrupaciones humanas sin haber buscado determinar las diferencias genéricas que las crearon a lo largo de los tiempos. Con el orgullo desmedido de los hombres decimonónicos, era apenas conveniente explicar los hechos nuevos, prescindiendo del ayer, haciendo tabla rasa de las posibles experiencias anteriores. Si es cierto, como asegura Heinz o Ziegler, que la nación nace con la Revolución francesa[1], la explicación del fenómeno nacional se limitará a tener en cuenta los datos posteriores a 1789. No. se vio con la claridad que fuera de deseo cómo las naciones modernas son apenas una manera de separar a las comunidades humanas, paralela a las maneras de diferenciación análogas de la historia universal.

Al estrechamiento de los mojones de la investigación en lo temporal correspondía un parecido anquilosamiento en la materia. Echóse mano de los recursos más variados: la raza, la lengua, la geografía. Todas las posibilidades físicas desfilaron en la doctrina, alieando secuaces y suscitando objeciones. Se separaba a los humanos como a los animales: por el color del pelo o de la piel, por el pigmento cutáneo, por los sonidos que podían emitir sus laringes, por la estatura o la forma dé los cráneos; Las tendencias racistas, que alcanzan valor de slogan polémico entre las masas durante el siglo XX, son la transcripción en la calle de los esfuerzos doctrinales de los sabios de gabinete que enseñaban en doctas universidades europeas. Una montaña o un matiz de ojos eran símbolo de nacionalidad.

Buscóse superar lo burdo de tales planteamientos clavando en la materia la expresión de contenidos espirituales, y así surgió el alma popular, la «Volkseele», para prestar vigor intentó a los pigmentos y a los cráneos. Para larga serie de escritores la nación fue coordinación física, identidad material entre seres humanos, asunto de la biología o de lo geográfico. Es la tendencia positivista la que triunfa arrolladoramente en esta reducción a lo animal de las personalidades irracionales.

Más depurada e intelectualista, otra ruta se abrió para aquellos que ponían la nación en'la voluntad. Desde Ernesto Renan a José Ortega y Gasset las naciones resultan de la constante renovación de un plebiscito, de la adhesión a una tarea común. Sea porque quieran seguir viviendo unidos a sus afines, sea porque se unen a ellos en la consumación de una empresa, en ambos casos lo que prevalece es el factor de libre adhesión al grupo. Renan subraya lo estático, Ortega lo dinámico; pero los dos disputan a las naciones el resultado del libre querer de sus componentes. Unidos libremente para vivir o unidos libremente para hacer, es el querer; individual el que califica la posibilidad de existencia de las grandes agrupaciones humanas.

Así como en el fondo de las orientaciones materialistas empollaba sus huevos empíricos Augusto Comte, debajo de la dirección voluntarista rastrean las larvas del individualismo liberal. Así como allá se colocaba todo en objetividades físicas, cuyo grosero materialismo se imponía al ser humano con la fuerza de un destino ineludible, acá se centra lo nacional en el arbitrario decidir de las voluntades inconexas, cuyo solo punto de concordancia es la coincidencia hic et nunc dé los quereres. Cuando allá se menospreciaba al individuo, sacrificándole al hecho, acá se menosprecia al hecho objetivo, subordinándole al capricho de cada yo. No cabe duda que uno de los mayores contrasentidos del pensamiento contemporáneo tuvo lugar cuando José Antonio Primo de Rivera, deslumbrado por la magia del verbo orteguiano, pretendió asentar sobre el individualismo de la nación como empresa toda una sarta de principios antiliberales que él cándidamente juzgó capaces de armonizar con las premisas que sin meditada cautela tomada del autor de la España invertebrada[2].

En la Historia que sigue abordé la cuestión desde ángulos muy otros. No trato de un tema nacional, sino que me refiero a lo español como haz de grupos humanos a lo largo de los siglos. No lo reduzco a un dato físico de la raza o de la geografía, ni a la irrealidad ficticia de una coincidencia de voluntades; empero sí a entera línea secular. No estudio una nación, sino una tradición.

Porque para mí la diferencia entre los grandes grupos humanos tiene lugar por las tradiciones que encarnan, el manojo de pueblos hispánicos son tales en cuanto comulgan en el legado tradicional común y actúan dentro de la órbita por él amojonada. Dejo aparte la física, la biología o la psicología, para quedarme en la historia. Las Españas son un fenómeno histórico y en la historia se resuelve la comunidad de matices tradicionales que colorearon de españolas las vidas de muchos hombres al transcurso de los tiempos y en los cuatro rincones del planeta.

De ahí que el primer punto que dilucidar sea averiguar en qué consiste la tradición política de un pueblo.

3. La Tradición política

El derecho político que pudiéramos llamar clásico, aquel que con técnica maravillosa acuñaron los grandes maestros alemanes del siglo XIX, concebía al Estado como una «mit ursprünglicher Herrschermacht ausgerüstete Koorpeschaft eines seehaften Volkes»[3], como corporación territorial con poder de mando originariamente propio. Y, siendo así que el Estado personificaba a la comunidad política, ésta venía a ser la ordenación estructurada de un grupo humano con características especiales, habitador en determinado territorio. Ya que el planteamiento unitario de los problemas políticos impide disociar el análisis conjunto de estado, comunidad política y nación.

A mi ver, sin embargo, los tres se encuadran en la historia, porque la historia es la estela de la humanidad a lo largo de los tiempos y las creaciones políticas son resultado del quehacer humano en el tiempo. Lo que no es lícito es deducir de la simple observación histórica las doctrinas apropiadas; los estados y las naciones se dan en la historia, pero su consideración no debe arrancar de la historia.

La antropología detalla un esquema del ser humano anterior al planteamiento histórico y que éste confirma o corrige luego. Si el material de las ciencias políticas se corta en las canteras de la historia, los instrumentos para la tarea provienen de fábricas metafísicas. Las soluciones políticas se deducen en la historia, más no por la historia; responden a premisas antropológicas cuya proyección acusara lo histórico, pero que son independientes del actuar temporal del ser humanó.

Las comunidades políticas fueron estudiadas por el derecho político clásico, teniendo en cuenta tres factores palpables: el suelo, el hombre, el poder. Pero menospreciando otro no menos importante, el tiempo, tal vez porque no era tan palpable como los tres primeros.

Sin embargo, bien mirado, los únicos elementos son dos: la población y el poder. La población, materia humana de que las comunidades constan; el poder, forma que separa a la materia humana de la materia semejante, dando lugar a agrupaciones estatales. Causa material y causa formal de las comunidades políticas, población y poder dan la síntesis de hombres jerarquizados que ellas son.

El territorio, como el tiempo, son requisitos imprescindibles de las comunidades políticas, pero nunca elementos constitutivos. Toda comunidad se inserta en un espacio y tiempo determinados, pero nada más. Decir que el lugar o la hora son partes constitutivas de las comunidades supondría decir que el agua es parte constitutiva de los peces, solo porque éstos no pueden vivir más que en ese medio existencial.

El factor tiempo es cardinal, y de su olvido proceden muchos de los fallos del derecho político clásico. Porque la diferenciación entre las comunidades políticas débese a los factores encuadrados en el tiempo. La raíz de las nacionalidades reside en la proyección temporal de los factores físicos; solamente cuando el río, la montaña o la sangre han operado repetidas veces sobre una agrupación humana pueden contribuir a su especialización respecto a las demás; ni la raza ni la geografía valen nada por sí mismas, en cuanto detalles materiales, cobrando sentido en la medida en que sellan los actos temporales de los hombres.

Toda la transcendencia que el derecho político jellinekiano asignaba al territorio en la teoría del estado, tiénela el tiempo para la teoría de la nación; cuando todo Estado ocupa aquí y ahora un espacio señalado, así las naciones ocupan un tiempo concreto también. Lo que, dentro de las comunidades políticas, es el territorio para el pueblo considerado como soporte del estado, lo es el tiempo para el pueblo considerado como nación.

La raíz de un pueblo, su auténtica intimidad, lo que le discierne de los demás del globo, búsquese en el tiempo y tendrá d nombre de tradición. Allá se proyectarán las actividades colectivas. En cualesquiera de los planos del espíritu, culturales, bélicos o afectivos, el caudal vivo del momento cobre fuerza cuando se le integre en la pléyade de aconteceres que comunalmente han vivido, generación tras generación, los componentes del sector humano de que se trate. Nada muere en una comunidad, ni el dolor común de las derrotas, ni la alegría común de las victorias, ni el orgullo del paisanaje con el héroe o con el sabio, ni la humillación del vencimiento. La sangre y la idea han ido conformando el patrimonio espiritual de que se sienten partícipes cuantos constituyen la comunidad. Una comunidad política no es comunidad popular, ni siquiera en la acepción que la moderna ciencia alemana diera al vocablo «Volksgemeinschaft», sino citando pliega sobre la masa humana que la integra sus alas de mística patriótica el águila señera de la tradición.

Gomo los riachuelos afluentes van a verter sus aguas en el río central de la cuenca geográfica, los acontecimientos pasajeros van a perderse en el cauce da la tradición de un pueblo. Nada hay más vivo en una comunidad que el ayer de los que otrora prefiguraron la lengua que se habla, las fronteras que se guardan, la religión por qué se reza, los sentimientos por qué se muere. El proceso histórico es irrefrenable y sufre constante depuración, nunca total corte; justamente el progreso es en definitiva el tamiz depurador que va cambiando el contenido permanente de la tradición.

Los caracteres que, al comienzo de un proceso de peculiárización pblíticia, difieren a un grupo humano de sus vecinos, se van enriqueciendo y modificando a medida que van teniéndolos eri depósito las gentes nuevas sucesivas. Cada uno de esas etapas; aporta nuevos ingredientes que, al incluirse en el acervo del pasado que pervive en el legado tradicional, alteran el contenido de éste. La lengua y la cultura, los sentimientos y el estilo en el vivir, son modificados al contacto de la aportación que cada generación lleva a Io que de los antepasados recibió. Toda generación hereda, quiera o no, la tradición, pero en calidad de depósito; puede alterarla, pero ha de entregarla a quienes vendrán.

4. Las Españas y sus etapas

Las Españas no son ni una raza, ni una lengua, ni el borde de una cordillera o las márgenes de un río. Raza, lengua o geografía son apenas supuestos físicos de la trama espiritual en que la tradición hispánica consiste.

La tradición española que asumen las Españas formose dentro, del regazo de la romanidad en la península ibérica, cuando la necesidad de recuperar el patrio suelo endureció las premisas espirituales en el batallar de ochocientos años. El primer haz de tradiciones hispánicas, se agrupa por virtud del carácter libre y enérgico de nuestras maneras vitales, plasmando en los sistemas forales y en la rudeza religiosa de los pueblos de la península: de Castilla, de Galicia, de Portugal, de las truncadas Euskelerría y Cataluña, de Andalucía, de Aragón y de otras más o menos perceptibles. Era un catolicismo radical de frontera y un radical afán de libertades sin cotejo en la historia en ningún tiempo.

El reactivo árabe aguzó la primera etapa de las Españas; el reactivo europeo agudizará el segundo momento nuestro. Es la etapa de las magnas expansiones, y a su amparo, la tradición hispánica se afirma hacia Europa en Flandes y en Italia, anima pueblos desde el río Bravo al cabo de Hornos, fecunda al genio portugués en África, y en Asia clava sus raíces en Filipinas.

Castilla capitaneó con varia fortuna ambas grandezas, mas sin imponer su estilo propio, antes respetando los de los demás pueblos hispanos, contentándose con la ingrata y gloriosa misión de la capitanía. Fue, sin duda, el pueblo rey que tuvo consciencia primera de la hazaña propuesta y que arrastró ilusionadamente a los demás; pero ni en Castilla se encierra la entera tradición hispánica, ni cabe olvidar nunca el carácter vario y riquísimo de las Españas numerosas.

Ha de trazarse, no obstante, esta Historia alrededor de las acciones castellanas, porque la variedad de las Españas cobra sentido merced a la obra de Castilla. Cuando se bosqueja el plan que ha de seguirse no es posible reducir la historia de las Españas a la arbitraria división por edades que rige, aunque a remolque, en los sistemas de la historia universal. Tenemos propia cronología y no termina nuestra edad antigua con la invasión de los germanos, porque justamente por aquel entonces arrulla en la cuna la minoridad hispánica; ni acaba nuestra edad media en el siglo XV, porque los primeros años del XVI asisten a una expansión de lo medieval; ni empieza nuestra edad contemporánea con la Revolución francesa porque, si es cierto que coincide con la fragmentación americana, también es verdad que la fragmentación había comenzado a mediados del siglo XVII. Los cánones han de ser muy otros.

A mi ver son cuatro las etapas cardinales. La primera, desde que lo hispánico es balbuceó de cultura en los turbios días de la Baja Romanidad, hasta que Castilla inicia su ascenso hegemónico en el corazón de la península al borde del 1200. La segunda, desde que adquieren solidez fija las formas políticas de los reinos medievales peninsulares en la que Menéndez Pidal llamó fórmula de los cinco reinos, y Castilla planta su zarpa de león imperial en Andalucía partiendo en dos la vieja lengua mozárabe-leonesa, hasta que las sucesivas incorporaciones culminan en la proclamación de Felipe II de Castilla por Felipe I de Portugal en la segunda parte del siglo XVI. Aquel nacimiento de los cinco reinos es la primera fragmentación de las Españas, que poco a poco serán atraídas por el genio aunador de Castilla en la hora en que ésta logró que su intransigencia sirviera para fabricar la unión política de los pueblos españoles. La tercera, breve en el tiempo, se recorta a los sesenta años en que tal unidad fue hacedera; época de crisis en la cual la locura quijotesca del hidalgo castellano probó que su intransigencia era arma de dos filos, tan capaz de construir un imperio como de rasgarlo en mil pedazos. La cuarta es la edad de la segunda fragmentación, y corre desde 1640 hasta nuestros días; significa la crisis del espíritu castellano, el fracaso de la intransigencia que sirvió para dar sistemática política a la comunidad de tradiciones hispánicas y las pugnas intestinas anejas a la decadencia. La consecuencia final que brotará al cabo de la presente Historia será averiguar si la intransigencia castellana puede aportar provechos para la segunda reconstrucción o si será posible el hallazgo de nuevos valores aglutinantes que permitan superar, sin salir de las tradiciones hispánicas, la dispersión en que hoy nos encontramos.

A estas cuatro etapas corresponden las cuatro partes en que parcelo mi Historia, reservando para el epílogo razonar el problema planteado.

II. LA TRADICIÓN DE LAS ESPAÑAS

1. Europa y las Españas

Muchos de los intérpretes de la historia de España han juzgado que nuestra condición era la de europeos. Motivos de geografía o deseos de no eludir criterios sugestivos por sencillos, encarrilaban las imágenes por h de una partición del universo dentro de la cual España formaba parte de la península ibérica y ésta se encontraba sita en el extremo sudoccidental del continente europeo. No caían en cuenta de que Europa dejó hace tiempo de suponer una consideración geográfica para alzarse a contenido de concepto histórico. No es lícito ver en Europa a la hija de Agenor raptada por Júpiter, ni a la hermana del argonauta Eufemo, ni a la oceánida gemela de Asia, como pretendían las antiguas mitologías clásicas; pero tampoco una entre las cinco partes en que suele dividirse al mundo, más o menos adosada a Asia al decir de Humboldt, o independiente en el sentir de Ritter. Cuando hoy se habla de Europa, se alude a «lo europeo», esto es, se da al vocablo un sentido cultural y, por tanto, histórico, que resulta ineludible concretar.

Fue Christopher Dawson quien con geniales trazos presentó la aparición de Europa en un momento temporal determinado, sentando que era producto de la historia. Al correr del siglo XI de nuestra era aparecían varias las culturas que se disputaban el suelo de Occidente: la arábiga de la península ibérica, la bizantina anclada al este del Mediterráneo, la de eslavos, baltos y fineses, y, por último, la cultura nórdica del noroeste, más o menos coincidente con los linderos del imperio carlomágnico. Siendo esta cultura de cuño franco la que, al expandirse, fraguó el sentimiento cultural europeo, el de la civilización en cuyo seno nos encontramos los españoles[4].

Del magistral análisis de Dawson queda cierto resultado concluyeme: la separación entre la geografía y la historia de Europa si se quiere dilucidar qué sea Europa. Con otra consecuencia implícita: la de que Europa es un concepto histórico y, a causa de ser histórico, un concepto polémico; es un tipo de civilización, un estilo de vivir, una concepción de la existencia, lo que los alemanes llamarían una «Weltsanschauung».

Quienes se agrupan bajo ese signo de civilización no se hallan asentados solamente en las tierras de Occidente en que tal tipo de vida se formó. El canadiense o el «yankee» en América, el sudafricano en África y el australiano en Oceanía prolongan en tierras lejanas los mismos módulos vitales y se sienten parte integrante de los usos, de la cultura y hasta de una comunidad lingüística que en las tierras del Occidente europeo tuvo cuna.

Las diferencias con el punto de vista de Dawson comienzan cuando se va a aclarar el contenido de ese tipo de civilización. Para él la civilización moderna, posterior a la ruptura luterana del orbe jerárquico medieval, no es sino la prolongación lógica de este sistema ordenado de pueblos que se llamó la Cristiandad; opinión no de extrañar en quien, pese a la extraordinaria lucidez de ideas que lo distingue, vive inmerso en ese extraño horizonte inglés donde en tanto grado se conservaron las formas de la vida medieval, aunque solo sea por cauce del discurrir externo de los acontecimientos.

Mas para nosotros, que no conservamos únicamente las formas encauzadoras de la vida medieval, sino además sus contenidos mismos, la continuidad entre el mundo cristiano y el mundo moderno se nos antoja sobremanera discutible. Baste que un español, cualquiera de nuestro tiempo se asome más allá de los Pirineos, y no digamos más allá del Rin o del Canal de. la Mancha, para que palpe el contraste, no ya de las formas de existencia suyas frente a las del ambiente, sino de su tempero frente a los de los-hombres de aquellas tierras. La perduración sobre suelo ibero de unas temáticas humanas a lo cristiano y medieval, rotundamente distintas de las que abundan en Alemania, Francia o Inglaterra es algo que salta a la vista, en cuanto por debajo de la falsa costra de las educaciones análogas lleguemos a herir alguna fibra sensible, cual la concepción de Dios a la concepción de la mujer.

Contraste que salta con menos viveza cuando se coteja al hombre de Estados Unidos o de Canadá con el que habita desde Río Grande del Norte hacia el sur. El mejicano o el argentino, el brasileño o el cubano todavía repiten hoy reacciones parecidas, porque proceden de un mismo peculiar temple de ser.

De cuyas diferencias resulta, ya al primer contacto con el problema, cómo no es dable unificar Occidente, el Occidente de los siglos cristianos que los pueblos hispanos perpetúan, con el tipo nuevo del «europeo» moderno. Se ha repetido hasta la saciedad que Europa acababa en los Pirineos, y ello es cierto con tal que no se suponga, dentro del simplismo del bachiller de primer año, que después de Europa comenzaba África; pues lo que empieza en los Pirineos es el Occidente preeuropeo, una zona en donde aún alientan vestigios arraigadamente tenaces de la Cristiandad que allí se refugió después de que fuese suplantada en Francia, Inglaterra o Alemania por la visión europea, secularizada y moderna de las cosas.

En contra del parecer de Dawson, pertinente a un inglés, es fácil sentir primero y comprender luego en tierras españolas que su tipo de civilización brota en el ocaso de la edad media, precisamente sustituyendo al de Cristiandad por consistir en el retorno a determinadas maneras precristianas de vivir. Fórmulas nuevas que implican negar las tablas de valores del mundo medieval; Europa no nace en el círculo de Carlomagno, que es la restauración del imperio cristiano en jerarquización orgánica de pueblos, más tarde presidida por los emperadores germánicos; Europa nace, por el contrario, al conjuro de las ideas por antonomasia llamadas modernas, en la coyuntura de romperse el orden cerrado del medievo cristiano. La edad media de Occidente desconocía el concepto de Europa, porque solo sabía de su antecesor: el concepto de Cristiandad.

2. Europa

Esa contradicción en la circunstancia que incita al hombre ibero o al de Sudamérica contra el inglés y contra el «yankee», ¿es apenas un modo de sentir? O, por el contrario, ¿tiene eco en realidades históricas capaces de explicar aquellos sentimientos?

La respuesta vendría si fuese posible señalar en qué matices el mundo moderno, que es Europa, difiere del orbe medieval, que los pueblos cristianos perpetúan.

Tal esquema pudiera ser el siguiente.

La Cristiandad concibió al mundo cómo agrupación jerárquica de pueblos, entrelazados según principios orgánicos, subordinados a "los astros de San Bernardo de Claraval, al sol del papado y la luna del imperio. Las numerosas herejías eran traídas y llevadas por el vendaval de los tiempos sin alterar la quietud serena y total del cielo teológico a donde alzaba los ojos una multitud transida de fe. Las luchas enconadas no obstaban a la unidad de los sentires y, por encima de los nubarrones, se encendía la claridad de un ansia de hermandad, azuzada cuando el contacto con los enemigos de Cristo enardecía a los pueblos de la frontera, como en Hispania, o a los cruzados caminantes armados en Palestina. Dentro de la Cristiandad, la superioridad del Imperio era reconocida por los príncipes "y los reyes; dentro de rada señorío los hombres se ordenaban también en escalas de gremios, cofradías y estamentos, en sus calidades asimismo membradas de clérigos, caballeros y populares. Tan adentrada estaba en las conciencias la idea de la jerarquización de los pueblos que se tenía en cuenta hasta para establecer el derecho de precedencia al sentarse en los concilios; la donosa intervención del conde de. Cifuentes, en nombre de Juan II de Castilla contra los embajadores del rey de Inglaterra en el concilio dé Basilea en 1435 es botón de muestra al cual pudieran añadirse otros muchos. Françesc Eiximenis llega a dar el cuadro jerarquizado de los reinos cristianos. Es que la «pax Christiana» provenía de un encadenamiento de sistemas, políticos, no de cierto equilibrio más o menos estable, o sea inestable, de las alianzas.

La Cristiandad muere para nacer Europa cuándo ese perfecto organicismo se rompe desde 1517 hasta 1648 en cinco rupturas sucesivas, cinco horas de parto y crianza de Europa, cinco puñales en la carne histórica de la Cristiandad. A saber: la ruptura religiosa del protestantismo luterano, la ruptura ética con Maquiavelo, la ruptura política por mano de Bodin, la ruptura jurídica en Grocio y en Hobbes, y la ruptura definitiva del cuerpo místico cristiano en los tratados de Westfalia. Desde 1517 hasta 1648 Europa nace y crece, y a medida que nace y crece Europa, la Cristiandad fallece y muere.

La primera ruptura la opera Lutero, verdadero padre de Europa. Porque la herejía luterana es igual que muchas de las herejías medievales en la cualidad de la materia herética, e incluso repite a la letra alguna de ellas, como la de Wycleff y Huss en la concepción carismática del poder político, en negar la transubstanciación eucarística y en exaltar los ánimos de los campesinos en las guerras de los «lollards» o en la «Bauernkrieg»; empero se diferencia entre todas por la gigantesca difusión y el arraigo que la brinda ocasión propicia. Mientras la Cristiandad medieval anterior a Lutero era, pese a las fisuras, edificio político cimentado sobre la unidad de la fe, a partir de Lutero tal unidad será imposible. Después de Lutero, al desaparecer la unidad de fe, muere el organicismo espiritual de la Cristiandad, para ser sustituido por Europa, equilibrio mecanicista entre creencias diferentes que coexisten. Secuela directa de la instauración del libre examen: en vez de una fe única, la parigual consideración de las creencias; en lugar de la misma visión de los textos sagrados, tantas interpretaciones como lectores; el libre examen es el mecanicismo formal de la armonía externa entre los creyentes, en vez del cuerpo orgánico de la. Iglesia que sirvió para columna vertebral de la Cristiandad medieval.

A la pérdida de la unidad de las conciencias se añade la paganización de la moral; tal es el maquiavelismo. Era para la escolástica la «virtus» freno al apetito, dominio de las pasiones, contención de los impulsos; para Maquiavelo la «virtù» será lo que fue en la paganía anterior al cristianismo, a saber: ambición domeñadora de la muerte adversa, espada que corta la urdimbre de la fortuna enemiga, poder que se justifica sin escrúpulo por el ¡mero hecho de ser poder. Con haber pasado desde el latín al italiano, la raíz lingüística ha pasado desde el cristianismo al paganismo; y, al justificarse por sí sola la voluntad imperiosa, al trocar a la «virtù» en nuevo criterio ético, Maquiavelo ha sustituido la ética orgánica de las escolástica que refería las acciones del hombre al juicio de Dios por otra ética pagana, en la que lo bueno y lo malo resultan del choque 0 del equilibrio mecanicista entre voluntades ansiosas de poder. Maquiavelo es otro padre de Europa: tal como Lutero separó al hombre de Dios en su faceta terrena a fuerza de entregarlo maniatado a Dios en su faceta posmortal, así Maquiavelo ha separado a la ética de sus cimientos religiosos. La virtud es la «virtù», o sea la fortaleza que rinde los sucesos a la voluntad del hombre en un juego de fuerzas estrictamente mecánico; y la sociedad resulta constituida en torno a la constelación de fuerzas que predomina cuando este nuevo pagano que es «L'uomo virtuoso» vence a la inconstancia de la fortuna adversa.

El mecanicismo que Lutero produce en las contiendas y el mecanicismo que Maquiavelo traslada a las conductas, será nuevo mecanicismo en la política cuando Jean Bodin seculariza al poder en su teoría de la «souveraineté». Para acabar con las pugnas entre católicos y protestantes en Francia surge un tercer partido, el de los «políticos», que proclama la neutralización del poder real separándole de cualquier contenido religioso y, por ende, la posibilidad de obedecer a un príncipe sin tener en cuenta a Dios, en relación directa y neutra del súbdito con el soberano. Gomo semejante corriente, defendida en Les six livres de la République y que resumía la herencia absolutista de los romanistas de la escuela de Tolosa, degeneró en absolutismo, creciente hasta 1789 y cuya máxima expresión sería la inscripción que Luis XI V mandó colocar en el Salón de los Espejos de su palacio de Versalles «Le roi gouverne par lui-même», reflejo de aquella otra de «L'Etat, c'est moi» que tanta fortuna tuvo. Un absolutismo que destrozaba la armónica variedad del cuerpo social cristiano para robustecer al poder del gobernante y que, por tanto, supone otra nueva ruptura del orden orgánico medieval, por sustituir al cuerpo místico de la sociedad cristiana tradicional por un nuevo equilibrio mecánicamente apoyado sobre el centro todopoderoso de los reyes del despotismo ilustrado.

Mecanicista es también la nueva filosofía del derecho de Hugo de Groot y de Thomas Hobbes, nuevo derecho natural suplantador de aquel derecho natural de la escolástica que se fundaba en el orden medido de la creación. Lo que separa a Grocio de Santo Tomás o a Hobbes de Duns Scoto es, precisamente, que con los pensadores del siglo XVII principia la secularización de la filosofía del derecho, consistente en ver en el derecho natural apenas la ley interna de los funcionamientos mecánicos de una máquina. Donde Santo Tomás consideraba al orden universal regido por normas que su Creador dictó, Grocio no ve más que un orden sujeto a leyes que se cumplen independientemente del Autor de la Naturaleza; donde Duns Scoto refería el orden a la voluntad divina, Hobbes considera apenas a la voluntad humana separada del orden que la voluntad divina creó. El eliminar a Dios de las dos concepciones tomista y escotista, intelectualista y voluntarista, de la escolástica, concluyese con el principio divino que medía en orgánico desenvolvimiento la estructura del derecho natural, para referirlo a equilibrio mecánico de fuerzas entendidas racionalmente por Grocio o descritas puntualmente por Hobbes.

Y, finalmente, es asimismo mecanicista la marcha de las instituciones políticas europeas, contrarias al organicismo cerrado del «corpus mysticum» que fue la Cristiandad medieval. En la política interior, al absolutismo de los reyes sucederá: o el absolutismo demoledor de las democracias, o el sistema de frenos y contrapesos mecánicos de Montesquieu; en la política internacional, desde los tratados de Wesfalia el juego de las relaciones entre las potencias será un sistema de equilibrios de alianzas y contraalianzas.

Europa es mecanicismo, neutralización del poder, coexistencia formal de credos, paganización de la moral, absolutismos, democracias, liberalismos, guerras nacionales o de familias, concepción abstracta del hombre, sociedad de Naciones, ONU, parlamentarismo, constitucionalismo liberal, protestantismo, repúblicas, soberanías ilimitadas de príncipes o de pueblos. La Cristiandad era a su vez organicismo social, visión cristiana del poder, unidad de fe católica, poderes templados, cruzadas misioneras, concepción del hombre como ser concreto, cortes representativas de la realidad social entendida cual cuerpo místico, sistemas de libertades concretas. O sea: pese a la unidad que postula Dawson, dos civilizaciones y dos culturas contrarias: Europa, la civilización de la revolución; la Cristiandad, la civilización de la tradición cristiana.

3. Las Españas

Desde 1517 hasta 1648, desde Lutero hasta Münster, Europa crece y la Cristiandad agoniza; esos ciento treinta y un años son el orto de la civilización europea y los estertores de la civilización cristiana.

Pero no fue llano ni sin luchas el triunfo de la revolución que Europa representa. En el rincón sudoccidental del Occidente, allá dónde terminaban los confines geográficos del orbe antiguo, un puñado de pueblos capitaneados por Castilla constituía cierta cristiandad menor y de reserva, arisca y fronteriza, que se llamó las Españas, tensas en el combate diario contra la amenaza constante del Islam.

Eran estos pueblos varios y diversos. Andalucía había sido ganada para Castilla en los días del siglo XIII, cuando San Fernando bautizó con aguas del sagrado Betis las somnolencias milenarias de los hombres de la tierra santa. Las tribus vascas pirenaicas habían venido poco a poco a unir sus esfuerzos a la capitanía castellana y desde principios del siglo XVI regalan a las Españas lo mejor del tesoro secular del patriarca Aitor. El círculo celta de Occidente, escindido un día del siglo XII, es unidad de fe bajo Felipe II, demostrada por la más soberbia cabeza de la historia del pensamiento portugués, por Gerónimo Osorio. La federación catalano-aragonesa, cuna altísima de las libertades políticas, acopia sus afanes para la empresa española. En el siglo XVI, merced al entrenamiento ocho veces secular de la Reconquista, somos el único bastión de la Cristiandad y los solos en encontramos «en forma» para el excelso deporte de defender la catolicidad romana. Por eso dimos el ejemplo de que por las llanuras lombardas o por los pantanos flamencos, por tierras nuevamente sabidas en la India antigua o por pedazos del pía: neta desconocidos por los geógrafos clásicos, hombres rudos y violentos sirvieron a Cristo, capaces por humanos de caer en todos los pecados de la carne, mas por híspanos incapaces de pecar contra el primero de los mandamientos de la ley de Dios, en la más portentosa gesta de que hay recuerdo en memoria de nacidos.

El resultado fue el agotamiento, hermano gemelo de la derrota, pero no el vencimiento espiritual. Cerrando filas combatieron los hispanos contra la Europa en defensa de la Cristiandad que agonizaba, en defensa del sentido cristiano de la vida, en defensa de la estructura jerárquica de los puebles, en defensa de una ordenación social fundada en libertades concretas. «Nosotros tuvimos —ha escrito Vicente Palacio Atard— un programa político con validez para él mundo entero. Nosotros, los que no somos europeos, los que vivimos aislados detrás de los Pirineos. Y no solamente lo tuvimos, sino que hicimos más: lo sostuvimos. Queríamos un mundo cuyas relaciones internacionales estuviesen asentadas, no sobre los débiles pactos surgidos de la conveniencia del momento, sino que las bases del orden internacional se cavaran en la idea de la universitas christiana»[5].

Verdad es que la tensión de una actitud constante de lucha fue perjudicial para las instituciones libres en algunos pueblos, como en el reino de Aragón; pero el espíritu seguía siendo el medieval, pese a los incipientes desmanes de un absolutismo postizo, y en lo esencial continúa la vieja temática de las instituciones forales, en Cerdeña hasta 1700, en Cataluña hasta 1716, en Navarra hasta 1841.

Contra la marea creciente de la Europa cada día más robustecida, la monarquía federativa y misionera de las Espafias no quiso ceder ni una pulgada y cuando calió fue por no poder resistir más la contienda; de ahí nuestra caída vertical y rapidísima, vertiginoso despeñarse en un abismo. Juzgando con criterio de cruzados, no se avinieron a entender la derrota ni a prever el agotamiento. Nuestros abuelos procedieron como hidalgos pródigos más que como políticos prudentes, prefiriendo derrochar a ahorrar, tanto más que derrochaban generosidades heroicas al servicio de la más enhiesta de las empresas que caben en sueños de caballeros: la defensa de la fe católica.

Castilla impuso su sello y arrastró tras de su locura hidalga al pausado comerciante catalán, al arisco sardo, al soñador napolitano, al indiferente andaluz, al vasco sencillamente valeroso, y al gallego o al portugués de estirpes editas. Todo fue maravillosamente heroico, y la mayor heroicidad, ésta de sacrificar conscientemente la historia válida a la suprahistoria ennoblecedora, quemando siempre las naves en repetido holocausto igual al de Hernán Cortés. Por las vértebras del imperio corre la opinión de Fernán Pérez de Guzmán, profética explicación de nuestras maneras políticas: «Es a mi ver —decía ya en el siglo XV—, este extremo de prodigalidad, aunque sea vicioso, es mejor o menos malo que el de avaricia, porque de los grandes dones del pródigo se aprovehan a muchos e muestran grandeza de corazón»[6].

De nuestra prodigalidad se aprovechó la humanidad y gracias al defecto hidalgo de la generosidad ilimitada se reza al Dios romano en el corazón de Europa y vienen a su oriente los pueblos coloreados que moran en remotas lejanías. En aluvión de entusiasmos, Castilla arrastró a los demás hispanos por los senderos de las prodigalidades al servicio de la fe. Tal vez otra hubiera sido nuestra suerte si la hegemonía hubiese recaído en manos del Principado catalán, como muy bien habría podido suceder sin los errores de la política ultrapirenaica, de Jaime I el Conquistador; pero hasta la máxima jornada de la expansión catalana en la primera mitad del siglo XV fue presidida por un castellano a machamartillo, cual Alfonso V, y los hechos dicen que fue Castilla la capitana, y capitana insigne de cruzados.

Quevedo ya nos declara la derrota psicológica en su España defendida y los tiempos de ahora, de las calumnias de los noveleros y sediciosos. La fecha de este escrito es simbólica; 1609, el mismo año de la forzada tregua con las Provincias Unidas, el año triste del primer aldabonazo de los desalientos. Y en ella Quevedo no sale de preguntarse el porqué de la universal animadversión contra su rey. ¡Cuán, hondo desaliento y qué temblor de angustias presentidas vibra cuando este hidalgo que todavía no cumplió los treinta años llama a su patria «desdichada España»!

La derrota militar a lo largo de sesenta años, iniciada en Rocroy, se cumple diplomáticamente en los tratados que inicia el doble pacto de Westfalia, el comienzo de nuestro «98», corno con frase feliz ha definido Ernesto Giménez Caballero los peldaños de nuestra decadencia, aunque luego no sea tan seguro en discernir cuáles han sido[7].

El desencanto de la derrota apenas si cala en aquellos hidalgos, generosos hasta la inconsciencia. Don Quijote sigue creyéndose caballero al rodar por los suelos; y los varones de las Españas, castellanizados hasta el quijotismo, repiten tozudos su hostilidad contra la Europa vencedora, confiando en que los paladines del Señor han de recibir ayuda, incluso milagrosa, de lo alto. Perdida la supremacía en mundo, arrinconados en el odio y el desprecio de la Europa triunfadora, siguen tenazmente agarrados a los principios de su hidalguía, empeñados en no ser europeos. Entre la dignidad y el poderío, optan por la dignidad; entre la fe y el comercio, abrazan la cruz por honra y consideran el mercader como^ una afrenta; idealistas, quiméricos, endiosados, a fuerza de tener las pupilas ebrias de azules de cielo van dando tropezones por el barro de las cancillerías o de los campos de batalla.

No cabe mayor contradicción que las mentalidades hispana y europea a lo largo del siglo XVII. Prospera Ámsterdam mientras decae Sevilla; y fanatismo contra fanatismo, protestantes y católicos se contemplan al acecho en contienda de incomprensiones que todavía sigue latente.

Hace pocos años, cuando comencé a estudiar los hilos culturales entre España y Escandinavia, puse de relieve mi hecho que simboliza esta contraposición: la actitud de asombro atónito con que el hidalgo español, de sangre goda y fe romana, mira a los súbditos de Gustavo Adolfo, prototipos de hidalguía por sus purísimas sangres góticas, pero manchados de la más torpe de las manchas que deshonran al caballero: la herejía[8]. Actitud atónita que en el otro extremo reflejan también los suecos y que es índice de la más difícil de las problemáticas que pudieron alterar la serenidad de aquellos pechos creyentes y ennoblecidos.

Miguel de Cervantes puso en boca de su héroe máximo las máximas de la hidalguía heroica de las Españas castellanizadas, colocando la voz de la cordura en el capellán aragonés de los duques. Lo que el capellán dice era la voz de la sensatez de quienes veían venir la derrota inminente si no se renunciaba a aquel empeño colosal y pródigo de hacer suprahistoria, empeñándose en detener la rueda de los tiempos, ahora que los relojes marcan horas de Europa y no horas de Cristiandad. «Y a vos, alma de cántaro —dirá sensatamente el capellán—, ¿quién os ha encajado en el cerebro que sois caballero andante y que vencéis gigantes y prendéis malandrines? Andad enhorabuena y en tal se os diga: volveos a vuestra casa, y criad vuestros hijos, si los tenéis, y curad de vuestra hacienda, y dejad de andar vagando por el mundo, popando viento y dando que reír a cuantos os conocen y no os conocen»[9].

Pero las Españas seguían metidas a redentoras de pueblos que, herejes o paganos, no dejaban redimirse, y a los reparos anejos a los primeros desalientos respondían por boca de don Quijote despreciando la sensatez en nombre de la heroicidad, de la fe y de la hidalguía. «¿Por ventura —dice el hidalgo— es asunto vano o es tiempo mal gastado el que se gasta en vagar por el mundo, no buscando los regalos de él, sino las asperezas por donde los buenos suben al asiento de la inmortalidad? Si me tuvieran por tonto los caballeros, los magníficos, los generosos, los altamente nacidos, tuviéralo por afrenta irreparable; pero de que me tengan por sandio los estudiantes, que nunca entraron ni pisaron las sendas de la caballería, no se me da un ardite; caballero soy, y caballero he de morir, si place al Altísimo. Unos van por el ancho campo de la ambición soberbia; otros, por el de la adulación servil y baja; otros, por el de la hipocresía engañosa; y algunos, por el de la verdadera religión; pero yo, inclinado de mi estrella, voy por la angosta senda de la caballería andante, por cuyo ejercicio desprecio la hacienda, pero no la honra. Yo he satisfecho agravios, enderezado entuertos, castigado insolencias, vencido gigantes y atropellado vestiglos»[10].

Tales eran las maneras de las Españas; Como suele sucedernos siempre, exageramos las cosas y, al exagerar el sentido de lo hidalgo hasta el mismo menosprecio de materia tan necesaria como lo es la hacienda, perjudicamos al ideal de la Cristiandad que decíamos servir. Fue obra del genio heroico de Castilla, siempre sediento de suprahistoria; quizás una gotas catalanas de mayor atención para la hacienda habrían salvado a la honra del ludibrio, ahorrando a las Españas su trisecular Calvario y manteniendo esa Cristiandad que desde 1648 es mero ayer, ideal sustituido por la nueva realidad de Europa. Una Europa que es la diametral negación de lo que quisimos en la historia.

4. La europeización absolutista

Los Austrias acabaron sin cejar en su empeño heroico de mantener a la Cristiandad propugnándola a usanzas castellanas. Mal empeño por demasía de idealizaciones y despego del suelo que se pisa; pero peor fue el remedio cuando, cansados del quijotismo a la heroica, fuimos intentando superarlo con el socorro de las tres fórmulas que sucesivamente han ido imperando en la Europa vencedora: el absolutismo del siglo XVIII, el liberalismo del siglo XIX y el totalitarismo del siglo XX[11].

Cuando Carlos II signó su testamento simbolizó a su monarquía católica e hidalga en sus palabras: «Yo no soy nada». Pero cuando Luis XIV dijo, sea cierto o en leyenda, que «ya no había Pirineos», proporcionó contenido a la vacía monarquía: el absolutismo francés, entonces fórmula política de Europa.

El remedio habría sido no caer en el deslumbramiento delante de la Francia todopoderosa, sino aceptar la fórmula del marqués de Villena cuando en 1701 pretendió la convocatoria de cortes en Castilla para algo más que para la escueta formalidad de la jura real. Era la tesis del marqués de Villena la solución hispana frente a la extranjerización; pasadas las etapas de violenta lucha y reconocida la victoria europea, restablecer las instituciones que obscureció la tensión constante de las armas. Quería Villena restaurar las cortes, deshaciendo los errores qué en política interna se venían cometiendo desde Carlos I, salvando a las Españas por la vía normal de su Tradición. Aquel argumento suyo de «que era razón observarse el Rey los Fueros» de Castilla[12], es la más antigua de las exposiciones del tradicionalismo español y representa contra la extranjerización absolutista lo que el Manifiesto de los Persas representó contra la extranjerización liberal: la línea exacta de la tradición política española.

Mas Felipe V, educado en Francia, enamorado de las formas que hiceron grande a su país de nacimiento, no podía consentir en el retorno a una tradición que no comprendía y que incluso era opuesta a la educación que desde niño inculcaran al duque de Anjou. Para su mentalidad absolutista, francesa y geométrica, solamente resultaba asequible la estampa de una belleza política uniforme e igualitaria, debiendo diputar contrahechos y disformes engendros aquellos fueros tradicionales de una monarquía que, indefensa, le traía a las manos el miedo madrileño a los poderosos ejércitos de su abuelo. Por eso en lugar de restablecer las libertades castellanas, sacrificadas en Villalar a la misión universalmente antieuropea que Castilla enarbolara, pero cuyo sacrificio era inútil desde el punto en que Castilla renunció a sus aventuras generosas, acomodó Felipe V lo excepcional de la Castilla del 1700 a sus prejuicios galos, y tuvo por mejor acuerdo transformar en absolutismo de sistema lo que fuera expediente necesario en la pugna bisecular contra Europa.

Es que Felipe V es ya un europeo sentado nada menos que en el trono de Castilla y sin la coyuntura de castellanizarse como dos siglos atrás se castellanizó Carlos I. Por eso, en vez de castellanizar a Castilla, la europeizó con arreglo al patrón de moda: al absolutismo francés. Y una vez amparada la extranjera mercancía bajo el pabellón castellano, consumó el fraude histórico extranjerizando a los pueblos de la Corona aragonesa so pretexto .de castellanizarlos. El decreto firmado en el Buen Retiro, a 29 de junio de 1707, es una de las fechas más trágicas de nuestra historia, por el equívoco que encierra al presentar al afrancesamiento como castellanización. «He juzgado por conveniente —dice Felipe de Anjou, europeo reinante en Castilla— así por esto, como por mi deseo de reducir todos mis reinos de España a la uniformidad de unas mismas leyes, usos, costumbres y tribunales, gobernándose igualmente todos por las leyes de Castilla, tan loables y plausibles en todo el universo, abolir y derogar enteramente, como desde luego doy por abolidos y derogados, todos los referidos fueros, privilegios prácticas y costumbres hasta aquí observadas en los referidos reinos de Aragón y Valencia; siendo mi voluntad que estos se reduzcan a las leyes de Castilla, y al uso y práctica y forma de gobierno que se tiene y ha tenido en ella y en sus tribunales, sin diferencia alguna en nada».

A estos términos del decreto se acompasa su aplicación. Felipe V, muy lejos de atenerse al consejo del marqués de Villena, quien postulaba el retorno a la tradición política auténtica de las libertades castellanas, afrancesará y europeizará a las instituciones de Cataluña, de Aragón y de Valencia. Lo que en 1707 decretó para Aragón y Valencia no será aplicado por hombres formados en el espíritu de las patrias libertades; sus inspiradores serán un francés y un afrancesado: el embajador de Francia, Amelot, y el archirrenovador Melchor de Macanaz, uno de los tipos más repugnantes de toda la historia que yo conozco, símbolo de la primera oleada de los absolutistas y escépticos «à la mode», de aquellos cuyo fácil y vergonzoso destino va a ser —plaga de langostas ávidas— cebarse desde los puestos oficiales en la carne maltratada de nuestras tradiciones populares.

Macanaz es el comisionado, munido de plenos poderes, que va a asumir la funesta gloria de aplastar la tradición valenciana, al socaire de supuestas deslealtades al gobernante de Madrid, primer ejemplo de habilidad de la anti-España que se repetirá después con frecuencia demasiada. Su Informe dado al Rey sobre el gobierno antiguo de Aragón, Valencia y Cataluña; el que se había puesto desde que se las sujetó con las armas y lo que convendría remediar, es el primer acto notarial de nuestras vergüenzas y el primer testimonio solemne de cómo desde Madrid se empieza a amparar la europeización dé las Españas. El párrafo 83 de este Informe macabro subraya el inagotable odio del autor a las maneras de la libertad española; no contento con haberlas asesinado con violencia en los reinos de Valencia y de Aragón, pretende matarlas en Cataluña; «y convendrá —postula a 27 de mayo de 1713— cuando se haya de reglar aquel Principado igualarlo lo más que se pueda en todo a los reinos de Aragón y Valencia, y bajó las mismas reglas que para esto se han notado»[13].

Ya se hallan sentenciados a muerte los restos postreros de aquellas libertades catalanas, la expresión más elevada del buen gobierno de que hay recuerdo en memoria de los hombres; y están condenadas por un pedante afrancesado, traidor, rabioso a la más noble de las causas de la historia. Lo que de Aragón se restablece en 1711 o de Cataluña se mantiene por el decreto de 16 de enero de 1716 es el derecho privado; del derecho público nada, nada de aquel derecho público que es milagro y pasmo incomparables, Así fenecía, al socaire de castigo a una rebelión, el más libre de los sistemas políticos nunca conocidos, y la más alta cima de la perfección gubernamental de todos los tiempos. Tras haber desvanecido en 1648 los ensueños universales y cristianos de Castilla, la Europa vencedora va a entrar en nuestro seno para aplastar las libertades aragonesas. Y eso en nombre de la mísera Castilla; después de la derrota en 1648, la afrenta en 1707.

Desde 1700 la lucha de las Españas contra Europa ha cambiado de campo de batalla. Ya se pelea en el interior. Ya no somos un manojo de pueblos que pretende perpetuar los estilos propios, sino que en nuestras minorías rectoras se suscita la rivalidad meritoria en la europeización: el anhelo de sacudirse el polvo de la historia propia.

Ya no ludíamos por imponer el «ordo christiano» contra el mecanicismo internacional; hacemos guerras dentro de la órbita de las alianzas y de las contraalianzas. Ni lidiamos movidos por ideales de fe; peleamos por pactos de familia, para contribuir al bienestar de la Casa de Borbón, agradecidos al beneficio de habernos afrancesado. Y en el interior, la moda francesa arrasará nuestros residuos de hispanismo; los «navíos de la Ilustración» repartirán entre los grupos intelectuales más selectos de América la semilla europea que será el descrédito de nuestro maravilloso quijotismo o enseñarán doctrinas rousseaunianas o montesquieuanas, sin acordarse para nada de las libertades nuestras, que un jurista traidor y un embajador francés han acabado de extinguir.

El pueblo se opondrá hasta el final, pese a que se prohíban los autos sacramentales, a que se expulse a los hijos de Loyola por enemigos de las Españas. Ellos encarnaban, contra los ministros masones de Carlos III, la oposición a que la Corte se convierta en un pequeño Versalles en los escándalos corno en los vicios. De mi tierra de Extremadura, la tierra bronca de los conquistadores, saldrán los paladines; en el teatro, García de la Huerta, en la polémica Forner. Aquí, en el rincón menos europeo, la tradición tenía sus teóricos; pero la ola avasalladora de la europeización ganaba adeptos día por día.

Durante el siglo XVIII contemplamos dos Españas frente a frente: la que quiere volver a sus maneras tradicionales y la que quiere ser tal cual Europa es; la popular y la oficial, la hispana y la europea. Todavía el padre jerónimo Femando de Zevallos piensa en 1776 que la grandeza de la monarquía anda ligada a su color católico[14]; pero al doblar el cabo del 1800 las clases ilustradas se hallan europeizadas por completo y emprenden la tarea de derruir la España tradicional en cada uno de los pueblos españoles; en Cádiz, votando la Constitución de 1812; en tierras americanas renegando de la unidad de las Españas. Porque el estallido que hacia 1810 disgrega en veinte pedazos el colosal imperio castellano no fue ruptura entre pueblos, sino conjunto reniego del pasado. Tanto se renegaba de la tradición común de las Españas en la iglesia gaditana de San Felipe Neri como en los conciliábulos de Caracas; unos y otros, a ambos lados del Atlántico, aspiran a la europeización, a acabar con la herencia de Castilla* para copiar las manetas seductoras de Europa. El viento barre las orillas tronado con tempestad revolucionaria; y en aquel vértigo de traiciones colectivas, acunadas en la política borbónica oficial del siglo XVIII, tanto traicionaban a las Españas los europeizadores de Quito como los europeizadores de las Cabezas de San Juan, La fragmentación se produjo porque, al desaparecer los pilares espirituales de la empresa antieuropea, la unidad en la fe y la lealtad al rey, aquella unidad de las Españas carecía de razón de ser y cada pueblo se dejaba arrastrar por el señuelo telúrico de la estricta geografía.

Todos cuantos males cayeron diluvialmente sobre nosotros provinieron de haber desoído los consejos del marqués de Villena, de no haber restaurado las tradiciones políticas de Castilla, vigorizando las de los demás pueblos peninsulares y estableciendo análogos regímenes en las Américas. Por el contrario, se afrancesó a Castilla, se suprimió lo que quedaba de vida libre en los reinos aragoneses y ni se pensó en educar a los súbditos americanos en nuestra tradicional libertad; todo el empeño de Felipe V, duque de Anjou sentado en el trono de Castilla, fue por el contrario lograr que las anchuras de las Españas estuvieran abiertas al veneno de la europeización en boga: el absolutismo a lo Luis XIV.

5. La europeización liberal

Mas llegó un día en que esa fórmula europea fracasó también. En 1789 los mismos principios que en 1700 nos deslumbraran caen aplastados por la inexorable rueda de los tiempos. Europa condena ahora lo que antes nos enseñó por modelo incomparable. Un viento de revisiones sacude al tablado y la escena francesa alza d telón para sustituir a la comedia pausada de alejandrinos, d drama sangriento de la revolución.

Entre nosotros d cambio de la veleta europea casi coincide con d de la invasión napoleónica y con el despertar de una reacción antifrancesa, o sea contra Europa, en las masas populares. El poco sospechoso testimonio de Rico y Amat confiesa cómo la guerra de la Independencia fue llamarada patriótica, anhelo de volver a nuestra tradición peculiar: «La idea única que agitaba aquellas ardientes imaginaciones, que conmovía aquellas almas nobles y esforzadas, no eran otra cosa que, la salvación de su fe, de su monarquía, de su independencia»[15]. Es decir, el Dios, Patria, Rey de la tradición que muy pronto enarbolará el carlismo frente al liberalismo, pues d propio autor liberal confiesa cómo «nadie podrá negar que los liberales de aquella época eran los afrancesados»[16].

Empero, d confusionismo que ampara a lo extraño también sirvió aquí para desvanecer la posibilidad del retorno a la tradición política propia, ahora en que proporcionaba oportuna coyuntura d fracaso de la fórmula absoluta con que Europa nos deslumbró en 1700. El campo se deslinda en tres grupos: el absolutista, que Fernando VII impondrá con puño duro hasta 1833; el liberal, que encubre la nueva europeización bajo el engañoso pretexto de que, más que algo nuevo, era la restauración de las anheladas tradiciones peculiares; y el tradicionalista, ahogado entre d absolutismo regio y d equívoco liberal.

El nuevo Macanaz que va a cometer el fraude de amparar bajo pabellón hispano mercadería política francesa es, para mejor logro del equívoco, un varón respetable, académico doctísimo e incluso sacerdote: Francisco Martínez Marina. Era el suyo un caso de espejismo, muy a tono con la ingenuidad de las ilusiones románticas, pero no por ello menos dañino, ya que desvió por segunda vez el rumbo de nuestras gentes del sendero de la tradición española. «Forma parte Martínez Marina —ha escrito Román Riaza— de aquella pléyade de españoles, los de las Cortes de Cádiz que pudiéramos llamar, que coinciden en un ideal político, pero que se alimentan al propio tiempo de una sustancia extraída de la historia española, de un tradicionalismo que no entiende la tradición..., sino que por un fenómeno como de espejismo quieren ver reflejadas en las nuevas ideas todo un programa extraído de las páginas más olvidadas de la historia patria»[17].

Martínez Marina atinaba en pretender volver a aquellas libertades que «con la desgraciada batalla de Villalar... quedaron sofocadas para siempre»[18]; pero en sus Principios naturales de la moral, de la política y de la legislación manifiesta que tales libertades consisten «en el establecimiento de una moral pública y de un derecho de naciones acomodado a la situación, circunstancias y luces del siglo»[19].

Que la intención quedó burlada o que fue lograda plenamente, según juzguemos a Martínez Marina ingenuo o descastado, lo canta el artículo 29 de la Constitución de 1812. La representación en Cortes tendrá lugar, no a tenor de los criterios antiguos de las libertades concretas, sino sobre la base de la población, «compuesta de los naturales que por ambas líneas sean originarios de los dominios españoles, y de aquellos que hayan obtenido de las Cortes carta de ciudadano».

Entre ese grupo de liberales ingenuos que embarullaban la cuestión repitiendo el trágico equívoco del leguleyo Melchor de Macanaz, y la testarudez absolutista del Deseado Fernando, naufragó la posibilidad de un retorno a la tradición española en los primeros años del siglo XIX. Pero no faltó tampoco el aldabonazo de la conciencia nacional, aunque también fuese desoído: el de diputado a cortes por Sevilla, Bernardo Mozo de Rosales, nuevo marqués de Villena, por más que con fraseología algo distinta.

Compete a Federico Suárez Verdaguer el mérito de haber analizado la valía del famoso Manifiesto llamado de los Persas, que Bernardo Mozo de Rosales, a la cabeza de un grupo de sesenta y nueve diputados realistas, presentó a Fernando VII en Valencia y su regreso en 1814. Contra los dos extremos del constitucionalismo afrancesado y del absolutismo igualmente afrancesado, el tan injustamente denigrado Manifiesto de los Persas es una llamada al retorno a la tradición, paralela a la que ciento trece años atrás verificó el marqués de Villena. «Recogemos nosotros este manifiesto íntegro —dicen Melchor Ferrer, Domingo Tejera y José F. Acedo, al estamparlo en uno de los apéndices al tomo I de su Historia del tradicionalismo español—, pues bien meditado, ilumina horizontes para la compresión de la marcha del pensamiento español, y al mismo tiempo suplirá la falta de aquellos historiadores que han confiado en que la dificultad de leerlo, por su extensión, dará ayuda a la falta de ecuanimidad que supone en ellos el omitirlo. Cuando se analiza la Constitución, cuando se habla de la cuestión foral de Navarra y provincias Vascongadas, cuando se escribe lo que han de ser las cortes al estilo español, cuando se especifica el concepto de la autoridad real, el «Manifiesto» llamado «de los Persas» demuestra que quienes lo escribieron... no eran unos domésticos de la monarquía absoluta según venía rigiendo en España, sino que a través de la confusión imperante pensaban en el retorno a las patrias tradiciones»[20].

Tarea difícil sería precisar en menos palabras con mayor exactitud la importancia del largo, cuanto luminoso, escrito de Bernardo Mozo de Rosales, diputado a cortes por Sevilla. En sereno contraste con el estúpido espejismo que encandilara engañosamente a Martínez Marina, los «persas» saben encerrar en una frase sola el modo de quitar la careta a aquel documento gaditano, servil imitación del europeísmo liberal de 1789. «Pero mientras» los diputados de Cádiz —dice el Manifiesto en su párrafo 90 — «tenían a menos seguir los pasos de los antiguos españoles, no se desdeñaron de imitar ciegamente los de la Revolución francesa»[21].

Frente a la europeización liberal, los «persas» repiten idéntico grito acuciador al que profirió el marqués de Villena, en una continuidad en la propuesta de soluciones que delata la línea segura y firme del pensamiento tradicional, vivo a pesar de las extranjerizaciones oficiales: el regreso a los cortes, en su forma suprema dé las postrimerías de la edad media, esto es, antes de que el orden político de la gobernación castellana fuese perturbado por las exigencias de una política de combate que trajo consigo el robustecimiento exagerado del poderío real. En el párrafo 112[22] se ve claro la fecha tope de sus ideales: la Castilla anterior a la derrota .de Villalar; o sea, la vuelta a las fecundas tradiciones de libertades concretas, incompatibles tanto con el desahogado absolutismo de la extranjerización dieciochesca como con la desenfrenada algarabía de la extranjerización liberal. Hablan «con arreglo a las leyes, fueros, usos y costumbres de España»[23].

Es el Manifiesto de los Persas pregón de alerta destinado a clamar dolorosamente en el desierto. Fernando VII acepta su espíritu en el decreto de 4 de mayo de 1814; pero bien pronto reverdecen en su sangre los resabios absolutistas, ni más ni menos que en su bisabuelo habían aflorado, para matar la solución a la española, los resabios absolutista de la educación de un vástago real formado a la sombra del Rey Sol. Por segunda vez, en la segunda encrucijada de las oportunidades de recuperar el hilo de nuestra tradición política, los pueblos españoles se ven arrastrados por la vorágine de una europeización contraria y engañosa, oscilantes entre la inicial conservación del absolutismo y la definitiva victoria de la extranjería liberal.

Voces aisladas gritarán el dolor de, esa ocasión perdida, muchas veces mutiladas de ideas y fecundadas por temblores intuitivos, al correr del siglo XIX. El carlismo militante y campesino, reacción popular y heroica de arreboles románticos Jaime Balmes reiterando[24] letra por letra las viejas tornasoladas doctrina? del jusconstitucionalismo de Mieres y Marquilles, preteridas hasta en la misma Cataluña; Juan Donoso Cortés, seducido por él íntimo impulso de su condición extremeña, enarbolando bajo Isabel II la propia actitud cerradamente antieuropea que en el siglo XVIII alzaran en otros terrenos mis otros paisanos Forner y García de la Huerta; Ortí y Lara, aventando las pedanterías krausistas; Menéndez y Pelayo, redescubriendo nuestro patrimonio cultural, aunque ciego para las secuelas directas de su misma hazaña de desenterrador sapientísimo; los hombres del 98, tratando de palpar nuestra esencia tradicional, bien que los más perdidos en las neblinas espesas de su positivísimo filosófico o de su indiferentismo religioso... Pero el mal inicial está ya hedió, y las Españas irán andando de tumbo en tumbo, acurrucadas a ambas riberas del Atlántico, los calvarios de las gentes que truncaron la continuidad de su existir histórico.

6. El dilema presente

Al fracasar en 1936 la fórmula de la europeización liberal que un necio confusionismo hiciera triunfar un siglo antes, abrióse otra vez el dilema, ahora en la tercera coyuntura: retornar a las tradiciones patrias o copias las nuevas fórmulas de moda en la Europa extraña: el totalitarismo en sus dos maneras, nacionalista e internacional, del totalitarismo fascista o del totalitarismo bolchevique[25].

Y es que la presente historia, en la conclusión a que me ha sido dado llegar, puede encerrarse en la trágica confesión unamuniana: «Vuelvo a mí mismo al cabo de los años, después de haber peregrinado por diversos campos de la moderna cultura europea, y me pregunto a solas con mi conciencia: ¿Soy europeo? ¿Soy moderno?». Y mi conciencia me responde: «No, no eres europeo, eso que se llama ser europeo; no, no eres moderno, eso que se llama ser moderno»[26].

III. DE L AUTOR AL LECTOR

Esta es, lector, la empresa de mi vida. Por eso son muchos los desvelos nocturnos y muchos los afanes diurnos que van enterrados en las presentes paginas. En medio de los zarpazos hostiles, encerrado en la soledad del diálogo con los que murieron, ya que era imposible cambiar palabras serenas con los vivos de hoy, he procurado guardar para esta empresa los contados esfuerzos de ilusión que el horizonte me permite. No fuera exagerado decir que en ocasiones puse la pluma en el papel sintiendo en mis venas la rabia de la fiera acorralada en el cubil; de tal suerte que solo pudo traer serenidades la esperanza de que mis trabajos no serán baldío® en el futuro. He estudiado y he escrito, poseído de la amarga pena del poeta, pensando con él que la justificación de mi vida consistía en templar añejos dolores en la ilusión de que, a lo menos, ya que otra cosa mejor no quepa,

«levantaré mi voz consoladora
sobre las ruinas en que España llora»[27].

 

[1] HEINZ O. ZIEGLER: Dic modeme Nation. Ein Beitrag tur politischen Soziologie, Tübingen, J. C. B. Mohr (Paul Siebeck), 1931. Sobre todo el cap. III, págs. 70 y sigs.

[2] Esta frase desde «No cabe duda» hasta este punto y aparte fue tachado en rojo por la censura.

[3] GEORG JÉLLINEK: Allgemeine Staatslehre, Tercera edición, Berlín, Julius Springer, 1929, pág. 183.

[4] CHRISTOPHER DAWSON: The making of Europe. An Introduction to the history of European unity, London, Sheed an Ward, 1939, páginas 284-285.

[5] VICENTE PALACIO ATARD; Derrota, agotamiento, decadencia, en la España del siglo XVII, Madrid, Rialp, 1949 , págs. 194-195 .

[6] Generaciones y semblazas, Madrid, Espasa, 1924, págs. 5Í-52.

[7] ERNESTO GIMÉNEZ CABALLERO: Genio de España, Madrid, Ediciones de «La Gaceta literaria», 1932, págs. 27-28.

[8] En mi libro Doce nudos culturales hispanó-suecos, Salamanca, Universidad, 1950.

[9] Don Quijote de la Mancha, I, 31.

[10] Don Quijote de la Mancha, I, 32.

[11] La palabra «tres» y la expresión «totalitarismo del siglo XX» fueron tachadas en rojo por la censura.

[12] Transcribe el parecer el marqués de San Felipe VICENTE BACALLAR Y SANNA en el tomo I, pág. 60, de sus Comentarios de la guerra de España e historia de su rey Phelipe V, el Animoso, Génova, Matheo Garbiza, s. de.

[13] MELCHOR DE MACANAZ: Regalías de los señores Reyes de Aragón, Madrid, Imprenta de la Revista de Legislación, 1879, pág. 22.

[14] Fr. FERNANDO DE ZEVALLOS: La falsa filosofía, o el ateísmo, deísmo, materialismo, y demás nuevas sectas, convencidas de crimen de estado, Madrid, Antonio Fernández, VI (1776), 374.

[15] JUAN RICO Y AMAT: Historia política y parlamentaria de España, Madrid, Imp. de las Escuelas Ras, I (1860), 154.

[16] JUAN RICO Y AMAT: Historia, I, 157 .

[17] ROMÁN RIAZA: Las ideas políticas y sus significación dentro de la obra científica de Martínez Marina, Madrid, Tip. de Archivos, 1934, pág. 6.

[18] FRANCISCO MARTÍNEZ MARINA: Teoría de las Cortes, Madrid, Villalpando, 1813, II, 90.

[19] FRANCISCO MARTÍNEZ MARINA: Principios naturales de la moral, de la política y de la legislación, Madrid, Academia de Ciencias Morales y Políticas, 1933, pág. 13, proemio.

[20] MELCHOR FERRER, DOMINGO TEJERA y JOSÉ F. ACEDO: Historia del tradicionalismo español, Sevilla, Ediciones Trajano, I (1941), 240.

[21] El texto del Manifiesto, firmado en Madrid a 12 de abril de 1814, en Ia Historia del tradicionalismo español, I, 237-302. Cita la página 289.

[22] Historia del tradicionalismo español, I, 294.

[23] Párrafo 141, ibidem, pág. 300.

[24] Vid mi estudió «Balmes y la tradición política catalana», Barcelona, Congreso Internacional de Filosofía, 1949, Actas III, 129-143.

[25] Este párrafo fue tachado por la censura.

[26] MIGUEL DE UNAMUNO: «Sobre la europeización», en Ensayos, Madrid, Aguilar, 1951, I, 902.

[27] Este último epígrafe fue íntegramente tachado por la censura.