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La cuestión social, el liberalismo y el principio de subsidiariedad

 

1. Introducción

La noción de “subsidiariedad” es de introducción reciente en el discurso social católico, ya que sólo apareció por primera vez en la encíclica Quadragesimo Anno, de Pío XI, en 1931. Y todavía hay que precisar que si el contenido, tal como se entendió después, del “principio de subsidiariedad” se encuentra allí, la locución misma no figura formalmente. Sólo la versión latina lleva, en un inciso, una fórmula parecida: “‘subsidiarii’ officii principio”, expresado en francés como “principe de la fonction supplétive de toute collectivité”, en español “función ‘subsidiaria’ [del Estado]”, figurando la palabra “subsidiaria” entre comillas, como en las versiones en latín e inglesa. Esta alusión furtiva es insertada en el n.º 80 del texto, después de la formulación siguiente (n.º 79):

“ […] como no se puede quitar a los individuos y dar a la comunidad lo que ellos pueden realizar con su propio esfuerzo e industria, así tampoco es justo, constituyendo un grave perjuicio y perturbación del recto orden, quitar a las comunidades menores e inferiores lo que ellas pueden hacer y proporcionar y dárselo a una sociedad mayor y más elevada, ya que toda acción de la sociedad, por su propia fuerza y naturaleza, debe prestar ayuda a los miembros del cuerpo social, pero no destruirlos y absorberlos […]. Por lo tanto, tengan muy presente los gobernantes que, mientras más vigorosamente reine, salvado este principio de función “subsidiaria”, el orden jerárquico entre las diversas asociaciones, tanto más firme será no sólo la autoridad, sino también la eficiencia social, y tanto más feliz y próspero el estado de la nación”.

 

2. Elaboración de un principio

Esto en cuanto a la palabra. Respecto de la idea de subsidiariedad, tal como se enuncia en el último pasaje citado, hay acuerdo en considerar que es el fruto inmediato de las reflexiones del Obispo Ketteler, que lo fue de Maguncia a partir de 1850, antes de ser el cofundador del Zentru m, el primer partido demócrata-cristiano, constituido para oponerse al Kulturkampf conducido por Bismarck entre 1870 y 1887. Ketteler constituye la típica figura del catolicismo social crítico con las consecuencias sociales del liberalismo económico pero abierto al liberalismo político. Lo que se traduce, por una parte, en la preocupación por ayudar a las clases populares, particularmente a los obre ros amenazados tanto por el liberalismo económico como por el socialismo de Estado, y al mismo tiempo, por otra, en la reivindicación de “la Iglesia libre en el Estado libre”, es decir la separación amistosa entre la Iglesia y el Estado, lo que hoy llaman la laicidad positiva. En la perspectiva de Ketteler, se trataba más de liberarse del peso del josefinismo que de compartir el entusiasmo de Montalembert o Lacordaire para con la modernidad. Fue sobre todo la cuestión escolar la que empujó al obispo alemán a luchar por la libertad, en torno a temas ampliamente desarrollados más tarde: deber y derecho primordial de los padres, obligación de las instancias superiores e últimamente del Estado de ayudarles en lugar de querer sustituirse a ellos. En fin de cuentas Ketteler lanzó la expresión “derecho subsidiario”[1] de donde se sacó más tarde el “principio” de subsidiariedad.

Hay que sorprenderse de que esta idea, al margen de la terminología, haya podido ser considerada como una suerte de descubrimiento. Porque después de todo, la lectura del primer capítulo de la Política de Aristóteles nos hace saber que la sociabilidad del hombre empieza en el microcosmos que es la familia, pero nos dice también que ésta, a pesar de todo lo precioso que tiene en favor del hombre (es su “hogar”), resulta sin embargo una sociedad imperfecta, que no dispone de recursos suficientes para permitir a sus miembros encontrar todo lo que es necesario para el cumplimiento de su naturaleza. Conviene que la división del trabajo permita que unos vengan para suplir a las necesidades de los demás y recíprocamente. Esta suplencia concierne a entidades (individuales y colectivas) parciales y especializadas –uno es panadero, otro médico, etc.–, lo que exige entonces la existencia de un orden colectivo que permite poner en común estas suplencias: el orden político de la ciudad.

Ésta reúne en su seno una cierta totalidad de medios morales y materiales, y forma por lo mismo una “sociedad perfecta”, es decir que reúne en ella suficientes capacidades para que cada miembro del cuerpo social pueda cumplir mejor su humanidad[2]. Este mismo conjunto de aptitudes materiales y morales constituye el bien común de la colectividad política (comprendemos en seguida que éste no puede ser reducido a las infraestructuras económicas), un bien más elevado y deseable que el bien particular de cada miembro ya que es la condición para la adquisición de todos los otros bienes en el orden temporal y hasta en el orden espiritual en cuanto es dispositivo a aquél.

El simple hecho de describir así los cuerpos sociales según sus necesidades de perfección indica un sentido: el ser humano debe ser ayudado desde su llegada al mundo, no puede vivir solo sin socorro (subsidium) de sus semejantes, socorro a su vez sometido a las exigencias de un ordenamiento que deriva de una obligación de la naturaleza. Por consiguiente, todas las empresas parciales individuales o colectivas, y la comunidad política misma, son por esencia complementarias, subsidiarias. Ontológicamente, “la sociedad es para el hombre”, la familia para cada uno de sus miembros, el gobierno para los gobernados, y así sucesivamente.

En efecto, pero como la existencia de este edificio subsidiario es un bien precioso y más precioso para cada uno que su propio bien individual, debe ser deseado y buscado más que todos los otros bienes. Por eso es imposible considerar el principio de subsidiariedad de manera exclusiva, sin evocar en seguida a su hermano gemelo, el “principio de totalidad”, que implica la primacía del bien común sobre el bien particular[3].

Queda una pregunta: la re valorización misma de la subsidiariedad por Ketteler, luego por Pío XI, ¿aporta algo nuevo?

Contextualmente sí, porque la introducción de este concepto abre una reflexión antropológica en el momento en que el modelo tradicional es amenazado por la economía capitalista y el despliegue de la sociedad industrial. El último cuarto del siglo XIX es el período de despegue del socialismo marxista al mismo tiempo que de la sociología, después de la destrucción liberal y jacobina de los cuerpos intermedios[4]. En cuanto a Pío XI, publica Quadragesimo anno en 1931, es decir dos años después la gran crisis que estalló en 1929. El énfasis en la subsidiariedad abre la vía para una comprensión de la responsabilidad personal, incita a no considerar a la gente como peones intercambiables[5], alienta la propiedad individual como fruto legítimo del trabajo, encamina finalmente, o devuelve hacia una visión de la política como obra de prudencia calcada sobre el ejemplo del gobierno divino, es decir de la providencia, que no hay que confundir con la caricatura que es el así dicho Estado de bienestar. Santo Tomás ya había dicho que:

“Un gobierno es el mejor cuando su providencia respeta el modo propio de las cosas gobernadas: en esto, en efecto, consiste la justicia de un régimen. Pues, totalmente como él sería contrario a la noción de régimen humano que los hombres fueran impedidos actuar según sus funciones por el gobernador de la ciudad –si no tal vez momentáneamente, debido a una necesidad– también cosa sería contra la noción del régimen divino no permitir a las cosas actuar según el modo de su propia naturaleza”[6].

Este aspecto “existencial” nunca había sido abordado en detalle antes de que se sintieran las consecuencias de la erradicación de los cuerpos intermedios por el derecho revolucionario. El énfasis en lo sucesivo se colocará en la necesidad de espacio vital de las personas, el valor moral del trabajo, la legitimidad de la herencia como fruto legítimo del trabajo de una vida, el recordatorio de la jerarquía entre los bienes “útiles” y los bienes “honestos”…

He ahí realidades humanas negadas por el antihumanismo moderno, y que serán objeto posteriormente de los grandes desarrollos en el ámbito del personalismo, con los riesgos de desviación que presentará, y en especial el hecho de ver sólo un aspecto de las cosas en detrimento de otros aspectos. Recalcar la subsidiariedad y hacer de ésta una noción directiva de la práctica política y social correspondió pues a una necesidad en circunstancias dadas, dando una clave para comprender y juzgar el desorden multiforme de la sociedad moderna, todas tendencias confundidas. Pero la insistencia sobre este principio sin evocar la primacía del bien común acaba por deformar su significado, y finalmente por subvertirlo.

 

3. De Pío XI a Benedicto XVI

El principio de subsidiariedad hizo su entrada en un período marcado por el estilo militante de Pío XI y por su opción práctica –por otra parte muy poco respetuosa de la subsidiariedad– a favor de la Acción católica destinada a enrolar a los católicos y a oponerlos “frente contra frente” a las organizaciones revolucionarias de masa.

En el círculo más circunscrito de los intelectuales católicos se desarrolla al mismo tiempo la lucha ideológica entre liberalismo y antimodernismo, enfrentamiento que se materializa alrededor de Charles Maurras y la Acción francesa; y de esta lucha el campo liberal saldrá vencedor. Las repercusiones son muy amplias en toda la Iglesia. El principal beneficiario del momento será el personalismo católico –otro nombre del liberalismo– con su teórico principal Jacques Maritain. Después de 1936 y hasta finales de los años 1950, esta tendencia, que conduce a aceptar la modernidad, su régimen político y su ideología de los derechos humanos, es frenada por la tendencia opuesta, el progresismo, convertida en fuerza auxiliar del comunismo. El estatismo es vivamente denunciado por Pío XI y luego por Pío XII, pero el término “subsidiariedad” no es especialmente invocado en los documentos pontificios[7].

Sólo con el Concilio Vaticano II la palabra va ser recuperada, mientras que se precisa la tendencia que canoniza el modelo democrático. El fenómeno es progresivo y por otra parte bastante lento al empezar.

En la encíclica Mater et magistra (15 de mayo de 1961), Juan XXIII concede mucha importancia a la “socialización”, expresión que describe la sociedad de masas y el Estado de bienestar social-demócrata:

“Por lo cual, el progreso de las relaciones sociales puede y, por lo mismo, debe verificarse de forma que proporcione a los ciudadanos el mayor número de ventajas y evite, o a lo menos aminore, los inconvenientes. Para dar cima a esta tarea con mayor facilidad, se requiere, sin embargo, que los gobernantes profesen un sano concepto del bien común. Este concepto abarca todo un conjunto de condiciones sociales que permitan a los ciudadanos el desarrollo expedito y pleno de su propia perfección. Juzgamos además necesario que los organismos o cuerpos y las múltiples asociaciones privadas, que integran principalmente este incremento de las relaciones sociales, sean en realidad autónomos […]”[8].

Luego después viene la constitución conciliar Gaudium et spes, que no menciona el principio sino precisa implícitamente el sentido, relacionándolo con los derechos humanos. No hay duda sobre el acento personalista, en el ambiente optimista característico de la época:

“Crece al mismo tiempo la conciencia de la excelsa dignidad de la persona humana, de su superioridad sobre las cosas y de sus derechos y deberes universales e inviolables. Es, pues, necesario que se facilite al hombre todo lo que éste necesita para vivir una vida verdaderamente humana, como son el alimento, el vestido, la vivienda, el derecho a la libre elección de estado ya fundar una familia, a la educación, al trabajo, a la buena fama, al respeto, a una adecuada información, a obrar de acuerdo con la norma recta de su conciencia, a la protección de la vida privada y a la justa libertad también en materia religiosa. El orden social, pues, y su progresivo desarrollo deben en todo momento subordinarse al bien de la persona, ya que el orden real debe someterse al orden personal, y no al contrario. El propio Señor lo advirtió cuando dijo que el sábado había sido hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado”.

En el período post-conciliar, se insiste en lo sucesivo en el mismo sentido, insertando el principio de subsidiariedad en la retórica general de los derechos. El Compendio de la doctrina social de la Iglesia (2005) resume las concepciones del conjunto del período del pontificado de Juan Pablo II, en la línea que había definido su encíclica Centesimus annus (1991): rechazo del Estado de bienestar, de la burocracia, libre empresa, capitalismo con rostro humano, democracia y derechos humanos. En breve: aceptación del régimen occidental. Es en este marco que se debe entender de ahora en adelante el principio de subsidiariedad.

La exposición se divide en dos partes, una sobre el principio mismo, la otra hecha de “indicaciones concretas”. La primera parte se contenta con recuperar Quadragesimo anno, y añade a esa una definición de la “sociedad civil”, como:

“conjunto de las relaciones entre individuos y entre sociedades intermedias, que se realizan en forma originaria y gracias a la ‘subjetividad creativa del ciudadano’”.

A través de esta frase corta ya se confirma una visión de la sociedad en la que, contra lo quería Aristóteles en cabeza de la Ética a Nicomaco, ya no está lo político, o sea, el elemento “arquitectónico” de la comunidad instituida, sino el sector de intervención de la “agencia” (para recuperar una expresión de Thomas Molnar) de ayuda y de mantenimiento de la entidad social principal que es la dicha “sociedad civil”. Anotemos de paso la exterioridad de esta “agencia” de bienes y servicios, una especie de nuevo Estado policía de estatuto todavía bastante confuso.

La segunda parte acentúa este aspecto. En primer lugar, “el principio de subsidiaridad protege a las personas de los abusos de las instancias sociales superiores e insta a estas últimas a ayudar a los particulares y a los cuerpos intermedios a desarrollar sus tareas”. Luego la intervención del Estado (su “función de suplencia”) debe siempre revestir un carácter “excepcional” (n.º 188). Finalmente se expone una suerte de Carta de derechos (n.º 187-3), que hay que leer integralmente:

“A la actuación del principio de subsidiaridad corresponden: el respeto y la promoción efectiva del primado de la persona y de la familia; la valoración de las asociaciones y de las organizaciones intermedias, en sus opciones fundamentales y en todas aquellas que no pueden ser delegadas o asumidas por otros; el impulso ofrecido a la iniciativa privada, a fin que cada organismo social permanezca, con las propias peculiaridades, al servicio del bien común; la articulación pluralista de la sociedad y la representación de sus fuerzas vitales; la salvaguardia de los derechos de los hombres y de las minorías; la descentralización burocrática y administrativa; el equilibrio entre la esfera pública y privada, con el consecuente reconocimiento de la función social del sector privado; una adecuada responsabilización del ciudadano para ‘ser parte’ activa de la realidad política y social del país”.

Tras esta exposición de la subsidiariedad llegan precisiones sobre la sociedad civil (2.ª parte, cap. VIII, 5), en tres partes: “valor de la sociedad civil”, “el primado de la sociedad civil”, y “la aplicación del principio de subsidiariedad”.

En primer lugar se nos presenta una oposición entre sociedad civil y comunidad política. Es todo lo más una distinción de razón, que hace pensar en otra del mismo tipo, avanzada por Jacques Maritain, entre persona e individuo, dado que la comunidad política se identifica con la totalidad unida de sus sociedades componentes, y no existe separadamente (a menos que se la reduzca al aparato del Estado, que de toda manera forma parte él mismo de la ciudad).

Pero la verdad es que el Compendio p rosigue sobre la misma pista:

“La comunidad política está esencialmente al servicio de la sociedad civil y, en último análisis, de las personas y de los grupos que la componen”; este servicio consiste en regular los conflictos, “la dialéctica entre las libres asociaciones activas en la vida democrática”; en fin “la comunidad política debe regular sus relaciones con la sociedad civil según el principio de subsidiariedad: es esencial que el crecimiento de la vida democrática comience en el tejido social”.

Así claramente el principio de subsidiariedad se encuentra puesto en relación directa con el “Estado de derecho”, donde, precisa todavía el Compendio, la sociedad civil adquiere su “subjetividad” (n.º 406). Estamos en el marco evidentísimo de una visión liberal-democrática.

La última etapa de esta postura sobre del principio de subsidiariedad es muy reciente. Se trata de dos párrafos, 56 y 57, de la encíclica de Benedicto XVI Caritas in veritate (29 de junio de 2009), refiriéndose a la manera de concebir una autoridad mundial subsidiaria y poliárquica para el bien común de todo el planeta.

Benedicto XVI considera que la subsidiariedad es aceptable por todos, creyentes y no creyentes, porque “es ante todo una ayuda a la persona, a través de la autonomía de los cuerpos intermedios”, y porque este mismo hecho descansa en una proposición de Gaudium et spes generalmente compartida por todos (n.º 12):

“‘todo sobre la tierra debe ser ordenado al hombre como en su centro y en su cumbre’. Esta ayuda se ofrece cuando la persona y los sujetos sociales no son capaces de valerse por sí mismos, implicando siempre una finalidad emancipadora, porque favorece la libertad y la participación a la hora de asumir responsabilidades” (n.º 57).

Al terminar la lectura sucesiva de los principales textos oficiales de referencia, podemos adelantar tres observaciones: en primer lugar, la subsidiariedad es objeto de desarrollos relativamente amplios en un número de textos proporcionalmente modestos en comparación con el flujo que invadió la Iglesia, y cada vez más, durante el siglo XX y hasta hoy; a continuación, aunque la sustancia de la subsidiariedad no haya cambiado, de Pío XI hasta hoy, pues la doctrina de base permanece constante y repetida, en cambio un desplazamiento de acento se produjo de manera sensible con el tiempo, insistiendo siempre más en la centralidad de “la excelsa dignidad de la persona humana” (GS 26) considerada como el único verdadero “valor común”; este último carácter, materialmente secundario en comparación los puntos precedentes, incita a comprender el tema de la subsidiariedad en un contexto histórico-doctrinal de evolución general de la Iglesia contemporánea, que es el del paso del anatema al diálogo con la modernidad, mediante el léxico creado por el personalismo católico (dignidad, derechos humanos, libertad religiosa).

El Compendio,que decididamente lleva bien su nombre al resumir todo un sistema de pensamiento, afirma por ejemplo esto (n.º 407):

“Una auténtica democracia no es sólo el resultado de un respeto formal de las reglas, sino que es el fruto de la aceptación convencida de los valores que inspiran los procedimientos democráticos: la dignidad de toda persona humana, el respeto de los derechos del hombre, la asunción del ‘bien común’ como fin y criterio regulador de la vida política”.

Este último elemento de la frase parece restablecer la proporción, pero el bien común es, a su vez, definido en términos de personalismo, lo que invalida la corrección. Bajo este aspecto, la última encíclica acaba por dar al principio de subsidiariedad un sentido derivado, en la medida en que se lo define como “expresión de la inalienable libertad, […] manifestación particular de la caridad y criterio guía para la colaboración fraterna de creyentes y no creyentes” (Caritas in veritate, n.º 57). Pero examinar este tema saldría del marco de esta exposición.

 

4. La cuestión clave: el bien común

Es pues imposible aislar el caso de la subsidiariedad de este contexto, el cual explica el olvido contemporáneo del principio de la primacía del bien común, y la definición a minima de éste, aunque sea a menudo mencionado entre comillas en la cita que precede. Es en efecto esta la noción clave.

En diversos casos, el Vaticano II no tuvo la responsabilidad de una transformación ex nihilo, sino acentuó simplemente y sancionó interpretaciones anteriormente puestas en circulación, ante todo el pensamiento de Jacques Maritain[9]. Resulta que el bien común ha sido distinguido entre bien común exterior y bien común interior, distinción relativamente fundada –así como lo es entre instrumento y causa principal, o más bien entre fin intermedio y fin último– pero conduciendo por etapas sucesivas hacia la reducción del bien común (temporal) a un conjunto de condiciones materiales y jurídicas que les permiten a los individuos seguir cada uno su camino con facilidad, el bien común “interior” (o “inmanente”) siendo de su lado reducido a la relación personal con Dios, el Bien universal; consecuentemente, el elemento más e l evado del bien común temporal ha sido perdido de vista.

Entonces el bien común (cualquiera que sea la comunidad de que se trate, y ante todo la ciudad) no es reducible a un conjunto de medios, por lo menos en la visión clásica y tradicionalmente vivida en las sociedades humanas premodernas. El bien común incluye por cierto tales medios (el orden público, las infraestructuras económicas), pero es mucho más que esto: es este bien moral que se ofrece a todo miembro, y que no puede serle ofrecido sin que el común sea instituido y se mantenga en el tiempo. Es el bien moral que da la unidad al conjunto social, el conjunto que se disgrega –por definición– si pierde la causa final que le otorga su unidad. Así van las cosas desde la familia (lugar de la primera distribución de las funciones sociales) hasta la gran comunidad histórica que nos da la lengua, la forma específica en la cual se encarna para nosotros la civilización, la patria que nos permite acceder a la dignidad colectiva en el tiempo[10].

En su libro sobre el humanismo político de Santo Tomás, Lachance escribe esto:

“Pero se comete un error cuando, confundiendo el desarrollo de la libertad personal y la perfección individual con el bien común, se imagina que el cometido propio e inmediato del Estado es promover y proteger el bien propio de los ciudadanos. Ésta no es en absoluto –¿hace falta repetirlo?– su razón de ser propia e inmediata. Su función específica consiste precisamente en realizar esa causa universal, ese conjunto de valores colectivos que se designa con el nombre de bien común, y del cual la masa de los ciudadanos no podría prescindir para adquirir en una medida conveniente su bien propio”[11].

Resulta que por razones variadas, entre otras probablemente por un cierto realismo político impuesto por las circunstancias, la “doctrina social de la Iglesia” ha venido a definir el bien común sólo en términos de condiciones externas.

La primera definición en este sentido en un documento pontificio se encuentra en Pío XII, en su radiomensaje del 24 de diciembre de 1942, n. 13:

“[…] toda actividad del Estado, política y económica, está sometida a la realización permanente del bien común; es decir, de aquellas condiciones externas que son necesarias al conjunto de los ciudadanos para el desarrollo de sus cualidades y de sus oficios, de su vida material, intelectual y religiosa […]”.

Desde luego, la naturaleza de estas condiciones puede variar mucho y no se reduce forzosamente a los únicos medios materiales (caminos, recursos energéticos…), tampoco al orden público. Y a este respecto anotamos en la enseñanza conciliar y postconciliar ciertas variaciones. El Compendio p recisa por ejemplo (n.º 170) que:

“el bien común de la sociedad […] tiene valor sólo en relación al logro de los fines últimos de la persona y al bien común de toda la creación. […]Una visión puramente histórica y materialista terminaría por transformar el bien común en un simple bienestar socioeconómico, carente de finalidad trascendente, es decir, de su más profunda razón de ser”.

Y sin embargo la Declaración sobre la libertad religiosa, Dignitatis humanae, n.os 2, 4 y 7, se contenta con evocar el orden público.

El movimiento general del pensamiento conciliar conduce sin equívoco en la dirección de la búsqueda de una armonía con el mundo contemporáneo. Una autora como Chantal Millon-Delsol lo indica muy claramente en su libro L’Etat subsidiaire[12]. Los tiempos cambiaron, escribe ella, lo que podía parecer normal para la época medieval, cuando el bien común era el de una sociedad orgánica, unificada por el mismo fin espiritual compartido por todos sus miembros, lo que ya no ocurre hoy; en lo sucesivo reina el pluralismo de los fines, no hay más objetividad de la verdad, pretenderlo sería recibido como una violencia, y la sola noción de bien común que se pueda hacer aceptar es justamente la que propusieron los personalistas, al precio de una transformación de la noción. La única salida reside en el compartir consensuado de los valores:

“No tenemos otra opción, excepto volver a la coacción religiosa o ideológica. Esto no les impide a algunos creer que exista una noción objetiva del bien común, pero deberán ser persuadidos de su idea sin poder imponerla más”[13].

 

5. Conclusiones

La idea misma de subsidiariedad, no indica nada más que la prudencia que viene para ajustar las relaciones entre las entidades sociales complejas y las entidades más simples, y a fin de cuentas, entre el poder político y el resto de la sociedad. Se podría decir, por ejemplo, que la ayuda a la reconstrucción de un país destruido por la guerra es un acto de caridad e incluso elemental de justicia, pero esta acción es de naturaleza temporal y debe apenas el objetivo conseguido. Aunque la función política de defensa de un país, por muy “subsidiaria” que sea, nunca cesará mientras cualquier amenaza potencial permanezca sobre la paz de este país. Podemos también decir que bajo el hipócrita pretexto de ayudar a un país a organizarse correctamente, se lo puede invadir. Toda la economía contemporánea se funda sobre la creación de falsos servicios del mismo tipo, respaldados en necesidades artificiales y tampoco subsidiarias de las necesidades reales de los consumidores: exactamente lo contrario de la subsidiariedad.

En el contexto histórico e ideológico de la vulgarización del término subsidiariedad, éste tomó el sentido de una defensa contra las usurpaciones del Estado, nueva manera de hacer que “el poder detenga al poder” (como deseaba Montesquieu). Resulta que la subsidiariedad se encontró en el campo del liberalismo, con su obsesión de verse imponer un orden o maneras de pensar no previamente consentidos. La interpretación del neoliberalismo católico lo demuestra, con su eslogan “menos Estado, más sociedad”. La subsidiariedad acaba por confundirse con el “principio federativo” de Proudhon, quien desconoce totalmente la justicia “legal” y retiene solamente la justicia conmutativa a todo nivel de la sociedad[14].

La elaboración intelectual que permitió esta inversión es la obra del personalismo católico. El efecto principal es doble: la ocultación del principio de totalidad (que implica la primacía del bien común), y la transferencia conceptual de las verdades objetivas a los valores subjetivos. Una de las maneras de medir este efecto subversivo, y al mismo tiempo el muro frente al que choca es el intento de aplicarlo de una manera generalizada en la Iglesia, que negaría su divina constitución si se lo hiciese.

Sin embargo la concentración exclusiva en la subsidiariedad conduce a un efecto exactamente opuesto a lo que había dirigido su promoción: invocado para oponerse a los efectos niveladores del sistema moderno que pone frente a frente al individuo y Estado, la subsidiariedad corre peligro de conducir a la “disociedad” y luego, de nuevo, a la soledad del individuo frente al Estado o a sus sustitutos postmodernos.

En conclusión general, podemos afirmar que la subsidiariedad supone una contribución positiva en la medida –y en la medida solamente– en que se le considere como una regla de correcta acción política, y más generalmente, de toda intervención de la autoridad en las comunidades humanas, con vistas a hacer estallar en ellas la multiformidad de la vida. Esta contribución puede hacerse efectiva sólo si se presupone siempre la unidad de fin que especifica cada una de las comunidades consideradas, y por vía de consecuencia si ella se ajusta a la realización y la perennidad de esta unidad por el respeto de la primacía del bien común. En ese caso, y por analogía, se hace posible decirle a cada miembro, individual como colectivo, del cuerpo social: “ama, et fac quod vis”.

 

[1] “Pero el absolutismo sería muy difícil, una verdadera esclavitud de la mente y el alma, si el Estado se aprovechara de lo que yo llamo el derecho subsidiario” (Die Katholiken im deutschen Reich, 1873, cit. por Elvio Ancona, “… ‘il più vicino possibile ai cittadini’. Problematiche e prospettive della sussidiarietà nell’ordinamento comunitario”, en Iustitia, LIII (2000), págs. 315-349, § 5).

[2] “La primera asociación de muchas familias, pero formada en virtud de relaciones que no son cotidianas, es el pueblo, que justamente puede llamarse colonia natural de la familia, porque los individuos que componen el pueblo, como dicen algunos autores, “han mamado la leche de la familia”, son sus hijos, “los hijos de sus hijos”. (ARISTÓTELES, Política, I, 1).

[3] “En un todo, cada parte ama naturalmente el bien común del todo más que el bien propio y particular. Esto se pone de manifiesto en la actividad de los seres: cada parte tiene, en efecto, una inclinación primordial a la acción común que redunda en beneficio del todo. Esto se echa de ver igualmente en las virtudes políticas, que hacen que los ciudadanos sufran perjuicios en menoscabo de sus propios bienes y a veces en sus personas”. “La parte ama en realidad el bien del todo en cuanto le es conveniente; mas no hasta el extremo de que ordene a sí misma el bien del todo, sino más bien hasta el punto de que ella misma se ordene al bien del todo” (SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma teológica, II-II, q. 26, art. 2).

[4] Robespierre había advertido a los jacobinos a este respecto: “Huid de la antigua manía de querer gobernar demasiado; déjese a los individuos, déjese a las familias el derecho de hacer lo que no perjudica a otro; déjese a los municipios el poder de ajustar sus propios asuntos en todo lo que no corresponde en absoluto a la administración de la República; dése a la libertad individual todo lo que no pertenece naturalmente a la autoridad pública y habréis dejado tan poco ascendiente a la ambición y a la arbitrariedad” (“Discurso sobre la Constitución”, 10 de mayo de 1793, en OEuvres de Robespierre recueillies et annotées par Jean-Marie Vormorel, París, 2.ª ed., Achille Faure, 1967, pág. 285).

[5] Bajo este último aspecto, el colectivismo totalitario está lejos de ser el único concernido. Pensamos en las visiones dadas por las películas de Fritz Lang Metrópolis (1927) y más tarde, la de Charlie Chaplin Tiempos Modernos (1936).

[6] Suma contra gentiles, III, 71, 4.

[7] Es muy sintomático que una compilación de textos pontificios como La paix intérieure des nations realizada por los monjes de Solesmes (Desclée y Cie, 1952), que contiene un índice lógico muy detallado, ignora el término subsidiariedad, para retener sólo, por otra parte brevemente, la “fonction supplétive” (función de suplencia) del Estado. Los textos que entran bajo esta rúbrica son pequeños extractos de la encíclica Summi Pontificatus, del 20 de octubre de 1939, o incluso del discurso al Consistorio del 20 de febrero de 1946, con objetos ligados a las circunstancias de la guerra y de la reconstrucción.

[8] Mater et magistra, n.os 64-65; en la versión francesa, “el progreso de las relaciones sociales se ve traducido por “la ‘socialización’”.

[9] Cfr Gonzalo IBAÑEZ, “Notas sobre las ideas políticas y jurídicas de Jacques Maritain”, Estudios públicos, 15 (1984), págs. 169-189. Se trata de una excelente síntesis, que tiene además el interés de resaltar el nexo estrecho entre el personalismo de Maritain y las doctrinas difundidas durante el Concilio y después.

[10] “El pecado de los ángeles fue un error personalista en la práctica: ellos prefirieron la dignidad de sus propias personas a la dignidad que les habría venido de la subordinación a un bien superior pero común en su misma superioridad” (Charles DE KONINCK, De la primauté du bien commun contre les personalistas, Montreal, Fides 1943, pág. 41).

[11] Louis LACHANCE, Humanismo político. Individuo y Estado en Tomás de Aquino, Pamplona, Eunsa, 2001 [1939], pág. 347.

[12] Ch. MILLON-DELSOL, L’Etat subsidiaire. Ingérence et non ingérence de l’Etat: le principe de subsidiarité aux fondements de l’ h i s t o i re européenne, París, Presses universitaires de France, col. Léviathan, 1992, pág. 169.

[13] Ibid., pág. 187.

[14] “Apenas aplicamos esta idea y quisimos explicarla, reconocimos que el contrato social por excelencia es un contrato de federación definido en estos términos: Un contrato sinalagmático y conmutativo para uno o muchos objetos determinados, pero con la condición esencial de que los contratantes se reserven siempre una mayor parte de soberanía y de acción que la que ceden”. (P.-J. PROUDHON, El principio federativo, cap. VIII, ed. esp. Buenos Aires, Libros de Annares, 2008, pág. 67).