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Número 533-534

Serie LIII

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El desarrollo de la ideología de los derechos humanos

Cuaderno: Derecho y derechos. A los 800 años de la Carta Magna

 

«El conflicto entre hombre y sociedad proviene propiamente de la rebeldía 
de la parte sensible del hombre contra el bien de la inteligencia» (Charles de Koninck)

«Mientras la Asamblea proclamaba los derechos del hombre, se cometían las mayores atrocidades,
y cabezas de ejecutados eran paseadas clavadas en picas
» (Edmund Burke)

1. Introducción

El título del congreso, Derecho y derechos, resulta sin duda muy significativo pues denota el que podría considerarse el aspecto central en la conformación o «acomodación» posmoderna del concepto de derecho. Aunque la definición sobre la terminología «posmodernidad» como delimitación histórico-axiológica pueda ser discutible, lo que resulta cierto –pues es simplemente una constatación de lo que sucede– es la forma como los derechos «humanos» o «fundamentales» vienen redefiniendo el derecho, podríamos aún decir, sobreponiéndose a su esencia ontológica, a su fundamento moral y a la prudentia iuris[1].

Los derechos denominados humanos, fundamentales, constitucionales, que también han sido llamados derechos de la ciudadanía, derechos naturales o derechos personalísimos, entre otros, vistos en su relativa multiplicidad de fundamentos y desarrollos teoréticos, positivizaciones y aplicaciones prácticas –judiciales y culturales– en suma, pueden, convenientemente reconducirse a sus postulaciones en las declaraciones y constituciones contemporáneas que los contienen y que con notable –aunque no absoluta– unanimidad recogen aquella diversidad en una formulación universal que a su vez responde a la que se puede identificar como teoría convencional de los derechos humanos.

Al margen de tipologías con criterios jurídico-prácticos y/o técnicos, como por ejemplo aquellas que distinguen entre instrumentos vinculantes o de derecho blando, o mecanismos de implementación o cumplimiento entre otras, resulta de mayor pertinencia –dado el carácter problemático de este análisis– considerar tales declaraciones, en conjunto, en relación a su sustrato ideológico y filosófico.

A este respecto, considero que resulta conveniente considerar algunos aspectos históricos y teoréticos de las declaraciones y constituciones contemporáneas frente a su carácter de instrumento principal de «juridización» de los diversos movimientos humanistas-personalistas. Para ello, trazaré una línea crítica de la historia de los derechos desde su pretendida génesis en las cartas medievales, a las primeras declaraciones, esta primera parte, muy resumida, sólo como presupuesto para pasar a considerar la conformación de las declaraciones contemporáneas promulgadas después de la segunda guerra mundial, como aporte a la necesidad de problematizar los derechos humanos y sólo como punto de partida para un estudio más profundo de las aporías y perfiles ideológicos que se puedan encontrar.

2. Una línea difusa. De la carta magna hasta las declaraciones contemporáneas de derechos

Vallet de Goytisolo[2] llamaba la atención, no sin acierto, acerca de que los derechos humanos «…tienen un origen, una denominación y un contenido. No han surgido por generación espontánea, súbitamente de la nada»[3]. Y citando a Giambattista Vico, enfatizaba en la forma adecuada de analizar el surgimiento y carácter de los derechos humanos a través de la crítica histórica o filosofía de la historia, que «para aproximarnos al v e ro precisa de la metafísica, basada en el sentido común del género humano, de la Revelación y de la crítica de los filósofos, y para precisar lo certo requiere la crítica filológica que analice el significado de las palabras con las que se expresa el arbitrio humano y, a veces, impone su autoridad»[4].

Es así que tales declaraciones, como cuerpo ético del pouvoir spirituel laico, obedecen a un convulsionado proceso de profundización de la modernidad que es de donde provienen. Es sabido que ellas hunden sus raíces en la ilustración y nutren su tronco en la propia conformación del pensamiento moderno, caracterizado por un proceso inmanentista, secularizador y ordinariamente ajeno a la filosofía cristiana del orden natural, aunque esto pueda variar en su intensidad[5].

3. Las cartas medievales y las declaraciones racionalistas

Como anota Vallet de Goytisolo, en un texto que servirá de base para esta primera parte de análisis filosófico-histórico[6], las cartas de libertades surgidas en la edad media ya eran comunes en las naciones cristianas desde el siglo X y se hicieron aún más frecuentes entre los siglos XII y XIV. Esto es patente en la gran importancia histórica de los fueros otorgados en las tierras españolas ya desde el siglo X. Sin embargo es claro que la naturaleza de tales documentos era bien distinta al espíritu liberal de las declaraciones iniciadas a finales del siglo XVIII.

Lo que resulta cierto es que ante casos de abusos e injusticias de los monarcas, caídos en voluntarismos o directamente en tiranías, se buscaba naturalmente la protección de ámbitos de libertad concretos, franquicias y exenciones o establecer «limitaciones orgánicas de la facultad legislativa de los monarcas»[7] que ejercían cuerpos representativos de la sociedad, especialmente de la nobleza.

Siguiendo con el maestro catalán: «Al respeto de estas libertades se llegó por vía metafísica, tanto teológica como filosófica, y se hizo derecho en elaboraciones concretas. A veces se reconoció en las cartas pueblas o fueros municipales y, en otras, a través de convenciones entre los monarcas y las cortes de su reino»[8].

Todo esto responde en gran medida, en palabras de Vallet, «a una tensión históricamente comprobada, entre el poder político y la libertad de los ciudadanos»[9].

Esta observación por supuesto no se hace desde las perspectivas de conocidos pesimismos antropológicos o individualismos contractualistas o constructivistas etc…, sino desde una óptica metafísica, en razón a que la naturaleza social del hombre no lo funde en un todo con los demás –como pasa con los animales– a cambio de eso, sólo lleva consigo una unión moral en cuanto al fin que los comunica y los mantiene en sus libertades, frente a la disposición y ejercicio del poder como instrumento del quehacer político.

La revolución del pensamiento político-jurídico moderno tomó tal premisa –como hecho sociológico– pero deformándola en sus fundamentos y alcances y vaciándola de todo contenido tradicional y teológico, dejando el puro hecho social de la dialéctica libertad-poder explicado por nuevas categorías racionalistas o positivistas.

El desarrollo moderno que da lugar a las primeras declaraciones de derechos en occidente, se puede entender desde dos procesos teóricos: i) el giro lingüístico y conceptual que da lugar a la aparición del derecho subjetivo; y ii) el surgimiento de la concepción del Estado moderno y el fundamento del derecho en la dialéctica: estado de naturaleza-libertad absoluta-contrato-Estado-derecho.

Sobre el primer aspecto, es de resaltar que el derecho subjetivo aparece para cumplir el papel de base conceptual para la nueva forma de hablar y de plantear la cuestión ético-política de «los derechos del hombre», desde el punto de vista del sujeto o «individuo» –que posteriormente se va a hacer desde «la persona».

Vallet de Goytisolo explica cómo ya desde el siglo VIII no fue problema hablar de las naturales esferas de libertad de las personas con base en sus potestades naturales, no llamadas i u s (derecho) sino potestas, dominari, dominatio. Sin embargo, esas ideas, en tanto potestades limitadas, se entendían sujetadas al orden natural y sobrenatural.

No es que sólo se hablara de las potestades naturales del hombre y por supuesto, si se hablaba de ellas, es porque dichas facultades se reconocían como tales en la edad media. Lo importante es hacer hincapié en cómo y cuándo se comenzó a hablar del ius en sentido subjetivo (subjectum ius) y después de ello cuándo adquirió su forma racionalista abstracta y universal propia de las declaraciones modernas.

En mi opinión la explicación de Vallet de Goytisolo, al resumir la evolución conceptual que se puede identificar desde Santo Tomás a Francisco Suárez y luego como esta sería acogida crecientemente por autores modernos como el propio Pufendorf, agota satisfactoriamente la cuestión planteada, no obstante que tal línea pudiera construirse a partir de otros autores[10].

Cuando Santo Tomás desarrolló el tema de las potestades del ser humano, lo hizo a través de la idea de preceptos primarios de la ley natural, que son las inclinaciones naturales del ser humano. El ser humano en el orden moral tiene el deber de seguir sus inclinaciones racionales, por ejemplo hacer el bien y evitar el mal, o buscar la verdad y evitar la ignorancia, de lo cual se siguen primeramente deberes. No obstante, lo que resulta más significativo es que Santo Tomás no utiliza nunca la palabra ius para referirse a la proyección subjetiva abstracta de la ley natural, ya que el ius para Santo Tomás, es decir el derecho, no es otra cosa que la misma cosa justa (ipsa res iusta).

Si bien Francisco de Vitoria habría mantenido prácticamente la misma posición del doctor común, anota Vallet que es Francisco Suárez quien posteriormente viene a añadir una cuarta acepción al derecho como: una cualidad moral relativa a una cosa suya en una situación justa. Sería simplemente la visión subjetiva del ius que surge con posterioridad a éste y como pura consecuencia facultativa de aquello que está conmensurado o atribuido a un sujeto, pero que en todo caso, se repite, está referido a una situación determinada y ligada a la realidad.

Posterior a este giro lingüístico, el uso del concepto de derecho-facultad se habría extendido al punto de permitir o dar ocasión para que diversos teóricos ilustrados iniciaran el camino hacia la noción de derechos naturales abstractos. Por ejemplo, se atribuye a Pufendorf (en el siglo XVII) ser algo así como el inventor de los derechos humanos[11], desde un punto de vista moralizador del derecho, en tanto que considera a tales derechos como entes morales, lo cual debe entenderse, sobre todo, en cuanto a un uso moral de los derechos naturales, lo cual se debe entender bien y, por supuesto, en línea con antecedentes tan relevantes como el de Hugo Grocio[12].

De esta forma, con los teóricos ilustrados tal uso del ius, adquiere una nueva connotación desligada de Dios y del orden natural, pero con el que puede considerarse un ánimo tímido –tal vez exigencia de la conciencia medieval– de conservar todavía alguna difusa referencia natural en la razón humana.

El segundo proceso que, al fin, se entrelaza con el anterior puede explicarse sencillamente enunciando el surgimiento del Estado moderno, y por tanto, la teoría política moderna, como se encuentra en Hobbes y Rousseau, a partir del contrato social que se hace por la necesidad de impedir a través de la ley positiva (el derecho positivo) y una fuerza superior (el Estado) la violencia y desorden propios del estado de naturaleza de cada hombre del cual emana la libertad absoluta del individuo a procurar su supervivencia –muy especialmente a través de la defensa de su propiedad– como fundamento de la libertad negativa y su regulación por la potestad del Estado como suprema unión de voluntades.

potestad del Estado como suprema unión de voluntades. Así, ese giro conceptual y lingüístico se completa, por otra parte, en su faceta jurídica, con la génesis y difusión de la teoría de los derechos naturales contractualistas en Hobbes, Locke y Rousseau y en su aspecto político con el surgimiento del Estado moderno –de igual cuño– y, en ambos, con la consolidación del constitucionalismo.

En tal proceso ilustrado mutó el concepto de derecho a una concepción racionalista presa de dos paradigmas, si esto fuera posible, simultáneamente complementarios y contradictorios; esto es, la ley en la derivación positivista y los derechos naturales que intentan reclamar un anclaje natural aunque abiertamente parcial e incompleto.

En palabras de Vallet:

«La combinación del nominalismo y el idealismo, el voluntarismo jurídico y la ficción del contrato social, con una operatividad adecuada al método de las ciencias físicas, trastrocaron completamente esta perspectiva […]»[13].

«[E]l derecho deja de enfocarse como determinación del id quod iustum est, de lo que es justo en cada caso concreto; y se abstractiza, generaliza y positiviza, confundiéndolo con la ley, o se subjetiviza en los denominados derechos humanos. Se da así la vuelta a la genuina acepción de la palabra derecho»[14].

La expedición de las declaraciones de Virginia y Pensilvania, ambas de 1776, que derivan después en la constitución de los Estados Unidos de 1787, recibe una línea liberal ilustrada, pero pretendidamente apoyada en las tendencias medievales como la Carta Magna, que habría sido seguida en el Bill of Rights y en el Habeas Corpus Act, como antecedentes fundamentales para plasmar una línea del liberalismo de corte inglés, en el que hay una clara influencia de protección al protestantismo.

Las enmiendas a una constitución que primero fue de principios políticos y orgánicos, declararon las libertades de religión, palabra, prensa, reunión, petición de reparación de agravios (art. 1), de llevar armas (art. 2), no alojar tropas en tiempo de paz (art. 3), dar seguridades a personas, hogares, papeles y efectos contra registros y detenciones arbitrarias (artículo 4), garantías en caso de acusación de delito (arts. 5 y sigs.). Sólo en 1865 fue prohibida la esclavitud y los trabajos forzados, salvo como pena impuesta por un crimen. Aquí se puede identificar el nervio de las declaraciones posteriores, sobre todo, desde el punto de vista de los derechos nombrados hasta entonces.

En la declaración de 1789 se plasmarían, con una visión significativamente más ideológica y radical que la norteamericana, «en una declaración solemne, los derechos naturales inalienables y sagrados del hombre», unidos a un cuadro ideológico liberal completo, que se evidencia por ejemplo cuando consagra que: «La ley no tiene el derecho de prohibir sino las acciones perjudiciales a la sociedad; todo lo que no está prohibido por la ley no puede ser impedido, y nadie puede ser obligado a hacer lo que ella no ordena». Se le otorgan todas las consecuencias al liberalismo ilustrado, plasmando, no sólo la liberación de la burguesía, de la razón y del hombre a un orden objetivo, heterónomo y trascendente, a través de la base moral que pretendió darle a los derechos naturales del hombre, sino que enunció el fundamento político del positivismo jurídico e instituyó el constitucionalismo.

4. Conformación de las declaraciones contemporáneas en líneas ideológicas convergentes

Seguiría, a dichos hitos históricos, un proceso no pacífico de introducción universal del constitucionalismo –en occidente, primero, y en un mundo globalizado después– entendido hasta ese momento, como una pura división racionalista del poder y garantía contractualista de la libertad negativa, según lo evidencia el famoso artículo 16 según el cual toda sociedad en la cual la garantía de los derechos no está asegurada ni la separación de poderes establecida no tiene constitución.

Las declaraciones contemporáneas pueden tener algunas variaciones más o menos sustanciales en su aparición a partir de la segunda posguerra, respecto de sus antecesoras modernas, lo cual, sin embargo, no quita que éstas se hayan concebido con referencia directa a las primeras declaraciones modernas, en las cuales, sin duda, tienen su origen formal y material.

Basta, a este fin, contrastar brevemente dos declaraciones paradigmáticas de uno y otro periodo, como lo son la Declaración de 1789 y la Declaración Universal de 1948, para evidenciar que responden a una misma base estructural en la manera como se plantearon los derechos del hombre:

Los primeros artículos de una y otra declaración, rezan así:

– Declaración de los derechos del hombre y el ciudadano de 1789: «Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos. Las distinciones sociales sólo pueden fundarse en la utilidad común».

– Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948: «Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros».

Ambas declaran con bastante coincidencia los derechos naturales del hombre como la libertad, o la seguridad, y el derecho a la propiedad, así como la resistencia a la opresión que tiene especial desarrollo en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1966.

Cuestiones como las garantías atinentes a las limitaciones de la libertad por detención o la legalidad en materia penal, siguen una redacción casi idéntica.

La declaración de 1789 y aquellas de su mismo periodo, al tener una mayor connotación política, y menos ética que la de 1948, se ordenan a ligar los derechos naturales del racionalismo, de manera bastante coherente –en la lógica del liberalismo político y jurídico– con los fundamentos de la nueva organización política, en esa especie de síntesis de ambos aspectos que representa el constitucionalismo.

De esta mirada preliminar se puede extraer que, si bien son palpables las diferencias sustanciales y formales, que se explicarán a más adelante, resulta cierto que desde las declaraciones de finales del siglo XVIII a la segunda posguerra se presenta un periodo de consolidación del constitucionalismo y del propio humanismo y subjetivismo subyacente a declaraciones ilustradas, en donde principalmente se evidencia un ajuste de la revolución de una clase, la burguesía, que busca un sustento moral político, a la revolución de un humanismo universal, este sí pretendidamente moralizador del derecho y la política.

Como explica el profesor Pérez Serrano, a manera de resumen, en tales documentos de derechos se pueden identificar tres capas histórico-axiológicas que las recubren: i) una procedente de la ideología liberal de la ilustración, como queda plasmada en la Revolución Francesa; ii) otra que sería la impregnación de la ideología del Estado burgués; y iii) la última «la deposita la línea socialista […] que apoya los derechos proclamados por el Estado de bienestar»[15].

Me parece que al anterior esquema, el cual seguiré a continuación, debe adicionarse una cuarta «capa» según la cual, a través de un proceso de profundización originado en la modernidad fuerte, reviste las declaraciones contemporáneas de un humanismo personalista y autonomista que también puede identificarse en la fase radical del individualismo de la autonomía, y que puede verse entre otros desarrollos jurídicos, en el denominado derecho al libre desarrollo de la personalidad.

Sobre el primer fenómeno, que puede también entenderse como un constitucionalismo «en serio», debe tenerse en cuenta que en el inicio de las revoluciones liberales, primó el aspecto político, y sólo posteriormente –especialmente a lo largo del siglo XIX– se solidificó el constitucionalismo verdaderamente como técnica de control del poder, y como proclamación y garantía de los derechos y libertades abstractas del ser humano.

Frente a esto, anota Vallet, para enfatizar el sentido de este primer proceso, que la Constitución de Weimar de 1919 sería una típica constitución liberal-burguesa en la cual predominan los derechos de libertad del individuo frente al poder estatal, derechos que Carl Schmitt distinguió entre libertades del individuo aislado y libertades del individuo en relación con otros[16].

Esa misma base del liberalismo originario se mantendrá en las constituciones que vienen después de la segunda guerra mundial, como la italiana de 1947, la alemana de 1949, la española de 1978, y por supuesto la francesa de 1958, es decir, en la nueva generación de constituciones contemporáneas, lo cual indica que una parte del constitucionalismo ha consistido en conservar dicha matriz de libertades.

El segundo proceso implica el fortalecimiento de la idea democrática subyacente a la soberanía popular, y que, desde otro punto de vista, se puede describir en tanto que: «[L]os derechos humanos, hasta entonces centrados en exenciones para la salvaguardia de la libertad frente al Estado, tratan de injertarse en la misma estructura de éste; es decir, dentro de él, germinando como un derecho a la representación política en una estructura democrática»[17].

Con los derechos que Schmitt denomina derechos de los individuos «como ciudadanos», o que se pueden denominar como derechos políticos, se consolida la faceta democrática del Estado de derecho, que se evidencia en la proclamación de derechos como la igualdad ante la ley, petición, sufragio igual, acceso a los cargos públicos.

Este énfasis democrático y de participación política, ya venía materializando la igualdad (formal) proclamada por Rousseau, la cual, sin embargo, logra dar lugar a un tercer momento en su profundización en el llamado constitucionalismo social.

Esa tercera etapa, que tiene un influjo socialista sin serlo oficialmente –como un preludio del marxismo cultural– surge de aceptar políticamente una supuesta necesidad de realizar materialmente la igualdad en términos económicos, sociales y culturales, concretada en el Estado de bienestar o en el Estado intervencionista, y que da origen a una nueva generación de derechos[18] que significan un importante salto conceptual pues de las facultades naturales del hombre se pasa a las aspiraciones materiales y culturales y a una nueva noción de justicia[19].

Las constituciones y declaraciones adquirieron una influencia colectivista sin dejar de lado su medula liberal, fenómeno explicado bajo los conceptos de «constitucionalismo social», «Estado de bienestar» o bajo fórmulas como la del «Estado social de derecho» o los propios «derechos económicos, sociales y culturales».

El artículo primero de la Declaración de 1789 proclamaba que «los hombre nacen y permanecen libre e iguales en derechos». De esto se sigue que las declaraciones y constituciones actuales provienen de la conjunción entre dos líneas provenientes de ese doble germen, el que pretende realizar la libertad y el que pretende lo propio con la igualdad, y aunque eventualmente separadas políticamente, al fin, unidas en la coyuntura de una posguerra, acaso en una superideología.

Una línea liberal que marcó diversos procesos, larvados por la ideología ilustrada, como la consolidación del racionalismo político a través del principio democrático o el advenimiento de una tendencia libertaria evidenciada, por ejemplo, en el reconocimiento jurídico –esto es en forma de derechos– actual, aunque por vía de hermenéutica constitucional, de la revolución sexual, a través de los denominados derechos sexuales y reproductivos.

La otra vertiente, de corte socialista, conllevó el intentó de realizar la igualdad material en lo social, cultural y económico, proclamado por el denominado Estado del bienestar. Tal paradigma que no sólo consideramos social sino sustancialmente socialista, se incluyó efectivamente en las constituciones de la posguerra de manera generalizada, aunque en no pocos casos tomando distancia de las constituciones abiertamente socialistas.

Las corrientes socialistas ingresaron así, por dos caminos al constitucionalismo contemporáneo; o bien a través de su concreción en los llamados derechos de segunda generación[20] (DESC) tanto en constituciones nacionales como en diversos instrumentos internacionales de derechos humanos, o bien a través de principios socialistas de inserción paulatina en el Estado democrático de derecho, como por ejemplo cuando la Constitución portuguesa de 1976 introduce en su artículo 2 que es objetivo de la república «asegurar la transición hacia el socialismo mediante la creación de condiciones para el ejercicio democrático del poder por las clases trabajadoras». Y cuando incluye fórmulas como la siguiente: «La apropiación colectiva de los principales medios de producción, la planificación del desarrollo económico y la democratización de las instituciones, constituyen garantías y condiciones para la efectividad de los derechos y deberes económicos sociales y culturales».

Esta tendencia de los derechos sociales que se presentó en gran medida como reacción en contra el individualismo liberal etc., soportada en las reclamaciones de justicia por las capas sociales menos favorecidas –por el capitalismo– por lo que encontraría relativas convergencias en una multiplicidad de líneas de pensamiento, entre ellas la doctrina social de la Iglesia, sin embargo, se puede afirmar, nació y creció con el predominio de una concepción socialista de igualdad material.

El cuarto proceso al que me referí, debe entenderse como un fenómeno vigente, que puede darse a su vez en por lo menos dos etapas: i) la derivación de nuevas libertades o ámbitos de libertad negativa no concebidos en las declaraciones fundadoras, como por ejemplo la creciente protección del derecho fundamental a la vida, al punto de la prohibición de la pena de muerte en las declaraciones contemporáneas, y ii) la profundización de la autonomía y la igualdad en la dignidad humana, en novedosos derechos, incluso «postconstitucionales», como «la libertad sexual y reproductiva» y sus consecuencias, incluso asistenciales, o la dimensión omnicomprensiva de la igualdad de derechos de las parejas «homosexuales».

Se presenta, así, un periodo de consolidación de una especie de humanismo –integral– de los derechos-libertades, que vendría a mutar más específicamente –en un mayor énfasis moralista– en un personalismo autonomista y asistencial que es el que se encuentra expresado en la Declaración de 1948, en todo caso, dentro de un proceso i) no exento de una evidente mixtura de humanismos e ideologías, y ii) que sigue vigente y en marcha, con respecto a lo que se ha calificado como «posmodernidad», «post-constitucionalismo», «post-secularización», etc.

Finalmente, debe mencionarse que una serie de nuevos derechos denominados de tercera generación o colectivos y del medio ambiente[21], como el derecho a la paz, al medio ambiente sano, o al desarrollo humano, que se caracterizan por tener precisamente un carácter colectivo e incluso supranacional, creo que deben reconducirse a la idea de un constitucionalismo social, es decir de las aspiraciones generales, pues tienen su misma estructuración, solo que adecuados a las últimas formas de interpretación de los principios democráticos.

5. Conclusiones

Las declaraciones contemporáneas –incluidas aquellas insertadas en las constituciones[22]– se encuentran conformadas a partir de diversos contenidos jurídicos, políticos y/o axiológicos, que se entremezclan para dar lugar a documentos que, en su forma más común y mayoritaria, implican una verdadera convergencia, a veces teórica y otras veces puramente práctica, de las diversas corrientes humanistas o filosóficas de origen moderno, incluso de algunas pretendidamente tradicionales o católicas como las posturas del humanismo integral de Maritain[23] y otros personalismos cristianos.

Así, las declaraciones de derechos contenidas en instrumentos de derecho internacional, encuentran un marcado carácter humanista y garantista, que obedece más a un consenso práctico[24] en la formulación de cuáles son los derechos abstractos del hombre que deben protegerse y promoverse.

Por su parte, las constituciones, en cuanto tales, en toda su dimensión política formal, tienden a que su línea política influya en la formulación, inclusión, exclusión y alcance de determinados derechos fundamentales constitucionales, que, por tanto, en ellas, pese a su motivación humanista, pueden encontrarse condicionados por consensos «constituyentes» que pueden dar prevalencia a proyectos socialistas (Portugal, Venezuela, Cuba, etc.), socialdemócratas o conservadores de las tesis liberales, no excluyentes en todo caso de un variopinto abanico de fórmulas neoliberales y neoconservadoras.

Las declaraciones contemporáneas, en el sentido lato anotado, se conformaron con base en sus antecedentes del siglo XVIII, pero con los aditamentos propios del constitucionalismo social, y de un intento por poner un énfasis personalista –en ocasiones pretendidamente iusnaturalista– en la base de algunas fórmulas consensuadas. Lo cierto es que detrás de tales declaraciones verdaderamente subsiste una concepción humanista secularizada aunque algunos simplemente quieran –en cada momento– decir que simplemente hay que hacer un esfuerzo por rellenarlas de una interpretación adecuadamente cristiana.

Si el constitucionalismo nace como una técnica de control del poder, que se basa en las libertades liberales como justificación de dicha limitación, en la contemporaneidad su relación con las declaraciones de derechos contemporáneas, cambia en por lo menos dos sentidos: i) además de técnica de control del poder político asume y requiere en su ética la realización plena de las libertades, y ii) pasa a un segundo plano o nivel en el cual ya la prioridad no es la forma de limitar el poder, sino la realización de la justificación que se había dado para esa limitación, y desde el punto de vista de los derechos, acoge nuevos derechos, o una nueva perspectiva de ellos.

Planteado tal proceso progresivo de consolidación de la teoría convencional de los derechos humanos contemporáneos, que como dijimos se construyó con base en la médula liberal pero se remodeló con unos alcances sociales, y socialistas, dando forma a un constitucionalismo de los derechos que i) ahonda lo liberal en el propósito permanente por una mayor emancipación de la autonomía individual, y ii) profundiza lo socialista en una cada vez mayor igualación económica de los ciudadanos –medios– a instancias de la necesidad de realizar la igualdad material.

En tal contexto se proyecta una sociedad de pobres autónomos. Se introduce un hiper-humanismo, en forma de principios que deben ser regulados por la ley, en donde se aceptaría implícitamente la necesidad de que los derechos naturales e innatos del hombre pueden ser limitados por obra del contrato social, como ya lo denunciaba Carl Schmitt: «Tales derechos presuponen una organización estatal a la que se incorpora el individuo titular del derecho. Con eso, su derecho se relativiza ya. Es condicionado y, ciertamente, por una organización que incluye al individuo, le asigna su puesto, mide y raciona su pretensión».

Es la doble faz del artículo 1º de la Declaración de 1789: por una parte, la libertad kantiana, de individuos libres en su esfera de privacidad, pero vinculados por la autonomía de los demás y por supuesto por el Estado que las garantiza, aunque con un propósito que se sobrepone a la mera garantía de la coexistencia de las libertades, esto es, la intromisión personal y patrimonial al punto de lograr que todas las esferas tengan el mismo tamaño. Lo idealista en el nihilismo abismal de la autonomía de cada quien, y lo materialista, en la necesidad de garantizar que las esferas individuales tengan las mismas condiciones. Por supuesto, sin trascendencia, sin común unidad o concordia social, en lo que se perfila como la peor realización de una novela de Orwell.

En suma, podemos concluir que no obstante el mencionado problema de fundamento objetivo de las declaraciones de derechos que se refleja verdaderamente en una «prohibición de preguntar» –sobre tal fundamento– referida específicamente a ese consenso pragmático pluralista logrado para la declaración de 1948, ese catálogo de derechos debe mirarse precisamente como una manifestación ético-política, en términos modernos, de un consenso general sobre una visión esencialmente liberal de dignidad humana.

De lo que se trata es de resaltar el carácter problemático de los derechos humanos, el cual puede radicar en por lo menos cuatro aspectos: i) la prohibición de preguntar sobre su fundamento[25], y por tanto la ausencia de ese fundamento univoco en la naturaleza; ii) el carácter anfibológico y polisémico de su terminología primordial[26] (libertad, dignidad); iii) su perspectiva crecientemente subjetivista, por oposición, y en exclusión, de la objetividad ontológica realista[27], y iv) la abierta tendencia ideológica de su justificación y aplicación, que ha dado lugar a que se hable de una super-ideología[28] de los Derechos Humanos.

Si esos derechos humanos de la manera como están formulados en las declaraciones contemporáneas, se toman en la justa medida de su ámbito, contexto y alcance primordialmente político-programático y ético, y no como esencia de lo jurídico, o nuevo decálogo de la modernidad, podríamos comenzar a replantearlos o redefinirlos para construir una visión de derechos y bienes de la persona con basamento natural y sobrenatural[29]. Más si se siguen acogiendo como verdadero contenido de la moralidad universal, que sólo adolece de problemas accidentales, de quienes los aplican; nos encontraremos nada más que retocando ídolos con pies de barro.

 

 

[1] Esto es patente, por ejemplo, en la despenalización y promoción del aborto o en los supuestos derechos de igualdad ideológica de las uniones denominadas homosexuales, en donde una hermenéutica singularmente coherente de los presupuestos ideológicos de los derechos humanos, puntualiza la sustitución del derecho natural y de la ley natural por esa nueva ética autonomista y libertaria que integra el personalismo secularizado. Pero también se refleja, y a ello se debe el énfasis anotado frente a la ciencia jurídica y la prudentia juris, en la deformación del propio derecho civil a instancias de la intromisión ideológica mencionada, como en los casos del derecho de asociación o también cuando la autonomía de la voluntad contractual excluye por ejemplo el principio de no enriquecimiento sin justa causa.

[2] Juan B. VALLET DE GOYTISOLO, «En torno a los derechos humanos», Verbo (Madrid), núm. 423-424 (2004).

[3] VALLET DE GOYTISOLO, «Derechos y deberes en las constituciones actuales de Occidente», Verbo (Madrid), núm. 229-230 (1983), pág. 1239.

[4] Ibid., pág. 1240.

[5] Cabe aclarar que se habla de modernidad no como una mera etapa histórica sino fundamentalmente como un proyecto ideológico más o menos homogéneo que da lugar a un conjunto axiológico particular. Por lo tanto, si bien en el espacio cronológico correspondiente a la modernidad se presentan múltiples manifestaciones de signo cristiano, no es a ello a lo que se hace referencia sino a la tendencia predominante, ésta sí, del carácter citado arriba.

[6] Ibid.

[7] Ibid., pág. 1243.

[8] Ibid., pág. 1241.

[9] Ibid., pág. 1240: «Tensión que, a veces, se traduce en el predominio de la fuerza centrípeta, que ahoga las libertades y, en otras ocasiones, muestra un desencadenamiento centrífugo de éstas, disolvente de toda autoridad política».

[10] Esta línea debe compaginarse alternativamente y dentro de la complejidad de las conformaciones culturales y teóricas con las conocidas exposiciones de Villey sobre el origen del derecho subjetivo en Occam y la llamada «desviación o deslizamiento del lenguaje vulgar» que indicara el profesor francés y que, según trabajos como los de Tierney o Guzmán Brito, se presentó verdaderamente, pero con posterioridad a la obra del franciscano inglés.

[11] Cfr. Dalmacio NEGRO, «El problema de los derechos humanos», Verbo (Madrid), núm. 389-390 (2000), págs. 169-171.

[12] Recuérdese la célebre definición de derecho como qualitas moralis.

[13] VALLET DE GOYTISOLO, ibid., pág. 1247.

[14] Ibid., pág. 1250.

[15] Nicolás PÉREZ SERRANO, Evolución de las declaraciones de derechos humanos, Madrid, Universidad de Madrid 1980, discurso de apertura del curso académico 1950-1951, págs. 21- 89.

[16] VALLET DE GOYTISOLO, «Derechos y deberes en las constituciones actuales de Occidente», loc. cit., pág. 1253.

[17] Ibid.

[18] Conocidos precisamente como «Derechos económicos, sociales y culturales» (DESC). Por ejemplo en el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de la Asamblea General de la ONU de 1966.

[19] Este concepto de justicia puede identificarse en la doctrina judicial de múltiples tribunales constitucionales, o en la teoría de la dimensión objetiva de los derechos fundamentales propugnada entre otros, por Robert ALEXY, Teoría de los derechos fundamentales, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1993.

[20] Difundida clasificación de los derechos humanos introducida por Karel Vasak, primer director del Instituto Internacional de Derechos Humanos de Estrasburgo, las tres generaciones que corresponden a la trí- ada revolucionaria libertad, igualdad, y fraternidad.

[21] Como lo trae la Constitución Política de Colombia en el capítulo 3 del título 2.

[22] Que dan lugar a la denominación de constitución axiológica o parte dogmática de la constitución. Cfr. Pablo L. VERDÚ, Dimensión axiológica de la constitución, Sesión de 18 de marzo de 1997 de la Real Academia de Ciencias morales y Políticas.

[23] Mauricio BEUCHOT, La fundamentación filosófica de los derechos humanos en Jacques Maritain, Ciudad de Méjico, Universidad Nacional Autónoma de Méjico, 1993.

[24] Ibid., pág 13.

[25] Como se trata por ejemplo en Juan Fernando SEGOVIA, «Derechos humanos y constitucionalismo», Verbo (Madrid), núm. 421-422 (2004).

[26] Danilo CASTELLANO, Racionalismo y derechos humanos, Madrid-Barcelona, Marcial Pons, 2004.

[27] Piénsese por ejemplo en la estricta postura de Michel VILLEY, Compendio de filosofía del derecho, Pamplona, Universidad de Navarra, 1981.

[28] Dalmacio NEGRO, «El problema de los derechos humanos», loc. cit.

[29] Cfr. Julio ALVEAR, «Los derechos humanos como ideología. Una lectura desde el pensamiento “antimoderno”», Derecho Público Iberoamericano (Santiago de Chile), año 2, núm. 3 (2013). Quien considera fundamental distinguir entre derechos humanos y derechos y bienes de la persona humana, en donde los primeros tienen ya una connotación ideológica clara, mientras que de los segundos puede hablarse desde una perspectiva integralmente metafísica, que integre la ley natural con lo justo natural.