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Número 535-536

Serie LIII

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La monarquía en la «doctrina social de la Iglesia»

Cuaderno: Monarquía y democracia

1. Introducción

El tema es aparentemente simple. Se trata de saber cómo fue (y eventualmente, continúa siendo) considerada la monarquía en la «doctrina social de la Iglesia».

Sin embargo la cuestión no puede ser abordada antes de haber efectuado una clarificación de orden terminológico sobre lo que se entiende por «doctrina social de la Iglesia». Tras eso, podremos examinar sucesivamente cómo ha sido abordada la cuestión de la monarquía en los siglos de cristiandad y, después, tanto en la segunda mitad del siglo XIX como en el periodo sucesivo, antes y después del Concilio Vaticano II.

2. La «doctrina social de la Iglesia»

La expresión «doctrina social de la Iglesia» es reciente: es una novedad del siglo XX. La utilizó por primera vez en un texto oficial –aunque con nombre no exactamente igual– Pío XI, al evocar en el párrafo 94 de la encíclica Quadragesimo anno (1931) la «doctrina social cristiana».

En realidad, se da una especie de paso sorprendente de lo cuantitativo a lo cualitativo, a causa de la nueva insistencia, en el período contemporáneo, sobre materias que fueron tenidas en cuenta desde tiempo atrás, pero quizá de manera más discreta y sobre todo sin las facilidades ofrecidas por los medios modernos de comunicación social.

La Iglesia, en la persona de sus papas, obispos, teólogos y santos, juzgó en efecto siempre las cosas del orden temporal, ya se tratase del ejercicio del poder político, de la economía, de las relaciones entre las clases sociales, etc. Pero siempre lo hizo (o pretendió hacerlo) desde el punto de vista particular –el objeto formal– de la Revelación, o sea en nombre de las exigencias de la Ley nueva: por ejemplo, la reivindicación del privilegio del clero, o del derecho de la Iglesia de poseer su propia legislación penal, o que venga legalmente sancionada y protegida la indisolubilidad del matrimonio, etc. También lo hizo para condenar las violaciones de los derechos de las personas, de las familias, de las naciones, ratione peccati. Finalmente la Iglesia intervino para reforzar con un motivo religioso las obligaciones naturales, tales como el respeto para con la autoridad, la justicia social, la honradez en los negocios, ilustrando así, en una palabra, la declaración de San Pablo: «La piedad es provechosa para todo» (1Tim. 4, 8). Y en este sentido, la Iglesia fue la mejor custodia de las verdades que los que tienen competencia en las diferentes esferas temporales deben respetar como principios para guiar sus opciones prudenciales; así como también la mejor garante de la obediencia que les es debida, lo que recordó varias veces, entre otros, León XIII[1]. Dicho eso, la decisión prudencial de los gobernantes escapa como tal de la competencia directa de la jerarquía eclesiástica, lo que no impidió en la práctica ciertos abusos. Podemos incluir en esta categoría la consigna del Ralliement (1892), en la cual verificamos una intromisión abusiva de tipo clerical, si no teocrático, en la arena temporal, por cierto favorecida por las debilidades de los seglares del momento.

Es a veces delicado distinguir correctamente entre caridad e intrusión. La caridad implica entrar en el seno de una verdadera casuística (pensemos por ejemplo en Pío XII aplicando el principio del voluntario indirecto al caso del alivio de los sufrimientos de ciertos enfermos graves, también en condenas de prácticas tales como la usura por Benedicto XIV en Vix pervenit de 1745). La intrusión indebida del clero en esferas civiles (sociales y políticas) es otra cosa. Y hablar de «materias mixtas» no resuelve nada. Ciertas intrusiones fueron sentidas y condenadas ruidosamente en los años del Concilio Vaticano II, al tiempo que se afirmaba claramente la autonomía del orden temporal. Otra cosa era, claro está, la intención subyacente que condujo a este reconocimiento, así como las conclusiones erróneas que pudieron extraerse de ahí. «Si por autonomía de la realidad temporal se quiere decir que las cosas creadas y la sociedad misma gozan de propias leyes y valores, que el hombre ha de descubrir, emplear y ordenar poco a poco, es absolutamente legítima esta exigencia de autonomía…» (Gaudium et spes, 36). Lo que no impidió la multiplicación hasta el ridículo de intervenciones intempestivas supuestamente proféticas, a propósito de todo y de nada –desarrollo, inmigración, clima, proyecto de banco mundial…– en documentos de conferencias episcopales, encíclicas, declaraciones solemnes u otros textos de los distintos dicasterios.

El problema principal planteado por la «doctrina social de la Iglesia» es el de determinar su naturaleza exacta. El Compendio de la doctrina social de la Iglesia de 2006 muestra la dificultad, en el sentido de que, si bien realiza una clarificación, la aplica mal. En efecto, precisa que la expresión designa una recopilación de intervenciones variadas del Magisterio, sin formar inicialmente una construcción ordenada ni tener pretensión de exhaustividad (diferente, pues, a este respecto, de un catecismo). Y sitúa este conjunto en la categoría de la teología moral (§ 72-73), lo que aunque tiene la ventaja de la claridad, no implica que venga seguida de consecuencias coherentes. El Compendio indica, con razón, que «la Iglesia no se hace cargo de la vida en sociedad bajo todos sus aspectos, sino con su competencia propia, que es la del anuncio de Cristo Redentor. […] Esto quiere decir que la Iglesia, con su doctrina social, no entra en cuestiones técnicas y no instituye ni propone sistemas o modelos de organización social: ello no corresponde a la misión que Cristo le ha confiado. La Iglesia tiene la competencia que le viene del Evangelio: del mensaje de liberación del hombre anunciado y testimoniado por el Hijo de Dios hecho hombre» (§ 68)

Definir la «doctrina social de la Iglesia» como parte de la teología moral clarifica su estatuto, pero implica entonces ampliar su antigüedad y su contenido. Por una parte, la entera vida social de los hombres cae bajo la soberanía de Cristo-Rey: «De verdad, su imperio se extiende no solamente a las naciones que profesan la fe católica o a los hombres que, por haber recibido en su día el bautismo, están unidos de derecho a la Iglesia, aunque se mantengan alejados por sus opiniones erróneas o por un disentimiento que les aparte de su ternura. El reino de Cristo también abraza a todos los hombres privados de la fe cristiana, de suerte que la universalidad del género humano está realmente sumisa al poder de Jesús» (León XIII, Annum sacrum, 1899). Por otra parte, «no quita los reinos mortales Él que da los celestiales» (Pío XI, Quas primas, 1925). Así se precisa el dominio de la teología moral y al mismo tiempo, su límite, o mejor dicho, el título de su intervención. Además, la «doctrina social de la Iglesia», presentada de esta manera –aun sin usar la expresión–, no podría limitarse a la sola enseñanza pontificia, porque es un patrimonio de toda la Iglesia, de sus teólogos, de sus miembros en general, un patrimonio por cierto conservado y a veces enriquecido por la enseñanza de los papas. La «doctrina social de la Iglesia», en realidad, si dejamos de lado la denominación, existe desde los orígenes, y tiene la misma extensión que el pensamiento cristiano sobre la realidad de la sociedad humana, pensamiento que presupone la filosofía natural como base, conforme al axioma gratia non tollit naturam, sed perficit[2]. La doctrina social de la Iglesia, sin comillas, es simplemente la concepción católica sobre la sociedad.

3. La monarquía en el pensamiento católico

Podemos ahora considerar el caso de la monarquía en el marco del patrimonio intelectual cristiano. Antes de entrar en la problemática, debemos precisar que usaremos la palabra «monarquía» en un sentido etimológico estricto, y no en el sentido lábil y a menudo confuso que ha tomado en el lenguaje actual. La monarquía es el gobierno de uno solo, en contraste con el gobierno compartido entre muchos, dividido, por ejemplo según el principio de la separación de los poderes, habiéndose establecido este último precisamente para impedir su unicidad (en aplicación de la fórmula de Montesquieu, «hace falta que […] el poder detenga al poder»). Otra es la cuestión de la sucesión, que es distinta, así como la de la realeza, concepto sin embargo muy próximo, como vemos en el tratado De Regno de Santo Tomás.

Podemos admitir a este respecto que el concepto de realeza añade a la idea de gobierno monárquico la idea de representación. O sea, podemos decir que la realeza es una institución esencialmente ligada a la comunidad política, mientras que la monarquía es un modo de ejercer el gobierno que encuentra diversas realizaciones analógicas: la autoridad del padre de familia, del patrón o del Papa son normalmente monárquicas, pero ninguna de ellas es «regia», sino por vía de imagen, para significar su excelencia.

La monarquía se diferencia, o debería diferenciarse, de la monocracia, en la misma proporción que los verbos griegos archein y kratein. En nuestro contexto moderno, es muy importante subrayarlo. Archein deriva de archè, que significa el origen o lo que engendra. Mientras que el verbo kratein significa solamente el poder o la fuerza y la capacidad de su puesta en marcha. En cuanto tal, no es un mal en sí, pero queda subordinado al precedente o recibe de él su determinación[3]. Hasta Dios mismo no sólo es el «Todopoderoso», sino el «Padre Todopoderoso». Del mismo modo, Cristo es el «Pantocrator», Rey pacífico de un reino «de justicia, de amor y de paz» (Prefacio de la fiesta de Cristo Rey), y también nuestro abogado ante el Padre (cfr. 1 Jn. 2, 1).

La cuestión de la monarquía es la de la unicidad del gobierno de los hombres, y no (o no sólo) la del poder ejercido sobre ellos, o de (la sola) administración de las cosas, para hablar como Saint-Simon.

En este punto la teología moral cristiana, y la metafísica en la cual se apoya, presentan una gran riqueza, ya que toda monarquía en este mundo reenvía, como un reflejo, a su fuente, al gobierno divino –la Providencia, perfección accesible a la razón humana, consiguiente a la inteligencia divina, de la inmensidad y de la suprema bondad de Dios–, y a lo que le da nombre y rostro, la paternidad divina, objeto de la Revelación.

4. Monarquía y filosofía

Desde el punto de vista natural, el ejemplar de todo buen gobernante es el Dios providente.

En el De Regno, leemos estas fórmulas: «Conviene pues considerar lo que Dios obra en el mundo, y así se verá manifiestamente lo que el Rey tiene obligación de hacer en el Reino» (1, 13). «Así, pues, como la fundación de la ciudad o Reino se toma convenientemente de la forma de la institución del mundo, así del orden con que es gobernado se debe tomar el modo de gobernar» (I, 14).

El Libro III de la Summa contra gentiles, del mismo Santo Tomás, desarrolla esta relación de analogía. Hay en el comienzo la exigencia de una causa para que la unidad se produzca en la pluralidad: «Las cosas que son distintas por naturaleza, si no se resuelven en la unidad por un ordenador, no pueden convenir en un solo orden. Mas, dentro de la universalidad de las cosas, hay las que tienen naturalezas distintas y contrarias, conviniendo, no obstante, en un solo orden […]. Es preciso, pues, que haya un solo ordenador y gobernador universal» (64-6).

La misma Suma desarrolla todos los caracteres de este gobierno único. Santo Tomás usa una comparación militar para darlo a entender por analogía (de atribución): «Siempre que algunas cosas están ordenadas a un fin, todas están sujetas a las disposiciones de aquel a quien principalmente pertenece tal fin, como vemos en el ejército: todos sus componentes, como todas sus operaciones, están ordenados al bien del jefe, que es la victoria, como a su último fin; y por esta razón le corresponde al jefe el gobernar todo el ejército» (64-2).

Hay reciprocidad, debida a la analogía, entre los caracteres específicos del gobierno humano y los de la divina Providencia. Aunque el fin de la Contra gentiles no sea político sino teológico, esto permite sacar de esa Suma unas indicaciones sobre lo que debe ser el ejercicio del gobierno humano. Por ejemplo, esto que corresponde de modo implícito al principio de subsidiariedad bien comprendido: «A la providencia pertenece el multiplicar los bienes en las cosas gobernadas. Luego no puede pertenecer a ella aquello por lo cual desaparecerían muchos bienes de las cosas. Mas, si se quitara la libertad de la voluntad, muchos bienes desaparecerían. Pues desaparecería la alabanza de la virtud, que no existiría si el hombre no obrara libremente […]» (73-5).

5. Monarquía y teología

Ahora bien, el gobierno divino no es conocido sólo por vía filosófica sino también por la Revelación que precisa su naturaleza: es el gobierno de nuestro Padre que está en el Cielo. Por lo tanto es imposible entender la Providencia en un sentido deísta y naturalista –sustancia suprema benéfica pero lejana. Por vía de analogía, por consiguiente, el monarca, en cuanto fuente única (última) del gobierno, debe cuidar de todo como Dios en su providencia. En la Contra gentiles, III, 75, Santo Tomás insiste en el hecho de que Dios no limita su providencia al cuidado de las cosas universales sino se ocupa inmediatamente de las singulares. «Él cuenta el número de estrellas, y llama a cada una por su nombre», reza el salmo 146. El Evangelio lo repite tantas veces expresamente. El monarca debe consecuentemente actuar como un padre, porque tiene su función del Padre, del que viene toda paternidad sobre la tierra (Ef. 3, 14). Su solicitud, pues, debe ir mucho más allá de la generalidad de las leyes.

Este lazo entre gobierno divino y paternidad, que atraviesa el Evangelio, forma parte directamente del tesoro político cristiano; es lo que permite comprender verdaderamente la diferencia entre monocracia y monarquía, que el positivismo identifica de hecho. El monarca cristiano aparece siempre como el padre de sus súbditos, y si no se comporta de esa manera es un tirano que deshonra el nombre de cristiano, y en el mejor de los casos, un autócrata que manda a un pueblo servil. Me contentaré con mencionar sólo a un autor espiritual sobre este punto, un benedictino de Saint-Maur, dom Claude Martin (1619-1696), autor del libro La perfection du chef –La perfección del jefe. Este autor espiritual efectúa una constante analogía entre las perfecciones divinas y las que son requeridas del monarca. «Además de la sustancia natural que Dios da a todas las criaturas, Él da también un ser moral a los Prelados, a los Pastores, a los Superiores, y a todos los que rigen la conducta de las almas, a saber la superioridad sobre aquellos a quienes ha sometido a su conducta. Son sus padres y mientras cumplen tales deberes, les damos también el nombre: Abba, Pater. Por eso, como toda paternidad viene de Dios –así lo testimonia San Pablo–, toda superioridad se deriva consiguientemente también de Él»[4]. «Si un superior perfecto es el padre de su familia, su providencia es como la de la madre, quien piensa en todo y atiende a todo. Hace en su rebaño lo que Dios hace en el mundo»[5].

A ambos elementos señalados –providencia y paternidad– va añadirse un tercer término: la autoridad, palabra rica de significaciones diversas, pero tomada en un sentido moral y jurídico por el autor-clave que fue el padre Luigi Taparelli d’Azeglio (1793-1862). Con él afrontaremos la transición a la cuestión del estatuto de la monarquía en el marco de la mentada «doctrina social de la Iglesia» en el sentido estricto y contemporáneo de la expresión. Taparelli fue en efecto la gran referencia de León XIII, papa considerado como la fuente inicial de esta «doctrina».

6. La clave de la «autoridad»

Luigi Taparelli es muy conocido por su gran Tratado de derecho natural, también por su Esame critico degli ordini rappresentativi nella società moderna (1854), traducido y publicado en español en 1866[6], y donde dedica una parte muy interesante a la autoridad, claramente abordada con la intención de contradecir la teoría liberal nacida de la Ilustración.

La argumentación de Taparelli empieza con la afirmación de la diversidad entre los hombres, dotados desigualmente de inteligencia y de libertad, lo que lleva a la consecuencia de que la unidad espontánea y completa de percepción y visión tiene sólo un carácter excepcional, feliz pero efímero, siendo la regla ordinaria quot capita, tot sententiae –tantas cabezas, tantas sentencias. Además la libertad implica que la unidad excepcional de visiones, imaginable en materia de fines, desemboque en una unidad de acción aún más excepcional, imposible que dure sin milagro. Taparelli pone así en evidencia las causas de tal imposibilidad: «[…] Se sigue de aquí que, o las operaciones han de ser tan varias como los juicios, o conviene que haya un juicio con el que los demás se conformen, si se pretende reducir los juicios a la unidad. En los brutos no sucede así […]. En la determinación del día y del medio, ellos [i.e. los hombres] […] no tienen esa unidad espontá- nea de la naturaleza, sino que deben conseguirla mediante la dirección de una inteligencia ordenadora que tenga fuerza de unirlos; y este elemento precisamente, esta fuerza de mover con la razón la voluntad para unir muchos individuos en una operación social, es la que nosotros llamamos autoridad […]. Y esta autoridad debe ser un derecho. […] Hemos visto que el único medio de mover las voluntades humanas, de tal modo que no puedan resistir sin desmentir a la propia razón, y por lo tanto a su propia naturaleza, es aquella fuerza moral que resulta del conocimiento del orden universal en todo lo criado, fuerza que se denomina derecho[7].

Tenemos así la tercera razón que justifica un principio único de gobierno, generador y/o conservador del orden justo en una comunidad política, en cuanto exigencia de la naturaleza, y consecuentemente derecho/deber de orden estrictamente moral. Esta visión de las cosas, sacada de la misma naturaleza, es llamada a ser elevada en el orden de la Redención.

7. La pluralidad de las formas de gobierno

Tras lo anterior aparece una objeción, que proviene de la realidad: sea lo que sea de la unicidad del poder legítimo y del ejercicio monárquico del gobierno de los hombres, se presentan otras formas de gobierno en tiempos y lugares diferentes. ¿Cómo aclarar esta contradicción aparente?

Santo Tomás, en una parte de su De Regno, nos orienta hacia la respuesta. Pone el gobierno de uno como el mejor en sí, observa que hay otras formas de gobierno, sabe que cada una de ellas puede degenerar en tiranía, pero retiene que en tal hipótesis, la tiranía de uno solo es sin embargo menos catastrófica que la tiranía de varios, porque ésta trae la guerra civil: «[…] los daños del gobierno de muchos son mas ordinarios que los que suceden del de uno. Porque por la mayor parte acontece que entre muchos alguno se aparte de la intención del bien común, que cuando es uno solo; y cualquiera de ellos que huya de este bien común, luego hay peligro de disensión entre los súbditos; porque habiendo disconformidad entre los Príncipes, consecuentemente la ha de haber entre la muchedumbre del pueblo» (I-5).

La conclusión de Santo Tomás no es que exista una única forma posible de gobierno, sino que hay una forma mejor, ejemplar, normal –la monarquía–, en función de su capacidad para producir la unidad social, debido a su propia unicidad: «Aquello, pues, llamamos más útil, que es más importante para alcanzar el fin que se pretende; y es cierto que esta unión la puede fundar mejor lo que es de suyo uno, que muchos; así como es eficacísima causa de calentar lo que por sí es cálido, luego más útil es el gobierno de uno que de muchos» (1-2).

De Santo Tomás, recuperado por Taparelli, retenemos pues que el régimen monárquico permite la realización existencial más avanzada de la esencia del gobierno humano, que es la unidad, esencia cuyo ejemplar se encuentra en el gobierno divino, así como su plena existencia. Sin embargo no siempre es posible exigir en una comunidad la docilidad indispensable a la aceptación de lo mejor: la prudencia puede justificar en tiempos y lugares diversos soluciones imperfectas cuando los hombres que componen ciertas sociedades presentan frenos y resistencias de varios tipos. No obstante el principio permanece.

Anotaremos de paso que, a menudo, los regímenes democráticos que se enfrentan a dichas «circunstancias excepcionales» le devuelven el homenaje[8].

8. El indiferentismo hacia las formas de gobierno: la posición de León XIII y su posteridad

Si pasamos ahora al examen de la «doctrina social de la Iglesia» en sentido estricto, descubrimos una cosa sorprendente: sólo durante el pontificado de León XIII se abordó la cuestión del modo monárquico de gobernar, para verse finalmente relegada.

El examen de algunos de los grandes textos leonianos permite verificar la disociación ya mencionada entre la necesidad social de una autoridad indivisa y la indiferencia a que la misma pueda ser objeto de una distribución múltiple e igual.

Un paso de Diuturnum illud (1881) es muy claro a este respecto. Responde, para refutarlos, a los principios de la democracia, según los cuales los titulares del poder son meramente mandatarios del pueblo y no tienen el derecho de mandar por la naturaleza de las cosas, es decir por la necesidad social de la autoridad. Por contraste, la encíclica afirma la doctrina católica del origen del poder (y del fundamento de la autoridad): «Muy diferente es en este punto la doctrina católica, que pone en Dios, como un principio natural y necesario, el origen del poder político».

Luego llega una distinción entre autoridad y sucesión: ésta puede producirse de muchas maneras, particularmente por mandato electivo, pero el título que fundamenta el derecho de la autoridad de ser obedecida proviene de la naturaleza, no del mandato: «Es importante advertir en este punto que los que han de gobernar los Estados pueden ser elegidos, en determinadas circunstancias, por la voluntad y juicio de la multitud, sin que la doctrina católica se oponga o contradiga esta elección. Con esta elección se designa el gobernante, pero no se confieren los derechos del poder. Ni se entrega el poder como un mandato, sino que se establece la persona que lo ha de ejercer».

Entonces la encíclica introduce otra distinción, entre el título (la autoridad) y la modalidad de ejercicio de este título, que puede ser monárquico o poliárquico, sin que sea indicada ninguna jerarquía de valor entre ambas oportunidades: «No se trata en esta encíclica de las diferentes formas de gobierno. No hay razón para que la Iglesia desapruebe el gobierno de un solo hombre o de muchos, con tal que ese gobierno sea justo y atienda a la común utilidad. Por lo cual, salvada la justicia, no está prohibida a los pueblos la adopción de aquel sistema de gobierno que sea más apto y conveniente a su manera de ser o a las instituciones y costumbres de sus mayores».

Un raciocinio análogo se encuentra en la encíclica Immortale Dei (1885): «El hombre ha sido creado para vivir en sociedad “doméstica y civil” [i.e. política]. Ahora bien: ninguna sociedad puede conservarse sin un jefe supremo que mueva a todos y cada uno con un mismo impulso eficaz, encaminado al bien común. Por consiguiente, es necesaria en toda sociedad humana una autoridad que la dirija».

La alusión al gobierno de uno parece clara, tanto más que el texto añade una nueva precisión. Este «jefe supremo» debe ejercer su poder como un padre, recuperando así la visión espiritual cristiana tradicional del poder, ya evocada: «Por tanto, el poder debe ser justo, no despótico, sino paterno, porque el poder justísimo que Dios tiene sobre los hombres está unido a su bondad de Padre. Pero, además, el poder ha de ejercitarse en provecho de los ciudadanos, porque la única razón legitimadora del poder es precisamente asegurar el bienestar público».

Aún más, el texto hace alusión a la ejemplaridad divina, en la continuidad pura de Santo Tomás: «Porque así como en el mundo visible Dios ha creado las causas segundas para que en ellas podamos ver reflejadas de alguna manera la naturaleza y la acción divinas y para que conduzcan al fin hacia el cual tiende todo el universo mundo, así también ha querido Dios que en la sociedad civil haya una autoridad suprema, cuyos titulares fuesen como una imagen del poder y de la providencia que Dios tiene sobre el género humano».

¿Es entonces la legitimación de la monarquía de esencia tradicional? A pesar de las apariencias, debemos responder que no. León XIII introduce nuevamente lo que había dicho en Diuturnum illud, citándose a sí mismo: «[…] el derecho de mandar no está necesariamente vinculado a una u otra forma de gobierno. La elección de una u otra forma política es posible y lícita, con tal que esta forma garantice eficazmente el bien común y la utilidad de todos». Así se ve confirmada la disyunción entre, por una parte, la metafísica de la autoridad política, que postula que la plena realización del gobierno exige la unidad más grande, concretamente la monarquía (en el sentido etimológico), el gobierno personal de uno; y por otra parte, la neutralización de los diversos regímenes, colocados de facto en una igualdad de valor, bajo la reserva de que ellos permitan promover el bien común, sin que sea precisado en qué proporción ni capacidad de duración. La clave para explicar este salto contradictorio parece que se puede ver en la atribución de los caracteres específicos del jefe –apenas recordados– a la jefatura, al cargo, sea personal o no: en otras palabras, un proceso de abstracción, de despersonalización.

Una semejante presentación será efectuada, a partir de ahí, sin cambio notable, con excepción de una acentuación de la disociación, que va a hacerse en torno al Ralliement. Así, en la encíclica Au milieu des sollicitudes (1892), la jerarquía de valor entre los diversos regímenes políticos está remitida a la esfera de las abstracciones puras: «En [el] orden especulativo de ideas, los católicos, como cualquier otro ciudadano, disfrutan de plena libertad para preferir una u otra forma de gobierno, precisamente porque ninguna de ellas se opone por sí misma a las exigencias de la sana razón o a los dogmas de la doctrina católica».

Es inútil insistir aquí en la continuación bien conocida de la encíclica, que se apoyaba en la ficción de que la República (francesa) fuese un sistema lícito entre otros, neutro en sí mismo, y en consecuencia, legitimando así la obligación impuesta a los católicos de respetarla como «poder constituido» poseedor del título de la autoridad[9].

Se puede afirmar que después de León XIII, el tema del gobierno monárquico (i.e. unitario) no será abordado más como tal. Se hará hincapié en otros aspectos políticos, tales como el laicismo y todas las consecuencias antireligiosas del inmanentismo político, ya denunciadas en el Syllabus. Además se utilizará constantemente (con pocas variantes) una fórmula para afirmar que la Iglesia (los papas) proclama su neutralidad respecto de los regímenes políticos «con tal de que promocionen el bien común». Así, por ejemplo, Pío XI, en su encíclica Dilectissima Nobis (3 de junio de 1933), dirá a propósito de la España republicana: «[…] todos saben que la Iglesia católica, no estando bajo ningún respecto ligada a una forma de gobierno más que a otra, con tal que queden a salvo los derechos de Dios y de la conciencia cristiana, no encuentra dificultad en avenirse con las diversas instituciones, sean monárquicas o republicanas, aristocráticas o democráticas». O del mismo modo Pío XII, en su radiomensaje del 24 de diciembre de 1940, Grazie: «Entre los opuestos sistemas, vinculados a los tiempos y dependientes de éstos, la Iglesia no puede ser llamada a declararse partidaria de una tendencia más que de otra. En el ámbito del valor universal de la ley divina […] hay amplio campo y libertad de movimiento para las más variadas formas de concepciones políticas». Etc.

9. De la indiferencia a la afirmación de la democracia

Es a través del indiferentismo así proclamado como se va a producir la inversión que conocemos hoy día: el ideal-tipo ya no es la monarquía, sino la democracia.

Ésta se introduce discretamente, como sabemos, en el radiomensaje de Pío XII de 24 de diciembre de 1944: «Una sana democracia, fundada sobre los inmutables principios de la ley natural y de las verdades reveladas, será resueltamente contraria a aquella corrupción que atribuye a la legislación del Estado un poder sin freno ni límites, y que hace también del régimen democrático, a pesar de las contrarias, pero vanas apariencias, un puro y simple sistema de absolutismo. El absolutismo de Estado (que no debe ser confundido, en cuanto tal, con la monarquía absoluta, de la cual no se trata aquí) consiste de hecho en el erróneo principio de que la autoridad del Estado es ilimitada […]».

La cuestión de la «monarquía absoluta» (absoluta en el sentido de que tenga plena libertad de ejercicio, en el respeto de la ley divina y natural y de las justas costumbres establecidas) está mencionada, prueba de que subsiste en abstracto, pero la democracia ya supera la categoría anteriormente considerada como indiferente «con tal que el bien común, etc.».

Luego, entramos en el proceso conciliar que empieza con la transición de Juan XXIII, de modo muy progresivo. En la Pacem in terris (1963), se mantiene los límites tradicionales y al mismo tiempo se razona dentro del pensamiento democrático (lo que es de facto una contradicción). Así: «No puede aceptarse la doctrina de quienes afirman que la voluntad de cada individuo o de ciertos grupos es la fuente primaria y única de donde brotan los derechos y deberes del ciudadano, proviene la fuerza obligatoria de la constitución política y nace, finalmente, el poder de los gobernantes del Estado para mandar» (núm. 78). Sin embargo, al lado de esta fórmula tradicional, aparece esta otra: «Del hecho de que la autoridad proviene de Dios no debe en modo alguno deducirse que los hombres no tengan derecho a elegir los gobernantes de la nación, establecer la forma de gobierno y determinar los procedimientos y los límites en el ejercicio de la autoridad. De aquí que la doctrina que acabamos de exponer pueda conciliarse con cualquier clase de gobierno auténticamente democrático» (núm. 52).

El Catecismo de la Iglesia católica recupera más o menos el mismo principio indiferentista, matizado con trazas de cultura dominante. Así, párrafo 1901-1: «Si la autoridad responde a un orden fijado por Dios (10), “la determinación del régimen y la designación de los gobernantes han de dejarse a la libre voluntad de los ciudadanos” (GS 74, 3)». Se confirma de ese modo el mayor indiferentismo para con las «formas» de gobierno. El párrafo que sigue, 1901-2, introduce una restricción de sentido más habitual: «La diversidad de los regímenes políticos es moralmente admisible con tal que promuevan el bien legítimo (11) de la comunidad que los adopta. Los regímenes cuya naturaleza es contraria a la ley natural, al orden público y a los derechos fundamentales de las personas, no pueden realizar el bien común de las naciones en las que se han impuesto». Pero, en el mismo catecismo, tres párrafos después (§1904), encontramos otro discurso: «Es preferible que un poder esté equilibrado por otros poderes y otras esferas de competencia que lo mantengan en su justo límite. Es éste el principio del “Estado de derecho” en el cual “es soberana la ley y no la voluntad arbitraria de los hombres” [Cita de Centesimus annus de Juan Pablo II]».

Finalmente, el catecismo para la juventud, Youcat, es el más claro para demostrar el cambio producido. A la pregunta 441 «¿Qué dice la Iglesia de la democracia?», se da la respuesta siguiente: «La Iglesia apoya la democracia porque, entre los sistemas políticos, es el que ofrece las mejores condiciones para que se realicen la igualdad ante la ley y los derechos humanos».

Como se comprueba, el criterio del bien común desaparece y, consiguientemente, la cuestión del buen gobierno se ve colocada en el terreno de los derechos individuales: no tiene más pertinencia la problemática de la unidad deseable de la comunidad, tampoco de la monarquía.

10. Conclusión

1) La «doctrina social de la Iglesia», concepto reciente, abordó muy poco el fondo de la cuestión del régimen, aunque al principio, haya planteado de nuevo implícitamente los análisis del Doctor Común y, a través de él, el patrimonio de la filosofía política recibida en la cristiandad. Más bien que a la cuestión de la unidad de gobierno, se interesó principalmente por la de su origen y, por vía de consecuencia, a la de los límites del poder.

2) Al disociar las «formas de gobierno» y el principio de autoridad, la «doctrina social de la Iglesia» no tiene simetría con las doctrinas falsas y contemporáneas. Éstas presentan dos aspectos: la afirmación de la autonomía y el sistema que permite realizarla. Enfrente, la preocupación de León XIII sólo concierne el rechazo de la autonomía y se interesa por el sistema de manera vaga.

3) La ideologización de la «doctrina social de la Iglesia», sin duda comenzada en el ámbito de un culto excesivo de la función pontificia, favoreció la inversión que presenta hoy el peor de los regímenes como si fuera el mejor. La operación se desarrolló en tres tiempos: la monarquía es preferida ampliamente, y no por someterse a la práctica dominante en ese tiempo, sino porque es, in se, la mejor forma de gobierno; luego, con motivos de oportunidad, o de realismo, se la pone en igualdad con otras formas políticas, eventualmente neutralizadas de forma falsa; finalmente se produce la inversión, con la promoción de la democracia como si fuera una evidencia.

 

[1] Especialmente en la encíclica Immortale Dei (1885).

[2] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa theologica, I, 1, 8, ad 2.

[3] Étienne DE CAMPOS LEYZA, Analyse étymologique des racines de la langue grecque, Burdeos, 1874. Debemos observar que, en la práctica, el uso no permite insistir en estos datos etimológicos a pesar del interés que presenta: así por ejemplo, para Aristóteles, la oligarquía es la forma degenerada de la aristocracia (Política, VI, 5).

[4] Dom Claude MARTIN, La perfection du chef, París, Alsatia, 1955, pág. 3.

[5] Ibid., pág. 117.

[6] Examen crítico del gobierno representativo en la sociedad moderna, Madrid, El Pensamiento Español, 1866.

[7] Ibid., tomo I, págs. 137-138.

[8] Es el principio del decisionismo que Carl Schmitt había recogido de Donoso Cortés, autor de ese famoso discurso: «Digo, señores, que la dictadura en ciertas circunstancias, en circunstancias dadas, en circunstancias como las presentes, es un gobierno legítimo, es un gobierno bueno, es un gobierno provechoso como cualquier otro gobierno, es un gobierno racional, que puede defenderse en la teoría, como puede defenderse en la práctica» (Discurso en el Congreso de los diputados, 4 enero de 1849, llamado «de la dictadura»).

[9] «Juzgamos innecesario advertir que todos y cada uno de los ciudadanos tienen la obligación de aceptar los regímenes constituidos y que no pueden intentar nada para destruirlos o cambiar su forma».