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La familia educadora

 

1. Introducción

La creciente proliferación en los últimos decenios de estudios, investigaciones, teorías y políticas públicas familiares son un claro síntoma de la crisis de la familia. A ello se añade una insistente redefinición de la misma que ha desnaturalizado la institución familiar para transformarla en una multiplicidad de “modelos familiares”. El “vaciamiento” de la institución familiar y de sus funciones primigenias como la educación ha sido lento y ha generado múltiples disfunciones sociales. Estamos acostumbrados a estudios y apologías de la familia que frecuentemente caen en la candidez y no atisban el problema real al que está sometida la institución familiar. Los peligros a los que está sometida la familia se camuflan de “ideales familiares” que no se corresponden con la realidad. O bien se ha creado una vana esperanza en que la restitución de la institución depende de las ayudas del Estado y la aplicación de “políticas familiares”. De ahí que muchos bienintencionados católicos esperan que la familia será más fuerte con las ayudas económicas del Estado, si éste subvenciona más las escuelas privadas o proporciona expertos en cuestiones médicas, pedagógicas o psicológicas. Craso error, pues todas estas aparentes ayudas sólo hacen que debilitar a la familia. Intentaremos exponer a continuación algunas claves para entender el debilitamiento de la familia y las aparentes soluciones que se han buscado en la modernidad, para incidir en el actual problema educativo.

 

2. La familia como extraño objeto de estudio y sujeto de la acción política

Fruto de los estudios etnográficos, diversas disciplinas, como la antropología o la sociología, han contribuido a presentarnos las más variadas formas de familia. Desde hace cincuenta años, en el ámbito académico, se tiene como verdad inmutable que lo que denominamos familia corresponde esencialmente a múltiples y variadas estructuras funcionales. Estas estructuras, per se, no tendrían un denominador común y pertenecerían al ámbito de la cultura y no de la naturaleza humana. No obstante, el propio Lévi-Strauss, padre de la antropología moderna, aún manifestaba su asombro al comprobar que “la familia conyugal y monógama es muy frecuente”[1]. Incluso, reconoce el antropólogo, buena parte de las formas poligámicas no son más que monogamias encubiertas ya que “en muchos casos sucede que las familias polígamas no son más que una combinación de varias familias monógamas en las que una misma persona desempeña el papel de varios cónyuges”[2]. Esta “universalidad empírica” de la familia monogámica ha sido obviada por la antropología y, antes bien, se ha insistido en la diversidad de formas externas para negar la familia en cuanto que institución universal y correspondiente a la naturaleza humana.

Recientemente, el Cardenal Marc Ouellet, en la Conferencia inaugural del VI Encuentro Mundial de la Familia, afirmaba en relación a la familia que “la crisis que atraviesa la humanidad actual se re vela siendo de orden antropológica y no solamente de orden moral o espiritual”[3]. El Primado de Canadá se refería a “la influencia de corrientes de pensamiento que rechazan los mismos fundamentos de la institución familiar”. La enorme influencia de la etnografía, su reinterpretación funcionalista y estructuralista y sus derivaciones post-estructuralistas, han permitido el desarrollo de las ideologías del género y, finalmente, la propuesta de los “nuevos modelos familiares”. Esta nueva perspectiva, como luego desarrollaremos, ha centrado el análisis de la estructura familiar, en la dimensión subjetivista que la justifica y ha desplazado una de sus funciones fundamentales: la educación.

Las escuelas antropológicas modernas, se fundamentan esencialmente en la proclamación de la emancipación de la cultura s o b re la naturaleza (estructuralismo), en la emancipación del individuo sobre la cultura (post-estructuralismo) y, en definitiva, la emancipación del individuo sobre la naturaleza (constructivismo). Hoy ha triunfado, sin lugar a dudas, la doctrina de que muchos modelos familiares son posibles y dependen de una mera decisión individual condicionada por un estado de autosatisfacción, especialmente afectiva. Se percibe, desde esta perspectiva, que la familia simplemente es una estructura funcional que debe adaptarse a las exigencias de la autosatisfacción o autorrealización y para ello no debe existir un límite ni natural ni legal. Propiamente, el objeto de estudio de estas disciplinas deja de ser la familia, para centrarse tendenciosamente en los “nuevos modelos familiares”[4]. Estos devaneos intelectuales no tendrían apenas consecuencias si no fuera porque el poder político ha estimulado y apoyado estas doctrinas, confiriendo legalmente “carta de naturaleza” a estos “modelos”.

Procede en este punto realizar una reflexión. La generación y potenciación de una “ideología familiar” por parte del poder político no deja de ser sospechoso. Los procesos revolucionarios de finales del siglo XIX y principios del XX abogaban por la supresión de la familia. Bujarin, por ejemplo, definía la familia como “esa formidable fortaleza de todas las depravaciones del antiguo régimen” que había que asaltar y destruir. De hecho el Código civil ruso de 1918, eliminando todo soporte legal a la familia, intentaba batir esa fortaleza. Hoy, los poderes revolucionarios institucionalizados, léase democracias, se nos presentan como entusiastas defensores de “los modelos familiares”. Michel Foucault nos puede ayudar a entender este extraño comportamiento del poder político. En su Historia de la sexualidad, critica la represión sexual burguesa que se iniciaría, a su entender, a partir del siglo XVII en Europa. El autor quiere desvelarnos cómo, durante tres siglos, el poder político ha hecho del sexo un campo de batalla para imponer su propia lógica dominadora. La originalidad de Foucault es presuponer que las formas de represión no consistieron en la prohibición, sino en la generación de un discurso sobre la sexualidad. Así, el sexo fue arrebatado del ámbito moral, para constituirse en parte del discurso público. El Estado se constituyó en una “Policía del sexo” y su política representaba “no el rigor de una prohibición sino la necesidad de reglamentar el sexo mediante discursos útiles y públicos”[5].

Las tesis foucaultianas causaron furor en su momento y fueron enarboladas como bandera de liberación sexual en los años 70 del siglo XX. Aunque pocos de sus seguidores se han percatado de la actualidad y vigencia de su tesis al desvelar que respecto a las múltiples actitudes sexuales “la mecánica del poder que persigue a toda esta disparidad no pretende suprimirla sino dándole una realidad analítica, visible y permanente, (…) la convierte en principio de clasificación”[6]. Por eso, el poder democrático no “libera” sexualmente, sino que se dedica a reglamentar los comportamientos sexuales. Respecto a la familia, hoy el poder político democrático actúa exactamente igual a como lo denunciaba Foucault referido al sexo. Las democracias han generado una ideología de la clasificación de modelos familiares y de discursos de género que se integran en los discursos del poder. Con otras palabras, se ha producido una “sociologización” de la familia como un instrumento de debilitación de la misma. Dominando el “discurso” sobre la familia, el poder puede aspirar a asumir buena parte de las funciones de la familia y, entre ellas, la educación. Así se consagra aquella definición del Estado que Jenkin Lloyd Jones proponía: “El Estado no es sino la paternidad coordinada de la infancia”.

Cada vez más, las clásicas funciones ordinarias que acometían los padres, son desarrolladas por los expertos que tratan de explicar a los padres qué es la familia y cómo deben ejercer su paternidad educadora. Esta sociologización no hubiera sido posible si no se hubiera visto acompañada, a los largo del siglo XX, de una psicologización de la vida familiar. La lógica actual del poder consiste, entre otras estrategias[7], en generar aspiraciones y culpabilizaciones. Propuestas por el poder político una serie de aspiraciones vitales imposibles de acometer, se genera en los individuos una frustración y culpabilización por no poder alcanzarlas. Entonces es cuando el poder se presenta como el único garante de esas aspiraciones. Es en esta estrategia del poder en la que debe enmarcarse los acontecimientos que estamos viviendo actualmente respecto a la familia: la subjetivación de las relaciones, la apropiación del Estado del derecho a la educación o la defensa ideológica y legal de los “nuevos modelos familiares”.

 

3. Psicologización de la familia y culpabilización de los padres

Durante mucho tiempo filósofos y sociólogos, no precisamente creyentes, identificaron la familia monogámica con la modernidad. Pensadores como Durkheim, Hegel, incluso Engels, explicaron la familia monogámica como fruto de un proceso social evolutivo que quedaba prácticamente culminado en la modernidad. De ahí que defendieran el carácter “superior” de la familia monogámica sobre otras formas familiares. Ninguno de estos autores modernos, apenas pudieron percibir futuras evoluciones conceptuales[8]. Sin embargo, en la posmodernidad, se han generado nuevos discursos que han desplazado estos “dogmas modernos”. En intentos más o menos frustrados de prolongar las tesis evolutivas de Hegel, muchos autores actuales han querido teorizar sobre la “nuevas evoluciones” de la familia. A modo de ejemplo, el sociólogo Ignacio Sotelo, simplifica esta evolución en los siguientes términos: “En la Antigüedad, la familia perdió su dimensión política; en la modernidad, la económica; ahora sólo conserva la afectiva”. De tal forma, que “reducida a un conglomerado de vínculos afectivos, la familia ha dejado de constituir la base económica de nuestra existencia, sin que proporcione tampoco el estatus social que nos identifica. Que se exprese en sentimientos y afectos favorece que se despliegue una enorme variedad de tipos”[9]. La psicologización del matrimonio, y en definitiva de la familia, sería una consecuencia de la aparición de, en palabras de Anthony Giddens, el “amor confluente”. Bajo esta nueva dimensión posmoderna del “amor” –que superaría al “amor romántico”[10]–, las relaciones quedarían dominadas por los imperativos de la satisfacción y autocomplacencia, reflexividad y pacto, pero sobre todo de los imperativos de emancipación y felicidad. Por ello, el amor confluente es, en boca del autor: “Un amor contingente, activo y por consiguiente, choca con las expresiones de para siempre, sólo y único (…). La sociedad de las separaciones y los divorcios de hoy aparece como un efecto de la emergencia del amor confluente más que como una causa”[11].

Esta psicologización de las relaciones entre esposos o hijos ha generado múltiples consecuencias que han desvirtuado la función de la familia. Por un lado, se ha intensificado la subjetivación de las relaciones. Este hecho implica que las relaciones ya no están condicionadas por dimensiones morales y de responsabilidad o compromiso legal, sino por mera afectividad. Lo que algunos ideólogos señalaban que iba a consolidar las uniones, pues centradas en la afectividad se volverían más “auténticas”, ha provocado exactamente lo contrario. Hoy las uniones, legitimadas por mera afectividad, son tan inestables como los propios afectos que las sustentan. La fragilidad actual de las relaciones matrimoniales provocan alteraciones fáciles de prever. La cada vez mayor desestructuración familiar acorta el tiempo de cada uno de los cónyuges para la educación de los hijos. Este “tiempo para la educación”, breve de por sí y repartido, debe intensificarlo por separado cada uno de los cónyuges. Los padres buscan en esos “tiempos acortados” una “densidad de vivencias” de la que carecen el resto del tiempo vital centrado en la profesión. De ahí que, en estos casos, la “educación” se ha transformado en una “dedicación”, esto es, en un volcarse desordenado sobre los propios hijos. La aparición de la familia-puzzle –familias que se componen, descomponen y recomponen– consagra el absurdo de familias construidas sobre la afectividad y la precariedad.

Por otro lado, estamos sufriendo lo que llamaríamos la imposición cultural (o política) de una “relación feliz”, o más genéricamente de una “dictadura de la felicidad”[12]. Ante la imposibilidad real de esa felicidad absoluta, son las propias relaciones las que naufragan al no conseguirse. Esta dictadura posmoderna de la felicidad, arranca políticamente con la aparición del Estado de Bienestar. Marcuse había previsto esta relación entre el Estado de bienestar y la modulación de una aspiración a la felicidad: “La conciencia feliz –o sea la creencia de que lo real es racional y el sistema establecido produce los bienes– refleja un nuevo conformismo que se presenta como una faceta de la racionalidad tecnológica y se traduce en una forma de conducta social”[13]. El juicio contundente de Gustavo Bueno coincide en señalar que la “felicidad es una de las ideologías más poderosas de nuestro tiempo”. Pero esta “felicidad” es esencialmente una imposición ideológica y por ello falsa. Erich Fromm, en El miedo a la libertad, propone también que: “Sería peligroso no percatarse de la infelicidad profundamente arraigada que se oculta detrás de la cobertura del bienestar”. O, con otras palabras, sorprende que en la medida que avanza el Estado de Bienestar, aumenta el malestar social.

La aspiración a una felicidad absoluta garantizada por el Estado, sólo puede derivar en una frustración constante y una precariedad relacional por no conseguirla. Este fenómeno, antes que socavar la legitimidad del Estado, la refuerza; ya que siempre se acabará buscando en el Estado el garante legal de nuevas aspiraciones relacionales y de felicidad. De ahí que la crisis de la familia, frente a lo que muchos suponían, no socava el Estado sino que lo refuerza. También, paradójicamente, frente a los que anunciaban la desaparición de la familia en una sociedad moderna, la familia se ha autoerigido en el centro de todas las aspiraciones y valoraciones. Cada vez más se busca en ella, no como un bien en sí misma, sino como el último refugio del bienestar profetizado por el Estado. De ahí que seamos testigos de una “sublimación” de la familia. Ello explica cómo aquellos que, como los homosexuales, hacían de su condición sexual una alternativa a la vida familiar, ahora se obstinen en adquirir el estatus familiar (con la ayuda legal del Estado).

La sublimación posmoderna de la familia viene acompañada de una sublimación de los hijos que acabará impidiendo el proceso educativo. La lógica del industrialismo y el post-industrialismo, con la casi plena integración de la mujer en el mundo laboral, ha reducido las horas de relación con los hijos, que deben de compensarse con escasos momentos de hiperafectividad compatibles con los procesos educativos, incluyendo las correcciones y castigos. Además la experiencia práctica y cotidiana de los padres se ha ido perdiendo. De ahí que, apunta Christopher Lasch, se produzca en nuestros tiempos: “La proliferación del asesoramiento médico y psiquiátrico (que) debilita la confianza de los padres por su fracaso. Mientras tanto, el hecho de que la educación y el cuidado médico no se lleven a cabo en el hogar priva a los padres de la experiencia práctica (…) En su ignorancia e incertidumbre, los padres duplican su dependencia de los profesionales, quienes los confunden con una superabundancia de consejos contradictorios”[14]. Este fenómeno queda agravado a causa de que la sociedad del bienestar ha generado una “terapiacracia”, esto es, el imperativo de estar siempre bien y en caso contrario entregarse a cualquier tipo de terapia para conseguir una felicidad imposible.

La educación, entregada una parte importante a los expertos, queda reducida para los padres a una gestión de la afectividad y el ocio, a la elección de un colegio (del que luego se despreocupan) o a la gestión de los periodos vacacionales. Las correcciones quedan relegadas a un segundo plano, pues pueden poner en peligro el bienestar de los escasos momentos de ocio; o bien las correcciones se transforman en castigos desproporcionados[15]. No podemos olvidar, y luego incidiremos en ello, que las correcciones son fundamentales para crear hábitos que permitan posteriormente engendrar virtudes. Esta alteración de la educación familiar y la imposición de un “bienestar familiar” (entendida como una pacificación a toda costa), provoca efectos no deseados, que han detectado, entre otros, Richard Sennet: “Los hechos indican que las familias en que los conflictos son sofocados o suprimidos acaban por tener tasas mucho más altas de desórdenes emocionales profundos que las familias en que los conflictos y las hostilidades son directa y abiertamente expresados”[16].

Este espíritu de “familia feliz” provoca que las relaciones de filiación queden deformadas, provocando un proceso de culpabilización de los padres al considerarse malos educadores. Gilles Lipovetsky señala que: “La era posmoralista (…) amplía el espíritu de responsabilidad hacia los hijos. Por eso los reproches hacia los padres no dejan de multiplicarse: son culpables de no seguir lo bastante de cerca los estudios de sus hijos, de no participar en las asociaciones de padres de alumnos, de preferir el sacrosanto fin de semana a los ritmos escolares armoniosos. La lista que enuncia las faltas de los padres es larga: se descargan de su responsabilidad en los enseñantes, dejan que los hijos se embrutezcan delante de la televisión, ya no saben hacerse respetar. A medida que el niño triunfa, las fallas de la educación familiar son más sistemáticamente señaladas y denunciadas. Ya no hay niños malos. Sólo malos padres”[17]. El Estado moderno ha inoculado poco a poco este sentimiento de culpabilización en los padres que impide el proceso educativo ya que, desorientados, prefieren entregarse en manos de psicólogos y pedagogos.

 

4. Reproducción, socialización y educación

Los albores de la aparición de la pedagogía, en cuanto que disciplina moderna, nos sumergen en una contradicción. Con la aparición de la pedagogía, desaparecerá, o se minimizará, el educador. Basta observar el papel del educador que propone Rousseau en su Emilio donde su función consiste precisamente en no educar[18]. Otra versión de la pedagogía moderna consiste precisamente en otorgar al educador un papel meramente funcional para con el sistema social. Durkheim, por ejemplo, al definir el proceso de socialización, destaca el sentido meramente reproductor de lo social: “Toda educación consiste en un esfuerzo continuo para imponer al niño los modos de ver, sentir y obrar que él no hubiera adquirido espontáneamente. Desde los primeros años de su vida le obligamos a comer, beber y dormir a horas regulares; le obligamos a ser limpio, a la obediencia, al silencio; más tarde le coaccionamos para que aprenda a tener en cuenta a los demás, a respetar las costumbres y conveniencias, le obligamos a trabajar, etc. Aunque con el tiempo deja de sentirse esa coacción, es ella la que da poco a poco nacimiento a costumbres, a tendencias internas que la hacen inútil, pero que no la reemplazan porque se derivan de ellas (...). Esta presión de todos los instantes que sufre el niño es la presión misma del medio social que tiende a formarle a su imagen y semejanza, siendo los padres y los maestros nada más que sus representantes e intermediarios”[19].

El funcionalismo de Parsons, por su lado, se centra en atribuir a la familia un papel fundamental para mantener el control y el orden social: “La idea subyacente a la teoría de Parsons es la afirmación de que la institución de la familia constituye un prerrequisito indispensable para la estabilidad social. Como agente fundamental de la socialización de los niños, la familia es esencial para esa internalización del control social de la que depende en última instancia la estabilidad de toda la sociedad. Es más, como elemento principal de la vida emocional de los adultos, la familia constituye un agente de control social externo de la mayor importancia y un escape vital para las tensiones de los adultos que de otro modo, se liberarían en la vida pública”[20]. Desde teorías más “individualizantes”, como el interaccionismo simbólico de George H. Mead, también se identifica la educación con el proceso de socialización, cuya función queda reducida a transformar el “yo individual” en un “yo social”.

Esta doble y dialéctica dimensión de la pedagogía moderna, consistente en ignorar al educador o convertirlo en un agente esencial de la reproducción social, queda sintetizada en la posmodernidad que ha generado una “educación rebelde”. Esto es, el Estado ha institucionalizado como proyecto educativo, la “deconstrucción” de la cultura. Esta “revolución desde arriba”, realizada desde las propias instituciones educativas, nos llevan al absurdo actual. Tradicionalmente, ha interpretado la sociología marxista, el Estado buscaba en la educación una reproducción de la ideología dominante. Así, tanto padres como educadores, eran servidores del Estado y afianzando su autoridad, reforzaban la del Estado. Pero, hoy, es el poder político el que decide dinamitar los principios que lo sustentan arrebatando toda autoridad a padres y educadores.

Inger Enkvist ha iniciado un meritorio revisionismo de los principios educativos que están constituyendo la nueva enseñanza. Las nuevas teorías pedagógicas, provenientes de la izquierda ideológica, tendrán los siguientes efectos: “Cuando permitimos a los alumnos elegir lo que van a estudiar, y si quieren estudiar, es decir, también elegir el disminuir la cantidad de lo que aprenden, en realidad creamos un nuevo proletariado de jóvenes que han sido distraídos pero que no saben nada y no tienen base alguna para el desarrollo posterior (…). Así, los animamos a una forma de vida no reflexiva, dispersa y consumista; en resumen, a que se dejen distraer. Los invitamos a la pereza intelectual y sentimental, no a la libertad. Estos jóvenes (…) son fáciles de manipular (…) desacostumbrados al estudio y a la lectura no tienen mucho que ofrecer en un contexto multicultural, puesto que no conocen su propia cultura”[21].

El absurdo se completa al comprobar que las tesis pedagógicas de la izquierda anticapitalista, cuando se aplican lo único que crean son individuos consumistas: “Cuando los padres o los docentes dirigen, pero no corrigen en armonía con sus convicciones, ello implica un debilitamiento de la formación, puesto que los sentimientos de los niños y los alumnos no están tan involucrados en la actividad y no maduran en relación con el aprendizaje (…) Los jóvenes no se acostumbran a reflexionar sobre sus reacciones y a refinar sus expresiones. Cuando la mente de los jóvenes no está influida o solicitada por los padres y por los docentes, los jóvenes se dirigen a un mundo que sí los solicita, que es el comercial. Las vivencias se canalizan comercialmente, la expresión de la personalidad se da a través de artículos comprados, música, películas, moda y cosméticos, y estos mecanismos de mercado dan un sentimiento de identidad. El joven aprende a ver la identidad como una identidad de consumo”[22].

La ironía no deja de ser curiosa. Los intelectuales de izquierdas acusaron al funcionalismo de Parsons de ser una teoría defensora del capitalismo. Pero las tesis de la pedagogía revolucionaria, aplicada a la educación, lo único que han engendrado son consumidores compulsivos en busca de una identidad que ni sus padres ni la escuela saben conferir. Un contrapeso a esta situación se ha querido buscar en una “educación en valores”. Se ha generado un discurso de los valores que ha inundado la política, la escuela y ha llegado hasta los padres. Así, los padres se afanan en buscar “valores” que ofrecer a sus hijos. Estos “valores” se reducen esencialmente al discurso político dominante y se concentran en: ecología, tolerancia y solidaridad[23]. Pero como señala Bauman: “La multiplicidad de valores en sí misma no garantiza que los individuos morales crezcan y maduren”[24]. Tanto padres como educadores, han olvidado la importancia de educar en los hábitos y las virtudes morales. Sin estos hábitos perfectivos la educación es imposible, por mucho que se haya desarrollado una “ideología de los valores”. Como apunta Mercedes Palet, la figura del padre se torna especialmente importante en el proceso de la educación en hábitos y la configuración de la identidad: “La certeza del padre constituye todo el fundamento sobre el cual se estructura la identidad personal del hijo y a partir del cual el hijo podrá recoger los valores y principios en la construcción de sus relaciones con los demás”[25]. De ahí que se pueda afirmar que la crisis de la educación refleja, en el fondo, una crisis de la figura paterna.

 

5. Principio de realidad y principio de placer: el narcisismo y el hundimiento de la paternidad

Se puede afirmar que en el orden social, el reto de este siglo será el nihilismo. Pero en el orden psicológico, será el narcisismo. El narcisismo, generalizando las tesis freudianas, se produce cuando “el sujeto se concibe a sí mismo como ideal”. Con otras palabras, cuando él mismo se toma como modelo referencial y ese ideal coincide con la instantánea satisfacción del “principio de placer”. Para Freud, lo que evita el narcisismo es el encuentro con el “principio de realidad” y será la figura paterna quien mejor encarna este principio. El padre es quien arranca al niño de un mundo ideal donde él es el centro. De ahí que la relación entre el niño y el padre deviene en consecuencias fundamentales. Mercedes Palet, proponiendo una novedosa visión de la psicología, desde la perspectiva tomista, insiste en este papel fundamental de la figura paterna: “El padre, en su función de modelo y límite de la realidad, al ser ejemplo vivo y cotidiano para el hijo de la alteridad, introduce en la vida del hijo aquellos elementos que éste necesita para su diálogo y acción perfectivos con el exterior”[26].

Mitigada o simplemente desaparecida la figura paterna se produciría la patología narcisista. Las consecuencias del narcisismo son evidentes y, entre otras, podemos destacar:

a) El delirio de la omnipotencia. Al no encontrar en su acción límites impuestos por la autoridad paterna el niño se llega a concebir como todopoderoso. Las implicaciones en la proyección social son evidentes y van desde la dificultad por asumir normas sociales hasta la creencia de que el bien moral queda definido por la simple capacidad de acción (“es bueno aquello que se puede hacer”). En el orden psicológico podemos señalar que algunas formas de “hiperactividad” –una de las nuevas patologías infantiles– están relacionadas con el narcisismo.

b) La desvirtuación de la relación con la alteridad. El narcisismo impide que se forjen adecuadamente las relaciones sociales. Desde su origen éstas quedan viciadas al configurarse un “egocentrismo” que impide que crezca el deseo de entrega y donación. Ello no quita que un narcisista pueda ser padre, pero su paternidad queda igualmente desvirtuada. Es el caso de los padres que no tienen hijos como un acto de donación y amor, sino como un mero medio de “autorrealización”. De ahí que los padres narcisistas se resistan a aceptar que los hijos son “seres personales” para ser educados en la libertad, sino que se convierten en padres absorbentes que buscan crear en sus hijos una réplica de sí mismos. El narcisismo conlleva una deformación en la percepción de las relaciones interpersonales que acabará debilitándolas, por eso las relaciones de amistad o afectivas no pueden ser duraderas.

c) La autoeroticidad. Toda forma de narcisismo desemboca en una alteración de la sexualidad y de la atracción. Cuando uno mismo se convierte en el centro del placer deseado, uno mismo puede convertirse en el fin y el medio o instrumento del placer. Estos procesos de identificación entre el fin y el medio conllevan desórdenes sexuales que irían desde la masturbación hasta la homosexualidad. De ahí que para Freud, el homosexual presentara siempre una personalidad narcisista.

En la época en la que Freud describía el narcisismo en cuanto que patología, la ausencia de la figura paterna competía a casos particulares. Sin embargo, hoy en día, podemos hablar de una desaparición “institucionalizada” de la figura paterna. Las constantes campañas y discursos políticos sesentayochistas han “culpabilizado” a la figura paterna, convirtiendo todo intento de ejercer la autoridad como sospechoso y tiránico. Baste, a modo de ejemplo, comprobar como Bourdieu describe la presencia cultural de lo masculino: “La exaltación de los valores masculinos tiene su tenebrosa contrapartida en los miedos y las angustias que suscita la feminidad”[27]. La retirada voluntaria de padres acomplejados en el proceso de educativo se verá culminada con la apropiación del Estado de sus funciones. Pero esta apropiación adquirirá tintes especiales en la sociedad posmoderna.

Marcuse, reinterpretando a Freud, planteaba también el conflicto entre el principio de placer y el principio de realidad. Para Marcuse, el principio de la realidad, el Padre, habría sido sustituido en primer lugar por el Estado y, posteriormente, por una abstracta administración, la tecnología y la economía. Esta situación se aproxima mucho más a la actual. El Estado se transforma en la figura del Padre a través de la educación, pero un padre que no sólo suple las funciones paternas sino que la subvierte. Esta es la diferencia entre la educación totalitaria del comunismo y la totalitaria de la democracia. En el comunismo el “padre” era sustituido por el Estado, para ejercer éste el principio de autoridad. De ahí que, paradójicamente, una de las funciones que buscaba el Estado-educador comunista era el orden social. En las democracias, por el contrario, el Estado suple a los padres para anular el principio de autoridad. Podríamos decir, recurriendo a una extraña alegoría, que en la democracia el Estado se convierte en el “padre ausente”. En ella el Estado ocupa un rol que nadie pude suplir, pero que él mismo nunca ejercerá.

Es significativo, y poco meditado, cómo desde el poder público, se retira la autoridad a los maestros y a los padres, simplemente para no ejercer ningún tipo de autoridad. Los principios educativos y los docentes han sido sustituidos por una reglamentación burocrática que impide el ejercicio de la autoridad. Para colmo, los “expertos” tal y como los psicólogos y los pedagogos tienen más peso en la escuelas públicas que los padres o los propios docentes. Por eso las democracias, a través de su sistema educativo generan desorden social: a nivel sexual, afectivo, relacional o, simplemente, legal.

 

6. Autoridad y “mamismo”

Es innegable que estamos ante una crisis de la paternidad. La ideología de género actualmente imperante ha consistido esencialmente en una exaltación de lo femenino en detrimento de lo masculino. La crisis del rol paterno, las acusaciones del autoritarismo, la ingente labor mediática de culpabilización del varón, parecían dejar una puerta abierta a redefinir el papel del hombre en la familia. Durante décadas, los discursos políticos y las campañas institucionales, invitaban al hombre a encontrar ese papel, y su felicidad, en el compartimiento de las tareas domésticas; en la “fantástica aventura” de descubrir la ternura y los afectos; en abandonar el rol de autoridad para suplirlo por el de “amistad” filial. Este, podríamos denominar, nuevo varón posmoderno, se ha ido convirtiendo en una ridícula sombra de lo femenino y ha generado una nueva y extraña competencia con la mujer. Así lo describe Lipovetsky: “Numerosas mujeres toleran mal el hecho que el hecho de que su cónyuge se ocupe demasiado de la casa y de los hijos: en los años ochenta, del 60 al 80% de las americanas no deseaban una mayor participación por parte de los padres. Otras encuestas revelan que en el seno de los hogares modernos, en los que los hombres se implican en las tareas domésticas, las fricciones conyugales persisten, al igual que la insatisfacción de las madres. Elisabeth Badinter subraya, con toda razón, que hay que interpretar este fenómeno como una reacción frente al retroceso de una posición preeminente, una resistencia a perder el poder materno, que muchas mujeres no desean compartir”[28].

Autodisuelta la figura paterna, el hombre no puede encontrar otro rol, sino meros sucedáneos que ni siquiera puede compartir con la mujer. Por eso, con la desaparición de la figura paterna su espacio social queda inundado de lo femenino. En palabras de Christopher Lasch, estamos ante la aparición del “mamismo”, esto es, de la feminización de la vida familiar, con unas consecuencias graves sobre el proceso educativo. Freud nos desvela nuevamente las claves para entender la situación actual de esta crisis. Por un lado, como ya vimos, el vienés identifica el padre con el “principio de realidad”, y ve en esa figura la función de castigar para evitar el “principio de placer”. Por tanto, la figura del padre –siempre que ejerza la autoridad– será una figura castigadora y autoritaria[29].

Por otro lado, Freud nos advierte –y en esto está más acertado– que si bien la figura del padre puede evitar el narcisismo, el propio padre puede quedar envuelto en el narcisismo al identificarse con el niño. Si el padre se proyecta en el hijo y ve en él un ideal al que imitar, el padre se verá abocado al infantilismo. Esta sería una de las múltiples versiones del narcisismo. De hecho, este es un fenómeno que hoy podemos constatar. Si bien la educación consiste en arrancar, poco a poco y con amor, al niño de su mundo infantil para llevarlo a la vida adulta; ahora, parece que los padres entienden la educación como un sumergirse –y quedar atrapados– en el mundo infantil, o al menos adolescente.

Una dialéctica que se establece entre la madre y el padre, tradicionalmente se podía entender así: la madre desea que su hijo no crezca y ve con dolor como sus hijos se hacen grandes. El padre, por el contrario, se encuentra más extrañado en el mundo infantil y está deseando que sus hijos crezcan y entren en el mundo de adultos. Esta tensión dialéctica puede ser superada armoniosamente en un proceso educativo conjunto. Sin embargo, en el contexto posmoderno que nos movemos, la figura paterna se ha visto arrastrada a una feminización que a él mismo lo deja infantilizado. No es extraño escuchar hoy en día a muchas mujeres que se refieren a su marido como “un niño más”. Christopher Lasch enuncia alguna disfunción más del “mamismo” que explicaría la actual expansión de la homosexualidad: “Un joven criado por una madre excesivamente solícita y un padre profesional preocupado en lograr el éxito puede convertirse en homosexual o desarrollar un agudo temor a la homosexualidad, que trata de mitigar mediante la firmeza compulsiva”[30].

Este efecto del “mamismo”, en cuanto que intensificación desordenada del mundo de la afectividad centrado en lo femenino, queda agravado con el nuevo planteamiento de las escuelas. Inger Enkvist señala que “la escuela no es una madre”, aunque cada vez se parece más a lo maternal. Por eso “ahora se niega el papel del docente como alguien que ejerce la dirección sobre el grupo de niños y que les enseña a los niños buenas costumbres y conocimientos básicos. Todo esto se considera negativo (…) se ve (en cambio) al docente como a una persona más del ambiente familiar, y se aspira a que el ambiente escolar no se interprete como formal e impersonal”[31]. La paulatina desaparición de los aspectos formales e impersonales de las escuelas impiden una correcta maduración psíquica de los educandos. En el proceso de socialización, el educando debe alcanzar un equilibrio psíquico consistente en ir percibiendo que el grupo familiar no es exclusivo y que las dinámicas que en él se producen no funcionan en grupos formales e impersonales. Descubrir diferentes ambientes sociales, nuevas normas y dinámicas relacionales, permiten que el alumno distinguir entre su vida psíquica interior y su conducta externa. La actual confusión entre la casa y la escuela tiene consecuencias en la maduración psíquica de los individuos, en su capacidad de comportamiento social y en la posibilidad de distinguir entre el mundo de niños y el mundo de adultos. Las quejas de padres y educadores sobre una “alargada adolescencia” de los hijos, es un síntoma de este hecho.

Igualmente, psicólogos norteamericanos, como Slater o Keniston, proponen que el origen del malestar actual en la clase media americana proviene de la separación de hogar y trabajo. Esta tendencia alcanza su máximo desarrollo con la huida de la clase media a las urbanizaciones. Este alejamiento de lo social no sólo fomenta el individualismo sino que genera una “fantasía irreal” de la autosuficiencia personal. La clase media buscaría el remedio a este malestar del individualismo con sobredosis de individualismo. Los niños de esta autosegregada clase media crecen “en familias aisladas de la sociedad, donde se convierten en objetos de intensa y sofocante devoción”[32]. Uno de los grandes errores de los padres actuales es creer que si su familia se convierte en una sociedad cerrada en sí misma, podrán salvaguardar la educación de sus hijos. Estamos ante un “famulocentrismo” que lleva a los padres a centrar su vida en la vida familiar independientemente de la vida social y política. La familia, incluso entre católicos, empieza a considerarse como una “sociedad perfecta” olvidando que sólo el Estado y la Iglesia lo son. Se busca así en la familia una falsa autonomía que acaba volviéndose letal para sus miembros. Este individualismo y esta fantasía de autosuficiencia contrasta con una sociedad y un proceso educativo que sólo parece engendrar individuos inclinados a cualquier tipo de adicción. Este hecho ya lo señala Giddens: “Cada adicción es (…) un reconocimiento de falsa autonomía que arroja una sombra sobre la competencia del yo”[33]. Por ello es urgente refundamentar las reflexiones sobre la familia y la educación y no caer en las frecuentes trampas y tentaciones que nos propone el discurso del poder.

 

[1] Claude Lévi-Strauss, “La familia”, en Polémica sobre el origen y universalidad de la familia, Anagrama, Barcelona, 1991, 6.ª edic., pág. 16.

[2] Ibid., pág. 13.

[3] Cf. Marc Ouellet, P.S., Arzobispo de Québec y Primado de Canadá, La fami lia, la educadora de los valores humanos y cristianos que hay que descubrir y que redescubrir, Conferencia inaugural del Congreso Teológico pastoral del VI Encuentro Mundial de la Familia, Ciudad de México, 14 de enero de 2009.

[4] Respecto a los “nuevos modelos familiares” cabrían numerosas reflexiones que desvelarían la ideologización del concepto. En primer lugar, decir que los nuevos modelos familiares simplemente se reducen a dos: por un lado la “institucionalización” de las relaciones homosexuales –la homoparentalidad– y, por otro, las familias monoparentales, esto es, con un solo cónyuge. Estas últimas están asociadas muy frecuentemente a situaciones de pobreza y marginalidad. Cf. La Caixa, Colección de Estudios Sociales, Vol. 20, Monoparentalidad e infancia. En este extenso estudio se desvela la correlación entre monoparentalidad y pobreza.

[5] Michel Foucault, Historia de la sexualidad, Siglo XXI, Buenos Aires, 2003, Vol. I, La voluntad de saber, pág. 34.

[6] Ibid., pág. 57.

[7] Para un análisis de las lógicas de la política posmoderna, cf. Zygmunt Bauman, En busca de la política, FCE, México, 2001.

[8] Durkheim supone que la familia monogámica es fruto de una evolución y que implica y grado de perfección superior a otras formas de organización familiar. Hegel reivindica la familia como una institución que se adecúa perfectamente al Estado absoluto. Friedrich Engels, en El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, parafraseando a Morgan, asiente en la superioridad de la familia monogámica, aunque presiente que podrán producirse transformaciones, pero que no se pueden prever: “Habiéndose mejorado la familia monogámica desde los comienzos de la civilización, y de una manera muy notable en los tiempos modernos, lícito es, por lo menos, suponerla capaz de seguir perfeccionándose hasta que se llegue a la igualdad entre los dos sexos. Si en un porvenir lejano, la familia monogámica no llegase a satisfacer las exigencias de la sociedad, es imposible predecir de qué naturaleza sería la que le sucediese”.

[9] Ignacio Sotelo, El supermercado de los modelos familiares, en El País 18 de diciembre de 2007.

[10] Giddens, como muchos autores, atribuye al “amor romántico” un carácter revolucionario, pues abre una dimensión que aleja las relaciones interpersonales de las clásicas funciones de la vida familiar, como son el sustento económico, la reproducción o la educación.

[11] Anthony Giddens, La transformación de la intimidad. Sexualidad, amor y erotismo en las sociedades modernas, Cátedra, Madrid, 2000, pág. 63.

[12] Cf. Javier Barraycoa, De la felicidad imposible a la felicidad light, VIII Congreso de Sociología del futuro, Barcelona, 2008.

[13] Herbert Marcuse, El hombre unidimensional, Ariel, Barcelona, 1994, pág. 114.

[14] Christopher Lasch, Refugio en un mundo despiadado. Reflexión sobre la familia contemporánea, Gedisa, Barcelona, 1996, pág. 244.

[15] Según Santo Tomás: “La patria potestad tiene sólo poder para amonestar pero no tiene fuerza coactiva por la cual sean forzados los rebeldes y contumaces” (S. th., III, q. 105, a. 4, ad. 5.). Una parte importante del problema educativo actual, es que los padres han perdido el sentido de los castigos y correcciones y su ponderación. En buena parte, es el resultado del escaso tiempo dedicado a la educación, fruto de la actual estructura socioeconómica.

[16] Richard Sennet, Vida urbana e identidad interpersonal, Península, Barcelona, 2001, pág. 112.

[17] Gilles Lipovetsky, El crepúsculo del deber, Anagrama, Barcelona, 1994, pág. 165.

[18] “Maestro, pocas argumentaciones”, proclama Rousseau en su Emilio.

[19] Emilio Durkheim, Las reglas del método sociológico, Orbis, Barcelona, 1986, pág. 41.

[20] George Ritzer, Teoría sociológica contemporánea, 1993, pág. 363.

[21] Inger Enkvist, La educación en peligro, Unisón, Madrid, 2000, pág. 64.

[22] Ibid., pág. 68.

[23] Para una análisis de estos “valores” en cuanto que parte del discurso del poder político, cf. Javier Barraycoa, El poder, en la modernidad y la posmodernidad, Scire, Barcelona, 2001.

[24] Zygmunt Bauman, op. cit., pág. 158.

[25] Mercedes Palet, La educación de las virtudes en la familia, Scire, Barcelona, 2007, pág. 130.

[26] Ibid., pág. 132.

[27] Pierre Bourdieu, La dominación masculina, Anagrama, Barcelona, pág. 69.

[28] Gilles Lipovetsky, La tercera mujer, Anagrama, Barcelona, 1999, pág. 236.

[29] Curiosamente, según santo Tomás –y nos lo recuerda Mercedes Palet–, la función del padre no es castigar sino “obrar”, Cf. Mercedes Palet, op. cit., pág. 130.

[30] Christopher Lasch, Refugio en un mundo despiadado, Reflexión sobre la familia contemporánea, Gedisa, Barcelona, 1996, pág. 208.

[31] Inger Enkvist, op. cit., pág. 71.

[32] Christopher Lasch, Refugio en un mundo despiadado, Reflexión sobre la familia contemporánea, Gedisa, Barcelona, 1996, pág. 209.

[33] Anthony Giddens, op. cit., 1996, pág. 76.