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La libertad moderna de conciencia y de religión y la construcción del Estado. Una apelación a nuestro presente histórico

 

1. Introducción

El conformismo histórico parece ser la única respuesta permitida a quienes, en un afán que suena a escabroso, destacan la opacidad de las libertades modernas, especialmente de aquellas que integran el nicho más preciado de la Ilustración, desde Bayle hasta Kant, cual es el de la libertad de conciencia y de religión. A fin de exorcizar tal incómoda sensación, que condiciona paradójicamente nuestra libertad de razonar, se hace necesario considerar ese nicho en su génesis conceptual e histórica. En otros términos, para comprender enteramente el sentido de la libertad de conciencia y de religión moderna es imprescindible apreciarlas no sólo en su momento estático actual, en su presente inmediato, sino también en el despliegue de su idea en el tiempo.

Hay conquistas sin las cuales no se explica el mundo moderno particularmente si nos atenemos a esa inmensa construcción política y jurídica que llamamos Estado. La libertad de conciencia y de religión es una de ellas, aún cuando el término “conquista” levante –aunque sólo por vía ulterior y reflexiva– una serie de sospechas capaz de enervar su sentido lisonjero. Pero por de pronto, ambientándonos en la superficie de dichas libertades, su existencia suena a legitimidad.

 

2. Los diversos significados de la moderna libertad de conciencia y de religión

¿Cuál es el significado próximo e inmediato de esa legitimidad? La respuesta pasa por discernir lo ineludible, esto es, lo que ninguna reflexión contemporánea sobre la libertad puede eludir, a saber, que vivimos inmersos en un conjunto de sociedades multiculturales, donde la diversidad religiosa, moral, étnica y social se impone por la vía de los hechos consumados, y de forma independiente a las teorías o discursos de sentido que sobre ella pueden formularse, como las de Rawls o Habermas. Esta multiculturalidad acusa una convivencia mutua entre las diversas tradiciones religiosas y culturales al interior de cada Estado, de donde se deduce la necesidad de la libertad religiosa como régimen vertical (libertad que garantiza el Estado a los individuos y comunidades) y horizontal (mutuo respeto de los ciudadanos y comunidades entre sí). La referida multiculturalidad impone también la libertad de conciencia que se expresa en la garantía de que cada ciudadano es dueño de las decisiones (fundamentalmente morales) respecto del destino de su propia vida y a nivel comunitario de la posibilidad de ser diferente y de transmitir esa diferencia.

Pero no es sólo la policromía valorativa de la sociedad contemporánea la que parece justificar la libertad de conciencia y de religión. Ante la extinción de los totalitarismos –salvo conocidas excepciones– y de la mayor parte de las fórmulas invasoras del Estado moderno –al menos las visibles–, se considera lógico reivindicar, desde el horizonte de una experiencia ya vivida, aquellas dos libertades como un parapeto inestimable ante eventuales tentaciones expansivas del poder político.

Muchos creen que este sentido social y primario de la libertad de conciencia y de religión es el único posible dada las circunstancias post-nihilistas por las que atraviesan nuestras sociedades. Tales libertades aparecen como un modo de coexistencia entre individuos y grupos que en las actuales condiciones se presentan como el único camino. Si no hay bienes trascendentes que unan comunitariamente a los hombres, al menos debe haber recursos jurídicos de textura social que impidan que las diferencias múltiples degeneren en conflictos. Es un “al menos” escuálido, es cierto, pero de signo positivo, que explica que ambas libertades sean motivo de encomio por parte de todos los representantes del pensamiento político oficial. Desde este ángulo, ¿cómo no mirar con simpatía la libertad de conciencia y la libertad religiosa? ¿No es una fórmula de convivir –¿de coexistir?– sensata y razonablemente con nuestros semejantes, con la asunción recíproca del respeto a la diversidad? ¿No se cumple quizás el sueño de Voltaire de unir las distintas religiones y posturas morales en una mutua aceptación que tenga como primer principio “no hacer aquello que no querrías que te hicieran”[1]?

Este significado primario de la libertad de conciencia y de religión como modo de coexistencia social vacila, sin embargo, si consideramos el suelo en que se asienta, el aire que respira, el ambiente que lo configura.

Por un lado, es fácil ver cómo la libertad de conciencia y de religión son un cierto bien para la coexistencia interna de las actuales sociedades en la medida en que cargan con el peso de una honda crisis de la inteligencia y en la voluntad que les impide llegar a un entendimiento en torno a una noción fundante de bien común. Pero, por otro lado, no es difícil auscultar que si ambas libertades pueden ser apreciadas como un bien, lo son a título provisional y relativo: son una receta social defectiva y no perfectiva, propia de regímenes anémicos de verdad y de virtud.

No siempre este juicio de relatividad está presente en quienes aplauden el concepto moderno de libertad de conciencia y de religión como hechos sociales, pero a poco que se reflexione sobre los múltiples defectos antropológicos de la sociedad contemporánea que constituyen su cantera subterránea, la conclusión se torna asequible. Es más, en una vuelta de tuerca, el sólo hecho de enunciar el status sociológico y cultural sobre el que se enraíza la libertad de conciencia y de religión en nuestra época contraría por sí misma su primera imagen impoluta. Ambas libertades que parecían lógicas, necesarias y razonables se nos vuelven problemáticas. Los calurosos sentimientos de simpatía que despiertan se temperan a la vista de una mirada más escrutadora que se ve forzada a preguntar si acaso estas libertades no sólo son síntomas sino también instrumentos de la crisis de verdad y de bien que nos abruma.

Tal crisis, por cierto, es producto indirecto pero necesario de la demolición de la Cristiandad que a su vez había legado el patrimonio greco-romano de una razón natural que, por así decirlo, se había hecho historia. Hay quienes sostienen, sin embargo, con una pasmosa inverosimilitud, que la Modernidad en su actual configuración es fruto del mutuo complemento entre tradición cristiana e Ilustración. Pero tales opiniones no sólo no han calado la esencia de la Modernidad sino que se arrullan en ilusiones totalmente ajenas al carril de la historia. No puede haber complemento entre la vida y la muerte; en todo caso, de la composición de ambos, sólo puede salir una vida que está muriendo. La Modernidad no sólo devora la tradición que le ha precedido, sino también sus propios artificios. Mi remos nuestras instituciones sociales y políticas –la familia, los municipios, el Estado-nación, etc.– y en general las veremos en estado de “categorías zombis”, de “instituciones zombis”, como les llama Ulrich Beck, porque se encuentran en el trance de estar muertas estando vivas. Nos hallamos al final de un proceso que un pensador tan insospechado como Zygmun Bauman ha caracterizado con clarividencia como un proceso de licuefacción de todo lo estable. ¿Acaso, se interroga Zygmunt Bauman, el discurso de la modernidad no fue desde siempre un proceso de “licuefacción”? ¿Acaso “derretir los sólidos” no fue su principal pasatiempo y su mayor logro? Acaso la Modernidad no ha sido fluida desde el principio?[2].

En este terreno se tiene el derecho a preguntar si acaso la “multiculturalidad” –concepto tan en boga en los teóricos contemporáneos de la democracia y del liberalismo– no es en realidad un eufemismo que cubre el hecho de que la sociedad ya no existe; lo que hay es una “disociedad” en expansión[3]. En este presente existencial, ¿no es la libertad de conciencia y la libertad religiosa el instrumento que justifica la coexistencia asimétrica de los individualismos divergentes, el disfraz que neutraliza la búsqueda de un punto sólido de concordia social y de auténtica comunidad política? La neutralidad que profesan estas libertades se transmuta fácilmente en la victoria omnipresente de la doxa sobre la episteme, de los sofistas sobre los sabios, de los dioses –es decir, del hombre que pretende ser tal– sobre el verdadero Dios, del individualismo sobre la persona humana y las exigencias de la vida buena. Las manos de estas libertades no son por tanto indiferentes. Son manos indiferentistas. Son manos que, por la vía de la remoción de obstáculos, han permitido que se levante sin competencia el arco de triunfo del homo consumericus, al atestiguar con su existencia que a la sociedad no le está permitido volver a sus antiguas certezas. Hecho social pavo roso que convierte a la libertad de conciencia y de religión en signo de la anarquía de opiniones y sentimientos.

Descritas sumariamente las dos caras del significado social y primario de la libertad de conciencia y de religión, se puede formular una objeción: estas libertades son un ideal y como tal deben ser trazadas. Más allá de las contingencias negativas por las que atraviesan las actuales sociedades democráticas, lo que se ha de subrayar no es el funcionamiento social y provisional de dichas libertades sino su pretensión prescriptiva. Pero este es un nuevo significado que acompaña a lo que comúnmente se denomina “libertad moderna”. Pasamos entonces de una concepción de libertad como modo de coexistencia a otra definida como modelo y método de coexistencia.

La primera es un concepto plástico que se vive como tal: obedece a unas circunstancias concretas que bien pueden cambiar y admite, o al menos no prejuzga, la posibilidad de otras formas de organización ideales o más perfectas. La segunda es una noción dogmática: obedece a una doctrina fija que pretende inspirar y regular la realidad social, política e incluso moral del hombre. La primera es una práctica que puede o no justificarse desde puntos de vista distintos; la segunda es una norma y supone una doctrina específica que le sirve de fundamento filosófico.

Las distinciones precedentes no dejan de ser importantes para evitar los equívocos. Así por ejemplo, en cuanto modo de coexistencia se puede dar valor positivo a la libertad de conciencia y de religión fundado en la doctrina clásica de la tolerancia civil. Pero también se la puede estimar como tal sosteniendo la incompetencia radical del poder político en materia religiosa (tesis compartida por ciertas formas históricas de liberalismo católico y laico), y desechando el marco conceptual de la tolerancia. O asimismo, se puede profesar una libertad de conciencia y de religión como modelo y método fundado positivamente en el agnosticismo de Estado y en la secularización del poder político y de la autoridad social.

Este último significado es el que se deriva del lenguaje de los derechos humanos en su triple vertiente: dogmática, doctrinal y filosófica. O para ser más exactos, se trata de un caudal que proviene de un mismo río, y que se origina en una misma fuente, todos en continua comunicación. Lo dogmático jurídico conduce a la teoría general que lo explica y ésta se remonta a la filosofía política y jurídica que lo fundamenta. De manera que no es difícil una vez traspasadas las primeras explicaciones dogmático-jurídicas sobre la libertad de conciencia y de religión arribar por vía de génesis filosófico-conceptual e histórica al corazón de dichas libertades impregnadas de sentido moderno.

De este modo ya podemos hacer una explanación sumaria de los principales significados de la libertad de conciencia y de religión y de sus connotaciones:

i) Un significado primario y social de signo positivo: la libertad de conciencia y de religión como simple modo de coexistencia.

ii) Un significado primario y social de signo negativo: la libertad de conciencia y de religión como instrumento de “licuefacción”.

iii) Un significado jurídico-político específico: la libertad de conciencia y de religión formalizada en el derecho positivo, cultivada en la doctrina jurídica e interpretada por la jurisprudencia de los tribunales. En sus ultimidades, se apoya conceptualmente en (iv).

iv) Un significado filosófico: la libertad de conciencia y de religión como “conquista” de la Modernidad. Históricamente precede en mucho a (iii), el cual es a la vez su fruto y concreción.

No podemos detenernos ni en el análisis dogmático jurídico de la libertad de conciencia y de religión ni en la teoría general del derecho que se ha tejido en torno a ella, sea en el área de Europa continental e Hispanoamérica, sea en el mundo anglosajón. Respecto del epígrafe (iii) apuntaremos simplemente que las doctrinas más caras al constitucionalismo contemporáneo han resaltado hasta el infinito el carácter autónomo –desvinculado formalmente de toda norma objetiva moral y religiosa– de ambas libertades y han precisado su carácter frontal respecto de los derechos individuales así como su nexo imprescriptible con la subsistencia de la democracia liberal hoy vigente en Occidente. Tal veta doctrinaria ha tenido su proyección en el derecho positivo, pues en torno a aquellas libertades se ha consumado un cómodo consenso en los instrumentos internacionales, comunitarios y constitucionales de derechos humanos, lo que parece excluir cualquier dificultad incluso teórica –tal es la fuerza de persuasión de la unanimidad oficial– en torno a su validez conceptual y a su legitimidad histórico-política.

Se puede decir que la doctrina jurídica contemporánea orilla la noción de conciencia moral sin llegar a ella. El uso del lenguaje subyacente sirve para expresarlo. La noción de conciencia moral ha desaparecido sigilosamente, siendo sustituida por la conciencia psicológica, entendida como capacidad del espíritu humano de reconocerse en sus atributos esenciales y en todas las modificaciones que en sí mismo experimenta. El aspecto moral aparece sólo en un segundo lugar, esencialmente vinculado a esa subjetividad, en donde se da por probado que no existe esa “ley de los corazones”, la ley natural de la que habla San Pablo. Nuestro lenguaje incluso ya lo atestigua. La edición vigésimo segunda el Diccionario de la RAE define la conciencia moral como “conocimiento interior del bien y del mal” erradicando la definición antigua que la definía como “conocimiento del bien que debemos hacer y del mal que debemos evitar”. Como es fácil inducir, la primera acentúa la subjetividad, y por tanto la relatividad; la segunda, la objetividad, y en consecuencia la verdad.

Una rápida inmersión en la doctrina jurídica española o francesa nos sirven de ilustración. En uno de los más completos estudios sobre la libertad de conciencia hispanos, se la enuncia como “la capacidad o facultad para percibir la propia identidad personal como radical libertad... sintiéndose sujeto único al que han de referirse todos los cambios, transformaciones y acciones”[4]. Desde la doctrina francesa se ha definido la conciencia como la “capacidad de cuestionar, a partir del propio itinerario, el mensaje de una tradición religiosa” en cuanto en ello se expresa “la representación de la libertad, entendida como realización de la persona humana”[5]. Es decir, del hecho de la conciencia se deduce su intocabilidad sin ninguna referencia a la ley moral. Esto, desde el punto de vista metafísico, no es más que puro y simple ateísmo; es el olvido, sinuoso, sutil o pugnaz, de que el ser humano es criatura, de que su existencia no está desligada de su principio.

 

3. Naturaleza y fundamento teológico-filosófico de la libertad de conciencia moderna.

Tocamos aquí la llaga del problema de la libertad de conciencia moderna; su aspecto filosófico más profundo. La doctrina jurídica nos sirve de mampara para situar el asiento filosófico y teológico de la conciencia moderna y de su libertad en materia de religión.

Ese asiento es antropológico y moral, y alude a una elección metafísica. La percepción que el hombre moderno quiere tener de sí mismo es la de un ser absoluto. Se representa a sí desvinculado de un orden previo que debe respetar y amar, sea en el campo físico, sea en el moral o religioso. Se dice dueño de la naturaleza a través de la ciencia y de la técnica; dueño de la sociedad mediante una política entendida como poiesis y artificio; dueño de sí mismo a través de la libertad de conciencia como independencia moral; dueño del camino de Dios mediante la libertad religiosa. Su metafísica es la de ser una criatura que renuncia a vivir como tal.

Es la rebeldía contra el carácter de criatura a través de un intento de renuncia ontológica imposible. Es la actitud de un nuevo Adán pervertido que acredita en el “seréis como dioses”[6] que no es sino un llamado a vivir fuera de la realidad de su condición. En esta fibra está representada en toda su hondura el drama del humanismo ateo (De Lubac), de la existencia desligada (X. Zubiri)[7], de la expulsión de la conciencia de Dios (C. Fabro)[8] del hombre que busca afirmarse a sí mismo al margen de Dios en vez de encontrarse a sí mismo en Dios.

En el ámbito moral este drama es especialmente pungente, quizás porque la actitud del hombre moderno centrada en lo que actualmente se llama libertad de conciencia está preanunciada en las Sagradas Escrituras como advertencia y como castigo. “De cualquier árbol del jardín puedes comer, mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comieres de él, morirás sin remedio”[9]. “‘El árbol del conocimiento del bien y del mal –explica el Catecismo de la Iglesia Católica– evoca simbólicamente el límite infranqueable que el hombre en cuanto criatura debe reconocer libremente y respetar con confianza. El hombre depende del Creador, está sometido a las leyes de la Creación y a las normas que regulan el uso de la libertad”[10]. En otras palabras, el hombre no inventa con su libertad el bien y el mal, sino que por el contrario, su existencia delata el límite constitutivo de toda libertad humana. Rebelarse contra esto es rebelarse contra Dios y el sello que ha dejado en la ley natural. Pero es una actitud inútil, como la de un perro que ladrase contra el sol porque no quiere recibir su luz.

Cuando se revisa la historia del pensamiento occidental, desde la crisis nominalista hasta nuestros días, se observa un proceso de elaboración de la doctrina de la libertad de conciencia moderna que puede ser representada en los siguientes momentos:

a) El momento protestante. Son muchos los estudios que subrayan cómo la libertad de conciencia moderna se forja en el terreno protestante, dado el dinamismo del principio del libre examen luterano, tanto desde el punto de vista lógico-conceptual como del histórico y psicológico.

Es un hecho indiscutible que el protestantismo avanzó disolviéndose, es decir, partiéndose o multiplicándose en múltiples facciones, que a su vez, a fin de evitar su atomización, colocaron en cuarentena el principio subjetivizador del libre examen, estableciendo una cierta ortodoxia y una cierta autoridad, variable según los casos, pero defendidas con gran energía y con sistemas sancionatorios.

En este contexto, el libre examen es reivindicado como un derecho de la conciencia cristiana, sea por los disidentes al interior de cada comunidad religiosa, sea por éstas ante las facciones reformadas mayoritarias o frente al Estado confesional reformado, con el objeto de evitar sanciones o persecuciones, y de seguir la propia interpretación religiosa.

El libre examen como derecho a examinar la fe sin mediación de magisterio autoritativo, a partir de categorías meramente subjetivas, incluso de la depreciación de la función de la razón respecto de la verdad religiosa, contiene en su germen la esencia de la libertad de conciencia moderna. Por otro lado, la multiplicidad de facciones religiosas al interior de los países protestantes sólo podía favorecer el desarrollo de esta libertad. Si se reprimía o perseguía a los disidentes, se alzaba la voz en defensa del libre examen; si se imponía un régimen de tolerancia, se normalizaba sociológicamente el hecho de la pluralidad, y con ello, cobraba verosimilitud el principio filosófico de que la verdad religiosa objetiva no existe. El Iluminismo se encargará de unir este principio a la libertad de conciencia.

b) El momento iluminista. Es notable que los defensores más destacados de la libertad de conciencia del siglo de las luces no sólo provienen de terreno protestante, sino que además recogen sus argumentos. Pero los visten con ropas nuevas, las del naturalismo y del escepticismo. Pierre Bayle, por ejemplo, es un precursor privilegiado de la doctrina de los derechos de la conciencia absoluta, y forma sus argumentos a partir de una gran cantidad de obras provenientes de los grupos disidentes del calvinismo en Holanda, especialmente de las facciones integradas por los refugiados hugonotes. Sin embargo, la libertad de conciencia ya no es para él la libertas christiana guiada por el libre examen, sino algo más cercano a la licentia religionum, una suerte de libre examen de nuevo cuño que en realidad profesa la irreligión[11].

También John Locke elabora su doctrina sobre la tolerancia y la libertad de conciencia a partir de los escritos de los disidentes del anglicanismo, pero, como veremos, su noción de libertad de conciencia desborda en mucho los marcos de la heterodoxia anglicana para situarse también en el naturalismo y el escepticismo[12]. La libertad de conciencia del Iluminismo, aun en los diversos matices de sus representantes, se alimenta de tres presupuestos filosóficos: i) las ideas no existen en cuanto expresan las esencias de las cosas, sino que son sensaciones transformadas; ii) lo sobrenatural repugna a la razón: religión revelada y razón son inconciliables; iii) el estado de sociedad organizada y política no es natural al hombre[13]. El Iluminismo comparte con el protestantismo el culto por el principio de la subjetividad y el odio a Roma, los dos grandes motores de la libertad de conciencia moderna, a los que aquel agregará el rompimiento formal con la religión revelada[14].

Los philosophes adoctrinan sobre la libertad de conciencia a través de la tolerancia. Jean de Viguerie resume este concepto tan caro al Iluminismo en cuatro preceptos: i) no hacer a los demás lo que no nos gustaría padecer; ii) toda verdad es subjetiva, y, por tanto, nadie tiene derecho a imponer su norma; iii) toda religión no es más que una opinión entre otras; iv) el Estado no tiene por qué intervenir en las cuestiones que implican una definición de salvación eterna[15]. La tolerancia ilustrada es, en este sentido, un concepto engañoso, un arma de propaganda. Es porque ninguna religión es verdadera que se debe tolerar la difusión de ataques contra ella. La tolerancia ilustrada no dice: todas las religiones son buenas. Ella dice: ninguna religión merece que alguien se bata por ella, y especialmente el catolicismo, que es la peste de la humanidad y necesita ser erradicado sin ninguna tolerancia[16].

c) El momento kantiano. Fue mérito de la Ilustración germana y posteriormente del idealismo en su faceta política el haber precisado y sistematizado la doctrina de la libertad de conciencia absoluta. El sapere aude lanzado por Kant como un santo y seña que indica la liberación de la humanidad de su minoría de edad cobra su concreción en una libertad que necesita romper todas las ataduras. De este modo, Kant transporta la idea de conciencia desvinculada de lo religioso al plano moral: la conciencia es autónoma, sólo obedece a las leyes que se da a sí misma. La libertad de conciencia tiene un carácter liberador, místico, de entusiasmo religioso invertido, pues por ella el hombre se redime a sí mismo, construyendo con sus manos el reino de Dios que ya no bajará desde el cielo pues será obra de los hombres, como recuerda Kant en La religión dentro de los límites de la mera razón.

En sus obras póstumas Kant deja claro que pretender la existencia de un ser trascendente que se manifiesta por mediación de la conciencia y de la ley moral o a través de la Revelación cristiana significa renunciar a la razón. “El concepto es fanático (schwär-merisch) cuando aquello que está en el hombre es representado como algo que está fuera de él, y viene representada una obra de su propio pensamiento (sein Gedankenwerk) por una cosa (Sache) en sí (sustancia)”[17]. “La razón se hace (macht) para sí misma a Dios”[18].

La exaltación de la libertad humana es la llave de entrada a todo el sistema kantiano. Es una feroz afirmación de independencia frente a Dios, la naturaleza, sus causas y su ordenación. En la nota 3 de su opúsculo sobre la paz perpetua escribe como notable confesión: “En lo que a mi libertad se refiere, no tengo ninguna obligación con respecto a las leyes divinas, cognoscibles por mi razón pura, sino en cuanto que haya podido yo darles mi consentimiento; pues si concibo la voluntad divina, es sólo por medio de la ley de libertad de mi propia razón”. De ahí que la autoridad religiosa y moral, sea de la Iglesia Católica, sea de cualquier religión revelada, constituya una tutoría inaceptable propia de la minoría de edad de la razón, que hay que sacudir con ayuda del Estado, encarnación política de la razón universal[19].

d) El momento del ateísmo postulatorio. Si se niega el vínculo de la conciencia con una ley (divina o natural) a la que debe obedecer, hay que dar el paso completo y negar la existencia del autor de esa ley, transformando al hombre en dios para sí mismo a través de su libertad concebida como un absoluto. “Si hubiera dioses, ¡cómo soportaría yo no ser Dios! Por lo tanto no hay dioses”[20]. Este es el lema del ateísmo postulatorio, desde Nietzsche a Sartre, y de Sartre hasta nuestros días.

Nietzsche es bastante expresivo. Dios debe morir para que el hombre moderno sea libre: “El Dios que veía todo, también al hombre: ¡ese Dios tenía que morir! El hombre no soporta que tal testigo viva”[21]. “¿Qué sabe hoy todo el mundo? ¿Acaso que no vive ya el viejo Dios en quien todo el mundo creyó en otro tiempo? ... ¡Fuera tal Dios! ¡Mejor ningún Dios, mejor construirse cada uno su destino a su manera, mejor ser un necio, mejor ser Dios mismo![22]. “Ahora llega el gran mediodía, sólo ahora se convierte el hombre en superior, en señor![23].

Sartre es asimismo muy claro: “En el siglo XVIII, en el ateísmo de los filósofos, la noción de Dios es suprimida, pero no pasa lo mismo con la idea de que la esencia precede a la existencia. Esta idea la encontramos un poco en todas partes: la encontramos en Diderot, en Voltaire y aun en Kant”. Pero no hay esencia, “no hay naturaleza humana, porque no hay Dios para concebirla. El hombre es el único que no sólo es tal como él se concibe, sino tal como él se quiere... el hombre no es otra cosa que lo que él se hace”.

“El hombre es ante todo un proyecto que se vive subjetivamente... nada existe previamente a este proyecto; nada hay en el cielo inteligible, y el hombre será, ante todo, lo que habrá proyectado ser”.

“No hay ninguna diferencia entre ser libremente, ser como proyecto, como existencia que elige su esencia, y ser absoluto... si he suprimido a Dios padre, es necesario que alguien invente los va lores. El hombre es el que inventa los valores”[24].

 

4. Naturaleza y fundamento teológico-filosófico de la libertad religiosa moderna

El ateísmo postulatorio, que niega el carácter de criatura en el hombre, es el que puede percibirse, la mayor parte de las veces edulcorado e implícito, pero no por eso menos real, en el concepto moderno de libertad de conciencia, lo que tiene hondas repercusiones en el correlativo derecho a la libertad religiosa.

En efecto, en la libertad de conciencia contemporánea se subentiende, parafraseando a Sartre, que es el hombre quien inventa los valores religiosos, de tal manera que, como observa Marcel Gauchet, “tras la facultad de escoger una religión se perfila la capacidad última de escoger una ley propia, fuera del terreno de lo divino”[25].

En este contexto, el olvido del carácter creatural por parte de la libertad religiosa moderna se da en un doble plano: ontológico y moral. Por el primero, la libertad religiosa sirve paradójicamente para afirmar la desvinculación entitativa del hombre con su Creador, negando el movimiento primario de todo fenómeno religioso que es de carácter ascendente y real: el “religarse”del hombre con Dios no es una postura vital marcada por la subjetividad humana, sino por la búsqueda de la verdad extra-mental. El hombre religioso se mueve hacia su Creador, aún en la penumbra del paganismo, no a su discreción, sino bajo el imperativo de la noticia de su primer principio, cuyo rastro encuentra en la naturaleza y después en el espejo de la Revelación.

Desde la perspectiva moral, el status de criatura es inseparable de la noción de religión como virtud: el carácter creatural –y aún más, el don sobrenatural cristiano– determina el “debe” infinito que el hombre tiene respecto de su Dios, el Señor, al que hay que adorar y obedecer; el Padre, al que hay que amar, etc. La religión, aun vista como fenómeno sociológico, excluye el principio subjetivista moderno de la libertad religiosa fundada en la autonomía moral de la libertad de conciencia.

 

5. El sedimento teológico-filosófico de la libertad de conciencia y de religión en las declaraciones jurídicas contemporáneas: ateísmo, apostasía y heterodoxia

El carácter absoluto de la libertad de conciencia y de religión se formaliza jurídicamente sobre este fondo antropológico que contiene la negación o el olvido de la condición de criatura y el desconocimiento de la naturaleza de lo religioso. Es algo que incluso han reconocido quienes, como Habermas, defienden el rol de la libertad religiosa en el espacio público liberal[26].

Es importante notar que éste es el sedimento en el que se apoya la consagración de la libertad religiosa en los instrumentos internacionales de derechos humanos[27]. El Comité de derechos del hombre de las Naciones Unidas ha establecido que “no se autoriza ninguna restricción, cualquiera que ella sea, a la libertad de pensamiento y de conciencia o a la libertad de tener o adoptar la religión o la convicción de su elección”[28]. Y la Corte europea de los derechos del hombre precisa que la libertad de pensamiento, conciencia y de religión “figura, en su dimensión religiosa, entre los elementos más esenciales de la identidad de los creyentes y de su concepción de la vida, pero ella es también un bien p recioso para los ateos, los agnósticos, los escépticos o los indiferentes. Es parte del pluralismo, duramente conquistado en el curso de los siglos”[29].

La doctrina jurídica contemporánea está de acuerdo en que la libertad religiosa –o la libertad de conciencia en materia de religión– como derecho subjetivo incluye necesariamente el derecho a tener cualquier creencia religiosa o no tener ninguna; el derecho a abandonar las creencias propias cuando se quiera y sustituirlas por otras o por ninguna; y el derecho a ejercer libremente “en conciencia” la adhesión crítica a un sistema de creencias determinadas, dado que en el seno de una comunidad religiosa siempre se entra en concurrencia con una doctrina religiosa que por definición se presenta como no discutible ni negociable[30].

En estricto rigor, esto significa que:

i) La libertad religiosa como derecho a no adoptar ninguna creencia religiosa incluye el derecho al ateísmo.

ii) La libertad religiosa como derecho de abandonar las creencias propias cuando se quiera y sustituirlas por otra o por ninguna, consagra el derecho a la apostasía.

iii) La libertad religiosa como facultad de enjuiciar críticamente la propia tradición religiosa, reconoce el derecho a la heterodoxia y a la herejía.

Nótese que no estamos hablando de veleidades, opciones o intereses, sino de facultades que se reconocen como estrictos derechos, y que, por tanto, pueden exigirse “en justicia”.

 a) El derecho a la apostasía. Tengo derecho a cambiar de religión cuando quiera. Este derecho está consagrado en el artículo 18 de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre (1848). Como ha puntualizado un relevante observador de las Naciones Unidas se trata de “un derecho fundacional por la fuerza de su mensaje y la precisión de sus disposiciones. El derecho explícito a cambiar de religión constituye un paso privilegiado que nunca antes había sido franqueado”[31].

b) El derecho al ateísmo. Tengo derecho a ser ateo, como tú tienes el derecho de ser cristiano. Tal derecho ha sido reconocido por el artículo 18 del Pacto de Derechos Civiles y Políticos (1966). La Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, en su observación general n.º 22 establece que la libertad “de tener” o de “adoptar” una religión o una convicción “implica necesariamente la libertad de elegir una religión o convicción, y comprende el derecho de sustituir su religión o su convicción actual por otra religión o convicción o de adoptar una posición atea como el derecho de conservar su religión o su convicción”[32].

c) El derecho a la herejía y a la heterodoxia. Es esta una consecuencia ineludible de la libertad de conciencia concebida como libertad de interrogación frente a las proposiciones dormáticas, y que en su dimensión de libertad de pensamiento constituye un ejercicio razonado de cuestionamiento frente a la verdad instituida por una comunidad religiosa. De hecho, la libertad de conciencia no queda sujeta a la autoridad religiosa, sino que pugna por autoafirmarse como índice de su propia independencia y autorealización. De ahí que, según observa Bruno-Marie Duffé, “el hereje es el creyente que se arriesga a una expresión diferente –en seguida calificada de ‘errónea’ pura y simplemente por oposición a la ortodoxia– de lo dado por la tradición”. Pero, en realidad, lo que el hereje hace es ejercitar la libertad de conciencia “para interrogar el discurso y las prácticas aun a riesgo de encontrarse en una situación de exclusión... A menos que sea psíquicamente suprimida, el hereje hace de su libertad de conciencia y de expresión, aquello que previene a la institución religiosa de la deriva totalitaria que siempre y necesariamente la guía”[33].

Nótese que estas facultades no están protegiendo directamente el papel que juega la conciencia humana en el fuero interno de la persona. No está en juego la prohibición de forzar a alguien a obrar contra su conciencia, que todo el mundo acepta, sino el deseo de que no exista la verdad religiosa, ni algo parecido a una Revelación divina. Como consecuencia, todo derecho en torno a la religión queda anclado en la conciencia subjetiva que es la que inventa los valores. Visto desde este ángulo, el “derecho al ateísmo” plantea a la libertad religiosa un dilema de difícil solución: si Dios existe, es absurdo establecer un derecho a oponerse a él de un modo radical, cual sería la oposición cognoscitiva a que ese Dios entre en la vida que le debemos; y si Dios no existe, la libertad religiosa no pasa de ser un compromiso deshonesto, porque por medio de ella la sociedad secularizada no está reconociendo el derecho de rendir culto a Dios, sino el derecho a crear dioses para satisfacción de los propios sentimientos subjetivos.

La libertad de conciencia y de religión moderna es una pastilla que se traga entera o no se traga. Los coqueteos teóricos con ella son siempre desfavorables a la identidad de la propia religión, porque aquella es inseparable de sus presupuestos escépticos en el orden religioso, metafísico y epistemológico. Si hay libertad religiosa en el sentido moderno es porque no se admite ni la posibilidad ni la existencia de una revelación divina, ni una verdad en torno a Dios, a sus mandamientos y a su culto. Entiéndase bien: no se trata ni siquiera del problema de cuál sea la religión en concreto verdadera. Esa es una cuestión superada por el “a priori” de la libertad religiosa que establece que la verdad o el error no tienen una realidad propia más allá de los elementos psicológicos y subjetivos de quién los afirma[34].

De esta manera, es indudable que la libertad religiosa en su sentido moderno protege la demolición de los dogmas religiosos. Como lo haría, mutatis mutandis, en los tiempos actuales, el reconocimiento de un derecho a la apostasía, a la herejía y a la heterodoxia (que incluye su difusión pública) respecto del dogma democrático y liberal.

 

6. La libertad religiosa como estrategia política de los filósofos anti-cristianos para disolver la unidad religiosa de los Estados

Cuando se leen los escritos de los filósofos del siglo XVIII y XIX que tutelan la libertad de religión, se llega a la conclusión de que no sólo defienden situaciones ocasionales que hace legítima la tolerancia práctica entre las diversas comunidades religiosas en estado de conflicto, sino que toman como pretexto la necesidad prudencial de deponer los espíritus, para adoctrinar e inculcar el indiferentismo, y manifestar su rechazo a la fe y a la moral cristiana. Y siempre bajo los mismos presupuestos: negación de la revelación cristiana, rechazo a la existencia de una verdad en materia de fe, reducción de lo religioso al principio subjetivo de la libertad de conciencia. De tal modo que los tres derechos que hallamos en las declaraciones jurídicas contemporáneas –derecho a la herejía, derecho a la apostasía, derecho al ateísmo– se encuentran enunciados en las doctrinas filosóficas, primero de la Ilustración, y después de casi todas las corrientes que de algún modo dependen de ella.

Ilustremos este aserto con el ejemplo de tres pensadores de honda repercusión aún en la actualidad: John Locke, Jean Jacques Rousseau y John Stuart Mill.

John Locke (1637-1704) defendió, revestido del lenguaje de la tolerancia, la libertad de conciencia y de religión como derecho a la heterodoxia y a la herejía. La única vez que emplea el término “libertad de conciencia” en su Epístola sobre la tolerancia (1689) así lo afirma: “La libertad de conciencia es un derecho natural del hombre, que pertenece por igual a los disidentes y nadie puede ser obligado en materias de religión, ni por ley ni por la fuerza. Si estableciéramos estos principios, desaparecería toda causa de agravios y tumultos por razón de conciencia”[35].

¿Por qué la libertad religiosa se da al lado de la herejía y no de la integridad del dogma? ¿Por qué simpatiza con una y no con la otra? La respuesta es filosófica, no únicamente social o de convivencia. Para Locke la esfera de lo religioso es un asunto de competencia subjetiva, sobre la cual no tiene competencia el Estado, pero tampoco de por sí ninguna organización religiosa, cuya autoridad es siempre consentida y cuya constitución es siempre voluntaria. La tolerancia es un principio de convivencia social y política que tiene una raíz doctrinaria: ninguna confesión religiosa puede decirse poseedora de la verdad. Atendido el empirismo lockeano, la raíz de la incapacidad para conocer la verdad se funda en la imposibilidad del entendimiento humano de alcanzar las verdades universales. De ahí que no sea la doctrina ni el culto sino la tolerancia la característica principal de la verdadera Iglesia, como afirma con un toque de ironía y humor inglés al inicio de su epístola. Es este escepticismo de principio, y no un condicionamiento de época, el que mueve finalmente a Locke a negar la tolerancia a los “papistas” bajo el velo de un argumento de seguridad nacional.

Jean Jacques Rousseau (1712-1778). El dulce Rousseau. De él se han dicho mil maravillas en cuanto a sus sentimientos humanitarios. La conciencia es para él un “instinto divino” que sólo depende de la voz del corazón, y no de alguna ley exterior. Lo dice con gracia, con sensibilidad. Pero cuando hay que hablar de la fe cristiana se vuelve ácido y violento, como si fuera veneno. Es célebre la profesión de fe del vicario saboyano que inserta en el Capítulo IV de su Emile ou de l’éducation. Es una descripción casi perfecta del derecho a la apostasía a partir de las exigencias de la conciencia. El Vicario se lamenta de que la Iglesia afirme la verdad religiosa con integridad y certeza. Esta sola seguridad, por principio, hace imposible mantenerse dentro de Ella: “Lo que aumentaba mi confusión era el haber nacido en el seno de una Iglesia que lo decide todo, que no permite ninguna duda; un solo punto que rechazase me obligaba a rechazarlo todo, y la imposibilidad de admitir tantas decisiones absurdas hacía que me repugnasen también las que no lo eran”[36].

De ahí una expresión sigilosa pero con energía de revolución: hay que sacudir el yugo de la conciencia, lo que no se logra si seguimos sometidos a la sujeción de la Iglesia católica que la tiraniza. ¿El motivo? Es asimismo de carácter filosófico, antes que histórico: la única autoridad es la de sí mismo, la de la propia razón[37], de modo que la afirmación de la existencia de una verdad religiosa se vuelve insoportable. Es nada más que intolerancia y orgullo que ha de ser eliminado de la sociedad: “Ved, hijo mío, a qué absurdos conducen el orgullo y la intolerancia cuando cada uno se obstina en sus ideas y quiere tener más razón que el resto del género humano... la ley de Cristo es en el fondo más perjudicial que útil a la fuerte constitución de un Estado”[38].

El Vicario concluye con una declarada actitud de “escepticismo”: es la única posible ante las religiones que tienen pretensión de ser divinas. La única religión válida es la que le dicta a cada hombre su conciencia según la ley de su propio corazón. No es de extrañar entonces que en un conocido pasaje del Capítulo VIII del Libro IV del Contrato Social Rousseau proyecte intolerancia y destierro para el catolicismo, dado que sus seguidores creen poseer la verdad religiosa.

John Stuart Mill (1806-1873). Situado en una época en que la Modernidad parece haber triunfado en lo político, con la construcción del Estado moderno, y en lo antropológico, con la difusión y recepción de la idea de libertad desligada de la ley divina y de la ley natural, Mill toma la bandera de la libertad moderna, explicitando en su ensayo sobre la libertad (On Libert y, 1859) algunos presupuestos y consecuencias de gran importancia para el liberalismo político anglosajón, e incluso universal.

Los panegiristas de Suart Mill suelen presentar esta obra como el magno intento decimonónico de teorizar las libertades individuales frente a los peligros reales y en ese entonces potenciales del Estado en expansión y de la tiranía de la opinión pública. Engarzado más o menos cómodamente con Locke, Mill aparece como uno de los hitos del modelo liberal anglosajón frente al modelo estatal napoleónico y centralista. La fisonomía de Mill, y de esta clase de liberalismo que hoy impera en el mundo, se torna así extremadamente simpática.

Sin embargo, ¿cuál es el fundamento y sentido último de las libertades individuales que defiende Mill? La respuesta es clara cuando se mira la carta axiomática que coloca sobre la mesa: “Todo lo que tiende a destruir la individualidad es despotismo, désele el nombre que se quiera”. Y precisa: “tanto si se pretende imponer la voluntad de Dios, como si se quiere hacer acatar los mandatos de los hombres”[39].

Suart Mill tiene el mérito de definirnos la libertad de conciencia moderna, y lo hace en términos explícitos y cabales, mostrando su carácter fontal respecto de los demás derechos individuales, precisando además su función política. Concibe el derecho a la libertad religiosa como un instrumento contra la pretensión de verdad de la fe cristiana. Le parece que cada vez que alguien profesa la religión con pretensión de verdad es un sectario. De ahí que el objeto de la libertad religiosa sea precisamente lo inverso: p ro mover el indiferentismo religioso. Mill lo dice con todas sus letras: “Grandes escritores, a los que el mundo debe cuanto posee de libertad religiosa, han reivindicado la libertad de conciencia como un derecho inalienable. (Pero) la intolerancia es tan natural a la especie humana que la libertad religiosa no ha existido casi en ninguna parte, excepto allí donde la indiferencia religiosa, que no gusta de ver su paz turbada por disputas teológicas, ha echado su peso en la balanza”[40].

Suart Mill funda explícitamente la libertad de conciencia, de pensamiento y de religión en la inexistencia de la verdad y en la necesaria volubilidad, relativismo y subjetivismo del conocimiento humano. Tales libertades, como es de suponer, son incompatibles con la doctrina de la Iglesia Católica, que se dice depositaria de la revelación divina y que pretende enseñar a los hombres con autoridad magisterial infalible en materia de fe y de moral. Mill lo declara y agrega: cualquier magisterio religioso profesado con autoridad propia es asimilable a una “superstición”. La única manera de que el pueblo “estúpido” pueda progresar es sacudirse de la tutela religiosa y moral a través del ejercicio perpetuo de la razón crítica[41]. Mill afirma un auténtico derecho a la incredulidad. Su argumento es el siguiente: si el entendimiento humano no puede tener total certeza de ninguna verdad, la afirmación “Dios existe” no es infalible, y surge entonces el derecho de pensar, de opinar y expresarse libremente la incredulidad. Además, si un cristiano cree firmemente que el ateísmo es un error y un principio de disolución social; lo mismo ha podido opinar de él un no cristiano, por lo que no existiendo la verdad, debe primar la reciprocidad en la crítica de las opiniones[42].

Nuestro filósofo acentúa que ha sido la moral cristiana la que ha impedido el desarrollo de la libertad de conciencia y de pensamiento por ser una moral de la obediencia y deducir sus principios de la autoridad y no de la razón crítica. Por ello afirma que Cristo no supo elevarse a una moral más alta[43] y que la moral pagana en muchos aspectos es más noble que la moral cristiana, por lo que ha sido útil para la humanidad que los Estados europeos se hayan alejado de ella[44].

Con lo que antecede podemos dar por concluida nuestra exploración a la noción moderna de libertad de conciencia y de religión. Ha y, como se ve, un eterno retorno a sus premisas esenciales en todos sus defensores. Se puede incluso hablar de la libertad de conciencia y de religión en singular o plural: en singular, porque la segunda es prolongación de la primera; en plural, para recalcar la especificidad de lo religioso en el dinamismo de la autonomía.

El presente análisis no sería completo si no expusiéramos, aunque sea someramente, los vínculos entre libertad de conciencia y Estado moderno, y, por último, la lúcida posición de la Iglesia en este asunto.

 

7. La relación entre Estado moderno y libertad de conciencia y religión: ¿tensión o retroalimentación?

A primera vista se podría decir que entre la libertad de conciencia, tal como la hemos descrito, y el Estado moderno, solo cabe una relación de tensión. Partiendo del supuesto de que el Estado moderno es un Leviatán racionalista en continua expansión[45], pareciera que la libertad de conciencia debe rodearse de trincheras sociales y legales para impedir que el monstruo absorba su autonomía moral, su libertad de pensamiento y de religión. Es claro que desde el punto de vista individualista, hay una oposición entre ambos extremos mientras el Estado persista en avanzar. Pero también es patente que la tensión se transforma en dialéctica retroalimentadora desde el momento en que el Estado decide definirse como servidor y protector de los derechos individuales. Por un lado, la libertad de conciencia y de religión como institución social de disolución impide que se desarrolle cualquier forma de unidad social y religiosa en paralelo a los dominios soberanos del Estado, eternizando la pervivencia del Leviatán, aún en su peso muerto; por otro lado, el Estado favorece el dinamismo de la libertad de conciencia, con prebendas jurídicas y materiales cada vez más amplias. Hasta qué punto por medio de esta dialéctica se camina hacia otras formas políticas a la vez más fuertes y más débiles está por verse, y es susceptible de una amplia gama de opiniones.

Lo que no es discutible es el papel que la libertad de conciencia jugó histórica y conceptualmente en la construcción del Estado Moderno. Es útil, a modo de ilustración, considerar la opinión de Stuart Mill sobre el punto, en razón de su desenfadado individualismo, y estudiar brevemente la postura de Fichte, en razón de su “estatismo” doctrinario.

Stuart Mill sugiere que el montaje del Estado moderno, criatura del racionalismo constitucional, necesitó de la libertad de conciencia y de religión como material indispensable. Y lo hace a través de una paradoja que envuelve no sólo su pluma sino también su espíritu. En efecto, el mismo filósofo que en On Liberty acentúa el antagonismo entre la libertad de conciencia y el Estado en expansión, saluda con entusiasmo la unión de ambos extremos cuando se trata del Estado en construcción. El enemigo jurado del despotismo estatal para la sociedad liberal –la sociedad del individualismo y la libertad de conciencia– elogia ese mismo despotismo y su obra cuando se trate de una sociedad tradicional[46].

¿Cuál es la razón profunda de esta ambivalencia? Mill a golpe de intuición nos da una pista certera: los derechos individuales son plantas de suelo nuevo. La sociedad antigua, sagrada y jerárquica, con su religión, sus cuerpos sociales básicos con vida y personalidad propia, con sus libertades concretas, con su orden natural y su ley moral es una tierra que ya no debe germinar. Ha de ser arrasada por el Estado para levantar sobre ella la nueva construcción política que permita el florecimiento de la libertad liberal e individualista, sin vínculos con la ley moral objetiva ni con el Dios amante pero también celoso de las Escrituras. El Estado moderno, en este sentido, es el sujeto que consolida en la historia los niveles de emancipación revolucionaria que permite la nueva providencia de los derechos individuales. Hasta aquí Mill.

Que el Estado ya consolidado tienda a crecer por su propio dinamismo es harina de otro costal. Sea que siga su crecimiento o que no, el fundamento de los derechos individuales es el mismo: la autonomía absoluta del individuo y la ruptura con la ley moral, la ley divina y las exigencias de la sociedad orgánica. Solo a partir de esa nada, de ese vacío, el Estado puede consolidarse, y crecer en el despliegue de toda su extensión en su estadio democrático o socialista, o limitarse, en su estadio liberal, con los derechos individuales en su versión anglosajona, o en su actual versión postmoderna.

En este proceso de desarrollo del Estado, la libertad religiosa, como hija de la libertad de conciencia moderna, es esencial. En rigor, no hay Estado si éste no es laico, porque no hay rigurosa soberanía estatal donde se reconoce una legalidad trascendente y una autoridad religiosa que la recuerde con una validez que se imponga a la legalidad del derecho positivo. Por ello los defensores del Estado liberal pugnaron durante todo el siglo XIX y XX para que los países católicos adoptaran el régimen de libertad religiosa. No como un sistema equivalente a la antigua tolerancia de derecho común de las comunidades disidentes en los países de religión tradicional y mayoritaria, sino como un principio de derecho constitucional acompañado siempre, inmediata o consecutivamente, de la pérdida de la unidad religiosa y de la “licuefacción” de la fe y moral cristiana ambiental. De tal modo que las variables “Estado en construcción” y “libertad de conciencia” sumadas a la “libertad religiosa” han tenido como resultado necesario el Estado moderno esencialmente laico.

Esto lo anticipó con golpes de visionario Johann Gottlieb Fichte. Depositario belicoso de los sueños políticos ilustrados de Kant, es en ocasiones una especie de profeta negro con sus anuncios de la función revolucionaria del Estado y de la libertad de conciencia y de religión para la construcción de la modernidad política. Leyendo retrospectivamente sus escritos se cala cuán hondo percibe el proceso estatal. Se trata del despliegue de la razón pura a través de una constitución política ideal válida para toda comunidad política histórica posible, y que encarna la liberación de los hombres de su minoría de edad.

Fichte anuncia, en pleno proceso de la Revolución Francesa, que el Estado se construirá en Eu ropa bajo las ruinas del orden religioso, político y social antiguo: “Los hombres desalojarán los antiguos castillos progresivamente y los cederán como morada a las lechuzas y murciélagos temerosos de la luz, mientras los nuevos edificios serán ampliados y poco a poco compondrán un todo cada vez más armónico”[47].

Construir el Estado es derrumbar el poder político antiguo, los poderes de los cuerpos intermedios y las peculiaridades de la sociedad tradicional, porque el nuevo orden político que él encarna es esencialmente racional, universal, necesario. Los príncipes serán barridos de la historia si en sus constituciones políticas no renuncian a las tradiciones y peculiaridades propias de sus países, a la “verdad particular” en aras de la “verdad universal” de la razón pura[48].

Fichte percibe pronto el carácter de totalidad del Estado moderno. No hay legalidad trascendente fuera él, y sólo dentro de él la persona tiene derechos: “No hay en absoluto, según la doctrina de Kant, ningún derecho natural en sentido propio (gar kein eigentliches), ninguna relación jurídica entre los hombres salvo bajo una ley positiva y una autoridad; y su posición dentro del Estado (der Stand im Staate) es el único estado natural verdadero del hombre (Naturstand des Menschen)[49].

El Estado como encarnación de la racionalidad tiene un rol mesiánico –Fichte al igual que Kant y después Hegel aplican a este papel las palabras que las Escrituras atribuyen a Cristo– de liberar a los hombres de su ataduras, por lo que los pueblos están obligados a reunirse en el Estado a través del contrato social[50]. Fichte reflexiona profundamente sobre el vínculo de la libertad de conciencia, de pensamiento y de religión en la edificación del Estado moderno. ¿Qué es la libertad de conciencia para Fichte? La autonomía moral de la razón frente a toda ley religiosa o moral que no provenga de sí misma. Nuestro filósofo la describe en términos osados: “En su existencia el hombre es absolutamente independiente de aquello que está fuera de él; él es absolutamente por sí mismo”[51]. Se trata de una “autocontemplación” y de una autosuficiencia: “el ser racional exige ser completamente libre, autónomo e independiente de todo lo que no es la razón misma. La razón debe ser suficiente para sí misma”[52], lo que hace exclamar a Fichte en términos casi místicos: “Quiero esa autosuficiencia absoluta de la razón, aquella liberación completa de toda dependencia, llamada beatitud”[53].

Este cántico tan soberbio como irreal a la autonomía del hombre tiene una consecuencia para nosotros bastante esclarecedora. A diferencia de Stuart Mill la autonomía no se cultiva acá con el desarrollo de la individualidad, que apela a lo particular, sino de la racionalidad, que dirige a lo universal. Fichte aplica el concepto kantiano: la razón es autónoma porque puede darse a sí misma leyes morales con valor universal. Descubre una veta distinta a la del individualismo liberal que ataja la expansión del Estado, porque acá se pueden extraer los materiales para construir el puente entre lo que parecía imposible: el Estado en expansión y la libertad de conciencia. De ahí la admiración de nuestro filósofo tanto hacia el primero como hacia la segunda. Y precisamente sobre esta libertad de conciencia se levantará históricamente el culto al deber hacia el Estado prusiano y conceptualmente la virtud ciudadana depositada en el altar de la República francesa.

Fichte no habla, sin embargo, de un Estado totalitario. Sí, de un Estado total que consagre la libertad de pensamiento, especialmente en materia de religión y de moral revelada. ¿Por qué el acento? Porque supone que la verdad no existe en este ámbito, o para ser más exacto, la racionalidad no puede provenir de conceptos ajenos a lo elaborado por el hombre. Cumplidos los deberes hacia el Estado, cada persona puede dar la orientación que quiera a su vida, mientras externamente respete el derecho. En este sentido, nuestro filósofo dedica páginas enteras de su Querella sobre el ateísmo, del Ensayo de una crítica a toda revelación y de la Reivindicación de la libertad de pensamiento para probar que la libertad de pensamiento –faceta externa de la libertad de conciencia– tiene como presupuesto la no existencia de la verdad y de lo sobrenatural. Llega a afirmar incluso que “la pérdida de la comprensión de lo sobrenatural” es una pérdida de la que nos podemos consolar si llegamos a la conclusión de “que no necesitamos en absoluto de semejantes comprensiones”[54] y que “la verdad objetiva en el significado más riguroso de la palabra contradice directamente el entendimiento del hombre y de todo ser finito, porque nuestras representaciones nunca concuerdan ni pueden concordar con las cosas en sí”[55].

La libertad de religión tiene un puesto maestro en el ideal de Estado como soberanía suprema. En primer lugar, Fichte le asigna un papel secularizador de la sociedad. La libertad religiosa liberará a los hombres dándoles la facultad de “seguir en todas sus acciones, inmutablemente, sin miedo ni discusión, (sólo) la voz de su conciencia”[56], sin mediaciones eclesiásticas. En segundo lugar, unirá a los ciudadanos en una unidad superior, la del Estado: “Que venga tu reino”, es decir, “la beatitud de todos los seres racionales” es la plegaria que permitirá que las personas religiosas se “religen al mundo”[57], y con él al Estado.

Con Fichte la libertad de conciencia y de religión se hermanan con el Estado, creando el Estado laico. La libertad religiosa permite deducir paradójicamente una “no-libertad” para toda autoridad religiosa y moral que afirme su carácter heterónomo ante el individuo y ante el Estado. La libertad de conciencia exige del Estado la abolición del trono y del altar, la “acostumbrada alianza del despotismo con el fanatismo”[58] que ha sometido a los hombres a una ley que proviene fuera de sí.

La amistad entre la libertad y el Estado la canta Fichte con acentos épicos[59]. Feliz amistad, abierta o velada, que nunca se perderá. “La libertad de pensamiento, sin obstáculos ni restricciones, funda y consolida únicamente la prosperidad de los Estados”[60]. “Os asustáis –exclama Fichte– ante la audacia de mis conclusiones, amigos y servidores de las antiguas tinieblas, porque la gente de vuestra clase es fácil de asustar. Esperabais que al menos todavía me hubiese reservado un prudente “en eso, tenéis un poco de razón”, que todavía hubiese dejado abierta una pequeña puerta escapatoria para vuestro juramento religioso, para vuestro libro de símbolos”[61].

Las intuiciones de Fichte nos sirven para formular la siguiente conclusión: la mutua permuta entre la libertad de conciencia y de religión y el Estado moderno, se puede dar no sólo en el momento de la construcción de éste último, sino también en su consolidación y expansión, pero de otra manera, a través de otro modelo de relación. Por la libertad de conciencia el hombre se dice legislador de sí mismo, y sólo acepta un orden político en cuanto consiente sujetarse a una legalidad exterior sólo posible a través de una universalidad racional encarnada por el Estado moderno. El Estado construido a través del pacto social, asegura por su parte la faceta exterior de la libertad de conciencia, esto es, la libertad de pensamiento y de religión que garantiza (i) que los individuos sean a priori dueños de sí mismos y (ii) que aquél se atribuya la potestad última de definir el bien y el mal.

Sin duda que la consideración del hombre como un absoluto y su posibilidad de dictarse a sí mismos sus propias leyes sin mediación de trascendencia son metas nunca realizadas porque al negar la realidad del hombre y la verdad de Dios detentan dentro de sí mismas su propia contradicción. La mayor de ellas probablemente sea que el hombre moderno en el mismo momento que quiere ser absoluto con la libertad de conciencia crea un poder absoluto con el Estado laico. De ahí viene la ambivalencia de una libertad que, por un lado, puede servir de elemento coadyuvante para la construcción y consolidación del poder absoluto. La otra cara de la moneda, la de la tensión entre libertad de conciencia y Estado, ya ha sido demasiado estudiada para que nos aboquemos a ella.

 

8. Iglesia, Estado moderno, libertad de conciencia y de religión

Es un dato conocido que el Magisterio Pontificio del siglo XIX rechazó no sólo la libertad moderna de conciencia y de religión sino también el “derecho nuevo” que el Estado se empeñó en construir. El Pontificado vio con agudeza que esas libertades y este derecho se alimentaban del subjetivismo, del escepticismo metafísico, del naturalismo y del indiferentismo religioso. Con especial autoridad, tanto el Syllabus de Pío IX como el Concilio Vaticano I dieron cuenta de ello, y advirtieron sus peligros para las naciones cristianas.

Pero quizás no exista en la doctrina de la Iglesia otra página igual a la que León XIII escribió en lo que llamó su “testamento”, la encíclica Annum ingressi[62], en donde hace una síntesis ejemplar, que a la vez es un diagnóstico y una previsión, del significado del avance de la libertad de conciencia, de religión y del Estado en el mundo moderno. No está demás citar sus palabras:

“Del filosofismo orgulloso y mordaz del siglo XVIII (...) brotaron los funestos y deletéreos sistemas del racionalismo y del panteísmo, del naturalismo y del materialismo (...). Doctrinas tan funestas pasaron, desgraciadamente, como estáis viendo, de la esfera de las ideas a la vida exterior y a los ordenamientos públicos. Grandes y poderosos Estados van traduciéndolas continuamente a la práctica, gloriándose de capitanear de esta manera los progresos de la civilización. (...) se consideran desligados del deber de honrar públicamente a Dios, y sucede con demasiada frecuencia que, ensalzando a todas las religiones, hostilizan a la única establecida por Dios.

Todos son testigos de que la libertad, cual hoy la entienden, concedida indiscriminadamente a la verdad y al error, al bien y al mal, no ha logrado otra cosa que rebajar cuanto hay de noble, de santo, de generoso... rotos los vínculos que ligan al hombre con Dios, absoluto y universal legislador y juez, no se tiene más que una apariencia de moral puramente civil, o, como dicen, independiente, la cual, prescindiendo de la razón eterna y de los divinos mandatos, lleva inevitablemente por su propia inclinación, a la última y fatal consecuencia de constituir al hombre ley para sí mismo”.

Es notable cómo el Papa destaca en una misma conjunción la obra de demolición realizada por el Estado moderno y por la libertad de conciencia, y el proceso de edificación de la modernidad política operada por ambos, con el resultado común –“la última y fatal consecuencia”– de constituir al hombre en ley para sí mismo. Para llegar a tal resultado, que es primariamente social y de ahí su fatalidad, no se le escapa a León XIII la función indiferentista de la libertad religiosa.

El Pontífice concluye con palabras muy fuertes. Una especie de advertencia profética a la sociedad. “Adoramos a Dios misericordiosamente justo y le suplicamos al mismo tiempo que se apiade de la ceguera de tantos y tantos hombres a los cuales por desgracia es aplicable el pavo roso lamento del Apóstol: ‘el Dios de este mundo cegó las inteligencias de los infieles para que no brille en ellos la luz del Evangelio, de la gloria de Cristo’ (2 Cor. 4,4)”. Esta ceguera no ha hecho más que crecer desde que León XIII murió un año después de escribir estas palabras. Transcurridos casi cien años, Juan Pablo II subrayó los resultados: “Vivimos en un tiempo caracterizado, a su manera, por el rechazo de la Encarnación.

Por primera vez desde el nacimiento de Cristo, acontecido hace dos mil años, es como si él ya no encontrara lugar en un mundo cada vez más secularizado. El (...) no es conocido, amado y obedecido; sino relegado a un pasado remoto o a un cielo lejano”[63].

En este cuadro, ¿cómo comprender que la Declaración Dignitatis humanae del Concilio Vaticano II al consagrar la libertad religiosa no haya advertido sobre este proceso? El Concilio no reconoció formalmente la libertad religiosa moderna, pues afirma la obligación que tiene todo hombre de buscar la verdad. Pero, sin embargo, ¿cómo es posible que haya saludado como algo venturoso la libertad religiosa consagrada en las constituciones e instrumentos internacionales?[64].

Esta interrogante puede fácilmente dar origen a discusiones bizantinas. El Concilio consagra la libertad religiosa como inmunidad de coacción y como materialmente tal inmunidad es protegida por las declaraciones contemporáneas de la libertad religiosa, se puede pensar que el elogio va dirigido únicamente a esa recepción material. Pero por otro lado, tales declaraciones no suelen enunciar la inmunidad de coacción, por el contrario, hablan de un derecho afirmativo a profesar cualquier religión que se elija y a sustituirla. Y en la elaboración del documento conciliar el relator oficial insistió en varias ocasiones que el término libertad religiosa estaba tomado del derecho constitucional contemporáneo[65].

La interrogante por tanto nos dirige a una cuestión de fondo y de mayor utilidad. El problema que hay que atender es que la mentalidad católica ha sido contaminada amplia y profundamente por el significado de la libertad religiosa en su sentido moderno. Y creo no equivocarme si apunto a que desgraciadamente la Declaración Dignitatis humanae parece no haber distinguido lo suficiente entre la libertad religiosa posible desde el punto de vista de la Revelación y la libertad religiosa moderna, nacida de la libertad de conciencia absoluta. Y precisamente esa ausencia de claridad fue evacuada hacia la mentalidad del pueblo católico, que, coadyudada por el ambiente liberal o socialista y ahora postmoderno, con los años ha evolucionado psico-socialmente en la línea del indiferentismo práctico, las más de las veces, y en otros casos, del indiferentismo teórico. No estoy diciendo que la Declaración sea causa de este resultado, pero sí su ocasión o quizás su condición habilitante dentro del catolicismo.

Hay que observar algunas que ciertas premisas que hoy se dan por ciertas en las relaciones entre religión y Estado son falsas. No es verdad que el Estado laico, que oficializa la libertad religiosa como principio para declararse “neutro” pueda, coexistir pacíficamente con la religión cristiana. Desde un punto de vista sociológico eso es imposible, una fantasía. El Estado laico no puede convivir en paz con ninguna religión. El principio laico por definición siempre avanza haciendo retroceder al principio religioso, si éste no reacciona. Las estadísticas lo prueban no sólo en los actuales países católicos o lo que queda de los reformados, sino en los países islámicos. El decrecer de la religiosidad sociológica en los estados mahometanos que se han hecho más o menos laicos, como Turquía, es notable.

Desde el ángulo católico, la oposición es aún más pungente. Rafael Gambra sostiene al respecto que ligar la fe únicamente a la vida privada significa proscribir del seno de la sociedad a una religión esencialmente comunitaria como la católica. El Estado laico es por definición la negación de esta verdad. Por eso pervive a costa del decrecer de la religión católica y viceversa[66].

Por otra parte, como afirma Plinio Corrêa de Oliveira, la cultura y la civilización son fortísimos medios para actuar sobre las almas. Para su ruina, o para su edificación. De ahí que la Iglesia, en razón de su misión, no pueda desentenderse de producir una cultura y una civilización cristiana, limitándose a actuar sólo sobre las personas a título meramente individual. “El católico debe aspirar a una civilización católica como el hombre encarcelado en un subterráneo desea el aire libre, y el pájaro aprisionado anhela recuperar los espacios infinitos del cielo”[67]. Ese es su ambiente. Ese es su ideal.

En este sentido, el haber sustituido el ideal de una comunidad política católica por suplentes laicos que no son más que conformismos sin futuro ha sido el otro gran efecto psico-social producido en el pueblo católico por la libertad religiosa, aún cuando sus orígenes doctrinarios puedan situarse en el liberalismo católico del siglo XIX.

Sólo resta esperar que la fe que mueve montañas nos dé una percepción cada vez más lúcida del mal que significa la libertad de conciencia y de religión moderna, tentáculos del Estado laicista, hoy omnipresente, que aún no se cansa de sostener el mito del hombre dios.

 

[1] “Le grand principe, le principe universel de l´un et de l´autre, est dans toute la terre: ‘Ne fais pas ce que tu ne voudrais pas qu´on te fit’” (Cfr. “Traité sur la tolérance, a l´occasion de la mort de Jean Calas”, en Nouveaux Mélanges pilosophiques, historiques, critiques, París, 1772, vol. II, pág. 65).

[2] Zygmunt BAUMAN, Modernidad líquida, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2004, págs. 8-9. “Si el espíritu era moderno, lo era en tanto estaba decidido a que la realidad se emancipara de la ‘mano muerta’ de su propia historia y eso solo podría lograrse derritiendo los sólidos (es decir, disolviendo todo aquello que persiste en el tiempo y que es indiferente a su paso e inmune a su fluir). Esa intención requería a su vez la ‘profanación de lo sagrado’, la desautorización y la negación del pasado y primordialmente de la ‘tradición’ –es decir el sedimento y el residuo del pasado en el presente–. Por lo tanto, requería asimismo la destrucción de la armadura protectora forjada por las convicciones y lealtades que permitía a los sólidos resistir a la ‘licuefacción’” (IDEM, pág. 9). Citamos a Bauman con las reservas del caso, pues si es certero en el diagnóstico, no lo es en el marco interpretativo general de su pensamiento.

[3] Marcel DE CORTE, “De la societé à la térmitière par la dissociété”, en L´Ordre Français (París), n.º 180 y 181 (1974), págs.5-25 y 4-29.

[4] Dionisio LLAMAZARES, Derecho de la libertad de conciencia, vol. I, Libertad de conciencia y laicidad, Civitas, Madrid, 3.ª edición, 2007, pág. 17.

[5] Bruno-Marie DUFFÉ, “La connexion entre les libertés de conscience, de pensée d´opinion et d´expression: approche philosophique”, en Jean-Bernard MARIE, Patrice MEYER-BISCH (eds.), Un nœud de libertés. Les seuils de la liberté de conscience dans le domaine religieux, Bruylant-Schulthess, Bruselas-Zurich, 2005, págs. 45 y 46.

[6] Gén. 3, 5.

[7] X. ZUBIRI, Naturaleza, Historia, Dios, Madrid, 1981, pág. 392.

[8] Cornelio FABRO, El ateísmo contemporáneo, Rialp, Madrid, 1971, vol. II, pág. 22.

[9] Gén. 2, 17.

[10] Catecismo de la Iglesia Católica, n.º 396.

[11] José Luis COMARES, “Estudio preliminar” al Comentario filosófico sobre las palabras de Jesucristo “oblígales a entrar” (de Pierre Bayle), Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2006, págs. xcv-ci. El autor, sin embargo, se niega a situar a Bayle entre los philosophes del siglo XVII, pues lo cree más moderado, lo que a nuestro juicio es erróneo.

[12] Según H. Kamen, Locke no ha sido original en su teoría de la tolerancia, porque es deudor en demasía de las voces que defendieron la disidencia al anglicanismo en la segunda mitad del siglo XVII: J. Harrington, H. Robinson, G. Brunet, etc. (Cfr. H. KAMEN, The rise of Toleration, traducción española, Alianza, Madrid, 1987, págs. 165-167). La omisión del análisis de los supuestos filosóficos de Locke, especialmente su epistemología, probablemente llevan al autor a tal conclusión.

[13] Jean DE VIGUERIE, Histoire et Dictionnaire du temps des Lumières, Robert Laffont, París, 1995, pág. 268.

[14] Jean de Viguerie estudia bastante este punto: para los philosophes –que o eran ateos o deístas– el Dios de la Revelación cristiana debe ser rechazado; Dios no tiene nada que ver con las religiones positivas; tales religiones no valen nada, son inconsistentes; no existe ninguna religión verdadera; el cristianismo no es verdadero; los dogmas del cristianismo son absurdos, sus libros sagrados contradictorios. IDEM, págs. 272-274.

[15] Jean DE VIGUERIE, op. cit., págs. 1.405-1.406.

[16] IDEM, págs. 274-275.

[17] Opus postumum XXI, 26.

[18] IDEM, XXI, 13.

[19] Die Religion Innerhalb der Grenzen der blossen Vernunft (La Religión dentro de los límites de la mera razón), Alianza editorial, Madrid, 1986, pág. 224; Idee zu einer allgemeinen Geschichte in weltbürgerlicher Absicht (Idea para la historia universal en clave cosmopolita), Tecnos, Madrid, 1994, quinto principio, págs. 22-23.

[20] Also sprach Zarathustra (Así Habló Zaratustra), Alianza editorial, Madrid, 2003, 3, II.

[21] IDEM, 5, IV.

[22] IDEM, 4, IV.

[23] IDEM, 6, II.

[24] El existencialismo es un humanismo, Ed. Sur, Buenos Aires, 1980.

[25] Marcel GAUCHET, La Religión en la democracia. El camino del laicismo, El cobre-Editorial Complutense, Madrid, 2003, pág. 65.

[26] Jürgen HABERMAS, “Repetita iuvant”, en respuesta al artículo “Once tesis contra Habermas”, de Paolo FLORES D´ARCAIS, en “La religión en la esfera pública”, Revista Claves de Razón Práctica, n.º 190, págs. 9-10. El autor no presenta la cuestión como tesis central sino como un ejemplo de la propuesta de traducibilidad del lenguaje religioso al secular. Ejemplo que, sin embargo, constituye todo un paradigma por sus repercusiones teológicas y filosóficas: “Se puede traducir los contenidos de un lenguaje a otro, (aunque) se pierdan algunas de sus connotaciones. Interpretando como ‘dignidad humana’ el concepto bíblico del hombre ‘hecho a la imagen de Dios’ nosotros perdemos la connotación de creaturidad” (pág. 10).

[27] Declaración Universal de los derechos del hombre (art. 18); Pacto internacional de los derechos civiles y políticos (art.18); Convención europea de los derechos del hombre (art. 9); Carta de los derechos fundamentales de la Unión Europea (art. 10); Convención americana de los derechos del hombre (art. 12).

[28] “Observación general”, n.º 22, del Comité de derechos humanos de las Naciones Unidas del 30 de julio de 1993 sobre el derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión (art. 18 del Pacto de derechos civiles y políticos), en doc.HRI/GEN/1/Rev.7, pág.176,&3.

[29] Affaire Kokkinakis c. Grèce, Cour européenne des droits de l´homme, Arrêt du 25 mai 1993, série A, n.º 260-A & 3.

[30] Sobre el contenido de la libertad de conciencia en materia de religión vid. En la doctrina española, LLAMAZARES, op. cit., págs. 22-26; y en la doctrina francesa, Jean-Bernard MARIE, Patrice MEYER-BISCH (eds.), op. cit., págs. 25-27.

[31] Abdelfattah AMOR ( Presidente a la fecha del Comité de Derechos del Hombre de las Naciones Unidas), “La liberté de religion ou de conviction saisie par le droit international?”, en Jean- Bernard MARIE, Patrice MEYER-BISCH (eds.), op. cit., pág. 16.

[32] Citado por Abdelfattah AMOR, op. cit., pág. 17.

[33] Bruno-Marie DUFFÉ, op. cit., págs. 46-47.

[34] Un elenco de las declaraciones de derechos constitucionales que consagran la libertad de conciencia y de religión y su análisis como expresión de la autonomía moral e indiferentismo religioso en Danilo CASTELLANO, Racionalismo y derechos humano”, Marcial Pons, Madrid, 2004, págs. 58-85.

[35] A Letter concerning Toleration (Carta de la Tolerancia), Centro de Estudios Públicos, Santiago de Chile, pág. 34.

[36] Emile ou de l’éducation, Capítulo IV.

[37] “El Dios que yo adoro no es un Dios de tinieblas ni me ha dotado de entendimiento para prohibirme que haga uso de él; decirme que sujete mi razón es agraviar a su autor. Un ministro de la verdad jamás tiraniza la razón, sino que la alumbra... Contemplad a lo que se reducen vuestras pretendidas pruebas sobrenaturales, vuestros milagros y vuestras profecías. A creer todo esto sobre la palabra de otro y a sujetar a la autoridad de los hombres la autoridad de Dios que habla a mi razón”.

[38] bidem.

[39] On Liberty (Sobre la libertad), Aguilar, Madrid, cap. III.

[40] Cap. I.

[41] “No será exigir mucho el imponer al público –esa colección variada de algunos sabios y muchos individuos estúpidos– las mismas condiciones que los hombres más sabios, los que tienen derecho a fiarse de su propio juicio” (cap. II).

[42] Ibidem. Recordemos que para Mill no existe el bien y el mal objetivos, pues no existe una ley divina o natural en la que fundarse. La ley moral es relativa e influida por “muchas y bastardas influencias” que expone con cierta detención en el capítulo I de su ensayo sobre la libertad. El bien se identifica con el interés propio y cada cual lo busca a “su propia manera”. Es la afirmación de un craso utilitarismo moral.

[43] “Creo que, en sus instrucciones, el fundador del cristianismo ha descuidado de intento muchos elementos de la más alta moral, los cuales la Iglesia Cristiana ha dado de lado en el sistema de moral que ha erigido sobre esas mismas instrucciones” (cap. I).

[44] bidem.

[45] Para penetrar bien este presupuesto son imprescindibles las investigaciones de Bertrand DE JOUVENEL, Le pouvoir, Hachette, París, 1974; Dalmacio NEGRO, La tradición liberal y el Estado, Unión Editorial, Madrid, 1995 y Miguel AYUSO, La cabeza de la gorgona. De la “hybris” del poder al totalitarismo moderno, Nueva Hispanidad, Buenos Aires, 2001.

[46] “Aquellos que están en edad de reclamar todavía los cuidados de otros, deben ser protegidos, tanto contra los demás, como contra ellos mismos. Por la misma razón podemos excluir las sociedades nacientes y atrasadas, en que la raza debe ser considerada como menor de edad. Las primeras dificultades que surgen en la ruta del progreso humano son tan grandes, que raramente se cuenta con un buen criterio en la elección de los medios precisos para superarlas. Así todo soberano, con espíritu de progreso, está autorizado a servirse de cuantos medios le lleven a este fin, cosa que de otra manera, raramente lograría. El despotismo es un modo legítimo de gobierno, cuando los gobernados están todavía por civilizar, siempre que el fin propuesto sea su progreso y que los medios se justifiquen al atender realmente este fin. La libertad, como principio, no tiene aplicación a ningún estado de cosas anterior al momento en que la especie humana se hizo capaz de mejorar sus propias condiciones, por medio de una libre y equitativa discusión” (cap. I).

[47] Züruckforderung der Denkfreibeit (1793) (Reivindicación de la libertad de pensamiento), Tecnos, Madrid, 1986, págs. 7-8.

[48] Ibidem. págs. 9-10.

[49] “Reseña” de Hacia la Paz Perpetua de Kant (1796).

[50] Ibidem.

[51] Sobre la dignidad del ser humano (1794). Fichte precisa en este escrito que idealmente la dignidad del hombre exige que su individualidad se disuelva en la razón universal, aunque como meta es inalcanzable.

[52] Querella sobre el ateísmo. El título original es “J. G. Fichte’s D. Phil. Doctors und ordentlichen Professors zu Jena Apellation an das Piblikum über die durch ein Kurf. Sächs. Confiscationsrescript ihm beigemessenen atheistischen Aeuserungen. Eine Schrift, die man erst zu lesen bittet, ehe man sie confiscirt” (1798).

[53] Ibidem.

[54] Ensayo de una crítica a toda Revelación (1793). El autor sentencia lapidariamente: “Ha sido suficientemente probado que no puede haber certidumbre objetiva respecto de la realidad de ninguna idea de lo suprasensible”.

[55] Reivindicación, cit., pág. 25.

[56] Querella sobre el ateísmo.

[57] Ibidem.

[58] Reivindicación, cit., pág. 35.

[59] “¿Creéis acaso, astutos sofistas, que pueden heredarse hombres como se hereda un rebaño o un pasto? … El hombre no puede ser heredado, ni vendido ni regalado; no puede ser propiedad de nadie, porque es y debe seguir siendo propiedad de sí mismo. Lleva en lo más profundo de su corazón una chispa divina que lo eleva por encima de la animalidad y lo hace ciudadano de un mundo en el que Dios es su primer miembro: la conciencia. Esta lo ordena absoluta e incondicionalmente a querer esto y no aquello, y todo libremente y de motu proprio, sin ninguna coacción externa. Así como debe obedecer a esta voz interior que le ordena absolutamente, tampoco debe ser constreñido por nada externo y deberá liberarse de todo influjo que le sea extraño. Por eso, nadie que no sea él puede gobernarle, él mismo debe hacerlo siguiendo la ley que tiene en sí, es libre y debe permanecer libre. Nadie puede darle órdenes, sino la ley que está en él, pues es su única ley, y contradice esta ley si se deja constreñir por otra distinta, aniquilando su humanidad”. Ibidem, págs. 14-15.

[60] Ibidem, pág. 38.

[61] Ibidem, pág. 33 Asimismo, la libertad de conciencia exige la abolición de la sociedad orgánica y tradicional pues está llamada a convertir a los hombres en ciudadanos del mundo, de la razón pura y no de las particularidades irracionales.

[62] Encíclica del 19 de marzo de 1902, ASS 34 (1901-1902) págs. 513-522. Utilizamos la traducción española de la Biblioteca de Autores Cristianos: Doctrina Pontificia, Documentos Políticos, Madrid, 1959, págs. 347-362.

[63] “Mensaje del 28 de junio del 2001 al Reverendísimo Padre Timothy Radcliffe, con motivo del Capítulo General de la Orden de Predicadores”.

[64] Dignitatis humanae, n.º 15 & 3 saluda como “venturosos signos de este tiempo” el hecho de que “la libertad religiosa se declara como derecho civil en muchas Constituciones y se reconoce solemnemente en documentos internacionales” (N.º 15 & 1). La Declaración no cita cuáles son esos documentos, pero puede señalarse como antecedente que todos los proyectos de la declaración conciliar incorporaban en sus notas el art. 18 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos: sucesivamente la nota 10 del Caput V de Oecum, la nota 14 de la Declaratio prior; la nota 25 del textus emendatus; la nota 21 del textus reemendatus; la nota 43 del textus recognitus; y nota 44 del textus denuo recognitus. El artículo 18 de la Declaración Universal garantiza “el derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho implica la libertad para cambiar de religión o de convicción, así como para manifestar su religión o convicción, solo o en comunidad, tanto público como en privado, la enseñanza, las prácticas, el culto y observancia de los ritos”.

[65] En la Relatio oralis del segundo esquema conciliar conocido como Declaratio prior Mons. De Smedt afirma que “la libertad religiosa es un término que ha adquirido, en el vocabulario contemporáneo, un significado moderno y bien determinado”. “En este concilio pastoral” la Iglesia dice sobre la libertad religiosa lo que “los gobiernos” y los “expertos en derecho de nuestros tiempos” designan con ese vocablo (cfr. Exc.mus P.D. Aemilius Ioseph De Smedt, Episcopus Brugensis, Relatio, Congr. Gen. 086, 23 de sept. 1964, A.S. III, Pars II, pág. 350. La traducción es nuestra). La Relatio scripta del cuarto esquema conciliar, llamado Textus reemendatus, insiste en lo mismo.

[66] “Las buenas costumbres y la fe religiosa se viven en la sociedad por cada individuo que las practique o posea, pero se conservan y se transmiten por un ambiente comunitario en el que modos de vida, instituciones, usos y leyes determinan un clima propicio y no disolvente. Suponer que la eliminación o el abandono de esa vivencia comunitaria va a purificarla o hacerla más íntima a cada individuo es equivalente a dejar la vida moral del hombre a la soledad de la tentación”. (Rafael GAMBRA, La unidad religiosa y el derrotismo católico. Estudio sobre el principio religioso de las sociedades históricas y en particular sobre el catolicismo de la nacionalidad española, 2.ª ed., Nueva Hispanidad, Mendoza-Cantabria, 2002, págs. 163-164).

[67] Plinio CORRÊA DE OLIVEIRA, “A Cruzada do século XX”, en Catolicismo, n.º 1, (Sao Paulo), enero de 1951, págs. 1-2.