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Número 515-516

Serie LI

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Hitos para salir de una crisis

CUADERNO: IGLESIA Y POLÍTICA. CAMBIAR DE PARADIGMA

 

1. Introducción

El proyecto político del Vaticano II respondió en resumidas cuentas al deseo de salir del conflicto con la cultura heredada de la Ilustración. Las condenas y protestas no habían logrado hasta entonces conjurar la presión conducente a la asfixia social de la Iglesia, salvo durante cortos períodos no desprovistos de ambigüedades, pero los intentos de inserción en los mecanismos constitucionales establecidos no habían tenido más éxito. En vez de dedicarse a un examen de las razones de este doble fracaso, el Concilio prefirió optar por una sistematización de la segunda vía, no reclamando ahora más «que la libertad»[1].

Se esperaba encontrar así un marco conceptual aceptable para el futuro, que permitiera superar el modelo «constantiniano» de Cristiandad, evitando el de una Iglesia de las catacumbas al que aspiraban algunas minorías radicales[2]. Al modificar en profundidad el discurso por el que la Iglesia reclamaba a partir ahora su presencia social, y el sustrato teológico sobre el que se había apoyado hasta entonces, se esperaba de vuelta el reconocimiento del «mundo» moderno, en sentido hegeliano: los dos adversarios del pasado acabarían por respetarse y estimarse mutuamente. Se pensaba ser recibido con tanta mayor benevolencia cuanto que la Iglesia ofrecía ahora sus servicios con humildad, presentándose, a ejemplo de Pablo VI, como experta en humanidad[3] más que como madre y maestra.

Es preciso constatar que la opción no ha funcionado, las tensiones no han hecho más que agravarse, para alcanzar en los últimos años un nivel de arrogancia y de hostilidad particularmente elevado en la mayoría de los países de la antigua cristiandad occidental. Además, incluso si otras opciones conciliares, paralelas a las realizadas en materia política, han podido ser quizá las que propiciaran numerosas desviaciones internas, o impidiesen oponerse firmemente a ellas, algunos efectos indirectos de las opciones en materia política han tenido graves repercusiones ad intra[4].

 

2. Ensayo de interpretación de un proceso fallido

La objeción es conocida: la rectificación conciliar llegó demasiado tarde; mientras se mantenían posiciones de principio desfasadas respecto de la realidad, la transformación de la sociedad occidental se efectuaba a velocidad acelerada. Así se habría puesto en peligro el éxito de la nueva vía adoptada por el Concilio a partir de la explosión del mayo del 1968. Cabe extrañarse de la disparidad entre esta explicación y la celebración de los grandes textos conciliares cuyo optimismo apenas es puesto en duda desde hace medio siglo. En todo caso, es imposible imputar el mal sólo a un movimiento de la sociedad posterior al acontecimiento conciliar. Se imponen aquí dos observaciones.

En primer lugar, si el Concilio había sido lo que Juan XXIII quería que fuera, una auténtica renovación, un nuevo Pentecostés, incluso teniendo en cuenta la lentitud de la transformación espiritual que éstos suponen, no habría podido dejar de sentirse la convulsión provocada por el cambio social, sin duda, pero debería haber sido dominada. La renovación del fervor habría afrontado victoriosamente la borrasca. Ahora bien, lo que se produjo es lo contrario, y hoy contamos los daños en todos los sectores[5]. El argumento de imputar a factores externos la causa del fracaso es, pues, reversible: cuanto más se insiste en ella, más aparece la falta de consistencia de la renovación.

Por otra parte, la cronología muestra que la vanguardia del progresismo, activa desde mucho tiempo atrás y frenada bajo el pontificado de Pío XII, encontró una nueva legitimación con ocasión del Concilio sin tener que esperar a mayo de 1968 para provocar una ruptura en el seno de la Iglesia[6]. Esta vanguardia progresista ha representado posteriormente una de las principales fuerzas motrices de la agitación revolucionaria[7]. Las más escandalosas estaban enfeudadas al marxismo; otras, menos llamativas, a la modernidad avanzada en general; y éstas son las que han acabado por prevalecer, como un mar de fondo.

Si fue así es porque anteriormente había tenido lugar una preparación del terreno que produjo como efecto debilitar la capacidad de resistencia moral del pueblo cristiano, ya viniese referida a su inserción activa en el «campo de las democracias» o en del marxismo. El liberalismo católico, desde hacía mucho tiempo condenado pero constantemente renaciente, híbrido entre principios católicos y principios modernos, encontró en Jacques Maritain un verdadero «timonel»[8]. Nadie discute que su influencia ha sido decisiva en las opciones político-religiosas anteriores al Concilio, así como también después en el curso de éste, por más que la tentación marxista alejara de su modo de pensamiento a la franja más seducida por el espíritu revolucionario[9].

Contrariamente a lo que algunos temieron durante las últimas décadas de la guerra fría, la gran transformación política de la vanguardia católica no se ha efectuado en el sentido de la revolución comunista, sino en el de un nuevo ralliement a la sociedad industrial avanzada, esta «sociedad de consumo» que fingirá oponerse al movimiento del mayo del 1968, pero que saldrá finalmente triunfante de la confrontación como una especie de síntesis final[10]. Una vez más las cosas estaban preparadas desde hacía mucho tiempo, y es sorprendente que el Concilio no les haya prestado ninguna atención, salvo que se considere que un cierto número de sus protagonistas estuvieran predispuestos para aceptarlas bajo los efectos de lo que Jacques Ellul llamó la ideología por impregnación[11].

Quienes, entre los católicos, religiosos y laicos, emprendieron resueltamente el camino que preconizado inicialmente por Lamennais[12] y, con más matices, hacia finales del siglo XIX por Lacordaire, Ozanam, Montalembert, hallaron –pues– un estímulo en el acontecimiento conciliar. Entraron en pie de igualdad en el proceso de realización avanzada del proyecto moderno del que mayo de 1968 fue sólo una figura simbólica. Su influencia sirvió entonces como justificación de determinadas prácticas desviadas. Se trata de un fenómeno acumulativo, en el que las vanguardias modernizadoras, actuantes en gran medida antes y durante las sesiones conciliares, desempeñaron luego el papel de multiplicadoras.

 

3. Incidencias gravosas de ciertas opciones fundamentales

Es posible ver en la declaración Dignitatis humanae y en la constitución pastoral Gaudium et spes los textos fundadores de una «política del Vaticano II», aunque deban considerarse también otros textos conciliares (o para y postconciliares) y aun si estos documentos tienen más que un objeto político. Se desprende ellos una misma intención general: la de reunir los elementos precisos para una oferta de reconciliación (que se desea bilateral) con la cultura política moderna. Al reclamar el reconocimiento legal de la libertad religiosa para todo hombre, el Concilio lo hace también para sus miembros. La vieja fórmula de Montalembert retoma entonces todo su sentido, al menos como expresión de un deseo: la Iglesia libre en el Estado libre. Lo que había sido desde hace mucho tiempo rechazado por razones teóricas en el marco del «derecho público eclesiástico» fue finalmente aceptado, a saber, la integración de la Iglesia en el derecho común de la sociedad civil. El canonista Roland Minnerath anota al respecto: «Nada más sorprendente que el cambio, aparentemente corroborado por los concordatos posconciliares, relativo al título jurídico en virtud del que la Iglesia reivindica su libertad. Hasta entonces, como hemos visto, los acuerdos ponían de relieve, de conformidad con el derecho público eclesiástico clásico, la noción de soberanía espiritual de la sociedad eclesial. Ahora todos invocan como norma suprema el derecho civil a la libertad religiosa»[13]. Si se trata de un «cambio de paradigma en la elaboración doctrinal de las relaciones Iglesia-Estado»[14], no ocurre lo mismo en el objeto al que aspira esta oferta unilateral, objeto que sigue siendo estrictamente conforme a los objetivos de la política clerical más clásica: «Autonomía interna [de la institución eclesiástica], culto público, enseñar, mantener a las instituciones de perfeccionamiento religioso, comunicar con otras comunidades, construir edificios religiosos, adquirir y administrar bienes, difundir la enseñanza por todos los medios de comunicación, proponer una enseñanza social, reunirse libremente, “constituir asociaciones educativas, culturales, caritativas y sociales”»[15]. Desde este punto de vista particular, el cambio introducido por el Concilio en materia política no ha sido más que retórico.

La primera parte de esta obra ha puesto de manifiesto lo que podrían considerarse como efectos colaterales de esta inversión, y ha planteado problemas difíciles de resolver. Volvamos aquí sobre tres incidencias relacionadas con el dogma, el derecho y el compromiso político de los laicos.

 

Una incidencia teológica

Desde el punto de vista del dogma, se induce una cierta retracción del concepto de soberanía de Cristo por el rechazo del «constantinismo», que lleva a comprender o presentar la soberanía de Cristo –el Pantocrátor, el Dueño del universo– en un sentido exclusivamente espiritual y metahistórico[16]. Se trata, en este caso, no tanto del abandono de la doctrina como de su reducción, que provoca una disminución de su significado y no de poca monta. Una dificultad comparable, no de integridad esta vez, sino de continuidad, afecta al cambio de argumentación ocurrido en el tema de la libertad religiosa.

Benedicto XVI, precisamente para tratar de definir una línea interpretativa que permitiera aceptar estas reducciones de sentido, avanzó una distinción entre «decisiones de fondo» estables y «formas» que expresan estas decisiones en contextos particulares. Pero estas «formas» van mucho más allá de una adaptación de lenguaje que permita incluir interlocutores de un tiempo y lugar determinados: se trata de un enunciado doctrinal específico pero susceptible de ser reconfigurado en función del cambio de situación. Así convendría distinguir entre discursos y discursos, algunos que ponen de relieve el núcleo de la fe transmitida, y otros que se supone deben seguir la caducidad de situaciones históricas particulares hasta el punto de no valer ya más allá de éstas[17]. Sin embargo, este método deja persistir un grave problema, en particular en el caso de una encíclica tan sólida como Quas primas, de Pío XI, sobre la realeza social de Jesucristo, redactada ciertamente como respuesta al ateísmo político de la primera mitad del siglo XX, pero presentada de manera formal y sin la menor restricción como objeto constante de la fe cristiana desde los orígenes. ¿Cómo sería posible contemplar el desmantelamiento parcial de su contenido –del tipo de una reinterpretación espiritual y escatológica– y el abandono de la obligación de principio que se encuentra allí expresada –la del culto público prestado expresamente a Cristo por las comunidades políticas y sus representantes–, y ello en nombre de un cambio de época, por otra parte no evidente, a juzgar por la continuidad histórica entre la hostilidad a Cristo en la época de los totalitarismos y la que hoy se constata? A la inversa, una vez asumido el cambio de paradigma inicial, seguir exponiendo la doctrina de Cristo Rey en los mismos términos que Pío XI constituiría efectivamente una flagrante contradicción con el nuevo discurso mantenido respecto del sistema dominante, fundando la acusación, proclamada a menudo, de usar un doble lenguaje.

 

Una incidencia jurídica

Uno de los efectos indirectos de la concepción minimalista del bien común, derivado tanto de la influencia de la filosofía personalista como de la opción fundamental de Dignitatis humanae, consiste en comprender la ley civil como un instrumento técnico para regir la colectividad, sin nexo con el orden de los fines últimos que se pretenden afirmar, por su parte, de la esfera de las personas singulares y de su destino. En el corpus conciliar, la norma suprema de la acción política sigue siendo nominalmente el bien común, pero éste ha sido identificado con el interés colectivo o con el orden público. Esta reducción rompe con la filosofía del derecho natural clásico para unirse a la concepción moderna de las normas, por mediación del personalismo de Maritain[18]. Genera en la práctica una contradicción insalvable entre la lógica democrática en vigor, intrínsecamente convencional y evolutiva, y la concepción tradicional de la filosofía del derecho, basada, en última instancia, en el concepto universal de bien, y que implica que la ley positiva se someta al imperio de la ley natural. De lo contrario, es considerada como inexistente y es tenida como una violencia que usurpa la calificación de ley. Atenerse a una supuesta neutralidad de las normas legales que rigen la vida colectiva prohíbe invocar el derecho natural y sólo deja la posibilidad –aleatoria en proporción a las relaciones de fuerza del momento– de reivindicar el privilegio de la objeción de conciencia en nombre de una opinión disidente[19].

 

Una incidencia política

El cambio de paradigma implica la aceptación del pluralismo de los compromisos políticos de los católicos y, por lo tanto, del juego de partidos en el marco democrático. No obstante, el caso es complejo[20]. En efecto, desde el período del primer ralliement (Francia, 1892), y luego del lanzamiento de la democracia cristiana (Alemania, Bélgica, Italia, Hispanoamérica…), los católicos habían sido incitados a participar en el juego electoral y en la confección de las leyes en el marco constitucional establecido por el régimen liberal, salvo la excepción contestataria del caso particular de Italia[21]. Pero esta participación había sido colocada constantemente bajo el control estricto de los episcopados nacionales y del papado, entendiéndose la acción política de los laicos en el espíritu de una disciplina colectiva unitaria, como la puesta a disposición de una fuerza de maniobra en manos de la jerarquía eclesiástica. A pesar de la tendencia constante de ésta a mantener la situación de «bloque», se hizo cada vez más difícil mantener el principio, especialmente después de la «distinción de planos» formulada por Jacques Maritain con el fin de permitir delimitar la disciplina colectiva en el ámbito de la excepción y de abrir para los demás la libre adhesión a los partidos políticos democráticos. El Concilio se limitó a ratificar un estado de hecho, de manera coherente con su opción principal, absteniéndose de un compromiso formal en favor de la democracia parlamentaria. Ha sido necesario esperar a los años postconciliares para ver la canonización de un régimen que se presenta como el único «Estado de derecho» concebible, y comprobar que esta reabsorción en el pluralismo democrático se traduce en una adhesión mayoritaria de los católicos a favor del sistema dominante, sin olvidar algunas resonancias en el seno mismo de la Iglesia[22].

Los problemas derivados que acabamos de señalar son relativamente poca cosa en comparación con el fracaso que constituye la falta de respuesta favorable por parte del destinatario de la oferta política conciliar. Ésta presuponía la posibilidad de un cambio completo de actitud. Pero esta vuelta no ha tenido lugar; muy al contrario, la desconfianza y franca oposición nunca han cesado, hasta ver en el presente que se generaliza una nueva Kulturkampf contra Cristo. En semejante contexto, algunos intentos recientes fingen vanos aplazamientos, y conducen de hecho a una especie de parálisis, como vamos a ver a continuación.

 

4. Un estado de parálisis

Estas opciones, al provocar efectos contrarios a los previstos, han producido dentro de la Iglesia una situación de malestar, en un desfase con la realidad mucho mayor que en el pasado. Con el paso del tiempo, se ha producido un resquebrajamiento muy neto entre dos grandes tendencias, definidas en torno al tema de la recepción (o de la hermenéutica) del Concilio. La primera tendencia, que reivindica el espíritu del Concilio es, en realidad, una aspiración a ajustar todas las posiciones de la Iglesia a las de la modernidad en su estado actual. Al respecto, se ha mantenido una tendencia bastante rápidamente afirmada desde Pablo VI, que se podría llamar mixta, llamada a enfrentarse cada vez más claramente con la progresión lógica de la modernidad tardía –«hedonismo», «cultura de muerte», «cristianofobia»…–, ateniéndose, sin embargo, en lo esencial, a la línea definida en 1965. Al formular una distinción entre ruptura y reforma, Benedicto XVI trató de basar el mantenimiento de esta línea, efectivamente conforme a la intención de origen. Al hacerlo, asumió el riesgo de una separación progresiva, a medida que pasa el tiempo, entre un discurso eclesial cada vez más obligado a afrontar el desarrollo autónomo de la barbarie dominante, y el mantenimiento de una temática de apertura al mundo, por lo mismo cada día menos creíble. La consecuencia es inevitable: el discurso convencional se hace cada vez más irreal y frena los esfuerzos para desconectarse del cerco en el que el mundo exterior encierra a la Iglesia prohibiéndola seguir libremente su curso. No obstante, esta situación está llamada a cambiar, ya que se rige por un equilibrio inestable de hecho entre las tensiones que acaban de mencionarse y de la evolución objetiva del proceso de la modernidad. En estas condiciones, algunas deficiencias parecen especialmente peligrosas y necesitan ser superadas si se quiere que la ruptura del equilibrio no adquiera una dimensión catastrófica.

Su constatación se limitará a las cuatro observaciones siguientes.

 

Una carencia

En el mundo católico actual, eclesiástico o universitario, se observa una gran falta de análisis político autónomo –tanto filosófico como sociológico– que permitiría comprender tanto la naturaleza del sistema dominante como su evolución próxima. Esta dificultad tiene raíces antiguas, que se deberían vincular con la persistencia de una dicotomía entre una cultura clerical, basada –como se ha dicho anteriormente a propósito de una apreciación de Roland Minnerath– en la protección casi exclusiva de la libertad de acción del clero, de la educación y de las buenas costumbres y, por otra parte, en el legalismo resultante de los ralliements y otros pactos con los regímenes establecidos, legalismo que obliga a pensar sólo dentro de los esquemas dominantes. La pendiente es muy peligrosa, puesto que conduce a identificar el orden y el hecho, y las premisas de las que se derivan se imponen como filtros y llevan a anular todo verdadero espíritu crítico. Es preciso señalar que, en este punto, la visión de la teología de la liberación, en sus comienzos, fue más bien adecuada, al interesarse de cerca en particular por los sistemas de poderes, de corrupción, de injusticias. Lamentablemente, sus protagonistas, que no tuvieron al parecer ni sensus Ecclesiae ni bases sólidas de orden metafísico, se volvieron hacia el marxismo, única teoría crítica con reputación eficaz a sus ojos, para acabar como agentes subalternos del comunismo mientras éste mantuvo todavía su credibilidad. De ahí deriva el hecho de que, aparte de una pequeña minoría intelectual interesada en comprender el mundo, apoyándose en un conocimiento profundo de fuentes clásicas, tres corrientes comparten hoy el mainstream en el mundo intelectual católico: una corriente, mayoritaria, que no se distingue del sistema dominante, del que constituye –de hecho– un engranaje; una corriente moderada que mantiene, bajo la cobertura de la «DSE» (doctrina social de la Iglesia), una visión reconstituida a partir de enfoques descontextualizados y dogmatiza el personalismo; por último, algunas secuelas de la teología de la liberación, puestas al servicio de las vanguardias del nihilismo.

 

El obstáculo de la incomunicabilidad

Ernst-Wolfgang Böckenförde enunció, en 1967, una paradoja (diktum o teorema) frecuentemente adoptado después: el Estado liberal secularizado –es decir, basado en los principios del liberalismo filosófico–, vive sobre presupuestos que es incapaz de garantizar por sí mismo[23]. La afirmación implica dos ideas: la pobreza teórica de una organización de la sociedad basada sobre la pretensión de no depender de ninguna otra ley o verdad que la suya, y el riesgo que entraña semejante supuesto para la cohesión del cuerpo social en una modernidad tardía que exacerba el deseo de los individuos en detrimento de todo vínculo social que no sea el conformismo. En presencia de tal debilidad, un ofrecimiento por la parte de la Iglesia, en las formas redefinidas en el Concilio bajo la influencia inmediata de Jacques Maritain, debería –se piensa– ser acogida como algo razonable. En la misma perspectiva se ha procurado proponer recientemente una forma de ética universal, basada en una ley natural revisada a la luz del personalismo[24]. Sin embargo, tales propuestas no atraen en absoluto a sus destinatarios, por la simple razón de que –por parte de la modernidad– aceptar la más mínima limitación en nombre de principios superiores que no se han definido por auto-determinación es simplemente incomprensible, sin olvidar el hecho de que la realidad se considera incognoscible en su esencia y toda verdad es por esencia relativa en el tiempo y en el espacio. El hecho de adoptar los «derechos del hombre» como criterio universal (en Occidente, se entiende) no escapa a la regla ya que esos derechos sólo son aceptados en tanto que son convencionales y modulares. En cuanto a la ley natural, incluso presentada con diversas concesiones de lenguaje, incluso de fondo, no podría admitirse en la perspectiva moderna cuya metafísica subyacente es enemiga de la naturaleza y no quiere conocer más que la «cultura» como construcción de la voluntad humana: la teoría del género es un claro ejemplo de ello.

 

Una tendencia general a la abstracción en el enfoque de las realidades sociales

Cuanto más pasa el tiempo, los discursos de la jerarquía eclesial, a todos los niveles, han adoptado una apariencia más concreta, mientras parecen haber entrado menos efectivamente en la consideración atenta de las situaciones que pretendían comentar u orientar, ateniéndose a declaraciones generales y a veces muy imprudentes. Esta situación es paradójica en un período postconciliar marcado por el deseo afirmado de respetar «la autonomía de las realidades terrestres» (Gaudium et spes, 36). Ahora bien, las intervenciones de las autoridades religiosas, dicasterios, conferencias episcopales, secretarías de todos los órdenes, han sido abundantes en todos los ámbitos (inmigración, problemas monetarios, organizaciones supranacionales, cuestiones artísticas, mundialización etc.), y no sólo acogidas como interferencias insoportables por los poderes establecidos, sino también frecuentemente rechazadas como «incompetentes» por muchos titulares de puestos de responsabilidad no sospechosos de espíritu partidista.

Al mismo tiempo, durante el mismo período, se ha asistido, en nombre de principios abstractos (la libre circulación de los emigrantes, el respeto de la dignidad de las personas, la libertad religiosa, la condena casi oficial de la pena de muerte, el bien común del planeta) a una cooperación de hecho a la desestabilización interna de algunos países, en forma de declaraciones, de asociación a manifestaciones y de acciones de desobediencia civil. La noción de profetismo se ha invocado para acentuar situaciones de conflicto abierto con algunos gobiernos, sin consideración de las condiciones reales o de las apuestas de poder, a veces muy opacas, ocultas detrás de las acusaciones de «dictadura». Por otra parte, el pacifismo, que en el medio católico liberal había preexistido al Vaticano II, y que luego conoció un nuevo impulso en el momento de la guerra fría, fue auspiciado más ampliamente después del Concilio. De manera objetiva, se pudo constatar una simbiosis entre los temas desarrollados desde Woodrow Wilson (la paz universal mediante la instauración de la democracia universal) y luego las Naciones Unidas, y un gran número de declaraciones procedentes de diversas instancias postconciliares, que vinieron a reforzar esos aspectos deconstructores y desestructurantes[25].

 

Un alcance moral

El cambio de paradigma conciliar no ha alcanzado su objetivo de pacificación, sino que ha creado ad intra las condiciones de un debilitamiento moral frente al desorden reinante. Esto es consecuencia de la convergencia de dos factores: por una parte, la inserción de la Iglesia al momento del Concilio en el espacio mediático la ha expuesto concretamente a una vigilancia constante de la coherencia entre sus discursos y actos: una censura severa y a menudo preventiva que se encarga de regular el conjunto; por otra parte, la entrada en un proceso de culpabilización ha conducido, a través de las disculpas frecuentemente reiteradas respecto de conductas del pasado reprobadas por la cultura dominante, a un avergonzarse de sí misma[26]. En tales condiciones, oponerse de frente a la vulgata mediática, como hizo Juan Pablo II a propósito de lo que llamó la «cultura de muerte», suscitó inevitablemente una reacción inmediata de hostilidad y la reprobación de una parte de los miembros de la Iglesia, más afectados que otros por la crisis moral, y por lo tanto atentos a no parecer «reaccionarios». Y así, el pensamiento católico en materia política, se vio sometido a la prohibición de preguntar tan generalmente utilizada a modo de argumento de legitimación por la cultura política moderna[27].

En el mismo tema, se debe añadir que la gran devaluación del uso de la fuerza al servicio de la justicia –derecho penal y defensa militar– ha afectado profundamente a la enseñanza corriente de la moral y ha provocado un verdadero oscurecimiento de las conciencias, acentuando el efecto ya muy negativo de la culpabilización al que se acaba de aludir.

Al término de esta enumeración, se puede medir la inversión producida en cincuenta años. El ideal inicial se antojaba alegremente agresivo. El numero 31 de la constitución Lumen gentium, por ejemplo, indica que los laicos «están llamados por Dios, para que, desempeñando su propia profesión guiados por el espíritu evangélico, contribuyan a la santificación del mundo como desde dentro, a modo de fermento. Y así hagan manifiesto a Cristo ante los demás, primordialmente mediante el testimonio de su vida, por la irradiación de la fe, la esperanza y la caridad. Por tanto, de manera singular, a ellos corresponde iluminar y ordenar las realidades temporales a las que están estrechamente vinculados, de tal modo que sin cesar se realicen y progresen conforme a Cristo y sean para la gloria del Creador y del Redentor». Estas fórmulas relacionaban el integrismo preconciliar y el romanticismo progresista del inmediato día después del Concilio[28]. El desencanto actual se traduce en la superposición de temas separados, pero que tienen en común estar muy alejados de las ambiciones iniciales: retóricas de tipo humanista o correspondientes a un cristianismo «débil», especialmente alrededor del eslogan de la «civilización del amor», de connotación etérea; teorías comunitaristas; desplazamiento general del terreno político en dirección a la «sociedad civil» y, por último, repliegue en el estricto ámbito religioso de la «nueva evangelización».

«Otro te ceñirá y te conducirá donde tú no quieras» (Jn., 21, 18). Sin descartar la posibilidad de lo peor a los ojos de los hombres, que es también lo más glorioso ante Dios, el martirio, ¿no es necesario preguntarse si existe alguna salida?

 

5. Bases para una salida de la crisis

La actual coyuntura reúne todos los elementos de un cambio de época, conjunto de hechos en que culminan acontecimientos muy anteriores y factores, a su vez, de profundos trastornos. Sin ser exhaustivo, se pueden mencionar los importantes fenómenos demográficos y migratorios, la expansión mundial del islam, los efectos de políticas educativas suicidas que llevan a la ruptura de las herencias culturales, el desmantelamiento brutal del Estado del bienestar en beneficio de una desregulación liberal y del mercado universal (globalización) con sus graves consecuencias sociales, el desmembramiento de los Estados nacionales y la aparición de organizaciones complejas de poder, la lucha abierta mundialmente organizada contra la moral natural, el anticristianismo y el ateísmo militante.

En cuanto a la situación interna de la Iglesia, no escapa a nadie que presenta muchos contrastes y, humanamente hablando, muchas debilidades. En tales condiciones, no es posible seguir razonando como si el mundo no hubiera zozobrado en una crisis importante, y menos aún como si el optimismo conciliar no hubiera sido juzgado por la historia como un error de previsión cargado de consecuencias. Se nos llama ahora, pues, a un nuevo razonamiento, un profundo cambio de perspectiva intelectual y espiritual.

Este enfoque, incluso si se ha evitado durante mucho tiempo, es impensable descartarlo indefinidamente, o reducirlo a la búsqueda de contemporizaciones, ya que los plazos presionan de manera cada día más evidente.

Por ello, al final de un status quaestionis que nos hemos esforzado en limitar a lo esencial, proponemos un preámbulo intelectual y moral, y luego el examen de algunas hipótesis prácticas. Debe entenderse que se trata de la elaboración de una base alrededor de la cual se debería poder emprender después una reflexión colectiva, reflexión que, por nuestra parte –este libro lo demuestra– hemos tratado de iniciar desde hace varios años.

 

Un preámbulo

Que limitaremos a tres peticiones, respectivamente, de orden dogmático, antropológico y moral, y finalmente político.

Se trataría, en primer lugar, de partir nuevamente desde el dogma de la Redención, una de cuyas consecuencias principales, la realeza social de Cristo, no pertenece tan sólo a una época específica –suponiendo que tal hipótesis hermenéutica esté fundada–, sino que responde a la naturaleza misma de la obra redentora, según la argumentación tan claramente presentada en Quas primas. Hay que reconocer que la conveniencia de hacerlo constar ad extra a tiempo y a destiempo, con una insistencia machacona o de manera más discreta, depende de una elección pastoral. Pero ninguna opción de este tipo justificaría su degradación. Una es la cuestión de la paciencia, y por tanto de la tolerancia, que puede conducir a situaciones de espera más largas o más breves, y otra la adhesión de fe que no puede emprender un camino diverso del desarrollo homogéneo. Es cierto que la distinción entre tesis e hipótesis, presentada en este sentido en 1865 por el obispo Dupanloup, ha podido ser retomada en este punto y servir para transformar situaciones de hecho en situaciones de derecho[29]. Cualesquiera que sean los términos empleados, es de la esencia de la política, como forma superior de ejercicio de la virtud de la prudencia, tratar de comprender lo que es posible y, por consiguiente, jerarquizar los objetivos intermedios, sin renunciar por ello al principio, ni practicar la doble conciencia. El examen retrospectivo de los defectos del pasado [política eclesiástica de tipo oportunista conducente a conciliaciones[30]] debería servir para evitar las del presente (el mal menor como opción preferencial, el irenismo, la objeción de conciencia antes que el testimonio público de la verdad).

A continuación, figura una exigencia moral basada en un dato antropológico, en este caso la necesidad de prestar un gran interés a las mediaciones naturales, y efectuar una crítica correlativa de las estructuras sociales y políticas contrarias a la naturaleza. Jean Daniélou ideó una fórmula acertada, utilizada como título de un pequeño libro, L’oraison problème politique[31], queriendo decir con ello una verdad muy general: la vida interior no sería posible a la mayoría sin la ayuda de estructuras sociales sanas, sin el arraigo en esta multitud de bienes que, ordenados a su fin supremo, constituyen conjuntamente el bien común de una sociedad. Se trata de un dato del hombre, considerado tanto en su naturaleza como en la vida sobrenatural a la que está llamado. En esta óptica, es inaceptable cualquier escisión entre el hombre y él mismo, entre el individuo miembro de un cuerpo social y la persona espiritual, al igual que la escisión jansenista, que desemboca, bajo apariencia de elevación espiritual y de indiferencia respecto del mundo, en un respeto –según la expresión pascaliana– de las «grandezas convencionales» muy cercano a una práctica de la doble conciencia.

Por último, conviene rehabilitar la política. Una de las consecuencias del llamado «final de la política» es la respuesta comunitarista, que concluye lógicamente en la a c e ptación de la privatización de la religión. Se comprende como huida o toma de distancia hacia el carácter invivible de una gran comunidad sin fronteras definidas, sin pasado y sin ideal común, aunque participe lamentablemente del mismo fenómeno de destrucción si se define sin otra pretensión que ella misma, en nombre de una identidad privada. Por otra parte, hay que ser conscientes del hecho de que, si hoy el terreno propiamente político ha sido prácticamente abandonado por las jóvenes generaciones de católicos occidentales, es en gran parte porque ante el fenómeno de destrucción de los marcos culturales e institucionales nacionales que caracterizan a la fase actual de la modernidad, el mundo católico más «occidentalizado» ha seguido sus pasos, sin dejar otra opción que el repliegue a un espíritu desencarnado. En este caso, el colmo del comunitarismo se alcanza cuando el refugiarse en la «sociedad civil» y la pérdida del sentimiento de pertenencia nacional vuelven a los hechos a un encierro en formas de sociabilidad religiosas (reuniones, peregrinaciones, grupos de oración), sin duda buenas en sí mismas, pero muy alejadas de la implicación de los laicos en la primacía que hay que conceder al bien común, comenzando por el servicio de su patria y de las cristiandades amenazadas de extinción.

 

Primeras conclusiones

Planteado este preámbulo, es posible proponer lo que se podrían llamar conclusiones introductorias, limitadas aquí a dos series de consideraciones.

1. Pensar fuera de las limitaciones de la cultura dominante. Como la política se remite a una forma superior de la virtud de la prudencia, y ésta hace el vínculo entre los principios y la singularidad de situaciones, algunas exigencias son también de importancia capital en la perspectiva de un pensamiento auténticamente libre.

En primer lugar, la de una vuelta a las bases de la filosofía política y jurídica, y por tanto especialmente a santo Tomás de Aquino y sus discípulos coherentes. Aquí se aplica analógicamente la línea definida en el siglo V por san Vicente de Lérins: «Que crecen y progresan mucho la inteligencia, el conocimiento, la sabiduría de cada uno de los cristianos, y de todos, tanto los de los individuos como los de toda la Iglesia, durante los siglos y las generaciones, siempre que crezcan en el mismo sentido, según el mismo dogma y el mismo pensamiento» (Commonitorium, XXIII). Sin esta renovación real y profunda es inútil esperar una vuelta a la coherencia intelectual indispensable para determinar las finalidades de una conducta clara en nuestro mundo. El camino se anuncia difícil, al haberse creado en los cincuenta años transcurridos, en dos generaciones, una gran ruptura cultural, en razón de la eliminación drástica del estudio de la metafísica tomista en la mayoría de las universidades católicas y pontificias. Afortunadamente esta ruptura no ha sido total, y se han llevado a cabo esfuerzos continuados, aprovechando incluso esas circunstancias destructivas, para trabajar más intensamente sobre los fundamentos y renovar los métodos de exposición. Por lo tanto, los instrumentos para un nuevo comienzo están al alcance de la mano.

Se trataría luego de proceder a una verdadera purificación de conceptos y a la observación de los datos reales del sistema político dominante y de sus modos de funcionamiento, desprendiéndose de postulados y lugares comunes, de la abstracción y de hábitos adquiridos. Es especialmente aberrante aceptar la dogmatización de una democracia con contornos nunca claramente definidos, además en profunda mutación ante nuestros ojos. La democracia moderna real, tal como la hace ver el análisis sociológico auténtico, presenta dos caracteres fundamentales: la negativa a someterse a cualquier ley superior, en nombre del principio de soberanía, y una constante confiscación oligárquica del poder que se supone que reside en el pueblo. Por consiguiente, es de gran importancia salir del círculo vicioso del lenguaje convencional y de una visión abstracta de las realidades. En este ámbito, las observaciones y los análisis abundan, de modo que sólo los apriorismos constituyen un obstáculo.

Superar semejante disposición supone, evidentemente, una clave moral necesaria para realizar los dos objetivos anteriores, que para algunos, sin duda, pueden parecer como una revisión feroz.

2. Cultivar las condiciones morales del realismo. Si se parte de la constatación de que los cincuenta últimos años no han logrado alcanzar el objetivo fijado, queda sin duda tratar de comprender cómo se puede adoptar otro camino. Antes de cualquier consideración «programática», que corre el riesgo de ser prematura, inútil y pretenciosa en el presente, ¿no es oportuno atenerse a la manera de cambiar nuestra mirada de la situación real?

La tentación más insidiosa del momento es la del miedo generado por la conciencia del fracaso, miedo que lleva a la huida hacia lo irreal, al exceso de humildad y finalmente a la retirada de la sociedad. Estas actitudes responden a las que en sentido opuesto habían prevalecido en el momento en que se esperaba el «nuevo Pentecostés» anunciado por Juan XXIII, cuando se creía que se podía construir el Reino apresurándose hacia lo que se decía que era el movimiento de la historia. De todas maneras no son contradictorias, ya que se basan en un mismo error de proporción. Si hay que adoptar una medida lúcida de la debilidad en la cual se encuentra el mundo católico a cincuenta años de distancia del Concilio, no es menos necesario identificar la debilidad innata de la moderna Babel, temeraria en exceso y llena de contradicciones. La imagen aterradora del enemigo se va reduciendo proporcionalmente según el conocimiento real que se adquiere de él. También hay que admitir la posibilidad de su existencia[32]. Si hay un obstáculo a la libertad de análisis y decisión es el moderantismo, esta actitud que frena siempre la búsqueda de la verdad y acaba en la desidia.

Hemos recordado más arriba la definición del totalitarismo por parte de Voegelin, como prohibición de preguntar. El moderantismo es otro rostro del miedo por el que uno mismo se prohíbe ver lo que resulta accesible en su totalidad y la forma más segura de someterse anticipadamente. Dios no lo quiera.

 

[1] «¿Y qué os pide esta Iglesia, después de casi dos mil años de vicisitudes de todas clases en sus relaciones con vosotros, las potencias de la tierra, qué os pide hoy? Os lo dice en uno de los textos de mayor importancia de su Concilio; no os pide más que la libertad: la libertad de creer y de predicar su fe; la libertad de amar a su Dios y servirle; la libertad de vivir y de llevar a los hombres su mensaje de vida» (PABLO VI, Mensaje a los gobernantes, 8 de diciembre de 1965).

[2] «El ideal histórico de la cristiandad sacral ha quedado atrás definitivamente y con él lo que se puede llamar la era constantiniana. Representó un ensayo, muy inadecuado, de política cristiana, con esplendores que mantenían la grandeza de los pueblos tocados por el Evangelio, y taras que mostraban sus miserias. Ahora la Iglesia va volver su esperanza hacia otro ideal histórico del cristiandad, hacia otra epifanía de lo temporal cristiano» (Charles JOURNET, «L’Eglise aux tournants de l’histoire», en L’Eglise du Verbe incarné, tomo V: Compléments et inédits, Saint-Maurice, Editions Saint-Augustin, 2005, págs. 641-642).

[3] Cfr. PABLO VI, Discurso pronunciado en las Naciones Unidas con ocasión del vigésimo aniversario de la Organización (4 de octubre de 1965): «Nuestro mensaje desea ser ante todo una ratificación moral y solemne de esta augusta Organización. Este mensaje nace de nuestra experiencia histórica. Es como “experto en humanidad” que aportamos a esta Organización el sufragio de nuestros últimos predecesores, el de todo el episcopado católico y el nuestro, convencidos como estamos de que esta Organización representa el camino obligado de la civilización moderna y de la paz mundial».

[4] Cfr. supra, capítulo 4.

[5] «Augusto Del Noce había tenido la intuición de que la fractura con el pasado inducida por la secularización tendría en la Iglesia el contragolpe de la crítica de toda autoridad y el rechazo de toda forma de dependencia, incluido Dios, no por negación explícita, sino, según muchos, por extinción, por un sutil proceso de omisión. […] Veía reducir toda la teología a la cristología, pero sin que ésta sea enseñada según la fe de siempre, sino reducida a una ciencia del hombre modelada sobre Jesús: un Jesús puramente humano, despojado de la divinidad, y, como tal, hecho ejemplo del hombre. Al ser suprimida la esencial dimensión sobrenatural el Evangelio se convierte en un proyecto humano, la Iglesia en una estructura solamente humana, y la historia sustituye al ser. Una vez reducido el dogma al silencio, quedaba la moral antropocéntrica». Giandomenico MUCCI, «Gian Enrico Rusconi e l’afasia teologica», La Civiltà cattolica, núm. 3890 (2012), págs. 160-161. El autor se refiere a un escrito de Del Noce datado el 12 de diciembre 1984: «Perché il postconcilio ha favorito la crisi».

[6] Véase al respecto un primer balance negativo elaborado por Ratzinger, entonces profesor en Tubinga, en su discurso al Katholikentag del 14 de julio de 1966 (reproducido en Josef RATZINGER, Mon Concile Vatican II, Perpiñán, Artège, 2011, págs. 261-287).

[7] «[…] Sigue siendo característico que la adhesión anarquista utópica, practicada con ardor asombroso, no sólo vehicule un pathos religioso, sino que también, en primera línea, haya sido apoyada por los capellanes y asociaciones de estudiantes que veían amanecer allí la realización de las esperanzas cristianas. [...] En las barricadas, había dominicos y jesuitas» (Josef RATZINGER, Theologische Prinzipienlehre [1982], versión francesa, París, Téqui, 2008, pág. 433). Cfr., en lo que se refiere a Francia, Denis PELLETIER y Jean Louis SCHLEGEL (eds.), A la gauche du Christ. Les chrétiens de gauche en France de 1945 à nos jours, París, Seuil, 2012, especialmente Jean Louis SCHLEGEL, «Mai 68: absences et présences», págs. 280-283, y Yann RAISON DU CLEUZIOU, «A la fois prêts et surpris: les chrétiens en mai 68», págs. 297-322.

[8] Cfr. Denis MESTRE, «Maritain le passeur», Catholica, núm. 94 (2006-2007), págs. 11-19.

[9] Cfr. sobre este tema la crítica realizada por Gustavo GUTIÉRREZ, Teología de la liberación [1971], versión francesa, Bruselas, Lumen Vitae, 1974, págs. 69 y ss. Y también, del mismo autor, La fuerza histórica de los pobre s [1979], versión francesa, París, Cerf, 1986, especialmente págs. 16-17.

[10] «La sociedad tecnológica marca la abdicación del marxismo en favor de los inventores de la organización racional de la sociedad industrial, Saint-Simon y Comte, al considerar sobre todo en ellos el aspecto que los hace representantes del espíritu politécnico, separado del de la religión extravagante a la que habían querido vincularse». Augusto DEL NOCE, L’epoca della secolarizzazione [1970], versión francesa, París, Éditions des Syrtes, 2001, pág. 14.

[11] Sobre esta hipótesis, cfr. Louis RADE, Eglise conciliaire et années soixante, París, L’Harmattan, 2011.

[12] Cfr. supra, capítulo 7.

[13] Roland MINNERATH, L’Eglise catholique face aux Etats. Deux siècles de pratique concordataire 1801-2010, París, Cerf, 2012, págs. 167-168.

[14] Ibid., pág. 165.

[15] Ibid., pág. 167.

[16] Cfr. supra, capítulo 5.

[17] BENEDICTO XVI, Discurso de 22 de diciembre de 2005. Cfr. Bernard DUMONT, «Rupture, réforme, renouveau», Catholica, núm. 113 (2011), págs. 4-11.

[18] Cfr. supra, capítulo 8.

[19] Sobre el conjunto de esta cuestión cfr. Joaquín ALMOGUERA, «Un “droit naturel” postmoderne?», Catholica, núm. 116 (2012), págs. 42-49, a propósito del intento de Robert P. George para obtener por convención la adhesión a un tipo de derecho natural aceptable por todos, en In defense of natural law, Oxford, Clarendon Press, 1999, e Il diritto naturale nell’età del pluralismo, Turín, Lindau, 2011.

[20] Cfr. supra, capítulo 4.

[21] Antonio Gramsci data esta opción de la victoria del liberalismo en 1848, al obligar a los católicos a constituirse en partido «para defenderse y retroceder lo menos posible». Antonio GRAMSCI, Quaderni del carcere [1934-35], versión francesa. París, Gallimard, 1975, pág. 123. Sobre el caso francés cfr. Martin DUMONT, Le Saint-Siège et l’organisation politique des catholiques français aux lendemains du Ralliement 1890-1902, París, Honoré Champion, 2012.

[22] El teólogo español Juan José Tamayo reivindica de manera radical la democratización de la Iglesia, pero no hace más que expresar, de forma brutal y demagógica, un sentimiento ampliamente difundido en algunos sectores socialmente bien integrados de clases medias altas de origen católico. Veáse, entre otros, su libro-programa Por una Iglesia del pueblo, Mañana, Madrid, 1976.

[23] Ernst Wolfgang BÖCKENFÖRDE, «Die entsehung des Staates als vorgang der säkularisation», en Recht, Staat, Freiheit. Studien zur Rechtsphilosophie, Staatstheorie und Verfassungsgeschichte, Francoforte de Meno, Sührkamp, 1992, pág. 111.

[24] Cfr. COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL, En busca de una ética universal: nueva mirada sobre la ley natural (2009).

[25] Juan Pablo II, que tuvo palabras orientadas al respeto del arraigo natural, asumió, sin embargo, el riesgo de reactivar el principio de las nacionalidades, fuente de tantos desórdenes desde el siglo XIX (cfr. entre otros, el discurso a la UNESCO del 2 de junio de 1980). Su apoyo a la acción de Solidaridad, por determinante que fuera en el contexto de la implosión del sistema soviético, no se ha acompañado de un apoyo a la construcción de un nuevo régimen conforme a las exigencias de un orden político distinto del modelo occidental impuesto.

[26] Cfr. «Une culture de la culpabilité», dossier principal del número 115 de Catholica (primavera 2012), y especialmente Martin MOSEBACH, «Le sentiment de culpabilité et son usage collectif», págs. 23-28.

[27] Cfr. Augusto DEL NOCE, Il suicidio della rivoluzione [1978], versión francesa, París, Cerf, 2010, pág. 154: «A propósito de Gramsci podemos comprender en toda su profundidad la fórmula, aparentemente muy simple, por la cual Eric Voegelin define el totalitarismo como “la prohibición de plantear cuestiones”».

[28] Para una buena explicación de este estado del espíritu, reléase Bernard BESRET, Incarnation ou eschatologie? Contribution à l’histoire du vocabulaire religieux contemporain 1935-1955, París, Cerf, 1964. La obra tenía un prólogo del P. Chenu, acostumbrado a una reinterpretación política de estos dos términos.

[29] Una de las explicaciones recientes es la aceptación de la ley de separación por los obispos de Francia. Véase su declaración «L’Église catholique et la loi du 9 décembre 1905, cent ans après», 15 de junio de 2005.

[30] Para este tema cfr. Bernard PLONGERON, Théologie politique au siècle des Lumières (1770-1820), Ginebra, Droz, 1973, especialmente a partir de la pág. 129, sobre las cuestiones muy concretas que los obispos del período revolucionario se plantearon a propósito de la cooperación o rechazo con los podres fácticos.

[31] Jean DANIELOU, L’orasion problème politique, París, Fayard, 1968.

[32] Sobre este tema, cfr. Bernard DUMONT, Gilles DUMONT y Christophe REVEILLARD, La culture du refus de l’ennemi. Modérantisme et religion au seuil du XXIe siècle, Limoges, Presses Universitaires de Limoges, 2007.