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Los anti-Cádiz: el Filósofo Rancio

EL «OTRO» CÁDIZ. UNA REVISIÓN PROBLEMÁTICA DE LOS ORÍGENES DEL CONSTITUCIONALISMO HISPÁNICO

1. El contexto histórico

Manifestarse en contra del liberalismo triunfante en el Cádiz de las Cortes debió ser una empresa harto incómoda. La movilización de los liberales en el escenario gaditano, orquestada con sorprendente eficacia desde el principio, cogió desprevenidos a muchos diputados y, fuera de Cádiz, al común de los españoles. Los liberales se habían hecho rápidamente con las riendas del poder, y redujeron a sus oponentes a una situación de permanente fuera de juego. Cualquier gesto de hostilidad hacia la ideología imperante –revestida como estaba de un convincente aire de modernidad– resultaba poco airoso, siendo así, además, que la pretensión de reivindicar el orden tradicional se hallaba lastrada por la imagen deteriorada de la monarquía y de su gobierno que habían dejado en pos de sí Carlos IV y Godoy, el último valido. Resistir, además, podía resultar seriamente peligroso llegado el caso, como experimentó don Pedro Quevedo y Quintano, obispo de Orense y Presidente de la Regencia. Aquel venerable prelado, célebre por su rectitud y patriotismo, fue confinado durante más de cuatro meses, en incómoda y humillante reclusión, por el solo hecho de negarse a prestar juramento a las Cortes en su primera jornada de sesiones, el día 24 de septiembre de 1810. En realidad, eran pocos los que opinaban que las cosas debían retornar a la situación previa a la Guerra de la Independencia. Formaban éstos un grupo reducido al que puede denominarse absolutista o fernandino. El resto aspiraba a modificar o corregir el sistema de gobierno de la monarquía, si bien en aplicación de criterios distantes entre sí, que pronto se precisaron como antagónicos: de ahí la formación de dos bandos opuestos, el liberal y el realista, antiliberal o tradicionalista. En el transcurso de los primeros meses de vida de las Cortes de Cádiz, ambos sectores coincidieron en afirmar la necesidad de reformas, pero enseguida tuvieron clara conciencia de que, en el modo de entenderlas, les separaba un foso infranqueable, cuyo perímetro precisó el obispo de Orense con valentía y nitidez, cuando se opuso a prestar juramento a las nuevas Cortes: el proyecto de los liberales se fundaba sobre la irrenunciable asunción del principio dogmático de la soberanía popular, del que era expresión la ley, y acomodaba sus intenciones a las «máximas y principios de la Revolución francesa». Frente a ellos, los tradicionalistas, al compás de un proceso de decantación doctrinal que llevó tiempo, porque no disponían de modelos ya elaborados, procedentes de allende los Pirineos como les sucedía a los liberales.

No fue pequeño el mérito de los antiliberales que, en circunstancias adversas, lograron precisar objetivos y formular un primer esbozo doctrinal al hilo de pronunciamientos puntuales, dirigidos a defender espacios precisos del Antiguo Régimen afectados por la legislación gaditana: los derechos y patrimonio de la Iglesia, la protección de la fe católica amenazada por la libertad de imprenta y la abolición del Santo Oficio, las libertades públicas otrora garantizadas por los fueros y los modos tradicionales de organización corporativa, en trance de supresión, así como la entidad genuina de la monarquía y de las Cortes; es decir, destinados a tratar de proteger convicciones fundamentales, así como derechos e intereses que entendían injustamente transgredidos o amenazados por la legislación de las Cortes. Esos pioneros de la tradición fueron, en efecto, más allá y elaboraron un esquema global, una visión sistemática de la sociedad que postulaban. Considerada en conjunto su producción se aprecia un proceso de maduración, consistente en la localización de argumentos de diferente nivel en campos diversos –teológico, filosófico, jurídico o histórico–, destinados a interpretar, en orden a una restauración renovada del mismo, el orden social tradicional, cuyas bases la revolución aspiraba a desmantelar, motejándolo de caduco y estéril, oscurantista y despótico. Esas gentes pusieron las bases de empresas doctrinales posteriores, más amplias y elaboradas, cuya fase germinal se localiza en esa etapa inaugural de la Edad contemporánea. Es cierto, y siempre se les achaca, que no fueron capaces de superar –algunos sí, pero siempre limitadamente– el esquema estamental que se hallaba aún vigente, si bien solo parcialmente, en la España de entonces. La ofensiva liberal les obligó a ceñirse al terreno del día a día, sin acceso a perspectivas más dilatadas y sosegadas, en defensa de un edificio asediado y en trance de ruina. Otros, más adelante, aprovecharan sus intuiciones.

 

2. La figura del Filósofo Rancio: dos visiones encontradas

En ese complicado contexto destaca la figura del Padre dominico Francisco Alvarado, conocido comúnmente como el Filósofo Rancio. Fue el polemista más activo del sector anti-liberal de cuantos se enfrentaron a las Cortes de Cádiz a pie de obra, a lo largo de la mayor parte del tiempo en el que permanecieron reunidas. Sus Cartas Críticas aparecieron sin interrupción, para tortura de la facción liberal, que vio en él a uno de sus peores adversarios, entre mayo de 1811 y marzo de 1814. El P. Alvarado tenía cincuenta y cinco años cuando tomó la pluma para denunciar la existencia, tras la fachada reformista de las Cortes, de una maniobra revolucionaria de amplio alcance, destinada a subvertir el orden tradicional y católico en España, y su fallecimiento coincidió en el tiempo con la disolución de las Cortes por Fernando VII. El período culminante de su biografía se identifica, así, a la vez con la fase final de su propia vida y con la trayectoria histórica de las Cortes de Cádiz.

El estilo del Rancio sorprende al lector de hoy. Hasta el punto de que, si le encuentra desprevenido, le hará retroceder. Provoca desazón al principio, siendo como es recargado y reiterativo, abstruso a veces y muchas desordenado; en un segundo momento, sin embargo, la percepción cambia, como ocurre a veces, no siempre, con autores complejos de tiempos pasados: empieza a resultar inteligible y surge una corriente de empatía, se ofrece convincente, ingenioso, inclusive seductor. Merece la pena perseverar en su lectura: se aprenden muchas cosas de un tiempo que fue clave en la historia de España, se calibra la grandeza del drama entonces vivido, y se comprende mejor cómo y en qué áridas circunstancias se pusieron los cimientos del pensamiento tradicionalista español –el pensamiento «reaccionario» español dirían sus detractores. Pero es menester dedicarle tiempo, y dosis de inicial paciencia: luego todo se hace más fluido.

Ocurre que el Rancio ha suscitado opiniones encontradas respecto del fondo y forma de su obra. Así, Menéndez y Pelayo, en la Historia de los Heterodoxos españoles dice de él que «personificó la apologética católica de aquellos días» y que, como nadie, encarnó a los «españoles netos» de entonces, a las esencias de lo «tradicional puro»: fue «el último de los escolásticos puros y al modo antiguo», con méritos y defectos propios de los «españoles a toda ley», que demostró altura y eficacia en un momento de profunda zozobra intelectual. Menéndez y Pelayo roza el ditirambo: «Llena un período de nuestra historia intelectual», sin que exista en aquella España «quien le iguale ni aun de lejos se le acerque en condiciones para la especulación racional»; «apenas hay máxima revolucionaria –prosigue don Marcelino–, ni ampuloso discurso de las Constituyentes, ni folleto o papel volante de entonces que no tenga en ellas impugnación o correctivo».

Un siglo más tarde, Javier Herrero, en su libro Los orígenes del pensamiento reaccionario español, que es un clásico de la polémica antitradicionalista, con pretensiones de historia de amplios vuelos, ve en él al representante más acabado del oscurantismo del tiempo, la «síntesis tosca y confusa» de los «clásicos de la reacción». «El Filósofo Rancio carece de toda categoría intelectual», estimación que, en opinión de Herrero, es extensible a cuantos, a lo largo de los siglos XIX y XX, se han pronunciado favorablemente sobre su persona, inclinación que «sólo puede deberse a un obtuso sectarismo ideológico o una crasa ignorancia, o, lo más probable, a una bien proporcionada mezcla de ambos factores». Para Herrero solo fue un plagiario de autores entonces en boga que difundían el mito de una conspiración internacional en contra del altar y del trono –el abate Barruel singularmente, al que por cierto el Rancio solo cita de pasada.

Las apreciaciones de Menéndez y Pelayo y de Herrero son tan distantes como lo eran las ideologías de sus autores. Pero, ninguno de los dos le niega importancia muy principal en el contexto gaditano. Del modo de escribir del Rancio se han emitido opiniones también muy dispares, desde aquellas que sólo se fijan en la tosquedad en su estilo a las que ven en él a un nuevo Quevedo. Es curiosa la apreciación a ese respecto, muy exclusiva, de Azorín, que destaca el carácter «sencillo, fluido y gracioso» de su estilo, «la impresión de apacibilidad, la ausencia de rencor» que de ella dimana. «Diríase –y no estaríamos lejos de la verdad– que el Rancio escribe como jugando, voluptuosamente, sintiendo el placer de escribir…», afirma el gran escritor. Hay algo de cierto en ello, reflejo de la riqueza de su estilo y la variedad de sus registros, si bien se tiene la impresión de que obvia Azorín la reciedumbre de su estilo, la exasperación de un corazón herido por cuanto, ante sí, significaba la ruina de la religión y de la patria.

 

3. Esbozo biográfico

Francisco Alvarado nació en Marchena –provincia de Sevilla– en 1756, en el seno de una familia de labriegos humildes. Su educación escolar ejemplifica bien la obra educativa de los jesuitas, interesados, frente a lo que suele creerse, en los sectores humildes de la sociedad tanto como de las clases altas. Francisco asistió a la escuela que la orden regentaba en Marchena, hasta que se produjo su expulsión, y , no existiendo en la ciudad otra alternativa, ingresó en la orden de los dominicos, única posibilidad al alcance de su familia de que prosiguiese unos estudios por los que sentía marcada afición. Poco a poco se manifestó en él una vocación eclesiástica sincera, que no traicionará nunca –«a los quince años y pocos meses quiso Dios, o quise yo, o quisimos ambos, que me entrase fraile». Más adelante se desplazó al convento dominico de San Pablo en Sevilla, donde sus estudios superiores se desarrollaron con éxito. En sus aulas se percibía todavía el influjo benéfico de la reactivación de los estudios dominicanos, centrados en la obra de Santo Tomás de Aquino, que había promovido unos años antes el General de los Dominicos, Fr. Tomás de Boxadors. Tras su ordenación, el P. Alvarado ocupó una plaza en el Colegio Mayor de Santo Tomás de Sevilla, que a la sazón era un gran centro docente de Andalucía– «una de las escuelas públicas más acreditadas del reino».

En 1786, cuando contaba treinta años, el P. Alvarado, pasó un período de descanso en el Arahal. Su salud había dejado siempre que desear, pues sufría achaques varios que, incluso, movieron a sus superiores a dudar de la conveniencia de su ordenación. No permaneció inactivo, sin embargo, en esos meses sino que, atrevido y siempre inquieto, aprovechó la ocasión para redactar su primera obra apologética y polémica, las Cartas de Aristóteles, una pieza notable, que prefigura la fuerza de las Cartas críticas, muy posteriores. Su objetivo fue la denuncia de un sistema filosófico de pretensiones novadoras, redactada a base de componentes tomados de corrientes coetáneas de no gran fuste, preferentemente italianas, que había ideado por esas fechas un franciscano de Sevilla, Manuel Gil, «inquieto y revolvedor» al decir de Menéndez y Pelayo, que contaba, «frente a estas prisiones que miserablemente nos han ligado al peripato», con la complicidad del superior provincial de su orden. Se trataba de un pronunciamiento revisionista, de asumido carácter ecléctico, que se avenía con las intenciones entonces en boga –signo de los tiempos– de acompasar el pensamiento eclesiástico a las nuevas tendencias, debeladoras de la escolástica tradicional.

El docto dominico organizó su discurso en forma de novela epistolar satírica, modelo literario de moda a la sazón: recuérdense las Cartas persas de Montesquieu, de 1721, y las ulteriores Cartas marruecas de José Cadalso, publicadas en 1789. En las Cartas de Aristóteles, el P. Alvarado despliega imaginación y un sentido del humor potente, al ser vicio de un programa crítico y pedagógico muy meditado. No son un divertimento ni un mero desahogo, sino una pieza que forma parte por derecho propio de la historia de la filosofía española. El relato da cuanta de la estrategia ideada por Aristóteles, desde el Averno donde reposaba su tumba, para desarticular, con ayuda de un amigo sevillano y del mismísimo Averroes, la conspiración que se urdía en Sevilla con la intención de darle a él, el Estagirita, muerte definitiva. Al final de variopintas andanzas, quedaba claro ante la opinión culta hispalense que la filosofía ecléctica del P. Gil era solo un amasijo sin entidad de doctrinas desiguales, dirigido a cuestionar la única filosofía verdadera, la filosofía escolástica.

Muchos años después, avanzada ya la Guerra de la Independencia, cuando la Junta Central convocaba Cortes extraordinarias, el P. Alvarado seguía residiendo en Sevilla. Disfrutaba allí de cierto renombre intelectual y no tardó en atraer la atención de un movimiento naciente de oposición a la poderosa corriente liberal que estaba adueñándose de los resortes de las Cortes. De momento, Alvarado era el centro de una tertulia en la que destacaba un pequeño núcleo de diputados gallegos –Bahamonde y Freyre Castrillón– que, llegado el momento, le animarán a publicar las Cartas críticas. Cuando los franceses entran en Sevilla, el buen dominico, temeroso de que su condición eclesiástica y su cierta fama de antiliberal fueran para él motivo de persecución, escogió la vía del exilio.

En enero de 1810 el P. Alvarado se refugia en la localidad portuguesa de Tavira, en el Algarve, y en mayo del año siguiente, según queda dicho, redactó su primera carta en apoyo de quienes empezaban a pronunciarse en Cádiz en contra de la triunfante corriente liberal. Fue inmediatamente publicada, con el seudónimo de El Rancio, ocurrencia de los amigos del P. Alvarado, que lo adoptó no sin un mohín de disgusto. La designación de rancio o rancioso había empezado a utilizarse para referirse a los partidarios del Antiguo Régimen. La carta mereció una respuesta ácida del Conciso, que eran la gacetilla entonces de las Cortes, en cuyas páginas se moteja de «hipócritas, hipócritas, hipócritas» a quienes, al amparo de la reciente libertad de imprenta, osaban oponerse, en un ejercicio de ingratitud intolerable, a los designios benéficos del Gobierno. La personal cruzada del P. Alvarado había comenzado, erigido en Quijote del antiliberalismo– «un Quixote filósofo del siglo XIX y desfacedor de los muchos entuertos que están haciendo el mundo los señores malandrines liberales». Sus escritos concitaron de modo reiterado la ira de los liberales, lo que le dio considerable renombre en la escena política del momento. Fue la suya una empresa heroica. Está enfermo y tiene miedo. En su epistolario alude con frecuencia a sus muchas dolencias, que le obligan con frecuencia a dejar la pluma. Sus temores, por lo demás, no carecían de fundamento: ahí estaban las sevicias que había padecido don Pedro de Quevedo y Quintano por el solo hecho de negarse a prestar juramento a las Cortes; y, en el citado número del Conciso, de 22 de agosto de 2011, se reclamaba expresamente del Gobierno se le persiguiese, a él y a sus corifeos. Pero no se arredra y sigue adelante, clama sin cesar y utiliza todos los recursos dialécticos a su alcance para defender a la España católica y tradicional, que él entiende gravemente amenazada.

Las Cartas críticas son en total 47, que la edición de Aguado, de 1824, la mejor de todas y la más citada, recoge en 4 volúmenes. La complejidad de su temática es considerable. En términos de síntesis, destacan cuatro componentes.

 

4. Contra las Cortes gaditanas y la secta liberal

El primero de ellos, la ofensiva del Rancio en contra de las Cortes gaditanas y de la secta liberal que ha asumido su control, que constituye el asunto de fondo de las Cartas. El análisis del pensamiento del Rancio en ese campo, tropieza con un escollo no menor. En efecto, está comprobado que sus epístolas, tal cual salieron de la imprenta en su momento y serían años más tarde reeditados en forma de libro, fueron retocadas con la intención de moderar o edulcorar el contenido de sus expresiones o denuncias más atrevidas o explícitas en contra de las Cortes. Fueron los amigos del Rancio, que atendían a la edición de sus cartas y la sufragaban, quienes, movidos por el temor a posibles sanciones oficiales, introdujeron esas correcciones. En bastantes casos consisten en expresiones de rendido acatamiento a las Cortes que resultan llamativamente extemporáneas. El P. Alvarado sabe de su existencia y se queja, no sin amargura. Pero deja hacer, comprensivo con el riesgo que arrostraban los editores, y se limita en la práctica a solicitar una posterior edición depurada que nunca llegaría. De ahí que, para aquilatar la doctrina del Rancio y el verdadero alcance de sus pronunciamientos, sea necesario acudir a las Cartas inéditas, breves pero mucho más desinhibidas y contundentes en esas materias. Dichas cartas, ancestrales, fueron escritas por Alvarado en los primeros meses de su reclusión en Tavira, entre agosto de 1810 y febrero de 1811. Preceden, pues, a las Cartas críticas, pero se editaron más tarde, en 1846.

El Rancio afirma que las Cortes reunidas en Cádiz «no son legítimas y, por consiguiente, de ningún valor sus determinaciones». Y ello es así sencillamente porque no son conformes con el sistema político tradicional ni responden a una demanda explícita del pueblo: «Porque la Constitución en fuerza de la cual se juntaron –afirma en referencia a la tradición institucional española–, no las autoriza, ni el pueblo, que las ha nombrado, ha querido ni podido querer esta novedad, de que no tenía idea». La novedad no era otra que la afirmación por las Cortes extraordinarias de su poder soberano y de su voluntad constituyente. Se trata de una censura básica, presente también en las objeciones del obispo de Orense a prestar juramento y en buena parte de los escritos del bando antiliberal y tradicionalista.

Los protagonistas de semejante deriva son los «indignos filósofos», que venían actuando desde tiempo atrás con la intención de «descristianizarnos y afrancesarnos». El rey cautivo pidió que las Cortes se reuniesen y la nación un gobierno que la salvase: allí «los indignos filósofos hallaron su ocasión y proyectaron unas Cortes como las de la Francia del 89 y siguientes». La Junta Central, «firmando como en un barbecho el plan de ellas que ellos forjaron», puso en sus manos el control de las Cortes. De ese modo, «se acabaron las anteriores reglas y murió la antigua Constitución». Los liberales, dueños de la asamblea, se erigieron en introductores de «Voltaire, D´Alambert, Rousseau, y de toda la cáfila de sus discípulos», de «Montesquieu, Heinecio, Puffendorf, Barbeirac, Thomasio y otros publicistas que nos copian, y a quienes nosotros aborrecemos». Una táctica que el Rancio sitúa bajo el signo de la economía: «Una filosofía económica –llámola así porque se nos ha colado en casa bajo el pretexto de economía». El P. Alvarado, aunque no conoce en detalle la producción de muchos de los autores que cita, está bien informado del tenor general de sus doctrinas y de su impacto sobre la Revolución francesa, a la que considera, con entera certeza, el referente del proyecto liberal gaditano.

Filósofos, liberales, jansenistas: ellos son los responsables, que han generado un clima de insufrible opresión intelectual. Los liberales y filósofos –ambos términos son equivalentes en la nomenclatura del Rancio– son los promotores visibles de la inquietud presente. Juntos forman esa «republiquita», esta «nueva universidad», «en la que se confieren esos grados de maestros públicos, en fuerza de los cuales nos han predicado y predican los Duendes, los Concisos, las Tertulias, los Semanarios, los Redactores y demás caterva de hambrientos y no de justicia». Se refiere a las gacetillas, hojas volantes y panfletos, muy numerosos, de que se valieron los liberales para difundir ideas y programa. El Rancio conoce bien a la casta liberal emergente y acierta a describir su fisonomía y estilo con la agudeza del periodista que en él anida: forman las «divisiones de corbatas, oficialillos, caballeros pobres, ricos entrampados, clérigos arrepentidos, abates de becoquín y pantalón, y demás turba multa». A la burguesía acaudalada, celosa de la aristocracia tradicional, no alude, porque sencillamente, según ha demostrado el análisis histórico del soporte sociológico de la revolución liberal en España, no desempañó un papel reseñable en su etapa inicial. Sí, en cambio, inciden el protagonismo de dos grupos de per fil preciso: ciertos «abogadillos de agua dulce» que habían buscado «conocimientos pestilentes» señaladamente «en los libros de los llamados publicistas, es decir, en los libros donde se enseña un derecho adaptable a todo país que aborrezca la religión católica»; y el que integraban «algunos clérigos devotos», de los que «siguen a Quesnel» y han «contribuido a la expulsión de los jesuitas».

El Rancio se pregunta cómo ha podido prosperar en España con tanta rapidez la facción liberal, siendo así que la integran «unos hombres tan mal vistos de todos». No gracias a las doctrinas y a las proclamas genuinamente liberales, sino «a aquellas otras suaves y dulces, que han salido de las bocas consagradas para la defensa del Evangelio». Los liberales, afirma burlonamente, dando forma a una descripción sugestiva de las maneras propias de su estilo, «no deben su séquito, ni a aquellas descomunales tirillonas en que llevan escondidas las orejas, ni a aquellos enormes pantalones que deben su invención a los franceses, ni a aquel espejo civilis sarcina belli, en que se llevan estudiando muchas horas, ni a aquella cresta por donde quieren parecer y parecen gallos, tanto en latín como en romance, ni en fin a todo aquel otro afeminamiento, que los hace fastidiosos hasta a las del otro sexo. No señor: la sotanas, los becoquines, las collaretas, o por decir más bien, el profundo respeto que el pueblo cristiano tiene a todas estas señales, aunque sea un perdulario el que las lleva, son las únicas causas de la tal cual aceptación que para con muchos han tenido y aún tienen los liberales y del daño que hasta aquí nos han hecho y del gravísimo peligro que nos preparan». El papel de eclesiásticos rebotados y apóstatas en la historia de la revolución: un tema de larga trayectoria, que el Rancio acierta a describir con brillantez.

Pero detrás de liberales y filósofos, rostro visible de la acción revolucionaria, el Rancio presiente el influjo del jansenismo, movimiento teológico-político oriundo de Francia e implantado en la España del siglo XVIII, al que atribuye una alta potencialidad perturbadora del orden social católico. En las Cartas críticas dedica un amplísimo espacio a la secta de Jansenio y de Quesnel, 259 páginas en la edición de Aguado. La denuncia del P. Alvarado se organiza, no de forma exclusiva pero sí principal, en torno a la refutación del opúsculo que le dedicó, en 1811, su más tenaz adversario, Joaquín Lorenzo de Villanueva, bajo el seudónimo de Ireneo Nistactes, con el título de El jansenismo. Diálogo dedicado al filósofo Rancio, en el que su autor niega la mayor del discurso del P. Alvarado, es decir, su afirmación de que en torno al jansenismo existía en España un equipo de hombres capaz de influir en el acontecer político.

«Otra casta de pájaros –afirma el Filósofo Rancio– tan malos como los filósofos, o peores, son los jansenistas». Demuestra que se halla al tanto de su evolución histórica y del papel desestabilizador que habían desempeñado en la Francia de los siglos XVII y XVIII, incluida la primera fase de la Revolución francesa. La evolución de su doctrina, desde que fuera fundada por Jansenio, la ductilidad de sus planteamientos, sus sofisticadas marrullerías, las fórmulas transaccionales que la secta acuñó hábilmente para eludir las condenas pontificias, sus métodos de camuflaje, su inmensa capacidad de gestar instrumentos eficaces para cuestionar la disciplina y alterar el sosiego y la armonía de la sociedad católica –especialmente el recurso a la «opinión pública», en el que la historiografía reciente ha visto un instrumento desestabilizador cuya plena eficacia se apreciaría en la Revolución francesa. Los escritos jansenistas, cuajados de «chismes, enredos, calumnias, sofismas, paralogismos y sarcasmos», persiguen sus objetivos al hilo de una compleja y zigzagueante trayectoria, en la que sobresale el hecho de la habilidad de sus portadores para disimular intenciones o modificar estrategias. El Rancio alude reiteradamente a su similitud con los murciélagos, un animal que ni «el mismo diablo no es capaz de acertar, ni a donde se encamina, ni por donde va», que se esconden detrás de retablos y cuadros, de santos u otros cualquiera, «y si V. los busca en el de san Miguel, hoy los hallará metidos detrás de Quis sicut Deus, y mañana escondidos detrás de la cola del diablo». Imagen gráfica a la vez que sugestiva, de talante netamente popular, que refleja bien la singularidad de su estilo.

Ese protagonismo, con el alcance de auténtico trasfondo ideológico y motor de la revolución liberal en España, que el Filósofo Rancio atribuye con insistencia al jansenismo, puede desazonar hasta cierto punto al lector, que se siente incapaz de calibrar el alcance histórico de ese supuesto influjo, poco o nada citado en autores de uso común, y tentado por ello a atribuirle la condición de mera superchería. Es cierto que el P. Alvarado cita datos concretos sobre la presencia y acción de jansenistas en España, pero en conjunto no son concluyentes. Ha de tenerse en cuenta que su personal círculo de información era reducido. El Rancio está convencido de la existencia de una cábala internacional y, en esa dirección, se inspira expresamente en la obra de Jean Filleau sobre la conspiración de la cartuja de Bourg-Fontaine, que él había estudiado a través de una traducción portuguesa incompleta. La trama en cuestión era una superchería, y como tal fue identificada tempranamente, si bien no carece de interés para calibrar la realidad del jansenismo en Francia, de cuyo modus operandi, emboscado e intensamente conspiratorio, se dispone en la actualidad de abundante y fidedigna información.

Los planteamientos del Rancio sobre la acción del jansenismo en Cádiz son más instintivos que documentados, pero a la luz de las investigaciones recientes sobre el itinerario subversivo del jansenismo y su impacto en el proceso preparatorio de la Revolución francesa, adquieren –creemos– un sentido más denso del que inicialmente pudiera pensarse. En efecto, dos notables historiadores del jansenismo en la Francia del siglo XVIII, Dale K. Van Kley y Catherine Maire, han puesto de manifiesto la envergadura, eficacia y multiplicidad entonces, durante más de un siglo y medio, de los escenarios y objetivos del operativo jansenista, mucho más amplios de lo que ha venido admitiéndose hasta tiempos recientes. Sobre raíces calvinistas, valiéndose de unos modos de acción basados en el disimulo y en la difusión de consignas y supercherías cuidadosamente dosificadas, bajo la dirección de un grupo selecto de militantes dotados de una notable aptitud para la fabulación, diestros en generar y moldear una opinión pública influyente, los jansenistas desplegaron una formidable capacidad desestabilizadora sobre la monarquía absoluta francesa, de la que paradójicamente pretendieron erigirse en defensores a base de exigir su radical separación de la Iglesia, lo que chocaba frontalmente con la tradición de Francia. Debe señalarse, de modo singular, que, entre sus realizaciones efectivas, figuraron nada menos que la supresión de los jesuitas e, iniciada la Revolución, la propia Constitución Civil del Clero, cuya gestación no se explica sin la inspiración de los epígonos de la secta. Sin duda, el Rancio era consciente, más que muchos de sus contemporáneos, del influjo potente que el jansenismo había tenido en el proceso preparatorio del asalto a la Francia tradicional. No es, pues, extraño que temiera la repetición de un despliegue similar en España. El hecho de que la historiografía actual no valore en esos términos la presencia del jansenismo en España, no le priva del mérito de haber indagado sobre la relación entre lo que aquí sucedía y los procesos equivalentes del epicentro revolucionario europeo. Su esfuerzo supone, en cualquier caso, una invitación a profundizar en la problemática del jansenismo en la crisis del Antiguo Régimen en España. Es un hecho significativo que su más acerado oponente, Juan Lorenzo de Villanueva, respondía precisamente al tipo del eclesiástico de ideas liberales y tendencias jansenistas entregado a la causa de la revolución.

 

5. Defensa de la Constitución tradicional

Un segundo aspecto de la doctrina del Rancio se articula en torno a su defensa del «edificio gótico», de la «Constitución tradicional», de la que lleva a cabo un análisis valioso, no sistemático pero sí bien trabado, con un interesante componente de signo crítico. Es materia amplia, de la que sólo cabe señalar en estas páginas unos puntos de referencia. Desde luego, debe decirse que no se limita, en sus explicaciones y pronunciamientos justificativos, a reproducir un esquema tópico, sino que aporta una perspectiva personal que refleja su capacidad observadora y una visión de la realidad que se había proyectado con amplitud, más allá de los límites propios de la vida conventual.

Frente al proyecto constitucional gaditano, el Filósofo Rancio sostiene categóricamente –en línea con Jovellanos– que España ya tenía una constitución propia, cuyo punto de arranque localiza en las Partidas del Rey Sabio. Una constitución que ha sido el resultado de un proceso histórico de decantación, efectuado siguiendo las pautas del despliegue de la tendencia social propia del ser humano: un orden fundado sobre los principios de la naturaleza, regulado mediante leyes conformes a la recta razón y perfeccionado por la inspiración de la doctrina católica. Una sociedad en la que han convivido, en armónica relación, el Estado y la Iglesia, que son «dos repúblicas o sociedades, dentro de una misma sociedad», con fines distintos pero complementarios, atentas ambas al «inestimable bien de la salvación eterna». En síntesis, una sociedad acorde con los patrones propios de la cristiandad tradicional y ordenada sobre la afirmación rigurosa de la confesionalidad del Estado.

La forma de gobierno tradicional en España es, según El Rancio, la monarquía, templada por una aristocracia y unas Cortes, a las que corresponde colaborar con el rey en la elaboración de las leyes y en el otorgamiento de impuestos. «Principio fijo –sentencia el Rancio– que no pueda el rey imponer contribuciones y pechos sin que las Cortes sean oídas y convengan». Al rey compete la legislación, pero debe consultar a las Cortes, y sobre ello remite a la vigencia de las Partidas, cuya promulgación efectiva se realizó –recuerda en referencia explícita al Ordenamiento de Alcalá de 1348– mediante aprobación en Cortes. Y siendo así, desde una perspectiva histórica, que el «explorar la voluntad de la nación» es un deber, «mucho más deberá serlo de aquí adelante –afirma el Rancio, consciente de la importancia decisiva que la intervención popular ha tenido en el alzamiento y lucha contra los franceses– en que el pueblo puede y debe ser considerado como el restaurador de la monarquía». Se muestra, así, claramente partidario, de cara al futuro, de un potenciamiento de las Cortes, que habían languidecido durante el siglo XVIII.

Las Cortes constituyen un componente central del pensamiento del Rancio, que cuestiona, parcialmente al menos, su tradicional configuración estamental. Afirma, en efecto, que la división en estamentos «no debe obrar en la reunión de las Cortes», pues «allí no debe quedar más carácter –afirma rotundamente– que el de católico, el de español, y el de representante de la nación. Quien vaya allí a buscar los adelantamientos de su propio estado, ya no es representante de la nación». No niega a los grandes y al alto clero una presencia eminente –en la condición de vocales natos–, pero el papel de la nobleza en general le merece desconfianza. Rechaza singularmente el modo de selección de los «diputados de los pueblos», porque suelen ser regidores y jurados de la ciudad, cuyo nombramiento se debe a una situación de perpetuidad o se produce por designación del señor del territorio o por la cancillería y no por diputación del pueblo. «A ningún procurador –señala– se le ha nombrado porque el pueblo lo diputó ni para las Cortes ni para el empleo en fuerza el cual ha venido a ellas». Y concluye categórico el Rancio: «No merece, en mi concepto, este tratamiento el pueblo español, ni en este sistema se puede contar con que las Cortes tengan dignos vocales». Se entrevé en sus  Cartas la reivindicación convencida de una necesaria reforma de la composición de las Cortes y del modo de designación de sus miembros, en términos que son ajenos a la concepción liberal de las Cortes soberanas y , también, parece, al criterio seudo-historicista de Martínez Marina. Respecto de la representación de una gesta castellana en defensa de las Cortes cuyo naufragio se produjo en Villalar –que comenzaba por entonces a adquirir el rango de artificioso mito fundacional de una supuesta lucha en defensa del parlamentarismo–, el P. Alvarado, escéptico, se pronuncia reiteradamente en contra de los Comuneros y de otros adalides, reales o fantasmagóricos, del pasado constituyente español: «Porque cuando no debíamos pensar más que en Napoleón –sentencia– hemos pensado en Juan Padilla, Vinatea, y no sé que otros santos del martirologio de Quintana y de Canga».

El Rancio se muestra también expresamente favorable al régimen foral tradicional en la configuración de la monarquía hispánica, que entiende es de justicia y ha de ser defendido frente a la asaltos del centralismo propio de la monarquía absoluta, a la que identifica con el despotismo ilustrado. Los fueros de los distintos reinos y territorios de la monarquía que históricamente disfrutan de ellos se encuentran protegidos por el juramento del rey –«su mismo juramento, por donde se obliga a guardar al reino y sus provincias con sus respectivos fueros y exenciones»–, cuyo efecto consiste en confirmar una situación previa a cualquier juramento, fundada sobre legítimos derechos históricos: «Sin juramento, era de justicia que estas exenciones se guardasen, mucho más inter viniendo el sagrado vínculo de la religión». «Y por esta regla –denuncia el P. Alvarado– yo no puedo adivinar con qué conciencia se han allanado tantos fueros de varias provincias del reino, y señaladamente de Aragón y de Vizcaya». Sus afirmaciones en este campo, aunque cortas en número y sucintas, reflejan varios hechos entre sí concatenados: en primer término, que en la España de aquel tiempo, la legitimidad de las realidades forales era comúnmente reconocida y bien valorada, como lo demuestra el hecho de su defensa y justificación por un modesto dominico andaluza comienzos del siglo XIX; en segundo lugar, que la percepción que el Filósofo Rancio tenía del sistema político propio de la España del Antiguo Régimen era más amplia de lo que suele decirse, y se encuentra alejada del horizonte meramente absolutista que suele atribuírsele; y, en tercer lugar, pensando en los planteamientos del tradicionalismo ulterior, que la reivindicación de los fueros por el carlismo no fue un pronunciamiento tardío, del siglo XIX avanzado, como también suele afirmarse, sino que se sustentaba en postulados de signo genuinamente foralista más antiguos.

 

6. Crítica del despotismo ministerial

Un tercer aspecto importante en el discurso del Rancio, cuyo solo enunciado refuta la imagen que de él se ha hecho circular, la de un servil entregado a la causa de la monarquía absoluta, que acuñaron sus adversarios liberales, se centra en la consideración crítica, que despliega con amplitud en sus Cartas, respecto de las instituciones de gobierno españolas tal cual se ofrecían en vísperas de su colapso, que, si bien fue provocado de forma inmediata por la invasión francesa y el impacto de la revolución, se debió también a deficiencias previas.

El P. Alvarado, en efecto, se pronuncia en términos señaladamente adversos respecto de la modalidad imperante entonces de monarquía absoluta, el denominado «despotismo ministerial». Se queja del abuso legislativo de los tiempos recientes, que habían sido, utilizando la expresión acuñada por Tomás y Valiente, la «época del paradigma de la ley». Sobreabundancia de legislación, cuyo volumen superaba al «que componían nuestra antigua legislación desde que España vive por sus leyes». No cree el Rancio en la intención benéfica de aquel flujo de leyes, que considera motivada por el afán de poder y de lucro de quienes se hallaban imbricados en el sistema: son las leyes –afirma sin ambages en referencia a las de su tiempo– «trampas en que puedan cazar su opulencia los ministros, administradores, guardas, escribanos, abogados, etc.».

La disconformidad del Rancio respecto del sistema de gobierno vigente adquiere máxima intensidad en lo que ataña al Regio Patronato, tal cual se había desarrollado con los Borbones. La Iglesia ha quedado reducida a la condición de esclava del Gobierno: y ello es así porque siendo el rey el patrono de la Iglesia, «ya ni el obispo, ni el provisor, ni el cura, ni el clérigo, ni el fraile, pueden mover un pie, sin que tengan que contar con que los recursos de fuerza, las quejas injustas, etc., los lleven a dar razón de su movimiento al rey, no digo bien, a un tribunal, donde es muy raro el que no mira como un triunfo ajar los fueros de la Iglesia». Se ha producido una hipertrofia del régimen de Patronato tal cual se había configurado en la época de los Austrias. Atribuye singular responsabilidad en esa deriva a la política de Godoy en materia de desamortización. Es esa trayectoria, previa a la política antieclesiástica que se había desatado en ambos frentes de la Guerra de la Independencia, lo que explica la miseria actual del clero, y de modo muy singular la de los frailes, un tema que el P. Alvarado conocía bien, siendo así que antes de la invasión francesa había escrito reiteradamente en su defensa. La siguiente reflexión suya es reveladora de la viveza de su estilo y de su modo de enfocar la situación en que se hallaban los monasterios y conventos de España en una etapa previa a la exclaustración: «Más todos por la misericordia de Dios cuentan con sus derechos y esperanzas, y mucho con que las esperanzas no muy católicas que han concebido, se les han de convertir en derechos, y alguna cosa más. No así el fraile, que no encuentra razón sino para temer que venga el pulgón a comerse las reliquias de la langosta, y persuada la gente liberal al gobierno, que le prive hasta de lo que no cupo en el buche de Godoy y se pueda libertar de las garras de Napoleón».

Se muestra también profundamente crítico con el modo de funcionamiento de la Corte española, tal cual se había desarrollado, de modo vicioso, con la dinastía de los Borbones y, con especial intensidad, en el reinado de Carlos IV. La «adulación» y «el perverso sistema de la Corte» –afirma el P. Alvarado– «ha hecho de nuestros reyes otros tantos simulacros, que ni ven, ni oyen, ni palpan, ni se mueven». Recluidos en su palacio, se han alejado de la realidad, circunstancia intensa más que nunca en el caso de Carlos IV, a causa de la pobre imagen de la reina y del restablecimiento, por última vez, del régimen de valimiento como forma de gobierno. El monarca, «encerrado en el recinto de su palacio, ni sabe ni entiende más que lo que le quieren decir» y ha ido a apoyarse en uno de «esos hombres depravados, que en vez de hacer servir sus intereses particulares al bien público, arrastran el bien público a sus intereses particulares». «Tal fue ese Godoy –señala dirigiéndose a los actuales novadores, otrora corifeos entusiastas del despotismo ilustrado– a quienes VV. sirvieron, adularon, y aun adoraron, y a quien ahora sacan por tapadera de todo». Godoy, a quien «se le confirió un título que en diez y ocho siglos significó constantemente a Jesucristo después de su venida, así como lo había anunciado en los que corrieron desde Isaías hasta ésta». Se refiere obviamente al título de Príncipe de la Paz, que le fue otorgado por los reyes después de la paz de Basilea.

Al Rancio no le agradan tampoco los privilegios excesivos de nobles y poderosos. Asume como necesaria la organización estamental de la sociedad, que no cuestiona en sus líneas generales, pero objeta con severidad su anquilosamiento en el presente, con especial insistencia en lo que se refiere a los privilegios excesivos de que goza la aristocracia de sangre. Denuncia el carácter abusivo de determinadas situaciones, de modo singular las que se derivan, en el marco del régimen señorial o del sistema vigente de recaudación fiscal, de la aplicación de cargas excesivas sobre los humildes. Las cargas –afirma– son en demasiadas ocasiones «para los borricos» –«para el pobre infeliz que gime bajo el peso de ellas». Y recuerda, siguiendo a Santo Tomás, «que las cargas deben repartirse a proporción de las fuerzas que tenga cada cual de los miembros del cuerpo político».

Muestra también muchas cautelas respecto de la grandeza, porque no ve en muchos de los descendientes actuales «de los fundadores eméritos de los grandes linajes» sino a «gentes viciosas, merecedoras de castigo». La actitud del P. Alvarado respecto de la aristocracia de su tiempo, aunque no sin concesiones al hecho de la existencia de personalidades notarias, es ácida. «No me cabe en la cabeza –prosigue– que porque un digno español hizo ahora cuatro siglos ser vicios a la patria, haya ésta de estar honrando y aguantando a una caterva de nietos capaz cada cual de hacer más daño en un día que beneficios hizo su quinto abuelo en veinte o treinta años». De ahí también su convicción de que los mayorazgos debían dividirse para favorecer a los vástagos con mérito, preteridos por el sistema. «Estoy contra todas las vinculaciones –declara–, a excepción de la Corona».

El Rancio no se presenta, pues, ni mucho menos como un adulador sin criterio de los tiempos pretéritos. La revolución se ha desencadenado, pero hunde sus raíces en el pasado. ¿Cuándo se han iniciado los males de la patria? El P. Alvarado no lo precisa, pero sus recriminaciones a Godoy son constantes y acres. En realidad, sus invectivas se extienden al conjunto de los Borbones: «Cada vez que yo considero lo muchísimo que pudiéramos haber esperado de la bella índole de nuestros Borbones, y el muchísimo mal que se ha hecho a su sombra, no puedo menos que indignarme contra la abominable política que de tantos príncipes que debieron ser buenos nos ha hecho tantos inertes simulacros».

 

7. Defensa de la Inquisición

Finalmente, un cuarto componente en el esquema general de su producción epistolar, imprescindible para calibrar el horizonte doctrinal del Rancio, es su convencida defensa de la Inquisición –del Tribunal de Santo Oficio, del que se muestra bien informado pues había tenido en él algunas responsabilidades–, a cuya consideración dedica más de doscientas páginas de las Cartas, algunas de ellas verdaderamente brillantes. Es, el elemento más vigoroso, también claro ésta el más controvertido o desdeñado, de su quehacer como polemista antiliberal y defensor sin concesiones de la tradición católica española.

El Rancio, como era lo propio de un católico no inficionado por los principios en auge del relativismo, se hallaba convencido de que las sociedades cristianas, en las que Iglesia y el Estado colaboran sin fusionarse, están llamadas, por su propia naturaleza, a rendir culto a su divino hacedor y a fomentar y a defender, si ello fuera necesario, los principios doctrinales del catolicismo, referente último de sus instituciones y preceptos de convivencia. En consonancia con ello –desde que «subió por fin la Cruz de Cristo a la diadema de los Emperadores» afirma el P. Alvarado– los Estados católicos han dictado leyes y arbitrado sanciones en contra de las desviaciones doctrinales –las herejías– y de las claudicaciones de los cristianos –las apostasías. El instrumento principal a ese fin ha sido en España la Inquisición, de cuya eficacia el Rancio está por completo convencido, si bien admite que la institución había perdido, en el siglo XVIII, una parte de su primitivo vigor, circunstancia que él valora como uno de los factores que han propiciado el presente auge de las ideológicas subversivas. La defensa que el P. Alvarado lleva a cabo del Tribunal de Santo Oficio, amenazado por la legislación gaditana, se prolongó sin tregua durante veinte meses, desde mayo de 1811 hasta enero de 1813: se inicia en relación polémica con un pronunciamiento anti-inquisitorial de Argüelles y se cierra en vísperas del Decreto final de abolición, que fue promulgado el 22 de febrero de 1813.

Es el suyo un alegato vigoroso, apasionado desde sus primeras expresiones, porque el Rancio presiente un desenlace abolicionista, de cuyas desastrosas consecuencias está convencido. Se siente hondamente pesimista, consciente de que el destino de la Inquisición ha caído en manos de «los legistas de nuestro siglo», quienes «no contentos con revolver el mundo, tratan de poner y han puesto pleito al cielo, y piensan seriamente en despojar a Dios de su posesión».

También es este caso, como sucediera con el jansenismo, el discurso del Rancio se articula parcialmente sobre su refutación de dos obras de autores liberales, de desigual entidad, redactadas ambas en contra del Tribunal. De ellas, la segunda interpelaba directamente al propio Rancio. El primero de esos escritos fue la Inquisición sin máscara, alegato de carácter doctrinal e histórico bastante voluminoso, no exento de calidad, cuyo autor , que utiliza el seudónimo de Natanael Jomtob –del hebreo «Buen día»–, era Antonio Puigblanch, otro antiguo eclesiástico, uno más, hebraísta en su caso; el otro era un folleto más leve titulado Banderilla de fuego al Filósofo Rancio, que apareció en 1812, firmado por el «Ingenuo Tostado», seudónimo que encubría a Francisco Martínez de la Rosa, en su fase entonces de radicalismo liberal, que luego corregiría, como es sabido, hacia posturas más conservadoras. El P. Alvarado contesta a este último sin desvelar su nombre, si bien sabe de quién se trata, pues se refiere a él en un momento dado como «cara de rosa».

El P. Alvarado se pronuncia de forma desinhibida en favor del principio de intolerancia –«la entera convicción de que no es posible conservar el orden religioso y moral en la sociedad sin un principio activo de tutela y compulsión»–, en el que ve un componente imprescindible para la configuración estable de una sociedad confesional dispuesta a seguir siéndolo, especialmente en el contexto áspero, repleto de tensiones anticatólicas, que es característico de la sociedad contemporánea.

Su reivindicación de la Inquisición incluye una meditada ponderación histórica del tema, en la que tiene cabida la consideración de los orígenes de la Inquisición, y también de las figuras más destacadas de la religión y de las letras españolas que había participado, con convicción y devoción, en el despliegue de sus actividades. La parte más brillante de ese alegato, redactada en términos mesurados y bien documentada, digna de lectura por la calidad de su contenido y la modernidad de su estilo, es la que trata de los procedimientos inquisitoriales. Esas páginas del Rancio constituyen en cierto modo un contrapunto coetáneo de la versión del Santo Oficio que formularía poco después Juan Antonio Llorente –otro célebre eclesiástico liberal– en su muy conocida Historia crítica de la Inquisición en España, publicada en 1817-1818. La disertación del P. Alvarado contiene un guión muy completo de los elementos más favorables al Santo Oficio desde la perspectiva de los procedimientos inquisitivos y penales: fue el suyo un sistema bien reglado, hondamente preocupado por garantizar la veracidad de las denuncias y la seguridad física y patrimonial de los encausados; animado también por criterios pedagógicos, orientados sobre todo a lograr su conversión y asimilación; que aplicó tratamientos penales moderados y solo raramente recurrió a la tortura, muy excepcionalmente también a la pena capital. Son páginas que prefiguran, con similitudes llamativas que se fundan sin duda en la coincidencia de procedimientos de análisis fidedignos, a las redactadas sobre la Inquisición en tiempos recientes por Bennassar , Gerard Dufour, Tarsicio Azcona, o Gustav Henningsen.

Los escritos del Rancio sobre la Inquisición son vivos y brillantes, lo mejor tal vez de su producción. Es materia de la que tiene conocimientos, que le interesa más que cualquier otra porque, en su opinión, el futuro de la España católica depende de ella. Cualquier entendimiento posible del nexo entre religión y constitución política que no incluya la perduración del Santo Oficio le parece no sólo insuficiente sino sencillamente ruinoso. La cuestión podrá mirarse como se quiera: de lo que no cabe duda es de que la cuestión de la Inquisición no es un elemento tangencial o residual en el corpus doctrinal del P. Alvarado: se ofrece esencial y es, en cierto modo, la clave de la que depende el resto.

Su pronunciamiento final, dolorido, en contra del Dictamen con el proyecto de decreto acerca de los tribunales protectores de la religión, que la Comisión de Constitución había presentado el día 8 de diciembre del año 1812, es una pieza maestra del pensamiento tradicionalista español. Es el reflejo de la percepción de un hombre de Antiguo Régimen que sabe a éste en su trance terminal, y afirma la íntima incompatibilidad entre el principio constitucional moderno, inspirado en la Revolución francesa, y el mantenimiento de un orden político-social católico. Como es sabido, dicho dictamen, contrario al mantenimiento de la Inquisición, fue la antesala de su abolición, acordada por las Cortes mediante Decreto de 22 de febrero de 1813.

En el referido dictamen, que partía de la conveniencia de proteger la religión católica como la única verdadera, pues así la propia Constitución lo había dispuesto, se planteaba el problema de establecer «si las leyes inquisitorias, transformadas en civiles por la potestad secular, son los medios conformes a la Constitución que las Cortes pueden adoptar para proteger la religión». El Rancio se rebela, con toda la intensidad de sus convicciones, frente a la pretensión así enunciada de someter la regulación de una institución que era de origen distinto y superior al civil a los dictados de las disposiciones constitucionales y, al hilo de sus objeciones, cuestiona frontalmente la licitud del dogma de la Voluntad General, porque profana la dimensión sagrada de la sociedad.

Las palabras finales del Rancio sobre la cuestión, referidas al encuentro de la recepción por su persona del texto del Dictamen tienen un tono épico, de premonición desgarrada de una debacle: «Vino la noche, y el deseo de enterarme de este escrito que miraba como de suma transcendencia, me hizo olvidar los repetidos escarmientos que he experimentado de la lección de semejantes escritos. Lo leí pues, y la pena de este pecado ha sido no haber logrado más que media hora de sueño, y éste en el tiempo que ya debía ser de interrumpirlo. ¡Qué noche más larga! ¡Qué imágenes tan funestas! ¡Qué presagios tan tristes! ¡Qué cúmulo de reflexiones las más amargas y desoladoras! ¡Dios eterno! ¿Ha llegado por ventura la hora de que nos hagas apurar hasta las heces el cáliz de tu ira? ¡Religión santa! ¿Con que tratas de emigrar de entre nosotros? ¡Infeliz viejo! ¡A y de mí! ¿A qué país deberás acogerte para vivir cristiano lo poco que te queda de vida? ¡Desgraciadas hermanas mías, e inocentes sobrinos! ¿De qué medios podré valerme para precaveros del mayor de los males que nos amenaza?».