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Número 535-536

Serie LIII

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Armando Marchante Gil

In memoriam

ARMANDO MARCHANTE GIL

El pasado 30 de abril fallecía en Madrid a los ochenta y nueve años de edad (había nacido en la misma ciudad el 30 de noviembre de 1925) nuestro amigo el general Armando Marchante. Había ingresado en la Academia General Militar en 1944, donde eligió el Arma de Artillería, saliendo Teniente en 1949 con el número 2 de su promoción, tras su amigo y compañero, que andando el tiempo sería el teniente general José Ramón Pardo de Santayana. Con una brillante hoja de servicios militares, en la que destaca el Diploma de Estado Mayor, sólo podemos mencionar aquí algunos méritos singulares. Así, su destino en la Agregaduría Militar de Roma entre 1965 y 1969, durante los años del inmediato posconcilio, cuando ocupaba la Embajada ante el Quirinal el inolvidable Alfredo Sánchez Bella, con quien hizo gran amistad. Son muchos los recuerdos que atesoraba de ese período, interesantes para la historia política y eclesiástica de España, y que con frecuencia desgranaba en la conversación y en algunos de sus artículos. Fue también secretario de la Comisión Militar Hispano-Francesa del Alto Estado Mayor en 1976, pues además del italiano hablaba el francés, profesor principal de Táctica de la Escuela de Estado Mayor del Ejército entre 1977 y 1980, coronel jefe del Regimiento de Artillería de Campaña núm. 18 de Murcia (1980-1983) y jefe de artillería de la I Región Militar (1984-1986). Antes, en 1954, se había licenciado en Derecho en la Universidad de Valladolid y había obtenido título de la entonces Escuela Oficial de Periodismo.

Esta amplia formación del general Marchante, más allá de la estrictamente profesional de la milicia, estaba fundada en unas sólidas convicciones religiosas. Desde el empleo de capitán perteneció al consejo de redacción de la revista del Apostolado Castrense, Reconquista, y cuando estuvo destinado en el Servicio Central de Documentación (SECED), creado por el almirante Carrero, tuvo a su cargo el área religiosa, una de las tres principales, a la sazón además muy delicada. Esta cualidad de católico maduro y decidido fue precisamente la que le llevó a la obra de la Ciudad Católica. Que conoció a principios de los años sesenta del pasado siglo, cuando estaba destinado en Tenerife, comenzando a acudir a la célula que animaba el entonces teniente coronel Ascanio, junto con el capitán (como él y que también llegó a general) Alfredo Muñiz. Asistió, pues, en 1961, a la I Reunión de Amigos de la Ciudad Católica, celebrada en El Paular, y desde entonces no dejó de participar en nuestras actividades. Yo le recuerdo en las reuniones semanales de la calle General Sanjurjo (luego José Abascal), a las que acudía esporádicamente a finales de los setenta –cuando quien escribe comenzó a frecuentarlas–, y luego, tras su pase a la reserva, con asiduidad durante muchos años. Pero también en las cenas de San Fernando, mientras se celebraron, en el congreso anual y hasta en la cena de fin de curso del Club de Campo que organizaba nuestro querido Fernando Claro. No es extraño, pues, que Juan Vallet pensara en él para integrar el patronato de la Fundación Speiro, a cuyas reuniones acudía siempre puntualmente.

Tras malograrse su carrera militar, pues fue vetado para el ascenso a general de división por el Gobierno de la época, y no sin disgusto, y grande, reaccionó como los hombres de temple y se volcó en las actividades intelectuales y apostólicas. Ahí lo comenzamos a disfrutar de nuevo con más frecuencia. Pero no sólo nosotros. También en los grupos de estudio que su amigo (y mío) Cruz Martínez Esteruelas tenía en la Fundación Tomás Moro. Otras veces, con parte de ese equipo, en los retiros que hacían en la Abadía de Silos, a la que donó hace tiempo la colección completa de Verbo. Y años más tarde, en la revista fundada por Gonzalo Fernández de la Mora, Razón Española, en la que le introduje y en la que mantuvo una colaboración frecuente. E incluso en el Círculo Josefina Lobo, en cuya dirección tomó el relevo tras la muerte de Sánchez Bella y que se reunía (espero que en el futuro se siga reuniendo) en la Gran Peña de Madrid, de la que Armando era socio. Afrontó también con gran generosidad el combate, a la postre perdido, para que el Museo del Ejército no abandonara su ubicación madrileña. En este sentido, me constan los desencuentros que tuvo con compañeros (en actividad o reserva) que no querían meterse en líos.

Así pues, coincidíamos con Armando no sólo en la Ciudad Católica sino en casi todos los ámbitos de su acción cultural. Sabíamos del cáncer que tenía desde hacía años, y que fue evolucionando lentamente. También, pues con plena conciencia me lo comentó en un par de ocasiones, de la metástasis que se había producido últimamente con las naturales complicaciones. El Viernes de Dolores, 27 de marzo, me llamó al celular y no a la Fundación Speiro, donde habitualmente lo hacía. Estaba en el Hospital y en breve le iban a dar el alta para que fuera a casa a morir. Quise ir a verle y me dijo que lo dejara para después de Semana Santa ya en su casa. Cuando le llamé a mi vuelta de la abadía benedictina de Le Barroux, me dijo que esperara unos días, pues se estaba adaptando a la casa en sus nuevas circunstancias de escasa movilidad. La voz era ya otra. Me dijo que le preocupaban dos cosas: la Fundación Speiro y el Círculo Josefina Lobo. Le tranquilicé en ambos casos: si no podía asistir a las reuniones del Patronato de Speiro, le informaría yo como presidente de los acuerdos; y en cuanto a los almuerzos quincenales en la Peña, como vicepresidente me comprometía a buscar la fórmula para que pudieran continuar. Quería despedirse. Supe que esa sería la última vez que habláramos, pues durante abril tenía yo que viajar primero a Méjico y luego a Údine. Insistí discretamente para ir a verle. Y me repitió que un poco más adelante. Así será cuando Dios quiera. Descanse en paz y reciban su viuda, María Rosa, y sus hijos Carmen, Armando y Mónica nuestro pésame más sincero.

Miguel AYUSO