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Número 523-524

Serie LII

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Éxodos y expolios

 

1. Adiós a la tierra

Casi todos los países occidentales han pasado por un proceso migratorio del campo a la ciudad. Poblaciones rurales ingentes abandonaron sus medios tradicionales de vida, ligados a la tierra, para convertirse en mano de obra (y con frecuencia en carne para la trituradora) de una industria en fase expansiva, ocupando los arrabales sórdidos de las grandes ciudades. Este proceso, que en España fue más tardío, habría de adquirir sin embargo una especial virulencia en los años posteriores a la Guerra Civil y, muy especialmente en las décadas de los cincuenta, sesenta y setenta, en las que el fenómeno migratorio, tanto interior como exterior, acabaría por cambiar por completo la fisonomía de nuestro país, que en las décadas siguientes aún habría de conocer otra fase del proceso migratorio todavía más compleja, cuando España se convirtió en destino de mano de obra extranjera, merced a una racha de prosperidad económica que –según ahora comprobamos– se asentaba sobre cimientos de humo.

Algunos datos quizá nos sirvan para ilustrar el desquiciado proceso de abandono de la tierra (único cimiento de toda economía sana) sufrido en España. En 1900, el 48 por ciento de la población española vivía en núcleos con menos de 2000 habitantes; en la actualidad, este porcentaje ronda el 15 por ciento. Pero mayor aún ha sido el descenso del empleo en el sector agrícola y ganadero. Hasta un 70 por ciento de la población activa se empleaba en 1900 en dicho sector, cifra que se había reducido hasta un 50 por ciento a mediados de siglo; el éxodo rural y la mecanización de las tareas agrícolas harían que, hacia 1970, solo el 25 por ciento de la población activa se dedicase al cultivo del campo; en la actualidad, menos de un 5 por ciento de nuestra población persevera en estas labores, mientras el sector terciario o de servicios se ha hipertrofiado hasta alcanzar el 70 por ciento. No hace falta añadir que muchos de estos «servicios» son pura economía improductiva, especulativa, virtual, filfas de pijos sobrevenidos que nos las tendremos que comer con patatas no tardando mucho. Lo más llamativo de este proceso es que, mientras la economía española derivaba hacia el pijismo más superferolítico, la demanda de productos agrícolas y ganaderos no disminuía, sino que, por el contrario, se incrementaba; y, aunque los avances tecnológicos han permitido aumentar su producción con menos mano de obra, en estos momentos España importa muchos productos agrícolas (¡empezando por las naranjas, de las que en otro tiempo fuimos primer productor mundial!) que, hace apenas unas décadas, exportaba, por imposición en gran medida de las ordenanzas europeas, que han llegado incluso (misterio de iniquidad) a subvencionar a muchos agricultores y ganaderos para que abandonen sus explotaciones. Paralelamente, los productos agrícolas y ganaderos han disparado sus precios, a la vez que quienes los producen reciben una remuneración cada vez más escasa por su trabajo, para enriquecimiento sórdido de una tupida red de intermediarios.

Las causas del éxodo rural fueron muy diversas y complejas; y, desde luego, entre ellas debemos contar, en primer lugar, el reparto injusto de la tierra, que propició que millones de personas, al carecer de propiedad, tuvieran que desarrollar las faenas agrícolas en condiciones indignas y soportar hambrunas atroces. Pero las consecuencias de este éxodo rural fueron con demasiada frecuencia lastimosas: las promesas de una vida más fácil que ofrecía la ciudad no se vieron siempre realizadas; y, en cambio, propiciaron una ruptura a menudo traumática con tradiciones ancestrales que ligaban a nuestros antepasados a la tierra, favoreciendo el desarraigo, las rupturas familiares, la pérdida de la fe y la emergencia de una nueva problemática social que se ha mostrado en gran medida irresoluble, con formas emergentes de pobreza y desequilibrios demográficos nunca antes conocidos. El abandono de la agricultura ha generado, por otro lado, una dependencia cada vez mayor de productos que hemos dejado de cultivar; y, mientras las tierras que antaño se destinaban a la labranza eran recalificadas y entregadas a la voracidad inmobiliaria (¡y a los resorts y campos de golf para ejecutivos estresados, oiga!), se ha generado una nueva forma de especulación que afecta al precio de los alimentos y que pronto podría degenerar en una pavorosa crisis alimentaria.

Y es que los pecados, cuando no media arrepentimiento, tarde o temprano se pagan. Algunos incluso más temprano que tarde.

 

2. Expolios

En 1793, Moratín visitaba la Real Academia de las Artes de Londres y afirmaba que solo había 856 cuadros, de los que 331 eran retratos. «Los otros –añadía– son vistas, ruinas y paisajes. Hay una gran escasez de cuadros de gran composición y estudio, exceptuando media docena de obras ejecutadas por buenos pintores. Lo demás es fundamentalmente mezquino y pueril, propio para adornos de gabinete o cajas de tabaco». Si Moratín hubiese visitado unas décadas más tarde los museos londinenses se habría tropezado con multitud de obras maestras españolas (que, ciertamente, dejan el insignificante arte británico a la altura del betún), que todavía siguen luciendo en sus paredes. Y lo mismo ocurre en museos franceses o americanos, así como en multitud de colecciones privadas logradas mediante la rapiña y el comercio ilícito.

En su obra Pintura española fuera de España, Juan Antonio Gaya Nuño llega a computar hasta tres mil ciento cincuenta tablas y lienzos de todas las épocas que nos han sido arrebatados; pero tal catastro es tan solo la punta del iceberg de un desastre sin paliativos que incluye también obras escultóricas y hasta arquitectónicas, arrambladas por saqueadores que se pasearon por los pueblos de España perpetrando los latrocinios más sangrantes, a veces con beneplácito gubernativo. Tampoco se detiene Gaya Nuño a considerar la multitud de obras que no se hallan en España, pero tampoco fuera de España: obras de arte destruidas por iconoclastas de diverso pelaje, abandonadas a la incuria, despedazadas por la vesania de los hombres. Podría elaborarse sin dificultad una historia de España, durante los siglos XIX y XX, que fuese un relato de los latrocinios artísticos padecidos por nuestra nación. Tal historia podría iniciarse con la ocupación napoleónica de 1808, que permitió a los gabachos repetir en nuestro suelo los episodios de violencia en las personas y en las cosas que caracterizaron la Revolución Francesa. Tal vez la gente tenga una vaga noción de los destrozos y rapiñas perpetrados por la soldadesca, pero ignore que los gerifaltes napoleónicos estaban poseídos por la misma enfermedad: desde el cuñadísimo Murat, que saqueó el palacio de Aranjuez, al hermanísimo Pepe Botella, que huyó de España con centenares de carruajes cargados con obras de arte procedentes del Palacio Real de Madrid (interceptadas luego, por cierto, por Wellington). Y después de los estragos causados por la francesada, vendrían las infaustas desamortizaciones de Mendizábal y Madoz, que auspiciarían (¡bajo manto legal, como buenos liberales que eran!) un proceso de devastación, disgregación, venta y extravío de nuestro arte religioso sin precedentes... para enriquecimiento de terratenientes, oligarcas y caciques.

Durante el siglo XX prosiguió el expolio, que alcanzaría cúspides de aberración y furor iconoclasta durante la Guerra Civil. Pero, aunque ningún episodio expoliador revistiese la gravedad de los acaecidos durante aquellos años de sangre, las destrucciones de nuestro patrimonio no se detuvieron ahí. Antes y después de la guerra, coleccionistas y anticuarios, a veces extranjeros como el desaprensivo Arthur Byrne, que llegó a desmontar, piedra a piedra, el claustro del monasterio de Santa María de Sacramenia, para solaz del megalómano magnate William Randolph Hearst y a veces autóctonos, como el catalán Federico Marés (¡cuyos incontables saqueos se reúnen tan ricamente en un museo que lleva su nombre en Barcelona!), siguieron expoliando sin remilgos. Y aún el patrimonio español habría de enfrentarse a otra plaga, asociada a la reforma litúrgica, que propició que cientos de iglesias fuesen despojadas de sus altares, sillerías, sagrarios, retablos, púlpitos e imágenes, en un desquiciado deseo de «adecuar» el arte sacro a las tendencias pachangueras y casposas que se imponían en los primaverales años sesenta.

Los siglos XIX y XX en España constituyen, en efecto, un inacabable rosario de rapiñas y expolios artísticos. Pero, si no nos conformáramos con elaborar un catastro de saqueos y aspirásemos a hacer filosofía de la Historia, descubriríamos que todos estos episodios de latrocinio e iconoclasia obedecen (pese a disfrazarse a veces de codicia, a veces de coartadas ideológicas, a veces incluso de excusas filantrópicas o de aggiornamento estético) a un impulso común. Y ese impulso común no es otro sino el odio religioso, un sentimiento que enardece por igual a los pueblos convertidos en chusma y a sus élites más refinadamente sibilinas, y que encuentra una de sus expresiones más características en la aversión rampante y frenética a la Belleza.