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Número 511-512

Serie LI

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El menéndezpelayismo político

1. Actualidad del menéndezpelayismo

Cuando la serenidad restablezca la verdadera perspectiva de la España de estos últimos veinte años, aquella España que sufrió y gozó en los hombres de mi generación la esperanza y el desengaño, Rafael Calvo Serer será considerado como el transmisor de una letanía de verdades, tejidas en la lectura de los escritos de don Marcelino Menéndez y Pelayo. Acabo ahora de releer su magnífica réplica, a Antonio Tovar, recogida en España, sin problema, y en la que no se sabe si aplaudir más la gallardía del escritor o la precisión del pensador; contra quienes niegan la valía permanente de la lección menéndezpelayesca, Rafael Calvo Serer afirma la tesis de que España es una doctrina y no una duda; de que la Hispanidad ahonda en las entrañas de la verdad católica para representar nada menos que la concepción católica de la vida en la más fecunda de sus maneras, de que la Tradición española es de por sí robusta como para no necesitar remozadores injertos extranjeros.

Cuando se vive entre muertos, como yo vivo, estas ideas alcanzan a los ojos dimensión de exactitud que sólo tras muchos años es asequible para aquellos que viven inmersos en el tráfago del mundo de los vivos, poblado a veces de hombres vivos hasta la demasía. Bien puedo desde mi retiro extremeño, arropado por el dulce silencio del olvido rumoroso, repetir las palabras de Quevedo:

«Retirado en la paz de estos desiertos
con pocos, pero doctos, libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos
y escucho con mis voces a los muertos.»

En este apartamiento, donde se halla concreta la felicidad de este mundo que adoctrinó la vieja estampa platiniana del famosísimo soneto «Het geluk dezer Wereld», la serenidad reduce la pasión a proporciones que adelantan las que tendrán nuestros montículos cotidianos cuando se los contemple a tres o cuatro siglos de distancia; el apartamiento en el espacio suple y presume al futuro apartamiento en el tiempo; y la serenidad de mi retiro me sirve para perfilar la consciente fortaleza de la actitud de Rafael Calvo Serer, así como también los peligros que pudiera acarrear esa su empresa del menéndezpelayismo político.

Problema importante, si los hay, para quienes tengan consciencia de la propia generación. Porque lo que Rafael Calvo Serer procura es ratificar la exactitud histórica del 18 de julio, que, si algo fue, fue llamarada radical de encendido españolismo intransigente, tan intransigente que un millón de muertos regó para siempre los campos de España por no ceder un ápice siquiera en la intransigencia generosa del sacrificio hasta la muerte.

 

2. La estrella política de Menéndez y Pelayo

Mas, para que tan altísima empresa logre alcanzar sus metas, es preciso depurar los contornos de las intenciones. Y en primer lugar, señalar qué es lo que se va a sacar de las enseñanzas de don Marcelino Menéndez y Pelayo.

Según Calvo Serer, lo siguiente será su empeño: «Devolvamos a los jóvenes españoles la verdadera figura del pensador montañés..., sobre todo, advirtiéndoles que en él encontrarán claramente expresada la grandeza de una historia interrumpida, que a gritos nos está pidiendo y exigiendo su continuación»[1]. Claras palabras, sin duda merecedoras de la más sincera aceptación, si en sus mojones quedara limitado el afán restaurador.

Pero es el caso que Menéndez y Pelayo transfunde la savia de su saber en una actitud política. Al crear una cultura a la española, o mejor dicho, al redescubrir la olvidada tradición cultural española, define una postura ante los sucesos acuciantes del presente. Su saber provoca un quehacer que acomode las realidades tristes de la decadencia presente al esplendor perenne del ayer redescubierto. De la erudición mana la consigna, y Menéndez y Pelayo pasa desde abanderado de una cultura hispánica a abanderado de una política cultural, primero, y luego a gonfaloniero de un entendimiento a la española de la política de España.

Mas don Marcelino nunca soñó con levantar huestes banderizas políticas, bien seguro en la oscura intuición de que su tarea era estrictamente cultural. Fue a la caída de la República coronada que se llamó la Restauración liberal, en 1931, cuando su orientación cultural cuaja en una política cultural: la de Acción Española. «Vegas Latapié, creador de este movimiento intelectual nacional —escribe Calvo Serer—, proclama su filiación histórica en el gran santanderino y continuamente hace referencia a sus ideas»[2].

Acción Española fue un movimiento cultural, de política cultural a la española, amamantado a las ubres eruditas del primero de nuestros eruditos, cuyo pensamiento enhebra en el movimiento militar del 18 de julio de 1936, instante en el cual aquel menéndezpelayismo que en sus orígenes fuera apenas bastión sabio y que Acción Española cambia en política cultural, va a pasar ya a ser política a secas, política total de gobierno. En la diversificación histórica de la España contemporánea, tal cual pensador como Pedro Laín o Antonio Tovar podrán poner reparos a don Marcelino como medio de manifestar sus simpatías por la europeización, y en primer término, por don José Ortega y Gasset; pero el Generalísimo Francisco Franco se sentirá en último término más cercano de Menéndez y Pelayo que de Ortega, constituyéndose en paladín de la cultura nacional en cuanto intérprete del espíritu del 18 de julio.

En esta coyuntura la legión de Calvo Serer, Jorge Vigón y sus colaboradores asume la tarea de poner en evidencia las ataduras que ligan el espíritu del 18 de julio con Menéndez y Pelayo. Intento plausible, conveniente y justo, dentro de los más severos cauces ortodoxos y acompasado al estilo mental de quien acaudilló las ásperas jornadas de la guerra. Porque si el 18 de julio no fuese un movimiento menéndezpelayista, de restauración íntegra y violenta del sentido cultural hispano contra las extranjerizaciones, no pasaría de algarada bulliciosa o de una contienda civil entre otras muchas; lo que hará que el 18 de julio sea o no sea fecha central de la historia contemporánea nuestra es que signifique o no signifique una voluntad de restauración total de las tradiciones patrias, culturalmente sobre la obra de Menéndez y Pelayo, políticamente impregnando la conciencia de nuestro pueblo, y, sobre todo, de las juventudes de nuestro pueblo, de un sentido nacional de vida absolutamente incompatible con las modas extranjeras y con la admiración ciega para quienes postulan plantar en nuestro solar esas modas extranjeras.

Mas, ¿cuál era ese programa de Menéndez y Pelayo? Calvo Serer quiere extraerlo de su obra, y concretamente lo condensa en el célebre brindis pronunciado el 20 de mayo de 1881, en ocasión del centenario de Calderón[3], estableciendo una tabla de ideas que expresan el legado del Maestro a sus discípulos presentes.

Pero al aquilatar la cuantía y calidad de ese legado es cuando aparecen las reservas.

 

3. Las limitaciones de una obra gigantesca

Y no por la calidad, pues todos estamos de acuerdo en recibir el testamento de Menéndez y Pelayo, sino por la manera en que se le reciba. De don Marcelino es dable recoger una línea directriz de conductas, nunca un cerrado programa político. El fue el grandioso renovador de nuestros recuerdos, el archivo impar de nuestros saberes, la varita mágica que transformaba en oro nuestro lo que antes era despreciado como residuo de superstición o de abandonos. En medio de una sociedad extranjerizada fue la suya gloriosa inquietud de férvidas afirmaciones. En un mundo hostil al catolicismo, salvó a mazazos aquel su catolicismo a la española, intransigente hasta lo inquisitorial, sin miedo a los escarnios ni a las burlas. En la patria roída por la masonería a lo saboyano, por el liberalismo doctrinario a la francesa, por los gustos ingleses o por las pedanterías germanizantes de Ios krausistas, fue español monolítico y nos enseñó a los demás españoles la preterida lección de nuestra incomparable grandeza cultural. Cuando nadie creía en ellos, él solo, titán y Hércules a un tiempo, unciendo en su figura todas las Españas de las mitologías del saber, se hizo testamentario de nuestros mayores y nos legó algo más que una tabla de sabidurías: el camino para alcanzar la sabiduría española.

Así es hoy incomparable en aquellas materias en las que puso las manos: en la historia literaria, en la estética, en determinados puntos de filosofía, en la crítica y en la erudición. Esfuerzo colosal para un hombre solo y que difícilmente podrá ser superado ya por nadie.

Empero sería grave yerro confundir la orientación cultural de Menéndez y Pelayo con su pensamiento político. Una cosa será el legado de su Concepción de la cultura española como sistema objetivo de verdades cristianas, inmutable y firmísimo frente a los asaltos de la extranjerización, y otra será su actitud política, que el propio representante de los menéndezpelayistas actuales viene a diputar por accidental[4].

Y la razón es bien sencilla: don Marcelino, que supo como nadie historiar tantas cosas, no fue historiador del pensamiento político, ni de las instituciones políticas españolas. Lo que acertó a conocer en estos ramos fue fruto de su poderosísima intuición y de la genial capacidad adivinatoria que empiedra sus escritos con diamantes resplandecientes de verdad; nunca de un estudio sereno y reposado de la tradición política española. Las páginas más insignes de ella, el tostadismo salmantino, los vislumbres de Fernando de Roa, la teoría de la libertad tomista de Mieres o Marquilles, el concepto Juliano de la misión, la pervivencia, de los sistemas de libertades concretas en Navarra o en Cerdeña, son cosas que desconocía por entero. Bastante fue la suya aquella empresa inaudita de abrirnos los filones de la tradición, de enseñarnos la fertilidad de nuestro saber propio, para pedirle que encima nos alumbrara los principios y nos aclarase las realidades de la tradición política de las Españas. Zapando sin cesar para aventar osamentas culturales, no tuvo tiempo para desenterrar normas políticas; lo único que hizo fue decirnos, eso sí, la manera en que habremos de proceder para desenterrarlas.

De esa disparidad entre su acción cultural española y su alejamiento del estudio del pensamiento político español, resulta la aparente incongruencia de que fuese un tradicionalista en lo cultural y quedase por canovista o maurista en lo político, sin pisar los suelos del auténtico tradicionalismo político español: del carlismo. Teniéndole a la vera, no llegó a entenderle. Fue el primero en tropezar en el equívoco de que se lamentó cuando escribía: «La historia literaria del siglo XIX en España está mal sabida y mal entendida por casi todos, y además llena de injusticias y de olvidos que es preciso reparar. No parece sino que la cercanía de los objetos engaña los ojos y extravía el juicio de los contemporáneos. Vivimos sin conocernos unos a otros, por lo mismo que nada creemos conocer mejor»[5]

Palabras que condenan por anticipado aquel su doble juicio crepuscular sobre el carlismo, para él tan próximo en el tiempo y en la orientación cultural, pero al que por completo desconocía. «Cuando Quadrado llegó a la arena política publicando en 1842 sus primeros artículos en El Católico y fundando en 1844 La Fe, dos bandos poderosos y encarnizados, después de haber lidiado sin cuartel ni misericordia en los campos de batalla, permanecían irreconciliables, ceñudos y rencorosos, como separados por un mar de sangre y por un abismo de ideas todavía más hondo. Decíase el uno representante de la tradición y heredero de la España antigua, no puede negarse que en parte lo fuera, si bien por fatalidad de los tiempos, al resistir el empuje de la revolución demoledora, pareció identificar su causa con la de las instituciones caducas y condenadas a irremediable muerte, y se constituyó en defensor, no de una tradición gloriosa cuyo sentido apenas comprendía ni alcanzaba como no fuese de un modo vago e instintivo, sino de los peores abusos del régimen antiguo en su degeneración y en sus postrimerías. Con esto dieron aparente justificación a los del partido adverso, que pensando y sintiendo con el espíritu de la revolución francesa, radicalmente hostil a todo elemento tradicional e histórico, confundían bajo el mismo anatema los principios fundamentales y perennes de nuestra vida nacional, y las corruptelas, imperfecciones y escorias que el transcurso de los siglos y la decadencia de los pueblos traen consigo»[6].

Para Menéndez Y Pelayo el carlismo era el absolutismo dieciochesco y, desconociéndole, le negaba ni más ni menos que negó el liberalismo decimonónico. Su alma, apasionadamente tradicionalista, no se percató de que aquel puñado de tradicionalistas políticos no tenía nada que ver con el absolutismo, ni cayó en la cuenta de que eran los lógicos propagandistas políticos de su tradicionalismo cultural. Mentira parece que a hombre tan esplendorosamente agudo y tan ducho en catalogar hombres e ideas, escapara este hecho patente que hoy nos ha puesto de relieve Federico Suárez Verdeguer: el de que ya en 1814 Bernardo Mozo de Rosales o quienquiera fuese el redactor del Manifiesto de los Persas, de donde el carlismo arranca aun antes de ampararse en los derechos dinásticos de don Carlos María Isidro, contrapone al liberalismo y al absolutismo una postura al par inédita y viejísima: la monarquía tradicional[7].

Menéndez y Pelayo, por el contrario, confundía a los realistas, o tradicionalistas de 1814, con los absolutistas del siglo XVIII[8], desconociendo que el carlismo encarnaba políticamente la misma tradición de las Españas que él restauraba en lo cultural. Por vivir entre los muertos, a fuerza de mirar perspectivas pasadas, se le escapó la perspectiva del horizonte contemporáneo y confundió los contornos de los hombres con los de las ideas en la barahúnda ininteligible de la desmochada monarquía de la Restauración canovista. Certero en el alumbramiento de nuestra tradición cultural, no tuvo tiempo de ahondar en nuestra tradición política ni supo siquiera quiénes enarbolaban sus estandartes.

 

4. El auténtico menéndezpelayismo

Ignorando por la vía del estudio la tradición política nuestra y alejado de los portaestandartes políticos de ella, la actitud de don Marcelino fue profundísimamente eficaz en lo cultural, documentada cual ninguna y creadora de un universo de verdades sacado titánicamente de las garras del olvido; pero en lo político quedó en intuición, mera intuición. Rafael Calvo Serer propone como fórmulas máximas el epílogo de los Heterodoxos y el brindis del Retiro; pero cuando don Marcelino los expresaba, apenas rasaba en los cinco lustros y andaba en los comienzos de su gigantesca carretera literaria. Si nunca se apartó de lo que en ambos documentos propugnara, tanto mejor, porque ello implica que, dando de lado a la especulación política y concentrado en el ámbito cultural, no sometió a revisión sus ideas juveniles, ya que con ellas tenía bastante para sus fugaces contactos con la vida diaria, metido en su tarea de desenterrador de verdades culturales.

E incluso el brindis del Retiro es, más que nada, la manifestación de que su pensamiento coincidía «con las grandes ideas que fueron alma e inspiración de los poemas calderonianos»[9]. Y su contenido es una síntesis, ciertamente magnífica como suya, mas deducida de la lectura de Calderón por un sabio de veinticinco años, nunca el resultado de estudios especializados.

No cabe dudar que si don Marcelino hubiera vertido sobre la historia del pensamiento político español aquellas sus capacidades incomparables, la respuesta habría sido harto dispar y sus posturas muy distintas. Por eso sería peligroso desvío suponer que el menéndezpelayismo político consiste en deducir del Maestro una ideología en lugar de una orientación, sujetándose a las palabras lanzadas en campos dispares a la historia del pensamiento político, en lugar de procurar llevar a cabo la empresa que el Maestro no tuvo ocasión de realizar: la historia de la tradición política española.

Paréceme que no es lícito sacar de los escritos de don Marcelino lo que él mismo no quiso poner en ellos y que la más cabal testamentaría de su ingente hazaña redescubridora es seguir velas adelante por los inexplorados mares de nuestra historia política. Hay que ver a España tal como fue, que eso quiso él, despabilarla de oscuridades y falsías, limpiarla de escorias y de interpretaciones torcidas; no empeñarse en reducir nuestra tradición al modo en que él la vio, porque él no tuvo tiempo para desvelárnosla. Hay que admitir hoy sus intuiciones geniales, pero sin aferrarse a ellas, antes profundizando en el ayer con cautela de aceptarlas o corregirla según los hombres o los hechos canten. Hay que ir directamente a los libros viejos, esquivando ese planteamiento de las polémicas presentes, que nunca van más allá de Donoso o de la Institución, de Balmes o de Ortega. Hay que sondear en los siglos pretéritos para averiguar si hubo o no creaciones políticas hispanas y si, habiéndolas, han dejado o no huellas fehacientes.

El mejor menéndezpelayismo político será no el que se aferre a los libros del Maestro en cuanto historiador de la filosofía o de las letras, sino el que rehaga la historia de la tradición política española empleando los mismos criterios que don Marcelino empleó para rehacer la historia de las ideas estéticas o los orígenes de la novela entre nosotros.

Solamente obrando así, consumiendo años tras años en el empeño redescubridor de esta parcela de nuestra historia, que él únicamente por intuiciones conociera, podremos algún día repetir sus mismas esperanzadas palabras agoreras, tan certeramente recordadas por Rafael Calvo Serer, de que «pueblo que no sabe su historia es pueblo condenado a irrevocable muerte. Puede producir brillantes individualidades aisladas, rasgos de pasión, de ingenio y hasta de genio, y serán como relámpagos que acrecentarán más y más la lobreguez de la noche. Hoy, ¿por qué no decirlo?, caminamos a ciegas, arrastrados por un movimiento del cual no podemos participar enérgicamente; agotando en esfuerzos vanos, indisciplinados y sin método, fuerzas nativas que bastarían acaso para levantar montañas, afanándonos en correr tras todo espejismo de doctrina nueva, para encontrarnos burlados luego y emprender la misma carrera, siempre atrasados y siempre punzados y mortificados por la conciencia de nuestro atraso; que no se cura, no, con importaciones atropelladas, con retazos mal zurcidos de lo que se desecha en otras partes, ni menos con el infame recurso de renegar de nuestra casta y lanzar sobre las honradas frentes de nuestros mayores las maldiciones que sólo deben caer sobre nuestra necedad, abatimiento e ignorancia»[10].

 

 

 

 [1] Rafael Calvo Serer: España, sin problema. Segunda edición. Madrid, Rialp, 1952. Páginas 158-159.

[2] Rafael Calvo Serer. Teoría de la Restauración. Madrid, Rialp, 1952. Página 201.

[3] Rafael Calvo Serer: Teoría de la Restauración, 145.

[4] Rafael Calvo Serer: España, sin problema, 145.

[5] Marcelino Menéndez y Pelayo: Quadrado y sus obras. En Estudios y discursos de crítica histórica y literaria. Madrid, CSIC, V (1942), 196.

[6] Marcelino Menéndez y Pelayo: Quadrado y sus obras, 211-212.

[7] Federico Suárez: La crisis política del Antiguo Régimen en España (1800-1840). Madrid, Rialp. 1950. Páginas 57-94.

[8] Marcelino Menéndez y Pelayo: La historia externa e interna de España en la primera mitad del siglo XIX. En Estudios y discursos. VII (1942), 247.

[9] Marcelino Menéndez y Pelayo: Brindis del Retiro. En Estudios y discursos. III (1941), 385.

[10] España, sin problema, 139.