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Una lectura de la guerra civil española

 

I. La Segunda República

1. Los prolegómenos del alzamiento

El 17 de julio de 1936, el Ejército español de guarnición en Marruecos se alzó contra el Gobierno de la República. En los días sucesivos la sublevación se extendió por la península, en lo que debía haber sido un golpe de Estado del Ejército. Tres días después, el 21 de julio, la sublevación ha fracasado al triunfar tan sólo en parte del territorio peninsular. Al no deponer los alzados las armas, y no resignar el poder el gobierno en sus manos, España quedó dividida en dos zonas y lo que debía de haber sido un golpe de Estado se convirtió en una guerra civil que concluyó el 1 de abril de 1939.

¿Qué había pasado en España para llegar a esa situación? Para comprenderlo es necesario, al menos, remontarnos al nacimiento de la Segunda República española que feneció, definitivamente, en julio de 1936.

El 12 de abril de 1931 se celebraron unas elecciones municipales, en las que no se disputaba la forma de gobierno, ni se trató, siquiera, de unas elecciones legislativas, en las que, a pesar de que los monárquicos fueron derrotados en 41 de las 50 capitales de provincia, la victoria correspondió a las candidaturas monárquicas. Abandonado por sus partidarios, presionado por el comité revolucionario, el rey abandonó el poder y emprendió el camino del exilio y se proclamó la República el 14 de abril.

A pesar de tan anómalo comienzo, jurídicamente ilegal e ilegítimo, pues no fue un plebiscito lo que trajo a la República, sino el abandono del poder por el Monarca, es lo cierto que fue aceptada, por muchos con alborozo, por otros con menor agrado y en algunos sin ningún agrado, por la mayoría del pueblo español. La monarquía había desaparecido sin que nadie la defendiera. Y aunque tal aceptación, originariamente, lo fuera en las derechas como un hecho consumado –salvo el pequeño grupo de monárquicos alfonsinos, los carlistas y tradicionalistas, muy minoritarios– la mayoría de las derechas terminaron aceptándola plenamente.

También la jerarquía eclesiástica aceptó la República. Aunque la Iglesia no dio ninguna instrucción similar a la que había dado anteriormente para Francia en 1892 a favor del ralliement a la república, desde el inicio de la República, con el Gobierno provisional, la recibió con la mejor disposición, esperando que no fuese sectaria y que procurase el bien común, como, siguiendo instrucciones de Roma a los obispos de España[1], lo expresó el entonces obispo de Tarazona, Isidro Gomá[2]. Si el episcopado tenía Temores no los manifestó[3]. Solamente después de la aparición de la violencia contra ella[4] y de la sectaria legislación persecutoria, protestó duramente, aunque sin dejar de predicar la sumisión a los poderes de hecho. Incluso el cardenal Segura, que poco después sería expulsado de España, aunque alabó al rey y a la monarquía, predicó el sometimiento[5], extremo silenciado por el gran historiador que fue Tuñón de Lara[6], al referirse a este mensaje como “una violenta pastoral”, “que parecía una declaración de guerra”[7]. El episcopado indicó el deber de conciencia de respetar y obedecer a las autoridades constituidas y la obligaión de cooperación al bien común y al mantenimiento del orden social[8].

Los representantes de la parte muy mayoritaria de la derecha católica, pasaron, en poco tiempo, de sostener la accidentalidad de las formas de gobierno y el acatamiento –postura legítima en un régimen que defienda las libertades y los derechos–, a la adhesión a la República. Las dos personas más representativas e importantes en esta cuestión fueron el entonces seglar y demócrata cristiano, Ángel Herrera, que era director del periódico madrileño El Debate, y el dirigente de la CEDA, José María Gil Robles. Tras las elecciones de 1933 quedaban vinculados a la forma republicana, desligándose definitivamente de los monárquicos[9]. Sin embargo, a los ojos de la izquierda, continuaron siendo “sospechosos”[10].

Y es que, desde el principio la República se identificó a sí misma con la izquierda. Comellas[11] indicó dos identificaciones nefastas que, a la postre, contribuye ron de forma considerable a que la República fuera inviable y, como consecuencia, precipitaron la guerra civil. Esa identificación partidista excluía de la decisión política a quienes no compartieran esas identificaciones. La primera de ellas fue confundir República y democracia, de modo que los monárquicos eran perseguidos, como lo eran quienes resultaban sospechosos, aunque no hicieran manifestación o actividad contra la República. La segunda, que me parece mucho más importante y de consecuencias mucho más graves, la identificación de la República con la izquierda. Complejo de inferioridad, temor, oportunismo o cualquiera que fueran las razones, lo cierto es que hasta las elecciones de 1933, tal como indica Comellas, no había otra forma de ser republicano más que siendo de izquierdas o manifestándose como tal[12]. Y la izquierda era una izquierda radicalizada, anticatólica, en parte masónica, en parte marxista, en parte anarquista y hasta con ribetes bolchevizantes. El punto de unión más fuerte entre todas las izquierdas, quizás el único, fue su hostilidad enfermiza a la Iglesia y a la religión[13]. Parecía que estaba en vigor la consigna de unión de la Tercera República francesa lanzada por Gambetta: ¡el clericalismo, he ahí el enemigo!

Esto motivó, por una parte, una política gubernamental de izquierdas y, por otra, que cuando la derecha gane las elecciones en 1933, se le niegue la participación en el gobierno bajo sospecha de infidelidad. Y que cuando entre en el gobierno con los de Lerroux –contando con la minoría parlamentaria más mayoritaria, que doblaba al PSOE–, se desencadene la revolución de octubre de 1834; y que, posteriormente, en febrero de 1936, se desencadene todo género de arbitrariedades, ilegalidades y violencias.

En definitiva a la derecha y a los católicos se les negó el derecho a la participación[14]; su papel se reducía a soportar lo que la izquierda decidía. Cualquier cambio que aquella hiciera o pretendiera hacer –de acuerdo con la legalidad– inmediatamente provocaba la protesta y la amenaza desde la izquierda. No se trataba, pues, de un régimen que admitiera la discrepancia dentro de la legalidad, y por tanto, que aceptara y actuara de acuerdo con las reglas de juego (democráticas) que había proclamado. Existía lo que Payne[15] califica de sentido patrimonial de la República que se atribuía a sí misma la izquierda republicana auxiliada por los socialistas. A este defecto sustancial, ha de añadirse un mal que se convirtió en endémico: el caos, la anarquía, el desorden, la violencia.

2. Los acontecimientos de 1931 a 1936

Algunos hechos servirán de ilustración. No había transcurrido un mes desde que se había establecido la República, cuando se produjo la quema de conventos en toda España, con la tolerancia rayana en la connivencia de las autoridades republicanas, pues el Gobierno, con la opinión en contra de Maura, Ministro de Gobernación, se negó a actuar. El 11 de mayo comenzó en Madrid la quema de edificios religiosos[16], seguida por los saqueos e incendios en las ciudades de Sevilla, Málaga, Cádiz, Valencia, Alicante, Murcia, Granada. En dos días, ante la pasividad de las autoridades, casi cien templos y edificios religiosos fuero n saqueados y perecieron en llamas. El 17 de mayo fue expulsado el obispo de Vitoria, Múgica y el 14 de junio el cardenal Segura, arzobispo primado de Toledo, comprometido por unos documentos sobre la venta de bienes eclesiásticos que, legalmente, supondrían una evasión de capitales.

Pero si ante estos hechos se adujera que el reciente cambio político había cogido desprevenido al gobierno, los artículos 26[17] y 27 de la Constitución de 9 de diciembre de 1931, sobre todo el 26, absolutamente contrario a la Iglesia, a las órdenes religiosas y a los derechos de los católicos, fue la prueba indiscutible de su sectarismo. Esto le permitió al Jefe del Gobierno, Azaña, proclamar que España había dejado de ser católica.

La expulsión de los jesuitas, la Ley de confesiones y congregaciones religiosas[18], la prohibición de procesiones en algunos lugares, la usurpación de los bienes de la Iglesia, la prohibición de la enseñanza a las órdenes religiosas, son muestra de una legislación anticatólica que motivó su condena tajante por el Papa Pío XI en la encíclica Dilectissima nobis de 3 de junio de 1933. Como subrayó Fernández de la Cigoña, no tuvo paz la Iglesia durante la República. A pesar de todo, no han faltado historiadores que contra la verdad más elemental sostienen lo que afirmaba Tamames, que “la Iglesia podía haber adoptado una postura de concordia con el nuevo régimen, pero no lo hizo”, imputándole la responsabilidad del “problema religioso”[19].

El radicalismo de la República, es decir, de quienes se tenían por sus únicos representantes autorizados (republicanos de izquierda, socialistas, anarquistas y comunistas), su extremismo, fue su rasgo dominante y una de sus características más importantes, que, a la postre, la harían inviable. El republicano Ortega y Gasset que el 15 de septiembre de 1930 había escrito delenda est monarchia, el 9 de septiembre de 1931, exclamaba su no menos famoso “¡no es ésto, no es ésto!”, frente a la violencia y a la arbitrariedad partidista (de izquierda) que se estaba instalando en España con la intención de aplastar al oponente político[20].

Tras dos años de política de izquierdas (14/4/31 a 19/11/33), caracterizada por la entrada en vigor de la “ley de defensa de la República” (de 30 de octubre de 1931, que estuvo en vigor hasta 1933 y que suspendía las garantías constitucionales), por la persecución a los monárquicos, por una actuación absolutamente sectaria contra la Iglesia y todo lo que tenía significado católico, las alteraciones frecuentes del orden público, los conatos de insurrección anarquista, la reforma militar bajo el argumento de la eficacia, los problemas regionales, las huelgas frecuentes, la depauperación económica, el 19 de noviembre de 1933 ganaron las elecciones las llamadas derechas, con 115 diputados de la CEDA y 104 de los radicales de Lerroux que representaba el centro. El partido de la izquierda más votado, el partido socialista, obtuvo 58 diputados[21].

Pero a pesar de esta victoria, la derecha (no monárquica) no entró a formar parte del Gobierno hasta el 4 de octubre del año siguiente. Desde noviembre de 1933 hasta diciembre de 1935, se desarrolla un segundo bienio de Gobierno en el que tampoco se vivió en un clima de cooperación social y política con unas condiciones mínimas para la paz social. Y si bien algunas cosas mejoraron –como las relaciones con la Iglesia, el cese de las medidas anticatólicas, la actitud hacia el Ejército, el orden público–, otras acentuaron su conflictividad, como las huelgas organizadas en un auténtico movimiento de presión política revolucionaria, la tensión regionalista (separatista). Pero especialmente las cosas no pudieron mejorar más por la amenaza permanente de una izquierda cada vez más radicalizada ante la posibilidad de la entrada en el Gobierno de la derecha no monárquica, es decir, la derecha católica que era la CEDA, actitud en la que destacaron los dos jefes socialistas, Prieto y Largo Caballero, y sus órganos de expresión, como El socialista, que amenazaba, incitándola, con la revolución.

Al día siguiente de la entrada en el Gobierno de tres ministros de la CEDA se decreta por el sindicato socialista la huelga general revolucionaria en toda España, en la que, en general, “los trabajadores” no siguieron a sus teóricos líderes. La revolución estalla en Cataluña y en Asturias, y aunque fracasa en Cataluña, durante catorce días triunfa en Asturias, cometiéndose, en esta provincia, toda clase de asesinatos, saqueos y destrucciones y que, finalmente, sería reducida por el Ejército el día 18 de octubre[22]. Se trató de una auténtica revolución contra la República, preparada durante meses, provocada y dirigida por antiguos ministros del primer bienio, muy especialmente por los socialistas, con su líder Largo Caballero, que controlaba el partido, al frente. Salvador de Madariaga escribió lo que puede considerarse un epitafio moral, jurídico y político: “con la rebelión de 1934 la izquierda perdió hasta la sombra de autoridad moral para condenar la rebelión de 1936”[23].

3. 1936

En febrero de 1936 se convocan nuevas elecciones cuyo resultado, por el número de sufragios, produce un virtual empate entre las izquierdas y las derechas, aunque en el número de escaños, la izquierda derrotó ampliamente a la derecha debido al sistema electoral. La izquierda había formado el Frente Popular, una coalición republicano marxista, en la que la escasa fuerza de los republicanos de izquierda no podría impedir el desbordamiento del poder socialista y anarquista.

Efectuadas las elecciones, el Gobierno permitió los abusos de los agitadores y los violentos del Frente Popular antes de efectuarse el recuento, lo que produjo que cargos y edificios públicos fueran ocupados con falseamiento de la elección, produciéndose la segunda vuelta de las elecciones en un clima de amenazas y coacciones por parte de la izquierda.

Las masas de izquierda celebraron en la madrugada del día 17 “su” triunfo con un vendaval de violencias. Desde ese día el orden público y la mínima tranquilidad de la vida cotidiana que cabe esperar de un Estado de derecho, dejó de existir. En su intervención en las Cortes el día 15 de abril, Calvo Sotelo, jefe de la oposición monárquica, denunciaba que, desde el 16 de febrero al 2 de abril, se habían producido ciento setenta y ocho incendios y ciento noventa y nueve asaltos y destrozos a iglesias, centros políticos y domicilios particulares; setenta y cuatro muertos y trescientos cuarenta y cinco heridos[24]. El 16 de junio, Gil Robles[25], denunciaba que desde el 16 de febrero habían ocurrido, entre otros, los siguientes hechos: ciento sesenta iglesias destruidas, doscientas cincuenta y una asaltadas, doscientos sesenta y nueve muertos y mil doscientos ochenta y siete heridos, además de atracos, huelgas, periódicos destruidos y centros políticos asaltados[26].

Teóricamente existía un Gobierno, pero, de facto, el poder no residía en sus manos pues era incapaz de poner coto al desorden y a la anarquía, al tiempo que no dudaba en mostrarlo mediante acciones legales contrarias a la Constitución que no contrariaran a las izquierdas. En opinión de García Escudero, “aquello era una jungla sin ley”[27] y para Stanley Payne, el Gobierno “no fue víctima de la izquierda revolucionaria, sino su voluntario colaborador casi sin excepción”[28]. Con todo no ha faltado la falsificación de la Historia. Tuñón de Lara, no dudó en escribir, en relación al periodo posterior a las elecciones de febrero de 1936, que “hubo intentos de quemar iglesias y prohibiciones de procesiones que exasperaron a la derecha”[29] y en destacar “la táctica de la derecha de magnificar el desorden para achacárselo al Gobierno y al Frente Popular, mientras que éstos estaban interesados en que no hubiese disturbios públicos”[30].

 

II. El alzamiento militar

Es cierto que desde el principio existieron grupos muy minoritarios que intentaron conspirar contra la República para traer de nuevo la Monarquía, bien en línea continuista, bien renunciando a ella y enlazando con lo que había sido la Monarquía tradicional. Es cierto, también, que los carlistas, mejor organizados y más numerosos, se preparaban desde hacía tiempo. Y también es cierto que hubo un intento de golpe fallido, la sublevación del general Sanjurjo en agosto de 1932, inmediatamente fracasada. Pero todo esto era inviable por la falta del imprescindible apoyo del Ejército, que no estaba dispuesto a un golpe, pues aun no se había llegado a la sima que abriría la República y en la que ésta terminó precipitándose.

Es cierto, también, que existió exposición doctrinal, velada y también manifiesta, de la necesidad de un golpe militar para poner coto a los rumbos por donde se encaminó la República. Hubo fundamentación y justificación de la rebelión contra el tirano, enlazando con la más pura teoría tradicional española, así como sobre qué política se debía realizar o que Estado habría que instaurar, de lo que son muestra la minoritaria revista Acción Española[31] y el diario tradicionalista El Siglo Futuro.

Sin embargo, no es menos cierto que los militares, en general, carecían de una formación doctrinal capaz de fundamentar unos principios teóricos y prácticos para instaurar un nuevo Estado. En su inmensa mayoría no eran monárquicos; no lo eran, desde luego, para promover una restauración. Tampoco eran fascistas, ni los representantes de la oligarquía. Ni los defensores de unos supuestos privilegios. Sin embargo, los conspiradores tenían el profundo sentimiento de amor a su patria –razón de la existencia de todo Ejército verdadero–, que les hacía percibir que el camino de su destrucción no tendría retorno si no intentaban detenerlo. La motivación que les impulsó fue, pues, evitar la ruina de su patria, posibilitar una mínima convivencia, retornar a los derechos y libertades más elementales, a la imparcialidad del Estado. Es decir, restablecer un Estado donde no había más que un montón de escombros, cada día de mayo res dimensiones. Su rebelión, por otra, parte, si triunfaba, impediría una guerra civil en cuyo clima se vivía ya. El extremismo de izquierdas no necesitaba un plan organizado para realizar la revolución, pues el poder lo iba abandonando en sus manos el Gobierno[32].

El movimiento militar no tenía otra finalidad que “salvar a España”, restaurar la ley y el orden; acabar con el desgobierno y la anarquía. Salvo en algunos extremos que se consideraban causantes de aquella situación, era apolítico. Así, en unas directrices de Sanjurjo que, exiliado en Portugal debía ponerse al frente de la rebelión, y en algunos bandos militares de los primeros momentos, se anuncia la restauración de la religión católica, y, al mismo tiempo, se manifiesta el antiliberalismo, el antiparlamentarismo y la repulsa del marxismo como causantes del desorden y de la anarquía, que justificaban la decisión del golpe militar para acabar con aquella situación, En otros bandos y proclamas se indica su carácter “patriótico y republicano”. El golpe se preparó contra el Gobierno pero no contra la República. La posterior derivación política del alzamiento y el Estado que se construyó, fue fruto de los apoyos con los que contó, de la duración de la guerra y, sobre todo, de la personalidad de Franco en cuanto fue nombrado Jefe del Gobierno del Estado, inmediatamente transformado en Jefe del Estado.

Con todo, se puede decir que el alzamiento se hizo como último recurso que pudo ser detenido. En efecto, aun cuando la conspiración empieza a gestarse en marzo de 1936, es lo cierto que si el Gobierno de la República hubiera rectificado, como señaló García Escudero[33], se hubiera podido dar marcha atrás: las advertencias del general Aranda al Jefe del Gobierno en marzo, las de Mola en abril, las del general Goded en junio o las de Franco en marzo y en junio, así lo prueban. Sin embargo, no se alteró el rumbo. Tampoco sirvieron de nada las peticiones de Gil Robles en sus intervenciones parlamentarias de 15 de abril, 19 de mayo y 16 de junio, en las que indicaba que se estaba cerrando el camino a toda evolución política diferente de la practicada, se reclamaba un poder público imparcial, pues de otro modo no quedaría otro camino que el de la violencia, pues al menos la mitad de la nación no se resignaría a morir. Es, pues, tergiversar la historia sostener que “si los militares, en lugar de conspirar, hubieran asistido, como era su deber, al Gobierno de la República en sus intentos de restablecer el orden y la paz social, jamás hubiera habido una guerra civil”[34]. Porque no hubo tales intentos de restablecer el orden y la paz social y porque en su débil actuación, el Gobierno no requirió el auxilio del Ejército.

Hubo otros muchos problemas no resueltos por la República, estructurales y coyunturales, que contribuye ron al enfrentamiento final: las reformas militares, la política docente, la reforma agraria, la fragmentación de los partidos, las autonomías regionales, el nivel elevado de paro, el exceso de politización, el excesivo protagonismo y las enemistades personales de algunos políticos, etc. También hubo diversas causas o motivos que empujaron a los españoles al clima de guerra civil que, in crescendo, se generó durante la República, entre los que no estuvo ausente el odio. Combatientes voluntarios los hubo en ambos bandos y antes de llegar a ese desenlace, la mentalidad y la conciencia de los españoles se encontraba dividida y un cierto grado de descristianización había arraigado en parte de la población.

La República fue incapaz de solucionar los problemas heredados y provocó otros nuevos, al tiempo que exacerbó la división entre los españoles. Sin embargo, el mayor error de aquél Régimen, que a la postre lo hizo inviable, fue su sectarismo anticristiano, con todo lo que lleva anejo, puesto de manifiesto, sin paliativos, en octubre de 1931 en el debate del proyecto de Constitución, elaborado por una comisión parlamentaria de predominio socialista. La Constitución no fue fruto de un amplio consenso, sino todo lo contrario. Al no haber tenido las derechas más que una escasa representación en las elecciones, la Constitución la hizo una mayoría de izquierdas que impuso su voluntad a toda la nación, contra la voluntad de una gran parte de ella que casi careció de voz.

Al alzamiento se llegó por la voluntad revolucionaria de admitir las deficientes reglas de juego democrático establecidas, tan sólo para jugar a su favor. El sistema político demostró cumplidamente su incapacidad para la convivencia, jugando un importantísimo papel desencadenante de los conflictos y del progresivo rechazo a aquella forma de entender la República, su feroz oposición y persecución a la Iglesia, a la religión católica y a los católicos. Este enfermizo anticatolicismo motivó que la mayoría de los católicos tomaran partido a favor de los sublevados. No ocurrió así con el católico Partido Nacionalista Vasco que, aunque no en su totalidad[35], se mostró partidario de “la legalidad” republicana, debido a que prevalecieron los intereses del separatismo sobre los de la religión, y prefirió una España rota y no católica a una España unida y católica. Los obispos de Álava y Pamplona, en su pastoral de 6 de agosto de 1931, le reprocharon anteponer la política a la religión.

En lo jurídico, el alzamiento fue la expresión práctica del derecho a la rebelión frente a un poder que había degenerado en ilegítimo. Esta doctrina era tradicional en el pensamiento político español, sustentada por los teólogos, los moralistas y los juristas clásicos.

 

III. La guerra civil

1. España, divida en dos zonas, roja y nacional

La sublevación no triunfó por la división de las Fuerzas Armadas (Ejército y Orden Público) debido a los mandos adictos al Gobierno y, en algunos lugares, por falta de decisión y mal planteamiento de los alzados. Sucedió, así, que la sublevación triunfante lo fue de una parte del Ejército (y de las Fuerzas de Orden Público), que contó con algo más de la mitad de sus efectivos, con mayor proporción de mandos superiores entre los “leales” y de mandos intermedios entre los nacionales. España quedó divida en dos zonas, la de los sublevados o nacionales y la de los gubernamentales, frentepopulistas o rojos. Ambas zonas, a su vez, divididas, pues no tenían su territorio unido. Pero mientras que los nacionales, con la toma de Badajoz el 14 de agosto, logran ampliar el pequeño territorio inicial de Andalucía suroccidental y enlazar con el resto de su zona, los frentepopulistas ni siquiera intentaron unir el norte (Guipúzcoa, Vizcaya, Santander y Asturias) al resto de su territorio.

Si en medios personales la balanza se inclinaba ligeramente a favor de los nacionales, estos tuvieron que vencer el grave inconveniente que suponía el que la fuerza más preparada (unos 45.000 hombres) se encontraba en África, y, por tanto, inoperante en la península. La mayoría de la flota y de la aviación permaneció en manos gubernamentales, así como los centros industriales más importantes, las reservas del Banco de España, casi dos tercios del territorio peninsular y el 60% de la población total.

2. La Cruzada

La afluencia de voluntarios desde los primeros días en la zona nacional, especialmente de los carlistas, ya organizados en Navarra, tuvo gran importancia. Este entusiasmo popular tenía una fortísima motivación religiosa, que contrastaba con la violentísima persecución religiosa que inmediatamente se desató en la zona roja, mientras que se protegía a la Iglesia en la zona nacional. Hubo un componente religioso espontáneo de extraordinaria magnitud. Así, para gran parte de los combatientes nacionales se combatiría por muchos motivos, pero el primordial era “por la religión”. Se enlazaba, así, con la tradición española que el liberalismo había intentado destruir en el siglo XIX y que ahora eran el radicalismo de la izquierda republicana, el marxismo y el anarquismo quienes intentaban destruirla. Por eso para muchos se trataba de una cruzada, aun antes de que la Iglesia, oficialmente, la apoyara y calificara de tal por medio de algunos obispos[36]. Conforme el tiempo fue pasando y se fueron conociendo las atrocidades de la zona roja, al alzamiento se convirtió para el común de las gentes del otro lado, en cruzada y guerra de liberación. Esto fue un hecho y no un mito, como hoy, tras las huellas de Southworth, una nueva historiografía –que si no es partidista, muchas veces lo parece–, se esfuerza en demoler[37].

El nacimiento del término y el origen popular de la guerra civil como cruzada, muy poco después refrendado por los obispos se solapa con su uso por los militares en sentido lato de buena causa[38]. Con todo, en sentido estricto no fue una cruzada, porque no fue convocada por el Papa[39] ni el Vaticano empleó tal expresión. Pero la negación del carácter de cruzada no se argumenta sobre esa base, sino sobre la de rechazar el sentido religioso de la guerra. Pero este sentido fue un hecho y el más común de los aglutinantes de sus combatientes y de los habitantes de la retaguardia, que, a lo largo de la contienda, las consecuencias de ese sentido religioso de la guerra termina por imponerse a las declaraciones de algunos de los mandos militares más decisivos que hablaron de establecer un estado aconfesional.

3. Una revolución contra la República

Iniciada la sublevación, en la zona roja se desató, inmediatamente, una revolución contra la República, que durante meses campó a sus anchas, propiciada por los partidos de izquierda y por los sindicatos, en donde los órganos de gobierno y las instituciones dejaron de funcionar y que si no llegó a triunfar definitivamente fue porque los dirigentes de los partidos consideraron que era incompatible con la victoria en la guerra civil. La República dejó de existir, dando lugar a lo que Bolloten llamó el gran engaño, es decir, al hecho de que los republicanos trataran de ocultar al mundo esa revolución y siguieran presentando a la República como un régimen democrático, cuando éste ya había fenecido a manos de socialistas, anarquistas y comunistas[40].

Se sostiene por la generalidad de una nueva historiografía, ya vieja, que Aróstegui repite, al, menos, desde 1985[41], una tesis, de la que otros autores participan[42], según la cual, la sublevación en la zona en la que fue derrotada, tuvo como consecuencia la generación de un movimiento revolucionario en la España republicana: “fue la contrarrevolución la que, paradójicamente, desencadenó la revolución en la España de 1936”[43]. La sublevación fracasada “tuvo en el terreno político y social un resultado inmediato de inmensa trascendencia: el de la deslegitimación política del régimen republicano y de sus gobernantes”[44]. Pero con describir los hechos de ese proceso revolucionario, de un pretendido “brillante ejemplo histórico de revolución sin consignas”[45], no se explica por qué tal fracaso, que no afectó a las instituciones del lado donde no se impuso, motivó que contra esas instituciones que se opusieron a la sublevación, se alzara una revolución. Ni se explica, tampoco, por qué la culpa recae sobre los sublevados del otro lado que no destruyeron esas instituciones. La responsabilidad estuvo, sobre todo, del lado “gubernamental”, debido a la renuncia del Gobierno a ejercer su poder y al acceder a la petición de Largo Caballero de repartir armas a las masas.

En la retaguardia de ese nuevo régimen, la 3.ª República según expresión de Bolloten[46], o República popular, según otros autores, se desencadenó, inmediatamente, una persecución religiosa, probablemente sin precedentes en la Historia por su crueldad e intensidad. En esos años, 12 obispos, 283 monjas, más de 6.800 sacerdotes y religiosos, de los que la mitad en los meses de julio y agosto de 1936, fueron exterminados, siendo muy frecuente el ensañamiento con las víctimas. Antes, pues, de que la Iglesia por medio de sus obispos hablara, se la había perseguido. Es falsa, pues, la interpretación, Tuñón de Lara dixit, de que esa persecución, fue respuesta al posicionamiento de la Iglesia a favor del bando sublevado.

También en el interior de la zona no sublevada se desataron dos pequeñas guerras civiles, en Barcelona en mayo de 1937 por la CNT (anarquistas) y el POUM, que fueron sometidos con dureza, y la sublevación del Coronel Casado contra el gobierno comunista de Negrín, en Madrid, en marzo de 1939.

De esa zona, buena parte de los intelectuales republicanos, cuando pudieron, huyeron y otros, que se encontraban en el extranjero cuando se produjo el golpe militar, no volvieron, entre otros: Ortega y Gasset, Ramón Menéndez Pidal, Gregorio Marañón, Ramón Pérez de Ayala, Juan Ramón Jiménez, Claudio Sánchez Albornoz, Madariaga, Castillejo, García Morente, Xavier Zubiri, Azorín.

4. La guerra

En su aspecto militar, la guerra la pudieron ganar los nacionales, en primer lugar, gracias a la inactividad frentepopulista, porque lograron transportar al Ejército de África a la península, en su parte más decisiva antes de la ayuda de la aviación alemana, consolidando en breve tiempo Andalucía occidental y logrando conectar, a través de la Extremadura colindante con Portugal, con las tropas de Castilla la Vieja. Así, los nacionales lograron la unidad de su territorio frente a la fragmentación de la zona roja, cuyas provincias de Asturias, Santander, Vizcaya y Guipúzcoa se encontraban aisladas. Tras el fracaso ante Madrid, los nacionales iniciaron la campaña del norte y en octubre de 1937, Guipúzcoa, Vizcaya, Santander y Asturias estaban en su poder. Tras la reconquista de Teruel, única capital que los frentepopulistas consiguieron conquistar, el Ejército nacional llega al Mediterráneo en abril de 1938 y corta en dos el territorio de la República. Si había alguna duda después de la caída del frente norte, desde este nuevo avance, la derrota republicana estaba sellada. La batalla del Ebro sólo retrasó el único desenlace posible.

La guerra se prolongó durante casi tres años, sin duda, por las ayudas recibidas por ambos bandos (fundamentalmente de Alemania e Italia y de la Unión Soviética), pero estas ayudas no fueron decisivas para inclinar la balanza de ningún lado, salvo para haber evitado la caída de Madrid a finales de 1936. También se prolongó por empeñarse el Gobierno de Negrín en mantener la guerra contra toda esperanza razonable de victoria o de solución negociada, sobre todo después de la firma de los acuerdos de Munich de septiembre de 1938. La victoria de los nacionales y, por ende, la derrota de la República popular, se debió a una mejor dirección y a la mejor y superior moral de combate de los primeros[47]

 

IV. La Historia de la Guerra Civil, hoy

1. La historiografía reciente

El quincuagésimo, el sexagésimo y el septuagésimo aniversario, han sido fechas en las que se han disparado las obras sobre la guerra civil, dando lugar también, a celebraciones con congresos y libros colectivos[48]. Con motivo del quincuagésimo aniversario, me parece de especial importancia la obra de Tuñón de Lara y de Aróstegui[49] ya citada, pues parte de las ideas allí vertidas han ido repitiéndose y desarrollándose, hasta nuestros días, por buena parte de historiadores empeñados en presentar una excelente república frente a un execrable pronunciamiento con todo lo que de deleznable trajo después.

La historiografía de los últimos años[50], además de visiones generales sobre la República[51], con su déficit democrático y la responsabilidad de Azaña[52], la guerra[53] y el régimen establecido tras la victoria[54], vuelve a replantear buena parte de las cuestiones que el hecho suscita: Desde la “buena república”[55] hasta la naturaleza del régimen instalado durante la guerra[56] y a su término[57], pasando por el estudio de los diversos grupos[58] y partidos políticos. Las unidades, los medios y las operaciones militares, la capacidad militar de Franco, con la proliferación de estudios sobre su presunta incompetencia militar[59], biografías e interpretaciones de Franco [60], y estudios biográficos o sobre el pensamiento de los principales protagonistas o de alguna de sus facetas principales, Calvo[61], Maeztu[62], Pradera[63], Ángel Herrera[64], Gil Robles[65] o Queipo de Llano[66] entre los nacionales[67], y, entre los del otro bando, Besteiro[68], Prieto[69], Largo Caballero[70], Negrín[71], Azaña[72], Alcalá-Zamora[73], Fernando de los Ríos[74], Companys[75] o Rojo[76], o ajenos a esta clasificación, Lerroux[77]. La persecución religiosa[78], los capellanes castrenses[79], la posición y el papel de la Iglesia[80], en la que se muestra cierta tendencia a considerar erróneo su posicionamiento en la contienda[81], o se la presenta bendiciendo los crímenes cometidos por los nacionales[82], y como la percibieron y respondieron los católicos españoles[83] y los del resto del mundo[84]. La cuestión de los auxilios extranjeros, la financiación de la guerra en ambos bandos[85], o su trascendencia internacional[86] o el asilo diplomático en la zona republicana[87]. Y de nuevo vuelven a resurgir, con estudios de signo encontrado, las cuestiones más emblemáticas: El fascismo de las derechas durante la República, incluido el de la CEDA, el Alcázar, Guernica, Badajoz, Paracuellos, el oro de Moscú, las checas o el carácter político del nuevo Estado.

Pero quizá el tema más controvertido y más de actualidad por el número ingente de trabajos publicados sea el de la represión en ambos bandos, sobre todo en el bando que ganó la guerra; y respecto a éste tanto la realizada en la retaguardia como la efectuada después de la victoria[88], donde todavía queda un campo casi virgen: el estudio de las instituciones judiciales de ambos lados y de la naturaleza de los delitos perseguidos al finalizar la guerra[89]. En esta última cuestión, Gil Honduvilla[90] ha demostrado con su estudio centrado en la Andalucía dominada por Queipo de Llano, que algunas de las tesis mantenidas por esa historiografía, que cabe calificar de antifranquista, han de ser revisadas[91].

En esta cuestión merece la pena destacar que, lo que se ha llamado el rescate de “la memoria histórica”, ligado a una posición política muy concreta, pretende hacer justicia a los perdedores, sobre la base de que estos fueron los buenos y los otros los malos, que prepararon y ejecutaron una política represiva de exterminio[92]. Lo más llamativo de esta tendencia de los estudios modernos es que, cuando aparece un autor que discute la metodología, elabora sus propios estudios de campo, y explica sus conclusiones y los errores en que, a su juicio, incurren otros, es tachado de neofranquista y, por ello, indigno de crédito, sin necesidad de atender al fondo del asunto, como es el caso de Martín Rubio[93], que en numerosos estudios se ha ocupado de la cuestión de la represión, corrigiendo algunas de las abultadas cifras que ofrece aquella historiografía[94].

2. Pío Moa

En las tendencias de la historiografía actual es preciso referirse al “fenómeno Moa”, digno de un estudio sociológico que explique por qué sus libros, vendidos por cientos de miles, se han convertido en uno de las mayores éxitos editoriales de los últimos años, superior a muchos best sellers. Además, el éxito de Moa ha propiciado el surgimiento de historiadores noveles que estudian ese periodo histórico sin complejos ni vulgatas.

Pío Moa, antiguo terrorista miembro del GRAPO, arrepentido, quiso saber lo que había sido la Guerra Civil y se dedicó a su estudio, sorprendiéndose con que la idea que él tenía era falsa y escribió lo que entendió que había pasado. Sus tesis principales se encuentran en Los orígenes de la guerra civil[95] y en El derrumbe de la Segunda República y la Guerra Civil[96], complementados con Los personajes de la República vistos por ellos mismos[97]. Pero también se ha dedicado a criticar los mitos de la izquierda y lo que entiende que es una interpretación sesgada realizada por una nueva historiografía[98] que, en aumento desde hace una treintena de años, cabría calificar, a parte de ella, cuando menos, de partidaria de la República (buena y democrática) y de frente populista, pero desde luego, caracterizada por su hostilidad al alzamiento y por su antifranquismo.

Entre las tesis que Moa defiende merecen destacarse como principales estas dos: que la guerra civil no empezó en 1936, sino en 1934 y que no la iniciaron los militares, sino sobre todo, los socialistas en toda España y, en Cataluña, Esquerra Republicana, que pretendía un Estado catalán en una República federal; que la República, después de octubre de 1934, no fue un sistema político de normalidad democrática, sino un régimen en el que el peligro de una revolución fue real y en aumento, que se convirtió en un verdadero proceso revolucionario tras las elecciones de febrero de 1936, amparado en una amenaza fascista inexistente, difundida por la radicalización de los partidos de izquierda, socialistas, anarquistas y comunistas. Junto a ellas, otras muchas cuestiones, como Guernica, Badajoz, el Alcázar, la satelización respecto a la Unión Soviética, la lealtad de la CEDA a la República, el golpismo de Azaña, etc., que me parece que han dolido menos a la historiografía académica-universitaria predominante.

Y es que la difusión de esas tesis echa por tierra los esfuerzos por difundir otra versión, cuyo predominio queda restringido a las aulas. Y así, entre grandes desprecios y omisiones nominales, pero no a algunos de sus planteamientos[99], ha merecido ser el objeto de varias críticas, entre las que destaca la de Reig Tapia[100] – recientemente respondida por Moa[101]–, en la que, lamentablemente, hay que hacer una distinción permanente entre lo que es puro panfleto y lo que es crítica histórica y en el que, también desgraciadamente, se liga la interpretación de Moa a la circunstancia política actual. Ahí se le reprocha que no es historiador –“lo que tan incontinentemente produce Moa no es historia”[102]–, porque carece de título académico y porque no ha logrado la acreditación por su propia obra, reconocida como tal por la comunidad de los catedráticos que se dedican a esa tarea, y es que, según tal “crítica”, el estudio de la historia solo es la profesional, la realizada en la Universidad[103]; al mismo tiempo, y con análogos inconsistentes argumentos, se le rechaza por la debilidad de sus fuentes[104]. Salvando todas las distancias, que son grandes, el reproche no es nuevo, pues de lo mismo se acusó a Taine por los historiadores al servicio de la herencia de la Revolución francesa[105]. Historiador no es sólo el que realiza investigación de archivo, que puede no llegar a serlo quedándose tan sólo en un erudito, sino también el que sobre los hechos aportados por las investigaciones de otros, es capaz de reflexionar sobre ellos, transmitiendo ordenadamente sus reflexiones. Como lo es, también, el que sobre tal base es capaz de elaborar un relato explicativo conforme a las reglas de la sana crítica lógica e histórica. Y desde luego, si se excluye del rango de historiador a quien trabaja sólo sobre los datos y reflexiones aportados por “los historiadores”, la mayoría de nuestros profesores quedarían excluidos de tal condición, pues sus fuentes son, en buena parte de sus obras, exclusivamente, libros de otros o propios, pero con idénticas características, como ocurre, sin ir más lejos, con La España del siglo XX de Tuñón de Lara.

La segunda acusación fundamental es tacharle de franquista o neofranquista, con lo que por ello, al parecer, se debe ser borrado de la comunidad científica de los historiadores. Pero, entonces, en el supuesto de ser cierto, ¿sólo es válida la historia hecha por los contrarios, en este caso por los antifranquistas? Y entonces, ¿sería válida la historia de la Segunda República y del Frente Popular y de la España que no se sublevó, hecha por sus partidarios o simpatizantes? Reproche absurdo que se vuelve contra sus autores.

En efecto, cuando se pretende rebatir y despreciar a cierta historiografía, negándole todo valor por ser franquista o, sin serlo, denunciarla con la acusación de neofranquismo, resulta sorprendente, por ejemplo, que se retorne al viejo libro de Southworth, El mito de la cruzada de Franco (1963)[106], como verdad inconcusa[107], pues es un autor en el que la ideología provocó que hiciera más propaganda que historia. Según el ideologizado Preston, Herbert Southworth, fue un “autor antifranquista”[108] que “había formado parte del grupo prorrepublicano que ejercía presión en Estados Unidos a favor de la República española” y que “haría más por la causa antifranquista que cualquiera de sus amigos más famosos”[109]; llegó a “desarrollar una campaña periodística de izquierdas durante la Guerra Civil española”[110] y “desolado por la derrota de la República (...) Jay Allen y él “continuaron trabajando para el presidente en el exilio, Juan Negrín”[111].

Ya puede Reig Tapia rellenar todas las páginas que quiera tratando de convencer de la objetividad de Southworth, es tiempo perdido; como lo es, también, calificarle de “ardoroso liberal”[112]. Con todo, la verdad o el acierto de lo que escribe un historiador no ha de medirse por sus ideas o por su cosmovisión, sino por el rigor de los datos y lo certero de la interpretación. Lo que ha faltado en la “crítica” de Reig a Moa.

Y algo parecido puede decirse de Jay Allen, cuyo testimonio se considera crucial para magnificar los fusilamientos de Badajoz, o de George Steer sobre Guernica. Es también Preston quien escribe: “Dado su profundo compromiso con la República, obviamente Jay se sentía más cómodo en la izquierda”, “trabó amistad con una serie de socialistas destacados entre los que se encontraban el futuro presidente Juan Negrín y algunos partidarios de Largo Caballero, Luis Araquistáin, Julio Álvarez del Vayo y Rodolfo Llopis. De hecho, a principios de 1931 algunos líderes del Partido Socialista Español se habían reunido algunas veces en su apartamento mientras tramaban cómo derrocar a la monarquía”[113]. Durante la Revolución de octubre dio protección en su casa, desde el día 8 al 10, a miembros del Comité revolucionario, a Negrín, a Araquistáin, a Álvarez del Vayo, a Llopis y a Amador Fernández[114]. De vuelta a Estados Unidos, en octubre de 1936 y en otoño de 1938, se presentaba en Washington “para ejercer presión a favor del gobierno de la República española”[115]. “Ja y quedó desolado por la derrota final de la República”[116], aunque “se puso a trabajar en serio y continuó luchando por la República”[117]. Respecto de Steer, escribe Preston: “Steer se identificó con los vascos más de lo que se había identificado con los abisinios y más de lo que se identificaría con los republicanos de izquierda de España”[118] y sus “simpatías se volcaban en el Partido Nacionalista Vasco”[119].

 

V. Conclusión

En conclusión, puede decirse que el estudio de la Segunda República y de la Guerra Civil, sigue acaparando la atención de un gran número de historiadores, tanto de los consagrados, como de los que inician su andadura intelectual. Que es un tema que interesa, también, a la opinión pública que lee libros. Y que en el estudio de las cuestiones que suscita todavía se nota la presencia de la aplicación del marxismo al estudio de la Historia. Finalmente, que la guerra civil sigue suscitando pasiones.

 

(N. de la R.) Publicado en italiano bajo el título de A settant’anni dall «assalto al cielo». Una lettura critica della guerra civile spagnola, en la revista trimestral Nova Historica. Rivista internazionale di storia, (Roma), año 6, núm. 23, 2007, págs. 17-47.

El artículo fue la introducción a un dossier sobre la guerra civil. A petición de su jefe de redacción, Oscar Sanguinetti, había que tratar tres aspectos: los antecedentes, la cuestión religiosa y la situación de la historiografía hodierna con sus cuestiones más singulares, con referencia expresa al que llamamos “fenómeno Moa”, también percibido como tal desde Italia. Nuestro ilustre colaborador Estanislao Cantero envió el siguiente texto, inédito en castellano.

[1] “Es deseo de la Santa Sede que V. E. recomiende a los sacerdotes, a los religiosos y a los fieles de su diócesis, que respeten los poderes constituidos y obedezcan a ellos, para el mantenimiento del orden y para el bien común”, Carta de la Nunciatura Apostólica de 24 de abril de 1931, citado por Anastasio GRANADOS, El Cardenal Gomá, primado de España, Espasa Calpe, Madrid, 1969, pág. 37.

[2] Algo más tarde, el 10 de mayo de 1931, publicó una pastoral, “Sobre los deberes de la hora presente”, en la que predicaba que la Iglesia “no tiene preferencias” sobre las formas de gobierno , “la obediencia a la autoridad legítimamente constituida”, “que la Iglesia no es monárquica ni republicana”, puesto que “colabora con monarquías y repúblicas” y que “cualquiera que sea la actuación de un gobierno, desde el momento en que no se trata de un partido político sino de un régimen que, de simple hecho o de pleno derecho, está establecido y rige los destinos del Estado, es absolutamente separable, y de hecho debe separarse, la cuestión de su ideología y la de la autoridad que posee; ni se la puede hacer responsable de desmanes que no autorice o ampare”, en Isidro GOMÁ, Antilaicismo, Rafael Casulleras Editor, Barcelona 1935, vol. II, págs. 106, 108, 113 y 115.

[3] JUNTA DE METROPOLITANOS ESPAÑOLES, “Declaración colectiva” de 9 de mayo de 1931, en Documentos colectivos del Episcopado español. 1870-1974, Edición de Jesús Iribarren y presentación de Vicente Enrique y Tarancón, BAC, Madrid, 1974, págs. 131-133.

[4] Gomá después de la quema de las iglesias del mes de mayo, en su exhortación pastoral “Protesta y ruego”, decía que “no es culpable el [nuevo régimen] que ha sustituido al antiguo” y que “queremos seguir prestando toda la asistencia que de Nuestra insignificancia quepa esperar, a la obra de consolidación del orden y del fomento del bien social que tiene encomendado el Gobierno de la República”, en A. GRANADOS, El Cardenal Gomá, ed. cit., págs. 39 y 40; Carta del Cardenal Segura, en nombre de los Metropolitanos, al Presidente del Gobierno Provisional de la República, en Documentos colectivos del Episcopado español. 1870-1974, ed. cit., págs. 133-135.

[5] Ramón GARRIGA, El cardenal Segura y el Nacional-Catolicismo, Planeta, Barcelona, 1977, págs. 157-158; y, aunque crítico con el cardenal, Francisco GIL DELGADO, Pedro Segura. Un cardenal de fronteras, BAC, Madrid, 2001, págs. 222-230.

[6] Véase Francisco José FERNÁNDEZ de la CIGOÑA, “Así se escribe la Historia. La España del siglo XIX, de Manuel Tuñón de Lara”, Verbo, núm. 47, agosto-septiembre 1976, págs. 1054-1062.

[7] Manuel TUÑÓN de LARA, La España del siglo XX (1966), Akal, Madrid. 2000, vol. II, pág. 304.

Le merece ese calificativo y ese juicio porque, además de los elogios a la monarquía y el homenaje a Alfonso XIII, seguía “una parrafada sobre «la gravedad del momento», para concluir que los católicos no debían permanecer «quietos y ociosos» en el momento de elegirse Cortes constituyentes, sino que debían unirse para defenderse y lograr que fuesen elegidos candidatos con suficientes garantías de defender los derechos de la Iglesia y el orden social” (La España del siglo XX, II, 304).

Es decir, también para algunos historiadores, todo lo que no fuera soportar lo que impusieran las izquierdas, incluso el ejercicio de su derecho electoral con fines legítimos, era violencia verbal y provocación. Esta actitud ha continuado en buena parte de la historiografía posterior y se ha recrudecido en los últimos años, en que, además de una defensa encendida de la Segunda República y un rechazo absoluto de la sublevación del 18 de julio y de lo que vino después, tal historiografía se caracteriza por su crítica radical a la Iglesia.

En parecida línea, aunque no idéntica, se ha dicho que fue una “provocadora pastoral, considerada una declaración de guerra por muchos republicanos” (Julio GIL PECHARROMÁN, Segunda República Española (1931-1936), Biblioteca Nueva, Madrid, 2006, pág. 62).

[8] Exhortación del Episcopado a los fieles, “sobre el proyecto de Constitución y deberes de los católicos”, en Documentos colectivos del Episcopado español. 1870-1974, ed. cit., págs. 135-150; Declaración colectiva ante la nueva Constitución, diciembre de 1931, en Documentos colectivos del Episcopado español. 1870-1974, ed. cit., págs. 160-181.

[9] Ángel Herrera sufría el espejismo de Francia con el ralliement a la III República francesa, creyendo que se trataba del mismo caso y actuando en consecuencia, como creo haber mostrado en Estanislao CANTERO, “Los católicos y la adhesión a la República. El equívoco de un pretendido Ralliement español”, Iglesia-Mundo, núm. 323-324, julio 1986, págs. 12-16.

[10] Todavía hoy, buena parte de esa historiografía, que parece partidaria de la Segunda República, sigue afirmando que la CEDA era un partido fascista.

[11] José Luís COMELLAS, “Los caminos de la guerra”, en VV. AA., La guerra y la paz cincuenta años después, Madrid, 1990, pág. 122.

[12] J. L. COMELLAS, “Los caminos de la guerra”, cit., pág. 123.

[13] El significado de la religión católica en la historia de España, todavía en el siglo XIX y en el primer tercio del XX, es trascendental para comprender tanto la inquina de la izquierda y su política de persecución, como la reacción frente a ella en la mayor parte del pueblo español al iniciarse el alzamiento y constituyó una de las causas importantes de la vinculación al alzamiento de una parte considerable de la población española, E. CANTERO, “1936. «L’assalto al cielo»: la guerra civile spagnola. Le cause dell’«alzamiento»”, Cristianità, año XXV, núm. 258, octubre 1996, págs. 19-26 (en español, “Las causas del alzamiento”, Verbo, núm. 351-352, enero-febrero 1997, págs. 29-46).

[14] Luís de LLERA, España actual. El régimen de Franco (1939-1975), prólogo de José ANDRÉS-GALLEGO, Gredos, Madrid, 1994, pág. 124. (Es el segundo volumen del tomo trece de la Historia de España dirigida por Ángel MONTENEGRO DUQUE).

[15] Stanley G. PAYNE, El colapso de la República. Los orígenes de la Guerra Civil (1933-1936), La Esfera de los Libros, Madrid, 2006, págs. 546-549.

[16] Algún historiador sugirió que pudo iniciarse por algún provocador de la derecha (M. TUÑON de LARA, La España del siglo XX, ed. cit., vol. II, pág. 307).

Otros lo relatan así: “(...) el 11 de mayo, se produjo la célebre «quema de conventos» en Madrid, seguida de acciones similares en otros lugares de España. Aunque la causa inmediata de «la quema» fue la réplica por una celebración monárquica considerada como provocadora, lo cierto es que la reacción fue mucho más allá de lo imaginable. Se ha especulado mucho sobre cuál pudo ser el verdadero foco de decisión de tales actos, que marcaron el primer incidente violento de la República y el comienzo de unas relaciones borrascosas entre Iglesia y Estado. Se hizo recaer la culpa sobre los anarcosindicalistas, la masonería e incluso sobre agitadores monárquicos o de la propia Iglesia, o de alguna orden religiosa. Tal vez el misterio no se desvelará nunca”, Ramón TAMAMES, La República. La Era de Franco, Alianza Universidad, Madrid, 8.ª ed., 1980, pág. 165. Sobre este libro, José Maria GARCÍA ESCUDERO, Historia política de las dos Españas, Editora Nacional, 2.ª ed., Madrid, 1976, vol. III, págs. 1385-1390.

[17] Artículo 26: “Todas las confesiones religiosas serán consideradas como Asociaciones sometidas a una ley especial.

“El Estado, las regiones, las provincias y los Municipios, no mantendrán, favorecerán ni auxiliarán económicamente a la Iglesia, Asociaciones e Instituciones religiosas.

Una ley especial regulará la total extinción, en un plazo máximo de dos años, del presupuesto del Clero.

Quedan disueltas aquellas Órdenes religiosas que estatutariamente impongan, además de los tres votos canónicos, otro especial de obediencia a autoridad distinta de la legítima del Estado. Sus bienes serán nacionalizados y afectados a fines benéficos y docentes.

Las demás Órdenes religiosas se someterán a una ley especial votada por estas Cortes Constituyentes y ajustada a las siguientes bases:

1.ª Disolución de las que, por sus actividades, constituyan un peligro para la seguridad del Estado.

2.ª Inscripción de las que deban subsistir, en un registro especial dependientes del Ministerio de Justicia.

3.ª Incapacidad de adquirir y conservar, por sí o por persona interpuesta, más bienes que los que, previa justificación, se destinen a su vivienda o al cumplimiento directo de su fines privativos.

4.ª Prohibición de ejercer la industria, el comercio o la enseñanza.

5.ª Sumisión a todas las leyes tributarias del país.

6.ª Obligación de rendir anualmente cuentas al Estado de la inversión de sus bienes en relación con los fines de la Asociación.

Los bienes de las Órdenes religiosas podrán ser nacionalizados”.

[18] Declaración de los Metropolitanos españoles, con motivo de la Ley de Confesiones y Congregaciones religiosas, de 25 de mayo de 1933, en Documentos colectivos del Episcopado español. 1870-1974, ed. cit., págs. 189-219.

[19] R. TAMAMES, La República. La era de Franco, ed. cit., págs. 165 y 163.

[20] José ORTEGA Y GASSET, Obras completas, Taurus, Madrid, 2005, tomo IV (1926-1931), artículos “El error Berenguer” y “Un aldabonazo”, cit. págs. 764 y 826.

[21] J. GIL PECHARROMÁN, Segunda República Española (1931-1936), ed. cit., pág. 256.

Según este mismo autor, las Cortes quedaron con la siguiente composición: derechas 204, centro 170, izquierdas 93.

[22] Véase Federico SUÁREZ VERDEGUER, “Presión y represión en Asturias (1934)”, Aportes, núm. 62, 3/2006, págs. 26-93.

[23] Salvador de MADARIAGA, España. Ensayo de historia contemporánea, Espasa Calpe, Madrid, 1979, pág. 362.

[24] José María GIL ROBLES, No fue posible la paz, Ariel, Esplugues de Llobregat, 1968, pág. 635, nota 6.

[25] J. M. GARCÍA ESCUDERO, Historia política de las dos Españas, ed. cit., vol. III, pág. 1286.

[26] Payne da la cifra de 300 muertos durante el año 1936 hasta el alzamiento y de 2.255 desde la instauración de la República, en la que incluye 1.500 correspondientes a la revolución de Asturias (S. G. PAYNE, El colapso de la República. Los orígenes de la Guerra Civil (1933-1936), ed.cit., págs. 566-567).

[27] J. M. GARCÍA ESCUDERO, Historia política de las dos Españas, ed. cit., vol. III, pág. 1402.

[28] Citado por GARCÍA ESCUDERO, Historia política de las dos Españas, ed. cit., vol. III, pág. 1282.

[29] M. TUÑÓN de LARA, “Orígenes lejanos y próximos”, en M. TUÑÓN de LARA, Julio ARÓSTEGUI, Ángel VIÑAS, Gabriel CARDONA y Josep M. BRICALL, La Guerra Civil española 50 años después, (1985), Labor, 3.ª ed., Barcelona, 1989, pág. 39.

[30] M. TUÑÓN de LARA, “Orígenes lejanos y próximos”, ed. cit., pág. 40.

[31] Pedro Carlos GONZÁLEZ CUEVAS, Acción Española. Teología política y nacionalismo autoritario en España (1913-1936), Tecnos, Madrid, 1998. Sobre el libro de Raúl Morodo (Los orígenes ideológicos del franquismo: Acción Española), E. CANTERO, “Sobre Acción Española y la falsificación de la Historia”, Anales de la Fundación Francisco Elías de Tejada, VIII/2002, págs. 131-176.

[32] Una tesis muy repetida, entre otros por Aróstegui, es que es falsa la relación causal entre la sublevación y la violencia y el desgobierno, “porque la conspiración se pone en marcha, y recaba sus apoyos civiles, antes de que la obra gubernamental adquiera desarrollo y antes también de que la desestabilización política vaya tomando cuerpo. La conspiración es una respuesta al triunfo mismo del Frente Popular no a su obra efectiva (...) nada tuvo que ver con el problema de la violencia política” (Julio ARÓSTEGUI, Por qué el 18 de julio. Y después..., Flor del Viento Ediciones, Barcelona, 2006, págs. 24-245).

Pero, al margen de que conspirar sobre la especulación de un hecho futuro (el desgobierno), tiene uno de su fundamentos en esa posibilidad, la conspiración en serio comenzó en marzo y fue en aumento paralelamente al aumento de la violencia y el desorden. Y aunque se había señalado una fecha dos días anterior al asesinato de Calvo Sotelo, esta muerte, ocurrida el 13 de julio, decidió a más de un mando intermedio.

[33] J. M. GARCÍA ESCUDERO, Historia política de las dos Españas, ed. cit., vol. III, pág. 1315.

[34] Santos JULIÁ (Coord.), República y guerra en España (1931-1939), Espasa, Madrid, 2006, pág. XVII.

[35] El PNV de la provincia de Álava y el de la provincia de Navarra se unió a los sublevados.

[36] J. M. GARCÍA ESCUDERO, Historia política de las dos Españas, ed. cit., vol. III, págs. 1441-1475; J. ANDRÉS-GALLEGO, “El nombre de «Cruzada» y la guerra de España”, Aportes, núm. 8, junio 1988, págs. 65-71.

[37] Así, por ejemplo, Jesús IZQUIERDO MARTÍN y Pablo SÁNCHEZ LEÓN (La guerra que nos han contado. 1936 y nosotros, Alianza Editorial, Madrid, 2006, pág. 45). Pero el caso más típico y representativo quizá sea el de Alberto REIG TAPIA (La cruzada de 1936. Mito y memoria, Alianza Editorial, Madrid, 2006, pág. 83).

[38] J. ANDRÉS-GALLEGO, “El nombre de «Cruzada» y la guerra de España”, Aportes, núm. 8, junio 1988, págs. 65-71

[39] Luís María SANDOVAL, Nueve siglos de Cruzadas. Crítica y apología, Criterio Libros, Madrid, 2001, págs. 137-140.

[40] Burnett BOLLOTEN, The Grand Camouflage (1961), trad. esp., El gran engaño, (1965), Luís de Caralt, 2.ª ed., Barcelona, 1984. Posteriormente, su monumental The Spanish Civil War: Revolution and Counterrevolution, trad. esp. La Guerra Civil española: Revolución y contrarrevolución, Alianza, 4.ª reimp., Madrid, 2005.

[41] J. ARÓSTEGUI, “Los componentes sociales y políticos”, epígrafe “La paradoja en el origen: la contrarrevolución provoca la revolución”, en M. TUÑÓN de LARA, J. ARÓSTEGUI, A. VIÑAS, G. CARDONA y J. M. BRICALL, La Guerra Civil española 50 años después, ed. cit., págs. 47 y sigs.

[42] Como muestra, Alberto REIG TAPIA, La cruzada de 1936. Mito y memoria, Alianza Editorial, Madrid, 2006, pág. 84; Julián CASANOVA, “Rebelión y revolución”, en S. JULIÁ, Víctimas de la guerra civil, (1999), Temas de Hoy, 2006, págs. 117, 124; S. JULIÁ “El Frente Popular y la política de la República en guerra”, en S. JULIÁ (coord.), República y Guerra en España (1931-1939), Espasa, Madrid, 2006, pág. 156.

[43] J. ARÓSTEGUI, Por qué el 18 de julio. Y después..., ed. cit., pág. 328 y passim.

[44] J. ARÓSTEGUI, Por qué el 18 de julio. Y después..., ed. cit., pág. 324.

[45] J. ARÓSTEGUI, “Los componentes sociales y políticos”, ed. cit., pág. 58.

[46] B. BOLLOTEN, La Guerra Civil española: Revolución y contrarrevolución, ed. cit., pág. 109.

[47] Una buena síntesis de esta cuestión en L. M. SANDOVAL, “El porqué de la victoria”, Verbo, núm. 245-246, mayo-junio-julio 1986, págs. 711-759; IBIDEM, “Las causas silenciadas de una victoria”, en La guerra y la paz cincuenta años después, Madrid, 1990, págs. 211-229.

[48] Jesús SALAS LARRAZABAL y Ramón SALAS LARRAZABAL, Historia general de la Guerra Civil, Rialp, Madrid, 1986; José Manuel CUENCA TORIBIO, La Guerra Civil de 1936, prólogo de Carlos Seco Serrano, Espasa-Calpe, Madrid, 1986; Ricardo de la CIERVA, Nueva y definitiva historia de la Guerra Civil, (coleccionable revista Época), Difusora de Información Periódica, Madrid, 1986; R. TAMAMES, La guerra civil española. Una reflexión moral 50 años después, Planeta, 1986; VV. AA., La guerra y la paz cincuenta años después, Madrid, 1990; Edward MALEFAKIS (ed.), La Guerra de España, 1936-1939, (1996), Taurus, Madrid, 2006; S. G. PAYNE y Javier TUSELL, La Guerra Civil. Una nueva visión del conflicto que dividió a España, Temas de Hoy, Madrid, 1996; Miguel ALONSO BAQUER (Dir.), La Guerra Civil Española (sesenta años después), Actas, Madrid, 1999; Alfonso BULLÓN de MENDOZA y Luís Eugenio TOGORES (Coords.), Revisión de la Guerra Civil española, Actas, Madrid, 2002.

[49] M. TUÑÓN de LARA, J. ARÓSTEGUI, A. VIÑAS, G. CARDONA y J. M. BRICALL, La Guerra Civil española 50 años después, ed. cit.

[50] Dada la ingente producción, me limitaré a una pequeña muestra, meramente indicativa, circunscrita a los autores españoles y a las cuestiones principales suscitadas por la historiografía española, escrita en castellano, en los últimos años, de acceso menos fácil que la extranjera para el lector italiano.

[51] J. GIL PECHARROMÁN, Segunda República Española (1931-1936), Biblioteca Nueva, Madrid, 2006.

[52] J. AVILÉS FARRÉ, La izquierda burguesa y la tragedia de la II República, Comunidad de Madrid, Madrid, 2006.

[53] S. JULIÁ (coordinador), Octavio RUIZ-MANJÓN, Gabriel CARDONA ESCANERO, Enrique MORADIELLOS, Javier TUSELL y Ángela CENARRO, República y guerra en España (1931-1939), Espasa, Madrid, 2006; Julián CASANOVA, Historia de España: República y Guerra Civil, Crítica, Barcelona, 2007, (vol. 8 de la Historia dirigida por Josep Fontana).

[54] L. de LLERA, España actual. El régimen de Franco (1939-1975), prólogo de J. ANDRÉS-GALLEGO, Gredos, Madrid, 1994 (Es el segundo volumen del tomo trece de la Historia de España dirigida por Ángel MONTENEGRO DUQUE).

[55] Carlos BLANCO ESCOLA, Falacias de la guerra civil. Un homenaje a la causa republicana, Planeta, Barcelona, 2005.

[56] José Luís ORELLA, La formación del Estado Nacional durante la Guerra Civil española, Actas, Madrid, 2001.

[57] Ismael SAZ CAMPOS, Fascismo y franquismo, Universidad de Valencia, Valencia, 2004; Álvaro de DIEGO, José Luís Arrese o la Falange de Franco, Actas, Madrid, 2001; Antonio SANTOVEÑA SETIÉN, Menéndez Pelayo y las derechas en España, Ayuntamiento de Santander y Librería Estudio, Santander, 1994, págs. 197-243; Ricardo CHUECA, El Fascismo en los comienzos del régimen de Franco. Un estudio sobre FET-JONS, Centro de Investigaciones Sociológicas, Madrid, 1983.

[58] J. GIL PECHARROMÁN, Conservadores subversivos. La derecha autoritaria alfonsina (1913-1936), Eudema, Madrid, 1994.

[59] C. BLANCO ESCOLA, La incompetencia militar de Franco, Alianza Editorial, Madrid, 2000. En contra de esa obra, José SEMPRÚN, EL genio militar de Franco, Actas, Madrid, 2000.

[60] La monumental obra de Luís SUÁREZ, Franco: Crónica de un tiempo, Actas, Madrid, 5 tomos hasta 1966 (1999-2004). Para este periodo, tomo I, El general de la monarquía, la república y la guerra civil. Desde 1892 hasta 1939; C. BLANCO ESCOLA, Franco. La pasión del poder, Planeta, Madrid, 2005; Pío MOA, Franco. Un balance histórico, Planeta, Barcelona 2005; Carlos FERNÁNDEZ SANTANDER, El General Franco. Un dictador en un tiempo de infamia, Crítica, Barcelona, 2005; Enrique MORADIELLOS, Francisco Franco, crónica de un caudillo casi olvidado, Biblioteca Nueva, Madrid, 2002; Alberto REIG TAPIA, Franco. El césar superlativo, Tecnos, Madrid, 2005.

[61] Alfonso BULLÓN DE MENDOZA y GÓMEZ DE VALUGERA, José Calvo Sotelo, Ariel, Barcelona, 2004.

[62] Pedro Carlos GONZÁLEZ CUEVAS, Maeztu. Biografía de un nacionalista español, Marcial Pons, Madrid, 2003.

[63] J. L. ORELLA MARTÍNEZ, Víctor Pradera. Un católico en la vida pública de principios de siglo (prólogo de Fernando García de Cortázar), BAC, Madrid, 2000.

[64] J. M. GARCÍA ESCUDERO, De periodista a cardenal: vida de Ángel Herrera, BAC, Madrid, 1998; Julián VARA MARTÍN, Un episodio en la historia de España. La lealtad de los católicos al poder, Edicep, Barcelona, 2004.

[65] Miguel ARDID PELLÓN y Javier CASTRO-VILLACAÑAS, José María Gil Robles, Ediciones B, Barcelona, 2003.

[66] Ana QUEIPO de LLANO, Queipo de Llano: gloria e infortunio de un general, Planeta, Barcelona, 2001.

[67] Alguna de ellas de valor escaso, como el ensayo de Goñi sobre Mola (Fermín GOÑI, El hombre de la leica, Espasa Calpe, Madrid, 2005), o el de Blanco (C. BLANCO ESCOLA, General Mola: el ególatra que provocó la guerra civil, La Esfera de los Libros, Madrid, 2002).

[68] Patricio de BLAS ZABALETA y Eva de BLAS MARTÍN-MERAS, Julián Besteiro, prólogo de Julián Zulueta, Algaba Ediciones, Madrid, 2002.

[69] José Carlos GIBAJA VELÁZQUEZ, Indalecio Prieto y el socialismo español, Fundación Pablo Iglesias, Madrid, 1995; Octavio CABEZAS, Indalecio Prieto: socialista y español, Algaba Ediciones, Madrid, 2005.

[70] Juan Francisco FUENTES, Largo Caballero. El Lenin español, Síntesis, Madrid, 2005.

[71] E. MORADIELLOS, Negrín, Península, Barcelona, 2006; Ricardo MIRALLES, Juan Negrín. La República en guerra, Temas de hoy, Madrid, 2003.

[72] José María MARCO, Azaña (1990), Azaña: una biografía, Libros Libres, Madrid, 2007; Santos JULIÁ, Manuel Azaña. Una biografía política, Alianza, Madrid, 2.ª ed., 1991; M. ALONSO BAQUER, Don Manuel Azaña y los militares, Actas, Madrid, 1997.

[73] José PEÑA GONZÁLEZ, Alcalá-Zamora, Ariel, Barcelona 2002; J. GIL PECHARROMÁN, Niceto Alcalá-Zamora: un liberal en la encrucijada, Síntesis, Madrid, 2005; Ángel ALCALÁ GALVE, Alcalá Zamora y la agonía de la República, (2002), Fundación José Manuel Lara, Sevilla, 2006.

[74] Octavio RUIZ-MANJÓN, Fernando de los Ríos. Un intelectual en el PSOE, Síntesis, Madrid, 2007.

[75] Josep María BENET, Lluis Companys, Presidente de Cataluña, fusilado, Península, Barcelona, 2005; Enric VILA, Lluis Companys, La Esfera de los Libros, Barcelona, 2006.

[76] C. BLANCO ESCOLA, Vicente Rojo, el general que humilló a Franco, Planeta, Barcelona, 2003.

[77] Ramón SERRANO y Rai FERRER, Alejandro Lerroux, Ediciones B, 2003; José ALVÁREZ JUNCO, Alejandro Lerroux: el emperador del paralelo, Síntesis, Madrid, 2005.

[78] Vicente CÁRCEL ORTÍ, La persecución religiosa en España durante la Segunda República, Rialp, Madrid, 1990; idem, Mártires españoles del siglo XX, BAC, Madrid, 1995.

[79] Jaime TOVAR PATRÓN, Los curas de la última Cruzada, F. N. Editorial, Madrid, 2001.

[80] Antonio MARQUINA BARRIO, La diplomacia vaticana y la España de Franco (1936-1945). CSIC, Madrid, 1983; José GUERRA CAMPOS, Obispo de Cuenca, “La Iglesia en España (1936-1975). Síntesis histórica”, en VV.AA. La guerra y la paz cincuenta años después, ed. cit., págs. 435-479; IBIDEM, “Franco y la Iglesia católica. Inspiración cristiana del Estado”, en Fundación Nacional Francisco Franco, El legado de Franco, 2.ª ed., Madrid, 1997, págs. 81-165; Alfonso ÁLVAREZ BOLADO, Para ganar la guerra, para ganar la paz. Iglesia y Guerra Civil: 1936-1939, Universidad Pontificia Comillas, Madrid, 1995.

[81] Hilari RAGUER, La pólvora y el incienso. La Iglesia y la Guerra Civil española (1936-1939), prólogo de Paul Preston, Península, Barcelona, 2001.

[82] Julián CASANOVA, La Iglesia de Franco, Temas de hoy, Madrid, 2001.

[83] Manuel ÁLVAREZ TARDÍO, Anticlericalismo y libertad de conciencia. Política y religión en la Segunda República Española (1931-1936), Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2002.

[84] J. TUSELL y Genoveva GARCÍA QUEIPO de LLANO, El catolicismo mundial y la guerra de España, BAC, Madrid, 1993.

[85] A. VIÑAS, La soledad de la República. El abandono de las democracias y el viraje hacia la Unión Soviética, Crítica, Barcelona, 2006; IBIDEM, El escudo de la República. El oro de España, la apuesta soviética y los hechos de mayo de 1937, Crítica, Barcelona, 2007.

[86] E. MORADIELLOS, La pérfida Albión. El gobierno británico y la guerra civil española, Siglo XXI, Madrid, 1996; IBIDEM, El reñidero de Europa. Las dimensiones internacionales de la guerra civil española, Península, Barcelona, 2001; A. VIÑAS, Franco, Hitler y el estallido de la guerra civil: antecedentes y consecuencias, Alianza, Madrid, 2001.

[87] El asilo diplomático durante la Guerra Civil española, monográfico de la revista Aportes, núm. 59, 3/2005; Antonio Manuel MORAL RONCAL, El asilo diplomático en la Guerra Civil española, Actas, Madrid, 2001.

[88] A. REIG TAPIA, Ideología e Historia. Sobre la represión franquista y la Guerra Civil (1984), Akal, Madrid, 1986; S. JULIÁ (coord.), Víctimas de la Guerra Civil, (1999), Temas de Hoy, Madrid, 2006; J. CASANOVA (coord.), Morir, matar, sobrevivir. La violencia en la dictadura de Franco, Crítica, Barcelona, 2002. Sobre esta cuestión han aparecido decenas de estudios regionales y locales.

[89] VV. AA., Justicia en guerra. Jornadas sobre la administración de justicia durante la guerra civil española: Instituciones y fuentes documentales, Ministerio de Cultura, Madrid, 1990; Raúl D. CANCIO FERNÁNDEZ, Guerra Civil y Tribunales: De los jurados populares a la justicia franquista (1936-1939), Universidad De Extremadura, Cáceres, 2007.

[90] Joaquín GIL HONDUVILLA, Justicia en Guerra. Bando de guerra y jurisdicción militar en el Bajo Guadalquivir, prólogo de Antonio Rodríguez Galindo, Ayuntamiento de Sevilla. Patronato del Real Alcázar, Sevilla, 2007.

[91] Así, ha demostrado que, pese a la dureza de la represión respecto a los compañeros de armas que no se alzaron, que incluye una represión incontrolada y carente de toda garantía, desde el principio la maquinaria militar actuó con sus órganos judiciales propios y normales: “no es posible mantener hoy que la fase de consejos de guerra principie en 1937, ni que aquellos juicios celebrados antes de esa fecha fueran una mera farsa” (J. GIL HONDUVILLA, Justicia en guerra..., ed. cit., pág. 188, cfr. 201), pues sólo en los cuatro primeros meses del conflicto “fueron instruidos más de seiscientos sumarios” (pág. 204). Y que “el uso viciado de la justicia como mecanismo de represión, fue un hecho común tanto en el bando alzado como en «la zona republicana», donde no se cumplieron tampoco las premisas democráticas de respetar y exigir el respeto de las normas que ellos mismos se habían impuesto” (pág. 189). Incluso en los consejos de guerra con los que se juzgó a los alzados, se incumplieron todas las normas, como muestra, entre otros, el juicio de Goded en Barcelona, desde la constitución del consejo que le juzgó hasta la aprobación de la pena de muerte por el gobierno , con lo que “se aceptaban todas las ilegalidades que en el juicio se habían cometido, no pudiéndose comprender este comportamiento de quien tiene la representación del Estado y está obligado a velar por el cumplimiento de las leyes” (pág. 396). En los consejos celebrados en Málaga contra los militares que se sublevaron sin éxito, mientras se verificaba la instrucción, iban siendo sacados de la cárcel y asesinados antes de celebrarse el juicio (págs. 398-402).

Su estudio jurídico rebate algunas tesis que desde hace algunos años se están difundiendo, como las de Espinosa Maestre, las de Juan Ortiz o las de Julián Casanova, en las que se afirma que la falta de control fue paralela en ambos bandos, encauzándose en las dos zonas desde marzo de 1937, o las de Nadal de que en Málaga desde el principio se intentó controlar e impedir la justicia popular (pág. 417-418).

[92] Francisco ESPINOSA, La justicia de Queipo. Violencia selectiva y terror fascista en la II División en 1936: Sevilla, Huelva, Cádiz, Córdoba, Málaga y Badajoz, (2000), Crítica, Barcelona, 2006; Ibidem, La columna de la muerte .El avance del ejército franquista de Sevilla a Badajoz , prólogo de Josep Fontana, (2003), Crítica, Barcelona, 2007; S. JULIÁ (coord.), Víctimas de la guerra civil, (1999), Temas de hoy, Madrid, 2006.

[93] A. REIG TAPIA, Anti Moa. La subversión neofranquista de la Historia de España, prólogo de Paul Preston, Ediciones B, Barcelona, 2006, pág. 298-299.

[94] Ángel David MARTÍN RUBIO, Paz, piedad, perdón.... y verdad, Madrid, 1997; Ibidem, “Las pérdidas humanas” en M. ALONSO BAQUER (Dir.), La Guerra Civil Española (sesenta años después), ed. cit., págs. 321-365; Ibidem, “Guerra Civil y represión. Entre la propaganda, el mito y la memoria histórica”, en A. BULLÓN de MENDOZA y L. E. TOGORES (Coords.), Revisión de la Guerra Civil española, ed. cit., págs. 495-511; Ibidem, “La venganza de la República (Prisioneros, muertos y desaparecidos en retaguardia durante 1938)”, Aportes, núm. 54, 1/2004, págs. 54-68; Ibidem, Los mitos de la represión en la Guerra Civil, prólogo de Pío Moa, Grafite, Madrid, 2005.

[95] Encuentro, Madrid, 1999.

[96] Encuentro, Madrid, 2001.

[97] Encuentro, Madrid, 2000.

[98] P. MOA, Los mitos de la Guerra Civil, La Esfera de los Libros, 27.ª ed., Madrid, 2003; Ibidem, Los crímenes de la Guerra Civil y otras polémicas, La Esfera de los Libros, Madrid, 2005. Otros libros de MOA sobre la Guerra Civil son: 1934: Comienza la Guerra Civil. El PSOE y la Esquerra emprenden la contienda, prólogo de Stanley G. Payne, 4.ª ed., Áltera, Barcelona, 2004; 1936: El asalto final a la República, presentación de Javier Ruiz Portella, Áltera, Barcelona, 2005.

[99] Tal es el caso de J. ARÓSTEGUI en su Por qué el 18 de julio. Y después..., ed.cit. No así, por ejemplo, Malefakis, en E. MALEFAKIS (ed.), La Guerra de España, 1936-1939, ed.cit., págs. 666-678. Tampoco el de E. MORADIELLOS, que ha polemizado con Moa en la revista digital El Catoblepas, los meses de mayo y junio de 2003.

[100] A. REIG TAPIA, Anti Moa. La subversión neofranquista de la Historia de España, ed. cit.

[101] P. MOA, La quiebra de la historia progresista, Encuentro, Madrid, 2007.

[102] A. REIG TAPIA, Anti Moa..., ed. cit., pág. 165.

[103] A. REIG TAPIA, Anti Moa..., ed. cit., págs. 23 y 21.

[104] A. REIG TAPIA, Anti Moa..., ed. cit., págs. 127-132.

[105] E. CANTERO, “Literatura, religión y política en la Francia del siglo XIX: Hippolyte Taine”, Verbo, núm. 453-454, marzo-abril 2007, (págs. 219-264), págs. 249-256.

[106] Herbert R. SOUTHWORTH, El mito de la cruzada de Franco, (1963), Plaza y Janés, Barcelona, 1986.

[107] J. ARÓSTEGUI, Por qué el 18 de julio. Y después…, ed. cit., pág. 263; A. REIG TAPIA, La cruzada de 1936. Mito y memoria, ed. cit., pág. 199, nota 13; A. REIG TAPIA, Anti Moa..., ed. cit., págs. 93-94, 288, 293; J. IZQUIERDO MARTÍN y P. SÁNCHEZ LEÓN, La guerra que nos han contado. 1936 y nosotros, ed. cit. pág. 65; H. RAGUER, La pólvora y el incienso..., ed. cit., pág. 310, nota 59.

[108] Paul PRESTON, Idealistas bajo las balas. Corresponsales extranjeros en la guerra de España, Debate, Barcelona, 2007, pág. 421. El capítulo reproducido con el título de “H. R. SOUTHWORTH. Una vida dedicada a la lucha”, en Claves de Razón Práctica, núm. 173 (2007), págs. 52-57.

[109] P. PRESTON, Idealistas bajo las balas, ed. cit., pág. 419.

[110] P. PRESTON, Idealistas bajo las balas, ed. cit., pág. 423.

[111] P. PRESTON, Idealistas bajo las balas, ed. cit., pág. 426.

[112] A. REIG TAPIA, Anti Moa..., ed. cit., pág. 107.

[113] P. PRESTON, Idealistas bajo las balas, ed. cit., pág. 353.

[114] P. PRESTON, Idealistas bajo las balas, ed. cit., pág. 354.

[115] P. PRESTON, Idealistas bajo las balas, ed. cit., pág. 374-375.

[116] P. PRESTON, Idealistas bajo las balas, ed. cit., pág. 379.

[117] P. PRESTON, Idealistas bajo las balas, ed. cit., pág. 380.

[118] P. PRESTON, Idealistas bajo las balas, ed. cit., pág. 324.

[119] P. PRESTON, Idealistas bajo las balas, ed. cit., pág. 342.