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Número 525-526

Serie LII

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Granos de trigo

CUADERNO: CUESTIONES ECONÓMICAS Y SOCIALES (III)

 

1. Nuevo orden mundial

El profeta Daniel, en su visión sobre la consumación de los tiempos, contempla a una bestia con diez cuernos, que representan a una multitud de reyes; y a continuación narra cómo, de entre esos diez cuernos, nace otro «cuerno pequeño» que, hablando con gran arrogancia, vence o somete a los demás reyes y acaudilla con poder omnímodo una gran confederación de naciones que «quebrantará a los santos y pretenderá mudar los tiempos y la ley». Recordando quizá aquella profecía de Daniel, afirmaba Donoso Cortés: «En el mundo antiguo la tiranía fue feroz y asoladora; y sin embargo, esa tiranía estaba limitada físicamente, porque los Estados eran pequeños y las relaciones universales imposibles de todo punto. Hoy, señores, las vías están preparadas para un tirano gigantesco, colosal, universal, inmenso... Ya no hay resistencias ni físicas, ni morales (...), porque todos los ánimos están divididos, y todos los patriotismos están muertos». Hacia la entronización de ese «tirano gigantesco» vamos caminando inexorablemente; poco a poco descubrimos que su índole no es política, sino económica, tal como Pío XI vislumbrara proféticamente en su encíclica Quadragesimo anno: «Un dominio ejercido de la manera más tiránica por aquellos que, teniendo en sus manos el dinero y dominando sobre él, se apoderan de las finanzas y señorean sobre el crédito; y por esta razón diríase que administran la sangre de la que vive toda la economía y tienen en sus manos así como el alma de la misma, de tal modo que nadie puede ni aun respirar contra su voluntad». Tal dominación, «horrendamente dura, cruel, atroz», tras lograr la hegemonía económica –prosigue Pío XI–, «entablará rudo combate para adueñarse del poder público, para poder abusar de su influencia y autoridad en los conflictos económicos», trayendo consigo «la caída del prestigio del Estado, que debería ocupar el elevado puesto de rector y supremo árbitro de las cosas y se hace, por el contrario, esclavo, entregado y vendido a la pasión y a las ambiciones humanas».

Lo que avizoraron Daniel, Donoso Cortés y Pío XI, entre otros hombres clarividentes, ya está formándose ante nuestras narices: un Nuevo Orden Mundial tiránico que se impone sin resistencias físicas ni morales; y que –¡oh, misterio de iniquidad!– aparece a los ojos atónitos de las masas cretinizadas como la única salvación posible ante las catástrofes que él mismo ha originado, en su apetito insaciable de poder. Su estrategia salta a la vista: extensión del pánico, mediante mecanismos especulativos, entre los Estados debilitados, que acaban entregando su soberanía para convertirse en lacayos obedientes del Nuevo Orden Mundial y acceden a someter a sus súbditos a las privaciones más ímprobas, bajo la amenaza de una estampida de los inversores que sostienen la deuda hipertrofiada de tales Estados. Y así, uno tras otro, sucumben los reyes de la tierra ante la pujanza de este nuevo tirano de poder omnímodo, mientras las masas cretinizadas aceptan, acojonaditas, todo tipo de «cambios estructurales»; o, dicho en román paladino: aumento de los impuestos y reducción de los salarios. Pero esto sólo es el principio: las arrogancias de este nuevo tirano no han hecho sino empezar; acabarán siendo sangrientas.

Sólo nos resta el consuelo de saber que su dominio será breve, como ocurre siempre con los tiranos envanecidos de su poder. Pero, entre tanto, devorará y triturará cuanto halle a su paso, con el beneplácito lacayuno de los reyes de la tierra, ahora reunidos en Bruselas.

(ABC, 10 de diciembre de 2011)

 

2. Doctrina social

Muchos católicos creen que sobre las realidades sociales, políticas y, muy especialmente, económicas, no pueden hacerse juicios de naturaleza teológica o moral, por pertenecer dichos ámbitos a una esfera enteramente secular. Por eso, cuando hablan de economía, aceptan categorías radicalmente anticristianas, sin examinar los presupuestos antropológicos, o más precisamente teológicos, que convierten la economía moderna en un nuevo Moloch al que alegremente se sacrifican millones de vidas humanas. Pero renunciar al análisis de estas realidades desde presupuestos teológicos y morales es tanto como dimitir de la fe.

A finales del siglo XVIII, con la revolución de Adam Smith, los economistas quisieron liberar la economía de la teología; después, a lo largo del siglo XIX, los economistas quisieron desvincular la economía de la teoría política, hasta llegar a la situación presente, en que la economía se ha convertido en una ciencia cada vez más abstracta y matemática (pero de una matemática que siempre yerra, por cierto). El Papa Pío XI, en su encíclica Quadragesimo anno, nos recordaba que, aunque el fin de la Iglesia es sobrenatural, no puede renunciar a interponer su autoridad, «no ciertamente en materias técnicas, para las cuales no cuenta con los medios adecuados, sino en todas aquellas que se refieren a la moral», incluyendo la promoción de un orden social justo. Muchos han sido los Papas, de León XIII hasta nuestros días, que han condenado el socialismo, por concebir la sociedad y la naturaleza humana de un modo incompatible con la visión cristiana. También han condenado las formas de capitalismo que han hecho del lucro el motor esencial del progreso, olvidando que la economía está al servicio del hombre. Sin condenarlo en términos absolutos, Pío XI no vaciló en denunciar los vicios que aquejaban al sistema capitalista; y en su encíclica Divini Redemptoris afirmaba que «el liberalismo ha abierto la senda del comunismo», pues los trabajadores estaban preparados para su propaganda «por el abandono religioso y moral en que habían sido dejados por la economía liberal». Habría que preguntarse, pues, si el capitalismo es un mero modelo de organización económica, o si por el contrario incluye –como el propio socialismo– una concepción mecanicista del hombre y de las relaciones sociales.

Es corriente aducir que las propuestas de la doctrina social de la Iglesia no sirven para dilucidar los arduos problemas suscitados por las nuevas realidades económicas en un mundo globalizado que sufre los zarpazos de una crisis financiera arrasadora. Pero una lectura atenta de las grandes encíclicas sociales basta para desmontar estos tópicos. Así anticipaba Pío XI, en un fragmento profético de Quadragesimo anno, la emergencia de un nuevo poder tiránico, fundado en la concentración del dinero, que llega a convertir a los Estados en marionetas a su servicio: «La libre concurrencia se ha destruido a sí misma; la dictadura económica se ha adueñado del mercado libre; por consiguiente, al deseo de lucro ha sucedido la desenfrenada ambición de poderío; la economía toda se ha hecho horrendamente dura, cruel, atroz. A esto se añaden los daños gravísimos que han surgido de la deplorable mezcla y confusión entre las atribuciones y cargas del Estado y las de la economía, entre los cuales daños, uno de los más graves, se halla la caída del prestigio del Estado, que debería ocupar el elevado puesto de rector y supremo árbitro de las cosas y se hace, por el contrario, esclavo, entregado y vendido a la pasión y a las ambiciones humanas».

En esta misma encíclica, por cierto, Pío XI escribía: «Se equivocan de medio a medio quienes no vacilan en divulgar el principio según el cual el valor del trabajo y su remuneración debe fijarse en lo que se tase el valor del fruto por él producido» (Quadragesimo anno, 68). Para que el trabajo pueda ser valorado justamente y remunerado equitativamente, es preciso, afirmaba Pío XI, que el salario «alcance a cubrir el sustento del obrero y el de su familia, ajustándose a las cargas familiares, de modo que, aumentando éstas, aumente también aquél». Es, desde luego, muy comprensible que los adoradores de Moloch se preocupen de que la doctrina social de la Iglesia sea desconocida, aun para los propios católicos; más inquietante resulta que las jerarquías eclesiásticas no se esfuercen por combatir este desconocimiento, con la que está cayendo.

(XL SEMANAL, 15 de enero de 2012)

 

3. Trabajo

Hace casi un siglo, Chesterton, analizando la obra de Aldous Huxley Un mundo feliz, donde se nos describe una sociedad futura sometida a un feroz proceso de alienación, escribía:

«Pero esta misma obra se está realizando en nuestro mundo. Son gente de otra clase quienes la llevan a cabo, en una conspiración de cobardes. (...) Nunca se dirá lo suficiente que lo que ha destruido a la familia en el mundo moderno ha sido el capitalismo. Sin duda podría haberlo hecho el comunismo, si hubiera tenido una oportunidad fuera de esa tierra salvaje y semimongólica en la que florece actualmente. Pero, en cuanto a lo que nos concierne, lo que ha destruido hogares, alentado divorcios y tratado las viejas virtudes domésticas cada vez con mayor deprecio, han sido la época y el poder del capitalismo. Es el capitalismo el que ha provocado una lucha moral y una competencia comercial entre los sexos; el que ha destruido la influencia de los padres a favor de la del empresario; el que ha sacado a los hombres de sus casas a la busca de trabajo; el que los ha forzado a vivir cerca de sus fábricas o de sus empresas en lugar de hacerlo cerca de sus familias; el que ha alentado por razones comerciales un desfile de publicidad y chillonas novedades que es por naturaleza la muerte de todo lo que nuestras madres y nuestros padres llamaban dignidad y modestia».

Chesterton definía el capitalismo como una «conspiración de cobardes», porque tal proceso de alienación social no lo desarrolla a las bravas, al modo del gélido cientifismo comunista, sino envolviéndolo en coartadas justificativas más o menos merengosas (pero con un parejo desprecio de la dignidad humana). Lo vemos en estos días, en los que se nos trata de convencer de que una reforma laboral que limita las garantías que asisten al trabajador en caso de despido o negociación de sus condiciones laborales... ¡favorece la contratación! Es algo tan ilógico (o cínicamente perverso) como afirmar que el divorcio exprés favorece el matrimonio, o que la retirada de vallas favorece la propiedad; pero el martilleo de la propaganda y la ofuscación ideológica pueden lograr que tales insensateces sean aceptadas como dogmas económicos. Lo que tal reforma laboral favorece es la conversión del trabajador en un instrumento del que se puede prescindir fácilmente, para ser sustituido por otro que esté dispuesto a trabajar –a modo de pieza de recambio más rentable– en condiciones más indignas, a cambio de un salario más miserable. Pero toda afirmación ilógica encierra una perversión cínica: del mismo modo que de un divorcio se pueden sacar dos matrimonios, de un despido también se pueden sacar dos puestos de trabajo (y hasta tres o cuatro); basta con desnaturalizar y rebajar la dignidad de la relación laboral que se ha roto, sustituyéndola por dos (y hasta tres o cuatro) relaciones degradadas, en las que el trabajador es defraudado en su jornal. Y defraudar al trabajador en su jornal es un pecado que clama al cielo; lo recordaba todavía Juan Pablo II en su encíclica Laborem exercens.

Lo que subyace en esta reforma laboral es la conversión del trabajo en un mero «instrumento de producción»; en donde se quiebra el principio medular de la justicia social, que establece que «el trabajo es siempre causa eficiente primaria, mientras el capital, siendo el conjunto de los medios de producción, es sólo un instrumento o causa instrumental» (Laborem exercens, 12). La quiebra del orden social del trabajo, la «conspiración de los cobardes» que avizorase Chesterton hace casi un siglo, prosigue implacable sus estrategias. Y llegará, más pronto que tarde, la venganza del cielo.

(ABC, 13 de febrero de 2012)

 

4. Capitalismo

¿Cuál es el alma del capitalismo? No es, como ingenuamente se cree, el mercado libre, ni la propiedad privada, ni la iniciativa individual: todo esto ya existía antes de que el capitalismo adquiriese credenciales como sistema económico; y en su evolución hacia un capitalismo internacional y financiero lo único que ha hecho ha sido erosionar tales pilares, hasta dejarlos inoperantes o irreconocibles. Lo que en verdad distingue al capitalismo, lo que define su esencia es la limitación de la responsabilidad del capitalista respecto de su capital, separando su persona individual de la personalidad jurídica de la empresa que dirige. La idea de limitación de la responsabilidad rompió con los conceptos tradicionales de propiedad y de sociedad, ligados indisolublemente a la responsabilidad personal de sus titulares, para propiciar la conversión de la propiedad en un ente con vida propia, una suerte de kéfir monstruoso e insaciable, que mientras crece reparte beneficios entre los titulares, pero que cuando se declara en quiebra deja a acreedores y trabajadores a dos velas, obligados a repartirse los exiguos despojos de la sociedad, mientras el capitalista disfruta a salvo de su patrimonio intacto. Esta idea de la limitación de la responsabilidad, en volandas de la burbuja especulativa propiciada por las bolsas de valores, es la que ha favorecido la concentración propietaria, la economía transnacional, la quiebra de los bancos y la deuda externa desenfrenada; y todos estos males, en lugar de remediarlos en su origen, pretenden nuestros mandamases arreglarlos con parches que no hacen sino expoliar la maltrecha economía real. A esto se reducía aquel eslogan canallesco –«esto lo arreglamos entre todos»– popularizado hace algún tiempo por los amos del cotarro: los dividendos nos los llevamos unos pocos; las pérdidas las pagamos «entre todos», porque nuestros patrimonios son intocables, gracias al principio de responsabilidad limitada.

El otro día quebraba un periódico de progreso, y sus trabajadores hacían público un comunicado en el que reclamaban a la empresa editora que «sea fiel ahora a sus pretendidos principios progresistas». Pero sospecho que a los titulares de tal empresa editora, que contemplan la laceria de sus trabajadores con los patrimonios intactos, les ocurrirá lo mismo que le ocurrió a Bernard Shaw, en palabras de Chesterton: «Después de castigar durante años a gran número de personas por no ser progresistas, Shaw ha descubierto que es muy dudoso que pueda resultar progresista ningún ser humano existente. Al dudar que la humanidad pueda combinarse con el progreso, las más de las personas habrían elegido abandonar el progreso y quedarse con la humanidad. El señor Shaw, no contentándose con cualquier cosa, decide romper con la humanidad y opta por el progreso por su propio bien». Optar por el progreso por su propio bien y romper con la humanidad es lo que hace el capitalismo en la hora presente: lo hacen las empresas editoras autóctonas y lo hacen los bancos europeos, que según acaba de revelarnos el publicano Almunia han recibido, entre los años 2008 y 2010, 1’6 billones de euros en «rescates», como «inyección de liquidez» y para tapar sus «activos tóxicos». Dado que, en el caso de los bancos, el capitalismo refuerza todavía más el principio general de limitación de la responsabilidad que rige para cualquier empresa, podemos imaginarnos fácilmente de dónde sale ese pastizal. Cedamos nuevamente la voz a Chesterton: «Rothschild y Rockefeller son partidarios de la propiedad; pero no desean la propiedad propia, sino la ajena». Que en esto se resume, al fin y a la postre, el alma del capitalismo.

(ABC, 27 de febrero de 2012)

 

5. Cazando gamusinos

Desde que estallase la llamada «crisis económica» hemos escuchado mil veces la misma monserga (a veces, incluso, propagada por gentes de buena voluntad): «Detrás de esta crisis económica hay una crisis de valores» (los más intrépidos se atreven, incluso, a hablar de «crisis moral»). La frase me parece de una tibieza farisaica, pues pretende aparecer como un diagnóstico que penetra en las primeras causas del mal que padecemos, cuando lo cierto es que se queda nadando entre dos aguas, tan incapaz de ascender a esas primeras causas como de agarrar por los cuernos el toro de sus consecuencias funestas. De este modo, ni siquiera se pone trono a las causas y cadalso a las consecuencias, como es propio de la hipocresía contemporánea, sino que se entronizan por igual causas y consecuencias y se aplica la medicina en un ámbito intermedio tan inconcreto y difuso que, inevitablemente, el tratamiento resulta inoperante; y acaba conduciendo a la frustración.

Detrás de todo error moral hallamos siempre un error teológico: la corrupción de las costumbres es siempre el resultado de un abandono religioso; esto es una evidencia, verificable en todos los crepúsculos de la Historia, y contra los hechos no valen argumentos. Quienes hablan de una «crisis moral» subyacente a la crisis económica suelen ser personas creyentes, seguramente bienintencionadas pero pusilánimes, que antes que irritar al «pluralismo» ambiental (o antes de que el «pluralismo» ambiental los destierre a los arrabales del desprestigio) prefieren disfrazar –atemperar– su diagnóstico, llamando eufemísticamente «crisis moral» a lo toda la vida de Dios se ha llamado apostasía. Pero el eufemismo, empleado en un diagnóstico, es claudicación del lenguaje; y el lenguaje que claudica es expresión de otra claudicación más grave.

Quienes optan por la expresión «crisis de valores» suelen ser, por el contrario, personas descreídas, o de creencias más relajadas o acomodaticias; pero hablar de «crisis de v a l ores» es hacer brindis al sol. Hoy se habla incansablemente de valores sociales, valores políticos, valores educativos, etcétera. Pero lo cierto es que los llamados «valores» (subterfugio léxico de cuño bursátil para tapar el hueco que han dejado las viejas virtudes depuestas) son percepciones subjetivas sobre la realidad de las cosas, acuñaciones culturales que en tal o cual época se reputan beneficiosas; y que, como todas las acuñaciones culturales, son necesariamente cambiantes. Por lo demás, referirse en una sociedad «pluralista» a los valores es como referirse a los gustos personales: pues cada quisque se construye los suyos; y tratar de entenderse en medio de un enjambre de valores voltarios, interesados, caprichosos, incluso antitéticos, es tan ilusorio como pretender hacerlo entre los escombros de la torre de Babel. El relativismo que anega nuestra época y que la hace impotente al esfuerzo vital es, precisamente, la consecuencia lógica de la exaltación de dichos «valores» adventicios; pues, faltándonos la capacidad para medir el bien conforme a un criterio objetivo, es inevitable que acabemos cifrándolo en aquello que nos conviene o beneficia.

Pero tal vez vivamos en un tiempo tan ofuscado que ascender hasta las primeras causas resulte ya casi imposible. Lo más exasperante de la frase que comentamos («Detrás de esta crisis económica hay una crisis de valores», o crisis moral) es que tampoco se atreve a poner remedio a las consecuencias funestas, instalándose en una tierra de nadie irenista. Pues si aceptamos que existe una crisis económica y una crisis moral, ¿por qué no empezar –ya que somos incapaces de establecer sus causas– por moralizar las relaciones económicas? Fiarlo todo a una reforma de las costumbres (que, por lo demás, no sabemos en qué consiste, pues nos negamos a reconocer normas morales objetivas) sin una reforma de las instituciones es como arar en el mar. Pretender que en la crisis económica subyazca una crisis moral y, al mismo tiempo, negarse a establecer una vinculación entre la génesis y el desarrollo del capitalismo y la difusión de la inmoralidad es, en verdad, una pirueta cínica de proporciones descomunales. Pero el piruetismo contemporáneo ha logrado que nos traguemos semejante maula como si tal cosa, olvidando que –como afirmaba Chesterton– «lo que ha destruido hogares, alentado divorcios y tratado las viejas virtudes domésticas cada vez con mayor deprecio, han sido la época y el poder del capitalismo». De este modo, la restauración de la moralidad se convierte en una caza del gamusino.

(XL SEMANAL, 15 de abril de 2012)

 

6. Familia y trabajo

La festividad de San José Obrero, instituida por Pío XII, nos viene de perlas para reflexionar sobre la íntima conexión existente entre familia y trabajo. Desde hace algunos años, recibo desde el ámbito (seudo)católico reproches por tratar en mis artículos asuntos de orden económico; y exhortaciones a tratar cuestiones de orden moral. Pero, como nos recordaba Pío XI (Quadragesimo anno, 42), «aun cuando la economía y la disciplina moral, cada cual en su ámbito, tienen principios propios, es erróneo que el orden económico y el moral estén distanciados y ajenos entre sí»; y Juan XXIII (Mater et Magistra, 222) insistía en lo mismo, afirmando que «la doctrina social de la Iglesia es inseparable de la doctrina que la misma enseña sobre la vida humana». Y es que, en efecto, poco sentido tendría defender la vida y la familia si al mismo tiempo no se defendiera una concepción del trabajo que permita a las personas criar dignamente a sus hijos y cuidar de sus familias; pues el trabajo, según nos recordaba Juan Pablo II, «es una condición para hacer posible la fundación de una familia» (Laborem exercens, 10). Que hoy se puedan denunciar las lacras que destruyen la familia sin denunciar al mismo tiempo las relaciones económicas inicuas nos demuestra que –como ya nos advirtiera Chesterton– las viejas virtudes cristianas se han vuelto locas.

Esta íntima conexión entre familia y trabajo la recordaba Pío XI, al afirmar (Quadragesimo anno, 71) que al trabajador «hay que fijarle una remuneración que alcance a cubrir el sustento suyo y el de su familia»; y Juan Pablo II llegaba todavía más lejos (Laborem exercens, 19), abogando por la introducción del «salario familiar», o en su defecto de subsidios y ayudas a la madre que se dedica exclusivamente a la familia. Y, puesto que la tendencia ha sido exactamente la contraria (es decir, salarios de miseria que apenas si sirven para mantener a quien lo percibe, obligando a los demás miembros de su familia a trabajar a su vez, a cambio de otros salarios de miseria), hemos de concluir que las relaciones laborales existentes son las que primeramente conspiran contra la familia, obligando a cada uno de sus miembros a ganarse malamente el sustento fuera de su casa; y las que, consecuentemente, fomentan el divorcio y la baja natalidad (con su inevitable secuela de abortos a troche y moche), al ligar la percepción de un salario a la subsistencia puramente individual, nunca a la cobertura de las necesidades familiares. Así, puede concluir Pío XI (Quadragesimo anno, 132) que las «bajas pasiones» que han favorecido estas relaciones laborales inicuas son «raíz y origen de esta descristianización del orden social y económico, así como de la apostasía de gran parte de los trabajadores que de ella se deriva».

La restauración de un orden social y económico cristiano sólo podrá lograrse, nos recuerdan incansablemente los Papas, a través de una «reforma de las costumbres». Pero tal reforma debe realizarse en un doble plano, personal e institucional: pues de poco vale que las personas se esfuercen en formar familias cristianas si las instituciones jurídicas y políticas favorecen unas relaciones económicas descristianizadas, fomentando un régimen de trabajo que «crea obstáculos a la unión y a la intimidad familiar» (Quadragesimo anno, 135). Denunciar una doctrina económica apartada de la verdadera ley moral es, en fin, tan obligatorio para un católico como denunciar las agresiones a la familia; entre otras razones porque ambas denuncias son la misma. A no ser, claro está, que queramos convertirnos en católicos esquizofrénicos que enarbolan virtudes que se han vuelto locas. Que San José Obrero nos libre de esa tentación.

(ABC, 30 de abril de 2012)

 

7. Ídolo de iniquidad

Resulta acongojante pensar que todos los sufrimientos y zozobras que padece nuestro mundo los provoca algo que no tiene una realidad física, algo que en sí mismo no vale nada y que no es sino un signo creado para «representar» el valor de las cosas: el dinero. Los estragos de la llamada «crisis económica» no están causados por realidades ciertas, al modo de los estragos causados por una epidemia de peste, una sequía o un terremoto, sino por una convención de naturaleza ficticia: si mañana los «reyes de la tierra» decidieran mancomunadamente condonarse sus deudas, dejaríamos de penar; y el mundo seguiría funcionando como si tal cosa. Pero esto –bien lo sabemos– no va a ocurrir; pues el dinero, que en su origen era tan sólo un signo que representaba el valor de los bienes, ha sido elevado a la condición de «ídolo de iniquidad» («Mammona iniquitatis», en expresión evangélica): es decir, se ha desligado de la riqueza real, se ha «espiritualizado» (en el sentido demoníaco del término) de tal modo que puede multiplicarse sin que los bienes que representa se hayan a su vez multiplicado.

Sobre esta multiplicación del dinero, que se vende, se compra y se alquila, desligado de los bienes reales a los que en origen representaba, se funda el orden económico moderno, que en su esencia es una ficción, o si se prefiere una estafa. Leonardo Castellani explicaba así el mecanismo de esta ficción: «El Rey Guillermo III necesitaba 1.200.000 libras esterlinas. Se las prestó un prestamista judío de Frankfurt llamado Rothschild, con esta condición: el Rey recibía esa cantidad en oro, y la debía a Rothschild. Rothschild recibía autorización para emitir 1.200.000 billetes y prestarlos; eso se llamó el activo del Banco. De modo que se ve claramente que el dinero se ha multiplicado: es decir, el Rey tiene 1.200.000 libras en oro, y las gasta; el Banco tiene otro 1.200.000 en billetes, y lo presta; y el Rey sigue debiendo 1.200.000 de libras esterlinas». El dinero se ha duplicado, como por arte de birlibirloque; pero los bienes no lo han hecho, por lo que los bienes pasan a costarle el doble al consumidor.

«Los banqueros –prosigue Castellani– se dieron cuenta pronto que la gente que pone dinero en los bancos, para que ellos lo vendan o alquilen, no lo saca de golpe. Como máximo un 5% o 10% es exigido al Banco habitualmente como reserva, contando lo que entra habitualmente. “Pongamos 20% para mayor seguridad –dice el banquero–, por lo tanto podemos alquilar el 80%”; es decir, podemos alquilar dinero que no existe, que le llaman crédito. El Banco presta y saca dinero del préstamo, no solamente por todo el activo q u e tiene, sino por cuatro veces más de dinero que no existe y de bienes que no existen. Suponiendo que tiene 20 libras depositadas, que son reales, hace préstamos por 100 libras; y cobra interés . No solamente fabrica dinero, sino que saca dinero del aire: dinero fantasma». Esta gran fantasmagoría es la que ahora se derrumba ante nuestros ojos; y la que los inicuos adoradores de Mammón tratan de mantener en pie a toda costa, mediante el único procedimiento posible: saqueando los depósitos cada vez más exhaustos de la riqueza real. Los llamados «recortes», o en versión todavía más eufemística «reformas» (aumento de impuestos, rebaja de los sueldos, saqueo del ahorro, etcétera), no son sino intentos desesperados de dar «corporeidad» al dinero fantasma que previamente han fabricado de la nada, dinero sacado del aire que ahora necesita «realizarse»; y, para «realizarse», necesita arrancarnos libras de nuestra propia carne, como hacía Shylock, el personaje de Shakespeare.

A este sistema usurario que encumbra el dinero como ídolo de iniquidad sólo podrían ponerle coto los gobiernos. Pero los gobiernos se han convertido en lacayos de las grandes finanzas, esos «mercados financieros» en los que operan actores cuyo «patrimonio» (en realidad, una acumulación inmensa de dinero fantasma) es superior al producto interior de muchas naciones; y cuyas decisiones, tan arbitrarias como implacables (subidas de la prima de riesgo, etcétera), a la vez que esquilman la riqueza de las naciones, hacen tambalear a los gobiernos. Y así, con los gobiernos convertidos en patéticos zombis y los mercados financieros dispuestos a arrancarnos hasta la última libra de carne, nuestro destino no es otro sino una nueva forma de esclavitud, mucho más terrible que la antigua: pues los esclavos de antaño trabajaban a cambio de la seguridad de la subsistencia y la posibilidad de la manumisión; y esa seguridad y esa posibilidad nosotros no las tenemos.

(XL SEMANAL, 15 de julio de 2012)

 

8. Como el ave para volar

«El hombre ha nacido para el trabajo, como el ave para volar», escribía Pío XI en su encíclica Quadragesimo anno. Es una frase sabia y hermosa que no atribuye un sentido instrumental, sino constitutivo de nuestra naturaleza humana, al trabajo: del mismo modo que el ave no vuela para conseguir alimento, o para huir de sus enemigos, o para emigrar a zonas más cálidas cuando llega el invierno, sino para ser ave (aunque a través del vuelo pueda, desde luego, realizar todas esas acciones que le permiten seguir existiendo como tal), el hombre no trabaja para satisfacer sus necesidades básicas, ni para allegar ahorros, ni para prosperar socialmente (aunque sea legítimo que a través de su trabajo alcance tales logros), sino para ser hombre, para reconocerse como tal, para alcanzar la realización plena de su humanidad, su perfeccionamiento personal. Esta consideración del trabajo como la actividad más específicamente humana, derivada de la dignidad de la persona y de su condición social, se fue difuminando a través de la historia, primero con la introducción del trabajo asalariado, después con la supeditación del trabajo al capital propugnada por el economicismo materialista, que convertía el trabajo en una especie de mercancía o instrumento al servicio de la producción, en una inversión completa del orden natural. Así, poco a poco, el trabajo desnaturalizado dejó de ser algo constitutivo de nuestra humanidad, para reducirse a la condición de medio para alcanzar otros fines secundarios; y, desnaturalizado por completo, lo hallamos en nuestra época, en la que todos los «ajustes» y «reformas» propugnados por la doctrina económica en boga postulan que el trabajo debe supeditarse a la consecución del lucro, objetivo que ampara la imposición de legislaciones laborales que desprotegen y debilitan progresivamente al trabajador, legislaciones que ya no respetan el bien común, ni la justicia social, ni aun la misma dignidad de la persona.

Así, repercutiendo todos los «ajustes» y «reformas» sobre el trabajo, piensan los «reyes de la tierra» que podrán detener el colapso de la economía. ¡Pobres ilusos! Incurren en un error desquiciado, tan desquiciado como creer que los boquetes que afloran en el tejado de una casa pueden repararse excavando sus cimientos y empleando la tierra sobre la que se asientan sus pilares para fabricar tejas; y en tal error subyace una concepción antropológica aciaga, puramente mecanicista, en la que el hombre queda reducido a la mera condición de máquina, cuyo rendimiento se puede mantener inalterado, apretando tal o cual tuerca o engrasando tal o cual engranaje. Pero todo «ajuste» o «reforma» que se funda en la desnaturalización del trabajo está condenado irremisiblemente al fracaso, más pronto que tarde; porque una vez que el trabajo deja de ser una actividad constitutiva de nuestra naturaleza, para degenerar en actividad odiosa que niega nuestra naturaleza, en condena que acatamos con el exclusivo fin de subvenir nuestras necesidades (cada vez peor subvenidas, por cierto), el hombre deja de reconocerse como tal en su trabajo; y la aversión hacia ese trabajo que le resulta cada vez más y más abominable (y que siente como una abolición de su propia humanidad) la manifiesta con un desapego creciente hacia la empresa para la que trabaja. Y toda empresa en la que participan personas que no la sienten como propia es una empresa condenada al fracaso.

El hombre necesita amar y sentirse vinculado a lo que hace; en esta necesidad de ligazón o vínculo se resume el sentido de nuestra vida, presente y futura. Nada existe en el mundo de forma aislada o independiente: necesitamos ligarnos a otras personas, necesitamos vivir unos por otros y para otros; y necesitamos ligarnos al trabajo que sale de nuestras manos, porque así encontramos la comunión que restablece la armonía de lo creado. Cuando dejamos de mirar con orgullo y sereno amor el trabajo que sale de nuestras manos, cuando el trabajo deja de ser el vuelo a través del cual expresamos nuestra humanidad y se convierte en una cárcel cada vez más angustiosa, cada vez más aniquiladora de nuestra creatividad, cada vez peor remunerada y más exclusivamente enfocada a la mera supervivencia, se produce una quiebra muy profunda, una herida irrestañable en nuestro ser; y esa herida mata, a corto, medio y largo plazo toda posibilidad de recuperación económica, porque el hombre es fundamento, causa y fin de todas las instituciones sociales. Y un orden económico que desnaturaliza el trabajo está negando al hombre; está, en fin, condenado a perecer, aplastando entre sus ruinas a los únicos que podrían haberlo salvado.

(XL SEMANAL, 30 de septiembre de 2012)

 

9. Una casa sin cimientos

En algún artículo anterior hemos comparado la pretensión quimérica de nuestros gobernantes por poner remedio a la crisis de deuda que nos sofoca sustrayendo recursos de la economía real con el empeño de reparar el tejado de una casa excavando sus cimientos, para emplear la tierra removida en la fabricación de tejas. Nuestra situación económica se parece, en verdad, a una casa de cimientos precarios rematada por un tejado que hace aguas. Pero no un tejado normal y corriente, sino un tejado al que un arquitecto demente hubiese incorporado torres y pináculos que aspiran a hacerle cosquillas al cielo; torres y pináculos que, en sucesivas reformas de la casa encomendadas siempre al mismo arquitecto demente, han ido acrecentado su altura, en desafío flagrante al sentido común, hasta que los cimientos no pueden soportar su peso. Los cimientos de la casa empiezan a resquebrajarse; y las torres y pináculos inverosímiles erigidos sobre el tejado amenazan con el derrumbe, incapaces de mantener el equilibrio. Entonces, ante esta expectativa fatal, el arquitecto demente decreta que se retiren los pilares de la casa y se excaven los cimientos, para emplear los materiales arrancados en el sostenimiento de las torres y pináculos, e incluso para acrecentar un poco más su altura, de tal modo que luzcan todavía más vistosos.

Nadie quiere reconocer que tales torres y pináculos son insostenibles; nadie quiere reconocer que irremisiblemente terminarán cayendo sobre la casa de cimientos cada vez más precarios; y que, cuando por fin lo hagan, aplastarán entre sus escombros a sus moradores, que ya sienten como el piso se hunde bajo sus pies. No hace falta aclarar que tales torres y pináculos que, cual nueva torre de Babel, aspiraban a hacer cosquillas al cielo es la deuda financiera; y que los sufridos habitantes de esa casa deshabitada son los trabajadores y cotizantes, que cada día ven disminuir sus sueldos, si es que todavía los cobran, y aumentar las exacciones.

Nos hemos acostumbrado a leer en la prensa noticias sobre la deuda financiera de administraciones y empresas que incluyen cifras pavorosas, imposibles ya de enjugar aunque tales administraciones y empresas durasen mil años (que, evidentemente, no durarán); e, increíblemente, nos hemos acostumbrado a fingir que creemos que tales cifras serán algún día (tal vez cuando las ranas críen pelo) enjugadas: lo fingen nuestros gobernantes, lo fingen nuestros banqueros, lo fingen nuestros empresarios, en una ceremonia de unánime simulación enloquecedora. En la prensa, por ejemplo, podemos leer que el coste de los intereses de la deuda del Estado español para 2013 se aproxima a los 10.000 millones de euros, cantidad que duplica con creces todos los ahorros introducidos por el gobierno en todos sus ministerios; cantidad que supera la partida de prestaciones por desempleo; cantidad sólo superada (de momento) por la partida destinada a pensiones. ¿De veras alguien que no haya perdido el juicio puede creer que una deuda cuyos meros intereses se han convertido ya en la segunda partida de los presupuestos puede enjugarse? Sinceramente, aquel propósito del niño o ángel que San Agustín se tropezó en la playa, que pretendía encerrar el agua del inmenso océano en un hoyo excavado en la arena, se me antoja menos quimérico.

También en la prensa podemos leer, por ejemplo, que empresas y corporaciones que han entrado manifiestamente en pérdidas acumulan deudas bancarias de miles de millones de euros, mientras sus directivos siguen cobrando sueldos fastuosos. Los bancos acreedores de tales empresas saben perfectamente que las cantidades que les adeudan son irrecuperables, como lo saben los gobernantes que permiten que tales deudas sean condonadas mediante dudosos mecanismos de capitalización, o aplazadas sine die, a la vez que aprueban recortes en las nóminas o despidos a mansalva, para «flexibilizar» el mercado laboral.

Las empresas sofocadas por la deuda, como sus bancos acreedores, como las administraciones que tienen que destinar la partida mayor de sus presupuestos a pagar intereses no ignoran que las torres y pináculos financieros que amenazan derrumbe jamás podrán ser reparados. Tampoco ignoran que, tarde o temprano (y cuanto más tarde sea, mayor será el estropicio que su derrumbe ocasionará), tales torres y pináculos erigidos por la vesania y el engreimiento caerán sobre la casa, aplastándola. Pero siguen mortificando a sus inquilinos, debilitando los cimientos cada vez más precarios que sostienen a duras penas la casa en pie. A esto se le llama misterio de iniquidad.

(XL SEMANAL, 2 de diciembre de 2012)

 

10. Granos de trigo

Hace unas semanas, en el programa de televisión que dirijo, Lágrimas en la lluvia, uno de los invitados, Francisco Gómez Camacho, S.J., profesor de historia del pensamiento económico, para tratar de explicar qué es eso del capitalismo financiero, recurrió a un símil, rescatado de la Teoría general de Keynes, que me pareció sumamente instructivo. Imaginemos a un agricultor que, tras sembrar su predio con granos de trigo, entra a casa y descubre en el barómetro que las circunstancias atmosféricas no son las idóneas para que los granos germinen. Vuelve entonces este agricultor a su predio y desentierra los granos de trigo; al rato, o al día siguiente, comprueba, tras consultar otra vez el barómetro, que las condiciones son óptimas y corre a sembrar de nuevo su predio; sin embargo, tales condiciones cambian drásticamente a las pocas horas, lo que lo empuja a desenterrar de nuevo las semillas… Inevitablemente, tal agricultor jamás llegará a recoger una cosecha. Sin embargo, sólo quien así actúa puede llegar a cosechar frutos en la economía financiera.

El símil me pareció extraordinariamente didáctico; y, a medida que lo medito, le extraigo nuevas enseñanzas. En primer lugar, salta a la vista que el funcionamiento de la «economía real» nada tiene que ver con el de la «economía financiera»: en efecto, si un agricultor se comportase igual que un inversor en bolsa, su tierra jamás daría fruto; por el contrario, ese mismo comportamiento, que en el agricultor calificaríamos de voltario y zascandil, al inversor en bolsa podría rendirle pingües beneficios. Lo que, inevitablemente, nos lleva a pensar que la economía real y la economía financiera tienen funcionamientos por completo distintos: el agricultor (o el fabricante de tornillos, o el dueño de una tienda) tiene que anticipar las circunstancias cambiantes, pero apechugar con ellas, arbitrando remedios que mitiguen sus consecuencias adversas; el inversor, por el contrario, a la vez que anticipa tales circunstancias trata de soslayarlas y de desprenderse de su inversión, para evitar las consecuencias adversas. Y si los funcionamientos de la economía real y la economía financiera son por completo distintos hemos de concluir que nos hallamos ante actividades de naturaleza también distinta, incluso antípoda: mientras el agricultor (o el fabricante de tornillos, o el dueño de una tienda) liga su destino al de la actividad que desarrolla, entablando con ella una relación vital de entrega y dependencia a través del trabajo, el inversor se desliga de las actividades a las que su inversión se refiere, en las que sólo se implica mientras resulten rentables. Y puede darse el caso de que el inversor se enriquezca mientras el agricultor se empobrece; incluso de que el empobrecimiento del agricultor se corresponda exactamente con el enriquecimiento del inversor, que podría haberse anticipado –mediante el uso de los «barómetros» que emplea la economía financiera– al colapso del sector agrícola, cuando las circunstancias todavía parecían favorables.

El símil rescatado por el profesor Gómez Camacho nos descubre, a la postre, que la economía financiera no sólo se rige por reglas por completo distintas de las que rigen la economía real, sino que también puede nutrirse con el descalabro de la economía real; o que, incluso, puede necesitar tal descalabro para seguir nutriéndose (como comprobamos hoy, cuando todos los «recortes» y «reformas» que imponen los mercados financieros se logran a costa de la economía real). Y es que la economía financiera se funda en la «espiritualización» del dinero; es decir, en la obtención de un dinero desligado de los bienes y servicios que, en origen, el dinero representa. Tal «espiritualización» del dinero se logra eliminando un componente primordial de la ecuación económica, que es el trabajo: si el agricultor del símil no se dedica a sembrar y exhumar y volver a sembrar los granos de trigo en su predio es porque hacerlo lo dejaría exhausto; y en su trabajo, más o menos capaz de hacer frente a las circunstancias adversas, se cifra a la postre el éxito de su actividad. En la economía financiera, en cambio, el inversor puede jugar con sus inversiones, sembrándolas y exhumándolas y volviéndolas a sembrar, porque no le cuesta trabajo.

Esta eliminación del factor del trabajo, que en la economía real es causa eficiente y primaria, es lo que a la postre define la economía financiera; y lo que explica que la economía financiera, aunque se ponga el disfraz filantrópico, conspire contra el trabajo. Porque esta en la naturaleza de las cosas sentir aversión hacia todo aquello que no está en su naturaleza.

(XL SEMANAL, 10 de febrero de 2013)