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Número 535-536

Serie LIII

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Chantal Delsol, Populisme. Les demeurés de l’histoire

Chantal Delsol, Populisme. Les demeurés de l’histoire, París-Perpiñán, Ed. du Rocher, 2015, 267 págs.

Chantal Delsol es filósofa y especialista en historia de las ideas políticas, académica de Ciencias Morales y Políticas en Francia y fundadora del parisino Instituto Hannah Arendt, y ha sido discípula de Julien Freund. Ha publicado diversos libros, entre ellos: L’État subsidiaire (1992), L’irrévérence, essai sur l’esprit européen (1993), L’autorité (1994), Éloge de la singularité, essai sur la modernité tardive (2000), La République. Une question française (2002) y más recientemente Les pierres d’angles (2014). También ha escrito novelas.

La autora no esconde su catolicismo ni su definición política: es una conservadora liberal, preocupada por el individualismo extremo y la mundialización abstracta. Populismo. Los idiotas de la historia, su último libro, debe leerse en esa clave: la reacción liberal conservadora contra el igualitarismo democrático global, el rechazo del individualismo y la emancipación ilimitada, la defensa de las solidaridades y las identidades particulares. Más en concreto, Delsol busca revalorizar y justificar una corriente política contemporánea de Francia, conservadora y cristiana, que es descalificada como extrema derecha (pág. 164). Y todo esto, lo que la define ideológicamente, se compendia en el populismo, al que augura «el destino de una democracia verdadera en el espacio europeo» (pág. 259).

El argumento es ingenioso, pero ciertamente maniqueo: la historia política de los últimos siglos, a partir de la Ilustración, se entiende como el conflicto de lo universal contra lo particular, de las elites contra el pueblo, de la razón contra los idiotas (en el sentido griego del término), de la mundialización contra el arraigo, en fin, de la democracia universal contra las democracias nacionales, de las oligarquías contra el populismo.

El populismo es hoy un insulto: insulto a la inteligencia, a la igualdad abstracta, a la emancipación o liberación, a las clases ilustradas. Se trata pues de levantar la injuria y demostrar que la ideología universalista emancipadora acarrea la destrucción de las raíces temporo-espaciales de la convivencia; de establecer, en el imperio de la democracia, la necesidad y la posibilidad de formas políticas conservadoras (en el sentido de Edmund Burke) que rescatan lo particular, el arraigo, el comunitarismo.

El populismo no es una ideología, no constituye un sistema. Los políticos populistas no son ideólogos. Las corrientes populistas aparecen, aquí y acullá, como una «aglutinación de inconexos descontentos» sin un evidente hilo conductor (págs. 95 y 181-182). Es un discurso que se vale de un lenguaje provocador, descarnado, directo, incluso violento, como respuesta a la hipocresía reinante.

La redefinición del populismo se impone como revalorización de un discurso que rechaza el individualismo y defiende los valores comunitarios de la familia, la empresa y la vida cívica; que, contra la expansión del Estado de bienestar o providencia, sostiene el trabajo como valor y la solidaridad cara a cara; que, en oposición al uniformismo de la mundialización, se apega a la identidad nacional, al nosotros contra los «otros», con un lenguaje moralizador de la política y de las costumbres.

Entendido de esta manera, el populismo se confunde con el comunitarismo, con la defensa del bien común universal-particular que es el arraigo, bien único de un común-concreto, bien común plural y discutible (págs. 103-135).

En tal sentido, el populismo es democrático, porque la democracia (el régimen que separa la política de la religión y de toda verdad dogmática) entroniza la conciencia y el juicio individuales y, por tanto, deja a la voluntad de todo el mundo la cuestión del bien. La democracia es Aristóteles contra Platón, en la medida en que cada pueblo y cada individuo son capaces de juzgar cuál sea su bien.

Así, quizá sin habérselo propuesto, Delsol no sólo distorsiona el pensamiento aristotélico, sino que remata en un individualismo/comunitarismo relativista. Su método maniqueo-dialéctico, a fuerza de simplificar exageradamente los conceptos y los procesos históricos, olvida los matices que, en esta clase de estudios, tienen la importancia de aportar las diferencias.

El estilo ensayístico compromete el resultado no sólo porque pasa por alto la literatura especializada sino porque reduce los casos de populismo a la experiencia europea hodierna. En consecuencia, toda crítica de la democracia formalista, universalista, ilustrada (la crítica de los valores en boga) se convierte, en la pluma de la autora, en populismo, concepto que acaba siendo desfigurado y difuminado. Las buenas intenciones de Delsol, tanto como algunas opiniones correctas e inteligentes, naufragan en un populismo sin contornos ni límites, que se confunde con expresiones democráticas comunitaristas y una seudo filosofía del arraigo, confuso cóctel de Michael Walzer, Edmund Burke, Simone Weil, Ralph Dahrendorf y Jean-Marie y Marine Le Pen.

Juan Fernando SEGOVIA