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Número 477-478

Serie XLVII

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El debate sobre la hermenéutica: Juan Pablo II y la interpretación de la declaración Dignitatis Humanae sobre la libertad religiosa

 

El presente estudio es una síntesis condensada de un trabajo más importante realizado a partir de setecientos cuarenta documentos del Papa Juan Pablo II concernientes a la libertad re l i g i osa y que abarcan el conjunto de su pontificado. La cuestión del grado de autoridad propia a cada uno de los documentos considerados –encíclicas, cartas apostólicas, alocuciones de carácter universal, audiencias generales, etc.– no ha sido abordada pues lo que nos interesa es conocer únicamente el sistema doctrinal en todas sus fuentes.

Esta perspectiva permite afirmar que Juan Pablo II ha legado una hermenéutica completa de la Declaración conciliar “Dignitatis Humanae” (en adelante DH). So b re la base de lo que ya había comenzado Pablo VI, él ha desarrollado lo que podríamos llamar el magisterio posconciliar auténtico sobre la libertad religiosa, un corpus doctrinal enorme, que permite zanjar, si no todas, al menos una parte ponderable de las controversias que en torno a la interpretación de DH se han producido en los últimos cuarenta años. Esas controversias no han sido ocasionadas ni por la buena voluntad de unos, ni por la mala voluntad de otros, sino por el hecho de que el texto conciliar mismo contiene fórmulas ambiguas que dejan la puerta abierta para lecturas diferentes e incluso opuestas.

Es útil notar que Juan Pablo II no se limita a citar o recordar nominalmente los pasajes centrales de DH, explicando su contenido o precisando su campo de aplicación, sino que además emprende un verdadero desarrollo magisterial, ampliando el derecho a la libertad religiosa a fundamentos, objetos y finalidades no explícitamente formulados en el documento conciliar.

¿Juan Pablo II ha desenvuelto una doctrina personal sobre la libertad religiosa, sin vínculos ciertos con la doctrina de DH? ¿O ha querido explicitar lo que quedaba implícito, incluso escondido, en el texto conciliar, conjugando la letra y la “dinámica” de su “espíritu”, haciendo resaltar mejor la correlación de DH y el conjunto del Vaticano II cuyos documentos constituyen una totalidad?

Esta última hipótesis es la que retenemos, pues el caso contrario llevaría a suponer que Juan Pablo II no habría estado en continuidad con la obra del Concilio, lo que además de absurdo contravendría su más entrañable y manifiesta intención. Además, él mismo ha mostrado cuáles son los criterios que deben orientar la “dinámica de las enseñanzas”[1] del Vaticano II, que no se limitan a una mera apreciación literal de sus documentos –ya de sí bastante delicada– ni a una doctrina estática. En la imposibilidad de detenernos aquí en este punto, vamos a enumerar los criterios utilizados por Juan Pablo II:

1) “Este Concilio universal (es) como una piedra miliar, o un acontecimiento del máximo peso, en la historia bimilenaria de la Iglesia, y consiguientemente, en la historia religiosa del mundo y del desarrollo humano”[2].

2) “El Concilio debe ser comprendido en su continuidad con la gran tradición de la Iglesia; mas, al mismo tiempo, nosotros debemos recibir de la doctrina del Concilio una luz para la Iglesia de hoy”[3], de acuerdo a “las exigencias establecidas por los “signos de los tiempos”[4].

3) “El Concilio, igual que no termina en sus documentos, tampoco se concluye en las aplicaciones que se han realizado en estos años”[5]. “Una nueva época se abre ante nuestros ojos: es el tiempo de la profundización de las enseñanzas conciliares”[6].

4) “Es necesario, en primer lugar, hacer que los espíritus sintonicen con el Concilio, para poder llevar luego a la práctica cuanto él dijo, y poder explicitar todo lo que en él se esconde, o –como suele decirse– se encuentra implícito en él, teniendo en cuenta las experiencias realizadas y las exigencias de las nuevas circunstancias”[7].

5) “Urge hacer madurar, con el estilo propio de lo que se mueve y vive, las fecundas semillas que los padres del Concilio Ecuménico, alimentados con la Palabra de Dios, sembraron en tierra buena (cf. Mt 13, 8. 23); es decir, los importantes documentos y las deliberaciones pastorales”[8].

6) “El Concilio ha definido cuál es la misión de la Iglesia en la etapa actual de la historia”. Debemos “concentrar todas las fuerzas para lograr una interpretación justa, es decir, auténtica, del magisterio conciliar, como el fundamento indispensable de la auto-realización ulterior de la Iglesia”[9].

7) “La interpretación teológica de la doctrina conciliar debe tomar en consideración todos los documentos en sí mismos y en sus relaciones con los otros, lo que permite exponer en su sentido integra l las proposiciones del Concilio en su contexto. Hay que dar una atención especial a las cuatro Constituciones mayo res, claves interpretativas de los otros Decretos y Declaraciones”[10].

8) “La Iglesia trazó los principios de su comportamiento en la basilar declaración Dignitatis humanae, y para ésta es siempre necesario apelar”[11].

Es a partir de estos criterios que se funda la lectura de DH por Juan Pablo II, que se articula, a nuestro entender, sobre la base de las tres tesis siguientes:

a) El derecho a la libertad religiosa tiene un objeto más amplio que el que puede deducirse de una lectura tradicional de DH[12]: no es solo un derecho de contenido negativo sino sobre todo afirmativo.

b) El derecho a la libertad religiosa encuentra su fundamento último en la dignidad de la persona humana como afirma DH, pero se funda de manera inmediata sobre los valores humanitarios compartidos por todas las religiones y todas las culturas: fraternidad, solidaridad, paz civil y unión pan-ecuménica. Esos son los valores que vuelven hoy en día concretamente exigible el derecho a la libertad religiosa.

c) Hay que renunciar, al menos en la práctica y probablemente también en la doctrina, a la concepción jurídica tradicionalmente adoptada en la enseñanza política y social de la Iglesia, que implica un vínculo necesario entre el sistema de derecho público de los Estados y la ley natural, la cual, en el orden histórico, es inseparable de la ley de Cristo.

Fundamentaremos en esta oportunidad la primera tesis, vale decir, el pasaje de una concepción negativa del derecho a la libertad religiosa a una concepción afirmativa.

***

Juan Pablo II recuerda lo que constituye el contenido principal de DH: la Iglesia debe promover después del Concilio un derecho natural estricto a la libertad religiosa, de carácter universal, fundado sobre la dignidad de la persona humana; derecho que debe ser reconocido por las legislaciones positivas nacionales, comunitarias e internacionales a todo individuo, grupo o comunidad. El objeto elemental de esta libertad religiosa es de carácter negativo: la inmunidad de coacción.

Es en nombre de la dignidad humana que debe respetarse la conciencia. En ese contexto, la “libertad de conciencia” se define como un “derecho fundamental de la persona para no ser forzada a obrar contra la propia conciencia, ni para que se le impida comportarse de acuerdo con ella”[13]. La conciencia, sin embargo, no es absolutamente autónoma[14], pues tiene la obligación moral de adecuarse a la Ley de Dios. Ha de ser “recta” y verdadera[15].

Pero aunque no lo sea –cual es el caso, por ejemplo, de una conciencia errónea con ignorancia vencible– la persona no puede ser jurídicamente objeto de ninguna coacción en materia religiosa, pues “toda persona humana tiene derecho a buscar la verdad religiosa y de adherirse plenamente a ella con plena libertad, exenta de «toda coacción por parte tanto de los individuos como de los grupos sociales y de cualquier poder humano que sea, de suerte que, en esta materia, a nadie se fuerce a actuar contra su conciencia o se le impida actuar ... de acuerdo con ella» (DH 2)”[16].

El contenido negativo de la libertad religiosa –la inmunidad de toda coacción– es para Juan Pablo II un aspecto esencial de la libertad de conciencia, que permite además establecer un puente con la doctrina tradicional católica de la obligación moral de todo hombre de buscar y abrazar la verdad religiosa, que se encuentra en la Iglesia. Si la libertad religiosa consagrada en DH no es un derecho de contenido afirmativo mas solamente negativo, nadie podría acusar al Concilio de reconocer por esta vía un derecho a “la libertad de perdición”, olvidando que la Iglesia Católica es la Iglesia fundada por Nuestro Señor para la salvación de todos los hombres. DH estaría así en plena consonancia con el magisterio pontificio tradicional: “quienes creen en el Dios verdadero, por respeto a la Verdad que profesan con toda su fe, no pueden admitir la equivalencia de todos los credos religiosos, y menos aún caer en la indiferencia religiosa; desean incluso, generalmente, que todos lleguen a la Verdad que ellos conocen, y se comprometen a dar un testimonio que respete la libertad de adhesión, pues corresponde a la dignidad del hombre abrirse a la fe religiosa con un homenaje libre de la razón y del corazón, ayudado por la gracia, según lo que le descubre y prescribe la conciencia bien formada”[17].

¿Pero se trata de la última palabra del magisterio de Juan Pablo II en materia del derecho a la libertad religiosa? Algunos así lo afirman, casi con denuedo[18]. Sin embargo, profundizando sus enseñanzas, aparecen muchísimas afirmaciones que nos presentan un derecho a la libertad religiosa con un objeto y un fundamento bastante más extenso que el sugerido por algunos de sus intérpretes. El Pontífice nos empuja, quiérase o no, a una hermenéutica posconciliar de DH de contornos mucho más controvertidos. La inmunidad de toda coacción es un elemento integrante, pero no suficiente, del objeto específico del derecho a la libertad religiosa, que de suyo aparece con un ámbito de exigibilidad sensiblemente más extendido. De hecho, la transición entre contenido negativo y contenido afirmativo del derecho a la libertad religiosa está implicada en la noción misma de inmunidad de coacción. Contrariedad, constreñimiento, coacción... son términos análogos utilizados o propuestos por DH para rechazar toda forma de presión exterior, tanto física como moral. Pe ro este último calificativo es de extensión variable. Puede significar meramente la prohibición de cualquier violación del fuero interior de la conciencia, prohibición de forzar el acto de fe, que está en perfecta continuidad con lo que la Iglesia siempre ha enseñado. Pe ro también puede ser entendido, por derivación, como la obligación de impedir la preeminencia de un valor religioso sobre otro en la vida pública: algunos consideran que la exposición de los crucifijos en los centros públicos constituye una forma de presión moral hacia los no cristianos. Y en cualquier caso, se puede sostener por principio y exigencia doctrinal, la igualdad de trato entre todas las religiones en el campo público. Esta última es la posición que p a rece haber sido adoptada por Juan Pablo II a juzgar por sus palabras. En efecto, en el mismo parágrafo del discurso precedentemente citado él afirma que si, subjetivamente, “quienes creen en el Dios verdadero, por respeto a la Verdad que profesan con toda su fe, no pueden admitir la equivalencia de todos los credos religiosos, y menos aún caer en la indiferencia religiosa”, ellos “pueden, a la vez, –y deben– respetar la dignidad de las otras personas que no han de verse impedidas de obrar según su conciencia, sobre todo en materia religiosa”, porque “en cuanto al terreno de la libertad religiosa, (este) debe comportar también reciprocidad, es decir, igualdad de trato”[19]. En una tal perspectiva, los contornos entre contenido negativo y contenido afirmativo son bastante flojos.

Aquí debemos dar definitivamente un paso adelante. Ju a n Pablo II fue bastante más allá de lo que algunos de sus intérpretes suponen, guiados quizás por un cierto wishful thinking. De hecho, el Pontífice afirmó y defendió un derecho a la libertad religiosa “en un sentido amplio”[20], de contenido nítidamente afirmativo, a saber el derecho, que nace de la dignidad humana, a profesar directamente una religión –cualquiera que sea– tal como se haya elegido según la propia conciencia mediada incluso por la tradición cultural. Veamos los caminos para llegar a esta conclusión.

1) En su enseñanza, Juan Pablo II ha asimilado, sin reservas realmente aclaratorias, su concepto de libertad religiosa con aquel consagrado en la Declaración Un i versal de los Derechos del Hombre de la ONU y en las otras declaraciones y convenios internacionales, así como en las cartas constitucionales de las democracias contemporáneas[21]. Ahora bien, esta libertad tiene un contenido incontestablemente afirmativo[22]. No se trata únicamente de un derecho a no sufrir coacción ilegítima sino sobre todo de una facultad jurídica estricta, igualmente reconocida por principio a todos los individuos y comunidades, de profesar su propia religión, en cualquier lugar y circunstancia, dentro de ciertos límites del orden público.

Esta posición doctrinaria fue adoptada ex profeso por el Pontífice en el cuadro de lo que llamó la misión de presentar “el propio rostro de la Iglesia” al mundo[23]:

En sus veintisiete discursos anuales al Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede –que “representa(n) un momento particularmente significativo de mi ministerio pastoral, (pues) tengo ante los ojos a toda la comunidad internacional”[24] – Juan Pablo II crea una simbiosis entre la misión de la Iglesia a favor de los derechos humanos y la misión de los organismos internacionales[25]. En tal contexto, llega a concebir la libertad religiosa de modo tan parecido a la que está consagrada en las instancias internacionales y europeas de derechos humanos, que uno se pregunta, si al menos de hecho, no existe en lo esencial una completa identidad entre ambas.

Los pasajes que se pueden citar para dar una idea de esas enseñanzas con múltiples. Veamos algunos.

i) “Me parece que hoy, lo que la enseñanza de la Iglesia llama “el orden natural” de la convivencia, “el orden querido por Dios”, encuentra de algún modo su expresión, en la cultura de los derechos del hombre, si se puede caracterizar así una civilización fundada en el respeto del valor trascendente de la persona”[26].

ii) “Celebraremos este año el cuadragésimo aniversario de la ‘Declaración universal de los Derechos del Hombre’. Si bien es objeto de interpretaciones diferentes, los elevados principios que contiene merecen una atención universal. Este documento puede considerarse como ‘una piedra miliar puesta en el largo y difícil camino del género humano’ (Discurso a las Naciones Unidas, 2 de octubre de 1979, n. 7). (...) Llamada particular de atención sobre el derecho a la libertad religiosa”[27].

iii) “Hay un bien común de la humanidad en el que están en juego graves intereses que requieren la acción concertada de los Gobiernos y de todos los hombres de buena voluntad: la garantía de los derechos humanos (...) ¡El bien común de la humanidad! Una “utopía” que el pensamiento cristiano persigue sin cansarse, y que consiste en la búsqueda incesante de soluciones justas y humanas”. “Muchas de las exigencias relativas al verdadero bien del hombre se expresaron en la Declaración de los Derechos del Hombre y en los Tratados internacionales que hacen posible la aplicación concreta”[28].

iv) “La Declaración es tanto más importante a nuestro parecer cuanto trasciende las diferencias raciales, culturales e institucionales de los pueblos y afirma, más allá de cualquier frontera, la igual dignidad de todos los miembros de la comunidad humana, que hay que respetar, proteger y promover en toda sociedad constituida, nacional e internacional. En ello va la felicidad de las personas, pero también la paz del mundo”.

“Pienso de modo especial en la libertad de conciencia. Vosotros sabéis que he dedicado el último Mensaje para la Jornada mundial de la Paz a este tema capital. El derecho a la libertad religiosa, es decir, la facultad de dar respuesta a los imperativos de la propia conciencia en la búsqueda de la verdad, y de profesar públicamente la propia fe perteneciendo libremente a una comunidad religiosa organizada, constituye como la razón de ser de las demás libertades fundamentales del hombre. (...) Haciendo esto (vigilancia en pro del respeto de la libertad religiosa), la Iglesia tiene conciencia de servir a la humanidad, defendiendo la dignidad de la persona”[29].

v) “El prólogo de la Carta de las Naciones Unidas reafirma ‘la fe (de los pueblos signatarios) en los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y en el valor de la persona humana’. Lo que la sabiduría de las naciones reconoce, la Iglesia tiene especiales y muy profundas razones para dar testimonio de ello y asegurar su salvaguardia”[30].

vi) “El pasado 10 de diciembre celebramos el cuadragésimo aniversario de la proclamación, por la Asamblea General de las Naciones Unidas, de la Declaración universal de los Derechos del Hombre. Este texto, que se presenta como ‘el ideal común a seguir por todos los pueblos y todas las naciones’ (Preámbulo), ha ayudado a la humanidad a tomar conciencia de su comunidad de destino y del patrimonio de valores que pertenecen a toda la familia humana.

“Entre las libertades fundamentales que corresponde defender a la Iglesia en primer lugar, naturalmente se encuentra la libertad religiosa. El derecho a la libertad de religión está tan estrechamente ligado a los demás derechos fundamentales, que se puede sostener con justicia que el respeto de la libertad religiosa es como un ‘test’ de la observancia de los otros derechos fundamentales.

“La cuestión religiosa conlleva, en efecto, dos dimensiones específicas que señalan su originalidad en relación con otras actividades del espíritu, en especial las referentes a la conciencia, el pensamiento o la convicción. Por una parte, la fe reconoce la existencia de la Trascendencia, que es la que da sentido a toda la existencia y funda los valores que posteriormente orientan los comportamientos. De otro lado, el compromiso religioso implica la inserción de las personas en una comunidad. La libertad religiosa va pareja a la libertad de la comunidad de fieles a vivir según las enseñanzas de su Fundador”[31].

2) La asimilación indicada en 1 entre la concepción de DH y aquella que tienen las instancias internacionales, es también ampliamente explicitada en las intervenciones más solemnes de Juan Pablo II ante estas últimas, y en otras muchas otras ocasiones, especialmente cuando destaca que es misión de su Pontificado estar al “servicio del hombre”. Es un dato de su magisterio que no se puede obviar. Indiquemos, por vía ejemplar, tres de sus intervenciones sobre este tema:

i) “La Declaración universal de los Derechos del Hombre y los instrumentos jurídicos, tanto a nivel internacional como nacional, en un movimiento que es de desear progresivo y continuo, tratan de crea r una conciencia general de la dignidad del hombre y definir al menos algunos de los derechos inalienables del hombre. Séame permitido enumerar algunos entre los más importantes, que son universalmente reconocidos: (...) el derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión y el derecho a manifestar la propia religión, individualmente o en común, tanto en privado como en público (...). El conjunto de los derechos del hombre corresponde a la sustancia de la dignidad del ser humano, entendido integralmente”[32].

ii) “Una de las principales exigencias de la libertad es el libre ejercicio de la religión en la sociedad (cf. DH 3). Ningún Estado, ningún grupo tiene el derecho de controlar, ni directa ni indirectamente, las convicciones religiosas de una persona, ni puede reivindicar justificadamente el derecho de imponer o impedir la profesión pública y la práctica de la religión (...). Al celebrarse este año el 50° aniversario de la Declaración universal de derechos del hombre, escribí que ‘la libertad religiosa ocupa el centro mismo de los derechos humanos. Es inviolable hasta el punto de exigir que se reconozca a la persona incluso la libertad de cambiar de religión, si así lo pide su conciencia. En efecto, cada uno debe seguir la propia conciencia en cualquier circunstancia y no puede ser obligado a obrar en contra de ella (cf. artículo 18 DUDH)’ (Mensaje para la celebración de la Jornada mundial de la paz de 1999, n. 5)”[33].

iii) “Desde el inicio del proceso de Helsinki, los Estados participantes han reconocido la dimensión internacional del derecho a la libertad religiosa y su importancia para la seguridad y la estabilidad de la comunidad de naciones. En cierto sentido, la defensa de este derecho es como un indicador para verificar el respeto de todos los demás derechos humanos. (...) Por tanto, sólo puedo invitaros, queridos legisladores, a abrazar el compromiso que vuestros países han asumido en el seno de la OSCE, en el ámbito de la libertad religiosa”[34].

3) La asimilación indicada en 1 y 2 se manifiesta aún en las relaciones de Juan Pablo II con sus hermanos en el episcopado y con los fieles en general. Ilustremos esta afirmación con dos textos inequívocos:

i) “El principio de libertad religiosa” contiene “uno de los derechos más fundamentales del hombre. El Concilio Vaticano II dedicó a la libertad religiosa uno de sus documentos. Con más frecuencia cada vez, ocupa este derecho un puesto clave en los documentos legislativos. Pero queda todavía mucho por hacer para que funcione correctamente este principio en la vida social, pública, estatal e internacional”[35].

ii) “El principio de la libertad religiosa constituye uno de los principales puntos de la ‘Declaración de los derechos del hombre’ y que figura en la Constitución de todos los Estados. En virtud de este principio que la Sede apostólica frecuentemente invoca y predica (Vi illius principii, quod Apostolica Sedes saepenumero invocavit praedicavitque), le es permitido a cada creyente confesar su fe y participar en la comunidad eclesial de la que forma parte”[36].

Muchas de las fórmulas que utiliza Juan Pablo II para describir o definir el derecho a la libertad religiosa (al lado de otras, en que mantiene su contenido negativo) suponen o expresan un derecho de contenido esencialmente afirmativo, lo que le lleva a interpretar extensivamente DH 2:

i) “Derecho de la persona a profesar sus convicciones y a practicar su religión dentro de los límites debidos, establecidos por el justo orden público (cf. DH, 2. 7). En todos los tiempos ha habido mártires por la defensa y la promoción de este derecho”[37].

ii) “Derecho a profesar la fe, individualmente o en comunidad, según las reglas de cada familia religiosa”[38].

iii) “Derecho a vivir según la propia fe, el propio rito, según las propias condiciones religiosas”[39].

iv) “La posibilidad de encontrar alivio espiritual en la comunidad religiosa a que (se) pertenece”[40].

v) “Derecho a expresar públicamente y en todos los ámbitos de la vida civil las propias convicciones religiosas”[41].

vi) “Derecho a vivir en la verdad de la propia fe y en conformidad con la dignidad trascendente de la propia persona”[42].

vii) “Posibilidad de desarrollar su vida religiosa, transmitir sus creencias y sus valores, y tomar parte activa en los diferentes sectores de la vida social y en los lugares de concertación, sin que se las excluya por motivos religiosos o filosóficos, respetando así las reglas del Estado de derecho”[43].

viii) “Derecho a vivir en la verdad y en la libertad de adherir al significado último de la vida”[44].

ix) “Libertad de la comunidad de fieles a vivir según las enseñanzas de su Fundador”[45].

x) “La Iglesia reivindica a favor de la cultura, y por tanto a favor del hombre, tanto en el proceso de desenvolvimiento cultural cuando en el acto de propagación, una libertad análoga a aquella que en DH 2 se reclama para la libertad religiosa”[46].

Finalmente, Juan Pablo II precisa todo un catálogo de elementos específicos del derecho a la libertad religiosa que incluye derechos de contenido afirmativo aplicables igualmente a todas las religiones, más generoso en su extensión que el habitualmente consagrado en las cartas de derechos fundamentales internacionales, comunitarias y nacionales. En ese catálogo son enumerados siete derechos personales y diez colectivos que ayudan a levantar cualquier duda sobre la naturaleza extensiva de una concepción de la libertad religiosa que es siempre vista, de manera explícita o implícita, en la perspectiva de una interpretación de DH[47].

***

Si es cierto que Juan Pablo II ha enseñado, como lo muestran sus documentos oficiales, un derecho a la libertad religiosa de contenido afirmativo, con los elementos que hemos señalado, formulados a la luz de la hermenéutica posconciliar de DH, resulta entonces que el fondo de todo re-examen sobre la continuidad del Magisterio de la Iglesia debe ubicarse en un terreno diferente.

i) Una interpretación tradicional de DH es posible si el análisis del Magisterio de Juan Pablo II se reduce al concepto de libertad de conciencia (el que a veces identifica con el derecho a la libertad religiosa), particularmente si se tienen en cuenta los presupuestos a los que ya hemos hecho alusión de la encíclica Veritatis splendor y la exposición del Catecismo de la Iglesia Católica sobre la materia[48]. Pe ro esto no constituye el punto culminante de su enseñanza, sino su punto de partida.

ii) El respeto a la verdad prohíbe omitir que ese punto culminante es la extensión del concepto de derecho a la libertad re l i g i osa a un sentido afirmativo. No podemos abrir aquí una discusión para saber si es posible o no adoptar una interpretación “tradicional” de DH, como la realizada en su tiempo por Victorino Rodríguez, O.P., o Bryan W. Harrison, o más recientemente por Fernando Ocáriz o Fr. Basile Valuet, O.S.B.[49]. Juan Pablo II ha dado una respuesta con su magisterio auténtico, y ella es seriamente negativa. Claro que siempre existe la posibilidad de escoger entre las citas a fin de ofrecer una presentación doctrinal no problemática o hacer subrayar una armonía casi perfecta con la doctrina de Santo Tomás o de los Papas que fulminaron con tanta energía los erro res del “derecho nuevo” y las “libertades modernas”. Pero debemos convenir que tal presentación haría sonreír a todos los jefes de Estado, a los organismos internacionales, a todos los líderes religiosos y comunidades sociales ante los cuales Juan Pablo II ejerció su acción pastoral con un mensaje muy claro en sus orientaciones fundamentales, comprendiendo una doctrina sobre la libertad religiosa específica, moderna, de contenido netamente afirmativo, en continuidad con los ideales ecuménicos y humanistas de la época.

iii) En esta materia, es necesario que nos preguntemos en qué medida y hasta qué punto la doctrina sobre la libertad religiosa, de contenido moderno y afirmativo, tal como ha sido profesada por Juan Pablo II en su Magisterio auténtico, puede condicionar la respuesta al llamado lanzado por Benedicto XVI a releer los textos conciliares, y también DH, según una “hermenéutica de la continuidad”. Una parte de la respuesta podría estar en el mismo Magisterio de Benedicto XVI: ¿ha seguido o no el mismo camino que su predecesor?

iv) Para el católico que efectúa una búsqueda sobre el tema, surgen ulteriores interrogantes: ¿hasta qué punto la doctrina sobre el derecho a la libertad religiosa de contenido afirmativo es diferente de la tradición católica, que jamás reconoció –ni podría hacerlo– el derecho del hombre a caminar por un sendero divergente al de la religión verdadera, establecida por el mismo Dios? Si tal doctrina es la que sigue el Magisterio después del Concilio ¿significa que una religión falsa posee objetivamente un derecho moral, jurídicamente reconocido, a ser públicamente profesada en igualdad de condiciones que la religión verdadera? La estructura política de una sociedad católica ¿no tiene entonces, por principio, ningún derecho moral y jurídico a profesar la fe en la vida pública, ni de apoyar sobre ella la legislación y los principios de su acción?

Estas preguntas, cuya respuesta parece que debe ser negativa si nos atenemos lógicamente a la integridad de la doctrina de Ju a n Pablo II sobre el derecho a la libertad religiosa, requerirían, en circunstancias normales, una profunda aclaración del Magisterio.

 

(*) Con mucho gusto publicamos a continuación el original castellano del artículo estampado en francés en el n.º 103, correspondiente a la primavera de 2009, de la revista parisina Catholica, que dirige nuestro amigo y colaborador Bernard Dumont, cuyo autor es nuestro también querido amigo y colaborador Julio Alvear, profesor de la Universidad del Desarrollo de Santiago de Chile y colaborador del Departamento de Filosofía del Derecho de la Universidad Complutense de Madrid (N. de la R.).

[1] Juan Pablo II emplea el término en su Discurso de clausura del Congreso internacional sobre la aplicación del Concilio Vaticano II, Sono molto lieto (27 de febrero de 2000, N.º 5). (Los textos se citan de acuerdo a la versión castellana de la Librería Editrice Vaticana, del servicio de información del Vaticano. De no ser así, han sido traducidos de su versión italiana, francesa o inglesa).

[2] Cfr. Primer mensaje de S.S. Juan Pablo II “Urbi et Orbi”, Unum solummodo verbum, a la Iglesia y al mundo, del 17 de octubre de 1978.

[3] Cfr. Sínodo de Roma, relación final Exeunte coetu secundo, C, 7 de diciembre de 1985, N.º 5, in EV 09, N.º 1785, b, orig. latin y trad. italiano. Traducción nuestra. En el mismo sentido, Carta apostólica “Ecclesia Dei” en forma de “motu proprio”, 2 de julio de 1988, N.º 5, b.

[4] Cfr. Discurso Dieu soit loué a los obispos de Francia, París, 1 de junio de 1980, N.º 2.

[5] Cfr. Primer mensaje de S.S. Juan Pablo II “Urbi et Orbi”, Unum solummodo verbum, a la Iglesia y al mundo, del 17 de octubre de 1978.

[6] Cfr. Discurso Sono molto lieto para la clausura del Congreso internacional sobre la aplicación del Concilio Vaticano II, 27 de febrero de 2000, N.º 9.

[7] Cfr. Primer mensaje de S.S. Juan Pablo II “Urbi et Orbi”, Unum solummodo verbum, a la Iglesia y al mundo, del 17 de octubre de 1978.

[8] Ibidem.

[9] Cfr. Discurso Dieu soit loué a los obispos de Francia, París, 1 de junio de 1980, N.º 2.

[10] Sínodo de obispos, reporte final Exeunte coetu secundo, C, 7 de diciembre de 1985, N.º 5, in EV 09, N.º 1785, b, orig. latin y trad. italiano. Traducción nuestra.

[11] Cfr. Discurso Ci ritroviamo al Sagrado Colegio, 22 de diciembre de 1980, N.º 8.

[12] En su Discurso Dieu soit loué a los obispos de Francia, París, 1 de junio de 1980, N.º 2, Juan Pablo II llama a abandonar el tradicionalismo, que califica de “integrista”. Describe a los “integristas” como aquellos que “se durcissent en s’enfermant dans une période donnée de l’Église, à un stade donné de formulation théologique ou d’expression liturgique dont ils font un absolu, sans pénétrer suffisamment le sens profond, sans considérer la totalité de l’histoire et son développement légitime, en craignant les questions nouvelles”.

[13] Cfr. Alocución Nel darvi cordialmente a los miembros de la Asociación de médicos católicos italianos, 28 de diciembre de 1978.

[14] Cfr. Encíclica Fides et ratio sobre las relaciones entre Fe y Razón, 14 de septiembre de 1994, N.º 98.

[15] Sobre la conciencia recta y verdadera, cfr. encíclica Veritatis splendor sobre algunas cuestiones fundamentales de la Enseñanza Moral de la Iglesia, 6 de agosto de 1993, N.os 54-57, 59, 61-64 (ésta última con cita de DH 14) y Mensaje I molti popoli para la XXIV Jornada mundial de la paz del 1 de enero de 1991, 8 de diciembre de 1990, 1-3. Sobre la conciencia moral y su obligación de adecuarse a la Ley Eterna, vid. Alocución Le parole dell´Apostolo, Audiencia general, 17 de agosto de 1983, con cita de DH 3 (N.º 2) y DH 14 (N.º 3) y de Gaudium et spes 16 (N.os 1 y 3). Sobre el juicio erróneo de la conciencia, Catecismo de la Iglesia Católica, N.os 1790-1794.

[16] Exhortación Apostólica Catechesi Tradendae, 16 de octubre de 1979, N.º 14. El Catecismo de la Iglesia Católica define bastante elocuentemente todo este aspecto de la libertad religiosa en los n.os 2104 a 2106 y 2108 a 2109. También lo hace, con algo más de libertad, el discurso Questo incontro sobre la libertad religiosa en el V Congreso internacional de estudios jurídicos, 10 de marzo de 1984, N.º 5 y 6, y la Encíclica Veritatis splendor , N.º 31, que aplica DH 1.

[17] Discurso a los miembros del Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Se d e , 12 de enero de 1985, N.º 3 (En adelante las siglas DCD para este tipo de discurso).

[18] Vr.gr., recientemente, Balmaseda, María Fernanda, “La libertad de conciencia en Juan Pablo Magno. Tras las huellas de Santo Tomás”, in Studium (Madrid), Vol. XLVIII – 3, 2008, págs. 497-506.

[19] DCD, 12 de enero de 1985, N.º 3.

[20] El propio Pontífice habla del derecho a la libertad religiosa en un sentido amplio: “Como he recordado en varias ocasiones, el primero de los derechos del hombre es la libertad religiosa, en el sentido amplio del término” . Cfr. Discurso Il m’est agréable al nuevo embajador de Francia ante la Santa Sede, 10 de junio del 2000, 5.

[21] Cfr. Mensaje Fin dal secolo, para la Jornada Mundial de la Paz del 1 de enero de 1989, 9; Discurso Depuis le debut al gobierno y al cuerpo diplomático de Canadá en Ottawa, 19 de septiembre de 1984, 7.

[22] Se trata además de una libertad religiosa de sentido indiferentista. Este aspecto es bastante complejo si se tiene en cuenta los grandes elogios que hace Juan Pablo II a la Declaración universal de los derechos del hombre. Para salvar el problema, ¿se puede afirmar que el Pontífice, dada su Weltanschauung, apunta más bien, vr.gr., a la tradicional libertad de las conciencias (Cfr. Pío XI, Encíclica “Non abbiamo bisogno”, N.º 23) y no a la indiferentista libertad de conciencia? Lo que sucede es que ése es precisamente la raíz del problema.

[23] En la Encíclica Encíclica Redemptor hominis, del 4 de marzo de 1979, 4, Juan Pablo II habla de la misión de “presentar “ad extra”, al exterior, el auténtico rostro de la Iglesia”. Y afirma que, en razón de ella, en el período posconciliar “una gran parte de la familia humana, en los distintos ámbitos de su múltiple existencia, se ha hecho más consciente de cómo sea verdaderamente necesaria la Iglesia”, incluso, a veces, con una “conciencia más fuerte” que la Iglesia “ab intra”, atacada por diversas orientaciones críticas.

[24] Discurso a los miembros del Cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede (en adelante DCD), 12 de enero de 1981, 4.

[25] Un nítido retrato de esa simbiosis es el DCD del 12 de enero de 1981. Especialmente importante es el número 4 en que define la “misión del pastor universal” con los responsables de la vida institucional de cada país como “una simple cooperación, desinteresada, en las grandes causas que afectan a la vida de la humanidad: la paz, la justicia, los derechos de la persona, el bien común.” Más delante, compara la labor de los misioneros con la de “los hombres comprometidos en las Organizaciones internacionales”. Y agrega: “Este inmenso trabajo, que la Iglesia y los responsables de sus naciones quieren realizar juntos, se resume en una sola palabra: el servicio al hombre” (N.º 14).

[26] DCD, 9 de enero de 1988, N.º 10. Vid. en el mismo sentido, 14 de enero de 1980, 4.

[27] DCD, 9 de enero de 1988, N.º 10. De un modo más preciso, el vínculo entre DH y el artículo 18 de DUDH sobre la libertad religiosa es recalcado expresamente por Juan Pablo II en su último DCD, 10 de enero de 2005, 8. Vid. asimismo DCD, 12 de enero de 1979, 8.

[28] DCD, 12 de enero de 1979, 6 y 7.

[29] Ibidem, 11.

[30] DCD, 14 de enero de 1980, 4.

[31] DCD, 9 de enero de 1989, 4 y 6.

[32] Cfr. Discurso I desire to express a la XXXIV Asamblea General de las Naciones Unidas, 2 de octubre de 1979, 13.

[33] Cfr. Discurso It is a great joy a los líderes de otras religiones y confesiones cristianas, Nueva Delhi, 7 de noviembre de 1999, 4.

[34] Cfr. Discurso Je suis reconnaissant a la Asamblea de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa, 10 de octubre de 2003, N.º 4.

[35] Cfr. Ángelus del domingo, sobre el tema Il diritto fondamentale della libertà religiosa, 7 de enero de 1979.

[36] Cfr. Carta Cum superioris mensis al Cardenal Slipyj, 19 de marzo de 1979, con motivo del milenio de la Evangelización de la “Rus” (en página web del Vaticano hay un error en la fecha pues se da la data de 16 de junio de 1979, en circunstancias de que el documento está transcrito en AAS 71/7 del 15 de mayo de 1979).

[37] Cfr. Alocución Esiste un ordine a la audiencia general, 13 de abril de 1994.

[38] Cfr. DCD, 12 de enero de 1991, 5.

[39] Cfr. Alocución Quando percorriamo al terminar el Vía Crucis en el Coliseo, 13 de abril de 1979.

[40] Cfr. DCD,15 de enero de 1983, 10.

[41] Cfr. Mensaje I molti popoli para la XXIV Jornada mundial de la paz del 1 de enero de 1991, 8 de diciembre de 1990, Introducción.

[42] Cfr. Mensaje Nel primo giorno para la Jornada Mundial de la Paz del 1 de enero de 1988, 8 de diciembre de 1987, 1. Definición citada literalmente por la Encíclica Centesimus Annus del 1 de mayo de 1991, N.º 47, que la presenta en su nota 97 como aplicación de DH 1-2.

[43] Cfr. Discurso Il m’est agréable al embajador de Francia ante la Santa Sede, 10 de junio del 2000, 5.

[44] Discurso Questo incontro sobre la libertad religiosa en el V Congreso internacional de estudios jurídicos, 10 de marzo de 1984, 5. Vid. en análogo sentido Discurso Depuis le debut al gobierno y al cuerpo diplomático de Canadá en Ottawa, 19 de septiembre de 1984, 7.

[45] DCD, 9 de enero de 1989, 4 y 6.

[46] Cfr. Discurso Sinto-me feliz en encuentro con eminentes personalidades de la cultura, Rio de Janeiro, 1 de julio de 1980.

[47] Juan Pablo II afirma que estos derechos son “los elementos específicos que corresponden al concepto de ‘libertad religiosa’ y que constituyen su campo de aplicación, en la medida en que son conclusión lógica de exigencias de las personas y de las comunidades, o en la medida en que son requeridos por sus actividades concretas”. Cfr. Mensaje L´Eglise catholique, a la Conferencia de Madrid de Jefes de Estados signatarios del acta final de Helsinki, 1 de septiembre de 1980. Los derechos personales se indican en el N.º 4 a) y los comunitarios en el N.º 4 b). A lo largo de su Pontificado, en diversas oportunidades hará referencias a este Mensaje.

[48] Vid. notas 16 y 17.

[49] Fr. Basile Valuet O.S.B., La Liberté Religieuse et la Tradition Catholique. Un cas de développement doctrinal homogène dans le magistère authentique (3 t. en 6 vols, Abbaye Sainte-Madeleine, Le Barroux, 1998, 2.ª édition revue et augmentée). El autor se esfuerza por probar documentalmente que la confesionalidad católica del Estado está recogida en el texto de DH y es compatible con el magisterio de Juan Pablo II. Desgraciadamente, a propósito de este último, el trabajo de Fr. Basile queda incompleto, en primer lugar, por una razón de insuficiencia de fuentes: el autor que ha querido cubrir en detalle el magisterio de Juan Pablo II basa su trabajo en 151 documentos del Pontífice, pero deja fuera 442, cuya existencia refiere en la segunda edición de su obra (ibid., II A, págs. 1424-1437), sin detenerse en ellos, salvo dos excepciones. Por otra parte, y en términos más generales, en razón de una insuficiente selección de textos: Fr. Basile no explota los documentos que desarrollan una enseñanza fundamental para comprender el fondo del pensamiento de Juan Pablo II sobre la libertad religiosa en el sentido dinámico y amplio que hemos expuesto aquí.