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Nunca hubo una crisis económica

CUADERNO: CUESTIONES ECONÓMICAS Y SOCIALES (II)

 

1. Crisis y estado de ánimo

Entre el batiburrillo de paparruchas con que los politiquillos apedrean nuestro castigado entendimiento, de vez en cuando dejan escapar frases que, si bien han sido formuladas con la intención escapista y confundidora que los caracteriza, admiten una interpretación paradójica que explique exactamente lo contrario de lo que ellos pretendían hacernos creer. Con su habitual vocación sofística, el presidente Zapatero dijo en un programa televisivo: «La crisis es un estado de ánimo». Con lo que pretendía hacernos creer que los signos de derrumbe que por doquier nos hostigan –el paro galopante que devora hombres como un Moloch redivivo, la quiebra efectiva de los bancos maquillada mediante argucias que ya sólo se creen quienes desean ser engañados, etcétera– no son sino percepciones averiadas de un «estado de ánimo» propenso al pesimismo; y que basta con que nos abracemos al optimismo insensato de la idolatría zapateril para que todas estas calamidades se desvanezcan como por arte de ensalmo. Es rasgo distintivo de las idolatrías fundarse sobre «estados de ánimo» ilusorios; y también apelar a «estados de ánimo» ilusorios cuando la realidad se torna cetrina, para mantener en pie el embeleco.

¿Y sobre qué se ha mantenido en pie el embeleco de la idolatría zapateril? Pues, como todas las idolatrías que en el mundo han sido, sobre la promesa de un paraíso terrenal. Las idolatrías extirpan en el hombre la «vocación hacia lo alto», que es tanto como privarlo de fe en el futuro; y el hombre sin fe, desgajado de su futuro, necesita acallar de algún modo la amputación que la idolatría le ha infligido, necesita anestesiar el dolor de seguir viviendo mediante lenitivos de efecto inmediato. El lenitivo que la idolatría ha repartido a granel durante estos años, para anestesiar ese dolor incesante, se llamaba dinero: con dinero la idolatría ha mantenido a los hombres dóciles y adormecidos, voluptuosamente entregados a deleites que favorecían su ensimismamiento; con dinero la idolatría ha instaurado un paraíso terrenal de consumismo y hedonismo a granel, un reino de delicias universales donde cualquier capricho o apetencia era inmediatamente atendido, inmediatamente renovado, inmediatamente convertido en adicción. Ahora el dinero se desvanece súbitamente, como ocurre tarde o temprano en las idolatrías (que, básicamente, consisten en adorar un dios que no existe); y, con él, aquel lenitivo o anestesia que mantenía en pie el embeleco. Mientras se sostuvo la idolatría del dinero, los hombres hallaron el consuelo que en otras épocas buscaban en lo alto en el trasiego de la tarjeta de crédito; sólo que este consuelo era un sucedáneo que sólo creaba «estados de ánimo» ilusorios, exaltaciones y entusiasmos que ahora se revelan fantasmagóricos.

«La crisis desborda el diván», rotulaba ayer este periódico. ¿Dónde queda ahora ese «disfrute de la vida» al que nos exhortaban los señores ateos en sus campañas publicitarias de autobús? Pues en lo que quedan todos los paraísos de las sociedades idolátricas: en un carpe diem que arranca los capullos de las rosas mientras dura un «estado de ánimo» optimista; pero, cuando los capullos de las rosas se amustian, sobrevienen la depresión y la ansiedad, que son las boqueadas y estertores de los hombres que han apartado los ojos de aquella rosa inmortal que vio Dante. La crisis es, en efecto, un estado de ánimo; y los «estados de ánimo» son la condena de los hombres amputados que se fiaron de la idolatría y le entregaron su alma. «Estados de ánimo» de los que, por supuesto, los hombres no se liberarán tumbándose en un diván, sino recuperando la vocación hacia lo alto que la idolatría les amputó.

(ABC, 2 de marzo de 2009)

 

2. La adoración del hombre

Decía Leon Bloy que, cuando quería enterarse de lo que sucedía, leía el Apocalipsis. Y como hoy nadie quiere enterarse de lo que está sucediendo, se lee cualquier cosa menos el Apocalipsis. Pero hasta evitando leer lo que nos permitiría enterarnos de lo que está pasando, la verdad sale a nuestro paso, aunque sea disfrazada de palabras melifluas. Obama acaba de afirmar, después de autorizar la experimentación con células embrionarias: «Como persona de fe, creo que debemos ayudarnos los unos a los otros y evitar el sufrimiento humano. Creo que tenemos la capacidad y la voluntad de llevar a cabo esta investigación, y la humanidad y la conciencia para hacerlo de forma responsable». Y Zapatero, en una larga entrevista que editaron a modo de libro turiferario, describía así sus creencias religiosas: «En la medida en que he ido evolucionando y madurando creo que la religión más auténtica es el hombre. Es el ser humano el que merece adoración, es el vértice claro del mundo tal como se nos ha mostrado, tal como lo hemos llegado a comprender».

Ambas declaraciones coinciden en adoptar una fraseología religiosa: Obama –más sibilino o farisaico– comienza declarándose «hombre de fe» y enmascara su discurso con la coartada filantrópica; Zapatero, más expeditivo, nos habla sin ambages de la «adoración del hombre». Ambas declaraciones hacen profesión de una fe ilimitada en las posibilidades humanas, en la grandeza del hombre, en la capacidad del hombre para instaurar un paraíso en la tierra, evitando el sufrimiento y erigiéndose en juez omnímodo, investido de voluntad y conciencia moral, para determinar el bien común. Ambas declaraciones, en fin, exaltan la grandeza infinita del hombre, pero disfrazándola con los ropajes y aspavientos de la religiosidad. No se trata, pues, de aquel ateísmo antañón, que negaba la existencia de Dios y vaciaba el templo, arrojando al hombre a una orfandad cósmica; se trata de una nueva forma de ateísmo, que sienta al hombre en el templo de Dios y lo adora como si fuera Dios él mismo. Esta suplantación ya la prevenía San Pablo en su Epístola a los Romanos, cuando auguraba que los hombres, «entontecidos en sus razonamientos» y «alardeando de sabios» acabarían «sirviendo a la criatura y no al Creador».

Y en eso estamos. La adoración del hombre es la religión universal de nuestra época; la proclaman sus sacerdotes y corifeos –falsos mesías y falsos profetas «que vienen a nosotros con vestiduras de ovejas, mas por dentro son lobos rapaces»– y la celebran las multitudes crédulas y ofuscadas. La acompañan «multitud de milagros, señales y prodigios engañosos y seducciones de iniquidad», como predijo el mismo San Pablo (II Tes. 2, 9): nos aseguran que dejaremos de sufrir, que nuestras enfermedades serán sanadas, que seremos el «vértice claro del mundo tal como se nos ha mostrado». Por supuesto, el «mundo tal como se nos ha mostrado» –como nos lo han mostrado los falsos mesías y los falsos profetas– no es sino un espejismo o utopía ilusoria, donde la idolatría de la Ciencia, la esperanza en el Progreso y la adhesión a la Ideología prometen al hombre la implantación de un nuevo paraíso en la tierra. Un paraíso, por supuesto, con un trasfondo infernal, donde la deificación del hombre se logra a costa de su deshumanización, donde la liberación de la Humanidad se logra sobre su suicidio futuro, donde la experimentación con células embrionarias o el aborto a mansalva se nos venden como logros humanitarios (¡y hasta como conquistas de derechos!) que instaurarán un nuevo Reino de las Delicias Universales.

A algunos les sorprende que este mesianismo secularizado o adoración del hombre se desmelene precisamente ahora, cuando las multitudes crédulas y ofuscadas se debaten en la tribulación, acuciadas por la sombra de una crisis económica que no hace sino extenderse como plaga de langosta. E, incapaces de penetrar en la sustancia de estos misterios de iniquidad, los despachan afirmando que son «cortinas de humo» que se lanzan para mantener distraída a la gente. No aciertan a entender que tales «cortinas de humo» son en realidad signos de un drama que se nos cuenta con pelos y señales en ese libro que Leon Bloy aconsejaba leer, para enterarse de lo que estaba sucediendo. Pero, ¿cómo va a ponerse la gente a seguir el consejo de Leon Bloy, si ni siquiera sabe quién es ese fulano? Y, además, ¿quién es ese fulano para decirles lo que tienen que leer a los hombres deificados a quienes se debe adoración?

(XL Semanal, 22 de marzo de 2009)

 

3. El ocaso de los profetas

Cualquier persona que se atreva a hacer augurios poco complacientes sobre el futuro que nos acecha es de inmediato arrojada a las tinieblas exteriores. Donde se demuestra que la nuestra es una época desesperada (esto es, idólatra): pues allá donde el hombre tiene esperanza, el vaticinio del profeta es acogido como signo de consolación y acicate de un cambio profundo de los corazones; pero allá donde el hombre carece de esperanza, el profeta es confundido con un agorero catastrofista y condenado al silencio que se reserva a los alborotadores. A los que se atrevieron a vislumbrar hace algún tiempo los avisos del derrumbe, nuestro presidente los tildó de «antipatriotas», que es más o menos lo mismo que el rey Sedecías hizo con Jeremías, acusándolo de estar al servicio de los babilonios, cuando profetizaba la destrucción de Judea si no se arrepentía de sus pecados; y lo mismo que los troyanos hicieron con Casandra, tildándola de loca, cuando se atrevió a vaticinar que el regalo que los aqueos habían dejado a las puertas de la ciudad –aquel célebre caballo de madera– provocaría su ruina.

La misión del profeta en las sociedades desesperadas (esto es, idólatras) es siempre infecunda –voz que grita en el desierto–, pues es rasgo distintivo de las sociedades desesperadas aferrarse al disfrute de las ventajas materiales adquiridas; y, cuando ese disfrute ensimismado –que es lo único que mitiga el sinsentido vital en el que chapotean– se pone en peligro, prefieren escuchar los engañosos cantos de sirena de quienes les predican melosamente una pronta recuperación. Entre los profetas autóctonos sacrificados por los cantos melosos de las sirenas merece destacarse al diputado Pizarro, que se atrevió a vaticinar en un debate televisivo el descalabro que nuestras cabecitas a pájaros pronto sufrirían; y no sólo fue castigado por las audiencias televisivas idiotizadas, sino también por sus conmilitones, que de inmediato lo condenaron al ostracismo. Otro profeta al que aguarda un similar destino es el gobernador del Banco de España, Miguel Ángel Fernández Ordóñez, a quien los mismos que lo nombraron tildan ahora de alarmista por atreverse a poner una nota discordante en el coro de sirenas; y a poco que se resista a cantar su misma canción melosa, lo aguarda otra condena al ostracismo.

Pero, a fin de cuentas, que los profetas surgidos en el seno de la idolatría sean acallados por sus conmilitones no debe provocar nuestro escándalo; pues es misión de la idolatría mantener a la gente desesperada, imbuyéndole la falsa creencia de que su única salvación se cifra en el disfrute de las ventajas materiales adquiridas que ahora se empiezan a disipar. Más pavoroso resulta que quienes tendrían que devolver la esperanza a la gente desesperada también renuncien a ejercer de profetas. Hace apenas unas semanas, Benedicto XVI recordaba a los sacerdotes que «es deber de la Iglesia la denuncia razonable y razonada de los errores que han provocado la actual crisis económica», añadiendo que tal denuncia no debía recurrir a difusos «moralismos», sino motivarse en «razones concretas y comprensibles» que hicieran visibles «los fracasos de un sistema basado en la idolatría del dinero», a la vez que exhortasen a «un cambio de ruta individual», intensificando «el trabajo humilde y cotidiano de la conversión de los corazones». Lo que Benedicto XVI estaba reclamando, en fin, es que la Iglesia no renuncie al don de profecía; pues el que profetiza –condenando la idolatría y llamando a la conversión– trae la esperanza a quienes están desesperados. Que los profetas sean acallados por los mantenedores de la idolatría es propio de nuestra época desesperada; que no surjan entre quienes tienen como deber combatirla, devolviendo la esperanza a nuestras vidas, empieza a olerme a chamusquina.

(ABC, 20 de abril de 2009)

 

4. Desplumando palomas

Puestos a hacer diagnósticos sobre la marcha de la economía, ninguno tan certero como aquel que acuñó Groucho Marx: «Las cosas van bien cuando la gente alimenta a las palomas de Central Park; y las cosas van mal cuando las palomas de Central Park alimentan a la gente». Analógicamente, podríamos decir que las cosas van bien cuando el erario público subviene las necesidades de funcionarios y pensionistas; y que las cosas van mal cuando funcionarios y pensionistas subvienen las necesidades del erario público. Funcionarios y pensionistas son las palomas que el Gobierno despluma para hacer una mullida almohada que amortigüe el descalabro del déficit público; pero lo cierto es que el dinero que el erario público se ahorrará desplumando a funcionarios y pensionistas no alcanza ni siquiera la cifra que hace apenas unos meses se despilfarró en aquel delirante Plan E. Lo que, traducido al román paladino, significa que la factura de los carriles para bicicletas, pistas para monopatines, canchas para jugar al pádel, saunas municipales y demás chorradas insignes que Zapatero apadrinó, con la única y desaprensiva intención de maquillar las cifras del paro, la van ahora a pagar funcionarios y pensionistas –casi nueve millones de españoles–, a quienes se saquea por la vía del decretazo.

A este desplumar a funcionarios y pensionistas lo llaman cínicamente «plan de austeridad» y «esfuerzo colectivo». Y sólo les ha faltado añadir que los funcionarios con el sueldo mordido y los pensionistas con la pensión en el frigorífico podrán, a cambio, distraer la angustia de no llegar a fin de mes pedaleando por los carriles de bicicletas del Plan E, que es actividad la mar de saludable; y ya se sabe que la salud es mucho más importante que el dinero. Claro que, para lograr un país completamente saludable, es preciso convencer a quienes todavía tienen coche de las virtudes del pedaleo; para lo cual Zapatero, que todavía no se atreve a requisar coches –aunque todo se andará, o pedaleará–, ha anunciado una subida de impuestos que se cebará con «los que tienen más». ¿Y quiénes son esos ogros a los que Zapatero ha señalado, como Robin Hood señalaba a los normandos para hacerse perdonar sus latrocinios? No son los ricos, en contra de lo que el resentimiento de los pobres ingenuamente cree, pues los ricos no son tan pringados como para tributar por el impuesto sobre la renta, ni para abrir una cuenta bancaria con sus ahorros. «Los que tienen más» son, en la jerga del progresismo, los paganos de las clases medias; esto es, los pringados que no pueden escaquear sus ingresos al fisco. Así, esquilmando a las clases medias, fingen los gobiernos de progreso que combaten la avaricia de los ricos, cuando lo único que hacen es alimentar el resentimiento de los pobres, a quienes entretanto pueden impunemente dejar sin trabajo, congelar la pensión o recortar el sueldo, porque mientras lo hacen los expoliados se entretienen mordisqueando la carnaza que los gobiernos de progreso les han arrojado, para que desahoguen su resentimiento.

Así es como los gobiernos de progreso devuelven la salud a los pueblos, hermanándolos en la pobreza y enviscándolos de resentimiento. Y, mientras completan su plan salutífero, hacen como el ciego en aquel episodio del Lazarillo, que después de descalabrar al protagonista estampándole una jarra de vino se burla de él, aplicándole vino en las heridas y diciéndole con socarronería: «¿Qué te parece, Lázaro? Lo que te enfermó te sana y da salud». Algunos ilusos, viendo cómo Zapatero se apresta a desplumar a funcionarios y pensionistas, después de haberse presentado como el paladín de los derechos sociales, lo comparan con un zombi; pero olvidan que los zombis se alimentan exclusivamente de carne humana. ¡Pobres de nosotros!

(ABC, 22 de mayo de 2010)

 

5. ¡Viva la reforma laboral!

Tratemos de recordar cuál fue el origen de la crisis económica (en realidad, crisis de una idolatría) que nos ahoga. Los sacerdotes de la idolatría nos dijeron que el dinero se podía ordeñar como si de una vaca se tratase; y nosotros, engolosinados por una quimera que alimentaba nuestra avaricia, los creímos. Sobre esta quimera se montó el tinglado financiero: nos dijeron que el dinero había dejado de ser un instrumento que representaba la riqueza real de las naciones, para convertirse en una misteriosa niebla de naturaleza errabunda, nominal, inmaterial, que podía aumentar exponencialmente, según se comprasen o vendiesen títulos, asegurándonos un futuro de crecimiento perpetuo. Así fue inflándose el tinglado financiero, como un pastel en el que la porción de harina es sustituida por levadura: los bancos arriesgaron sus provisiones en el tinglado, los Estados hicieron lo propio con las reservas del erario público, la masa cretinizada se endeudó hasta las cejas, confiando en la vaca que no interrumpía su suministro de leche. Y, a medida que este tinglado ilusorio se hinchaba, la economía real (producción, distribución y consumo de bienes) se fue convirtiendo en una suerte de sucursal pobretona del tinglado que, sin embargo, lo sostenía en pie, como la púa de hierro sostiene en pie la peonza que gira y gira sin parar. La economía real era el único sostén del tinglado financiero; y los sacerdotes de la idolatría pensaron que, mientras ese sostén no faltase, podrían seguir inflando su tinglado, transfiriendo sin descanso ingresos procedentes de la economía real a la economía financiera, mediante la fórmula mágica del «endeudamiento». El embeleco duró unos cuantos años, mientras la peonza se hacía más y más pesada y la púa que la sostenía más y más endeble; y cada vez que el tinglado financiero necesitaba hacer visible su riqueza ficticia (esto es, pegar un «pelotazo»), cada vez que los sacerdotes de la idolatría necesitaban demostrar ante los ojos de la masa cretinizada que el dinero se podía ordeñar como una vaca, saqueaban las reservas de la economía real, cada vez más exhaustas (y, para que el embeleco fuese más verosímil, nos repartían las migajillas sobrantes de sus pelotazos). Así hasta que la debilitada púa de hierro perdió el equilibrio, empezó a describir círculos borrachos y, finalmente, se pegó el gran trompazo, con el consiguiente llanto y crujir de dientes.

Ahora contemplamos esa peonza engordada artificialmente arrastrándose por el barro: los bancos están quebrados, los Estados arruinados, las cotizaciones bursátiles hechas unos zorros. Y, en lugar de reconocer que aquel tinglado que propició el desastre es una quimera, en lugar de renegar de la idolatría, ¿qué hacemos? ¡Permitimos que, para rehabilitarla, los sacerdotes de la idolatría sigan saqueando la economía real! ¡Permitimos que asfixien a los pequeños empresarios, permitimos que nos rebajen el sueldo, que nos congelen las pensiones, que nos recorten las indemnizaciones de despido, para seguir alimentando el tinglado que nos ha conducido al desastre! Y lo hacen martilleándonos las meninges con patrañas burdas, la última y más estragadora de las cuales consiste en repetir que una «reforma del mercado laboral» (así llaman al abaratamiento del despido) creará un sinfín de puestos de trabajo; cuando lo único que pretenden es seguir saqueando la economía real, en un esfuerzo desesperado (pataleo de un escarabajo panza arriba) por volver a poner en pie la quimera, por volver a hacer danzar una peonza que tiene la púa desgastada.

Es regla infalible que las idolatrías, cuando se aproxima su trágico final, propongan la inmolación colectiva de sus adeptos. Esto es lo que están haciendo hoy los sacerdotes de la idolatría, mientras la masa cretinizada se deja saquear estólidamente, camino del matadero.

(ABC, 7 de junio de 2010)

 

6. Reforma laboral

La propaganda oficial ha engrasado los engranajes de su espantable máquina para convencernos de la necesidad de una «reforma del mercado laboral» que se adorna con palabrejas tales como «flexibilidad» y «movilidad» (palabrejas que la propaganda repite con unción, como si fuesen virtudes teologales); pero que, en esencia, consiste en abaratar el despido. Y quizá lo más estremecedor del asunto es que, hasta hace unos pocos meses, cuando los que reclamaban esta reforma eran los empresarios, la propaganda oficial repetía con insistencia de papagayo que lo que pretendían era, precisamente, «abaratar el despido»; ahora que nuestros gobernantes se han convertido en los abanderados de tal reforma se nos repite con tozudez de lorito que su finalidad consiste en «fomentar el empleo». ¿Y cómo se ha logrado esta extraña transubstanciación? ¿Cómo se ha conseguido que lo que hasta hace apenas unos meses era una coartada indigna, una vil excusa para abaratar el despido se haya transformado, de la noche a la mañana, en un instrumento milagroso para fomentar el empleo?

Pues se ha conseguido del modo siguiente: quienes hasta hace poco reclamaban una reforma del mercado laboral eran los empresarios y la derecha, a quienes la propaganda oficial pintaba como sacamantecas prestos a chupar hasta la última gota de sangre a los obreros; y quien ahora defiende esa misma reforma del mercado laboral es el gobierno, que con el mismo desparpajo con que hasta hace nada movilizaba sus terminales propagandísticas para estigmatizar a quienes pretendían abaratar el despido ahora se dedica a embaucar a los incautos que todavía estén dispuestos a tragarse sus trolas. Entretanto, la propaganda oficial, que primero nos martilleó las meninges con la matraca del abaratamiento del despido y ahora nos acaricia las orejas con la promesa del fomento del empleo, ya ha logrado que olvidemos un hecho evidente, incontrovertible, irrefutable; un hecho gigantesco que, sin embargo, pasa inadvertido entre la niebla confundidora de la propaganda oficial. Y tal hecho inatacable es el siguiente: la regulación del mercado laboral que ahora se disponen a reformar es la misma que, allá a mediados de la década de los noventa, con unos índices de paro acongojantes, todavía superiores a las que hoy padecemos, favoreció la recuperación de la economía española; la regulación del mercado laboral que ahora reforman fue la que permitió la creación de cinco millones de puestos de trabajo y también la que propició que las empresas españolas alcanzaran cotas de beneficios hasta entonces insospechadas. ¿Y esta regulación del mercado laboral que propició tal portento económico, que fue el pasmo del mundo entero, es la que ahora urge reformar?

Cuando se resalta esta evidencia, los corifeos de la propaganda oficial aducen camastronamente que «en los países de nuestro entorno» (sintagma estúpido donde los haya) tal reforma se ha introducido ya; argumento que igualmente podría aducirse para justificar el aborto libre, o cualquier otra bestialidad encumbrada legalmente. La propaganda oficial ha logrado que interioricemos que las calamidades, cuando son compartidas, se convierten, como por arte de birlibirloque, en remedios benéficos (mal de muchos, consuelo de tontos); y ha logrado también que aceptemos que una crisis provocada por la hipertrofia de los mercados financieros y el endeudamiento mastodóntico de los Estados tengan que pagarla quienes ninguna culpa han tenido en su génesis, a quienes, mientras se les deja sin trabajo o se les rebaja su salario o su indemnización de despido, se les repite sarcásticamente que así se «fomentará el empleo». Cuando la realidad es que, con el dinero de los salarios e indemnizaciones que dejan de cobrar, lo que se hace es alimentar el agujero negro causado por la quiebra de la economía financiera; y así, el saqueo de la economía real es presentado como remedio salutífero para el mantenimiento de un orden injusto, como los sacerdotes de Baal y Moloch presentaban el sacrificio de víctimas inocentes como antídoto contra la cólera de aquellos dioses bárbaros. Que la propaganda oficial haya engrasado los engranajes de su espantable máquina para justificar lo injustificable es comprensible; también que los sacerdotes de la idolatría –politiquillos a derecha e izquierda, servidores del mismo dios bárbaro– se confabulen en el salvamento de un orden inicuo; que desde el pensamiento católico no se esté denunciando la iniquidad y proponiendo un orden alternativo, como Chesterton y Belloc hicieron hace casi un siglo, en una coyuntura simil a r, me empieza a oler a chamusquina.

(XL Semanal, 26 de junio de 2010)

 

7. Unas medidas magníficas

España va «por muy buen camino», nos ha dicho una teutona que parece una alegoría andante del bromuro de potasio; y Botín, en un alarde de humorismo cruel, saluda con alborozo las «magníficas» medidas acometidas por Zapatero, convertido en estos días en sonriente perro caniche a quien los poderosos del mundo pasan la mano por el lomo, agradecidos de que les haya lustrado las botas a lametazos. Junto al perro caniche comparecían el otro día los gozquecillos de la patronal y los sindicatos en la famosa foto del «pacto social», todos igual de risueños y meneando el rabo, mientras se anunciaban las nuevas cifras del paro. ¿Y en qué consiste este «pacto social» que a todos tiene tan contentos? Pues consiste en prometer a los parados que algún día llegarán a cobrar una pensión birriosa, si antes han cotizado a la Seguridad Social durante 38 años y medio, que es como si a los miopes nos prometieran devolvernos la vista de un solo ojo en una futura reencarnación, si ahora nos dejamos arrancar ambos.

Lo más simpático de este «pacto social» es que nos lo presentan como una gran conquista del «consenso», ese mito político al servicio de las oligarquías que se arrogan la representación de la sociedad. La fórmula del consenso de las oligarquías políticas, financieras, sindicales y mediáticas la tiene bien estudiada el maestro Dalmacio Negro: sus instrumentos son el miedo, la propaganda y la delegación del poder atribuido al pueblo mediante la ficción de la representación; su objetivo, crear una sociedad política superpuesta a la sociedad real sin que nadie rechiste, logrando incluso que la sociedad real comulgue con ruedas de molino tan indigestas como este «pacto social». Pero para conseguir que el pueblo comulgue con pactos como éste hace falta primeramente destruirlo, sometiéndolo a las conveniencias de las oligarquías como la marioneta se somete a los caprichos del titiritero que maneja sus hilos. Esta conversión del pueblo en una papilla informe que las oligarquías moldean a su gusto la describió proféticamente Tocqueville: «Después de haber tomado entre sus poderosas manos a cada individuo y de haberlo formado a su antojo, el soberano extiende sus brazos sobre la sociedad entera y cubre su superficie de un enjambre de leyes complicadas, minuciosas y uniformes, a través de las cuales los espíritus más vigorosos no pueden abrirse paso y adelantarse a la muchedumbre: no destruye las voluntades, pero las ablanda, las somete y dirige; obliga raras veces a obrar, pero se opone incesantemente a que se obre; no destruye, pero impide crear; no tiraniza, pero oprime; mortifica, embrutece, extingue, debilita y reduce, en fin, a cada nación a un rebaño de animales tímidos, cuyo pastor es el Estado».

Esta nueva forma de tiranía, disfrazada de democracia, suplanta la verdad de las cosas por el interés de las oligarquías, que se presenta a los ojos de la sociedad reducida a «rebaño de animales tímidos» como un consenso necesario. Y así, en un birlibirloque genial, se logra que quienes nos condujeran al estado de miseria que ahora padecemos aparezcan antes nuestros ojos como auténticos salvadores; y, aunque tal salvación se logre a costa de reducirnos todavía a mayor miseria, la aceptemos como un remedio benéfico. Naturalmente que España va «por muy buen camino»: exactamente por el camino que las oligarquías políticas, financieras, sindicales y mediáticas han trazado, después de reducirnos a papilla; y, en este sentido, las medidas acometidas son «magníficas». A nosotros sólo nos resta recibirlas con balidos de gratitud.

(ABC, 5 de febrero de 2011)

 

8. La prosperidad de mañana

Con «el mañana» ocurre lo mismo que con la tortuga de Aquiles en la célebre aporía de Zenón de Elea, que por mucho que lo persigamos nunca llegamos a darle alcance, aunque nos parezca que lo tenemos a tiro de piedra; y, cuando nos abalanzamos sobre él, para cogerlo del pescuezo, descubrimos que lo que habíamos confundido con «el mañana» promisorio es en realidad «el hoy» que nos mancha las manos con su ceniza funesta, mientras «el mañana» nos saluda socarrón en lontananza, invitándonos a proseguir la carrera sin fin. Así que encomendarse al mañana es como hacerlo ad calendas graecas; sólo que «el mañana» tiene una aureola de optimismo eufórico que siempre ha molado mucho en ambientes progresistas.

Donde un facha irredento dice «cuando las ranas críen pelo» o bien «cuando San Juan baje el dedo» (en este caso último, el facha irredento se delata también como ultracatólico furibundo), el progresista dice «mañana» y se queda tan pancho. Escarmentado de hacer promesas con plazo fijo, Zapatero acaba de decir que «lo que hoy sembramos es la prosperidad de mañana», refiriéndose a las reformas laborales emprendidas bajo su mandato. En junio del pasado año, cuando se acababan de aprobar las reformas de marras, la propaganda gubernativa afirmaba que en año y medio se habrían creado –¡échale un galgo!– 2.370.000 empleos; cumplido la mitad del plazo, se han destruido 250.000 empleos más, lo que nos obligaría a creer que en los próximos nueve meses se crearán 2.620.000, para lo que hace falta una fe progresista del tamaño de un cachalote. Y como a la fe progresista, que anda un poco renqueante y con las tripas horras, no se le pueden pedir tales esfuerzos cetáceos, Zapatero sustituye las cifras exactas y los plazos fijos por «la prosperidad de mañana», que es un brindis al sol la mar de eufónico y ofrece, además, a sus fieles la oportunidad de imaginarse a Zapatero convertido en una nueva cabra Amaltea, de cuyos cuernos brotarán ríos de leche y miel.

Zapatero ha renunciado a aquella graciosa manía de poner fecha a la recuperación económica, sustituyendo las predicciones conclusivas por la remisión a ese «mañana» escurridizo como la tortuga de Zenón de Elea. Pero, siendo como es Zapatero un excelente humorista cínico, no puede renunciar a hacer escarnio de la pobre gente que todavía lo escucha, vigorizada por esa fe progresista que hace el milagro de convertir el ronroneo de las tripas horras en un rugido de aprobación y entusiasmo. Porque para hablar de «la prosperidad de mañana» a la gente con las tripas horras a la que has dejado sin trabajo y sin esperanza de cobrar pensión hace falta, desde luego, un cuajo cínico que no tenía ni siquiera aquel mezquino clérigo de Maqueda que, después de matar de hambre al infortunado Lázaro de Tormes durante toda la semana, lo mandaba los sábados a comprarle una cabeza de carnero, que se zampaba en un santiamén, para después echarle en una escudilla al famélico Lázaro los huesos roídos y decirle: «Toma, come, triunfa, que para ti es el mundo. ¡Mejor vida tienes que el Papa!».

Esa escudilla con huesos roídos es «la prosperidad de mañana» que nos reserva Zapatero: «Tomad, comed y triunfad, que para vosotros es el mundo». Y, como los papas ya no son lo que eran y mentarlos es, además, cosa de ultracatólicos furibundos, podrá apostillar: «¡Mejor vida tenéis que Botín y la Merkel juntos!». Que no en vano son los que le han indicado el camino de «la prosperidad de mañana».

(ABC, 21 de febrero de 2011)

 

9. El buen camino

La teutona Merkel le dijo a Zapatero, convertido en el perro caniche de la plutocracia internacional, que «España va por muy buen camino»; y sus palabras enseguida fueron aplaudidas, como si de un ensalmo se trataran, por los medios de adoctrinamiento de masas. Aplaudieron con las orejas los banqueros, que se apresuraron a afirmar que las medidas adoptadas por el perro caniche eran «magníficas». Aplaudieron con las orejas los acólitos del perro caniche, a quienes les da igual so que arre con tal de que su perro caniche se libre del apaleamiento al que está siendo sometido. Y hasta los apaleadores del perro caniche (o sea, la derecha política y mediática), que llevaban demandando «reformas» (palabra talismán que siempre se emplea de forma eufemística, para encubrir lo que a continuación describiremos) aplaudieron, aunque fuera de forma tibia y a regañadientes, acompañando su aplauso remolón de la consabida coletilla: «Pero tales medidas llegan tarde». Así que, siquiera por una vez, tenemos a los llamados «formadores de la opinión pública» (que en realidad son sus deformadores) conformes en que el camino marcado por Merkel a nuestro perro caniche es el camino fetén; y los acólitos y apaleadores del perro caniche, por una vez de acuerdo, sólo se disputan cuestiones de matiz: «¿No decíais que Zapatero nos conducía al desastre? Pues la teutona le ha dado el espaldarazo», se pavonean los acólitos; y los apaleadores replican: «Un tirón de orejas es lo que le ha dado, por resistirse a aplicar las reformas que tanto tiempo llevamos demandando».

Y, entretanto, nadie se ocupa de explicar cuál es ese «buen camino» al que se refería la teutona. O, en el mejor de los casos, se designa como «ortodoxia económica», «ajuste fiscal», «reducción del déficit» y demás bombas de humo con que oculta la verdadera naturaleza de las «reformas» acometidas por nuestro perro caniche, a quien la plutocracia internacional ha obligado a reducir la deuda pública. ¿Y cómo se ha reducido dicha deuda? Pues mediante un procedimiento muy sencillo, que consiste en beneficiar a los ricos y acogotar a los pobres (esto es, a quienes dependen de una remuneración fija, llámese salario o pensión): subiendo los impuestos sobre la renta, reduciendo los salarios, postergando o racaneando el pago de las pensiones. El «buen camino» señalado por la teutona Merkel, jaleado por los banqueros y asumido por nuestro perro caniche consiste, en fin, en apretar las tuercas a quienes dependen de un sueldo para subvenir sus necesidades, mientras se protege a quienes viven opíparamente de las rentas del capital; esto es, a quienes invierten en «productos financieros». A esto se llama plutocracia, que significa gobierno de los ricos.

El «buen camino» que, a juicio de la teutona Merkel, ha emprendido España significa que los plutócratas titulares de la deuda española (curiosamente, teutones en una gran proporción) pueden estar tranquilos, porque los españoles que dependen de un salario verán reducida su renta. O sea, que los pobres españoles se encargarán de solucionarles la papeleta a los ricos teutones que invirtieron en valores tan discutibles como la deuda española. Como, además, los salarios españoles son aproximadamente la mitad que los salarios teutones (aunque los precios de los bienes de consumo sean los mismos en España y Alemania, gracias el benéfico euro), el «buen camino» significa que los pobres españoles (asalariados y pensionistas) lo serán todavía más, en comparación con los teutones. Siguiendo este «buen camino», nos dicen, se salva la deuda pública española; pero lo que en verdad se salva son las rentas del capital de la plutocracia internacional: por eso los banqueros (que son los únicos que aplauden con sentido) han aplaudido con las orejas las «magníficas» medidas del perro caniche, que salvan su chiringuito. Un chiringuito que, como ellos bien saben, está en quiebra.

El «buen camino», en fin, es la consagración de la plutocracia internacional, el sometimiento de la economía real a la especulación, el parasitismo de rentistas e intermediarios financieros sobre trabajadores, autónomos y pensionistas, que después de ser exprimidos por la vía tributaria lo serán también mediante la reducción de sus salarios y pensiones, para pagar las pérdidas de los especuladores. A esta operación infame de salvamento de la plutocracia internacional la llaman el «buen camino». Y la pobre gente engañada inclina la testuz y apoquina, mientras los formadores de la opinión pública (los corifeos del sistema) aplauden cínicamente. Qué asco.

(XL Semanal,22 de febrero de 2011)

 

10. Indignados

Hay quienes aventuran –puerilmente– que la acampada de la Puerta del Sol está manejada entre bambalinas por la izquierda; pero la izquierda no necesita recurrir a tales manejos, por la sencilla razón de que el clima de la época está suficientemente anegado de sus consignas utópicas (consignas que luego se pasa por el forro de los cojones cuando gobierna). Y así, toda revuelta o protesta popular que surja en nuestra época tendrá infaliblemente una formulación «progresista», más o menos quimérica o desorganizada, pero «progresista» siempre. Porque esos chavales indignados son hijos de su época; y su carácter, su conciencia y, en general, toda su esfera interior (lo que los antiguos llamaban alma) han sido moldeados por la propaganda progresista, que es algo así como el líquido amniótico en el que han sido gestados, y la leche nutricia que los ha alimentado mientras fueron a la escuela o a la universidad, mientras veían televisión o navegaban por internet. Nadie necesita manipularlos, puesto que han sido previamente moldeados; y quien ha sido previamente moldeado, aun cuando revienta (o sobre todo cuando revienta), lo salpica todo de progresismo.

Así pueden comprenderse las palabras solidarias con que los socialistas acogen la acampada de la Puerta del Sol, que a simple vista pueden parecer cínicas o sarcásticas. Y que sin duda lo son, pero de un modo mucho más alevoso y sofisticado de lo que a simple vista parece. Cuando Zapatero, Chacón o Pajín se precian de comprender a los chavales indignados de la Puerta del Sol actúan con la misma socarronería del ciego cabrón del Lazarillo, que después de descalabrar al protagonista con una jarra de vino se burla de él, mientras lo cura aplicándole vino en las heridas: «¿Qué te parece, Lázaro? El mismo vino que te enfermó te cura y da salud». Los socialistas saben bien que un empacho de consignas progresistas sólo puede concluir con una vomitona de consignas progresistas; y esto es lo que, a la postre, refleja la menestra de proclamas que se vociferan en la Puerta del Sol: un vómito de progresismo enfermo que sólo podría sanarse auténticamente renegando de la causa de sus males; pero tal sanación exige una «metanoia», un cambio de mente que quienes han sido moldeados en el progresismo no pueden acometer. Que ni siquiera pueden vislumbrar.

Sin embargo, en la naturaleza humana subyace siempre –no importa cuán anegada esté de propaganda, cuán moldeada por el clima corruptor de su época– una nostalgia de la belleza, el bien y la verdad. Y ese fondo es el que asoma, magullado, malherido, hecho trizas o añicos, entre la empanada mental de proclamas que los chavales indignados lanzan contra el «sistema» que los ha moldeado; proclamas cuyo lenguaje acata los códigos que el propio «sistema» les ha inculcado: democracia participativa, libertades ciudadanas, subsidios, financiación pública, etcétera; y todo ello aderezado con un emotivismo párvulo y efervescente. Que es como si el esclavo le pidiera a su amo que lo esclavice más amorosamente, que le brinde mejor techo y comida más abundante; requerimiento que halaga al amo sobremanera, pues cuando el esclavo reclama mejoras en las condiciones de su esclavitud está reconociendo que sin esclavitud no podría sobrevivir ya, que no hay vida fuera de la esclavitud. Y entonces el amo le dice al esclavo con sorna, mientras satisface sus peticiones: «¿Qué te parece? El mismo vino que te enfermó te cura y da salud».

(ABC, 21 de mayo de 2011)

 

11. Plutocracia

Cuando era joven, no leía las páginas económicas de los diarios porque se me antojaban un coñazo; y la petulancia propia del hombre de letras me obligaba a desdeñar los números. Ahora que soy mayor procuro no leerlas tampoco, pero en mi elección ya no intervienen la petulancia o el desdén, sino el horror al mal. El mal, sin embargo, posee una fascinación hipnótica, una suerte de magnetismo turbio, como la Gorgona; y aunque sepamos que mirarlo de frente nos petrificará, acabamos haciéndolo. Hace un par de semanas, las páginas económicas de los diarios publicaban los resultados de las principales compañías eléctricas: así, sabíamos que una de ellas había obtenido un beneficio neto, durante el primer trimestre de este ejercicio, superior a los 1.000 millones de euros, un diez por ciento más que el primer trimestre del año anterior; y que otra había cerrado el pasado ejercicio con un beneficio de más de 4.100 millones, un veinte por ciento más que el ejercicio anterior. El consejero delegado de esta última, para celebrar tan opíparos resultados, reclamaba al Gobierno una subida de la tarifa de acceso de entre el 15 y el 20 por ciento durante los dos próximos años, que se traduciría en un alza del recibo de la luz de entre un 7,5 y un 10 por ciento; un alza que debería acumularse a las sufridas en los últimos tiempos. Con un par.

Hasta aquí los números, expuestos desnudamente, con esa aritmética gélida con que se desenvuelve el mal. Cifras semejantes las hallamos todos los días en las páginas económicas de los periódicos, referidas a grandes corporaciones y emporios financieros: pocos días antes, el consejero delegado de un banco, tras hacer públicos sus beneficios mastodónticos, anunciaba que las concesiones de créditos se mantendría n cerradas durante los próximos años. Y, entretanto, crece la insolvencia de familias y pequeños empresarios, incapaces de afrontar sus deudas; crecen el paro (en volandas de esa «flexibilización del empleo» que, según nos aseguran cínicamente, es la panacea contra la crisis) y los recortes salariales que es un primor. De donde hemos de inferir, necesariamente, que el deterioro constante de nuestra economía real es proporcional a la creciente lozanía de las grandes corporaciones; y que todas las medidas que hasta la fecha han impulsado los gobiernos no tienen otro objeto que detraer el dinero de la economía real para engrosar las cuentas de resultados de las grandes corporaciones. Las subidas del recibo de la luz quizá sean una expresión especialmente escandalosa; pero encontraríamos otras pruebas por doquier, igualmente inequívocas.

A medida que la crisis causa estragos, resulta cada vez más evidente que estamos asistiendo a la consagración de una nueva forma de plutocracia, lograda sobre el expolio de la economía real y la rendición del poder político, convertido en perro caniche de las consignas que recibe del gran capital. La crisis, que nació cuando la burbuja del sector financiero alcanzó dimensiones insoportables, se pretende solucionar del modo más peregrino: en lugar de explotar esa burbuja vacía, o de reducirla a unas dimensiones soportables, lo que se trata es de abastecerla, nutriéndola con los recursos de una economía real exhausta, hasta convertirla en una burbuja «maciza», mientras la economía real queda reducida a una carcasa hueca y exangüe (paro creciente, familias insolventes, pequeñas empresas condenadas a la quiebra, etcétera). Para completar esta labor maligna, la plutocracia tiene bien agarraditos de salva sea la parte a los Estados, cuya deuda forma parte de esa burbuja financiera que ahora se trata de estabilizar a toda costa, reduciendo a la inanición a sus contribuyentes; es un empeño suicida, pero los Estados han asociado su destino al de la plutocracia: forman ya una aleación inseparable, una amalgama que tarde o temprano saltará hecha añicos; pero que, hasta entonces, nadie podrá separar.

En medio de este enjambre de malignidad, la propaganda oficial se desvive por convencer a la pobre gente expoliada de que las privaciones y sacrificios que ahora se le exigen redundarán en su beneficio. Que es como si el vampiro prometiera sarcásticamente a la víctima cuyas venas está saqueando que de este modo la protegerá de contraer una anemia. Y, mientras nos imponen nuevas privaciones y sacrificios, nos entretienen con sus cabriolas y volteretas (una campaña electoral por aquí, unas primarias por allá), que es como si el vampiro que nos saquea las venas nos hiciera cosquillas en las plantas de los pies, para aliviarnos los estertores.

(XL Semanal, 22 de mayo de 2011)

 

12. La crisis y los hijos

El sistema esclavista se fundó sobre la destrucción de la familia. Esclavo era quien no tenía derecho a formar una familia, quien podía ser separado sin titubeos de sus hijos y condenado a satisfacer sus instintos en la promiscuidad más turbia y bestial. Aquel sistema entró en crisis cuando los esclavos, por influjo del cristianismo, empezaron a preservar su dignidad, cuando se resistieron a ser separados de sus hijos y de las mujeres que los habían concebido. Y, al fundar una familia, aquellos esclavos se sintieron «enraizados» en algo; y, como siempre ocurre que los hombres se «enraízan», anhelan una tierra que los nutra y haga más firme su vínculo: así nació, como corolario de la familia, la noción de propiedad, que es una institución de derecho natural, inscrita en el corazón del hombre.

El «Estado servil» –híbrido resultante de la coyunda entre capitalismo y socialismo– se funda sobre la misma premisa que el esclavista. Sólo que, en su propósito de esclavizar a los hombres, ya no puede arrebatarles crudamente su dignidad, como hacían los propietarios de esclavos de antaño; necesita «sobornar» su dignidad, necesita procurarles placeres anestesiantes, necesita garantizarles un cierto grado de bienestar material que los aborregue y someta. Pero el fundamento del «Estado servil» es exactamente el mismo que el del sistema esclavista: se trata de destruir la familia y, con ella, los vínculos de pertenencia que enraízan a los hombres. Todos los formuladores del pensamiento económico liberal coinciden en este extremo: desde Adam Smith a John Stuart Mill, pasando por David Ricardo o Malthus, consideran que la institución familiar es una amenaza para el desarrollo económico; y postulan una sociedad desvinculada, en la que las personas ya no sean inteligibles desde los vínculos comunitarios, sino «reconstruidas» como individuos que se guían por sus actuaciones volitivas autónomas. De este modo, la moralidad se determina por la preferencia subjetiva; y la libertad es concebida como ausencia de toda constricción. Por supuesto, la familia se erige en la principal constricción para la supuesta «libertad perfecta» del sistema económico, que consiste en la implantación del trabajo obligatorio, legalmente exigible a los que no poseen la propiedad de los medios de producción, para beneficio de los que la poseen. Y en la entronización de ese «trabajo obligatorio» como máxima aspiración humana, lograda a costa de cualquier otra aspiración... sobre todo, a costa de la más humana de todas las aspiraciones, que es la de formar una familia y tener hijos.

Para su perpetuación, el «Estado servil» necesita destruir la comunidad organizada en torno a la familia, reduciéndola a una masa amorfa, sobornada y sumisa, incapacitada para otra aspiración que no sea la satisfacción de sus preferencias subjetivas. Todos los sucesivos engendros que ha ido expeliendo el «Estado servil» –feminismo, consumismo, estancamiento demográfico, etcétera–, no son sino estadios progresivos de esa labor destructiva, que alcanza su expresión más desesperada en épocas de crisis. Porque quienes han sido «sobornados» están dispuestos a sacrificar su aspiración más humana –casarse y tener hijos–, con tal de seguir disfrutando del soborno, incluso cuando el soborno se acaba, desvelando su triste y terminal condición servil.

(ABC, 30 de mayo de 2011)

 

13. El tiempo de la limosna

Han pasado apenas unos días desde la celebración de las elecciones municipales y autonómicas cuando escribo estas líneas, y los acampados de la Puerta del Sol, que acapararon portadas en las fechas inmediatamente anteriores al 22 de mayo, empiezan a ser vistos como una chusma pulgosa y aborrecible. Aquí puede decirse con propiedad que «en el pecado llevan la penitencia»: para combatir el sistema del que abominaban, los acampados quisieron explotar la resonancia y el brillo mediático que el propio sistema les brindaba, aprovechándose de una coyuntura electoral; y como, a la postre, el sistema pasó como una apisonadora sobre su chiringuito, sus reivindicaciones parecen hoy obsoletas y descangalladas, como cachivaches inservibles que recluimos en el desván. En lo que vuelve a demostrarse que el sistema forma una amalgama de poder inexpugnable; y que pretender derribarlo con acampadas es como oponerse al avance de una división Panzer armado con un tirachinas.

Las proclamas de los indignados estaban, por lo demás, lastradas por un emotivismo párvulo, por una retórica atufada de porros; y en casi todas ellas se percibía una candorosa ausencia de teoría política que se suplía con consignas más viejas que la tos. Quizá lo más llamativo de tales consignas era que, a la vez que reclamaban el desmantelamiento del sistema, demandaban más «libertades ciudadanas» y «financiación pública» al mismo sistema que combatían, ignorantes tal vez de que, si el sistema se ha hecho fuerte, es precisamente porque, a la vez que nos oprime y desangra, nos mantiene entretenidos con estos caramelos envenenados. A la postre, todos somos hijos de nuestra época; y los chavales indignados de la Puerta del Sol, al exigir que el reparto de caramelos envenenados se reactivase, no hacían sino proclamarse siervos del sistema que los ha modelado interiormente. Como a todos nosotros.

Pero así y todo... había en la acampada de la Puerta del Sol un fondo –magullado, malherido, hecho añicos– de bendita rebeldía española, reciclada en rastas y tetabrick, que suscitaba cierta esperanza. Es verdad que la expresión de esa rebeldía era intuitiva, caótica y, en último extremo, ahogada por un vómito ideológico, como no podía ser de otro modo en una época en que el sistema se preocupa de empacharnos de morralla ideológica, para que nos entretengamos disputando sobre las consecuencias del mal que nos aflige, enviscados los unos contra los otros e incapaces de ascender hasta sus primeras causas. Este vómito ideológico que caracterizaba la protesta de los indignados los hacía antipáticos para mucha gente (la que «profesa» ideologías adversas); pero por debajo de ese vómito subyacía un malestar más profundo, compartido hasta por quienes los miraban con antipatía. Y ese malestar es la conciencia de que vivimos en una época en que el poder político, económico y mediático han formado una amalgama monstruosa, un Leviatán infinitamente más tiránico y acaparador que en cualquier otra época de la historia; disfrazado de ropajes democráticos, endulzado de «libertades ciudadanas» y otras golosinas suculentas, pero Leviatán rampante que nos deglute y tritura como si estuviésemos hechos de alfeñique.

En este Leviatán rampante, al pueblo (que ya ni siquiera es pueblo, sino ciudadanía gregaria y amorfa, ciudadanía sin mística ni ascética) se le asignado un papel de mera comparsa retórica, mientras el sistema controla todas las instituciones que deberían estar al servicio del pueblo, desde los sindicatos al poder judicial, pasando por las universidades, las cajas de ahorro o los medios de comunicación. El instrumento para perpetuar esta dominación es la partitocracia, que a la vez que desvirtúa las instituciones públicas hasta destruirlas, degrada al pueblo, convirtiéndolo en un organismo desvinculado, al que primero se agita con consignas ideológicas que actúan a modo de implantes emocionales, para después convertirlo en una papilla que se resigna al clientelismo, que acepta la corrupción como una calamidad endémica e irremediable, que reclama como un chiquilín emberrinchado un plato de lentejas en forma de «libertades ciudadanas» o «financiación pública». Pero reclamar un plato de lentejas cuando previamente se ha renunciado a la primogenitura es inútil; porque ese plato de lentejas ha dejado ya de ser tu propiedad inalienable, para convertirse en una limosna que el sistema te concede o te niega según su libre arbitrio. Y que, al fin y a la postre, se convierte en un caramelo envenenado.

(XL Semanal, 5 de junio de 2011)

 

14. Atrapados sin salida

De vez en cuando trepan a los titulares de prensa noticias como nubarrones de zozobra que son la expresión del dilema irresoluble en que se hallan las sociedades occidentales, empujadas hacia un callejón sin salida. Son noticias que avizoran catástrofes sin cuento, fruto del desarrollo tecnológico o del crecimiento económico que antes nos auparon; y ante las cuales nos quedamos petrificados, incapaces de reacción, o conscientes de que cualquier reacción es inútil ya, porque el veneno que nos mata es al mismo tiempo la medicina que garantiza nuestra supervivencia, porque dar marcha atrás resulta ya imposible, o tan arduo que ni siquiera podemos concebir (mucho menos afrontar) las consecuencias insoportables de la renuncia. Sabemos que estamos atrapados y sin salida; y que todo esfuerzo de rectificación demandaría de nosotros sacrificios ímprobos, impronunciables, sobrehumanos. Somos rehenes del mal que hemos creado, pensando que redundaría en nuestro beneficio; y descubrirlo nos paraliza, o en el mejor de los casos nos incita a un pataleo estéril, consciente de su inutilidad. Entonces la noticia que había trepado a los titulares de prensa hace mutis por el foro, cabizbaja y de puntillas, dejándonos con una suerte de zozobra o impresión de acabamiento; pero nada hacemos –nada podemos hacer– por exorcizarla.

De vez en cuando, aflora el debate sobre las ventajas e inconvenientes de la energía nuclear. Pero la triste realidad es que ya no podemos sobrevivir sin ella: nuestra forma de vida demanda una producción energética creciente; y retornar a un estadio de privaciones en el que la energía nuclear resulte superflua o prescindible se nos antoja intolerable. Al mismo tiempo, sabemos que tampoco podremos sobrevivir con ella: tarde o temprano, por mucho que nos afanemos en construir centrales nucleares con sistemas de seguridad a prueba de terremotos como el de Japón, sobrevendrá un terremoto que deje chiquito el de Japón; y, aun suponiendo que llegáramos a construir centrales nucleares capaces de resistir cualquier catástrofe natural, nunca podríamos impedir que un gobernante o un terrorista desquiciados la empleasen con fines destructivos. Somos rehenes de la energía nuclear; y aunque decidamos no construir centrales nucleares, o desmantelar las que tenemos, sabemos que será a costa de importar la energía nuclear que se genere en los arrabales del atlas (donde las medidas de seguridad sean tal vez menores que las nuestras), aumentando nuestra debilidad. Todo intento de resolver este dilema irresoluble es un pataleo estéril: porque el veneno que nos mata es al mismo tiempo la medicina que garantiza nuestra supervivencia. O siquiera la supervivencia de una forma de vida que, íntimamente, sabemos injusta y depredadora; pero a la que ya no estamos dispuestos a renunciar... aunque, por no sacrificarla, ella acabe sacrificándonos a nosotros.

Hace unas semanas, trepaba a los titulares de prensa otra de esas noticias que nos plantean un dilema irresoluble: el uso de teléfonos móviles podría ser cancerígeno. No es la primera vez que se formula esta hipótesis científica, todavía no demostrada plenamente pero cada vez más plausible; y a nadie se le escapa que el cáncer se está convirtiendo en una plaga creciente, cuya progresión devastadora está vinculada con nuestra forma de vida. Pero quienes hemos adoptado esa forma de vida ya no podríamos prescindir de nuestros teléfonos móviles; y quienes nos han incitado a adoptarla no estarían dispuestos a dejar de fabricarlos. De modo que la noticia hace mutis por el foro, antes de que el dilema irresoluble nos conduzca a pasadizos de angustia; lo mismo ha ocurrido con otra noticia que trepaba a los titulares de prensa hace apenas unos días: Bill Gross, el mayor gestor de fondos del mundo, afirmaba que Estados Unidos se halla en peor situación financiera que Grecia, que es tanto como decir que estamos al borde de una bancarrota mundial. Pero que Grecia esté arruinada nos consuela, aunque sea el consuelo amargo de aquel sabio de Calderón que, obligado a alimentarse de las hierbas que recogía del campo, comprobaba que otro sabio se alimentaba de las hierbas que él desdeñaba; que Estados Unidos esté arruinado significa que se han acabado las hierbas (y no digamos los brotes verdes), que nuestra forma de vida ha dejado de ser viable. Y entonces sólo nos resta, como a los personajes del poema de Kavafis, aguardar estólidamente la «llegada de los bárbaros», el desenlace fatídico y estragador.

(XL Semanal, 26 de junio de 2011)

 

15. Metanoia

Cada vez se me antojan más pueriles y tediosos los intentos de pronosticar el «final» de la crisis económica. Empezaron los políticos, en un intento grotesco de retener los votos que me recordaba el pataleo de un escarabajo panza arriba que pugna en vano por darse la vuelta; después se incorporaron al gremio de los pronosticadores los medios de comunicación, los llamados «agentes sociales», los organismos internacionales, la banca, en un afán desesperado por exorcizar los fantasmas de la quiebra generalizada. Y, con el caramelo de alcanzar el «final» de la crisis económica (que es lo más parecido a la tortuga que nunca alcanza Aquiles, en la paradoja de Zenón de Elea), unos y otros han perpetrado, amparados en una jerga aparentemente indolora («flexibilidad laboral», «ajuste fiscal», etcétera), las más cruentas tropelías, que a la postre sólo servirán para arruinar por completo la maltrecha economía real. Pero todos estos pronósticos y esfuerzos por anticipar el «final» de la crisis económica adolecen de un mismo error de raíz: tal crisis nunca ha existido. No nos hallamos en el corazón (mucho menos en las postrimerías) de una crisis económica, sino en los albores de un cambio de era.

Nunca hubo una crisis económica. Hubo el colapso de una forma de vida, que en su manifestación más aparatosa se revistió de ruina financiera; pero tal manifestación no deja de ser un «fenómeno» más de ese colapso, ni siquiera el más evidente o estragador, aunque así lo percibamos, dada nuestra dependencia del «ídolo de iniquidad» Mammón, el demonio de la avaricia y de la riqueza. Pero los fenómenos a través de los cuales se ha manifestado ese colapso se pueden hallar por doquier, bajo las especies del rifirrafe ideológico, la descomposición del tejido social o la entronización de una moral relativista; y todos esos fenómenos no son sino «representaciones» de una realidad más honda, que en su naturaleza última es religiosa (a fin de cuentas, ¿qué son las idolatrías, sino sucedáneos o sustitutivos de la religión?). El cambio de era en el que nos hallamos inmersos no es, a la postre, sino el estrepitoso derrumbamiento de una idolatría (que es el fin natural de todas ellas); realidad ante la cual sólo caben dos respuestas: negarla (y entonces el ídolo que cae aplasta y reduce a fosfatina a sus tozudos prosélitos) o aceptarla; pero aceptar esa realidad exige lo que los griegos denominaban una «metanoia», un «cambio de mente», una conversión radical, una transformación interior profunda.

Inevitablemente, los jerarcas de la idolatría, que han logrado que nuestra experiencia cierta de la vida y nuestro sentido común sean anulados por la bruma ideológica, negarán su colapso sin importarles que el ídolo nos aplaste debajo; y, en su afán por restaurarlo, se disponen a chuparnos hasta la última gota de sangre. Las probabilidades de que lo consigan son, desde luego, elevadas, pues la idolatría, durante el tiempo que se mantuvo vigente, logró sobornarnos hasta extremos de deshumanización; y en ese soborno ciframos ahora nuestra supervivencia. Tememos que si la idolatría no se restablece ya nunca más podamos «disfrutar» de los caramelos con los que entretenía nuestra dependencia (libertades y derechos para confiscarnos el alma; subsidios y limosnas varias para arruinar nuestra capacidad de esfuerzo vital); y aunque intuimos que tales caramelos se han agotado para siempre, nos aferramos a su fantasmagoría, algunos con docilidad pusilánime, otros con «indignación» más o menos gallarda. Pero la «indignación» nada tiene que ver con la «metanoia» (más bien es su contraria), pues reclama a la idolatría «correcciones» (¡como si las idolatrías pudieran corregirse!), a cambio de que pueda seguir confiscándonos el alma y arruinando nuestra capacidad de esfuerzo vital.

La «metanoia» nos exige arrumbar sinceramente la idolatría y restaurar la forma de vida que la idolatría arruinó. Pero arrumbar la idolatría exige vivir fuera del «presente» instaurado por sus jerarcas. Y los jerarcas de la idolatría, ayudados por sus mamporreros, rechazan instintivamente hacia la soledad a todo profeta que vive en el tiempo futuro, lo silencian y lo matan, siquiera civilmente. Todo con tal de que la gente no asuma que se halla inmersa en un cambio de era.

(XL Semanal, 3 de julio de 2011)

 

16. Salarios y productividad

Desde que en España se declarase la crisis económica, empezó a proclamarse, a modo de mantra o ensalmo, que había que «flexibilizar el mercado laboral», que la contratación «exigía reformas estructurales», que la competitividad laboral exigía «quitar rigideces». Poco a poco fuimos descubriendo que «flexibilizar el mercado laboral» significaba abaratar el despido, que las «reformas estructurales» consistían en recortar salarios, que «quitar rigideces» se resumía en vulnerar las garantías de los trabajadores. Se abarató el despido, se recortaron los salarios y se vulneraron las garantías de los trabajadores, como si tal cosa; y cuando ya parecía que los mantras o ensalmos habían cumplido su tarea de reducir al trabajador a un guiñapo, los artífices del desmán lanzaron otra consigna, para reducir el guiñapo a fosfatina: «Hay que ligar salarios y productividad». Creo que fue la teutona Merkel quien la puso de moda; pero de inmediato la empezaron a corear los plutócratas, los periodistas de pesebre, los politiquillos de diestra y siniestra: así hasta que la consigna se convirtió en una suerte de dogma económico inatacable.

Varios lectores me preguntan si es cristiano ligar salarios y productividad. Como nos recordaba León XIII en su encíclica Rerum novarum, es una injusticia crasa que atenta contra la dignidad de los trabajadores, por abusar de ellos «como de cosas de lucro y no estimarlas en más que cuanto sus nervios y músculos puedan dar de sí». Y como Pío XI, cuarenta años más tarde, establecía explícitamente: «Se equivocan de medio a medio quienes no vacilan en divulgar el principio según el cual el valor del trabajo y su remuneración debe fijarse en lo que se tase el valor del fruto por él producido» (Quadragesimo anno, 68). Para que el trabajo pueda ser valorado justamente y remunerado equitativamente, es preciso, afirmaba Pío XI, que el salario «alcance a cubrir el sustento del obrero y el de su familia, ajustándose a las cargas familiares, de modo que, aumentando éstas, aumente también aquél». También es preciso, por supuesto, tener en consideración «las condiciones de la empresa y del empresario, pues sería injusto exigir unos salarios tan elevados que la empresa no los podría soportar, sin la ruina propia y la consiguiente de todos los obreros»; y aquí Pío XI añadía una observación actualísima, que incumbe a los gobiernos: «Y cuando los ingresos no son lo suficientemente elevados para poder atender a la equitativa remuneración de los obreros, porque las empresas se ven gravadas por cargas injustas o forzadas a vender los productos del trabajo a un precio no remunerador, quienes de tal modo las agobian son reos de un grave delito, ya que privan de su justo salario a los obreros, que, obligados por la necesidad, se ven compelidos a aceptar otro menor que el justo». Y es preciso, concluía Pío XI, que la cuantía del salario se acomode al «bien común», de tal modo que exista «una justa proporción entre los salarios y los precios a los que se venden los diversos productos agrícolas, industriales, etc. Si tales proporciones se guardan de una manera conveniente, los diversos ramos de la producción se complementarán y ensamblarán, aportándose, a manera de miembros, ayuda y perfección mutua».

Esta es la doctrina de la Iglesia sobre el salario justo y debido. Ligar salarios y productividad es, pues, radicalmente anticristiano. «Y defraudar a alguien en el salario debido –nos recuerda León XIII– es un gran crimen y un fraude que clama al cielo».

(ABC, 9 de julio de 2011)

 

17. La caída de Babilonia

Decía Leon Bloy: «Cuando quiero saber las últimas noticias, leo el Apocalipsis». Y, siguiendo el consejo de aquel divino loco, uno entiende a la perfección el tropel de noticias histéricas sobre el desplome de las bolsas y el alza galopante de la «prima de riesgo». El visionario de Patmos lo cuenta mucho mejor que cualquier «analista económico» en su narración de la caída de la gran Babilonia: «Llorarán y harán duelo los reyes de la tierra que con ella fornicaron y se dieron al lujo, cuando vean el humo de su incendio; y, desde lejos, por miedo a su tormento, dirán: “¡Ay, ay de la gran ciudad, Babilonia, la ciudad poderosa! ¡Porque en una hora ha llegado tu castigo y ha sido asolada toda tu riqueza!”. También los mercaderes de la tierra llorarán y harán duelo por ella, porque ya nadie compra sus mercancías».

La Babilonia de hogaño es el «imperialismo internacional del dinero», y no tiene residencia fija: «Allá donde halla provecho, allí fija su patria», escribió clarividentemente Pío XI. En Wall Street fijó su patria la gran Babilonia en las últimas décadas; y «del vino del furor de su prostitución bebieron todas las naciones, los reyes de la tierra fornicaron con ella y los mercaderes se enriquecieron del poder de su opulencia». El vino de su prostitución fue la adoración de Mammón; o, como lo explicaba el filósofo Santayana, la creación de una «niebla de las finanzas vagabunda, nominal, inmaterial, que mañana puede destruirse y desvanecerse como un sueño». El desvanecimiento de ese sueño está provocando a ojos vistas la caída de la Babilonia de Wall Street, y con ella la de los reyezuelos europeos que se emborracharon y fornicaron con ella; y su construcción antaño refulgente se ha convertido en «morada de demonios, guarida de todo espíritu inmundo y en albergue de toda ave abominable»; o, traduciendo la expresión del Apocalepta a la jerga de la adoración mammónica, en morada del pánico bursátil, guarida de la quiebra financiera y albergue de la deuda insostenible. Pero el imperialismo internacional del dinero, mientras agoniza y supura pus por todos sus hediondos poros, pugna con uñas y dientes por sobrevivir a la ruina: quiere que sus mercaderes sigan siendo «los magnates de la tierra», quiere seguir «embaucando con sus brujerías a todas las naciones»; y tratará de alzarse sobre sus escombros, fijando su patria allá donde halle su provecho.

Escribe el visionario de Patmos: «Pueblo mío, salid de ella, para que no os hagáis cómplices de sus pecados, y para que no os alcancen sus plagas». Pero, ¿seremos capaces de abandonar esta Babilonia en ruinas, dispuesta a cobrarnos hasta la última libra de carne (y de alma) con tal de sobrevivir? Si nuestra capacidad debe medirse por los pataleos de los «indignados», que por salir de Babilonia entienden concentrarse ante los palacios de los reyezuelos que fornicaron con ella, mendigando las escurrajas del vino de su prostitución, nuestra respuesta ha de ser desalentadora. Pues para abandonar esta Babilonia en ruinas hace falta renegar de su fantasmagoría, fundando una nueva economía natural, con los pies puestos en el suelo y la mirada clavada en el cielo. Pero las cosas naturales, entre quienes han sido embaucados por las brujerías de Babilonia, se antojan insensatas. ¡Dígale usted a los «indignados» que se pongan a arar la tierra y a rezar el ángelus! El arado y el ángelus lo sustituyeron hace mucho por el subsidio o el puesto de funcionario, que eran las escurrajas del vino de la prostitución que les prometía Babilonia; y reclamando esas escurrajas perecerán, aplastados entre sus ruinas.

(ABC, 6 de agosto de 2011)

 

18. ¿Y ahora qué?

Después de marear la perdiz repartiendo collejas a sucesivos chivos expiatorios (que si Grecia, que si Irlanda, que si Portugal...), la crisis de la deuda americana nos ha permitido caer del guindo. Y, una vez caídos del guindo, ¿qué podemos hacer? Pues podemos reconocer nuestras magulladuras y alejarnos del guindo que causó nuestro descalabro; o, por el contrario, podemos ignorar las magulladuras y volvernos a encaramar al guindo, aun a sabiendas de que el próximo descalabro será aún mayor. La primera solución, que es la única sana, exige una metanoia o conversión radical: exige reconocer la quiebra generalizada y establecer un método de condonaciones o reducciones parciales que permita a los países quebrados establecer la verdadera dimensión de sus economías reales, para echar otra vez a andar, renegando del guindo que causó su endeudamiento. La segunda solución, que es la perversa, consiste en no reconocer la quiebra, emitir más deuda y seguir sometidos a los «mercados», como ha hecho el falso mesías Obama. La primera solución permitiría a los Estados mantener su soberanía y refundarse sobre una economía natural; la segunda, les obligará a renunciar a su soberanía y someterse a la esclavitud de los mercados financieros, que instaurarán un nuevo Gobierno Mundial.

Este Gobierno Mundial no se limitará a imponer legislaciones fiscales homogéneas, como creen los «analistas» ilusos. Será una máquina de poder nacida a imagen y semejanza de aquel «Estado servil» que anticipó, con gran clarividencia, Belloc; pero en una dimensión mastodóntica... y cristofóbica. Belloc se refería a la amalgama entre socialismo y capitalismo; el nuevo Gobierno Mundial sellará la alianza entre progresismo y capitalismo financiero. Destruirá, en el aspecto económico, los escasos vestigios que aún subsistan de economía real; y negará, en el aspecto antropológico, las verdades profundas del hombre. Su rasgo distintivo será el mismo que ya distingue a los organismos internacionales encargados de promover un nuevo orden mundial y a los gobiernos que siguen lacayunamente sus directrices: un odio minucioso e insomne a la Iglesia católica, único obstáculo a su hegemonía. Sólo que, si el odio que hasta la fecha los organismos internacionales y sus gobiernos lacayunos han profesado a la Iglesia se ha tropezado con el obstáculo de las legislaciones nacionales y de los particularismos autóctonos, el odio cristofóbico de este nuevo Gobierno Mundial será más compacto y articulado; y ya apenas encontrará resistencia, pues las masas cretinizadas (¡indignadas!) habrán depositado en él su única esperanza de salvación.

La Iglesia (o lo que de ella reste) será el enemigo de este Gobierno Mundial; pues, como afirma el gran Eulogio López, un profeta auténtico disfrazado de periodista económico a quien algunos toman por loco (por tener «oídos para oír» y «ojos para ver»), la Iglesia «es la única institución que cree en que la verdad existe y en que el hombre la puede encontrar a la luz de la revelación y de la razón». Y este Gobierno Mundial se fundará sobre la negación de la verdad: negará que nos hemos caído del guindo, para poder esquilmar los últimos vestigios de economía real; negará la verdad humana, para poder imponer por ley el antinatalismo; y negará a Dios, para poder adorar a Mammón, que –como ocurre con todas las deidades inicuas– sólo se apaciguará con sacrificios humanos. Preparémonos, pues, para los sacrificios más ímprobos; porque la solución segunda ya ha sido adoptada.

(ABC, 13 de agosto de 2011)

 

19. Materialismo e indignación

El derrumbe de la idolatría materialista está provocando en las sociedades occidentales un malestar e indignación crecientes que se desaguan de las formas más variopintas: desde la resignada acedía (así llamaban los antiguos a la mezcla de flojera y pesadumbre de vivir) hasta el vandalismo más feroz y criminal. En la raíz de todas estas expresiones de malestar descubrimos una misma causa mediata o inmediata, que no es otra sino la amputación o estrangulamiento del sentido de la trascendencia, connatural al concepto de persona. El capitalismo, a la vez que se aseguraba para sí el acceso y posesión incontrolada de la riqueza material, se sacó del magín una auténtica olimpiada de derechos que sus vasallos debían esforzarse por conquistar o ganar. Y en el esfuerzo por conquistarlos o ganarlos, los vasallos olvidaron que tales «derechos» no eran sino prerrogativas humanas, el bagaje que Dios ha concedido al hombre para cumplir con su deber máximo –físico y metafísico–, que no es otro sino vivir. Vivir con una particular «metodología del amor» que sólo puede conceder el sentido trascendente, y que el capitalismo desbarató por completo: amor de Dios al hombre, del hombre a Dios y del hombre al hombre.

Esta «metodología del amor» es la única que posee una virtud unitiva capaz de lograr una sociedad justa. El capitalismo llevó al hombre no a la unidad por el amor, sino a la atomización por el odio; porque, a la postre, sus engolosinadores «derechos» se convirtieron en parapetos y empalizadas que rompieron los vínculos naturales entre los hombres, cuando no en catapultas y armas arrojadizas que se dirigieron contra los demás hombres. En un alarde de astucia, el capitalismo logró, incluso, que la noción natural de patria (que no es sino la plasmación más evidente, en el orden político, de esa «metodología del amor» que se había empeñado en destruir) se identificase con una serie de instituciones políticas, sociales y económicas que había creado para su beneficio. Esta propensión «materialista» del capitalismo fue, paradójicamente, adoptada por su enemigo aparente, el marxismo, que no sólo asimiló el vicio de origen del capitalismo, sino que lo convirtió en afirmación ideológica, y hasta en filosofía: si para el capitalismo el materialismo era un demonio tentador, para el marxismo se convirtió en divinidad que ordena el mundo y explica sus contradicciones. Y así, para el marxismo, el materialismo se encumbró como falsa mística que excluye taxativamente el sentido de trascendencia como motor de las acciones humanas y convierte al hombre en mero «individuo» en lucha dialéctica; así, por ironía diabólica, capitalismo y marxismo, en apariencia rivales, coinciden en lo que verdaderamente importa: en el menoscabo de la persona humana.

Inevitablemente, dos rivales aparentes que en su naturaleza más intima eran aliados tenían que acabar firmando una alianza, que empezó siendo un pacto de convivencia y acabó siendo lo que en la actualidad padecemos: una coyunda o amalgama que Hilaire Belloc denominó, en un opúsculo clarividente, el «Estado servil», convertido en un sucedáneo religioso (idolatría) de obligado cumplimiento, fundado en un credo materialista que es la vez antropología y método económico falaces. Pero la amputación o estrangulamiento de una vida plena, regida por la «metodología del amor» y el sentido de trascendencia, no se logra impunemente; y quienes la sufren, aunque confundan su sufrimiento con un «disfrute» en el supermercado u olimpiada de los «derechos», acaban padeciendo malformaciones. Enrique Jardiel Poncela (que, como todos los grandes humoristas, dejó escritas reflexiones de extraordinaria seriedad) lo explica con palabras dignas de ser esculpidas en el mármol en el prólogo de su novela La tournée de Dios: «La Humanidad, descentrada, puesta de espaldas a todas las cualidades espirituales, desdeñosa de lo estimulante y de lo consolador, y enfrentada con todos los materialismos perturbadores y entristecedores, ha perdido la perspicacia de ver dentro de sí, no sabe a qué achacar su mal sabor de boca y se revuelve contra esto y contra aquello, sedienta de venganza y convencida de que debe de haber alguien o algo culpable de que ella no se encuentre a gusto. Esta indignación es para la Humanidad un goce, porque para un miserable siempre es un placer el poder injuriar. Y la Humanidad recurre a esa indignación para hacerse la vida soportable».

(XL Semanal, 21 de agosto de 2011)

 

20. Cajas de Ahorro

En los últimos meses hemos asistido como si tal cosa al desmantelamiento de las cajas de ahorro, víctimas de una desnaturalización que hunde sus raíces en la expansión del capitalismo financiero y en los abusos de la partitocracia; pero, en la hora de su desmantelamiento, nadie se ha preocupado de indagar la razón de su enfermedad, según la consigna predilecta de nuestra época, que consiste en poner tronos a las causas y cadalsos a las consecuencias. Durante mucho tiempo, las cajas de ahorro fueron instituciones de fomento del ahorro con una vocación social benemérita: captaban depósitos a cambio de un interés razonable; y con el monto de los depósitos captados, efectuaban préstamos a particulares y empresas. Los beneficios que de su actividad pudieran derivarse eran invertidos en fines sociales, paliando la pobreza, socorriendo a enfermos y ancianos, protegiendo la infancia desvalida. Era un invento propio de una economía natural, que redistribuía la riqueza de la comunidad y favorecía los más loables impulsos humanitarios; entre los impulsores encontramos a muchos próceres instruidos en la lectura de las grandes encíclicas papales de León XIII o Pío XI.

Sobre aquellas cajas de ahorro de iniciativa social no tardaron en caer los buitres del control político y el capitalismo financiero. Así, se impuso que sus órganos de gobierno fuesen nombrados por los poderes públicos; y se eliminaron las restricciones legales a su actividad, para que pudieran ofrecer a sus clientes todo tipo de «servicios financieros», al estilo de cualquier banco convencional, a la vez que se les permitió extender el ámbito de su clientela, tradicionalmente confinada al municipio o región donde las cajas tenían establecida su sede. De este modo, sus consejos de administración se poblaron de politiquillos con mando en plaza; y las cajas de ahorro empezaron a prestar el dinero con una finalidad que ya no era social, sino especulativa, atendiendo los intereses de los politiquillos que las regentaban. Por supuesto, tales préstamos dejaron de efectuarse sobre el monto de los depósitos captados; y, en volandas de los birlibirloques financieros, empezaron a prestar un dinero fantasmagórico, según se postula en el catecismo del capitalismo financiero. El resultado de tal metamorfosis desnaturalizadora lo estamos padeciendo ahora.

Los medios de adoctrinamiento de masas se rasgan las vestiduras, divulgando los sueldos de escándalo que cobraban los directivos de las cajas de ahorro y los agujeros negros que han originado en nuestra maltrecha economía. Leyendo las noticias que los medios de adoctrinamiento de masas divulgan, diríase que esos directivos voraces que cobraban sueldos millonarios y repartían un dinero fantasmagórico hubiesen nacido por generación espontánea, o hubiesen sido traídos, como las esporas de los hongos, por un viento caprichoso. Lo que los medios de adoctrinamiento de masas no nos dicen es que tales directivos negligentes y codiciosos fueron elegidos por los consejos de administración de las cajas de ahorro, controlados por los politiquillos locales; tampoco nos dicen que los préstamos que concedían y las calamitosas operaciones financieras que autorizaban eran supervisadas (y estimuladas) por esos mismos politiquillos, que se cuidaron de elegir a las personas más dóciles y permeables a su influencia, las más agradecidas de la mano que les daba de comer, las más dispuestas a participar en el contubernio político-financiero.

En un país medio normal, los politiquillos que gobernaban estas cajas de ahorro arruinadas estarían en la cárcel, como responsables de una estafa que, dada su magnitud gigantesca y sus efectos arrasadores sobre la economía nacional, bien podría calificarse de alta traición. Pero estos politiquillos que utilizaron en beneficio propio y de sus partidos unas instituciones venerables nacidas de la iniciativa social, que autorizaron las tropelías más groseras para financiar proyectos megalómanos e inviables, que distribuyeron sueldos obscenos entre sus directivos (para pagar su silencio y su complicidad delictiva) se han ido de rositas, protegidos por sus respectivos partidos y blindados por el propio Estado. De esta rapiña institucionalizada nada nos dicen los medios de adoctrinamiento de masas; tal vez porque, para su supervivencia, dependen de los mismos que arruinaron las cajas de ahorro, los mismos que ahora nos piden el voto. ¡Ay qué risa, tía Felisa!

(XL Semanal, 23 de octubre de 2011)