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Número 501-502

Serie L

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Un empeño generoso para una imposible neutralidad política: a los diez años de la muerte de Gonzalo Fernández de la Mora

 

1. El encuentro

Conocí a Gonzalo Fernández de la Mora en los años noventa del siglo pasado con ocasión de los congresos internacionales organizados en Bolzano por el Institut International d’Études Européennes “A. Rosmini”, en los que Fernández de la Mora participó come brillante conferenciante. La primera impresión, confirmada en los sucesivos encuentros, fue la de haber encontrado una persona altamente preparada, inteligente, segura de sus posiciones, abierta y cordial. En resumen, una personalidad que había extraído de su experiencia institucional y cultural elementos para valoraciones políticas penetrantes y de su experiencia personal elementos para un distanciamiento de las cosas contingentes, hasta el punto de parecer un estoico que estimaba, sin embargo, como pocos la amistad.

2. La orientación de Gonzalo Fernández de la Mora

El primer encuentro no permitió comprender a fondo su posición política. Venía de España si bien se manifestaba, si bien con una cierta originalidad, “europeo”, es decir in limine entre la Hispanidad católica y el racionalismo de la Europa hija del protestantismo secularizado. Manifestaba una fuerte confianza en la razón, aunque un cierto escepticismo respecto de la inteligencia. Aparecía como un observador atento y al mismo tiempo un fino operación. Parecía, pero no era, más pragmático que teórico. En realidad su pragmatismo era propiamente una teoría; una teoría política racionalista para la que las soluciones de los problemas son (y deben ser) confiadas a la técnica, no a las ideologías y menos aún a la filosofía, que para Fernández de la Mora debía (y debe) identificarse con las primeras.

3. La modernización del franquismo

En los años que representan la última fase del franquismo, la teoría de Fernández de la Mora aparecía como una vía de supervivencia del mismo franquismo, sea en el interior de España sea a nivel internacional. En el interior, en efecto, venía atenuándose el aspecto ideológico con el que el franquismo se había presentado en los años de la guerra civil y en los inmediatamente sucesivos. Podía pregonar (y sobre todo mostrar) una atención a los problemas “concretos”, que no implican (al menos aparentemente) una elección filosófica. EN esto se presentaba como uno de los regímenes “europeos” legitimado por el intento de garantizar, con el progreso económico y social confiado a las “mejores” elecciones tecnocráticas, un nivel de vida parangonable con el de los países occidentales considerados más “avanzados”. La tecnocracia obligaba sólo a escoger el método para la solución de los varios problemas, sin implicar los aspectos opinables y menos aún las opciones de fondo sobre los valores. Se deba por descontado, al menos implícitamente, que el modelo de vida “occidental” fuese bueno. Era, por ello, “el” modelo. Era preciso, pues, empeñarse en su realización sin poner en discusión presupuestos y finalidades.

En el nivel internacional, después de la segunda guerra mundial, el modelo que se impuso, aunque gradualmente, en la Europa occidental fue el americano: el liberalismo pragmático cultivado y aplicado en los Estados Unidos de América. También la España de Franco sufrió sus condicionamientos y fascinación. Bastaría pensar en su evolución legislativa que, sobre todo con algunas leyes, en particular la de educación, manifestaba la progresiva adecuación al modelo occidental hegemónico.

También su política exterior, aun cautamente, se fue alineando al nuevo clima. El “enemigo” era, en el fondo, el mismo: el comunismo, pero no porque siguiera siendo intrínsecamente perverso, según la calificación de Pío XI (y, por tanto, por razones que debían buscarse en sus raíces ideológicas), sino sobre todo como negador en la práctica de las libertades liberales (y, así, por la falta de la liberación efectiva postulada por otra vía del mismo liberalismo). Para la política de Franco esta “inflexión” tenía relevancia aunque no para sugerirle el “resistir” a la globalización del Occidente, impuesta a partir de los años cincuenta del pasado siglo. Además, la nueva política instaurada por la Iglesia Católica, débilmente bajo Pío XII, de manera fuerte a partir de los años del Concilio Vaticano II y continuada sobre todo por Paulo VI, no permitía al franquismo encontrar puntos de apoyo para incidir sobre los aspectos ideológicos. De aquí la opción tecnocrática racionalista, de una parte, y la tecnocrática “espiritualista” del Opus Dei, de otra. Fernández de la Mora era ciertamente la persona con la que contar para una operación tecnocrática de supervivencia del franquismo, vaciado completamente de su contenido ideológico (admitido que lo hubiera tenido efectivamente) y hasta de su imagen, en un contexto radicalmente mudado respecto al de los años en que se afirmó. La doctrina de Fernández de la Mora representaba una modernización del franquismo sin obligarlo a renuncias y menos aún a abjuraciones. Permitía a Franco reinar sin gobernar y, por ello, representaba para España la gradual transición pacífica y no traumática, por lo menos en el nivel organizativo (aunque no completamente en el del ordenamiento), en el cultural y en el de la política exterior (por lo menos en lo que respecta a la estrategia de la diplomacia.

4. La “tecnocracia política” española como transición del régimen

La implícita, aunque sustancial, reforma (tecnocrática) que adoptó España en los últimos decenios del pasado siglo le permitió salir del “ghetto” (admitido que hubiera estado efectivamente en él). Le permitió también poner en marcha un proceso de modernización que, a la muerte de Franco, le condujo a acoger siempre más abiertamente el liberalismo como doctrina política y a codificar en el nivel constitucional las opciones del protestantismo secularizado de la vieja Europa y del americanismo. Mientras las viejas costumbres de los españoles no fueron arrolladas por la nueva Weltanschauung las cosas parecieron sólo mejorar. También porque Europa, inyectando notables recursos, sostuvo y animó el cambio, que no era un simple cambio de condiciones de vida sino propiamente un cambio de vida. Quiero decir que la tecnocracia ha sido el instrumento (aparentemente neutral y benéfico) para llevar a España a posiciones ideológicas distintas (quizá) del franquismo, pero sobre todo (y ciertamente) distintas de su gloriosa tradición cultural, la expresada por la Hispanidad. Por ello, las dos formas de tecnocracia (racionalista y “espiritualista”) se han revelado como un verdadero caballo de Troya para España, aunque le hayan permitido (y es también cosa no pequeña) evitar un fin traumático del franquismo y dar un salto económico que ha maravillado al mundo.

5. La descripción del proceso político contemporáneo

Gonzalo Fernández de la Mora consideraba atentamente el proceso de unificación europea, en el que veía un fin parcial de la soberanía de los Estados y también una vía a través de la que la eurocracia habría marcado su transformación: no más Estados ideológicos y, por lo mismo, en su análisis, instrumentos de prevaricación de una parte sobre las otras a través del uso de las instituciones, particularmente de la burocracia, y menos aún Estados regidos con criterios de la doctrina politológica, que introduce una guerra civil “civilmente” conducida, sino Estados que, imitando a la Unión Europea, se transformen en Estados “racionales”, esto es, gobernados por expertos que deciden adoptando los solos criterios de la racionalidad operativa.

No puede negarse que Fernández de la Mora mirara lejos y, por tanto, que hubiera visto bien la situación que estaba delineando en el nivel europeo hasta el punto de transformar radicalmente la política contemporánea. Los partidos han renunciado a los aspectos ideológicos: ha muerto (al menos aparentemente) el marxismo, el mismo liberalismo (si se excluye su alma radical) se presenta como técnica necesaria sobre todo para la solución de los problemas económicos, la doctrina social cristiana parece oscurecida por el mito de la libertad liberal. Todo se ha hecho “ligero”. La orientación prevalente parece ser la de evitar los problemas de fondo. El pragmatismo nihilista es el método aplicado por doquier.

6. Problemas irresueltos e inevitables

Lo que Fernández de la Mora intentó evitar, proponiendo la solución tecnocrática o racional-operativa de la política, está volviendo a emerger como cuestión ineludible. En Italia, por ejemplo, después de la experiencia del gobierno de los partidos ligeros, afirmada en el II República, se ha advertido la necesidad del gobierno de los técnicos. El gobierno de Monti es aparentemente la máxima expresión de la tecnocracia. En una lectura superficial podría parecer probada, así, la tesis de Fernández de la Mora: las ideologías, incluso las pobres de contenido son incapaces de gobernar; la solución, por tanto, residiría en la técnica, sobre todo cuando está en danza el déficit público, que representa una cuestión sustancial no sólo para los acreedores sino para los mismos Estados. Hace falta, sin embargo, preguntarse porqué el déficit público constituye una cuestión sustancial para los Estados. Y se convierte en un verdadero problema porque plantea la cuestión de la justicia, que es un problema político (Fernández de la Mora diría ideológico), no técnico. ¿Por qué da tanto miedo a todos la quiebra? Si fuese sólo una cuestión técnica, no guiada sino por criterios operativos, el problema no subsistiría: que los acreedores deban pagar las deudas no debería ser un problema para quien considera la cuestión solamente bajo el ángulo operativo. En el fondo, incluso esta vía (hacer pagar las deudas no a los deudores sino a los acreedores) es una solución desde el punto de vista técnico. La cuestión, en cambio, se sitúa en otros términos. El mismo gobierno Monti se ve obligado a hablar de equidad. Y las fuerzas políticas y sociales italianas proponen medidas diversas y rechazan algunas elecciones de los técnicos porque las consideran inicuas (no importa si con razón o sin ella). En otras palabras, el gobierno de los técnicos se ve frente al problema de la justicia, que –repito– no es problema técnico sino “el” problema político por excelencia: Benedicto XVI, en efecto, remontándose a San Agustín, ha afirmado justamente que la justicia es el fin y la regla de la política.

7. Experiencia, tecnocracia y cuestión política de fondo

La orientación doctrinal y el papel jugado por Fernández de la Mora en la España contemporánea impone una consideración atenta de su teoría y de la evolución política y social favorecida por ella, sobre la que sería oportuno conducir un estudio profundo que vaya más allá de la obra (aun interesante) de Luis Sánchez de Movellán. A la luz de los nuevos problemas surgidos tras la breve experiencia tecnocrática (todavía no concluida) europea, se hace preciso volver a considerar la cuestión política bajo el ángulo de su fundamento, de su fin y de sus reglas intrínsecas, que no pueden ser sólo técnicas aunque la política tenga necesidad de la técnica como la tiene de la fuerza, aun no siendo ni técnica ni fuerza. El caso “Fernández de la Mora” merece ser, por ello, estudiado profundamente, considerando la historia reciente de España pero también la evolución y la (casi) quiebra de la política tecnocrática de la Unión Europea.