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Número 521-522

Serie LII

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Europa, entre la religión y las religiones

CUADERNO: RELIGIÓN Y COMUNIDAD

 

1. Advertencia preliminar

No es posible tratar este tema en pocas páginas. Se impone, por tanto, como necesario hacer una selección que puede presentar, en cambio, aspectos discutibles. Pero hay más. Y es que la selección efectuada no permite la profundización de los muchos problemas que están detrás de los distintos enunciados que se van a presentar: la cuestión, en efecto, planteada en el título es particularmente compleja. Nos limitaremos a considerarla bajo el aspecto de la actualidad. Por ello resulta indispensable aclarar inicialmente que la religión y la historia civil están estrechamente ligadas y no se pueden escindir; es necesario, después, interrogarse –por más que fragmentariamente– sobre qué se entiende por Europa y por religión; es oportuno, pues, llevar la atención sobre dos problemas candentes de nuestro tiempo, que la «cuestión religiosa» plantea de manera fuerte; finalmente, en la breve conclusión, resulta necesario precisar que debiera reconsiderarse críticamente y en profundidad la «cuestión religiosa» para no permanecer prisioneros de los lugares comunes de nuestra época.

 

2. Primera consideración

Un historiador de inspiración sustancial y de metodología crociana, Giorgio Falco, considerando las características y los problemas del germanismo arriano y del catolicismo romano, escribió –con acierto– que «la religión es el elemento sustancial en el que se asoman y culminan todos los valores de las dos sociedades y en cuyo nombre se combate y se vence»[1]. La observación es válida no solamente con referencia a la Alta Edad Media, sino para la sociedad de todo tiempo. El ostracismo decretado por la Ilustración a la religión ha permanecido decisión y condena abstracta. En la vida social cotidiana, en efecto, incluso la Revolución francesa se dio cuenta de que no era posible exiliar la religión, por lo que sustituyó a la verdadera con la religión civil. E incluso hoy se combate y se vence, por usar de nuevo la expresión de Falco, en nombre de la religión secularizada, de la religión de los derechos humanos (americanismo) o, incluso, en nombre de una religión que ni siquiera se define civil, pero cuya efectividad se evidencia en el nuevo Panteón, entendido como «lugar» de la indiferencia, como demuestra claramente el multiculturalismo relativista.

Quiero decir, como primera consideración preliminar, que la religión no es «privatizable»; que siempre ha tenido y todavía tiene un fuerte impacto social; que la cuestión que pone y las que de ella derivan tienen relevancia civil: el problema de la impiedad en la antigua Grecia (de la que fue acusado –aunque fuera injustamente– Sócrates), las cuestiones contemporáneas relativas a la libertad de la conciencia o de conciencia, los temas bioéticos y biojurídicos o la laicidad, evidencian que la religión tiene un peso social, permea el tejido civil, impone a los ordenamientos jurídicos pronunciarse y, consiguientemente, regular la vida colectiva de los pueblos de conformidad con sus dogmas y creencias. La relevancia no es ni nueva ni sólo mía. Bastarían cuatro breves llamadas para comprender la validez de la tesis: a) las observaciones, en primer lugar, de Max Weber, según las que la religión es factor de grandes transformaciones sociales, como demuestra –por ejemplo– a su juicio el capitalismo moderno; b) la génesis del Estado moderno, originada por la cuestión religiosa cerrada (pero sólo aparentemente) en Augsburgo en 1555, donde se adoptó el principio cuius regio eius et religio; c) el problema planteado por las sectas religiosas que rechazaban tanto la religión custodiada y transmitida por la Iglesia como la religión de Estado (aplicación del principio establecido en Augsburgo); d) el Risorgimento italiano, el histórico, que fue un proceso inspirado por la revolución religiosa, es decir, por el intento de instaurar un ordenamiento jurídico conforme a los principios de la Reforma protestante[2].

Tratar del tema «Europa entre la religión y las religiones» impondría, pues, profundizar la cuestión. No es suficiente, en efecto, la mera (a veces sólo aparente) descripción sociológica del factor religioso. El tema impone una «lectura» profunda de las vicisitudes civiles así como de los problemas religiosos y exige pronunciarse sobre las elecciones individuales y colectivas en términos de verdad. El discurso, así pues, debería convertirse esencialmente en histórico y teorético al mismo tiempo.

 

3. Segunda consideración

El título de este texto es equívoco. Pues podría favorecer una aproximación ideológica (que significa no filosófica) a la cuestión. Existe el riesgo, en otras palabras, de que cada uno imagine Europa (y la religión) a su modo, esto es, según su propia e indiscutida (también indiscutible) perspectiva. La primera pregunta que habría que hacerse, pues, es la siguiente: ¿qué entendemos o, mejor, qué debe entenderse por Europa? ¿Es una expresión geográfica? ¿Es una realidad institucional, como por ejemplo el Imperio carolingio u, hoy, la Unión Europea? ¿Es una civilización o la civilización definida e identificable?

Si el Institut International d’Etudes Européennes «Antonio Rosmini» ha vuelto más de una vez a la cuestión, la última vez hace doce años con una entera reunión sobre el asunto[3], eso significa que la pregunta tiene un sentido y que la respuesta es decisiva también para el tema que estamos abordando. Se trataba y se trata de individuar el «alma» europea de Europa, es decir, lo que hace de Europa ella misma, advertible como –por decirlo concretamente– lo son también, por ejemplo, el americanismo o el mahometanismo. Creo personalmente que Europa constituye un problema[4], que se ha hecho poco a poco más complicado conforme se le han ido añadiendo a Europa adjetivos no siempre idóneos para calificar verdaderamente el objeto. A fin de no permanecer prisioneros de afirmaciones genéricas, es bueno aclarar: decir, por ejemplo, que Europa es la civilización occidental no contribuye en absoluto a proyectar un haz de luz sobre la cuestión. «Occidental», en efecto, puede significar que aquélla es el catolicismo occidental –como se ha escrito[5]– y puede significar que es –como también se ha sostenido[6]– expresión de la moderna civilización occidental. Tanto en uno como en otro caso surgen problemas ulteriores, ya que –de una parte– el catolicismo no puede ser calificado por adjetivos que lo hacen particular y, de otra, la moderna civilización occidental plantea la cuestión de la misma posibilidad de la civilización en cuanto el subjetivismo y, en último término, el nihilismo que la caracterizan llevarían más bien, si se aplicasen coherentemente, a la barbarie.

Una cuestión análoga surge, a continuación, para el término «religión». Es conocida la dificultad, sobre todo en nuestro tiempo, para entenderse sobre este término. Generalmente se le ha atribuido, y todavía se le atribuye, un significado polisémico. Se piensa hoy que todo sentimiento religioso resulte idóneo al fin de «crear» una religión y se considera como un «derecho» subjetivo que debe ser tutelado por muchos ordenamientos jurídicos vigentes. Se hace depender la religión, así, del sujeto, que –por tanto– sería su dominus. Su «ligamen» con Dios y, por tanto, sus deberes hacia Él dependerían exclusivamente de su voluntad. Como sostuvo uno de los mayores filósofos del siglo XX, Cornelio Fabro, el «principio de inmanencia»[7], reivindicado por la modernidad, lleva coherentemente al «principio de pertenencia», es decir, en último término, al ateísmo postulatorio de nuestro tiempo. Por ello se considera a veces como un «derecho» no sólo la profesión del ateísmo sino incluso su proselitismo, por ejemplo cuando se trata de obtener financiación por parte del Estado[8].

Lo que, en todo caso, debe subrayarse preliminarmente, en adición a estas consideraciones, para no generar ulteriores equívocos es el hecho de que «religioso» se identifica con «sagrado». Lo «sagrado» constituye una categoría más amplia que la de lo «religioso», aunque la religión sea «sagrada» en el sentido de «inviolable».

Debe precisarse, además, que la «religión natural» sólo puede entenderse en el sentido en que le daba, por ejemplo, Clemente de Alejandría u Orígenes, que es el sentido a la luz del cual la Iglesia católica reconoce la posibilidad de salvación a aquellos que, sin culpa, ignoran la religión verdadera (la revelada por Nuestro Señor Jesucristo), pero viven en el respeto de la ley moral natural dictada por su conciencia recta.

Religión, por tanto, no es una religión cualquiera. No es posible hablar de ella en plural. Lo que significaría, al menos virtualmente, caer en un error: el de considerar la religión como un mero hecho cultural en sentido antropológico, que –como es sabido– es la teoría que ha abierto el camino a la doctrina de Feuerbach sobre la religión (la religión sería un producto del hombre), considerada después por Marx (coherentemente a la luz de la premisa de Feuerbach) «el gemido de la criatura oprimida» y «el opio de los pueblos».

Hablando, pues, de «religión» y de «religiones» es oportuno tener presente esta «advertencia» que impone, por una parte, considerar que la religión es ligamen moral con Dios (donde «moral» significa obligación insoslayable de la criatura hacia Dios) y, por otra, constatar que en el curso de los siglos la religión ha debido siempre contar con las «religiones», fuesen naturales (pero en sentido diverso al antes precisado) o civiles (esto es, racionalistas).

 

4. Problemas actuales

Precisado lo anterior, entremos in medias res y consideremos, aunque con meros apuntes, el problema desde el ángulo de su actualidad, esto es, cómo se presenta en la Europa de hoy.

No hay duda de que la Europa de hoy, sobre todo la que llamamos «occidental», entiende, en el surco de la Ilustración, que la religión es un hecho privado que asume relevancia pública únicamente desde el ángulo de la garantía que ofrece al individuo para el ejercicio pleno y absolutamente libre de «su» religión (que, en cuanto «suya», no es propiamente religión), que puede ser practicada y profesada tanto en privado como en público. Se trata, en verdad, de un debilitamiento de la Ilustración que había puesto en el altar a la diosa razón, sin haber conseguido cancelar el fenómeno religioso. Se trata, además, del desarrollo extremo y más radical del subjetivismo de la modernidad, que se ve obligada a identificar religión y creencia[9]. De modo que el racionalismo de la Ilustración se revela vía al irracionalismo. La Carta de Niza, el Tratado que pretendía instituir una Constitución para Europa o el Tratado de Lisboa –aunque sea con algunas contradicciones– son la codificación de esta doctrina, propugnada y defendida en nombre del multiculturalismo y fundada sobre la doctrina del llamado personalismo contemporáneo[10]. Es la nueva religión civil. La que afirma que el individuo es soberano, es decir, que tiene el poder –y este poder se considera siempre legítimo– de absoluta autodeterminación. La que exige a la autoridad, a toda autoridad, que abdique, ya que sólo puede desempeñar un papel: el de ponerse al servicio de las decisiones, de cualquier decisión, del individuo. La que afirma que es derecho cualquier pretensión del individuo: desde la pornografía de Estado[11] al consumo de sustancias estupefacientes para uso no terapéutico sino de puro placer[12]; de la automutilación arbitraria al suicidio asistido; del derecho a no nacer [y, si se nació, al resarcimiento por haber sido traídos a la existencia[13]] a la eutanasia. En resumen, la nueva religión civil que Europa ha hecho propia es la de los llamados derechos civiles: cada uno es libre de hacer lo que quiere, salvo algunos límites impuestos por la convivencia, regulada de modo voluntarista, esto es, sobre la base de que la libertad de cada uno termina donde comienza la libertad de los demás. Únicamente sería no negociable la libertad negativa, esto es, la libertad ejercitada con el único criterio de la libertad y, por tanto, con ningún criterio. Lo demás dependería sólo de la voluntad que, en cuanto colectiva, se lee en el contingente ordenamiento jurídico positivo en vigor, en cuanto que lo individual no puede leerse sino a posteriori, es decir a través de su constatación en los hechos.

La historia de Europa como historia de la libertad vendría marcada por este camino que pone actualmente a la propia Europa frente a tantas contradicciones y, a veces, aporías. La Europa de hoy, coherentemente reduce la religión a creencia[14]. Le asegura un «espacio» de libertad a condición de que no pretenda afirmar valores no negociables relevantes en la esfera civil. En otras palabras, la misma Iglesia, considerara asociación libre entre asociaciones libres, tiene el derecho de manifestar en privado y en público la propia doctrina, pero ésta no debe tener la pretensión de discutir el principio relativista según el cual la verdad es sólo opinión, la moral opción personal o colectiva, el derecho producto del ordenamiento llamado jurídico (creado por la voluntad mayoritaria o unánime de los asociados)[15].

Actualmente se combate en nombre de esta religión civil y se espera la victoria. Se combate con determinación conduciendo a una auténtica guerra civil, que un libro francés ha definido con acierto «perpetua»[16]. A veces se combate recurriendo a lo que impropiamente se llama «método no violento», en realidad propia y verdadera violencia física contra sí mismos, y propia y verdadera vis compulsiva, esto es, violencia moral, contra la comunidad de pertenencia. Bastaría pensar en el uso cada vez más difundido del ayuno por algunos católicos irlandeses o los radicales italianos. Se combate, y en parte se ha vencido, para imponer opciones y ordenamientos contrarios al orden natural y a las exigencias de la razón escuchada sin pasión y usada con rectitud.

La victoria, sin embargo, es pírrica, ya que nada se puede contra la verdad y contra el orden natural. La nueva religión civil, en efecto, se encuentra cada vez más en dificultad. Lo evidencian, por ejemplo, el instituto de la objeción de conciencia; la contradictoria normativa europea en materia de interés de los hijos menores, sobre todo de los divorciados; la dificultad a hacer del principio de legalidad (positivo) el principio del bien y del mal; la doctrina jurídica según la cual el ordenamiento sería la condición el derecho.

La nueva religión civil, impuesta a Europa después de la guerra mundial como remedio a la religión civil de la Revolución francesa y de los Estados llamados autoritarios, se ha revelado no idónea para responder a las exigencias de la auténtica civilización europea. Al igual que la vieja religión civil, la que rendía homenaje a Mariana, la que erigía los altares de la Patria en contraposición con los altares de la religión revelada, la que alzaba parques del recuerdo, la que exigía la entrega de las alianzas nupciales al Estado (es decir, es sacrificio total de la familia al Estado), la nueva religión secularizada eleva la impiedad a valor, idolatra la libertad luciferina, promueve el vitalismo del hombre, esto es, sus estratos más bajos, aunque le sean útiles cuando son guiados por la razón y sólo si son guiados por la razón. De ahí surge el necesario y perenne conflicto intersubjetivo, la dictadura insoslayable de los deseos, el continuo correr en pos de «bienes» con la ilusión de satisfacer las necesidades inducidas nunca plenamente satisfechas. La civilización se identifica (sin duda de hecho, a veces incluso de derecho) con el bienestar animal que reduce el hombre a consumidor con la ilusión de hacerlo feliz (sólo porque está «saciado») y sobre todo lo convierte en instrumento del aumento de la riqueza como fin en sí mismo.

Esta nueva religión civil se revela al final peor que la vieja, que –entendámonos– no es de añorar, pese a que no obstante conservase un residuo de nostalgia de la verdad sustituida por un subrogado. Ciertamente falta a la religión civil la comprensión de la naturaleza humana, de su fin, de sus necesidades intrínsecas y esenciales. La vieja religión civil reducía el hombre a ciudadano, la nueva en último término a consumidor. Desterrada la verdadera religión, e impuesta una «inflexión» inmanentista y atea, el hombre y su destino se encerraba y se encierra en la historia, víctima de ilusiones creadas a su vez por las modas del pensamiento y los estilos de vida. El horizonte histórico, aunque se extienda de modo ilustrado a la memoria, es demasiado estrecho para las exigencias naturales del hombre; es una cárcel para el pensamiento y para el espíritu; es un límite contra natura para las verdaderas aspiraciones de trascender el tiempo y la historia.

El sujeto, aparentemente exaltado por la modernidad, ha sido reducido así a mero fenómeno y, con frecuencia, a instrumento del poder (definido) político o a instrumento de producción y consumo. Se ha identificado erróneamente con un haz de pulsiones que disuelven su entidad ontológica. La modernidad, fuerte o débil, alcanza así una dramática heterogénesis de los fines, que debería inducir a reflexionar seriamente.

La hora actual plantea un segundo problema. Debe registrarse que hoy no existen pueblos «identitarios», es decir, unidos por la misma religión y las mismas costumbres. Por eso se busca la identidad (que, en cuanto mera identidad, no puede ser el fundamento del orden, ni siquiera del ordenamiento) en las Constituciones. La doctrina del patriotismo constitucional –se dice– es la novísima religión civil, condición de pertenencia a un pueblo y a un Estado, es decir, condición de ciudadanía.

Se añade, desde otro ángulo, que todas las religiones son iguales. Serían factor de unidad (y no de división como en el pasado) a condición de que superen los dogmas que cada una propone, esto es, a condición de que no se discuta en términos de verdad. Las religiones monoteístas, sobre todo, estarían unidas por la creencia en un único Dios que, aunque diverso, sería formaliter el mismo.

No pretendo siquiera apuntar las muchas y graves cuestiones teológicas que esta forma de ecumenismo plantea. Ni pretendo detenerme en el problema del formalismo (que, en realidad, es nihilismo) del irenismo relativista. Más bien pretendo subrayar que la superación de las divisiones es sólo aparente, de palabras más que de hechos. Lo confirman, por ejemplo, en el sector político, los necesarios Protocolos adicionales que los Estados signatarios de los Tratados europeos han debido suscribir para intentar conservar los propios ordenamientos constitucionales, a veces en contradicción con los Tratados europeos firmados. Los problemas, por tanto, continúan existiendo y, en cuanto no resueltos, causan graves conflictos en la vida cotidiana de los pueblos y de los individuos. Cuando, en efecto, para poner un ejemplo, se discute sobre el matrimonio, esto es, una cuestión que es religiosa y civil al tiempo, siendo –como se decía un tiempo– materia mixta, de un lado resulta imposible disciplinar la materia sobre la base de un mínimo común denominador formal, mientras que de otro sólo puede regularse recurriendo al convencionalismo jurídico positivista, es decir, a cuanto prescribe e impone a este propósito el ordenamiento jurídico positivo vigente. Desde un tercer punto de vista, sin embargo, incluso el recurso al llamado derecho positivo vigente, que para la religión civil –para cualquier religión civil– es la única medida de lo «verdadero», lo «bueno» y lo «justo» (como enseñaron claramente, por ejemplo, Rousseau y un siglo después Ardigò), se revela actualmente sobre todo insuficiente. Si, como se sostiene ahora –aunque sea erróneamente–, el matrimonio debe considerarse sólo como un acto formal a través del cual se certifica una opción y se garantiza la posibilidad de respetar las consecuencias que de él derivan, es claro que su contenido puede ser cualquiera. No podrá institucionalizarse –aunque no falten, como es sabido, intentos en tal sentido– la convivencia de hecho, pero una vez erigidas en principio cardinal del ordenamiento constitucional la absoluta autodeterminación de la persona y la laicidad deberá reconocerse como matrimonio cualquier elección de ésta. Estamos más allá, en otras palabras, de las tesis del positivismo jurídico (Calamandrei, por ejemplo, discutía el uso del adjetivo «natural» referido al matrimonio, al entender que éste dependía sólo de la voluntad del Estado y no de las voluntades individuales o, menos aún, de su naturaleza). Hoy sólo la opción individual es relevante desde el punto de vista sustancial. En nombre del principio de autodeterminación de la persona se entiende que el matrimonio pueda ser contrato entre personas de sexo diverso o del mismo sexo, que pueda ser indisoluble o disoluble, monogámico o poligámico: estas elecciones –se afirma– deberían declararse en el momento de contraerlo y serían irrelevantes para su validez. El recurso a la doctrina del patriotismo constitucional –en otras palabras– llevaría a una forma renovada de positivismo jurídico, aunque al mismo tiempo señalaría su superación, ya que en la Europa de hoy sólo es relevante la voluntad de la persona, rectius la garantía del ejercicio de su libertad negativa.

 

5. Alguna reflexión conclusiva

En primer lugar, tras las breves reflexiones desarrolladas, debe constatarse que la religión civil, tal y como fue propuesta por o tras las doctrinas sobre las que se creyó poder fundar la Revolución francesa, presenta no pocas dificultades teóricas para su justificación. Aquélla, en su vieja versión, parecería haber entrado definitivamente en crisis tras la segunda guerra mundial, esto es, cuando el americanismo puso en discusión la laicidad excluyente que durante cerca de dos siglos representó el modelo político-civil de la vieja Europa. Es verdad que quedan aún quienes, como el actual ministro francés de Educación, Vincent Peillon, entienden que la Revolución francesa deba completarse y que los Estados deban presentar un modelo político-pedagógico que dé vida a una «religión republicana» renovada. Es también verdad, sin embargo, que iniciativas como la de la «Carta de la laicidad», difundida en todas las escuelas francesas en los primeros días de septiembre de 2013, carecen de todo valor, pues no dejan de ser instrumentos para enmascarar un fracaso y para predisponer operaciones prácticas ligadas a la crisis del modelo francés, que en la misma Francia se ha desmoronado.

A continuación, tanto la doctrina política más reciente como algunas teorías de derecho público o los mismos debates periodísticos, han evidenciado las no pocas contradicciones de esta religión civil. Es verdad que generalmente lo han hecho invocando la llamada laicidad incluyente del americanismo. Otros han invocado el «retorno» al liberalismo tras la época de la democracia de masas. Lo que debemos constatar aquí es el estado de confusión en que se halla hoy la teoría de la religión civil, sea la «francesa» o la «americana».

Europa se encuentra hoy frente al problema de individuar los verdaderos valores comunes (no en sentido sociológico sino teorético). Valores comunes que no acierta a encontrar por causa del racionalismo de sus opciones políticas. No los halló en el pasado reciente, a pesar de los intentos de instaurar una religión civil. Ni puede hallarlos hoy, por su obstinada elección nihilista, velada a menudo por la doctrina del personalismo contemporáneo. La cuestión no es de escuela. Sino que toca al fin de la política y a la legitimidad de ejercicio del poder político. Alcanza también, cada vez más a menudo, cuestiones existenciales: piénsese, por ejemplo, en los múltiples problemas de la integración de los inmigrantes, en la licitud de muchas prácticas ligadas a culturas identitarias transmitidas secularmente (por ejemplo, la infibulación o el modo de vestir), en muchas cuestiones éticas que no pueden ser resueltas con el recurso a la costumbre o el consenso (las llamadas «elecciones compartidas» que pretenden hacer bueno algo sólo porque es compartido). Por esto, la religión revelada asume hoy un papel fuerte y renovado. Pero para desempeñarlo debe evitar el error de hacerse exclusivamente opción personal. Pues está llamada a ser la estrella polar para la navegación de los Estados en medio de los mares con frecuencia agitados y a veces tempestuosos de nuestro tiempo, sin hacerse poder hierocrático, en la distinción y no en la esquizofrénica separación de los poderes.

La cultura hegemónica, laica o católica, parece preocupada por el fundamentalismo (que –no nos engañemos– constituye un problema, pero no por las razones invocadas por la llamada cultura relativista). Sin advertir que plantea así un problema interno a la cultura liberal y en la perspectiva de la misma, a su vez intolerante hacia toda doctrina que la ponga en discusión. No advierte, sobre todo, que el relativismo proclamado pero sólo aparente de la religión civil (tanto de derivación francesa como americana) es la vía que lleva al totalitarismo, mucho peor que el fundamentalismo. El terror de la verdad es señal de pérdida de la inteligencia, también de la política, que no sabiendo reconocer la verdad (y, por tanto, no distinguiendo verdad y error), desconfía de ella, erigiendo al mismo tiempo la ideología –esto es, la perspectiva unilateral que necesariamente prevalece en cada momento histórico– en el lugar de la verdad.

 

[1] Giorgio FALCO, La santa romana repubblica, Milán-Nápoles, Riccardo Ricciardi editore, 1968 (VIII), pág. 58.

[2] Para el tema se remite a Danilo CASTELLANO, La razionalità della politica, Nápoles, Edizioni Scientifiche italiane, 1993, pags. 89-97.

[3] Véanse las actas en el volumen L’«anima» europea dell’Europa, al cuidado de Danilo Castellano, Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 2002.

[4] Cfr. Danilo CASTELLANO, La verità della politica, Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 2002, págs. 81-101.

[5] G. FALCO, op. cit., pág. 187. Falco es de la opinión de que Europa es «la consciente manifestación unitaria del Occidente cristiano y romano».

[6] Maritain, por ejemplo, identifica Europa y Occidente (cfr. Jacques MARITAIN, De la justice politique, París, Plon, 1940, ahora en Jacques y Raissa MARITAIN, Oeuvres complètes, vol. VII, Friburgo-París, Editions Universitaires-Editions Saint Paul, 1988, págs. 289 y sigs.). Sergio Cotta, por su parte, ve en los Estados Unidos de América «Europa continuada en otro lugar y con otros medios» (cfr. Sergio COTTA, Europa: fantasma o realtà?, Nápoles, Guida, 1979, pág. 23).

[7] Cfr. Cornelio FABRO, Introduzione all’ateismo moderno, Roma, Studium, 1969, págs. 1003 y sigs.

[8] Cfr. Corte [italiana] de Casación Civil, Sentencia núm. 16305, de 28 de junio de 2013.

[9] Aparecen animados por esta ratio los proyectos de ley núms. 2531/2002 y 3947/1997 de los gobiernos italianos presididos respectivamente por Berlusconi y Prodi.

[10] Se remite para el tema al ensayo Danilo CASTELLANO, «Il problema dell’identità dell’Europa nella Costituzione europea», en Vaghe stelle d’Europa. Quali confini, quale identità, quale economia?, edición a cargo de Giorgio Petracchi, Gorizia, LEG, 2007, págs. 95-105, y al libro de Danilo CASTELLANO, Razionalismo e diritti umani, Turín, Giappichelli, 2003, sobre todo págs. 77 y sigs.

[11] Ley núm. 223, de 6 de agosto de 1990, llamada Ley Mammì.

[12] Decreto del Presidente de la República núm. 171, de 5 de junio de 1993, con el que «constatando» el resultado de un referendum se procedió a la abrogación de la normativa precedentemente en vigor relativa a la materia (Ley núm. 685/1975, Ley núm. 162/1990, Decreto del Presidente de la República núm. 309/1990), que había instituido el pará- metro para medir las dosis de estupefacientes para «uso personal».

[13] Corte [francesa] de Casación – Secciones Unidas, Sentencia de 17 noviembre de 2000.

[14] La identificación de religión y creencia impondría el respeto de toda creencia, considerada un derecho subjetivo que poder manifestar y practicar en privado y en público. No sería legítimo, por tanto, instruir procesos como el celebrado en Italia para los cónyuges Oneda, ni sería posible considerar la práctica de la infibulación como una violación del derecho a la integridad física del propio cuerpo.

[15] Podría decirse, por ejemplo, que en relación con el matrimonio deberían preverse varios binarios: uno para el matrimonio civil, indisoluble o disoluble a voluntad; otro para el matrimonio religioso indisoluble; uno tercero para el matrimonio entre homosexuales, etc.

[16] La guerre civile perpétuelle es el título del libro, dirigido por Bernard Dumont, Gilles Dumont y Christophe Réveillard y publicado por Artège, Perpiñán, en 2012.