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Número 511-512

Serie LI

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El problema del americanismo, hoy

CUADERNO: CATOLICISMO Y AMERICANISMO

1. Pregunta preliminar

¿Qué es el americanismo? Es una doctrina y al mismo tiempo un modo de vida. Un modelo en el que se inspiran los norteamericanos y, en particular, los de los Estados Unidos de América. Un modelo que se ha exportado a muchos países, sobre todo a los que han sufrido por distintas razones la fascinación por los Estados Unidos. Y que a veces incluso ha sido impuesto. Diversos países europeos, en parte después de la primera guerra mundial, en parte y sobre todo después de la segunda, han sido poco a poco colonizados cultural y políticamente por los Estados Unidos. El americanismo ha asumido, por esto, en el siglo XX un significado cultural, social y político muy preciso: es el modelo de producción en masa, mecanizada y estandarizada, que la considera no tanto una actividad apta para favorecer simplemente la subsistencia (esto es, para satisfacer las necesidades naturales), como más bien dirigida a favorecer el consumo en gran escala, creando (y respondiendo a) necesidades inducidas cuya satisfacción imprime una aceleración al crecimiento y a la acumulación de riqueza. Es el modelo de una sociedad de masas que gasta más de lo que gana (piénsese, por ejemplo, en las ventas a plazos o en los mutuos para la adquisición de bienes y servicios) , porque confía en un futuro siempre y necesariamente mejor que el presente. Es el modelo político de una particular democracia moderna, hija del protestantismo y de la Ilustración, que no está en función del gobierno sino de la sola administración. Esto porque en la cultura norteamericana está ausente tanto el concepto de comunidad política (clásica) como el concepto de Estado moderno, creado en Europa y aplicado sobre todo en la Europa continental moderna. Esta ausencia favorece la génesis de la doctrina política del Estado como proceso (la llamada politología) que se ha afirmado también gradualmente en Europa. Es el modelo cultural «democrático», es decir de la «proletarización» de la cultura. Ya no humanística, sino tecnológica y pragmática en la mejor de las hipótesis. Adversa a la cultura de las élites y orientada, en cambio, a la afirmación de la cultura industrial, de bajo nivel y homologada de modo que pueda ser disfrutada por todos sin excesivo esfuerzo, porque no exige capacidades particulares. Piénsese, por ejemplo, en las reformas de la escuela impulsadas en Europa en la segunda mitad del siglo pasado, en particular –respecto de Italia– en la escuela media única. Introducidas en varios países europeos tras la segunda guerra mundial, han favorecido sucesivamente el nacimiento de la Universidad de masas a la que se ha llegado tan sólo recientemente, aunque –sin embargo– después de diversas reformas graduales orientadas a este propósito.

 

2. Los precedentes del americanismo como modelo social

A fines del siglo XIX y en los primerísimos años del XX el americanismo tenía connotaciones filosófico-religiosas. Era la doctrina que propugnaba la conciliación (considerada necesaria) de la Iglesia católica con la civilización moderna. Pero no como se había sostenido en la Europa del siglo XIX por los liberales del tiempo. El americanismo más que a la civilización moderna (a la que, por lo demás, en definitiva llevaba) se refería al «mundo del progreso» (expresión más vaga que, sin embargo, significaba de hecho que el patrón con el que medir el progreso era el de los mismos americanos). La Iglesia católica, pues, habría debido adecuarse a las nuevas doctrinas y al modo de vida propuestos por el pueblo americano, elaborados por éste «democráticamente» sobre la base de una Weltanschauung sustancialmente protestante aunque secularizada.

Comprendió pronto la importancia de la cuestión el papa León XIII, que dirigió al cardenal Gibbons, de Baltimore, una carta apostólica (Testem benevolentiae nostrae), con la que condenaba el americanismo, poniendo en evidencia algunos de sus errores a partir de sus consecuencias más graves.

 

3. Los errores

El primero tiene que ver con la libertad. La propugnada por el americanismo, en efecto, no es la libertad cristiana. Es más bien la gnóstica, que instituye una incompatibilidad entre libertad y autoridad, entre libertad y moral, entre libertad y ley natural. León XIII advierte que esta libertad se halla en el fondo de la democracia moderna, que el americanismo hace propia, sosteniendo entre otras cosas que el pueblo es la fuente del derecho y el fundamento de la comunidad política. El americanismo –afirma, en efecto, León XIII– querría introducir «en la Iglesia una tal libertad, por la cual, disminuida casi la fuerza y la vigilancia de la autoridad, sea lícito a los fieles abandonarse cuanto quieran al propio arbitrio y a la propia iniciativa. Y esto –concluye el papa Pecci– afirman que se requiere a partir del ejemplo de esa libertad, que –puesta en boga recientemente [la carta apostólica está datada en 22 de enero de 1899]– forma casi únicamente el derecho y la base de la convivencia civil».

Al subrayar que la libertad gnóstica es incompatible con la cristiana, León XIII recuerda su magisterio sobre la constitución cristiana de los Estados (cfr. Immortale Dei del 1895). La libertad gnóstica rechaza, además, cualquier «magisterio externo». Rechazo que tiene consecuencias bien relevantes en el plano moral, ya que la conciencia (entendida como facultad naturalista) se convierte en el supremo tribunal de la ley moral y de la naturaleza del acto humano. La conciencia, así entendida, es un salvoconducto para toda decisión, para toda elección, para toda acción. La moral desaparecería para dejar paso a un espontaneísmo subjetivista que hoy generalmente se disfraza con el término autenticidad.

La libertad gnóstica, al rechazar todo «magisterio externo», pone las bases para la polémica contra la Iglesia institucional, admitiendo como máximo sólo una Iglesia «espiritual», una especie de asociación de hecho que todo asociado acepta mientras comparte pensamientos y opciones.

Otro grave error del americanismo es el naturalismo pelagiano. Cosa difícil de entender –escribe León XIII– puesto que no se comprende cómo puedan los cristianos «¡anteponer las virtudes naturales a las sobrenaturales y atribuir a las primeras mayor eficacia y fecundidad!». El hecho es que el americanismo no considera la gracia –en lo que supera e invierte al protestantismo luterano– como necesaria al hombre para liberarse del pecado original y para volverse a levantar de la degradación. La beatitud eterna le dice poco o nada al hombre que vive según el americanismo. Todo se resuelve en la inmanencia de la historia. Por lo que no es posible hablar siquiera de salvación eterna alcanzada con las solas fuerzas naturales. El naturalismo del americanismo se retuerce, por tanto, también contra Pelagio. Le basta la secularización del calvinismo.

Ligado a este error está el del activismo. Lo que cuenta son las llamadas virtudes activas. Únicas convenientes para la época moderna. Las pasivas habrían caracterizado al hombre del pasado, al hombre viejo, al hombre incapaz de construirse con sus solas manos el futuro (feliz), hasta el terreno. El activismo del americanismo no es, pues, sólo frenesí del hacer y en el hacer. Es mucho más. Lleva a la producción veloz, a la obtención de bienes materiales como principal finalidad de actividad humana. Lleva a la aplicación sin pensamiento, al devenir fin de sí mismo. Es la presunción, haciendo así, de plasmar una sociedad según los deseos humanos y de hacer de cada individuo una realidad construida a medida del ambiente y del tiempo. La vida contemplativa es considerada huida de la efectividad, renuncia al compromiso, actitud dañosa para sí mismos y para la humanidad.

La estatua de la Libertad (que hay que escribir obligatoriamente con mayúscula y pronunciar con respeto sacro), que el americanismo considera sagrada y que sustituye a cualquier otra estatua (esto es, para el americanismo es la única diosa), simboliza de modo claro que la libertad no puede convivir y tanto menos ser reglada por la verdad. El americanismo, en efecto, rechaza toda otra regla porque ésta –se ha apuntado precedentemente– es siempre «límite» para la libertad. De ahí, coherentemente, el rechazo de los mismos votos religiosos, que –como afirma León XIII– «se alejan muchísimo de la índole de nuestra edad, porque restringen las fronteras de la libertad humana».

León XIII consideró sólo un aspecto. La libertad del americanismo debe encontrar aplicación, sin embargo, en trescientos sesenta grados. Así, por ejemplo, no sería compatible con el matrimonio indisoluble, con las obligaciones hacia el concebido o los hijos menores. Tanto que la cultura marcada por el americanismo ha llevado coherentemente al aborto procurado y al parto de incógnito reconocidos como derechos.

 

4. La difusión acelerada del americanismo

Los errores denunciados por León XIII han tenido consecuencias también en el interior de la Iglesia católica. Hoy, en efecto, se afirma –aunque erróneamente– que la Iglesia se ha reconciliado con la Revolución americana. Lo dicen exponentes relevantes de la jerarquía católica, que consideran que pueden invocar en favor de sus tesis al Concilio Vaticano II.

Lo que sin embargo resulta más grave (y significativo) es la alianza producida en la Iglesia con partidos que se inspiran claramente en el americanismo. Un ejemplo viene representado por la Democracia Cristiana italiana. Esto ha sido favorecido por el hecho que los Estados Unidos eran una de las potencias (quizá la potencia) vencedora de la segunda guerra mundial; la potencia que se oponía a la que parecía seria amenaza del comunismo; la potencia laica pero que se presentaba como no agresiva, frente a los Estados modernos europeos continentales caracterizados por la laicidad excluyente.

América, esto es, los Estados Unidos de América, aparecía al Occidente como el país modelo, al que mirar para imitarlo.

Hacía falta tiempo, ya que toda transformación precisa antes que nada de un cambio cultural. Desde los años de la segunda posguerra, sin embargo, ya se advertía en Europa, y particularmente en los países vencidos (Alemania e Italia) el viento nuevo del americanismo. En el plano de las costumbres se introdujeron gradual aunque progresivamente cambios radicales: de la «emancipación» de las personas o la moda en el vestir; del alquiler de las casas al modo de conservar y consumir los alimentos. En el plano social se favoreció un nuevo estilo de vida: las fiestas que las generaciones precedentes conocían sólo de nombre (porque generalmente ejercían actividades propias), las vacaciones de masa, etc. En el plano económico se difundió la venta a plazos que benefició tanto a los productores (y a los vendedores) como a los adquirentes. Como en los Estados Unidos se nos habituó a gastar mucho más de cuanto se ganaba, confiando no solamente en el futuro (siempre mejor según la convicción del americanismo en el progreso) sino también en la política inflacionaria de la moneda. En el plano cultural el americanismo mostró su naturaleza y vocación militares, exportando teorías y métodos: en el campo educativo, por ejemplo, hubo una campaña masiva en favor de autores, como Dewey, cuyas doctrinas se acogieron en Europa como novedades salutíferas, provocando en pocos decenios una transformación negativa de las generaciones. Cosa que se verificó también en los Estados Unidos, que se fueron forzados tras el lanzamiento al espacio del primer satélite por la Unión Soviética a cambiar los métodos de formación recurriendo a la llamada «instrucción programada». En el plano político se expandió como una mancha de aceite la teoría politológica que desnaturalizó las instituciones públicas y favoreció la difusión de la convicción de que la política es solamente poder. En el plano jurídico, el americanismo orientó la legislación de los Estados europeos (comenzando por los principios introducidos en las Constituciones), que dieron siempre mayor presencia a la teoría de los derechos humanos privados de fundamento antropológico y ético.

 

5. Conclusión

Europa vive hoy inmersa en la Weltanschauung del americanismo. Pero se tiene la impresión de que no haya adquirido siquiera conciencia de esta situación. Vive una relación de total dependencia de este modelo. Se considera, en efecto, positivo todo lo que es conforme al americanismo: de la cultura a la organización. Baste pensar en las varias «acreditaciones», esto es, certificaciones de calidad que se distribuyen en nuestros días, por ejemplo en el sector de las estructuras hospitalarias, a condición de que se organicen y dirijan según el modelo americano y a condición de se apliquen en ellas las metodologías y las técnicas que se aplican en los Estados Unidos.

Europa ha perdido su identidad. No es verdad que la cultura europea –como opinan, por ejemplo, Jacques Maritain y Sergio Cotta– se haya trasladado a los Estados Unidos de América, salvo que se entienda –lo que los autores puestos como ejemplo no hacen– la peor cultura de la Europa moderna.

El americanismo, que se ha convertido en un problema para los mismos Estados Unidos (bastaría pensar en las recurrentes crisis económico-financieras que ha provocado indirectamente: la de 1929 y la de 2008), debería serlo también para la civilización europea. Ésta, en efecto, sólo saldrá de la crisis radical en que se encuentra actualmente abandonándolo definitivamente, para poder volver a la civilización cristiana, es decir, a las raíces de la única civilización verdadera, de la civilización sin adjetivos.