Índice de contenidos

Número 545-546

Serie LIV

Volver
  • Índice

La distribución de la propiedad y su papel en la regeneración económica

 CUADERNO: CUESTIONES ECONÓMICAS Y SOCIALES (IV)

1. Introducción

Siempre resulta especialmente interesante, antes de adentrarnos en el análisis de conceptos mínimamente complejos, y que se prestan a la polisemia propia de las ideologías que invaden la mayor parte del pensamiento moderno, establecer algunas definiciones que servirán al lector para ubicarse en el razonamiento que desarrollaremos en las próximas líneas.

Hablamos, en primer lugar, de la propiedad, entendida en generalmente, y en términos amplios, como la facultad o derecho de poseer y disponer de alguna cosa. Sin embargo, no nos detendremos, para lo que nos ocupa, en un análisis genérico del término propiedad, pues se puede ser propietario de muchas cosas de variada naturaleza: inmuebles, dinero, materias primas, derechos de autor, etc. El concepto de propiedad sobre el que nos moveremos tiene que ver con el concepto originario de la propiedad, es decir, con las primeras propiedades que fueron tales, a saber, la tierra en primer lugar, ampliado el concepto a cualquier tipo de bien inmueble, que por estar unido a la tierra de manera estable participa de la misma y le aporta utilidad. Y, por extensión, a la propiedad del resto de los medios materiales de producción. Pero siempre teniendo en cuenta que la propiedad por antonomasia es la propiedad de la tierra.

Respecto a la pregunta de a qué fin analizaremos la propiedad y qué relación tiene con esta regeneración económica, responderemos que el análisis de la propiedad responderá al hecho de su distribución, y cómo ésta puede determinar en gran medida la base de un sistema económico justo o injusto. Por ello, por regeneración económica entenderemos, en general, la superación del modelo capitalista liberal lucrocéntrico (permítaseme el neologismo) basado en la competencia feroz que no lleva sino a la formación de oligarquías económicas, y el retorno (decimos retorno porque dicho modelo, como explicaremos infra, existió, y por tanto, es posible) al modelo económico tradicional, basado en la administración de los recursos de la Creación para el progreso material y espiritual del hombre, cuyo centro fue precisamente, no el dinero ni las leyes del mercado, sino algo tan prosaico como la tierra, pero que sin embargo tantos bienes temporales y espirituales proporcionó a quienes formaron parte de dicho sistema.

Hablaremos, por tanto, de volver a la tierra para volver a la economía: hablaremos también de qué instituciones sociales son idóneas para favorecer este retorno a la tierra[1], y lo que es tanto o más importante: su mantenimiento y correcta distribución[2]. Sonará a algunos posiblemente como teoría trasnochada e incluso enemiga del progreso. Nada más lejos de la realidad, si entendemos el término progreso como corresponde.

 

2. La propiedad en la historia pre-moderna

«El Estado, tal como la mente de los hombres se lo representaba al término de este proceso, era una aglomeración de familias de riqueza variada, la inmensa mayoría de las cuales empero eran propietarias de los medios de producción»[3]. Tal es la contundencia de la afirmación de Belloc, que prácticamente puede prescindir de ulterior explicación, de no ser porque, por un lado, no explica las causas de dicha organización social en torno a la propiedad, fin al cual destinaremos las siguientes líneas, ni tampoco desarrolla aquí las consecuencias subsiguientes a tal distribución de la propiedad, cosa que sí hace a lo largo de su obra, y que es nuestro objetivo ir desgranando a fin de hacer más digerible la lectura y más comprensible el trasfondo filosófico-político que en él subyace, especialmente por contraste con el que sufrimos en nuestros días.

Hemos necesariamente de partir de la base lógica de que la propiedad privada tal como la entendemos hoy, no se genera ex nihilo, sino que el origen de toda propiedad individual es la propiedad colectiva, por cuanto toda propiedad individual fue antes propiedad comunitaria (lo cual, por supuesto, no desmerece la legitimidad de la propiedad individual, tal como ha demostrado prolíficamente el Magisterio Social de la Iglesia, siendo éste el argumento que sustenta el principio del «destino universal de los bienes»).Obviamente, esta premisa lógica queda ratificada por la historia en la figura de la propiedad comunal, que ha perdurado desde tiempos inmemoriales, y que es nexo de la relación natural y primario entre el hombre y la Creación.

Acercándonos históricamente a una primera sistematización jurídica de la propiedad privada, acaecida durante la época romana, tenemos que la palabra latina dominium equivalía, en el Derecho Romano, a lo que nosotros entendemos por propiedad, en tanto que proprietas se refiere a otras formas especiales de propiedad, como la nuda propiedad. Por tanto, el dominium o señorío que el propietario posee sobre la res equivaldría al contemporáneo concepto jurídico de «plena propiedad».

La organización social básica romana era la familia, al frente de la cual se encontraba el paterfamilias, el cual no sólo poseía dominium sobre las tierras de la familia, sino potestas sobre los demás miembros de la misma. La economía romana, al menos hasta la época republicana, fue eminentemente agrícola y minifundista. A partir de entonces, comienza a producirse un fenómeno que constituirá nuestro centro de atención en cuanto a su análisis histórico y filosófico, por tratarse de un fenómeno reproducido en momentos posteriores de la historia: se trata del aumento de los denominados proletarii («los que crían hijos»), que constituían la clase social de los pobres sin tierra, a favor de los propietarios ricos. El fenómeno se produjo fundamentalmente por las necesidades de reclutamiento para las guerras contra Cartago, que obligó a un número considerable de pequeños propietarios a abandonar sus tierras, que fueron concentradas en un número menor de propietarios. De esta situación se hizo eco el emperador Tiberio, que manifestó ante el pueblo: «Los animales del campo y los pájaros del cielo tienen cuevas y nidos donde refugiarse, pero los hombres que pelean y mueren por Italia solo tienen luz y aire. Nuestros propios generales instan a sus soldados a luchar por las tumbas y los altares de los ancestros. Pero es un pedido falso. Ustedes no pueden enseñar el altar paterno. Ustedes no tienen tumbas ancestrales. Ustedes combaten y dan sus vidas para que otros naden en la riqueza y el lujo. A ustedes los llaman los amos del mundo, pero no poseen siquiera la más ínfima porción de tierra».

Pese a que el mundo pagano antiguo estuvo marcado por la generalización de una institución como la esclavitud, tan contraria a la distribución de las tierras, nótese la conexión existente, en el pensamiento romano, entre riqueza y propiedad, y sensu contrario, entre pobreza y desposesión. El pobre era el desposeído, era prácticamente –si no totalmente, en muchos casos– un esclavo, pues debía emplearse en las tierras de otros por un bajo salario. Efectivamente, aunque como mal necesario, la esclavitud (que englobaba el concepto de desposeimiento de propiedad) era percibida objetivamente como una situación de inferioridad para la persona, precisamente por cuando ésta se veía privada de la propiedad.

Con ello no tratamos de hacer un panegírico del sistema económico romano, sino simplemente introducir al lector en un paradigma que, con los altibajos y abusos siempre existentes en cada época, fue la nota dominante hasta la irrupción de la mentalidad liberal: la identificación entre propiedad y prosperidad, especialmente entre pequeña propiedad y modus vivendi de la familia. En este sentido, cualquier tendencia a la acumulación de tierras en pocas manos en detrimento del pequeño propietario era considerada una amenaza a todo el sistema económico en su conjunto[4].

No diferente había de ser la concepción de la propiedad en el Derecho cristiano medieval. En un contexto en que «las leyes han de ser cumplidas y cuidadas y miradas para que sean hechas con razón y las cosas hechas según naturaleza»[5], la distribución agraria planteó incluso una mejora sustancial respecto a la ordenación romana, y no fue otra que el proceso de la desaparición de la esclavitud. Dicho proceso se inició con una tendencia a mejorar las condiciones de trabajo y remuneración del esclavo, «no imponiéndole más que determinados tributos sancionados por la costumbre»[6], «mediante la cesión al esclavo de todo el producto remanente de su propio trabajo»[7], de manera que «el producto que obtenían se fue fijando cada vez más en un monto determinado, que el señor recibía conforme, sin pedir más»[8]. De esa manera, además de aligerar las cargas que soportaba el esclavo, éste se veía incentivado al propio progreso familiar, en tanto que todo lo que excediese de una determinada cuantía de producción, que debía ser entregada a su señor, quedaba neto para él y su familia. En un tiempo en que el consumo humano se limitaba a la subsistencia, éste era un grandísimo logro para el esclavo: su estabilidad y grado de participación en los frutos de la propiedad era inimaginable en los tiempos de la revolución liberal, que posteriormente analizaremos. Así, la institución de las villae como unidad de producción cuyo dominio estaba centralizado en manos del dominum, pasa a configurarse, entre lo siglos VIII y X, como un pacto consuetudinario de explotación de las tierras, entre el señor y el «esclavo», por el cual se aseguraba un rendimiento mínimo aquél, quedando para éste, tras el pago de los preceptivos cánones en especie, un remanente que en gran medida dependía de su propio trabajo.

Así, y como parte de la leyenda negra atribuida a la Edad Media, y por extensión, al cristianismo medieval por ser el catalizador moral de dicha sociedad, «El término "siervo" se ha comprendido mal, ya que se ha confundido la servidumbre del Medievo con la esclavitud que fue la base de las sociedades antiguas, y de la que no se halla ningún rastro en la sociedad medieval. La condición del siervo era completamente diferente a la del antiguo esclavo: el esclavo es un objeto, no una persona; está bajo la potestad absoluta del patrón, que posee sobre él derecho de vida y muerte; le está vedado el ejercicio de cualquier actividad personal; no tiene familia ni esposa ni bienes. […] El siervo medieval es una persona, no un objeto: posee familia, una casa, campos y, cuando le ha pagado lo que le debe, no tiene más obligaciones hacia el señor. No está sometido a un amo, está unido a una tierra, lo cual no es una servidumbre personal sino una servidumbre real. La única restricción a su libertad reside en que no puede abandonar la tierra que cultiva. Pero, hay que señalar, esta limitación no está exenta de ventajas ya que si no puede dejar el predio tampoco se le puede despojar de éste. El campesino de la Europa occidental de hoy día debe su prosperidad al hecho de que sus antepasados eran "siervos de la gleba". Ninguna institución ha contribuido tanto a la suerte, por ejemplo, de los agricultores franceses. El campesino francés, asentado durante siglos en la misma superficie, sin responsabilidades civiles, sin esas obligaciones militares que el campo tuvo ocasión de conocer por vez primera con los reclutamientos masivos impuestos por la Revolución, se convirtió así en el verdadero dueño de la tierra. Sólo la servidumbre medieval podía crear un vínculo tan íntimo entre el hombre y el suelo. Si la situación del campesino de la Europa oriental ha permanecido tan miserable se debe a que no conoció el vínculo protector de la servidumbre. Así, el pequeño propietario, abandonado a sus recursos y a cargo de una tierra que no podía defender, padeció las peores vejaciones que permitieron la formación de inmensos latifundios»[9].

Todo ello hace que la antigua casta de los «esclavos» se vaya asemejando cada vez más a la de los «hombres libres», así «es fácil y corriente que los miembros de la clase de los siervos tengan acceso a las profesiones y a la Iglesia, o se sumerjan en la vida civilizada»[10].

Por tanto, estamos hablando de una sociedad medieval en que el principio de la propiedad era la base del sistema económico, donde la inmensa mayoría era propietaria, las relaciones jurídicas entre los agentes económicos era fundamentalmente consuetudinarias, y los gremios organizaban cooperativamente el capital, para evitar injusticias, competencias desleales y garantizar el sustento de quienes deseban ganarse el pan con el sudor de su frente. El trabajo siempre tenía premio: la propiedad y la subsistencia. Características fundamentales, pues, de la organización de la propiedad en el Occidente cristiano medieval fueron: costumbre, descentralización, inalienabilidad, y organicidad. Conceptos todos ellos, masacrados por la irrupción del paradigma liberal, que empezó a gestarse de facto mucho antes de que lo hiciera su pensamiento sistematizado.

Todo este estado de cosas es lo que Belloc o Chesterton bautizan como «Estado distributivo», y que constituirá una de las bases teóricas para la regeneración anti-liberal de la economía[11].

 

3. La propiedad y el paradigma liberal

Hablar del paradigma liberal implica cambiar totalmente la perspectiva de las cosas tal como las hemos expuesto hasta ahora. Conlleva substituir los conceptos medievales de familia, municipio, gremio, fueros o Monarquía por los de individuo / ciudadano y Poder político / Estado. Es el ensalzamiento de la sociedad voluntarista, artificial, clasista, estratificada no en base a la jerarquía natural de la sociedad, sino, en una supuesta soberanía popular y opinión pública, que no hacen sino enmascarar a los verdaderos patrocinadores del sistema, los poderes fácticos.

Seguramente resulte una reiteración para al lector asiduo a Verbo afirmar que el liberalismo es una ideología integral, pero sirva como base a las siguientes líneas volver a insistir una vez más –nunca serán demasiadas– en que el liberalismo, no puede entenderse coherentemente sino en una unidad de pensamiento y acción que impregne todos los ámbitos de la vida, cosa lógica, pues no estamos hablando de una simple tendencia política o una faceta del pensamiento, sino de un verdadero sistema filosófico, de igual modo que el cristianismo, del cual es herejía, pero radicalmente diferente a él en tanto no se nutre de la verdad, sino de una deformación de la antropología humana. En este sentido, nos recuerda el padre Félix Sardá y Salvany, que «el Liberalismo es sistema completo, como el Catolicismo, aunque en sentido inverso. Tiene, pues, sus artes, ciencias, letras, economía, moral, es decir, un organismo enteramente propio y suyo animado por su espíritu, marcado con su sello y fisonomía»[12]. Así, de igual manera que traiciona un cristiano la fidelidad a su credo si actúa conforme a su fe solamente en algunos ámbitos de su vida privada o social, mientras en otro comparte las inquietudes y modas del mundo, no podemos considerar un auténtico liberal, a aquél que se tiene por tal en algunos campos, como la economía, y por otra cosa distinta en otros, como en la política o en la moral.

Si damos un salto en la historia, desde el descrito sistema fundado en la propiedad, a un sistema fundado en la desposesión que obliga a quienes no poseen, que son la mayoría, a ofrecer su mano de obra a quienes poseen, que son una minoría, la diferencia es abismal: el sistema antiguo y medieval de distribución de la propiedad ya lo hemos esbozado en los párrafos anteriores con los principios que ahora recordamos: costumbre, descentralización, inalienabilidad, y organicidad. Sin embargo, el sistema liberal trajo consigo una serie de principios situados en las antípodas de los anteriores, como son: positivismo jurídico, centralización / burocratización, desamortización y clasismo. Todos estos factores confluyeron en un nuevo orden de la propiedad que nos ha llevado hasta donde nos hallamos ahora.

La cuestión ahora es desgranar por qué son opuestos dichos principios, y qué influencia tiene su subversión en el nuevo orden económico surgido en torno a una nueva distribución de la propiedad. A continuación enfrentaremos estos conceptos con su antítesis en el sistema filosófico-jurídico pre-moderno, y que hemos enunciado anteriormente como colofón al anterior epígrafe.

Positivismo jurídico versus Costumbre: La costumbre jurídica, dentro de la lógica sistemática del desarrollo del Derecho, es el fundamento sobre el que se asienta, o debería asentarse toda norma positiva, o puesta. Y ello porque «es un fenómeno en el que intervienen el derecho, la moral, la sociabilidad y aun la religión: en ella se entremezclan, pues, todas las formas que inciden normativamente en la conducta humana»[13]. Consiste, pues, en la normativización de una serie de actos repetitivos realizados por una comunidad humana. Por tanto, es la primera y capital fuente del Derecho. Caso paradigmático de la importancia del derecho consuetudinario son los fueros municipales en los reinos españoles medievales. Si bien el otorgamiento de las denominadas Cartas Pueblas obedeció, originalmente al favorecimiento de la repoblación de los territorios reconquistados a los infieles, no menos cierto es que «al fuero o carta puebla de un lugar se le irá uniendo una normativa de diverso origen: fazañas o sentencias del lugar, privilegios otorgados a esa localidad por el monarca u otras autoridades, derecho consuetudinario de la comarca, etc»[14]. Es así, en base a la diversidad de los territorios, como «surgieron los fueros: espontáneamente, como expresión natural; no como fórmulas prefabricadas, sino como […] manifestaciones adecuadas de la ley natural que Dios ha puesto en lo íntimo de los seres humanos»[15]. Por tanto, y en cuanto manifestación de la sociabilidad natural y originaria del hombre, la costumbre es el auténtico núcleo del Derecho.

Sin embargo, el positivismo jurídico es hijo de las teorías ilustradas del contrato social rousseauniano, y por tanto del voluntarismo individualista de quien, considerando al hombre bueno por naturaleza, y por su increencia en su sociabilidad natural, lo encadena a un ente supremo, de carácter moralista, llamado Estado, fuente infalible de la Ley. Lo describe perfectamente el profesor Dalmacio Negro cuando afirma que Rousseau «va más allá al santificar la Ley frente al Derecho»[16] y que «El Estado Moderno se asienta en la distinción cualitativa entre el derecho constitucional, que plasma los valores de la colectividad nacional emancipada, es decir, con autoridad propia, y el que empezó a denominarse privado»[17]. Más recientemente, el positivista Hans Kelsen no se anduvo con tapujos al afirmar que «El antagonismo entre la doctrina del derecho natural y el positivismo jurídico, imperante en todo tiempo en la Filosofía del Derecho, es un caso especial del antagonismo más general, existente dentro de la filosofía, entre la especulación metafísica y el positivismo empírico-científico»[18]. Esto nos lleva a manifestar el antagonismo existente entre el derecho consuetudinario y el derecho positivo, pues si bien la costumbre no emana necesariamente del derecho natural, «La causa eficiente próxima de la costumbre es, pues, la comunidad que, con la repetición de actos, la ha introducido. Las personas que integran dicha comunidad no forman una suma de individuos, sino que están ligadas entre sí con un vínculo moral y aspiran de manera permanente a obtener el mismo fin por medios comunes. Adviértase que la costumbre no se introduce por el mero uso individual, sino por el uso constante y uniforme de una comunidad que es perfecta, o sea, capaz de recibir leyes o de introducir un cambio en ellas»[19]. «Y porque el hombre tiene certeza de un orden natural, es legítimo también que postule la inducción de proposiciones normativas más o menos universales en la costumbre»[20]. Por ello, y relacionado con el derecho de propiedad, cabe concluir que el paradigma liberal pretenderá, por su propia genética, imponer todo tipo de reformas partidistas saltándose el derecho consuetudinario y las tradiciones sociales de los pueblos.

Centralización / burocratización versus descentralización: En la línea ya introducida anteriormente al respecto de la creación del gran Leviathan llamado Estado por el pensamiento ilustrado, nos viene necesariamente a la mente la idea de centralización. En España, concretamente, la irrupción del liberalismo trajo consigo, como ya sabemos, la aniquilación de la gran mayoría de instituciones políticas tradicionales de los reinos, de manera que las reivindicaciones tradicionalistas se ciñen, en este ámbito, «no únicamente que se dote a las regiones naturales de un gobierno propio en lo que a sus asuntos se refiere, sino que se restaure en ellas el gobierno que preexistió a la centralización, no como concesión de división de sub-gobiernos al estilo del central, sino con las características históricas que constituyen a esas regiones en antiguos reinos federados»[21]. Lo anterior, unido al imperio hegemónico del positivismo, dará lugar a una auténtica dictadura liberal donde las normas positivas adoptadas por el Leviathan, vienen impuestas desde varios cientos de kilómetros, por supuesto desconociendo las tradiciones y necesidades de los pueblos a los que van dirigidos. ¿Puede, pues, hacerse mayor violencia a la sociedad natural humana que con semejante planteamiento?

Inalienabilidad / desamortización: Se trata de dos conceptos no directamente encontrados, más bien la desamortización sería una especie dentro del género de los opuestos a la inalienabilidad. Pero hemos querido emplear esta dupla de términos con la intención de que sea más notoria la contraposición de paradigmas entre Derecho tradicional y liberal.

El principio de inalienabilidad lo encontramos inserto en la organización medieval de la propiedad. Mediante el sistema expuesto anteriormente, insiste Belloc, «Si a finales del siglo XIV o a principios del XV, pongamos por caso, hubiéramos visitado a algún caballero en su fundo de Francia o Gran Bretaña, nos hubiera dicho, señalándolo en su totalidad: “Éstas son mis tierras”. Pero el labriego (tal y como lo era ya entonces) hubiera dicho también de su heredad: “Ésta es mi tierra”; y en efecto, no podía ser desalojado de ella»[22]. Esta idea multiforme de propiedad, que se extendía no solamente como posesión de un título de propiedad, sino como el derecho consuetudinario al uso vitalicio de la misma, tiene un enlace claro con la idea de inalienabilidad. De la misma manera que nadie podía hacerse la idea de una autoridad expulsando al labriego de la tierra, tampoco el caballero veía amenazadas sus tierras por hipotéticos decretos gubernamentales.

Sin embargo, el principio de desamortización introduce las ideas liberales en la distribución de la propiedad. La desamortización, que tiene por referentes en España los procesos llevados a cabo por Godoy (1798), Mendizábal (1836) y Madoz (1855) no es, por supuesto, un fenómeno único de España, como su génesis tampoco es ni mucho menos decimonónica. Belloc explica cómo en Inglaterra, Enrique VIII procedió a la confiscación de una gran parte de las propiedades de la Iglesia a favor de la Corona. Sin embargo, «el rey no logró conservar las tierras que había incautado. Esa clase de terratenientes que existía ya y dominaba entre una cuarta y una tercera parte de los valores agrarios de Inglaterra, era demasiado fuerte para la monarquía. […] eran lo bastantes fuertes en el Parlamento, y por el poder administrativo que ejercían en sus respectivas localidades, como para conseguir lo que pretendían. De todo lo que cedió la corona, nada volvió a su poder, y así, año tras año, lo que había sido tierra monástica se fue convirtiendo más y más en propiedad absoluta de los grandes terratenientes»[23]. Quiso pues, el Estado suplir sin éxito el poder temporal de la Iglesia, y el resultado no fue otro que el acrecentamiento del dominio de la oligarquía terrateniente, fenómeno que ya no tendría vuelta atrás.

En España, el convencimiento de las ideas económicas liberales junto con el anticlericalismo derivado de las mismas, llevó a los filósofos ilustrados a excogitar, so pretexto de rebajar el precio de las tierras aumentando su oferta (la propiedad amortizada no se podía enajenar ni hipotecar), aumentar las arcas reales a través de tributos, un sistema para ganar adeptos al liberalismo entre las clases burguesas, que fueron las únicas capaces de acudir a las subastas de tierras expropiadas forzosamente. De la manera como el proceso se implementó, «No se entiende, como señala Tomas y Valiente, “quién sería el ‘ser benéfico’ que, teniendo dinero para comprar fincas para sí, fuera a prestárselo a algún jornalero insolvente”. Por otra parte, el sistema de venta elegido –subasta pública, donde los bienes pasaban al mejor postor–, hacía muy difícil el reparto de tierras entre pequeños propietarios, lo que demuestra que Mendizábal no tenía como objetivo llevar a cabo una reforma agraria»[24]. No fueron estas sino las funestas consecuencias del uso político de las patologías mercantilistas del liberalismo, como son, de un lado, la obsesión de que cualquier cosa ha de ser susceptible de comercio, así como el desprecio del uso de los bienes productivos, y de otra, el uso de la fuerza gubernativa por encima de los organismos sociales para conseguir sus objetivos.

Organicidad versus clasismo: Lo anterior nos conduce a analizar un concepto ampliamente odiado por el liberalismo, que es ante todo, primacía de la voluntad del individuo: la organicidad de la vida social, que no es sino el reflejo de esa sociabilidad espontánea del hombre, tan enemiga del Homo homini lupus hobbesiano. Volviendo al paradigma medieval, donde, como ya sabemos, el labriego y el artesano eran propietarios de sus propios utensilios, y «sobrevinieron una multitud de instituciones, todas las cuales, en modo similar, promovieron la distribución de la propiedad y la destrucción de los últimos residuos fósiles de un Estado servil entonces olvidado. Así, las industrias de todas clases en las ciudades, en el transporte, en los oficios, en el comercio, se hallaban organizadas en forma de gremios o corporaciones. Y un gremio era una sociedad parcialmente cooperativa, aunque en lo sustancial se componía de poseedores particulares de capital, cuya corporación gozaba de autonomía y tenía por objeto impedir la competencia entre sus miembros, o sea, prevenir la prosperidad de unos a expensas de otros»[25]. Esta lapidaria definición no puede ser más contraria a los principios liberales, donde precisamente lo único que sirve para su modelo de progreso social es la competencia, que no acaba siendo sino el dominio de las oligarquías poderosas sobre las muchedumbres modestas.

Por todo lo anterior, y por mucho que el liberalismo preconice obscenamente la igualdad y la libertad, ningún otro sistema filosófico-político-económico ha contribuido más que él a la creación de castas sociales. La primera distinción será entre los propietarios –la minoría– y los proletarios –la inmensa mayoría–, y precisamente por el tránsito de la sociedad medieval a la sociedad liberal es como se ha producido el cambio en la distribución de la propiedad. Y la implantación de dicho paradigma explicará, en gran medida, el surgimiento de movimientos revolucionarios de aparente signo opuesto, como el marxismo, que no ha sido sino el hijo rebelde del liberalismo[26]. No obstante, y para no prolongar la digresión más de lo estrictamente necesario, volvamos ahora a la materia para hacer un somero diagnóstico de la situación de la distribución de la propiedad hoy, una vez nos encontramos de lleno subidos en el tren del paradigma liberal, para así mejor poder contrastar la situación actual con la existente en los siglos pre-modernos.

 

4. La propiedad, hoy

 

La función de la propiedad en el sistema liberal

La gran mayoría de los teóricos de la mal llamada «ciencia económica» coinciden en afirmar dos cosas: en primer lugar, que la distribución equilibrada de la propiedad es una meta loable y para la cual merece la pena dirigir los esfuerzos de las políticas económicas. Sin embargo, en lo que no están tan de acuerdo, y hemos de lamentar que ambas corrientes están al mismo tiempo opuestas entre sí como opuestas respecto de la verdad, es en los modos de conseguir dicha distribución. Unos dirán que es un problema de defecto de aplicación de las políticas liberales; que a más liberalismo, mayor igualdad, por tanto que el despliegue de la libertad y el individualismo humanos son los dogmas de religión cuya profesión agrada al dios liberal, que por ello nos premiará con la gracia de una sociedad justa en el plano económico. Es el modelo del «zorro libre en el gallinero libre», propio del americanismo.

Otros, los menos hoy día, dirán que el problema es del propio capitalismo, que es perverso per se, y que se requiere un traspaso general de propiedades y funciones, atribuidas a la iniciativa privada por el sistema liberal, al aparato burocrático estatal, que por obra y gracia del dios socialista convertirá la selva liberal en el paraíso comunista, a través de un «capitalismo de Estado».

Otro grupo, nacido a finales del siglo XIX, pero triunfador al en la Europa occidental hodierna, bendice implícitamente el sistema liberal, pues no renuncia a él para organizar las relaciones económicas, pero dogmatiza que el liberalismo adolece de una especie de pecado original, tara que denominan «fallos de mercado». Por eso, es necesaria la infalibilidad de las leyes estatales a fin de corregir dichos errores. A esta combinación entre liberalismo económico e intervención estatal es a lo que se denomina «sistema mixto», o «economía social de mercado» y que tanto ha contribuido a combatir el contagio marxista al mundo Occidental posbélico. Y en su nombre, se toleran las injusticias sociales en el origen, siempre y cuando sean corregibles por la institución paternalista estatal, o dicho de manera más simple: este tipo de sistemas híbridos deja en manos del mercado regido por leyes económicas la producción de riqueza, y en manos del Estado regido por leyes democráticas –paradójicamente, también liberales–, su distribución.

A resultas de todo ello, y a diferencia de la función principal que tenía la propiedad en la pre-modernidad, que no era otra que su explotación para la simple subsistencia, a lo sumo la creación de un pequeño excedente con el que prosperar, las funciones que se le atribuyen a la propiedad en nuestro sistema económico actual –netamente capitalista por más que el ente estatal tenga un papel interventor en ciertos ámbitos– se pueden resumir en las siguientes:

Propiedad como especulación: La propiedad se adquiere, en muchos casos, no con la idea de obtenerle fruto, sino con la idea de aprovechar su hipotética revalorización futura. El sistema liberal, que tanto censuró en su día la propiedad en manos muertas, ha alimentado toda una raza de propietarios especuladores de la propiedad, a quienes no duele en absoluto no obtener fruto alguno de su propiedad, pues viven en la esperanza de hacer negocio con su enajenación, en ocasiones sin ni siquiera transformarla, tan solo esperando que los vientos de las leyes del mercado soplen a su favor.

Propiedad como potencial de endeudamiento: En las últimas décadas, la acumulación de la propiedad ha sido casi sinónimo de la acumulación del endeudamiento, del cual la propiedad era garantía. Para muchos herederos, unas tierras no han sido más que un aval para financiar negocios de dudosa solvencia, lo cual viene a explicar que numerosos negocios viables durante generaciones fuesen reducidos a cenizas con una facilidad encomiable.

Propiedad como instrumento de poder y dominación: La sociedad de clases liberal estableció hace tiempo una clara barrera entre la clase propietaria y la clase no propietaria, algo que era justamente lo la organización social medieval trató de evitar. Por la acumulación de capital en manos de una minoría, automáticamente una mayoría devino necesitada de trabajo ajeno, lo cual sirvió para presionar a la baja los salarios.

Divorcio entre propiedad y riqueza: precisamente porque la economía financiera liberal ha desvinculado la riqueza de la propiedad, y la ha vinculado a la oscilación de las leyes del mercado, se ha generado riqueza artificial, que ha demostrado marchar tanto o más rápido que como había venido. Y esa riqueza financiera ha dejado de tener sustento en la riqueza real, sino que simplemente se basa en la acumulación de dinero o de oro. A diferencia de la doctrina cristiana tradicional, según la cual el capital «no tiene derecho al beneficio sino cuando está asociado al trabajo»[27].

 

La fiscalidad de la propiedad en España como muestra del desprecio del Estado liberal hacia los propietarios

Los sistemas fiscales de los Estados liberales, además de su ansioso afán por la recaudación, tienen en muchas ocasiones un carácter didáctico, es decir, enseñan qué comportamiento anhela el Estado de sus súbditos. En el caso concreto de España analizaremos a continuación el grave menoscabo que supone para el pequeño y mediano propietario familiar el yugo tributario.

CUADRO 1

Una vez esquematizado esto, podemos analizar, a grandes rasgos, las fallas del sistema impositivo español en cuanto a la fiscalidad de la propiedad inmobiliaria se refiere, y que son los siguientes:- El denominado «valor fiscal» que sirve de base imponible para muchos de los tributos que gravan la tenencia o transmisión de la propiedad inmobiliaria se basa en un parámetro sujeto al arbitrio de las Administraciones Públicas, como es el valor catastral, por cierto cada vez más desligado del valor real de los inmuebles. De esta manera, se pierde el supuesto efecto de progresividad deseado para convertirlo en un medio recaudatorio en casos de necesidades financieras de las arcas públicas.

- Existe una clara sobreimposición por lo que respecta al Impuesto sobre Bienes Inmuebles, cuya cuota, además de determinarse en base al valor catastral, con los inconvenientes mencionados anteriormente, no distingue entre el uso que se le da al inmueble (vivienda habitual, actividad económica, especulación, etc.). Además, se produce una doble imposición en los casos en que los inmuebles han de tributar también por el impuesto sobre el Patrimonio, pues ambos gravan la simple tenencia de inmuebles.

- En el caso del Impuesto sobre el Incremento de Valor de los Terrenos de Naturaleza Urbana, además de producirse una doble imposición con el IRPF por la plusvalía obtenida en la transmisión de terrenos, que ya se encuentra incluida en la base de tributación de éste, existe una clara injusticia en su método de cálculo, que viene a ser una nueva ficción jurídica cuyo único fin es la recaudación, pues no tiene en cuenta la revalorización real de los terrenos, sino la que deriva de las fórmulas de cálculo establecidas legalmente[28] .

- Además del Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones, algunos de estos impuestos gravan también transmisiones lucrativas donde, obviamente, no existe plusvalía real. Es el caso del propio Incremento de Valor de los Terrenos de Naturaleza Urbana, que se devenga en todo tipo de transmisiones lucrativas, y del IRPF en sede del donante, en el caso de las transmisiones lucrativas inter vivos[29].

 

Todo esto nos lleva a afirmar sin tapujos, que la fiscalidad combinada de la propiedad inmobiliaria, además de gravemente injusta en algunos casos, es potencialmente confiscatoria, especialmente si se analiza a más de una generación vista. Porque en la mayoría de casos, no grava la renta real generada en la propiedad a través del trabajo, sino que grava su simple transmisión o tenencia, con independencia de que ésta contribuya o no a incrementar la riqueza real del país. Y ello pese a que uno de los principios establecidos por la Constitución Española de 1978, recogido en su artículo 31[30], es el de no confiscatoriedad del sistema tributario, que teóricamente enlaza con el propio artículo 33.1[31] de la misma. El problema es que nuestro marco jurídico constitucional está plagado de conceptos jurídicos indeterminados que, en defecto de referencia a la ley natural o la tradición, queda entregada a interpretaciones de muy diverso signo.

De manera que la puerta a la confiscatoriedad está abierta, y no será difícil que en no más un par de generaciones una propiedad inmobiliaria haya pagado impuestos por más del 100% de su valor con independencia de las rentas que haya generado, pues como hemos visto, la mayoría de los tributos citados, o no grava la renta, sino simplemente la posesión de bienes inmuebles, o bien grava por duplicado la renta obtenida en su transmisión, o bien grava una plusvalía ficticia que no ha llegado al bolsillo del contribuyente. «Lo cierto es que si el nivel de impuestos altos continúa, terminaremos en un estado de sociedad en medio del cual se verá el contraste de unas pocas grandes fortunas, por un lado, y por otro, una masa proletaria que ha abandonado todas sus esperanzas en al reconstrucción de la propiedad»[32].

 

5. La restauración de la propiedad

 

La jerarquía natural de las necesidades humanas

Afirma sabiamente el P. Julio Meinvielle: «Cuáles son los primeros bienes de cuyo consumo necesita el hombre?: ¿gozar, vivir en habitación conveniente, vestirse o comer? Sin duda que primero es comer, y después vestirse, y luego tener habitación conveniente, y por fin disfrutar de honestos pasatiempos. Y como la tierra es la que casi directamente nos proporciona lo necesario para comer, vestir y habitar, y en cambio la industria nos suministra de preferencia lo superfluo, se sigue que, en un régimen económico ordenado, la producción de la tierra y sus riquezas deben obtener primacía sobre la producción industrial, la vida del campo sobre la vida urbana.

Es decir: exactamente lo inverso de lo que acaece y forzosamente debe acaecer en la economía moderna. La economía capitalista es, en su esencia, pura aceleración. La producción de la tierra y el consumo de sus productos se substrae a la aceleración: no es posible, por ejemplo, obtener trigo en pocos días o en algunas horas, o consumir 10 kilos de pan en vez de uno. En cambio la producción de lo superfluo puede aumentar ilimitadamente, porque siempre es posible crear nuevas necesidades superfluas y satisfacerlas infinitamente. Luego la economía capitalista, por su misma esencia, siéntese impulsada al fenómeno contra naturam (que viola las exigencias naturales) de hacer de la industria, de la fábrica, el tipo normal de producción y, en cambio, imaginar la agricultura como un acoplado arrastrado por la industria. Henry Ford ha tenido la franqueza de confesarlo cuando considera la agricultura como una industria "auxiliar o subsidiaria", según palabras textuales»[33].

Dicho en otras palabras, puesto que la producción de bienes de primera necesidad es relativamente estable, pues su consumo no está sujeto al capricho, ni tampoco al nivel de renta una vez éstas están satisfechas, no es rentable su fomento desde una perspectiva capitalista, a la cual no le interesa sino un crecimiento lo más vertical posible de la producción, cosa que solamente puede conseguirse mediante la creación de una infinitud de nuevos productos y servicios superfluos, y el acceso a ellas mediante la generalización del acceso al crédito.

 

La distribución de la propiedad y el Estado

Juan Pablo II, en su encíclica Centesimus Annus, dice que «conoce mejor las necesidades y logra satisfacerlas de modo más adecuado quien está próximo a ellas o quien está cerca del necesitado», por lo que critica al Estado asistencial o «solidario» que «al intervenir directamente y quitar responsabilidad a la sociedad provoca la pérdida de energías humanas y el aumento exagerado de los aparatos públicos, dominados por lógicas burocráticas más que por la preocupación de servir a los usuarios, con enorme crecimiento de los gastos»[34].

¿Es ésta reivindicación, que usamos como introducción al presente epígrafe, un alegato a la abstención estatal en la economía al modo liberal? Para nada, como veremos a continuación.

Pensamos que la labor gubernamental no ha de equipararse a la del médico que impone al paciente terminal cuidados paliativos para reducir el dolor, aun a causa de ocasionarle deterioros en su organismo. Abandonando la metáfora, el Estado no debe «compensar» la existencia de desigualdades en la distribución de la riqueza recaudando de quienes poseen en exceso para supuestamente repartir entre quienes poseen en menor cuantía. Lo que el Estado debe hacer es promover una organización social que ya incorpore naturalmente un freno a la desigual distribución de la propiedad. «Partimos del principio de que el impuesto no se ha hecho para reparar desde fuera los errores e injusticias de una economía desfallecida: su fin no es detraer y luego redistribuir los bienes mal repartidos en la base, sino proporcionar al Estado los recursos necesarios para la financiación de los servicios públicos»[35].

Desde luego que la función del Estado es controlar, a través de la legislación, esa distribución de base, pero nunca gestionarla él directamente como un Estado-providencia. Y eso por tres motivos:

- El primero, porque en el tránsito de re-distribución de la riqueza se pierde necesariamente una parte de la riqueza, ni que sea para destinarla a la retribución del personal público que ejecuta esa tarea, eso siempre que seamos bien pensados y no nos planteemos que, en el manejo de tan ingentes cantidades de dinero por entre el aparato burocrático estatal, nadie sucumbe a la tentación de la corrupción, tesis ampliamente desmentida por los hechos. De esta manera, «El Estado se comporta frente a la clase obrera como un médico que, teniendo que tratar a un anémico, en vez de prescribirle el tónico que le restableciese, se divirtiese sacando sangre de un brazo para, perdiendo mucha sangre en esta doble operación, hacer una transfusión al otro brazo»[36].

- El segundo que, si nos atenemos a las consecuencias lógicas de todo sistema liberal, que es la formación de oligarquías, llegamos fácilmente a una situación en que «La redistribución de la renta no se efectúa de ricos a pobres, sino de grupos desorganizados a grupos organizados (lobbies). El Estado no auxilia a quienes más lo necesitan, sino a quienes disfrutan de una mayor capacidad para presionar e influir sobre políticos y burócratas». Muestra clara de ello son las ingentes cantidades de dinero público, sustraído de manera más o menos taimada del bolsillo del honrado contribuyente, que, en lugar de dirigirse a financiar servicios públicos o a obras sociales, se destine a la financiación de proyectos abominables como la ideología gay, de género, o el aborto.

 Consecuencia lógica, pues, de la organización liberal del poder político, al servicio de las oligarquías políticas y financieras, es la ineficiencia en la re-distribución de los recursos, pues, ¿a quién puede interesar privar de recursos a aquellos estratos sociales de los cuales se depende?[37]. Los resultados de tales políticas son obvios: el gráfico 1 muestra la desigualdad existente entre la renta de los hogares españoles, y su evolución entre 2005 y 2009. Si en 2005 el 25% más rico poseía el 64,1% de la riqueza, en 2009 esta situación se agrava, llegando a poseer dicho cuartil superior de riqueza el 67%. Llama también la atención que la llamada clase media (en este gráfico, representando el 50% de la población); tan sólo posee el 34,2% de la renta. Clase media, pues, poco significativa, situación propia de los países en vías de desarrollo, y que en una situación ideal, y conforme al modelo expuesto por el P. Meinvielle, habría de ser quien aglutinara la mayor parte de los medios de producción, especialmente la propiedad inmobiliaria.

 Gráfico 1. Desigualdad en la distribución de la renta en España. 2005 y 2009[38].

          

- Y tercero, porque de esa manera se garantiza la justicia de que por el trabajo, y solo por el trabajo, se sustentan las familias, y no por la simple esperanza de la limosna estatal. De lo contrario, «los impuestos […] pesan casi exclusivamente sobre quienes por su espíritu de empresa y de economía han contribuido más a la prosperidad de la nación, […] mientras que el parásito y el incapaz son asistidos automáticamente por el Estado»[39]. En resumen, la autoridad debe legislar para garantizar a todos el acceso al trabajo y la propiedad, y no directamente a sus frutos[40].

 Se trata, pues, de que la propiedad entre en lo que los capitalistas denominan mercado, pero no en un mercado puramente especulativo o financiero, sino en el mercado de trabajo como instrumento para el mismo. Es decir, que la tierra no esté ociosa ni siquiera entre los latifundistas que en cada momento puedan existir, es decir, que los trabajadores del campo tengan acceso a su trabajo, preferentemente en propiedad, y si esto no fuese posible a todos ellos, en arrendamiento vitalicio.

Tampoco nos oponemos a una fiscalidad de la propiedad que beneficie el uso productivo de la misma. Más bien apoyamos un sistema que penalice la tenencia para especulación, pero nunca en base a parámetros irreales, arbitrarios o sujetos a conveniencias presupuestarias del Estado, como hemos tenido ocasión de comprobar. Y siempre con carácter subsidiario, pues el fin primordial, como decimos, no es que el Estado arregle los desaguisados del capitalismo, sino que se organice un sistema económico vacunado contra él, que prevenga estos desastres. Pero, ¿cuál ha de ser ese sistema, en lo que a la propiedad se refiere? El P. Julio Meinvielle nos lo explica de manera tan clarividente que huelga comentario:

«El ideal de la política gubernamental debe ser asegurar a las familias urbanas y campesinas la propiedad de familia, y protegerla luego con una legislación eficaz. Precisamente, lo contrario de la política liberal y socialista, empeñada en destruir a la familia, ya con leyes nefastas que atentan a la indisolubilidad del vínculo matrimonial o que relajan, por la enseñanza pública normalista e imbecilizada, la autoridad y educación paternal, ya con leyes sobre la división de la herencia, inspiradas en el Código de Napoleón, o sobre la imposición de hipotecas al propio bien de familia. Es necesario, si se quiere un ordenamiento de la propiedad y de la vida agrícola, restituir el patrimonio de familia. ¿Qué es un patrimonio de familia? Es un bien del cual están investidos los poseedores sucesivos porque se va perpetuando en una misma línea, sin fraccionarse. Bien inenajenable o inhipotecable e inembargable, reconocido por el derecho germánico que Le Play llama familia-estirpe.

Para continuar exponiendo lo que una concepción económica sana exige sobre la producción de la tierra, diré que una vez restituido el patrimonio de familia, el dominio rural, que es como la célula orgánica de la producción agrícola, será necesario coordinar de tal suerte el trabajo de las distintas familias, es decir: la explotación agrícola pequeña o mediana, que no se vea absorbida por la grande ni devorada por el terrateniente poderoso. Es necesaria la cooperación. Cooperación que podrá amparar los derechos del agricultor en la natural concurrencia económica: le defenderá contra los usureros […]; le instruirá sobre las mejoras que conviene introducir en los cultivos; le facilitará los abonos convenientes, los instrumentos de producción, sobre todo los más costosos; le libertará de la opresión comercial por las cooperativas de consumo; y asegurará el almacenaje y venta de las cosechas por las cooperativas de producción. En una palabra: se constituirán verdaderos sindicatos agrícolas que proveen a las necesidades comunes de los agricultores»[41].

 

La propiedad y la cuestión de los salarios

Si, como dicen, entre otros, León XIII, el disponer de propiedades es conforme con la naturaleza del hombre[42], debe ser al menos deseable que esta propiedad no se posea a expensas del desposeído. Cierto es que nunca se alcanzará este ideal, pues siempre ha sido necesaria la colaboración de asalariados para la producción de determinados bienes y servicios. Y esta circunstancia se da más aún en las sociedades industrializadas, en que la producción en serie requiere de grandes volúmenes de mano de obra.

Entraríamos, pues, en el análisis de los principios de la justicia salarial, cuestión que excede el objeto del presente trabajo, pero cuya introducción nos servirá para apuntar que la cuestión del personal asalariado no es un problema para la instauración de un estado distributivo, puesto que es posible establecer fórmulas empresariales para hacer partícipes a los trabajadores que lo deseen, de la propiedad de la empresa, y en concreto de sus beneficios.

Como decimos, esta sería cuestión a desarrollar de manera independiente, pero no podemos dejar de señalar, a modo de muestra, la situación actual de la participación del trabajador en el beneficio de la empresa. El gráfico 2 muestra la distribución de la producción nacional entre beneficios, salarios e impuestos, Nótese como la remuneración del capital ha excedido, en los últimos años, el coste salarial. Esto implica que la propiedad de las empresas, en muchas ocasiones concentrada en unas pocas manos, por más que exista multitud de accionistas con una ínfima participación, representa una retribución superior a la suma de todos los costes laborales de la empresa. A modo de ejemplo, en una gran empresa participada mayoritariamente por tres personas, se puede decir, siempre en términos promedio, que cada uno de esos tres propietarios ve incrementado el valor de su participación anualmente en más de un tercio de la totalidad de los salarios que perciben los cientos, o miles, de trabajadores que pueda tener a su cargo. Aquí el objetivo último de tan cacareadas reformas laborales y fomento de los despidos: disminuir el peso del trabajo a favor del beneficio empresarial.

Sirva, pues, el mencionado gráfico como muestra de cómo no se consigue un estado distributivo mediante la participación del trabajador asalariado en el beneficio del capital. «Según la Estadística de Salarios de la Agencia Estatal de Administración Tributaria (AEAT), que recoge todas las percepciones salariales declaradas, la masa salarial se ha incrementado un 69,3% entre 1994 y 2010, debido a que el número de personas asalariadas ha pasado de 11 a 18 millones; sin embargo, el salario medio en moneda constante sólo ha aumentado un 1,9%. En cambio, los beneficios empresariales –que se han incrementado un 47,8% entre dichos años en términos de PIB– han revalorizado la cotización de sus acciones en un 371% según las cuentas financieras del Banco de España […]. Esto supone que los ingresos de empresarios y accionistas han sido muy superiores en conjunto a los de la mano de obra asalariada, lo que ha ampliado la brecha de recursos entre las clases sociales»[43].

 

Gráfico 2. Distribución del PIB en salarios, beneficios e impuestos en España (1995-2012)[44].

 

 

Hacia el Estado distributivo

El modelo descrito por el P. Meinvielle anteriormente, sin perjuicio de las especialidades propias del sector agrícola al que va dirigido, por ser éste el motor ideal de toda economía nacional, tiene vocación de generalidad por cuanto pretende cambiar radicalmente la organización de los medios de producción, en especial de la propiedad inmobiliaria.

Un sistema económico donde la mayoría de las personas sean propietarias, y sus propiedades se empleen en la actividad productiva para el sustento de cada uno y su familia, es aquel estado ideal de cosas, aquél horizonte de toda política económica y social que tenga pretensión de justicia, que Chesterton o Belloc denominaron estado distributivo. Y ese ideal, cuyo espejo fue la distribución medieval de la propiedad en la cristiandad, es el que ahora conviene implementar para poder aspirar a resolver los problemas de desigualdad social que han generado los sistemas capitalistas liberales.

No obstante, restaurar aquello que fue violentamente destruido es tarea harto más ardua que simplemente instaurar aquello que no existía, básicamente porque la filosofía usurpadora ha generado diversidad de diques de contención para resistir a una restauración del sistema anterior. Y estos diques pueden ser de índole diversa (legislación, organización política, intereses creados), pero no todos creados directamente por el poder establecido. Por ejemplo, Belloc repara en la dificultad que supone cambiar la mentalidad de millones de asalariados, acomodados en una posición basada en la no necesidad de arriesgar capital para ganarse el sustento, a la de propietarios de medios de producción.

 

6. Familia, municipio y gremio como fundamento de la regeneración económica

Hemos dedicado las anteriores líneas a poner al lector en antecedentes sobre la deriva que las modernas teorías sobre la propiedad han producido en la distribución de la riqueza, que han mutilado sin piedad el componente moral de la economía[45]. Veamos a continuación por qué la organización social tradicional (es decir, pre-liberal y pre-moderna), fundada en la familia, el gremio y el municipio, es la mejor para conseguir una distribución más justa de la propiedad, y por tanto, contribuir a la regeneración económica, a la liberación de la economía secuestrada por el capitalismo liberal, y por ende, a la mejora de la vida material y espiritual de las personas.

 

La familia versus el Estado

A nuestro modo de ver, la familia contribuye a la distribución de la riqueza por dos vías:

 

- La primera, porque al constituir un núcleo sólido y verdadero de convivencia, la primera comunidad humana en que los hombres se desenvuelven, la familia proporciona en muchas ocasiones el soporte económico, moral y espiritual que las personas necesitan para sus empresas terrenas. Dentro de la familia se experimenta, por lo general, una vivencia del hecho económico antitética de la que propugna el liberalismo, y que entronca con la tradición: por ejemplo, abunda el préstamo sin interés, lo cual devuelve al dinero a su función originaria de medio de cambio, y no de fin. Además, las deudas contraídas en el seno de la familia raramente se garantizan con bienes para su embargo en caso de impago; incluso abundan también carencias y condonaciones, y se respira un ambiente de liberalidad, limpio de la contaminación mercantilista liberal. Y por supuesto, la caridad. Por ello, y al constituir un entramado fundado en la ayuda mutua, minimiza las posibilidades de que el individuo quede desamparado en sus necesidades.

 

- La segunda, porque al ser la familia el núcleo de la formación cristiana de las personas, en su seno se fomenta no sólo la caridad entre sus miembros, sino también para con el prójimo. De esa manera, superando los complejos programas de distribución de la riqueza, emerge esa gran obra de caridad que es la limosna. «En vano se cansan los filósofos; en vano se afanan los socialistas; sin la limosna, sin la caridad, no hay, no puede haber distribución equitativa de la riqueza. Sólo Dios era digno de resolver ese problema, que es el problema de la humanidad y de la historia»[46].

 

Asimismo, «En la familia encuentra la nación la raíz natural y fecunda de su grandeza y potencia. Si la propiedad privada ha de llevar al bien de la familia, todas las normas públicas, más aún, todas las del Estado que regulan su posesión, no solamente deben hacer posible y conservar tal función –superior en el orden natural bajo ciertos aspectos a cualquiera otra–, sino que deben todavía perfeccionarla cada vez más. Efectivamente, sería antinatural hacer alarde de un poder civil que –o por la sobreabundancia de cargas o por excesivas injerencias inmediatas– hiciese vana de sentido la propiedad privada, quitando prácticamente a la familia y a su jefe la libertad de procurar el fin que Dios ha señalado al perfeccionamiento de la vida familiar»[47].

Por el contrario, el Estado liberal, al fundarse en la voluntad individual y despreciar la sociabilidad natural del hombre, tan sólo se preocupa de satisfacer a aquellos grupos de presión que lo sostienen, sean éstos de derecho privado o público (piénsese, como ejemplo de estos últimos, la Unión Europea o el Fondo Monetario Internacional), ya sea por motivos ideológicos o puramente financieros.

Así, mientras en la familia suelen quedar en suspenso las falsas leyes de mercado liberales, el Estado no hace sino potenciarlas, incluso haciéndonos creer obscenamente que su genuina aplicación es precisamente lo que permite resolver los problemas que ella ha creado. Como resultado, «La familia no posee esa libertad que es necesaria para la plena salud moral y la del Estado, del cual es ella la unidad básica. De ahí que nuestra sociedad haya caído en esa enfermedad que se denomina “capitalismo industrial”. En ese estado, la distribución de los medios de producción está en manos de un número relativamente pequeño de personas; en consecuencia la libertad económica ha dejado de ser la nota común de toda la sociedad»[48].

Por tanto, «La institución de la propiedad es absurda sin la institución de la familia; en ella o en otra que se la asemeje, como los institutos religiosos, está la razón de su existencia. La tierra, cosa que nunca muere, no puede caer sino en la propiedad de una asociación religiosa o familiar, que nunca pasa; luego suprimida implícitamente la asociación doméstica y explícitamente la asociación religiosa, a lo menos la monástica, por la escuela liberal, procede la supresión de la propiedad de la tierra, como consecuencia lógica de sus principios. […] Cuando los socialistas, después de haber negado la familia como consecuencia implícita de los principios de la escuela liberal, y la facultad de adquirir en la Iglesia, principio reconocido así por los liberales como por los socialistas, niegan la propiedad como consecuencia última de todos estos principios, no hacen otra cosa sino poner término dichoso a la obra comenzada cándidamente por los doctores liberales»[49].

La familia, regida por sus propias leyes, busca el bien y prosperidad de todos sus miembros. Y que el patrimonio familiar del que habla el P. Meinvielle no mengüe como consecuencia de su diseminación generación tras generación, de manera que transcurridas éstas, cada heredero no quede en peor situación que su ascendiente, cosa que se consigue a través de la institución del mayorazgo, cuya violenta abolición (violenta no físicamente, sino por cuanto vino determinada por leyes positivas liberales contrarias a la tradición secular europea) fue una auténtica obsesión de los ilustrados del siglo XVIII.

 

El gremio versus los partidos políticos

El gremio vendría a ser al trabajador lo que la familia al individuo: un soporte de colaboración, en este caso para el desempeño profesional de la persona. Nuevamente, en el gremio quedan en suspenso las selváticas leyes liberales, y existe una cooperación entre sus miembros para la protección del colectivo, y no para la mera supervivencia de unos pocos de sus miembros, que en ocasiones no podría ser sino en detrimento de otros.

Si bien «El primer gran golpe (a la distribución de la propiedad) fue la destrucción de los gremios, junto con la confiscación de la propiedad cooperativa en todos los países transformados por la Reforma»[50], de cuán antagónica es la organización corporativa con el paradigma liberal es ejemplo la ley Le Chapelier de Napoleón (1791)[51], que abolió y prohibió a los profesionales de todas clases asociarse.

La doctrina de la Iglesia ha sido constante a la hora de acentuar la importancia del gremio como pilar de la vida social natural del hombre, y como institución para la salvaguarda de los intereses de la comunidad y del derecho natural. «Así como los habitantes de un municipio suelen crear asociaciones con fines diversos con la más amplia libertad de inscribirse en ellas o no, así también los que profesan un mismo oficio pueden igualmente constituir unos con otros asociaciones libres con fines en algún modo relacionados con el ejercicio de su profesión»[52].

Por el contrario, el liberalismo ha introducido, para supuestamente defender los intereses profesionales, entes creados por el leviathán estatal, sometido a sus principios y leyes, y sujeto a los intereses partidistas de los gobernantes, pues la representación política ya no emana de los grupos naturalmente representativos, sino de entes, partidos, que son puramente artificiales, burocráticos, y de carácter empresarial, es decir, un mimetismo del paradigma liberal sobre el que se asientan.

¿Por qué la protección del sistema gremial favorece una más justa distribución de la propiedad? Básicamente por dos razones:

 

- El gremio protege a sus miembros profesionales de la desaforada competencia liberal, de manera que los más fuertes no acaban simplemente absorbiendo a los más débiles, al modo de un darwinismo económico, sino que se regula para que cada miembro pueda ganarse su sustento, y por tanto, no tiende a concentrar la propiedad en unas pocas manos, tal como hace el mecanismo de libre concurrencia capitalista.

- El gremio, como ente de representación política, aspira a defender los intereses de sus agremiados, entre los cuales nunca podrán estar en la aprobación de leyes que concentren el poder o favorezcan intereses individuales u oligárquicos. Se lamenta Pío XI de que «por el vicio que hemos llamado individualismo van llegando las cosas hasta tal punto que, abatida y casi extinguida aquella exuberante vida social que en otros tiempos se desarrolló en las corporaciones y gremios de todas clases, han quedado casi solos, frente a frente, a los particulares y el Estado»[53].

 

El municipio versus el poder centralizado

La tercera institución que facilita la distribución equitativa de la propiedad es el municipio. Pero, puede preguntarse el lector: ¿no existe ya, en todos los países mínimamente organizados, una distribución territorial en municipios, comarcas y demás entes de ámbito local? ¿Qué sería, pues, necesario regenerar en estas instituciones para que pudieran contribuir a un estado distributivo?

En primer lugar, es menester que mude su naturaleza. Los poderes municipales, actualmente y en nuestro mundo posmoderno, no son sino sucursales del poder central, delegados del mismo sistema partidocrático que dirige las naciones. Y, por ello, sujetos a disciplinas de partido marcadas desde cientos de kilómetros de distancia, que en ocasiones poco o nada tienen que ver con el bien de las comunidades locales.

Por todo ello, vuelve a ser necesario que también los gobiernos municipales y comarcales emerjan de la representación que el resto de instituciones sociales naturales (familia, gremio) le deseen otorgar, y no de un programa político impuesto por una jerarquía ajena a dichas instituciones. Por más que el sistema electivo sea democrático, tan sólo lo es formalmente, pues en la práctica el sistema representativo municipal, por liberal, adolece de las mismas graves fallas que los demás niveles de representación, es decir, la ausencia de mandato imperativo y la sumisión a los poderes fácticos. En este sentido, los Fueros representaron un gran hito en la implementación de este principio: en el caso de España, y fruto de la lenta reconquista de los territorios invadidos por el Islam, surgieron los municipios medievales que, en función de sus necesidades, se dotaban a si mismos de Fueros, leyes propias y singulares. Sólo en el contexto de los fueros son los habitantes de las ciudades realmente libres, porque sus gobernantes les representan realmente. Así como las leyes municipales tienen su origen en el Estado, los Fueros «pertenecen a la sociedad»[54], constituyendo «un conjunto de normas –verbales o escritas–, de costumbres y pactos que, surgiendo espontáneamente de las sociedades, o habiendo sido aceptadas por éstas en el ejercicio de su personalidad, sirven para ordenar sus necesidades y su vida de relación»[55].

En definitiva, el conocido adagio «menos Estado, más sociedad», no ha de ser entendido aquí como un argumento liberal para menospreciar al Estado y dar rienda suelta al individualismo. Más bien se trata de una síntesis sobre la naturaleza del poder político, y sobre la manera de construirla, que debe ser desde abajo hacia arriba, y no al modo liberal, es decir, constituyendo primero el aparato estatal y después otorgando al ciudadano individual la posibilidad de rellenar ese aparato mediante la llamada libertad política a través del sistema una persona, un voto, que no es un verdadero sistema de soberanía, tal como advirtieron, entre otros, Vázquez de Mella[56].

Se trata pues, de que la sociedad, en su organización natural, es decir, por este orden, familia-gremio-municipio, sea la fuente del orden social y político, evidentemente siempre con el referente moral que supone la religión. De esa manera se permite que el bien común sea realmente común. Y ello empezando por la propiedad, que es el nivel más básico de la organización económica de las familias.

Nuevamente el gran Vázquez de Mella nos ilustra a este respecto: «Yo en este punto soy partidario de que el Ayuntamiento y el Municipio sean, no una creación arbitraria de la ley, sino el reconocimiento de una personalidad natural, formada por la agrupación de familias para defender sus mutuos intereses; que no exista la doble representación, […] cuando teniendo en cuenta, por un lado, la tradición nacional, y, por otro, se resientan las necesidades grandes, después que la Revolución haya dejado pasar su rasero sobre todos los organismos administrativos y locales desde hace un siglo, se podrán establecer los cimientos de una verdadera organización regional: mientras esto no suceda, en vano será otorgar mancomunidades ni delegaciones, porque únicamente sobre los Municipios libres se podrán establecer las regiones autónomas e independientes dentro de su propia esfera»[57].

Por último, valga decir que el liberalismo ha convertido lo comunal en público, es decir, ha pasado de la propiedad colectiva tradicional, a la propiedad estatal, es decir, se ha individualizado la antigua propiedad común como si se tratara de propiedades privadas, solo que teóricamente al servicio de la sociedad. De la gestión común realizada por el concejo o municipio, se ha pasado a la gestión pública (aunque se materialice en la gestión realizada por entes locales, que no dejan de ser sucursales del gran Estado central). Podríase aceptar esto como una propiedad de la evolución histórico-económica, pero lo que no debe, bajo nuestro punto de vista, hacerse, es aceptar esta metamorfosis sin reservas ni cautelas, en base a un fideísmo estatalista, pues su radicalidad altera la esencia orgánica de la sociedad, y por tanto, sólo en la medida en que esos bienes públicos sirvan al bien común, podrá legitimarse dicho cambio.

 

7. Conclusión: la distribución de la propiedad, vacuna contra ideologías

Llegando al final de nuestro ensayo, podemos decir, sobre la premisa de que sólo las sociedades justas pueden ser sociedades estables y, por tanto, prósperas en el largo plazo, tanto en el sentido material como moral, que tan sólo la tradición y la auténtica soberanía social que definía supra Vázquez de Mella, son capaces de contribuir a la mejor distribución de los bienes temporales en orden a la justicia y la vida virtuosa del hombre.

Pero no debemos olvidar que, puesto que la economía tiene su fin último en el desarrollo integral del hombre, no podemos obviar los numerosos beneficios sociales, morales y espirituales que la distribución equitativa de la propiedad otorga a las sociedades, entre los cuales podemos destacar:

 

- Fortalece el patriotismo, por cuanto las personas propietarias se sienten identificadas con su tierra con más fuerza: tienen algo que defender, algo por lo que luchar, por las armas si fuere necesario, y algo que perder si el devenir de la nación no es ordenado convenientemente por los representes políticos. Y es que «No puede sentir la grandeza de la patria, ni se puede sentir llamado a cumplir la misión de las Españas, quien no esté integrado plenamente en ellas por no pertenecer a las instituciones políticas y económicas que las constituyen»[58].

 - Permite suprimir el sistema de clases sociales liberal, pero sin sustituirlo por el sistema marxista. De esa manera libra a las personas de sufrir esa ley del péndulo que ha llevado desde el liberalismo más selvático hasta el marxismo más revolucionario, y que ha sido retrato de los pasados dos siglos.

- La propiedad ofrece a las personas y las familias una amplia soberanía de actuación y decisión en sus vidas, y por tanto, facilita una mayor conciencia de co-creación, y de la moralidad de los actos que esa co-creación implica. Por el contrario, la soberanía que supuestamente ofrece el liberalismo es puramente política (siendo también esto seriamente discutible), pero en el terreno económico no ofrece más que el servilismo de los desposeídos a favor de los poseedores. El liberalismo ha sustituido soberanía social y económica por una supuesta soberanía política que afirma falazmente englobar ambas[59].

- La propiedad provee a quien la posee «base material segura y de suma importancia para elevarse al cumplimiento de sus deberes morales»[60].

- Por último, y como resumen de lo anterior, la distribución de la propiedad, en aras a la regeneración económica, es una auténtica vacuna contra ideologías: ni levanta al desposeído contra el propietario, al modo marxista, porque la mayoría son propietarios, ni alienta la avaricia de las minorías, pues el propio sistema se auto-defiende por la justa organización de su sociedad. Favorece la colaboración entre las distintas funciones –que no clases– sociales en aras a objetivos comunes, y por tanto, es reflejo de la sociabilidad natural del hombre entorno a los cuerpos intermedios.

 No obstante, no podemos decir sin faltar a la justicia que su implantación sea un remedio infalible contra la progresión de sistemas enemigos: sería ignorar la historia, puesto que este sistema existió y fue, empero, dinamitado por el tsunami liberal. Pero, cuanto menos, podremos sacar pecho de que, a diferencia de liberalismo y marxismo, este sistema económico restaurado no se hundirá fruto de su propia podredumbre. Hará falta violencia, imposición: en definitiva, la negación en la práctica de los principios que la revolución, en la teoría, proclamaba.

 

[1] Hágase cargo el lector que el aforismo «volver a la tierra» al que nos referiremos aquí no tiene que ver, sin más, con una ruralización de la economía al modo pre-industrial. Por un lado, la industrialización, y por otro, el avance general de la ciencia y la técnica, provocan que la distribución demográfica no pueda –ni deba– adaptarse a los tiempos pre-industriales. Pero sí pretende una reflexión sobre el perjuicio causado por el tsunami industrial sobre el modus vivendi agrario, cuyo botón de muestra es el ridículo hecho, agravado por la crisis económica, de que miles de personas malvivan en grandes núcleos de población esperando los subsidios estatales por desempleo (bajo el famoso lema «no hay trabajo para todos»), mientras que otros miles de hectáreas de tierra, que precisamente son las que garantizan la tan anhelada subsistencia en las urbes, yacen yermos. Y como corolario, la escasa población agraria vive estrangulada por la baja rentabilidad de las explotaciones y la incertidumbre de las políticas nacionales y trasnacionales. A eso, y al menos en el caso de España, se unen las a menudo fracasadas políticas agrarias, que con desgraciada frecuencia han buscado favorecer a otros sectores sociales distintos al de la población agraria. Aquí nos viene a la mente la expresión de Eduardo Ortega y Gasset, referida a la reforma agraria de la II República Española, que «ha dejado a los campesinos sin campo y a los jornaleros sin jornal». Por tanto, nos ubicaremos en la postura del «retorno al lugar que a la tierra le corresponde en un modelo económico sano», que, sin ser preponderante, creemos no puede dejar de ser significativo sin generar graves desequilibrios sociales como los que vivimos hoy.

Si una parte de la «degeneración económica» ha sido el éxodo rural descontrolado ligado a la desposesión del propietario agrario, creemos que la «regeneración económica» pasa por fortalecer este sector en aras a una mejor distribución de la riqueza, pues el modelo pasado da síntomas de agotamiento por cuanto probablemente no vuelva a haber en las urbes ni la sombra del empleo como lo hubo décadas atrás.

[2] Siempre teniendo en cuenta que «El ideal de la propiedad no implica igualdad en la propiedad; ese ideal mecánico es contradictorio con la capacidad personal que lleva aparejada la propiedad». Hilaire Belloc, La restauración de la propiedad, Buenos Aires, Poblet, 1949, pág. 105.

[3] Id., El Estado servil, Madrid, El Buey Mudo, 2010, pág. 81.

[4] El propio Tiberio propuso una ley de reforma agraria para limitar la extensión máxima de las propiedades, y recomprar tierras públicas, programa que, dicho sea de paso, le originó fuertes enemistades de los acumuladores de tierras.

[5] Alfonso X, el Sabio, Las siete partidas (Siglo XIII). Partida primera, Ley 8.

[6] Hilaire Belloc, El Estado servil, cit., pág. 75.

[7] Ibid., pág. 76.

[8] Ibid.

[9] Régine Pernoud, mencionado por Vittorio Messori, Leyendas negras de la Iglesia, Madrid, Planeta, 2004, pág. 145.

[10] Hilaire Belloc, El Estado servil, cit., pág. 79.

[11] «Existe una tercera forma de sociedad, y es la única en que puede combinarse la libertad con la Suficiencia y la Seguridad, y esa forma es aquella en que la propiedad está bien distribuida dentro de un grupo tan grande de familias en el Estado que individualmente POSEEN y, por tanto, controlan los medios de producción en un grado tal que imprimen el tono general de la sociedad; no haciéndola Capitalista ni Comunista, sino convirtiéndola en una sociedad de propietarios». Hilaire Belloc, La restauración de la propiedad, cit., págs. 19-20.

[12] Félix Sardá y Salvany, El liberalismo es pecado. Edición digital, extraída de www.statveritas.com.ar, pág. 33.

[13] Alejandro Guzmán Brito, «El fundamento de la validez de la costumbre como fundamento del Derecho, Revista chilena de Derecho (Santiago de Chile), vol. 22, núm. 3 (1995), pág. 623.

[14] Vv.Aa., Historia del Derecho español, Madrid, Sanz y Torres, 2010, pág. 346.

[15] José Ángel Zubiaur, discurso titulado Los Fueros como expresión de las libertades y raíz de España, Pamplona, Gómez S.L., 1965, pág. 8.

[16] Dalmacio Negro, El mito del hombre nuevo, Madrid, Encuentro, 2009, pág. 124.

[17] Ibid., pág. 123.

[18] Hans Kelsen, «La doctrina del derecho natural y el positivismo juridico», Academia. Revista sobre enseñanza del Derecho (Buenos Aires), núm. 12 (2008), págs. 183 y sigs.

[19] Juan Cruz, La costumbre y el derecho de gentes, según Suárez. http://www.leynatural.es/2012/11/23/la-costumbre-y-el-derecho-de-gentes-segun-suarez/.

[20] Ibid.

[21] Manuel de Santa Cruz, «El Carlismo y el Federalismo», La Santa Causa, núm. 7 (2003).

[22] Hilaire Belloc, El Estado servil, cit., 2010, pág. 81.

[23] Ibid., págs. 90-91.

[24] Joaquín Martínez Pino, «La desamortización eclesiástica y el destino de los conventos suprimidos en Murcia», Espacio, Tiempo y Forma, Serie VII, Historia del Arte, t. 25 (2012), pág. 187.

[25] Hilaire Belloc, El Estado servil, cit., pág. 81.

[26] Tan solo cabe recordar, en este punto, la prolífica doctrina pontificia sobre la relación causa-efecto existente entre liberalismo y comunismo. Así, por ejemplo, «Para explicar mejor cómo el comunismo ha conseguido de las masas obreras la aceptación, sin examen, de sus errores, conviene recordar que estas masas obreras estaban ya preparadas para ello por el miserable abandono religioso y moral a que las había reducirlo en la teoría y en la práctica la economía liberal». Pío XI, Divini Redemptoris (1937), 16.

[27] P. Julio Meinvielle, Concepción católica de la economía, Edición digital, 1936, pág. 40.

[28] Sin entrar ahora en ulterior detalle, quepa decir que tan flagrante abuso ha sido puesto de manifiesto en Sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, de fecha 18 de julio de 2013, nº recurso 515/2011, por cuanto «el incremento de valor experimentado por los terrenos de naturaleza urbana constituye el primer elemento del hecho imponible, de manera que en la hipótesis de que no existiera tal incremento, no se generará el tributo y ello pese al contenido de las reglas objetivas de cálculo de la cuota del art. 107 LHL».

[29] En este sentido, véanse el artículo 104.1 de la Real Decreto Legislativo 2/2004, de 5 de marzo, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley Reguladora de las Haciendas Locales, y el artículo 33.1 de la Ley 35/2006, de 28 de noviembre, del Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas y de modificación parcial de las leyes de los Impuestos sobre Sociedades, sobre la Renta de no Residentes y sobre el Patrimonio.

[30] Dicho artículo reza: «Todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad que, en ningún caso, tendrá alcance confiscatorio».

[31] «Se reconoce el derecho a la propiedad privada y a la herencia».

[32] Hilaire Belloc, La restauración de la propiedad, cit., pág. 110.

[33] P. Julio Meinvielle, Concepción católica de la economía, cit., pág. 12.

[34] Juan Pablo II, Centesimus Annus (1991), 48.

[35] Gustave Thibon y Henri de Lovinfosse, Solución social, Madrid, Magisterio Español, 1977, pág. 161.

[36] Ibid., pág. 162.

[37] «Los Parlamentos son necesariamente los órganos de la plutocracia. No hay posible aproximación a través de ellos que permita al hombre pequeño actuar eficazmente en el campo económico. No hay posible aproximación al sistema de las corporaciones, aun como experiencia modesta y parcial, hasta tanto el poder político se descentralice y reorganice de acuerdo con las clases e intereses económicos». Hilaire Belloc, La restauración de la propiedad, cit., pág. 116.

 

[38] Fuente: Indicador 10 del ámbito de Renta y patrimonio.

[39] Gustave Thibon y Henri de Lovinfosse, Solución social, cit., pág 164.

[40] «No vivimos entre vosotros sin trabajar, nadie nos dio de balde el pan que comimos, sino que trabajamos y nos cansamos día y noche, a fin de no ser carga para nadie. No es que no tuviésemos derecho para hacerlo, pero quisimos daros un ejemplo que imitar. Cuando vivimos con vosotros os lo mandamos: El que no trabaja, que no coma. Porque nos hemos enterado de que algunos viven sin trabajar, muy ocupados en no hacer nada. Pues a esos les mandamos y recomendamos, por el Señor Jesucristo, que trabajen con tranquilidad para ganarse el pan». 2 Tes, 7-12.

[41] P. Julio Meinvielle, Concepción católica de la economía, cit., pág. 17.

[42] «La totalidad del género humano, sin preocuparse en absoluto de las opiniones de unos pocos en desacuerdo, con la mirada firme en la naturaleza, encontró en la ley de la misma naturaleza el fundamento de la división de los bienes y consagró, con la práctica de los siglos, la propiedad privada como la más conforme con la naturaleza del hombre y con la pacífica y tranquila convivencia. Y las leyes civiles, que, cuando son justas, deducen su vigor de esa misma ley natural, confirman y amparan incluso con la fuerza este derecho de que hablamos». León XIII, Rerum Novarum (1891), 8.

[43] Fuente: Barómetro social de España. Crece la desigualdad en España. Edición digital, pág. 4.

[44] Ibid.

[45] «No os preocupéis por la moral y las buenas costumbres, preocuparos por la economía y sus leyes científicas; no os preocupéis por la justicia o injusticia de los precios, preocuparos por las leyes del mercado y los precios de equilibrio; ése fue el mensaje propuesto por los economistas del siglo XVIII partidarios del nuevo modo de analizar e interpretar la realidad económica y social». Francisco Gómez Camacho, Economía y Filosofía Moral: la Formación del Pensamiento Económico europeo en la Escolástica española, Madrid, Síntesis, 1998, pág. 163.

[46] Juan Donoso Cortés, Discurso sobre la situación de España, Citado por Miguel Fagoaga, El pensamiento social de Donoso Cortés, Madrid, Ateneo, 1958, págs. 32-33.

[47] Pío XII, La Solennitá. Radiomensaje en el 50 aniversario de la Rerum Novarum (1941), 23.

[48] Hilaire Belloc, La restauración de la propiedad, cit., pág. 16.

[49] Juan Donoso Cortés, Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo, Edición digitalizada por la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, a partir de la edición de José Vila Selma, Madrid, Editora Nacional, 1978.

[50] Hilaire Belloc, La restauración de la propiedad, cit., pág. 110.

[51] Dicha ley, en su artículo 1 establece que «El desmantelamiento de toda clase de corporaciones de ciudadanos del mismo oficio y profesión es una de las bases fundamentales de la Constitución Francesa, y se prohíbe totalmente volver a crearlas bajo cualquier forma».

[52] Pío XI, Quadragesimo Anno (1931), 87.

[53] Ibid., 78.

[54] José Ángel Zubiaur, op. cit., pág. 8.

[55] Ibid., pág. 9.

[56] «Las dos exigencias de la soberanía social son las que hacen que exista, y no tiene otra razón de ser, la soberanía política, y esas exigencias producen estos dos deberes correspondientes para satisfacerlas, los únicos deberes del Estado: el de protección y el de cooperación. De la ecuación, de la conformidad entre esa soberanía social y esa soberanía política, nace entonces el orden, el progreso, que no es más que el orden marchando, y su ruptura es el desorden y el retroceso. Entre esas dos soberanías había que colocar la cuestión de los límites de Poder, y no entre las partes de una, como lo hizo el Constitucionalismo.[El liberalismo], como no alcanzó la profunda y necesaria distinción entre la soberanía social u la política, unificó la soberanía: creyó que no había mas que una sola, la política, y le dio un sólo sujeto, aunque por delegación y representación parezca que existen varios, y vino a dividirla en fragmentos para oponerlos unos a otros, y buscó así dentro el límite que debiera buscar fuera. […] Cuando no cumple sus deberes la soberanía política e invade la soberanía social, y cuando la soberanía social, invade la política, entonces nacen las enfermedades y las grandes perturbaciones del Estado. En un Estado de verdadero equilibrio, cumplen todos sus deberes, y a las exigencias de la soberanía social corresponde los deberes de la soberanía política; pero cuando la soberanía política invade la soberanía social, entonces nace el absolutismo, y, desde la arbitrariedad y el despotismo, el Poder se desborda hasta la más terrible tiranía. […] Usurpándolo todo, avasallándolo todo, ha llegado a tener como derechos y delegaciones suyas todas las demás personas jurídicas; ha llegado a más, a considerarse como la única persona que existe por derecho propio, a sostener que todas las demás existen, en cierta manera, por concesión o tolerancia suya. Y así hemos venido a un Estado que es la fórmula más completa y acabada de la tiranía». Juan Vázquez de Mella, Discurso en el Congreso, 18 de junio de 1907. Extraído de www.carlistes.org.

[57] Id., Discurso en el Congreso, 30 de junio de 1916. Extraído de www.carlistes.org.

[58] ¿Qué es el carlismo?, 1971, edición digital, capítulo 10 Fueros (punto 160).

[59] «Sus ciudadanos [del Estado capitalista] son políticamente libres […] pero también se hallan divididos en capitalistas y proletarios en proporciones tales que el Estado en su conjunto no se presenta caracterizado por la difusión de la propiedad entre ciudadanos libres, sino por la limitación de la propiedad a un sector marcadamente menor que la totalidad, o incluso a una pequeña minoría». Hilaire Belloc, El Estado servil, cit., pág. 53.

[60] Pío XII, Radiomensaje La Solennitá en el 50 aniversario de la Rerum Novarum (1941), 14.