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Número 507-508

Serie L

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La niebla de las finanzas

CUADERNO: CUESTIONES ECONÓMICAS Y SOCIALES (I)

1. Crisis de idolatría

Leed a un hombre de nuestra época el pasaje evangélico de la multiplicación de los panes y los peces y sonreirá con petulancia o descreída displicencia; en cambio, ese mismo hombre estará dispuesto a creer a pies juntillas que sus ahorrillos, entregados a un banco o a un experto en inversiones, se multiplicarán por cien o por mil, hasta convertirse en una fortuna. Ahora la crisis nos está desvelando que tal multiplicación era una fantasmagoría que mientras duró nos hizo sentir como dioses, cuando en realidad éramos esclavos de la más ínfima condición, que es la de los que ponen su corazón en las riquezas.

«El hombre es un ser dependiente –escribió Leonardo Castellani–, y si no depende de quien debe, dependerá de quien no debe; si no quiere por dueño a Cristo, tendrá al demonio por dueño. No podéis servir a Dios y a las riquezas, dijo Cristo, y el mundo moderno es el ejemplo lamentable: no quiso reconocer a Dios como dueño, y cayó bajo el dominio de Plutón, el demonio de las riquezas». En la sociedad cristiana, el dinero era un mero instrumento de comercio. Entonces llegó la herejía protestante, que Hilaire Belloc definió muy atinadamente como «rebelión de los ricos contra los pobres», para decirnos que el dinero no era un mero instrumento de comercio, sino un «medio de creación de riqueza»; y el hombre se entregó a la idolatría plutoniana del lucro y del dividendo. Pero ya se sabe que toda idolatría es una parodia de la religión; y los sacerdotes de esta idolatría plutoniana decidieron que su dios no podía ser visible, de modo que lo ocultaron en inviolables cajas de caudales, erigiendo unos nuevos templos que llamaron bancos. Los sacerdotes de la idolatría plutoniana descubrieron pronto, sin embargo, que no podrían mantener el embeleco si apartaban por completo el dinero de la feligresía. Y se dijeron: «Haremos imágenes de nuestro dios y se las repartiremos a los fieles, prometiéndoles que se las devolveremos multiplicadas por mil». Y los fieles de la nueva idolatría, excitados por la avaricia, creyeron que su dinero (las imágenes en papel moneda de ese dios que permanecía oculto en las cajas de caudales de los bancos) podría engendrar a su vez más dinero. Fue entonces cuando la idolatría plutoniana, que ya era una parodia religiosa, se convirtió en parodia esotérica; y sus fieles dieron en creer que los manejos de los sacerdotes del dinero podrían obrar la milagrosa alquimia de transformar unos ahorrillos en una fortuna.

Y, para justificar aquella creencia enloquecida, los sacerdotes plutonianos apedrearon las meninges de sus fieles con una parodia ininteligible de la teología que llamaron «ciencia económica», al lado de la cual las profecías más abstrusas del Apocalipsis resultan diáfanas. Pero los fieles tragaron, porque su fe era la avaricia; y olvidaron que habían depositado su fe en una fantasmagoría. Leonardo Castellani nos explica, con ese desparpajo que nace del sentido común, la verdadera naturaleza de esta fantasmagoría: «El crédito es el fantasma del dinero y el dinero el fantasma de los bienes reales; y nos venden esos fantasmas como si fuesen bienes reales. Para lograr eso, han inventado una terminología detrás de la cual no hay cosas sino tretas; que no depende del intelecto sino de la astucia. La mayoría de esas tretas son secretas; y en el fondo de ellas está la Usura, que consiste en ordeñar al dinero como si fuese una vaca y no un mero signo. (...) La ciencia de las finanzas consiste en el manejo de los signos de signos; la realidad de las cosas signadas queda detrás y acaba por perderse de vista». Hoy toda esa fantasmagoría se derrumba, todas esas tretas nos revelan sus manejos; y el hombre que, por petulancia o descreída displicencia, dejó de creer que Dios obrase milagros, descubre que los milagros de los sacerdotes plutonianos eran en realidad tramoyas de farsantes.

Ha sonado en el cielo la trompeta de la cólera divina; y los sacerdotes de Plutón huyen despavoridos. En su estampida dejan a los fieles de su culto desesperados ante la demolición de una fantasmagoría que habían encumbrado a la categoría de fe. Pero, en medio de su desesperación, tal vez esos hombres que estuvieron bajo el dominio del demonio vuelvan a elevar sus ojos al cielo, reconociendo a su verdadero dueño. ¡Bendita crisis!

(ABC, 13 de octubre de 2008)

 

2. ¿Crisis económica?

Escribíamos en un artículo anterior que el hombre contemporáneo ha dejado de creer en el pasaje evangélico de la multiplicación de los panes y los peces; en cambio, a ese mismo hombre le dijeron que sus ahorros se multiplicarían por dos, o por veinte, o por doscientos, si los entregaba a un banco de inversiones, ¡y el tío se lo creyó! Lo cual nos obliga a aceptar que la credulidad del hombre contemporáneo ante los misterios de la economía es de una naturaleza cuasirreligiosa. Y, puesto que sabemos que no se puede servir al mismo tiempo a Dios y las riquezas, hemos de aceptar también que esta fe en los misterios de la economía es de naturaleza demoniaca. No en vano los antiguos situaban a Plutón, el dios de las riquezas, al lado de Hades, en el Averno, allá donde moran los dioses del inframundo; esto es, en el infierno.

La vocación del hombre hacia el misterio es irrefrenable, porque forma parte de su naturaleza; y cuando la naturaleza se reprime o amputa, esa vocación natural se expresa de forma enfermiza. Quitadle al hombre su fe en los misterios divinos y habrá de llenar ese hueco con una fe en los misterios demoniacos. Nuestra época ha ideado multitud de sucedáneos demoniacos –idolatrías– que alivian la amputación infligida al hombre contemporáneo; y entre tales sucedáneos se cuentan la obsesión ideológica y la obsesión económica. La primera es la idolatría propia de los hombres que se creen dioses capaces de organizar el mundo en ausencia de Dios e instaurar un Paraíso en la Tierra; la segunda es una idolatría aún más degenerada, propia de hombres que han aceptado que nunca serán dioses, que nunca podrán instaurar el Paraíso en la Tierra y a quienes, en definitiva, no les resta otra solución que entregarse al más bajo entre los bajos instintos, que es la avaricia, el afán inmoderado de posesión.

Las idolatrías son parodias de la religión; a veces parodias burdas y elementales, a veces sofisticadísimas. La idolatría plutoniana que corrompe nuestra época es de estas últimas; tan abstrusa que el hombre contemporáneo, una vez entregado a ella, constata con perplejidad que no puede entenderla, que su raciocinio no puede abarcar su misterio inextricable (misterio que no es tal, sino un mero timo), por lo que decide confiarse a los sacerdotes de la idolatría, en la confianza ciega de que ellos serán capaces de entenderla. Estos sacerdotes adquieren diversas fisonomías: en tiempos de bonanza, su ministerio lo desempeñan los banqueros y expertos bursátiles; en tiempos de crisis, los gobernantes, que aparecen ante los ojos de los adeptos como mesías o redentores que vienen a poner orden en el caos.

Esa grotesca Cumbre Refundadora del Capitalismo que acaba de celebrarse en Washington, donde los mandatarios del mundo mundial que previamente habían creado el desaguisado se erigen en «salvadores del sistema financiero», ejemplifica a la perfección el grado de locura ciega al que la idolatría plutoniana puede arrastrar a sus adeptos; grado de locura que adquiere ribetes de desquiciamiento si consideramos que, hasta la fecha, la única «salvación» que tales redentores han pergeñado consiste en seguir saqueando los bolsillos de los adeptos, mediante «planes de emergencia» que ayuden a los banqueros, que eran los sacerdotes a cuyo ministerio nos incitaron a confiar nuestros ahorros, en tiempos de bonanza. Pero, como la idolatría plutoniana es una parodia de la religión, se exige a los adeptos que se mantengan firmes en la fe. ¿Fe en qué? En una fantasmagoría. Pues el ídolo que nuestra avaricia venera es el fantasma de un fantasma. El dinero es, por definición, un fantasma, un signo que representa las cosas reales, inventado por los hombres para agilizar el comercio. Si ya es discutible que ese fantasma represente el valor de las cosas reales, ¿cómo calificar nuestra creencia de que ese fantasma pueda ser, a su vez, ordeñado como si fuese una vaca, generando réditos que crezcan indefinidamente? Hasta un espiritista en plena resaca de anisete nos diría que los fantasmas no pueden procrear; pero los sacerdotes de esta idolatría plutoniana han hecho creer al hombre contemporáneo, azuzando su avaricia, que su dinero podía procrear como un conejo. Hoy toda esta fantasmagoría se derrumba; y deja al hombre contemporáneo huero como una nuez vana, a solas con el vacío que ocuparon los misterios demoniacos. No lo llaméis crisis económica; es la crisis de una idolatría.

(XL Semanal, 1 de diciembre de 2008)

 

3. Dinero

Hubo un tiempo en que la riqueza tenía una índole natural: consistía en poseer objetos reales que acrecentaban la riqueza de su poseedor y, tal vez –si ese poseedor aspiraba a acumular un «tesoro en el cielo»–, la de su prójimo. Pero los ricos de hoy no son dueños de ningún bien visible; su misteriosa riqueza tiene una naturaleza inmaterial, errabunda, meramente nominal: cifras escritas en un papel, dígitos que fosforescen en una pantalla de ordenador, un puro artificio contable. Vivimos en lo que Santayana, proféticamente, llamó «la niebla de las finanzas», un dominio de naturaleza fantasmagórica que puede desvanecerse como un sueño cuando suena el despertador, sostenido por una convención –el dinero– carente de valor real. Ahora estamos despertando de ese sueño; y sus últimas reminiscencias nos están dejando un regusto de pesadilla, mucho más inofensivo que lo que vendrá después. Porque lo que viene después es la constatación amarga de que aquel sueño jamás tuvo una existencia real, la certeza de que el dinero era una sustancia volátil, a la que nuestra avaricia había prestado una consistencia ficticia. Es el fin de una idolatría.

Durante las pasadas décadas los sacerdotes de la idolatría nos engañaron de la forma más burda y desaforada. Nos dijeron que el dinero podía crecer exponencialmente, desligado de la riqueza de índole natural; nos dijeron que habíamos ingresado en la era del crecimiento perpetuo y la expansión continua, donde los árboles financieros crecían hasta rozar las estrellas, como aquella torre de Babel que mandó construir el soberbio Nemrod. Y mientras ese árbol ilusorio crecía, alimentado por el abono de nuestra voracidad, la economía real se iba convirtiendo en una especie de sucursal pobretona del tinglado financiero; una sucursal pobretona que, sin embargo, sostenía en pie la fantasmagoría, como la púa de hierro sostiene en pie la peonza que gira y gira sin parar y mantiene su contacto con el suelo, esto es, con la producción, distribución y consumo de bienes reales. En esa púa de hierro se sostenía el andamiaje ilusorio del tinglado; pero los sacerdotes de la idolatría que ahora se esfuma ante nuestros ojos pretendieron que se podría incrementar sin límites nuestro consumo mediante la fórmula mágica del «endeudamiento», consistente en transferir sin descanso ingresos procedentes de la economía real a la economía financiera. Y así fueron engordando la peonza que giraba sobre la púa de hierro, cada vez más abrumada por las sucesivas «encarnaciones» de la convención del dinero; encarnaciones que, por cierto, fueron haciéndose cada vez más gaseosas: del oro pasamos al papel moneda, del papel moneda al dinero virtual y futuro, y así hasta que la peonza, aturdida por el ímpetu vertiginoso de sus giros, se ha caído al suelo, con el consiguiente estropicio.

¿Y qué hacen, entretanto, los sacerdotes de la idolatría, ante el derrumbamiento de la ilusión con la que nos tuvieron engañados? Pues no hacen otra cosa sino huir hacia delante con un rictus disfrazado de sonrisa en los labios. A estas alturas, la política no es otra cosa que un harapo a merced de esa peonza financiera que da sus últimos trompos, antes de darse el definitivo trompazo. El mito del Progreso, que sirvió de acicate a la idolatría mientras duró y mantuvo engatusada a la pobre gente que hoy despierta con horror del sueño, redujo la política a la categoría subalterna de administradora del descontento que los giros enloquecidos de la peonza pudieran ocasionar. Y ahora que esa peonza se arrastra por el suelo, pasada de revoluciones y arramblando a su paso todo lo que pilla, los sacerdotes de la idolatría tratan de presentarse como salvadores in extremis de la catástrofe. Nadie en su sano juicio puede creer que quienes causaron nuestra enfermedad vayan ahora a devolvernos la salud; pero las idolatrías se erigen, precisamente, sobre el ofuscamiento del juicio humano, que deja de mirar al cielo y se ensimisma en la contemplación de su propio ombligo; y ya se sabe que la contemplación del propio ombligo –esto es, la adoración del hombre–, es una religión que sustituye el incienso por el azufre. Pero bastaría que la gente con ansia de respuestas profundas volviera a elevar sus ojos al cielo para que advirtiese que esta crisis, además de pandémica, es pandemónica.

(XL Semanal, 22 de febrero de 2009)

 

4. Dinero (más)

Jesucristo no condenó nunca el dinero, ni siquiera a los ricos. El dinero está presente en su vida (sus discípulos llevaban una bolsa con monedas para los gastos corrientes) y en su predicación (recordemos, por ejemplo, la parábola de los denarios). Trató con familiaridad a algunos ricos (así, por ejemplo, al fariseo Simón, que lo acoge en su casa y lo invita a comer); y algunos de sus amigos más queridos eran, inequívocamente, hombres adinerados: pensamos, por ejemplo, en Nicodemo, que «acudía a Jesús de noche»; pensemos en Lázaro, que tal como nos lo presenta el pasaje de la Unción de Betania tenía que ser necesariamente un hombre de posición desahogada; pensemos, en fin, en José de Arimatea, propietario del sepulcro donde Jesús fue enterrado.

Tampoco despacha Jesús con maldiciones al joven rico que se le acerca; tan sólo le pide que emplee sus caudales en empresas que le aseguren un «tesoro en los cielos». Jesús no execra el dinero cuando contribuye a aliviar la pobreza o cuando sirve para agasajar y honrar a un amigo; execra el mal uso del dinero, y como sabe que la debilidad humana propende a este mal uso lanza esa admonición que erróneamente se ha interpretado como una condena sumaria de la riqueza: «Es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja que entre un rico en el Reino de los Cielos».

Lo que Jesús condena es la adoración del dinero, su conversión en «ídolo de iniquidad», como lo denomina en la parábola del Administrador Infiel, que no se puede entender plenamente si no aceptamos que Jesús estaba dotado de un sentido del humor sarcástico y nada complaciente. Lo que se entiende diáfanamente es la enseñanza con la que Jesús concluye esta parábola: «No podéis servir a Dios y a las riquezas». ¿Y en qué consiste esta adoración de las riquezas? Consiste en sustituir la naturaleza real del dinero como instrumento de cambio (dinero que nos permite comprar bienes y producirlos) por una naturaleza de tipo espectral, en la que el dinero deja de representar cosas reales para convertirse en una fantasmagoría, que los adoradores del ídolo de iniquidad denominan «capital financiero».

Leonardo Castellani, en una de sus sabrosas prédicas domingueras, explica el nacimiento de esta fantasmagoría, ficción o estafa, convertida en dogma de fe por el capitalismo (ya se sabe que las idolatrías son falsificaciones de la religión): «El Banco de Inglaterra se fundó en esta forma: el rey Guillermo III necesitaba 1.200.000 esterlinas, y se las prestó un prestamista judío de Fráncfort llamado Rothschild, o sea, “escudo rojo”; con esta condición: el rey recibía esa cantidad en oro, y la debía a Rothschild; y Rothschild recibía autorización para emitir un millón y pico de billetes y prestarlos; eso se llamó “el activo” del Banco. De modo que, ustedes ven, el dinero se ha multiplicado por dos: el rey tiene un millón y lo gasta; el Banco tiene otro millón y lo presta; y el rey sigue debiendo un millón de libras. Como el dinero representa bienes (y si no, ningún valor tiene) y se ha multiplicado por dos, y los bienes no se han multiplicado por dos, los bienes cuestan ahora el doble; y ese aumento, que va a parar a los cofres de Rothschild, lo paga el consumidor». Sobre este enjuague tan graciosamente expuesto se funda la conversión del dinero en «ídolo de iniquidad».

Y sobre esa idolatría fantasmagórica ha estado el mundo funcionando durante siglos, entregado a un culto plutoniano que ahora se desmorona. Los bancos, que tenían en depósito una cantidad de dinero real, han prestado dinero espectral (es decir, dinero que no existe, que los banqueros y los politiquillos que los sostienen llaman eufemísticamente «crédito») por cantidades que lo multiplican por dos, y por cuatro, y por ocho, en la convicción de que la fantasmagoría no se iba a desmoronar, porque la pobre gente engañada por la idolatría tiene la experiencia de que, cuando va a recoger su dinero del banco, el banco se lo devuelve. Lo cual, naturalmente, no ocurriría si los depositantes acudieran en masa, acuciados por el pánico, a recoger su dinero; y, para que el pánico no se desate, los politiquillos respaldan a los bancos en la fantasmagoría, pero cargando ese respaldo en la deuda estatal, o sea, en las espaldas de los contribuyentes, convertidos en paganos en la doble acepción de la palabra: porque ponen la guita y porque creen en una idolatría inicua.

Hemos entregado nuestro dinero a una fantasmagoría y contribuimos a su sostenimiento con nuestros impuestos. Y esto es sólo el castigo que sufriremos en nuestra andadura terrenal; el otro castigo que nos aguarda es el que se reserva a los adoradores de Plutón.

(XL Semanal, 24 de febrero de 2009)

 

5. Lo único que queda

Cada vez estoy más convencido de que la crisis que padecemos es una plaga bíblica. Es una certeza que se acrecienta y arraiga cada vez que reparo en las manifestaciones de los politiquillos y los banqueros, hermanados en su desconcierto de boxeadores sonados, incapaces de detener el derrumbe, incapaces incluso de comprender los signos de ese derrumbe, incapaces de oponer remedios ante el avance de una plaga que devora a los hombres y convierte sus ídolos en humo. ¿No vemos acaso a los politiquillos y a los banqueros farfullando incoherencias, anunciando una recuperación inverosímil para tal o cual fecha, lanzando previsiones ridículas, arbitrando soluciones estériles? Su empeño nos recuerda al del escarabajo panza arriba que patalea frenético, pugnando en vano por darse la vuelta; y en ese pataleo seguirán hasta descoyuntarse y fenecer, como el escarabajo, salvo que una mano salvadora venga en su auxilio. Porque para afrontar esta crisis primero hay que entender su naturaleza, que sólo es económica en sus manifestaciones «fenoménicas», en su parafernalia externa; pero en su esencia más profunda es la crisis de una idolatría. Ya hemos descrito esta idolatría en artículos anteriores. La conversión del dinero en «ídolo de iniquidad» nos ha empujado a adorar, azuzados por la avaricia, el fantasma de un fantasma. Hoy toda esa fantasmagoría se derrumba: los banqueros se niegan a soltar el dinero que custodiaban (en realidad nada pueden soltar, pues el dinero se ha convertido en humo); y los politiquillos que nos habían prometido el Paraíso en la Tierra se debaten en la desesperación, porque sus taumaturgias ya no funcionan. Pronto se correrá el velo del templo de la idolatría: aparecerá Obama ante las cámaras, o cualquiera de los reyes de la tierra que la idolatría ha elevado a la categoría de falsos mesías, anunciando con voz compungida la quiebra de los bancos, el fin de la fantasmagoría; y será entonces cuando la plaga que ahora nos resistimos a reconocer –aunque ya estemos probando sus signos– se derrame caudalosa. Por supuesto, para entonces banqueros y politiquillos –los sacerdotes de la idolatría– habrán huido despavoridos, dejando en su estampida abandonados y desnudos a los fieles de su culto. ¿Qué harán entonces esos hombres abandonados y desnudos? En la narración de las «siete copas» del Apocalipsis leemos que, cada vez que una plaga se abate sobre ellos, los hombres, en lugar de arrepentirse de sus actos, «blasfeman el nombre de Dios»; esto es, se entregan a una nueva idolatría. Pero también leemos en esta narración: «Bienaventurado el que vela y guarda sus vestidos para no andar desnudo y que se vean sus vergüenzas». ¿Y cuáles son esos «vestidos» que nos protegen de las plagas, que nos pertrechan contra el derrumbamiento de las falsas realidades sobre las que se fundan las idolatrías? Benedicto XVI, en la inauguración del sínodo reciente, proponía una meditación sobre los signos de derrumbe que por doquier presenciamos llena de penetración y conocimiento profundo de las cosas: «Lo estamos viendo ahora en la quiebra de los grandes bancos: este dinero desaparece, no es nada. Y así todas estas cosas, que parecen la verdadera realidad con la que hay que contar, son realidades de segundo orden. Quien construye su vida sobre estas realidades, sobre lo material, sobre el éxito, sobre la apariencia, construye sobre arena. Sólo la Palabra de Dios es fundamento de toda la realidad, es estable como el cielo, y más que el cielo: es la realidad». Ya en la misa que precedió a la celebración del último cónclave que lo elegiría Papa había avanzado otra reflexión sobre el mismo asunto: «El dinero no se queda. Los edificios tampoco se quedan, ni los libros. Después de un cierto tiempo, más o menos largo, todo esto desaparece. Lo único que permanece eternamente es el alma humana, el hombre creado por Dios para la eternidad. El fruto que queda, por tanto, es el que hemos sembrado en las almas humanas, el amor, el conocimiento; el gesto capaz de tocar el corazón; la Palabra que abre el alma a la alegría del Señor». Se trata, naturalmente, de una meditación escandalosa, en una época idólatra que ha deificado las apariencias perecederas y construido sobre la arena; pero cuando todas las «realidades de segundo orden» desaparecen, sólo queda la fe de los hombres. Y sólo esa fe sobrevive a las plagas y es capaz de salvar el mundo; lo demás son pataleos frenéticos de un escarabajo panza arriba.

(XL Semanal, 3 de marzo de 2009)

 

6. Hacia el altar del sacrificio

Bastaría leer un poco a Aristóteles para entender las razones de la crisis arrasadora –auténtica plaga bíblica– que estamos padeciendo. Aristóteles define la economía como «la administración razonable de los bienes que se necesitan para la propia vida», es decir, administración de los bienes naturalmente necesarios. Y, frente a la ciencia de la economía, sitúa la «crematística», que es el «arte de enriquecerse sin límites». La crematística es perversión de la economía, mediante la conversión de la riqueza en «ídolo de iniquidad»; consiste en sustituir la naturaleza económica del dinero (instrumento de cambio que nos permite comprar bienes y producirlos) por una naturaleza crematística, en la que el dinero puede producir frutos que aumenten nuestras riquezas, como las vacas producen leche. Pero frutos sólo pueden producir las cosas que no se consumen con el uso; y el dinero es, por naturaleza, consumible: se consume cuando lo gastamos; y se consume también cuando lo prestamos. La conversión del dinero en «ídolo de iniquidad» consiste, precisamente, en hacer creer a la pobre gente engañada que el dinero se puede ordeñar como si fuese una vaca; fantasmagoría que en el Occidente cristiano fue introducida por el calvinismo, y que el liberalismo incorporó como dogma de la nueva idolatría. Ahora asistimos acojonaditos al derrumbamiento de esta idolatría.

Para que la economía degenerase en crematística hacía falta que la idolatría del dinero adquiriera rango de culto universal. Y para ello hubo que excitar en la pobre gente engañada el deseo –concupiscencia– de bienes innecesarios para la propia vida; hubo, en fin, que aumentar sus vicios, aumentando sus riquezas. Y como los vicios generan esclavitud y dependencia, las pobres gentes engañadas dieron en consumir ilimitadamente, para poder subvenir sus vicios de forma ilimitada. La producción de bienes, que debe ser controlada en consideración del bien común, se descontroló en beneficio de la idolatría, a la vez que se satisfacían las ansías de consumo de la pobre gente engañada. Los bancos empezaron a «fabricar» dinero que no existía, un dinero cuyo propósito ya no era subvenir las necesidades naturales, sino avivar la concupiscencia de la pobre gente engañada, exacerbando los vicios existentes y creando vicios nuevos. Y para que dicha exacerbación fuese descontrolada –sin límites– se idearon nuevos instrumentos de «fabricación» del dinero –tarjetas de crédito– y mecanismos publicitarios de incitación al consumo.

Dicen con involuntario cinismo los «expertos en economía» –lastimosos medioletrados que jamás leyeron a Aristóteles– que esta es, sobre todo, una «crisis de confianza». Y, en efecto, ha bastado que por un segundo fallase la «confianza» en la fantasmagoría para que la ilusión se desmoronase y la plaga se desatara. Pero no les basta con habernos mantenido engañados mientras duraba la idolatría; ahora que la idolatría se derrumba y el dinero ya no se puede ordeñar, pretenden ordeñar nuestra credulidad… y nuestro bolsillo. Y nos ocultan que los bancos están quebrados, nos ocultan que la fantasmagoría se ha disipado, en la creencia de que nuestra dependencia de los vicios que artificialmente provocaron en nosotros nos obligará a asumir las privaciones más ímprobas, con tal de poder disfrutarlos de nuevo en el futuro. Se disponen a saquear nuestros ahorros, a apedrearnos de impuestos y exacciones, a privarnos de los bienes naturalmente necesarios, a cambio de mantener en pie la idolatría. Todavía tienen que perpetrar el sacrificio último; todavía tienen que ordeñarnos hasta la consunción. Y confían en que, de la mano de su falso mesías negro, caminemos dóciles, como corderos al matadero, hacia el altar del sacrificio.

(ABC, 28 de marzo de 2009)

 

7. Hasta la última gota de sangre

Ahora resulta que los tipos que nos han llevado al pozo sin fondo de la crisis se reúnen en Londres y aparecen como nuestros salvadores, exhortándonos a tener confianza en sus enjuagues. Me han recordado, en su risueño cinismo, al ciego cabrón del Lazarillo, que después de descalabrar al protagonista estampándole una jarra de vino se burla de él, aplicándole vino en las heridas y diciéndole con sorna: «¿Qué te parece, Lázaro? Lo que te enfermó te sana y da salud». Y lo más estremecedor del asunto es que la pobre gente engañada cree que, en efecto, esos tipos que nos han arrojado al abismo van ahora a rescatarnos milagrosamente. ¿Cómo han logrado semejante taumaturgia?

En las Escrituras nunca se habla de ateísmo, sino de idolatría. Y es que el hombre tiene una vocación sobrenatural irrefrenable: cuando se aparta de Dios, necesita llenar ese hueco con un sucedáneo de apariencia cuasirreligiosa. Y si la fe religiosa nos permite creer en lo que no vemos, la fe idolátrica nos exige, mediante la acción de sus taumaturgias, creer en los espejismos o trampantojos con los que suplanta la cruda realidad. Sólo así se explica que los taumaturgos reunidos en Londres nos digan que van a reactivar la economía mediante la «inyección» de un billón de dólares y respiremos aliviados, como si ese billón de dólares fuese un maná salvífico caído del cielo y no una cantidad que previamente han arrebatado sin miramientos, con exacciones y despojos, a la pobre gente engañada. También así se explica que nos digan que castigarán los llamados «paraísos fiscales» y asintamos satisfechos, como si los llamados «paraísos fiscales» fuesen geografías que hasta hoy han escapado al control de los taumaturgos, como si el «paraíso» gibraltareño pudiera existir sin el beneplácito de Gran Bretaña o el «paraíso» andorrano sin el beneplácito de Francia y España. Y, en fin, sólo así se explica que los taumaturgos reunidos en Londres nos anuncien que crearán un servicio de «gendarmería financiera» y aplaudamos alborozados, como si las operaciones bancarias que hasta hoy se han realizado no hubiesen sido alentadas, protegidas e incluso ordenadas por los mismos taumaturgos. Y la pirueta final de estos taumaturgos consiste en reclamarnos «confianza», asegurándonos con risueño cinismo que serán ellos, los mismos que nos enfermaron, los que ahora nos sanarán. Y la pobre gente engañada se lo cree a pies juntillas, crédula y obediente.

¿Y cómo ha podido llegar la pobre gente engañada a este extremo de sometimiento ciego? Pues ha llegado porque la nueva idolatría que encarnan los taumaturgos reunidos en Londres es muy astutamente amable y sutil, a diferencia de los totalitarismos de antaño, aquellas idolatrías que mostraban su apetito voraz a plena luz del día, expoliando a sus súbditos sin rebozo. La nueva idolatría primero nos convierte en una piara de bestias que hozan en el lodazal de sus apetitos, borrando de nuestro horizonte cualquier esperanza que no se refugie en la posesión de cierto grado de bienestar material. Y, cuando ese bienestar se desvanece, cuando la pobre gente engañada y sin esperanza no tiene cobijo alguno en el que resguardarse, los taumaturgos de la idolatría aparecen como falsos mesías, dispuestos a salvarnos mediante milagrosas operaciones que no son sino enjuagues desaprensivos.

Así consiguen instaurar una suerte de totalitarismo amable, sin brutalidades, en el que la pobre gente engañada, reducida a piara, acepta que le chupen hasta la última gota de sangre. Que en eso consiste, en fin, esa «inyección» de un billón de dólares con la que se proponen «reactivar la economía»: en chuparnos hasta la última gota de sangre, antes de pegarnos el tiro de gracia.

(ABC, 4 de abril de 2009)

 

8. El fin de una idolatría

Hubo un momento en que economía dejó de ser una mera «ciencia social» para convertirse en una religión; o, dicho más exactamente, en un sucedáneo de religión, una idolatría. La economía instauró un sistema de creencias, sometió el mundo a sus designios y nos explicó el papel que se nos había encomendado en ese mundo (que no era otro sino el de pobres esclavos a quienes se entretiene con el caramelo del consumismo); y, por supuesto, entronizó un dios omnipotente: el dios del mercado. La caída del comunismo –que, en términos estrictos, no fue sino una herejía del capitalismo– hizo más incontestable la omnipotencia de ese dios que extendía su dominio hasta el último rincón del planeta. Por supuesto, los sacerdotes de la idolatría se esforzaron en que sus crédulos adeptos no percibieran el carácter seudorreligioso del tinglado, pues de lo que se trataba era de que la idolatría siguiese siendo percibida como una «ciencia» tangible y cierta.

Así la economía fue desempeñando el mismo cometido que antaño desempeñó la fe religiosa: el mercado era el dios providente que tenía un plan de salvación para la humanidad; plan que, a simple vista, no se distinguía muy bien, por lo que hubo de crearse una casta de sacerdotes que lo explicaran. O que más bien lo enturbiaran; porque, a medida que la idolatría iba conquistando los corazones de los hombres, esta casta sacerdotal fue desarrollando jergas cada vez más abstrusas que impedían desentrañar el embeleco sobre el que la idolatría se sustentaba; y cuando tal embeleco se tornó por fin impenetrable, la idolatría ingresó en una nueva etapa, que podríamos calificar irónicamente de «escatológica», por lo que tiene de consumación o desenlace, aunque sin la recompensa que las escatologías religiosas reservan a sus fieles. En esta fase escatológica de la idolatría, vivimos en lo que Santayana denominó proféticamente «la niebla de las finanzas», un dominio de naturaleza fantasmagórica, volátil, que los sacerdotes de la idolatría lograron instaurar haciéndonos creer que el dinero podía crecer exponencialmente desligado de la riqueza real, con tan sólo apostarlo en la ruleta bursátil; y nos dijeron que, si participábamos del juego, ingresaríamos en una nueva era de crecimiento perpetuo. De este juego participaron también los Estados; y, engolfados en la niebla de las finanzas, se dedicaron a crecer y crecer y crecer (o sea, a gastar y gastar y gastar), inflados por la levadura de la euforia y el optimismo.

Pero riqueza no hay otra que la riqueza real; el tinglado financiero era tan sólo un invento de la idolatría que, como las chirlatas de los tahúres, mantuvo engañados a sus crédulos adeptos mientras los saqueaban; pues el llamado «capitalismo financiero», cada vez que vende sus valores bursátiles o reparte dividendos –cada vez que hace efectivas sus ganancias–, no hace otra cosa sino vampirizar la riqueza real, hasta dejarla exangüe. Y ahora los sacerdotes de la idolatría, que tienen cogidos por los huevecillos a los Estados que ingenuamente se pusieron a crecer y crecer y crecer (o sea, a gastar y gastar y gastar), confiados en aquel crecimiento exponencial del dinero que enjugaría sus deudas, exigen histéricos que el derrumbamiento de la idolatría se amortigüe saqueando a los pobres esclavos (ayer autónomos y pequeños empresarios, hoy funcionarios y pensionistas, mañana trabajadores). A Zapatero le toca hacer ahora de pobre pelele en manos de los sacerdotes de la idolatría, como una marioneta desvencijada que pronto será arrojada al baúl de los cachivaches insensibles; pero puede consolarse pensando que detrás de él otros muchos irán a parar al mismo baúl.

Porque es el fin de una idolatría; y ya se sabe que las idolatrías siempre acaban muy malamente, provocando la inmolación colectiva de sus crédulos adeptos.

(ABC, 29 de mayo de 2010)

 

9. Es que el dinero es muy miedoso

Esta es la frase que los sacerdotes de la idolatría repiten como papagayos, como los espiritistas de antaño repetían, para justificar el fiasco de una sesión, cada vez que entre su clientela de crédulos paletos se colaba algún escéptico dispuesto a desenmascarar sus tramoyas: «Es que los espíritus son muy miedosos». Y así los crédulos paletos se volvían a casa, algo mohínos o decepcionados por no haber logrado que el espectro de su tatarabuela les desvelase secretos de ultratumba, pero confiados en que se obrara el falso prodigio en la siguiente sesión. Los sacerdotes de la idolatría, como los espiritistas de antaño, cuentan con la credulidad de la clientela a la que sangran inescrupulosamente; y así pueden mantener su tramoya en pie, así pueden seguir invocando un espectro que no existe, mientras nos saquean los bolsillos.

El otro día se anunciaba con gran boato la «fusión fría» de dos grandes cajas de ahorros. Para coronar tal «fusión fría» (que suena como a receta engañabobos de Ferrán Adriá), pedirán 4.500 millones de euros al llamado –las idolatrías disfrazan sus enjuagues de jergas ininteligibles, para mantener embobados a sus adeptos– «Fondo de Reestructuración Ordenada Bancaria», que los medios de adoctrinamiento de masas –los apéndices propagandísticos de la idolatría– denominan con el acrónimo esotérico de FROB. ¿Y qué es, en román paladino, el FROB de marras? Pues el FROB de marras es una hucha la mar de socorrida que los sacerdotes de la idolatría han dispuesto para «el rescate del sector financiero». ¿Y cómo se provee esa hucha la mar de socorrida? Pues cogiendo a lazo el dinero de los pobres adeptos de la idolatría, que asisten a las «fusiones frías» de cajas y bancos como los crédulos paletos de antaño asistían a las sesiones de espiritismo; esto es, papando moscas y poniendo los ojos como bolitas de alcanfor, mientras les vacían los bolsillos. Y es que, en efecto, la hucha del FROB se financia, al menos en sus tres cuartas partes, «con cargo a los presupuestos», que es como finamente se denomina el expolio de nuestros bolsillos; y la otra cuarta parte –ay qué risa, tía Felisa– con cargo al «fondo de garantía» de los depósitos bancarios, que cuando escribo estas líneas ya ha desbancado al castillo de Drácula en el ranking de productores de telarañas.

Conque, cuando la propaganda nos dice que con el recorte de los sueldos de los funcionarios «el Ejecutivo espera ahorrar 4.500 millones de euros», lo que en román paladino significa es que saqueando los bolsillos de los funcionarios se dispone a financiar esta «fusión fría» que el otro día se anunciaba con gran boato, o cualquier otra semejante. Y con la congelación de las pensiones, la reformita del mercado laboral y demás trampantojos muy campanudamente disfrazados de «medidas de austeridad», se disponen a financiar otros enjuagues del mismo jaez, fríos, tibios o calientes, que la jerga idolátrica gusta de variar sus temperaturas, exactamente igual que los espiritistas de antaño, para engañar a los crédulos paletos que asistían a sus sesiones, hacían subir o bajar los termómetros aplicándoles hielo o acercándoles una llama. Todo sea para mantener en pie la tramoya; todo sea para que, mientras nos dejan tiritando, los sacerdotes de la idolatría pueda seguir aquietando el miedo del dinero.

(ABC, 14 de junio de 2010)

 

10. Dinero imaginario

A nadie se le escapa que el dinero es, desde sus mismos orígenes, una convención humana. Hubo alguien, allá en la noche remota de los tiempos, que decidió atribuir a determinados metales (preciosos los llamamos, aunque su precio se lo otorga nuestra imaginación) un valor para el comercio: eligió el oro y la plata, como podría haber elegido los cantos rodados de las playas; o dicho con mayor precisión, eligió el oro y la plata en lugar de los cantos rodados de las playas porque estos últimos eran demasiado fáciles de conseguir y habrían provocado una «hinchazón» de riqueza imposible de soportar. La disponibilidad escasa de los metales preciosos garantizaba que la riqueza no se desmandara; y, sobre todo, que circulara bajo el control de quienes tenían capacidad para extraerlos de las entrañas de la tierra, que acabaron siendo los reyes, o aquellos a quienes los reyes concedían licencia para hacerlo. Hubo un momento de la historia en que el «dinero real» (que, sin embargo, era una convención humana) se convirtió en «dinero fiduciario». Las monedas de oro o plata fueron sustituidas por certificados (billetes o pagarés) que aseguraban la existencia de un depósito suficiente de oro o plata que el tenedor podría hacer efectivo, presentando tal certificado en la entidad emisora de la moneda.

Era, pues, un dinero más «irreal» todavía que el «dinero real», pues además de aceptar una convención humana aceptaba que los compromisos asumidos por los humanos merecen «fiducia», confianza. Pero seguía siendo todavía un dinero fundado, ya que no en la realidad natural (pues la naturaleza no ha determinado que el oro y la plata tengan más valor que los cantos rodados de las playas), en una realidad convenida: el certificado todavía representaba un derecho exigible por su dueño, a cargo de quien lo emitía. Este «dinero fiduciario» fue poco a poco siendo sustituido por lo que, no sin ironía, denominamos «dinero fíat» («hágase», en latín), que ya no promete a su portador entrega de oro o plata alguna, que ya no se apoya en realidad convenida alguna, sino que es producto de un acto discrecional del gobernante, que «crea» por decreto un dinero que carece de respaldo. Durante algún tiempo, este «dinero fíat» «los billetes y monedas que todavía hoy manejamos en nuestras transacciones» llegó a representar, siquiera en parte, un valor convencional que se podía hacer efectivo, puesto que el emisor disponía de reservas de oro y plata suficientes. Pero, a medida que el uso del «dinero fíat» se fue generalizando, dejó de tener equivalencia real alguna. Hoy, las reservas de oro y plata que obran en manos de los bancos emisores son meramente simbólicas; y el valor que poseen los billetes y monedas que intercambiamos es tan sólo nominal, ni siquiera fundado en la confianza, sino más bien en un engaño que todos admitimos (por miedo o avaricia), en nuestra dependencia (¿esclavitud?) del gobernante que lo ha «creado» por decreto.

Aceptamos que esos billetes poseen el valor que en ellos se especifica como los súbditos crédulos de la fábula aceptaban que su rey iba vestido, cuando se paseaba en porreta por las calles de la ciudad. Pero aún la imaginación humana ideó otra forma de dinero aún más separada de la realidad; un dinero que propiamente no puede ser designado «convención», puesto que no existe sino como ficción incorpórea, representada mediante cifras que se pasean como fantasmas por las terminales informáticas. Este «dinero imaginario» empezó siendo una traducción en dígitos del «dinero fíat» que circulaba en las transacciones comerciales: pero pronto fue engordando, mediante operaciones bursátiles y especulativas, hasta duplicar, triplicar, cuadriplicar (y así hasta el infinito) el «dinero fíat» existente; a su condición voluble y quimérica suma otro rasgo fatal: cada vez que ese dinero imaginario se hace efectivo (o sea, cuando el especulador quiere «cobrar» el fruto de su especulación), detrae esa cantidad del «dinero fíat» circulante, con lo cual lo reduce cada vez más; o bien obliga a los gobiernos a «crear» más «dinero fíat» por decreto (o sea, a darle a la manivela de estampillar billetes), con lo cual su valor «su poder adquisitivo» cada vez es menor. Se puede mantener la ficción por más o menos tiempo, pero la ficción acaba dándose de morros con la realidad; y cuanto más se trata de mantener la ficción, más morrocotudo es el morrazo: pues la realidad es que ese dinero imaginario que se ha convertido en la piedra angular del sistema es –por parafrasear a Góngora– «humo, polvo, sombra, nada».

(XL Semanal, 14 de noviembre de 2010)

 

11. Los paniaguados de la hechicería

Se ha escrito mucho sobre Inside Job, el documental de Charles Ferguson que desenmascara el conciliábulo político-financiero que propició la crisis económica. Inside Job es, desde luego, demoledora en su exposición de la hechicería económica que nos hizo creer que el dinero se reproducía por generación espontánea; y también en la catalogación de los tipejos que obraron el falso prodigio, una panda de puteros sin escrúpulos que inflaron la burbuja del dinero imaginario, ante la pasividad cómplice de los gobiernos, mientras se llenaban los bolsillos vampirizado la economía real. El colofón de la película, en el que se nos desvela que esta gentuza sigue ocupando los puestos más encumbrados en la administración Obama, resulta desolador, pues nos permite comprender que las sucesivas «operaciones de salvamento» de la economía mundial que hasta ahora se han intentado (y lo que te rondaré, morena) no han sido sino aspavientos que tratan de apuntalar –a la desesperada– el tinglado de la farsa, utilizando para ello el mismo procedimiento que antes habían empleado para levantarlo sobre cimientos de humo; esto es, detrayendo recursos de la economía real con los que se rellena el agujero negrísimo y sin fondo de la economía financiera.

La impresión que uno se lleva, después de ver la película, es que los que perpetraron el desaguisado son los mismos que ahora se disponen a remediarlo, haciendo sangrar todavía más la herida que abrieron; con la única diferencia de que, si para abrir la herida contaron con la remolonería culposa de los Estados, ahora cuentan con su contribución dolosa, pues los Estados –que inflaron su deuda hasta extremos cetáceos, en volandas de la burbuja financiera– necesitan ahora, para evitar su quiebra, convertirse en expoliadores implacables al servicio de la plutocracia internacional. Los expoliados, por supuesto, somos los pringadillos que todavía nos desenvolvemos en la economía real (asalariados, autónomos, pequeños empresarios, jubilatas, parados y demás ralea), a quienes nos despiden como quien se rasca las pulgas (a esto lo llaman «flexibilidad laboral»), nos fríen a impuestos (a esto lo llaman «ajuste fiscal»), nos saquean los ahorros, nos adelgazan los sueldos, nos «congelan» las pensiones y en breve nos obligarán al «co-pago» sanitario y educativo (que en realidad debería llamarse «bi-pago», pues se trata de que paguemos dos veces por la prestación del mismo servicio, la primera por vía impositiva y la segunda mediante factura ejecutable). Aquí podría decirse que «en el pecado llevamos la penitencia», pues en honor a la verdad también los pringadillos de la economía real nos dejamos en su día subyugar por las hechicerías de la plutocracia; sólo que se trata de una penitencia desmesurada, en la que no nos limitamos a purgar nuestra parte alícuota (y diminuta) de culpa, sino que nos toca apechugar con la culpa mastodóntica de quienes perpetraron el desaguisado, que –si Dios no lo remedia– saldrán de esta crisis más reforzados y pujantes. Porque lo que venga después de esta era que ahora naufraga será otra era aún más abominable e inhumana, en que la plutocracia (bancos, empresas transnacionales, grandes corporaciones) acabará por engullirse los jirones de la economía real todavía supervivientes, formando una amalgama de poder inexpugnable.

Entretanto, y mientras se completa el advenimiento de esta nueva era, ¿qué hacen los «expertos» en economía? Toda hechicería requiere, para que el tinglado de la farsa se mantenga en pie, de una casta de medioletrados (disfrazados con la toga y el birrete de los auténticos letrados) que garanticen el trampantojo, apoyados en una jerga rimbombante que obnubila el sentido común de la multitud esclavizada. Uno de los pasajes más sobrecogedores de Inside Job es, precisamente, el dedicado a estos medioletrados fantoches, «analistas» y profesores de las universidades más prestigiosas de Estados Unidos, en realidad una patulea de paniaguados al servicio de la hechicería, alimentados con las migajas de su banquete, que convertidos en lo que hoy llamamos « g u r ú s » de la ciencia económica, mienten a sabiendas para mantener en pie el tinglado de la farsa, que escriben en periódicos y pontifican en tribunas mediáticas, dispuestos a seguir defendiendo la hechicería con uñas y dientes, como impávidos lacayos, mientras los pringadillos nos quedamos mondos y lirondos. Saben bien que mantener en pie la hechicería es un suicidio colectivo; pero saben también que, si la hechicería se derrumbase, ellos serían los primeros que morirían aplastados entre sus escombros.

(XL Semanal 19 de junio de 2011)

 

12. El fin de una idolatría (más)

Decía Galbraith que «el estudio del dinero es, de todos los campos de la economía, el único en que se emplea la complejidad para disfrazar o eludir la verdad, no para revelarla». Tal complejidad confundidora no tiene otra misión sino asegurar la «soberanía del dinero», que es el régimen político en el que el dinero deja de ser un instrumento de cambio para erigirse en instrumento de dominación; y en el que todas las instituciones de la llamada «soberanía popular» están a su servicio, manteniendo engañada a la gente en demogrescas varias, como a los gorrinos se les engaña hasta la matanza dejándolos hozar en la cochiquera. Esta situación calamitosa la previó Pío XI en su encíclica Quadragesimo Anno, y la llamó «imperialismo internacional del dinero».

En su opúsculo Autopsia de Creso, Leopoldo Marechal describe el ascenso de este imperialismo internacional del dinero, que adopta las formas de una idolatría o sucedáneo religioso. «Mi dios es el oro y un dios no puede ni debe ser visible», se dijo Creso, una vez en el poder. Así erigió esas «esas duras y feas catedrales del oro que llaman Bancos». Pero Creso no podía usufructuar a su ídolo si lo aislaba por completo de la feligresía. Se dijo entonces: «Haré imágenes de mi dios y las presentaré a los fieles». Y Creso inventó el papel moneda. Pero esta parodia de lo religioso no satisfacía plenamente su ambición; entonces «se decidió a parodiar lo iniciático y oculto». Así fue como Creso inventó el dinero imaginario, que mediante diversos birlibirloques llegó a duplicar, triplicar, cuadruplicar, y así hasta el infinito, el dinero realmente existente. Por supuesto, «ignoramos –prosigue Marechal– en qué Himalaya se han establecido los centros ocultos del oro y quiénes podrían ser los Grandes Maestres responsables que los manejan. De igual modo, y también en parodia de lo esotérico, se han multiplicado las ininteligibles doctrinas económicas o textos iniciáticos del oro al lado de las cuales el Zend Avesta y la Kabbala parecen traslúcidos cuentos infantiles».

Con estas ininteligibles doctrinas se tratan de disfrazar, por ejemplo, las «emisiones de deuda», a través de las cuales los Estados y los bancos centrales se compinchan para crear dinero de la nada. Los Estados emiten unos papelitos muy monos que llaman bonos o letras del Tesoro; los bancos centrales convierten estos bonos o letras en otros papelitos también muy monos que denominan «pagarés» –aunque no exista ninguna cuenta que los cubra– que, ingresados en los bancos, se convierten en dinero, con el que se pagan los salarios de los funcionarios, las subvenciones y los subsidios. Quienes reciben este dinero lo depositan en sus cuentas, que se convierten en «reservas» que los bancos utilizan para conceder préstamos; y de esos préstamos surgen otros depósitos que permiten repetir una y otra vez el proceso... con un dinero que en su origen no existe. Mientras los Estados y los bancos centrales logran mantener la ficción, como el dinero se ha multiplicado por arte de birlibirloque y los bienes no se han multiplicado, los bienes multiplican su precio (esta es la inflación, en realidad un robo encubierto). Pero a los Estados y a los bancos centrales les cuesta cada vez más mantener la ficción; y entonces se convierten en patéticas construcciones de alfeñique, en manos del imperialismo internacional del dinero.

Se emplea la complejidad para disfrazar o eludir la verdad, no para revelarla. Y la verdad es que asistimos al derrumbamiento de una idolatría, que pillará debajo a los Estados; y, con los Estados, a la pobre gente engañada que hoza en la cochiquera.

(ABC, 1 de agosto de 2011)

 

13. ¡Marchando otro rescate para la banca!

El Pozo sin Fondo Monetario Internacional anuncia que los bancos europeos necesitan un segundo rescate, por valor de 200.000 millones de euros. La ley de oro del capitalismo se resume de la siguiente manera: si usted monta un negocio que funciona, usted se forra; pero si su negocio quiebra, usted se arruina. Con una única excepción: si usted tiene un banco que funciona, se forra; y si su banco quiebra a usted no le pasa nada, porque acudimos prestos a su rescate con el dinero de los contribuyentes.

–¡Eso es demagogia burda! –se solivianta el economista de pesebre–. Un banco no es un negocio cualquiera.

–¿No es un banco un negocio con sus inversores y accionistas, como cualquier otro? ¿No se forran sus inversores y accionistas cuando el banco funciona? Pues si el banco quiebra, ¿por qué no han de arruinarse?

–Pues porque en la quiebra de un banco están comprometidos los ahorros de muchos depositantes, que han confiado en ese banco porque contaba con el aval de los Estados. Antes de que el banco se arruine, los Estados están obligados a rescatarlo, para no dejar con el culo al aire a los depositantes.

–¿Y no sería más justo dejar que los bancos ruinosos quiebren–como hicieron en Islandia– y destinar el dinero que se dedica a sus rescates al salvamento de los depósitos bancarios? ¿No sería más justo compensar directamente a esos depositantes que han entregado sus ahorros al banco quebrado, confiados en el aval de los Estados?

–¿Acaso está insinuando que los Estados no podrían cubrir las pérdidas de los depositantes, en caso de insolvencia de un banco? Pues sepa que existe un fondo de garantía de depósitos que...

–¡Miel sobre hojuelas! Nútrase ese fondo de garantías con el dinero que se destina al rescate de los bancos y déjese que los bancos quebrados quiebren.

–Pero es que... –el economista de pesebre empieza a balbucir– es que los bancos invierten en deuda pública, en bonos o letras de los Estados, ¿sabe usted?

–¡Acabáramos! Luego los rescates de los bancos son, en realidad, operaciones encubiertas para salvar, a costa del contribuyente, a los Estados que se han endeudado hasta extremos irresponsables. Los Estados obligan a los bancos a adquirir deuda pública, evitándose el mal trago de declararse en quiebra, que es algo que da muy mala prensa; y los bancos, a su vez, para maquillar la quiebra que les han endosado los Estados, solicitan más rescates, rebajan los intereses a sus depositantes, exigen intereses leoninos a sus prestatarios y encarecen las comisiones bancarias. De este modo, los Estados están en manos de los bancos, que si mañana se declararan en quiebra arrastrarían consigo a los Estados. Por eso acuden en su rescate.

–¡Dicho de esa manera! No, no es exactamente así.

–Exactamente así no es, en efecto. Porque la deuda emitida por los Estados y adquirida por los bancos es un dinero que nunca existió; lo mismo que el dinero que los bancos reparten entre sus inversores y accionistas, que depende de algo tan volátil como el «estado anímico» de los mercados. Y para convertir todo ese dinero fantasmagórico en dinero real bancos y Estados necesitan –¡genial birlibirloque!– seguir ordeñando las reservas cada más exhaustas del dinero real, necesitan esquilmar a sus clientes o contribuyentes hasta la última monedilla. Empiezan a sospechar que la fantasmagoría ya no se sostiene en pie, pero están dispuestos a morir en el empeño, juntitos y de la mano. Morir matando, se entiende.

(ABC, 3 de septiembre de 2011)

 

14. Plaga bíblica

Esto que en las sociedades secularistas de hogaño llamamos «crisis económica» es lo que antaño, más propiamente, se designaba como «plaga bíblica». Habría que empezar señalando que las plagas bíblicas no son castigos que un Dios iracundo descarga sobre los hombres, sino consecuencia directa de la soberbia humana, que no sólo no se arrepiente de sus errores, sino que persevera en ellos, negándose la salvación. El capitalismo financiero ha sido un error de la soberbia humana, que quiso que la riqueza de las naciones no dependiera del trabajo, de la producción y del comercio honesto de bienes, sino de lo que el filósofo Santayana llamaba la «niebla de las finanzas»: el dinero convertido en un fantasma inmaterial, que «mañana puede destruirse y desvanecerse como un sueño». Al engorde de ese fantasma se dedicaron los reyes de la tierra, a quienes se les «endureció el corazón» –como al faraón egipcio del Éxodo–, sin importarles un ardite que tal engorde careciera de respaldo en la riqueza natural de las naciones, sin importarles que se lograra a costa de la opresión del pobre y de la defraudación del jornal del trabajador. Pero cada vez que el engorde de ese fantasma provocaba problemas de digestión –cada vez que los reyes de la tierra tenían que pagar un plazo de la deuda pública, cada vez que los mercaderes tenían que repartir dividendos–, el capitalismo financiero no ha encontrado otro remedio a su voracidad sino morder libras de carne a los pobres y a los trabajadores: condenándolos al paro, recortándoles los sueldos, abaratando su despido. Porque esa demoníaca «niebla de las finanzas», cada vez que necesita corporizarse, lo hace saqueando la economía natural.

Una vez desatada una plaga, resulta vano el esfuerzo de «acotarla» o «circunscribirla»: no muere sólo el primogénito del faraón, sino hasta el primogénito de la sierva que atiende su molino. Desde que se declarase esta plaga, los reyes de la tierra han ido buscándose sucesivos chivos expiatorios, en su afán por «acotarla» o «circunscribirla». No quieren aceptar que la plaga se ha derramado por doquier; y que todos sus esfuerzos por cargarle el mochuelo a griegos o portugueses, españoles o italianos, son aspavientos de farsantes o boxeadores sonados. No nos hallamos ante un pecadillo griego o español, sino –permítasenos el empleo del lenguaje teológico– ante una «estructura de pecado» que corroe los cimientos del sistema y se extiende por todos sus miembros. Y una «estructura de pecado» sólo se vence mediante una conversión radical, mediante una «metanoia» o cambio de mente pleno: de esta plaga sólo saldremos renegando de las mañas del capitalismo financiero, sometiendo a una rigurosísima dieta al fantasma que hemos engordado, reactivando la economía natural que se funda en el trabajo y en la producción y comercio honesto de bienes. Aquí es donde hay que «inyectar» dinero, si es que aún resta alguno.

Pero los reyes de la tierra se disponen a hacer exactamente lo contrario, según se nos narra en el pasaje de las siete copas del Apocalipsis: después de sufrir una plaga, los hombres de corazón endurecido, en vez de renegar de su soberbia, perseveran en su error. La enésima prueba de esta perseverancia la tenemos en la nueva «inyección» de dinero que los reyes de la tierra se disponen a hacer a la banca, que sólo contribuirá a un nuevo engorde de los mercados financieros, logrado a costa de esquilmar aún más la exhausta economía natural de las naciones. Por supuesto, tanta soberbia y perseverancia insensata no harán sino recrudecer los efectos de la plaga y negarnos la salvación.

(ABC, 19 de septiembre de 2011)

 

15. Dinero de mentira

Se anuncia que varios bancos centrales (que son los que hacen girar la manivela de la máquina de estampillar billetes), en acción concertada, van a «inyectar liquidez» a los bancos comerciales, para facilitar su financiación hasta fines de año. Por supuesto, el anuncio ha sido acogido con alborozo por las principales bolsas del mundo, que han y celebrado por los medios de adoctrinamiento de masas, encargados de mantener cretinizada a la gente, mientras la expolian. Cuando, dentro de un siglo, se estudie el hundimiento del capitalismo financiero, los historiadores se llevarán las manos a la cabeza, horrorizados de que tanta gente se dejase embaucar, llevada al matadero de la mano por sus mismos verdugos, en quienes llegó a ver a sus salvadores. Para explicar un suicidio colectivo de tal magnitud hace falta una explicación de índole sobrenatural; y tal explicación nos la brinda el Apocalipsis, cuando narra la caída de la gran Babilonia (tan semejante, por cierto, a la caída del capitalismo financiero): «Del vino del furor de su prostitución bebieron todas las naciones». El vino de prostitución del que todos hemos bebido durante los últimos años es la adoración de Mammón; o, como explicaba el filósofo Santayana, la creación de una «niebla de las finanzas vagabunda, nominal, inmaterial, que mañana puede destruirse y desvanecerse como un sueño». Azuzando nuestra avaricia, los sacerdotes de Babilonia nos hicieron creer que el dinero podía procrear como un conejo; y que, si les confiábamos ese conejo, nos premiarían con algunos hijos de su innumerable prole, aunque fueran los hijos más canijos (mientras ellos se reservaban los más orondos). El mañana que profetizaba Santayana ya ha llegado: lloran y hacen duelo los reyes de la tierra –los politiquillos de la Unión Europea, el falso mesías negro de Yanquilandia– que con ella fornicaron y se dieron al lujo; lloran y hacen duelo los mercaderes –plutócratas– que se enriquecieron con el poder de su opulencia; y lloramos nosotros, pobre gente cretinizada, porque vemos desvanecerse ese sueño.

La única salvación posible consiste en renunciar a las mañas del capitalismo financiero; pero esto es algo que los sacerdotes de Babilonia tratarán de impedir a toda costa mientras les reste un hálito de vida. Saben que su destino es perecer entre las ruinas de Babilonia; y, en su agonía, han adoptado la misma estrategia que Sansón, cuando fue encadenado a las columnas del templo: «¡Muera yo con todos los filisteos!». En esta estrategia desesperada de aniquilamiento colectivo debemos enmarcar esta «acción concertada» de los bancos centrales que los mercados bursátiles han acogido con alborozo. Van a «inyectar liquidez» en los mercados financieros, nos dicen; lo que, traducido al román paladino, significa que van a fabricar un dinero de mentira, haciendo girar la manivela de la máquina de estampillar billetes. Un dinero que carece de respaldo alguno; un dinero desligado de la riqueza real; un dinero «de naturaleza vagabunda, nominal, inmaterial» que permitirá que los reyes de la tierra sigan endeudándose y que los mercaderes sigan realizando sus operaciones bursátiles; un dinero, en fin, que aumentará todavía más la burbuja especulativa y que sólo podrá corporizarse –cuando los reyes de la tierra tengan que pagar los plazos de su deuda, cuando los plutócratas tengan que repartir dividendos entre sus socios y accionistas– drenando liquidez a la economía real; o sea, saqueando nuestros ahorros, acribillándonos a impuestos, reduciendo nuestros salarios y pensiones.

Esto es lo que los bancos centrales se disponen a hacer, para alborozo de los mercados financieros y aplauso de los medios de adoctrinamiento de masas que mantienen a la gente cretinizada. Lo malo de fabricar dinero de mentira, sin respaldo alguno en la riqueza real de las naciones, no es que se cree una «burbuja»; lo malo es que la «burbuja» creada, para no estallar, trata a toda costa de abastecerse (de rellenar su oquedad) a costa de la economía real. La única solución a la crisis presente es frenar la expansión de los mercados financieros y reactivar la economía real: volver a trabajar la tierra, volver a producir bienes, volver a comerciar con el fruto de nuestro trabajo. Exactamente lo que los sacerdotes de Babilonia desean evitar a toda costa, mientras nos llevan de la mano al matadero.

(XL Semanal, 2 de octubre de 2011)

 

16. Propagando la peste

Si mañana se declarase una epidemia de peste bubónica causada por la contaminación del agua de una fuente y las autoridades sanitarias nos obligaran a beber del agua de esa fuente para frenar la propagación de la epidemia, ¿qué haríamos? Viendo lo que ocurre con la propagación de la crisis económica, sospecho que acudir a la fuente como canelos, para calmar nuestra sed en sus aguas contaminadas. La crisis económica se declaró cuando la hipertrofia de los mercados financieros se hizo insostenible. ¿Y qué se ha hecho desde entonces? Seguir alimentando su voracidad. Esto de tratar de poner remedio a una enfermedad engordando el microbio que la desató es un misterio inextricable, y misterio de iniquidad en grado sumo; pero no otra cosa se ha hecho desde que se descubriera el desaguisado: si hace unos años la hipertrofia de los mercados financieros había esquilmado la economía real, creando una deuda privada insostenible, hoy los que están empeñados hasta las cejas son los Estados, para regocijo de los mercados financieros, que primeramente impusieron todo tipo de recortes que los Estados aplicaron a machamartillo y luego se dedicaron a poner y quitar reyes displicentemente, como quien quita jarrones chinos en su casa.

La última pirueta de los mercados financieros, después de disparar la prima de riesgo de aquellos Estados elegidos como chivos expiatorios de su hipertrofia, ha consistido en atacar el bono alemán, por considerarlo poco ventajoso para sus enjuagues. Hemos de reconocer que este contragolpe de los mercados financieros, que dejan en porreta a la teutona Merkel, después de utilizarla como ariete o arieta en su ofensiva contra los chivos expiatorios, tiene su gracia socarrona y malvada: primero se pone de rodillas a naciones como España o Italia, exigiéndoles pagar unos intereses usurarios por su deuda; y una vez que esas naciones genuflexas se han convertido en resignados «paganos», los mercados financieros pasan olímpicamente de la deuda alemana, mucho menos rentable. Si los especuladores pueden hacer negocio con los pringados italianos y españoles, después de convertirlos en guiñapos, ¿por qué habrían de adquirir deuda alemana, que les reportaría magros beneficios? ¿Por los servicios prestados? Roma no pagaba traidores; y los mercados financieros tampoco van a pagarle a la teutona Merkel sus esfuerzos como ariete o arieta en la demolición europea. Bastará que, en unas pocas semanas o meses, una agencia de calificación cualquiera rebaje la salud de la deuda alemana; y veremos a la teutona Merkel, como ya empezamos a ver al gabacho Sarkozy, de rodillas ante sus dueños y señores, colocando su deuda al interés que los mercados financieros le exijan. Y si se resiste, la barrerán de un plumazo, para poner en su puesto a un paniaguado, como han hecho en Grecia o Italia.

Los mercados financieros han descubierto que, entre todas las burbujas especulativas causadas por su hipertrofia, no existe ninguna tan suculenta como la burbuja de la deuda pública europea. Para poner a prueba su rentabilidad, convirtieron primeramente en víctimas propiciatorias a naciones de economía suburbial como Grecia o Irlanda; viendo que sus socios europeos no rechistaban, se atrevieron a poner en un brete a naciones de economía más voluminosa, como España o Italia, y descubrieron que el órdago funcionaba. ¿Por qué no probar ahora con un presuntuoso mamut como Alemania? El destino de Europa ha sido decretado, mientras los mercados financieros sonríen ahítos; y en su sonrisa empiezan a delinearse rasgos asiáticos.

(ABC, 26 de noviembre de 2011)

 

17. Tranquilizando a los mercados

¿Cuántas veces hemos oído que eran necesarios «gestos» para tranquilizar a los mercados financieros? Es una de las frases predilectas de los «analistas» económicos, esos medioletrados al servicio de la plutocracia, encargados de mantener en pie el tinglado de la farsa hasta el colapso final. Zapatero prodigó «gestos» para amansar a la fiera, después de provocar su furia; Rajoy, temeroso de reavivar esa furia, no ha dejado de hacer «gestos» desde que ganara las elecciones, tantos que corre el riesgo de convertirse en un histrión gesticulante. Los «gestos» que presumiblemente habrían que tranquilizar a los mercados ya sabemos en qué consisten: «flexibilidad laboral» (que es como finamente se llama al despido a mansalva y a los sueldos sometidos a una dieta digna de un campo de concentración), «ajuste fiscal» (que es como finamente se llama a las exacciones crecientes), «co-pago» sanitario y educativo (que es como finamente se llama al «bi-pago», pues se trata de que paguemos dos veces por el mismo servicio: la primera por vía impositiva, antes de que solicitemos el servicio; la segunda cuando lo solicitamos), etcétera. Y también sabemos cuál es la reacción de los mercados financieros ante tamaña sucesión de «gestos»: la prima de riesgo del bono español sigue disparándose, mientras las llamadas «agencias de calificación» rebajan la nota de nuestra deuda pública.

¿Y no será que tales «gestos», lejos de tranquilizar a los mercados financieros, no hacen sino excitarlos? ¿No será que los mercados financieros han hallado en la deuda española un filón inagotable para sus enjuagues especulativos? Pues, cuanto más gesticulamos, más nos exprimen y vapulean, como el chiquilín emberrinchado que, viendo que sus papás acceden a sus caprichos por aplacar sus berridos, berrea todavía más, seguro de que así obtendrá mayores ventajas. Los mercados financieros han descubierto, en efecto, que invertir en la deuda española es un chollo, pues los españoles estamos dispuestos a seguir haciendo «gestos» para aplacarlos; con lo que no tienen más que ponernos mala nota para que las nuevas emisiones de deuda les salgan más rentables; y la rentabilidad creciente de la deuda española –la prima de riesgo cada vez más disparada– exige nuevos «gestos» para pagar sus sucesivas emisiones, en un círculo vicioso cada vez más enloquecedor.

Los mercados financieros no se tranquilizan ante los «gestos»: por el contrario, en los «gestos» descubren la debilidad del animal que sangra por la herida; y el olor de la sangre no hace sino enardecerlos. Al deseo de lucro ha sucedido la desenfrenada ambición de poderío: los mercados financieros saben que pueden convertir a los Estados en peleles a su servicio, en meras maquinarias de exacción dispuestas a prodigar «gestos» con tal de mantenerlos apaciguados (esto es, excitados). Así los Estados, que deberían ocupar el elevado puesto de rector y supremo árbitro de las cosas, se han rebajado a la condición de esclavos del imperialismo internacional del dinero, entregados y vendidos al capricho y la codicia de especuladores desenfrenados, como profetizara hace casi un siglo Pío XI. Y, mientras se dispara la prima de riesgo, el desempleo alcanza cifras de congoja, como inevitablemente ocurre cuando la actividad económica se somete a la voracidad de los mercados financieros. Cuando la economía española quiebre, cuando los mercados financieros nos hayan convertido en un despojo, hincarán el diente a otro incauto. Pero, entretanto, ¡más gestos, hacen falta más gestos!

(ABC, 28 de abril de 2012)

 

18. Reformas o recortes

Las sucesivas «reformas» o «recortes» que el Gobierno nos anuncia tras cada consejo de ministros nos suscitan una doble perplejidad moral. La primera afecta a la propia gestión o intendencia del erario público; la segunda a la causa última de tales reformas o recortes. Aceptando que tales reformas o recortes sean necesarios para la propia supervivencia del erario público, aceptando que vengan a subsanar antiguos dispendios, ¿por qué se permitieron antes tales dispendios? Si hasta hoy hemos vivido por encima de nuestras posibilidades es porque nuestros gobernantes, que disponían de los instrumentos adecuados para saberlo, decidieron ocultarnos dolosamente tal evidencia, para mantenernos contentos y cloroformizados con fines electoralistas; y en la convicción de que, cuanto más se inflasen las partidas de gasto público que mantenían a la sociedad amarrada a la ubre estatal, más fácilmente podrían abastecer sus hipertrofiadas estructuras de poder. Si tales reformas o recortes se proclaman ahora necesarios, ¿no habría que empezar por castigar a los gestores del erario público que lo esquilmaron con gastos inmoderados y superfluos? Las vagas apelaciones que nuestros gobernantes hacen a la «herencia recibida» se nos antojan exasperantes y vacuas. ¿Por qué no exigen responsabilidades a quienes les endosaron tal herencia? Por la sencilla razón de que la «herencia recibida» no es, como se pretende, una carga que nos haya endosado el baldragas de Zapatero, sino el producto final de un saqueo en el que han participado por igual gobernantes de una y otra facción, a quienes mucho más de lo que los separan sus diferencias ideológicas los une el común propósito de defender sus hipertrofiadas –y ubérrimamente subvencionadas– estructuras de poder.

La segunda perplejidad que las sucesivas reformas o recortes nos suscitan tiene que ver con su causa última, que no es tanto adelgazar el volumen de nuestra deuda como atender los requerimientos de los mercados financieros, que someten la deuda española a intereses usurarios que el Estado no puede controlar. Todos los «mensajes» que el Estado español lanza a los mercados financieros, lejos de apaciguarlos, los excitan aún más: pues han descubierto que, cuantas más reformas o recortes promueva un Estado deudor, más intereses se le podrán luego reclamar. En una economía sana, el Estado es un gestor del crédito que actúa de forma subsidiaria, inyectando dinero –que no es sino la medida de la actividad económica– allá donde los actores principales lo requieren; pero en una economía insana como la que padecemos, la gestión del crédito no es controlada por el Estado, sino por los mercados financieros, gobernados por difusos inversores o entidades supraestatales que exigen unos intereses usurarios, obligando a los Estados a devolver una cantidad siempre superior a la que prestaron. De este modo, el dinero deja de ser medida de la actividad económica, para convertirse en mercadería, sometida al «valor de riesgo» –usurario– que le atribuyen esos mercados financieros, ajenos al destino de los actores principales de la economía; y el sistema, inexorablemente, se hace inviable, porque el dinero que el Estado genera a través de las sucesivas reformas o recortes es siempre inferior al dinero que los mercados le reclaman, con independencia de que ese Estado esté gestionado por baldragas o por rigurosísimos y voluntariosos contables. Y es que toda economía fundada sobre la usura está condenada a la destrucción; a la que se llega después de someter a sus actores principales a la exacción, que así es como antaño se denominaba lo que ahora, más eufemísticamente, llamamos «reformas» o «recortes».

(ABC, 5 de mayo de 2012)

 

19. La idolatría plutónica

Llamamos «idolatría plutónica» (en honor a Plutón, el dios pagano de las riquezas, que no en vano era también el dios del inframundo o infierno) a la transformación del dinero –un mero signo que representa la riqueza real de las naciones– en un fantasma que se multiplica por arte de birlibirloque y se transmite por impulsos electrónicos, desligado de la riqueza real. Esta transformación «prodigiosa» del dinero, que es en realidad un falso prodigio humeante de azufre, exige en quienes la aceptan una fe cuasirreligiosa o idolátrica; pues, faltando esa fe, el mero sentido común nos enseñaría que tal metamorfosis es imposible. En «Europa y la fe», Belloc vinculaba muy perspicazmente el nacimiento de esta idolatría plutónica con la extensión del ateísmo entre los «ricos inmorales»; en lo que no hace sino corroborar la afirmación evangélica: «Nadie puede servir a dos señores; porque aborrecerá a uno y amará al otro; o bien se entregará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al dinero».

En esta metamorfosis hay una suerte de parodia eucarística: el dinero se multiplica exponencialmente, repartiéndose entre todos sus adoradores, a cambio de la entrega completa de su ser, en cuerpo y alma; pero, como ocurre siempre en las parodias, se trata de una imitación desnaturalizada, desencarnada, pura tramoya de farsantes. Todos sabemos cómo funciona tal multiplicación (aunque finjamos ignorarlo, pues la idolatría plutónica requiere, para no desvanecerse por completo en el aire, que su mentira sea tapada entre todos, como en la fábula del rey desnudo): usted deposita diez euros en una cuenta bancaria, nueve de los cuales son empleados por el banco para conceder un préstamo a tal o cual empresa, que con ellos paga dividendos a sus accionistas, quienes a su vez los depositan en otra cuenta bancaria cuyos fondos el banco vuelve a emplear para conceder otro préstamo, y así ad infinitum. A la postre, se habrán prestado cien o mil euros, a partir de los diez euros primeros que usted depositó en el banco. Pero el dinero no se ha multiplicado eucarísticamente; y, llegada la hora de satisfacer las deudas que en ese proceso se han originado, no quedará otro remedio sino rapiñar los diez euros primeros que usted depositó en el banco... y, a continuación, arrancarle libras de su propia carne.

Se calcula que, en la actualidad, los activos financieros generados por esta parodia eucarística multiplican al menos por quince el producto interior bruto mundial; aunque, en realidad, son cálculos aproximativos, muy probablemente un pálido reflejo de la pavorosa realidad. Y a esos activos financieros que multiplican la riqueza real de las naciones por quince recurren los Estados para pagar avalar su deuda hipertrofiada... sabiendo que contraen obligaciones que sólo podrán satisfacer detrayendo recursos de la economía real. Pero, como el dinero que se maneja en la economía real es muy inferior al dinero fantasmático que genera la idolatría plutónica, los Estados deudores no pueden afrontar sus deudas mediante medidas recaudatorias razonables: necesitan esquilmar la riqueza real, ordeñarla hasta dejarla exhausta, exánime, yerta. Este es el proceso en el que nos hallamos inmersos; y sólo admite dos soluciones: o se reconoce que la idolatría plutónica es una fantasmagoría, o sucumbe la economía real. Huelga decir que el Nuevo Orden Mundial ha optado por la segunda, pues la primera supondría el derrumbamiento de todas las estructuras de poder que garantizan su hegemonía; y, en la ejecución de ese designio protervo –plutónico e infernal–, no vacilarán en arrancarnos todas las libras de carne, hasta dejarnos reducidos a la osamenta. Vienen tiempos de oprobio.

(ABC, 6 de agosto de 2012)

 

20. El dinero no se reproduce

Si mañana nos revelasen que en tal o cual continente remoto sus moradores padecen una altísima tasa de mortalidad porque creen que en invierno hace un calor sofocante y salen a la calle en mangas de camisa, muriendo de congelación, concluiríamos que tales personas han enloquecido. Lo mismo ocurriría si nos dijesen que en tal o cual comarca extraviada de los mapas los lugareños han resuelto que el agua es nociva para la salud, renunciando desde entonces a beberla, con la consiguiente mortandad por deshidratación. Pensaríamos que tales gentes han sufrido una especie de alucinación colectiva de inspiración diabólica; y la crónica de sus padecimientos –rematados siempre por la extinción física– nos encogería el alma.

Sin embargo, la llamada «crisis económica» se asienta sobre una afirmación tan insensata como las anteriores, que consiste en creer que el dinero se reproduce. Aunque, bien mirado, es todavía más demencial y rocambolesca: pues, aunque sea excepcionalmente, los inviernos pueden ser calurosos o el agua dañina para la salud; en cambio, el dinero no se puede reproducir nunca: ni aunque le montes un picadero con sauna y jacuzzi, ni aunque lo sometas a tratamientos de fertilidad, ni aunque pruebes a cruzar entre sí las diversas «especies» monetarias se reproduce, por la sencilla razón de que no tiene genitales. Sin embargo, los sacerdotes de la idolatría plutónica (la llamaremos así en honor a Plutón, el dios pagano de las riquezas, que no en vano era también el dios del infierno) han logrado convencernos de lo contrario; y en el pecado de credulidad (que es, en el fondo, pecado de avaricia) llevamos la penitencia.

Todos los filósofos clásicos tenían claro que el dinero era en sí mismo estéril, a diferencia de las ovejas, los manzanos o las amapolas. Por supuesto, mediante nuestro trabajo –entendido en un sentido amplio, como fuerza, ingenio, riesgo, capacidad imaginativa, emprendimiento, etcétera– el dinero puede ser invertido en empresas productivas que redundan en un beneficio: quien compra dos cerdos, macho y hembra, y los alimenta y cuida con esmero, logrará que se reproduzcan; quien compra una tierra y la cultiva con tesón logrará cosechas fecundas; quien compra una máquina logrará transformar las materias primas en bienes de consumo. Pero en todos estos casos el dinero no se ha reproducido: lo que ha ocurrido es que la conjunción de los bienes que la naturaleza nos procura y el trabajo humano ha generado un beneficio.

Puesto que el dinero no puede reproducirse, Santo Tomás pudo establecer que «cobrar usura por el dinero prestado es en sí mismo injusto, porque es vender lo que no existe, lo cual conduce inevitablemente a la desigualdad, que es contraria a la justicia». En efecto, si no se encarna –en una pareja de cerdos, un pedazo de tierra o una máquina–, el dinero deja de existir propiamente, porque tan solo es un valor que representa el valor de las cosas; y, desarraigado de ellas, se convierte en un puro fantasma. Pero la idolatría plutónica, para justificar la usura, dio en la locura de afirmar que el dinero podía reproducirse por arte de birlibirloque, desligado de los bienes a los que representa y sin intervención del trabajo humano, que desde entonces fue sustituido por una suerte de picaresca fraudulenta que convirtió la economía en una lotería especulativa, según la cual –risum teneatis– los activos financieros multiplican exponencialmente el producto interior bruto mundial; y la pobre gente aceptó tal disparate, engolosinada ante la expectativa de que sus ahorrillos pudieran multiplicarse, en una suerte de parodia eucarística, a través de los terminales informáticos.

Aceptada esta reproducción fantasmática del dinero, los sacerdotes de la idolatría plutónica montaron un aparato de matemática recreativa, sin sostén alguno en la realidad, cuya única finalidad consistía en justificar una ideología económica fundada en la usura que, a la vez que saqueaba la riqueza real de las naciones, las endeudaba hasta extremos insoportables, conduciéndolos a la ruina física y moral. El sistema de reserva fraccionaria, que permite a los bancos conceder préstamos ad infinítum sobre una exigua base originaria de dinero real, terminaría por convertir el sistema financiero mundial en una inmensa estafa que solo se distingue de las de Madoff o Afinsa en que la avalan los sacerdotes de la idolatría plutónica, que saben que están mintiendo, porque el dinero no se reproduce, ni se reproducirá jamás de los jamases. Pero sostendrán la mentira hasta la aniquilación final. Más nos valdría creer que en invierno hace calor o que el agua es dañina para la salud.

(XL Semanal, 26 de agosto de 2012)