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Número 513-514

Serie LI

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El problema de la Constitución y la ideología constitucionalista

 

1. Introducción

La invocación a la Constitución, considerada ancla de salvación y, en todo caso, criterio último de referencia de la vida civil[1], resulta hoy general. La Constitución, entendida como ley fundamental del Estado, representa –en otras palabras– para los más la cátedra suprema de verdad y el cofre de los valores a que recurrir y referirse en las incertidumbres jurídicas y políticas de cada día, así como a veces incluso para la solución de los problemas morales. La Constitución no sólo es considerada un «valor», como escribe por ejemplo el constitucionalista español Miguel Herrero de Miñón[2], sino que se identifica más bien con la «fuente» y la «medida» de los mismos valores[3]. La doctrina del patriotismo constitucional, elaborada por la neo-Ilustración iusfilosófica contemporánea, compartida y propugnada por las teorías neoliberales y radicales, parece sellar el triunfo definitivo del positivismo jurídico. No quedaría nada por reclamar. Cualquier solicitud sería inútil y hasta inoportuna. No sólo por lo que toca a la Constitución en sí misma y su fundamento, sino también en lo afecta a sus rationes y a su función.

 

2. La Constitución y la racionalización de la vida política

En efecto, se considera pacíficamente que la Constitución (y más en general el ordenamiento jurídico) sirve sobre todo para la racionalización de la vida política. La racionalización no supondría un problema, no plantearía cuestiones, al ser considerada un dato neutral. El procedimiento permite, así, las transiciones por vía reformista y, por ello, la racionalización misma como procedimiento sería un valor. Su mérito radicaría en ser instrumento para evitar la revolución en sí misma[4]. Lo importante es que ésta –si debe producirse– venga por vía de reforma, esto es, no violenta […]. Esto presupone que el «salto» de un régimen a otro sea en último término indiferente. Tanto es así que la Constitución ha permitido (algunos entienden que incluso favorecido) el paso de un ordenamiento liberal (como el –al menos de hecho– del Reino de Italia de la segunda mitad del siglo XIX y los primerísimos años del XX) a un régimen totalitario (como el fascista) y de un régimen autoritario (como el de Franco) a otro democrático (como el del Reino de España de nuestros días). Aún más significativa, para lo que aquí nos interesa, ha sido el acceso al poder del partido nazi respetando los procedimientos previstos en la a la sazón Constitución alemana.

La racionalización, como garantía de transición pacífica, es ciertamente una característica de la Constitución como procedimiento, en la que Kelsen –como es sabido– individuó la esencia de la misma Constitución. Ésta, sin embargo, ofrece al poder, a cualquier poder, incluso al brutal, garantías que se definen como «jurídicas»; no ofrece, en cambio, en último término, garantías ni para «defenderse» del poder (como al inicio, al menos en el plano teórico, pretendía hacer el constitucionalismo) ni para reclamar y pretender que el ejercicio del poder se produzca respetando los criterios exigidos por la misma esencia del poder político, cuya regla es la justicia (como ha subrayado siempre la doctrina clásica de la política).

 

3. La Constitución como instrumento para la convivencia y la integración

Se entiende, después, que la Constitución sea un instrumento irrenunciable para la convivencia y para la integración. Lo que significa que la convivencia sería posible sólo sobre una base identitaria, que –como he sostenido en un trabajo mío precedente[5]– es, en cambio, absolutamente inidónea para legitimar la autoridad que requiere la convivencia. Puede –es verdad– favorecer la convivencia, porque facilita el respeto y el compartir las praxis de la vida colectiva. Entre el compartir algo y el obrar según criterios aceptados difundidamente y el legitimar el ejercicio del poder político, sin embargo, hay una diferencia abismal. Ningún compartir basta para legitimar el ejercicio del poder sobre otros. Prueba la afirmación el hecho de que el régimen nazi, que se compartía por la identidad colectiva alemana, no estaba legitimado porque no era legítimo en sí y por sí mismo. A veces el compartir no asume siquiera relevancia operativa. Es el caso, por ejemplo, de la patria potestad, que se ejercita legítimamente no porque sea conforme simplemente a las normas positivas o porque sea conforme a la voluntad del menor, sino porque es conforme con el bien natural del menor que es la regla para el mismo menor y para quien ejercita sobre él el poder de la patria potestad (y/o de la tutela). Las tesis de algunos comunitaristas contemporáneos, (sobre todo norteamericanos, como por ejemplo Taylor) según las cuales porque «nosotros aquí lo hacemos así» todos lo que vengan aquí «deben hacerlo así», resultan pretensiones arbitrarias (porque no están argumentadas ni fundadas) que conducen a entender no sólo que la praxis de la convivencia represente el fundamento de la integración (la identidad más fuerte, en cuanto que tal, ofrecería el criterio para la integración), sino también a considerar legítima la doctrina del patriotismo constitucional sólo porque la Constitución sería compartida. ¿Cómo resolver en estos casos el problema de las minorías y del disenso? Es una cuestión nodal sobre todo para la democracia, que la democracia moderna no puede resolver, como se apuntará en las páginas de este trabajo.

La consideración y el elogio por muchos contemporáneos de la Constitución como valor nacen principalmente del hecho de que ésta no es ni una Magna Charta (que –como la inglesa de 1215– no tiene, como tampoco aquélla tampoco tenía, un fundamento voluntarista) ni una Constitución otorgada (que sobrepondría a la voluntad de muchos, esto es, de los súbditos, la voluntad de uno, a saber el soberano). La Constitución como se ha ido configurando, aunque muy gradualmente, en el siglo XX, sería la Ley positiva fundamental del Estado como expresión de la voluntad popular. Resultaría –aunque sobre la base de una ficción– el producto del consenso de todos. Y, en cuanto tal, sería sobre todo la elaboración de un orden inmanente que pretende excluir toda referencia superior a la misma voluntad popular. Por tanto, se sostiene coherentemente que la Constitución contemporánea no es y no debe siquiera ser el producto del contrato social, porque el contrato correría el riesgo de ser (una vez concluido) una regla trascendente respecto de la voluntad de los asociados. Por esto se dice que las Constituciones contemporáneas, al contrario de las modernas, son Constituciones «pactadas», es decir, el resultado (de facto antes que de iure) de la unión de voluntades, más aún, de la voluntad. Lo que llevaría consigo, después, que la voluntad de las partes, es decir, la voluntad como su unión, es condición también para la modificación de la misma Constitución y hasta de su interpretación […].

 

4. Algunas cuestiones

Desde ahora, sin embargo, pueden anticiparse algunas preguntas y algunas consideraciones. ¿No plantea, para empezar, la Constitución «pactada» el problema de su legitimidad? Si la voluntad que ésta acoge en sus normas debe ser el resultado, no de la individuación del derecho (Constitución política natural), ni del contrato social (Constitución como contenido del pacto social), sino del acuerdo siempre contingente y evolutivo (aunque tácitamente renovado entre los actores del perenne proceso constituyente), ¿sobre qué bases es posible imponer la Constitución a quien no ha participado (por ejemplo los todavía no nacidos o menores al tiempo en que la Constitución se aprobó) o a quien no pudo participar (ciudadanos privados de derechos políticos, por ejemplo) en este proceso? ¿No se trata de una voluntad heterónoma (no sólo trascendente, pues, sino hasta extraña), impuesta generalmente y, en parte, arbitrariamente a una identidad colectiva? Desde otro punto de vista vuelve el problema de las minorías y de los disidentes a los que no se puede pedir compartir (no serían ni minorías ni disidentes) y respetar normas producidas solamente sobre la base del consenso voluntarista de los demás. La voluntad, en efecto, no ofrece criterio alguno. Al convertirse, así, en este caso, imposible la comunicación, ¿no termina la relación entre sujetos y entre ciudadano y Estado por venir caracterizada con el poder solo, cuya naturaleza no cambia aunque se ejercite respetando los procedimientos?

Resultan por esto significativas y relevantes las definiciones de Constitución y las reflexiones sobre el poder constituyente que, desde sus elaboraciones originarias (a partir, pues, del abate de Sieyès), se presenta con pretensiones al menos virtualmente totalitarias, como se dirá dentro de poco.

 

5. El valor del pluralismo y su garantía

El pluralismo como valor garantizado y, a veces, promovido por las Constituciones contemporáneas «pactadas» representa una novedad respecto de las Constituciones modernas. Estas requerían la uniformidad. Eran Leyes fundamentales de un Estado «nacional», esto es, identitario en grado máximo. La nación era considerada una por historia, lengua, religión y hasta sangre (¿raza?) y sentimiento. Más aún que la «nación» como clase (burguesa), contaba –pues– la nación «física» y «cultural» a un tiempo. Siempre una y siempre única, diversa de todas las otras, así era la Nación que se hallaba en la base del Estado decimonónico y que decía lo legitimaba. Aun no habiéndose jamás aclarado si era la Nación la que hacía el Estado o si era éste quien plasmaba a aquélla, permanecía el dato doctrinal según el cual la Constitución representaba la puerta a través de la cual el derecho, el derecho público, entraba en el Estado, porque era el Estado. No es preciso incomodar a Hegel para «leer» la experiencia constitucional del siglo XIX y de principios del XX como experiencia de la sola soberanía del Estado, propia también de los Estados definidos liberal o liberal-democráticos. No había dudas sobre el hecho de que la Constitución era el Estado y el Estado la Constitución: el debate sobre el Estado constitucional y de derecho, desarrollada en la cultura jurídica y iusfilosófica germánica de la segunda mitad del XIX y los primeros decenios del XX (bastaría considerar la doctrina iuspublicística elaborada y defendida por Georg Jellinek), resulta a estos efectos bien significativa. No había dudas, por otra parte, ni siquiera sobre el hecho de que la Constitución viniese «aplicada», esto es, que ésta fuese la Ley fundamental que respetar por lo que las normas «decían» y prescribían: la norma, en efecto, era considerada prescripción jurídica en sí y por sí. No había dudas, finalmente, sobre el hecho de que la Constitución fuese o el pacto social único y por encima de toda voluntad, en el que todos y cada uno debían reconocerse hasta el punto de identificarse en él y con él, o la realidad ética identitaria colectiva. En uno y otro caso todo ciudadano estaba obligado a pensar y a querer por normas. La doctrina del republicanismo, sea en la versión rousseauniana, sea en la kantiana, no toleraba diversidad ni excepciones. Tanto que el padre de la democracia moderna (Rousseau) no tuvo reservas frente a los casos de violación reiterada y comprobada del pacto en sociedad: quien no mantiene la fe al contrato –escribe seguro y perentorio el ginebrino– debe sufrir la pena de muerte.

Las Constituciones contemporáneas «pactadas» se distancian de las modernas en primer lugar por el acogimiento del pluralismo, entendido no como pluralidad de ordenamientos jurídicos que tienen como denominador común el derecho como determinación de la justicia, sino como pluralidad de derechos creados por el sistema o el ordenamiento jurídico positivo. Lo que significa que los derechos se hacen depender, en último término, de las «fuerzas» definidas como «políticas» que logran imponerse. El mismo derecho se deja, así, a merced del poder (de modo coherente según la doctrina politológica del Estado). En el fondo reside una sustancial indiferencia frente a la justicia. La indiferencia se convierte en positiva de cuándo en cuándo y permite tanto a las identidades internas al Estado como a los individuos el «darse» el derecho y/o las reglas que entienden preferibles para ellos: algunos, en efecto, sostienen que el «pueblo» se da el derecho; otros que las normas deben consentir a todos actuar según las opciones que quieren, esto es, autodeterminarse según su querer. Así, las «naciones» encuentran ciudadanía en el Estado y la Constitución se convierte en garantía de pluralismo jurídico identitario. El mismo «balance» de los derechos se convierte, de este modo, en «balance» de las fuerzas, ya que el derecho no existe en sí (o, mejor, existe sólo como sola y contingente efectividad, no como justicia acompañada, donde es necesario, de la efectividad). El balance se hace, por tanto, compromiso, es decir, mero equilibrio de poderes efectivos. En otras palabras, el compromiso se entiende razonable en cuanto tal, no sobre la base del reconocimiento de exigencias de justicia y de una razonable aplicación de las mismas en un contexto y en presencia de casos que requieren, para ser resueltos equitativamente, consideración atenta de todos los aspectos auténticamente jurídicos. No. El compromiso es epifanía de una dirección que ha logrado imponerse y que, en cuanto tal, se ha auto-legitimado y que, en cuanto se ha auto-legitimado, está legitimado para servirse del Estado, de sus instituciones, de su aparato. El pluralismo así entendido lleva a la manipulación de la Constitución, también la que es fruto del contrato social y del poder constituyente formalmente ejercitado. La Constitución, en efecto, se entiende como un conjunto de normas «materialmente» constitucionales cuyas prescripciones deben ser de cuándo en cuándo «construidas». ¿Por quién? ¿Sobre qué bases? ¿Con qué criterios? Preguntas que es necesario responder.

En lo que hace al primer interrogante, la respuesta es simple: por quien ha logrado conquistar el poder. Un constitucionalista italiano, Gustavo Zagrebelsky, cuya doctrina será atentamente examinada en estas páginas explícita o implícitamente, escribe con claridad que los logros constitucionales históricamente concretos (esto es, efectivos) están determinados no por las normas constitucionales sino por las agregaciones y por los desplazamientos del pluralismo[6]. La única base en la que se apoyaría la legitimidad del ejercicio del poder a través del «derecho», comprendido el constitucional, sería el poder.

La segunda pregunta no admite otra respuesta. Pero es, sin embargo, la más irracional de las respuestas. Pues, en efecto, permitiría legitimar cualquier efectividad definida como «jurídica»: tanto el ordenamiento «jurídico» nazi como el juicio de Nuremberg. Los criterios, al ser elaborados libremente por el poder, son de por sí arbitrarios en cuanto puestos por el poder sin otra referencia que a sí mismo. El «compartir» –como ya se ha apuntado– no es suficiente, en efecto, para transformar la naturaleza del arbitrio. Por ello, incluso el Estado constitucional de derecho, entendido como Estado procedimental, esto es, en el que se respetan los procedimientos puestos arbitrariamente, es un Estado absoluto, ya que la norma puede violar el derecho. Lo demuestra ampliamente la experiencia política y jurídica contemporánea.

El pluralismo, entendido del modo ya anotado, lleva consigo una revisión formal de la definición de soberanía propia de la modernidad político-jurídica «fuerte», pero no sustancial. Invierte la relación Estado/ciudadano (como se verá en las páginas que siguen) pero no sale de la soberanía misma, más aún, la implica. La diferencia respecto a la modernidad político-jurídica «fuerte» radica en el hecho de que hace más difícil el gobierno. La tiranía de la modernidad «fuerte» y la anarquía de la modernidad «débil» son las características que, en último análisis, presentan las dos Weltanschauungen. Es cuanto surge también de la descripción de los cambios constitucional-positivistas recientes hecha por algunos constitucionalistas contemporáneos que, además, renuncian a indagar y a profundizar las causas del mismo[7].

Pero hay más. Este modo de entender el pluralismo y sobre todo las modalidades de su aplicación llevan consigo al menos dos consecuencia inevitables. La primera está representada por el hecho de que el derecho constitucional, el creado por las Constituciones y deducido de ellas more geometrico, intenta resolver auténticos problemas jurídicos –como observa, por ejemplo, Burdeau[8], con observaciones compartidas por Pietro Giuseppe Grasso[9]– con medidas tomadas sobre la marcha. En otras palabras, no sólo el pluralismo de los ordenamientos constitucionales sino sobre todo las interpretaciones evolutivas de los mismos no permitirían un mínimo de certeza jurídica, ni siquiera la que la geometría legal pretendía asegurar. La segunda consecuencia inevitable procede de la teoría según la cual «la Constitución es la sociedad en su arraigo»[10]. Autores como, por ejemplo, Mario Bertolissi insisten en esta definición, que no puede leerse –me parece– en sentido clásico, esto es, como naturalidad de la Constitución, sino que debe tomarse más bien como entendieron los que hicieron del Estado moderno la esencia misma de la Constitución (Hegel, Santi Romano, etc.). La Constitución sería el Estado y el Estado la Constitución. Afirmación que puede ser invertida (sin cambiar el significado y sin plantear problemas) en aquella según la cual sociedad y Constitución serían la misma cosa, porque la Constitución sería simplemente el vestido de la sociedad: un traje cortado de vez en cuando a medida y, por tanto, continuamente renovable y renovado (teoría evolutiva del derecho constitucional) como sostuvo, por ejemplo, entre otros, Giuseppe Dossetti en la Asamblea constituyente de la República italiana, aunque fuese en el intento de acreditar la teoría de la pluralidad de los ordenamientos jurídicos, todos originarios, incluso para buscar de resolver la cuestión de las relaciones entre Estado e Iglesia. Se trata de la realidad sociológica de la realidad, no de su naturaleza ontológica. La realidad sociológica (que debería llamarse más propiamente efectividad social) no permite la traducción de las exigencias de la justicia en leyes claras, estables y honestas, como –no sin contradicciones pero justamente– sostuvo por ejemplo Piero Calamandrei en su memorable intervención en la Asamblea constituyente de la República italiana el 4 de marzo de 1947. La Constitución, en efecto, para realizar este objetivo, no puede contentarse con ser el vestido de una sociedad; no puede ser la acogida de cualquier instancia de la misma sociedad. La Constitución debería ser regla para la sociedad, no instrumento jurídico» para la realización de cualquier proyecto (como sostiene el constructivismo) o de cualquier compromiso (como sostiene la doctrina politológica del Estado). Una sociedad que pretende ser criterio (voluntarista y/o sobre la base de una situación de hecho) de las Constituciones está, en último término, sin Constitución, como se observará en las páginas siguientes al considerar, en particular, el papel que desempeña la jurisprudencia de los Tribunales constitucionales (rectius de la Corte constitucional italiana tomada como ejemplo).

El pluralismo de los ordenamientos jurídicos originarios así entendidos comporta, a su vez, una imposible combinación de las rationes político-jurídicas. Representa la premisa para la disolución de todo ordenamiento jurídico constitucional, sustituido por las medidas contingentes tomadas sobre la marcha e impuestas como prescripciones normativas constitucionales. Por eso resulta difícil compartir la tesis de los autores según los cuales las Constituciones habrían restaurado o restaurarían el sentido del derecho[11]. Al contrario, habrían signado o signarían el momento de la afirmación del poder, sea éste el constituyente o sea el ejercitado a través de la hermenéutica por los Tribunales constitucionales llamados oficial y solemnemente a custodiar e interpretar la Constitución.

 

6. Constitucionalismo y constitucionalismos

Es sabido –y convienen en ellos estudiosos de toda orientación– que la doctrina del constitucionalismo es articulada y compleja. Tanto que permite usar el término constitucionalismo en plural. Habría, en efecto, un constitucionalismo europeo continental (de origen sobre todo francés), un constitucionalismo europeo insular (fuertemente influido por el pensamiento de Locke y afirmado en particular en Inglaterra) y un constitucionalismo estadounidense (que combinó la teoría de Locke con la singular experiencia vivida por quienes habían dejado Europa para no plegarse a la voluntad del Estado surgido de la Paz de Augsburgo (1555) y a sus exigencias. No hay duda, además, de que el constitucionalismo, haciéndose ordenamiento en sociedades caracterizadas de modo distinto y aquejadas de problemas diversos, ha asumido en cierto sentido y desde el inicio características peculiares, permitiendo a muchos registrar distinciones y proponer modelos (aparentemente) alternativos de constitucionalismo. ¿No sería posible, por tanto, individuar un mínimo común denominador para el constitucionalismo? ¿No sería éste entonces una doctrina unitaria?

La respuesta a estas preguntas parece que esté en las breves consideraciones que siguen. Es cierto: a) que el constitucionalismo está estrechamente ligado al Estado moderno que tuvo su aurora en las doctrinas de Marsilio de Padua y Maquiavelo y que se afirmó sobre teorías parcialmente diversas (Bodino, Hobbes, Locke, Rousseau, etc.) pero que tenían un mínimo común denominador; b) que el constitucionalismo está caracterizado desde el origen por la soberanía (no importa si se reconoce –de hecho– al soberano o se atribuye –de hecho y/o de derecho– al Estado o incluso se invoca por la nación o el pueblo); c) que el constitucionalismo postula la libertad como libertad negativa, que implica el derecho de autodeterminación absoluta del querer en cuanto mero valor sea del Estado, del pueblo o del individuo: lo que se hace evidente sea cuando pretende legitimar el poder (definido) político sobre la base de la voluntad de la nación o del pueblo, sea cuando persigue la finalidad de poner límites al poder (definido) político estableciendo los confines dentro de los cuales el Estado es soberano y dentro de los cuales el individuo es dueño de hacer lo que quiere, reivindicando en este último caso una Constitución como garantía de la llamada libertad burguesa[12].

Las cosas no cambian en presencia de las tendencias actuales que hacen del constitucionalismo una doctrina (al menos parcialmente) autónoma respecto del Estado moderno, que ha dejado de ser sustancialmente soberano[13]. Incluso la forma de constitucionalismo supranacional que se va delineando actualmente y que apela a los derechos humanos no abandona, en efecto, las características esenciales apenas enumeradas: los derechos humanos, que parecen encerrar toda la experiencia jurídica contemporánea, reivindican, en efecto, la autodeterminación como el más fundamental de los derechos fundamentales y de acuerdo con la modernidad político-jurídica piensan la libertad como libertad negativa[14].

En resumen, el constitucionalismo conserva más allá de sus metamorfosis el propio pecado original, que le ha impedido y le impide reclamar y pretender el respeto del derecho verdadero. El constitucionalismo no podía ser una verdadera garantía del derecho y de los derechos sobre todo porque llevó a su cumplimiento las tesis de la geometría legal, según la cual el derecho no es elemento ordenador de la comunidad política (y, por tanto, bajo un cierto prisma, preexistente a ella), sino que nacería con el Estado, que –a su vez– se generaría por el contrato social. El derecho tendría por fuente la norma positiva, acto de imperio del Estado (o detentador del poder una vez que el Estado ha entrado en crisis). El derecho, por tanto, en todos los ordenamientos constitucionales tendría por fundamento la voluntad/poder de quien logra contingentemente hacer efectiva la voluntad propia. De ahí que –como se ha de ver en las páginas que siguen– algunos juristas de nuestro tiempo (aunque y por eso de orientación positivista) se hayan visto en dificultades. Vittorio Emanuele Orlando, por ejemplo, se vio forzado a recordar a los diputados de la Asamblea constituyente de la República italiana (1946-1947) que reclamaban un derecho de omnipotencia («jurídica») que, aun ejercitando el poder constituyente, bien poco podían «constituir» (en el sentido de crear de la nada), porque no estaba en su poder transformar lo justo en injusto viceversa. Esto es, les recordó que la naturaleza de las cosas y la justicia no dependen de su voluntad, cosa que –a veces– pretendió hacer incluso el legislador ordinario: piénsese, por ejemplo, a este propósito, en Napoleón y la exigencia que dirigió a los juristas que redactaban el Código civil francés de 1804 de definir (y, definiéndola, darle la naturaleza que quería) la donación como acto (en lugar de contrato), y en Rodríguez Zapatero y el Parlamento español de nuestro tiempo que han impuesto al ordenamiento jurídico positivo de España un instituto del matrimonio contra naturam y, por ello, un no-matrimonio. El derecho, deducido de la Constitución, permite definir cualquier cosa como derecho, incluso la iniquidad: el rigor procedimental, en efecto […], no resulta idóneo para individuar el derecho, que –a su vez– no puede encontrar el fundamento propio en asunciones y/o definiciones.

Lo que impide, sin embargo, al constitucionalismo ser el que al principio muchos ilusamente creyeron que había sido es el hecho de que el constitucionalismo nace, en el fondo, de un poder de la nación y sucesivamente del pueblo[15]. El problema […] deriva –pues– de su definición originaria, es decir, del haber sido impuesto como poder de la nación, libre de establecer cualquier cosa. El constitucionalismo postula el poder constituyente que, según la célebre teoría de Sieyès, está entero y sólo en la nación, esto es, en el tercer estado, en la burguesía de su tiempo. El poder constituyente, por tanto, nace «democrático», no «liberal»[16]. Desde el inicio, pues, aunque argumentando desde posiciones liberales «clásicas», planteaba el problema de la defensa del individuo frente a la nación: si ésta, en efecto, es la única que detenta el poder constituyente, la constitución será el producto de la voluntad de un cuerpo (al tiempo de la Revolución francesa, de la burguesía) sobre todo y sobre todos. El individuo tendrá, consiguientemente, aquellos y solamente aquellos derechos reconocidos (positivismo jurídico). Estos derechos, además, como están puestos, pueden ser revocados: «Un pueblo –rezaba la Declaración francesa de derechos de 1793 en su artículo 28– ha tenido siempre el derecho de revisar, reformar, cambiar la propia Constitución», ya que tendría el derecho de autodeterminación absoluta, esto es, de instaurar el orden «jurídico» (exclusivamente positivo) que entiende preferible por sí mismo. El hecho es que la democracia moderna (la teorizada por Rousseau) tiene intrínsecamente una vocación totalitaria y, en última instancia, nihilista. Si la ley es representación de la voluntad (como escribe Rousseau en su Contrato social) o si el parlamento y las asambleas están compuestos por representantes llamados y obligados (como afirmó Sieyès en su ensayo Qu’est ce que le tiers-état? Essai sur les privileges) a interpretar los deseos y, por tanto, a defender los intereses del orden de pertenencia y/o de proveniencia (es decir, de la categoría o clase a la que pertenecen), el derecho –comenzando por el constitucional– no tiene nada que ver con la justicia: se reduce a una mera relación de fuerza (generalmente numérica). Exactamente a su negación.

Debe considerarse, además, que nadie está legitimado, sobre la base de la sola voluntad, a imponer a los demás reglas de comportamiento: nemo plus iuris ad alium transferre potest quam ipse haberet. Como ha observado un filósofo contemporáneo (Marino Gentile), poniendo en evidencia los límites y las contradicciones del contractualismo y argumentando con la lógica del propio contractualismo, el individuo, parte del contrato social, no posee el poder de constituir un orden que exceda su individualidad[17]. El constitucionalismo que deriva de la doctrina contractualista es, por tanto, en sí y por sí, en último término, violación de los derechos, sea que éstos se conciban como determinaciones de lo que es justo (doctrina clásica del derecho), sea que se definan sobre la base del derecho natural racionalista a la que apelan todas las modernas declaraciones de derechos del hombre.

 

7. La evolución del constitucionalismo hacia la soberanía popular

La evolución del constitucionalismo hacia la soberanía popular, reconocida por la generalidad de las Constituciones contemporáneas, no representa la heterogénesis de los fines del mismo constitucionalismo. Es más bien la toma de conciencia y el pleno reconocimiento de su auténtica naturaleza. El constitucionalismo «democrático», en efecto, es el único constitucionalismo teóricamente (mas no teoréticamente) sostenible. No sería posible, en efecto, poner límites a la soberanía del Estado moderno, aunque sea invirtiendo la doctrina del absolutismo, sino ejercitando un poder tan soberano y por lo mismo desligado de todo criterio y de toda regla sustancial. Invocar «límites» para el Estado en nombre de derechos individuales significaría, de hecho, reconocer la existencia de éstos como anteriores al Estado. En síntesis, significaría negar la soberanía del Estado. El individuo, para «defenderse» del poder arbitrario y absoluto, se vería obligado –así– a hacer propia la doctrina clásica del derecho y de la comunidad política: el derecho no es acto de la voluntad del soberano, cualquiera de sus mandatos dotado de efectividad, sino determinación de lo que es justo, y la comunidad política es tal solamente si el derecho es su elemento ordenador[18]. Este reconocimiento lleva consigo la imposibilidad para el individuo de invocar como derecho el ejercicio de la libertad negativa: el orden, en efecto, no depende de su voluntad y, por tanto, no puede ser ni ausencia de juridicidad en la esfera «privada» (el individuo como dueño absoluto de sí mismo, según la teoría de Locke), ni puede coincidir con el orden «público» en la esfera pública.

No sólo. La invocación de la libertad negativa como «derecho» equivaldría a la identificación del derecho con la pretensión. La pretensión, sin embargo, no es nunca portadora de razones; incluso representa su negación. Por ello, el constitucionalismo no puede no recurrir a la soberanía, que puede ser, más aún debe ser necesariamente, del pueblo, entendido como identidad colectiva personificada por el Estado. Se cae, así, es una forma «invertida» de absolutismo, pero siempre en una forma de absolutismo por más que se ejercite respetando los procedimientos bajo los que el soberano decide ponerse. El problema […] lo han captado perspicazmente filósofos contemporáneos como Augusto Del Noce. Lo habían entrevisto también pensadores liberales como por ejemplo Benedetto Croce, que –sin embargo– no advirtieron el estrecho vínculo entre liberalismo y democracia moderna, así como el consiguiente imponerse de la cuestión de la igualdad (ilustrada) como estrictamente ligada a la libertad negativa. Lo que llevó consigo el paso lento y gradual de la Constitución como conjunto de normas puramente «garantistas» de la misma libertad negativa a la Constitución como conjunto de normas promotoras (normas programáticas) de la libertad como liberación[19].

 

8. La ilusión del constitucionalismo

¿Debe entenderse, por tanto, que el constitucionalismo haya perseguido ilusiones? Bajo un cierto aspecto la respuesta no puede ser sino afirmativa: el constitucionalismo ha buscado instaurar, aunque regulándolo procedimentalmente, el régimen del hombre «adulto» que entiende no precisa de reglas consideradas heterónomas. El constitucionalismo, en efecto, ha reivindicado en primer lugar el poder de decidir en absoluta autonomía, entendida ésta no como capacidad de reconocer por ellas las normas (rectius las obligaciones) sino como condición de independencia total respecto de cualquier voluntad (de otros): el estado de perfecta libertad sería –escribió Locke en el Segundo tratado (2,4)– aquel en el que cualquiera puede regular las propias acciones y disponer de las propias posesiones y de la propia persona como mejor cree, dentro de los límites de la ley de la naturaleza, sin pedir permiso ni depender de la voluntad de ningún otro. El constitucionalismo, así, es la doctrina jurídica de la «libertad negativa», que no se confunde con la libertad simplemente[20]. La libertad, en efecto, es condición para el derecho que, a su vez, es instrumento y defensa de la libertad. La libertad negativa, por el contrario, es posible solamente en ausencia del derecho, que se considera (de modo coherente a la luz de tales premisas) límite a la libertad. La libertad residiría en el silencio de la ley (la expresión es hobbesiana pero puede aplicarse sin contradicciones también a la doctrina del constitucionalismo). Puesto que, sin embargo, la normal condición humana es el estado de convivencia, la libertad negativa postula no el «silencio» de la ley (cosa imposible en presencia de la convivencia), sino que la ley «hable». La prescripción de la ley, en cambio, no debe ser sino la voluntad de la nación (según el artículo 6 de la Declaración francesa de los derechos del hombre y del ciudadano de 1789), o bien, en términos más coherentes, del pueblo. La doctrina del republicanismo, elaborada para intentar resolver la cuestión de la autonomía y de la heteronomía del poder político, representa la ficción a la luz de la cual cualquier problema podría resolverse, ya que quien disiente de la efectividad de la ley (positiva) se equivoca y debe hacer autocrítica, como teorizaron –aunque en contextos distintos– Rousseau y Marx. El republicanismo, sin embargo, que es propio también del constitucionalismo, concluye por reconocer en último término el derecho de libertad sólo al Estado o al Partido. El individuo, con sus derechos o con sus pretensiones, desaparece. La Revolución francesa, que elaboró la teoría del poder constituyente, anticipó esta dura realidad a la que sucesivamente se quiso poner remedio –parcialmente y sin lograrlo– con la doctrina del llamado constitucionalismo liberal.

Bajo otro perfil la respuesta a la pregunta si el constitucionalismo ha perseguido ilusiones es negativa. No en el sentido de que esto no haya ocurrido, sino más bien porque el constitucionalismo ha subrayado una exigencia que no podía ser satisfecha siguiendo el camino de la soberanía y de la libertad negativa. La justa exigencia está representada por la necesidad, o mejor, por la obligación de respetar el derecho y los derechos que no derivan de ninguna voluntad (ni de la del Estado, del pueblo o del individuo). Como he sostenido[21], el constitucionalismo no está en condiciones de responder a estas exigencias que plantea la experiencia político-jurídica de todo tiempo y, de modo particular, de la moderna y contemporánea. No puede hacerlo a causa de su racionalismo, que lo lleva en primer lugar a optar por una definición errónea de libertad (la «negativa») que se antepone y prima respecto de la verdad y la justicia.

 

9. La necesidad del fundamento

El derecho público y constitucional tienen necesidad de abrir sus horizontes para ser comprendidos auténticamente y, sobre todo, para ser justificados y fundados. Es ciertamente indispensable estudiarlos con criterios de la ciencia jurídica (que no es la jurisprudencia, como se verá más adelante), es decir, como «sistema» o como mero ordenamiento jurídico-constitucional positivo. La geometría legal, sin embargo, puede dar como máximo las razones del qué, pero nunca del porqué. Las razones del porqué no se ofrecen siquiera por el estudio del «sistema» llevado con la finalidad de reconstruir las rationes que le son inmanentes, esto es, si en vez de intentar describir simple y superficialmente, se busca reconstruir en sentido teórico la llamada opción fundamental del ordenamiento jurídico positivo (teoría del derecho). Livio Paladin, por ejemplo, afirma –correctamente– que el ordenamiento constitucional italiano se caracteriza por la opción (los iuspositivistas prefieren, en realidad, usar impropiamente el término «principio» personalista[22]. Si no se aclara, sin embargo, que se entiende con éste adjetivo, el llamado «principio» se convierte en causa de confusión del «sistema» y no «vía» para su comprensión. En otras palabras, más que ser «principio» como condición de la hermenéutica de la Constitución y/o del ordenamiento jurídico, se torna en causa de su disolución. No basta, en cambio, ni siquiera elevarse a la comprensión de la opción fundamental. Es necesario dar razón de la misma, pues en otro caso el derecho constitucional permanece prisionero de una ideología[23], que –como es sabido– no es la filosofía, esto es, la aprehensión de la realidad. Por ello, al derecho público y al derecho constitucional no les dan las razones fundantes ni siquiera la Doctrina del Estado, que es la teoría del constructivismo jurídico, hoy definitivamente en crisis. Indagar sobre la naturaleza del Estado moderno (que, en la perspectiva constructivista, coincide con su ordenamiento) no significa todavía justificar el derecho público: debe limitarse necesariamente a dar razones sólo sobre la base de la efectividad de su ordenamiento, querido y hecho efectivo por el poder soberano de la persona civitatis instituida. Queda, de todos modos, el hecho significativo de que se haya advertido la oportunidad de la Doctrina del Estado para el estudio del derecho público y del constitucional, aun en presencia del «límite» de que es portadora y que no le permite de ir «más allá» del Estado. Se limita a reconocerlo. Cuando busca del bases del mismo y de su ordenamiento las encuentra (erróneamente) en el poder del «yo social» o en las «fuerzas políticas prevalentes». No se sale, pues, de la jaula del poder y/o de la efectividad: el reconocimiento y la descripción de la efectividad llevan consigo, la primera, a renunciar a la indagación profunda que reclama la razón; la segunda, a intercambiar el fenómeno con la causa. En ninguno de los dos casos se llega siquiera a una verdadera descripción del ordenamiento; cosa que, en nuestro tiempo, provoca y facilita la confusión institucional y la decadencia de los estudios jurídicos.

Las nuevas fronteras actuales del constitucionalismo ponen en evidencia, más allá de tantos particularismos, por relevantes que sean, y más allá de las escuelas que a veces parecen hallarse en conflicto, su esencia y la matriz común de los ordenamientos constitucionales. Entre las posiciones de –para entendernos y por ejemplo– Miguel Herrero de Miñón y Gustavo Zagrebelsky no hay las barreras que según algunos existirían y que en una primera lectura (como suele decirse) podrían descubrirse e invocarse. Bastaría pensar, para darse cuenta, a este respecto, en sus opiniones sobre el pluralismo y en el lugar que asignan a la Constitución. Las tesis de estos autores, aunque distintas bajo algunos aspectos, hacen de la Constitución el instrumento legal para la afirmación del nihilismo jurídico y, más en general, del relativismo, certificado a veces por los Tribunales constitucionales.

Por ello la Constitución y el constitucionalismo son hoy un problema que va mucho más allá de la esfera estrictamente legal e impone una vuelta a pensar radical de las cuestiones que plantean.

 

[1] No es casual, en efecto, que la Constitución federal americana, considerada actualmente «el» modelo constitucional, presente como su primer carácter el que algunos estudiosos llaman la supremacy clause. Supremacía que no se entiende de modo reductivo, esto es, como Ley de las leyes (ordinarias), en cuanto producida por la voluntad popular (come parece hacer, por ejemplo, aunque con alguna tímida apertura, M. FIORAVANTI, Costituzionalismo, Roma-Bari, Laterza, 2009, págs. 53 y sigs.). También las leyes ordinarias, según la doctrina democrática moderna, tienen como fuente la voluntad popular. La supremacía debe entenderse más bien como «modelo» absoluto, inderogable, irreformable, indisponible y, por tanto, que debe ser aplicado y exportado.

[2] Miguel Herrero de Miñon titula, en efecto, uno de sus libros El valor de la Constitución (Barcelona, Crítica, 2003).

[3] El constitucionalista italiano Mario Bertolissi considera, por ejemplo, que la Costitución es «una tabla de valores para nuestro futuro» (M. BERTOLISSI, Un giorno dopo l’altro, Nápoles, Jovene, 2010, pág. 148).

[4] Sobre esta cuestión envío a un capítulo de mi libro L’ordine della politica, Napoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 1997, págs. 83-90, así como al volumen La contrarrevolución legitimista (1688-1876), edición al cuidado de J. Verissimo Serrão y A. Bullon de Mendoza, Madrid, Editorial Complutense, 1995, págs. 35-41.

[5] Cfr. D. CASTELLANO, La verità della politica, Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 2002, págs. 69-79.

[6] Cfr. G. ZAGREBELSKY, Il diritto mite, Turín, Einaudi, 1992, pág. 10.

[7] Es ejemplar a este respecto el trabajo de G. DE VERGOTTINI, Le transizioni costituzionali, Bolonia, Il Mulino, 1998, en el que el autor describe la evolución de los ordenamientos constitucionales contemporáneos hacia nuevas formas neoliberales sin considerar las razones y los problemas de este proceso y renunciando a plantearse preguntas radicales acerca de las nuevas dificultades de los mismos ordenamientos constitucionales liberal-democráticos.

[8] Cfr. G. BURDEAU, La démocratie, trad. it., Milán, Edizioni di Comunità, 1964, pág. 94.

[9] Cfr. P. G. GRASSO, «Sulla concezione del diritto nella Costituzione», en Studi in onore di Vincenzo Atripaldi, vol. I, Nápoles, Jovene, 2010, págs. 231-245 (en concreto pág. 245).

[10] M. BERTOLISSI, Un giorno dopo l’altro, cit., pág. 98.

[11] Cfr. F. ARGENTA, «La Costituzione ha restaurato il senso del diritto», en Studi sulla Costituzione, vol. II, a cargo del «Comitato nazionale primo decennale Cost.», Milán, Giuffrè, 1958, págs. 3 y sigs.

[12] Cfr., sobre este punto, entre otros, S. R. CASTAÑO, El poder constituyente entre mito y realidad, San Luis, Universidad Católica de Cuyo, 2012, págs. 79-80.

[13] La parcial renuncia formal a la soberanía estatal ha sido impuesta por la progresiva internacionalización de la vida política ocurrida tras la segunda guerra mundial. La erosión de la soberanía, sin embargo, se ha impuesto de hecho sobre todo de resultas de los «condicionamientos» impuestos a los Estados nacionales por el proceso de globalización, comenzando por el económico y financiero (piénsese, por ejemplo, en el papel decisivo que ha desempeñado a este propósito el déficit público, que permite al acreedor extranjero condicionar la vida política del Estado deudor, o en las multinacionales, que pueden imponer –en ocasiones con auténticos chantajes– las decisiones propias al mismo Estado). Sobre algunas de estas cuestiones se ha preguntado hace años el constitucionalista español Miguel Ayuso (cfr. M. AYUSO, ¿Después del Leviathan? Sobre el Estado y su signo, Madrid, Speiro, 1996; 2ªed. Madrid, Dykinson, 1998).

[14] He intentado documentar y demostrar la afirmación con mi trabajo D. CASTELLANO, Razionalismo e diritti umani, Turín, Giappichelli, 2003 (trad. española Madrid, Marcial Pons, 2004).

[15] Nación y pueblo no son, obviamente, la misma cosa. La nación, además, tiene una pluralidad de significados. La Revolución francesa, y en particular Sieyès, la identificaron con el tercer estado, que comprendía sólo la burguesía. El poder constituyente pertenecía, según esta teoría, a una sola clase, cuyas decisiones recaían –en cambio– también sobre el primer y el segundo estado. No es unívoca tampoco la definición de pueblo. Para los juristas positivos no es otra cosa que el conjunto de los ciudadanos. Cuando, sin embargo, se ejercita el poder de voto, el pueblo se identifica de hecho con el cuerpo electoral. Generalmente está ausente de las consideraciones de los juristas positivos la problemática ciceroniana según la cual para que haya pueblo es necesario respetar por lo menos dos condiciones: el consensus iuris y la communio utilitatis.

[16] Algunos historiador de las constituciones (cfr., por ejemplo, M. FIORAVANTI, Costituzione, Bolonia, Il Mulino, 1999, pág. 144) sostienen que el derecho público europeo entre los siglos diecinueve y veinte se afirma en oposición al principio democrático de la soberanía popular. Si se observa bien parece lo contrario, aunque la democracia moderna no hubiese encontrado todavía su pleno desarrollo. Como quiera que sea, es indiscutible que, a pesar de las contradicciones (por ejemplo, el Estado «monoclase» de la Revolución francesa, aun invocando la soberanía, la atribuía a la nación y no al pueblo, y el sufragio no era universal), el teórico del poder constituyente de la época (Sieyès) invoca la soberanía para el tercer estado, que para él se confunde con la nación. La nación, además, es el todo que decide sobre todos los ciudadanos cuyo conjunto es el todo (el Estado) según la conocida teoría rousseauniana que inspiró la Revolución francesa.

[17] Cfr. M. GENTILE, «Introduzione», en Rivoluzione francese e coscienza europea oggi: un bilancio, al cuidado de D. Castellano, Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 1991, pág.13.

[18] La observación es antigua pero perennemente válida. En su formulación es de Aristóteles (cfr. ARISTÓTELES, Politica, I, 1253 a).

[19] El marxismo se sitúa, por tanto, como continuidad del liberalismo. El reconocimiento del llamado derecho a la libertad negativa formal (ideal perseguido por el constitucionalismo liberal) se manifiesta como posición insuficiente (y mutilada), así como contradictoria, respecto del ideal del derecho a la libertad negativa sustancial postulada por la igualdad (ilustrada) que el Estado personalista se ha comprometido a asegurar. Para estas cuestiones se envía a M. AYUSO, El ágora y la pirámide. Una visión problemática de la Constitución española, Madrid, Criterio Libros, 2000, particularmente págs. 95-154, y a D. CASTELLANO, L’ordine politico-giuridico «modulare» del personalismo contemporaneo, Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 2007, en particular al Capítulo II, dedicado a individuar el concepto de persona en el debate y en las Actas de la Asamblea constituyente de la República italiana.

[20] Véase sobre el problema de la relación libertad/derecho, D. CASTELLANO, Ordine etico e diritto, Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 2011, en particular el capítulo dedicado a «Libertad y derecho natural» (edición española, Madrid, Marcial Pons, 2010).

[21] Cfr. D. CASTELLANO, Ordine etico e diritto, cit. págs. 81.

[22] Cfr. L. PALADIN, Diritto costituzionale, Padua, Cedam, 1991, pág. 5 6 2 .

[23] Es lo que hacen muchos juristas. Nos da un ejemplo el apenas citado Livio Paladin, pero lo confirma Augusto Barbera cuando, al escribir sobre «las bases filosóficas del constitucionalismo» (en AA. VV., Le basi filosofiche del costituzionalismo, Roma-Bari, Laterza, 1997, 1998(2), pág. 3), afirma que el constitucionalismo es un movimiento político, filosófico y cultural caracterizado por los principios liberal-democráticos.