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Número 547-548

Serie LIV

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Siete calas cervantinas

 

1. El fracasado Cervantes

Sobrecoge comprobar que la vida de Miguel de Cervantes fue un epítome del fracaso. Lo fue en su circunstancia más puramente biográfica: oscuramente perseguido por la justicia en la juventud y obligado a pasarse a Italia; herido en legendarias batallas que sin embargo no redundarían en su gloria; cautivo durante cinco años en Argel, donde habría de pasar penalidades sin cuento; solicitante perpetuo de puestos administrativos de medio pelo; acechado siempre por las deudas y las inmundicias familiares, que trataba de disfrazar con un rebozo de dignidad pobretona. Hay un episodio especialmente desolador que compendia todo este estropicio vital: cuando quiso pasar a Indias, Cervantes escribió un memorial al Rey, invocando las razones por las que se creía merecedor de algún cargo subalterno en aquellas tierras; el memorial fue remitido por el Rey al Consejo de Indias, que ni siquiera se molestó en mirarlo y lo despachó con una nota sarcástica: «Busque por acá en qué se le haga merced». A él, que había buscado toda la vida sin hallar jamás ni la merced de una migaja.

Y si lacerantes son sus episodios biográficos, mucho más aún sus postulaciones literarias. Especial mención merecen sus esfuerzos por mendigar la protección del conde de Lemos, un memo (hoy hubiese sido un ministro pintiparado) que alcanzó el virreinato de Nápoles, protector de poetas y literatos. Cervantes lo lisonjeó en vano, con la esperanza de obtener algún cargo; y cuando pretendió incorporarse a su corte napolitana fue mil veces rechazado. A la postre, sólo conseguiría que Lemos le pasase casi a escondidas una pensión miserable, una suerte de limosna. Claro que, si alguien se lo hubiese reprochado, Lemos podría haberse defendido alegando que Cervantes era considerado por todos sus colegas un «ingenio lego», un mero romancista en lengua vulgar, sin conocimientos de latín, filosofía ni teología, cuyo mayor logro era haber escrito un libro estrafalario de burlas chocarreras. Nadie entonces se dio cuenta de que, bajo su apariencia cómica, aquella obra había radiografiado el alma española; y que muchos siglos después, cuando esa alma ya hubiese sido triturada y reducida a fosfatina, podríamos imaginar cómo fue en el pasado, con tal sólo leerlo.

Cervantes buscó la fama con desesperación casi irrisoria, afanoso de pulsar la tecla del éxito. Como narrador probó todos los géneros en boga, de la novela pastoril a la novela bizantina; insistió machaconamente en el teatro, que siempre le salió acartonado y plúmbeo; y él mismo nos confesó en su Viaje al Parnaso, con palabras teñidas de melancolía, su falta de gracia para la composición poética: «Yo que siempre trabajo y me desvelo / por parecer que tengo de poeta / la gracia que no quiso darme el cielo». Confesión conmovedora en la que «gracia» significa la capacidad para que los versos broten fáciles de la pluma, con esa divina naturalidad con que le brotaban a Lope; y también la garra para prender en la memoria de quien los lee o escucha; y que a través de esos versos se comunique de alma a alma el misterio de la vida.

No lo consiguió con ninguno de sus versos. Pero, sin tener la «gracia» del poeta, iba a procurarnos la más alta creación espiritual de nuestra literatura, iba a iluminar poéticamente el alma española, buceando en sus recovecos más profundos, en sus cerrilismos y grandezas. En su intimidad desalentada, cuando la gloria siempre codiciada ya había escapado definitivamente de sus manos, quizá Cervantes no tuviese conciencia verdadera de lo que había escrito, ni de su inmensa superioridad –dolorosa superioridad– sobre todos sus contemporáneos. Un lisiado y pobre hombre, fracasado y abrumado por la desgracia, siempre roído de pesadumbres y miserias, había compuesto la más inmortal obra de nuestra literatura. Resulta angustioso imaginar qué sería de España sin esta obra: si la locura de Cristo redime al género humano, la locura de don Quijote redime a los españoles y les devuelve el sentido de la lucha caballerosa por el ideal, la ambición de justicia y de belleza, los altos pensamientos, el humor que no deja en las almas la huella amarga del rencor.

De todo esto ya casi nada queda, pues España, cuatro siglos después de que el Quijote fuera publicado, es un mogollón informe de gentes que han sido minuciosamente desalmadas; donde la honradez y la caballerosidad vuelven a ser locura; y en donde sólo medran los listos y los aprovechados. Es, en definitiva, una España en la que Cervantes, de volver a nacer, volvería a fracasar; una España que, si naciese otro Cervantes, no lo sabría distinguir.

 

2. ¿Era Cervantes católico?

Ha sido infinito el número de eruditos maliciosos, mistificadores o locos de atar que han atribuido a Cervantes las ideas más disparatadas, en libros tan curiosos como impertinentes. Han pretendido encontrar sentidos esotéricos a los episodios más divulgados de su obra; han querido inventarse a un Cervantes ducho en las más abstrusas y variopintas artes, ciencias y oficios; y, por supuesto, han querido presentarlo como un heterodoxo, en un intento insidioso de caracterizar la obra más universal de nuestra literatura (que es también la más cuajada expresión del alma española), como una especie de roman à clef donde, supuestamente, se concitarían proposiciones alumbradas, herejías encubiertas, socarronerías de converso o, en el mejor de los casos, tendencias erasmistas que completarían la estampa de un Cervantes de fantasía, detractor de la catolicidad, contrarreformista disimulado e incluso judaizante en secreto. Con la celebración del cuarto centenario de la publicación de la Segunda Parte del Quijote y de la muerte de su autor, tales delirios e infundios se han propalado todavía más, al calor de la estulticia y la vacuidad contemporáneas.

Algún erudito ha llegado a afirmar que el Quijote no es una obra católica, puesto que su protagonista nunca va a misa (sic). También se ha llegado a escribir que Cervantes era un «furibundo anticlerical», por denunciar las lacras de algunos eclesiásticos de su época; y, en fin, se ha querido ver en él a un detractor severísimo de Trento. Resulta, en verdad, hilarante que las pruebas que algunos de estos eruditos aportan para intentar demostrar que Cervantes era un heterodoxo o un erasmista en realidad prueban que era un entusiasta de la reforma tridentina. Así le ocurre, por ejemplo, a Marcel Bataillon cuando presenta el modelo de vida del Caballero del Verde Gabán (Parte II, capítulo XV) como un compendio de prácticas piadosas erasmistas: «Oigo misa cada día –nos dice el personaje cervantino–; reparto mis bienes con los pobres, sin hacer alarde de las buenas obras, por no dar entrada en mi corazón a la hipocresía y vanagloria, enemigos que blandamente se apoderan del corazón más recaudo; procuro poner en paz los que sé que están desavenidos; soy devoto de Nuestra Señora, y confío siempre en la misericordia infinita de Dios Nuestro Señor». ¡Si esto no es catolicismo tradicional yo debo de ser una rubia y esbelta sílfide!

Todo el Quijote está regado de proposiciones catoliquísimas; y, en general, toda la «cosmovisión» de Cervantes, esa finísima habilidad suya para humillar y ensalzar a sus personajes, para reírse de ellos (y con ellos) y así reírse mejor de uno mismo, esa gracia para rebozarlos en el barro y hacerlos resplandecer a un tiempo, requiere –aparte de unas dotes únicas para la captación de almas– estar inmunizado contra las nieblas luteranas. A veces las declaraciones católicas que hallamos en el Quijote son tan explícitas que bien podrían calificarse de profesiones de fe: así, por ejemplo, cuando don Quijote recuerda «la santa ley que profesamos, en la cual se nos manda que hagamos bien a nuestros enemigos y que amemos a los que nos aborrecen; mandamiento que, aunque parece algo dificultoso de cumplir, no lo es sino para aquellos que tienen menos de Dios que del mundo, y más de carne que de espíritu; porque Jesucristo, Dios y hombre verdadero, que nunca mintió, ni pudo ni puede mentir, siendo legislador nuestro, dijo que su yugo era suave y su carga liviana; y así, no nos había de mandar cosa que fuese imposible el cumplirla» (II, XXVII). Otras veces Cervantes hace consideraciones muy finas sobre la guerra justa que revelan un conocimiento muy profundo de los aspectos más políticos de la doctrina católica: «Los varones prudentes, las repúblicas bien concertadas, por cuatro cosas han de tomar las armas y desenvainar las espadas, y poner a riesgo sus personas, vidas y haciendas: la primera, por defender la fe católica; la segunda, por defender su vida, que es de ley natural y divina; la tercera, en defensa de su honra, de su familia y hacienda; la cuarta, en servicio de su rey, en la guerra justa; y si le quisiéremos añadir la quinta, que se puede contar por segunda, es en defensa de su patria» (II, XXVVII). Cuando Cervantes define la misión de los caballeros, no puede hacerlo con palabras más irreprochablemente católicas: «Son ministros de Dios en la tierra y brazos por quien se ejecuta en ella la justicia» (I, 13). Y más adelante, refiriéndose a la fama, Cervantes sostendrá que «los cristianos, católicos y andantes caballeros más habemos de atender a la gloria de los siglos venideros, que es eterna en las regiones etéreas y celestes, que a la vanidad de la fama que en este presente y acabable siglo se alcanza» (II, 8). Nunca pierde nuestro buen Hidalgo el sentido de la jerarquía entre las cuestiones santas y profanas: así, en su célebre Discurso de las Armas y las Letras declara que no mete en la comparación las letras divinas, «que tienen por blanco llevar y encaminar las almas al cielo» (I, 37). Y cuando siente las ansias de la muerte, después de dar gracias a Dios por devolverle el juicio, Alonso Quijano pide de inmediato un confesor, pues «en tales trances como éste no se ha de burlar el hombre con el alma» (II, 74), dejando a todos muy edificados con su entereza.

Es innumerable la cantidad de citas interpoladas que hallamos en el Quijote de las Sagradas Escrituras, algunas muy reveladoras de una sensibilidad católica y reacia a contaminaciones luteranas: «Como es muerta la fe sin obras» (I, 50); «Siendo el principio de la sabiduría el temor de Dios» (II, 20); «Que a los dos que Dios junta no podrá separar el hombre» (II, 21), etcétera. Y es que no en vano don Quijote incluye entre las ciencias que todo caballero andante debe dominar la teología, «para saber dar razón de la cristiana ley que profesa, clara y distintamente» (II, 18). Menos teólogo que su amo, Sancho Panza no se recata sin embargo de proclamar su fe «firme y verdadera en Dios y en todo aquello que tiene y cree la santa Iglesia Católica Romana» (II, 8); y enseguida comprobamos que, aunque no sabe leer, ha debido escuchar a buenos predicadores, pues sabe que Dios «juzga los corazones» (II, 33), y que de las «palabras ociosas nos han de pedir cuentas en la otra vida» (II, 20). Resulta, en verdad, apabullante el conocimiento que Cervantes tiene de los decretos del Concilio de Trento en los asuntos más dispares (desde los torneos hasta los matrimonios concertados por los padres en contra de la voluntad de los hijos, que execra); y, en fin, sabe que no puede haber caridad sin verdad, como no puede haber misericordia sin justicia: por eso, cuando se apiada del morisco Ricote, antes nos deja claro que su mujer e hija ya son católicas, y aunque él no lo es del todo, tiene «más de cristiano que de moro» y ruega siempre a Dios le «abra los ojos del entendimiento» y le «dé a conocer cómo le tengo que sentir» (II, 54). También denota Cervantes gran sensibilidad contrarreformista en sus constantes apelaciones a la «conciencia» y el «escrúpulo» moral; en su uso siempre atinado y preciso de los epítetos «católico» y «hereje»; en sus críticas al «desvariado amor» romántico. Y, por supuesto, en ese impagable comentario que dedica a Alemania, patria de Lutero, donde «no miran muchas delicadezas: cada uno vive como quiere, porque en la mayor parte della se vive en libertad de conciencia». ¡Cómo no iba a referirse con sorna Cervantes a esa moderna libertad de perdición!

Que Cervantes era un católico cabal y nada melifluo ni meapilas (como escritor profano que era) lo prueban también las picardías y sarcasmos que lanza contra los clérigos zampones y explotadores de la piedad del pueblo (¡ese ermitaño que vive en compañía de un sota-ermitaño!, ¡ese cura de aldea disfrazado de princesa!), sus comentarios mordaces sobre las devociones absurdas y exaltadas, incluso sus veniales y socarronas irreverencias: ese moro que jura «como católico cristiano» (II, 27), esos clérigos bien provistos de vituallas para el camino, pues «pocas veces se dejan mal pasar» (I, 19). Donaires que resultan, desde luego, inofensivos si los comparamos con las diatribas que Cristo lanzó contra los fariseos y los lobos disfrazados de corderos.

En el Quijote no hallamos «pensamiento menos que católico», ni visión de la miseria y la grandeza humanas que no se atenga a la visión teológica de una naturaleza caída y redimida que aguarda la recompensa del cielo. También la aguardaba su autor, que en desagravio a sus pecados defendió a Cristo en Lepanto, a costa de su brazo y de su libertad; y que, llegado a sus postrimerías, hizo votos solemnes en la Venerable Orden Tercera de San Francisco, para poder ser enterrado con el hábito del Poverello. Cuando oigan o lean a algún erudito que niega estas evidencias, no duden que lo anima el odio a la fe o bien el odio a España, que a la postre son odios confluentes y amasados en la misma región infernal.

 

3. El misterio Avellaneda

Hemos leído varias veces el Quijote de Avellaneda, tratando de averiguar quién fue su autor; una pretensión –bien lo sabemos– bastante fatua, pues han sido muchos los estudiosos de la literatura que han fracasado en el empeño. Cervantes, en cambio, lo sabía perfectamente; pues a lo largo de la segunda parte del Quijote son varias las ocasiones en que se refiere desdeñosamente al usurpador: «No se atreverá a soltar más la presa de su ingenio –escribe en el prólogo– en libros que, en siendo malos, son más duros que las peñas». Pero el Quijote del fingido «licenciado Alonso Fernández de Avellaneda, natural de Tordesillas» no es más duro que las peñas; y sólo la comparación con la obra maestra de Cervantes puede inclinarnos a calificarlo de «malo». Denota, ciertamente, una sensibilidad un tanto burda, tentada por el humor zafio; carece de la finura que permitió a Cervantes trazar personajes imperecederos (que en la novela de Avellaneda tienen algo de peleles caricaturescos); y a veces abusa del alarde retórico (que Cervantes siempre desdeñaba, salvo para parodiarlo), aunque las más escribe con un estilo sazonado y sin afectación; ha leído con aprovechamiento las obras de Cervantes y conoce al dedillo algunas particularidades de su biografía (especialmente cruel se muestra cuando se burla de sus muchos años y de su manquedad); y, en fin, justifica su ataque al creador del Quijote alegando que ha ofendido reiteradamente a Lope de Vega (de quien Avellaneda se declara rendido admirador) y que ha hecho «ostentación de sinónimos voluntarios» para burlarse de él (es decir, que Cervantes habría aludido, o incluso retratado, a Avellaneda en su primera parte del Quijote).

La sospecha de que la identidad de Avellaneda se oculte detrás de alguno de los personajes de Cervantes resulta muy sugestiva. Martín de Riquer, por ejemplo, sostuvo que Avellaneda sería un tal Jerónimo de Pasamonte (luego convertido injuriosamente por Cervantes en el galeote Ginés), un soldado aragonés que combatió también en Lepanto y, como el propio Cervantes, sufrió cautiverio a manos de los turcos, que años más tarde detallaría en unas memorias escritas en un estilo muy basto que no casa con el del Quijote apócrifo. Más verosímil se nos antoja que Avellaneda fuese algún escritor próximo a Lope de Vega, tal vez alguno de los muchos poetas (empezando por los hermanos Argensola) que formaban el séquito del conde de Lemos, al que Cervantes pretendió (y mendigó) en vano incorporarse. No sabemos cuáles fueron las insidias que Cervantes deslizó contra Avellaneda; en cambio, son evidentes los agravios que lanza contra Lope, cuya forma de hacer comedias, poco respetuosa de las reglas aristotélicas, Cervantes desacredita tal vez por envidia. En el Quijote de Avellaneda son varias las ocasiones en que se ensalza a Lope con los ditirambos más encendidos; y hasta se parafrasean unos versos suyos en latín, lo que denota mucha y muy osada confianza.

Muchas veces he pensado que Avellaneda fue en realidad un autor colectivo, una mancomunidad de escritores unidos en la venganza contra Cervantes, todos ellos devotos (y hasta lameculos) de Lope, entre los que pudiera contarse un jovencísimo Alonso de Castillo Solórzano, que un par de décadas más tarde se convertiría en uno de los más grandes autores de nuestra picaresca; y que, además, era natural de Tordesillas, y con algún Avellaneda en su prosapia. Pero… ¿y si entre esos autores emboscados figurase el propio Lope? Sabemos que Cervantes y Lope habían sido amigos y se habían intercambiado piropos por escrito; y que, más o menos hacia 1604, empezaron a cruzarse sonetos injuriosos, hasta que Cervantes pone fin al intercambio ridiculizando a Lope en el prólogo del Quijote. No parece inverosímil pensar que Lope quisiera responder del modo que más podía doler a Cervantes: aprovechándose de la fama de sus personajes, permitiendo que escritores de medio pelo se encargasen de confeccionar una novela paródica que los convirtiese en burdos zascandiles y reservándose para sí mismo el aliño final de injurias y vejaciones al manco y viejo Cervantes.

¿Pudo ocurrir así? Se non è vero, è ben trovato. Y nos confirmaría algo que el propio Cervantes afirma en Los trabajos de Persiles y Segismunda: «No hay amistades, parentescos, calidades, ni grandezas que se opongan al rigor de la envidia». No ha habido, seguramente, dos hombres tan grandes como Cervantes y Lope; y, sin embargo, el rigor de la envidia recíproca los empujó a despellejarse. Pero de ese encono bilioso nació la segunda parte del Quijote, la más «excelsa» obra de nuestra literatura, que tal vez se habría quedado en el tintero sin el acicate «expurgatorio» de Avellaneda.

 

4. La misericordia cervantina

Entre los consejos que don Quijote dirige a Sancho, cuando su escudero ya se apresta a ser gobernador de la ínsula Barataria, leemos: «Si acaso doblares la vara de la justicia, no sea con el peso de la dádiva, sino con el de la misericordia». Con esta máxima Cervantes no contrapone misericordia y justicia, ni cree que la primera deba anular a la segunda, sino que (además de condenar la prevaricación) establece que la justicia debe ser dulcificada por la misericordia. Cervantes habla de «doblar» la vara de la justicia, no de quebrarla; postula que la misericordia suavice la aplicación de la justicia, no se que se anteponga a ella, bajo la forma de un perdón discrecional. De igual manera deben interpretarse otros consejos de don Quijote a Sancho que leemos en el mismo trance: así, por ejemplo, cuando le recomienda que «al que has de castigar con obras no trates mal con palabras, pues le basta al desdichado la pena del suplicio, sin la añadidura de las malas razones», donde vuelve a probarse que la misericordia cervantina no debe interpretarse –como a veces interesadamente se ha hecho– como una abolición de la justicia, o como una especie de emplasto que reblandezca su vigor, sino como un suave bálsamo que evite la tentación del ensañamiento, del rigor gratuito, de la humillación y la ofensa superfluas. En una línea plenamente congruente, don Quijote recomienda también a Sancho: «Al culpado que cayere debajo de tu jurisdicción, considérale hombre miserable, sujeto a las condiciones de la depravada naturaleza nuestra, y, en todo cuanto fuera de tu parte, sin hacer agravio a la contraria, muéstrate piadoso y clemente». Donde volvemos a comprobar que Cervantes, además de excelsa pluma, tenía óptima teología: pues reconoce que el hombre está herido por el pecado original («la depravada naturaleza nuestra»); y considera, en consecuencia, que la piedad y la clemencia deben guiar el veredicto del juez, sin «hacer agravio» nunca a la justicia, sin que tal mirada misericordiosa afecte a la calificación del acto reprobable.

Pero tal vez, para descartar del todo si la misericordia cervantina es una de esas «virtudes cristianas que se han vuelto locas» a las que se refería Chesterton (y que tanto gustan a nuestra época) debamos reparar en los personajes o episodios del Quijote que resultan más controvertidos. Y siempre descubriremos que Cervantes es autor cristianísimo, capaz de humillar y ensalzar a un tiempo a sus personajes, pues –como escribió Thomas Mann– «humillación y ensalzamiento son un par de conceptos de pleno contenido en sentimientos cristianos; y precisamente en su unión psicológica, en su humorístico entrecruzamiento, se manifiesta en qué alto grado el Quijote es un producto de la cultura cristiana, de la psicología y humanidad cristianas, y de lo que el Cristianismo significa para el mundo del alma, de la creación poética, para lo específicamente humano y para su audaz ensanchamiento y liberación». Aunque habría que precisar que donde Mann escribe «Cristianismo» habría que escribir específicamente «fe católica»; pues esa finísima capacidad cervantina para humillar y ensalzar a un tiempo a sus personajes, para rebozarlos en el barro y hacerlos resplandecer a un tiempo, requiere –aparte de unas dotes únicas para la captación de almas– estar inmunizado contra las nieblas luteranas, que entenebrecieron nuestra naturaleza, pretendiendo endiosarla. Para ser a un tiempo tan sublime y tan ridículo, tan irrisorio y tan admirable como don Quijote, para mostrar la grandeza inmarchitable que anida en nuestra alma y anima nuestra débil carne, hace falta la luz de Trento.

Y para que no pueda decirse que rehuimos los pasajes más peliagudos del Quijote, analizaremos el concepto de misericordia cervantina en tres personajes que siempre han planteado gran controversia (y servido a los malandrines para tergiversar a Cervantes): el morisco Ricote, la pastora Marcela y el malhechor Ginés de Pasamonte. Nadie podrá dudar que Cervantes gusta de mirar con caridad a quienes han sido despreciados, vapuleados y arrojados a los márgenes; pero esta mirada misericordiosa nunca es delicuescente ni posturera. Lo comprobamos, por ejemplo, con el personaje del morisco Ricote, vecino de Sancho, con el que el escudero se encuentra el abandonar mohíno la ínsula Barataria (capítulo LIV, parte II). Tener el cuajo de dar protagonismo (¡y tomar partido por él!) a un morisco que ha entrado disfrazado de peregrino en España, cuando Felipe III acaba de dictar (en 1609 y 1613) sendos edictos de expulsión contra ellos, demuestra que en efecto Cervantes es un escritor de una humanidad privilegiada, pues sólo los hombres de auténtico temple se inclinan hacia el débil y el perseguido. Ricote, como otros muchos moriscos, ha tenido que salir («con justa razón», precisa, pues considera que mantener a los moriscos era «tener los enemigos dentro de casa») al destierro dejando abandonado cuanto poseía; y, después de entrar en Francia, pasar a Italia y llegar hasta Alemania, ha decidido volver a España, dejando a su familia en Berbería, porque –y la afirmación, puesta en labios de un exiliado, nos emociona– «es dulce el amor de la patria». Pero la misericordia cervantina nada tiene que ver con la filantropía hipocritona de nuestra época, que ama a la Humanidad (y cuelga cartelitos de la fachada de los ayuntamientos, dando la bienvenida a los «refugiados») y desprecia al hombre en particular; y lo comprobamos cuando, después de exponer su tribulación, Ricote especifica que «la Ricota mi hija y Francisca Ricota, mi mujer, son católicas cristianas; y aunque yo no lo soy tanto, todavía tengo más de cristiano que de moro, y ruego siempre a Dios me abra los ojos del entendimiento y me dé a conocer cómo le tengo de servir». Cervantes, pues, se compadece de Ricote porque ama la patria y se ha convertido a la fe católica. Y el mismo amor que Cervantes muestra a Ricote lo muestra por la mora Zoraida: pero su misericordia no es abstracta, sino que se encarna en las circunstancias concretas de cada hombre; y a Zoraida, como a Ricote, Cervantes los acoge amorosamente porque antes se han convertido. Escamotear este hecho fundamental constituye una mistificación de la peor calaña.

También lo es presentar a Cervantes como un «feminista pionero» que se apiada de Marcela, la bella y esquiva pastora, insensible a toda seducción y causante indirecta de la muerte del joven estudiante Grisóstomo (capítulos XII, XIII y XIV, parte I). Todos recordamos el discurso de Marcela, por ser uno de los pasajes más sublimes y conmovedores de la novela, en el que defiende su derecho a rechazar a sus pretendientes y «poder vivir libre» en la soledad de los campos, sin tener que soportar que la culpen sus pretendientes despechados. Al lector ingenuo (y al malandrín) tales argumentos le parecerán novedosos, pero lo cierto es que Cervantes no hace sino repetir lo que podemos leer en los Diálogos de León Hebreo o en los tratados de Marsilio Ficino. Marcela no es, desde luego, una mujer convencional; pero Cervantes no le dedica una hagiografía, sino que nos muestra a una mujer algo fría que –como ella misma admite– «ni quiero ni aborrezco a nadie», una mujer que, sin llegar a ser malvada, prefiere la soledad a la vida en sociedad (y que, incluso, se delata como una narcisista, pues celebra su belleza sola y gusta de contemplar su reflejo en los arroyos). Tampoco es la «mujer independiente» que algunos pretenden: huérfana desde niña, de su tutela se encarga un tío suyo… ¡sacerdote!, que ha permitido que su sobrina permanezca soltera y en ningún momento la ha obligado a aceptar a tal o cual pretendiente. Y es que el tío sacerdote es hombre que entiende que la libertad exige responsabilidad; y Marcela, al aceptar las dificultades de su vida solitaria y agreste, no hace sino aceptar las consecuencias de la decisión que ha tomado. No pide Marcela que le subvencionen la soltería, ni proclama su derecho a tener hijos sin padre, arrastrándolos a su vida solitaria y agreste, ni pretende gozar de las ventajas de la vida social en su apartamiento, como haría el feminismo de hogaño, sino que apechuga con las consecuencias de su decisión. Cervantes no es un misericordioso a la violeta, tan sólo nos muestra con lucidez que el ejercicio de la libertad es un acto responsable que requiere asumir las consecuencias de una decisión, que en el caso de Marcela incluyen la incomprensión de muchos y una vida áspera que imaginamos llena de zozobras y vicisitudes adversas.

Tal vez sea el episodio de la liberación de los galeotes (capítulo XXII, parte I del Quijote) el que más ha servido a los malandrines para afirmar que el concepto de misericordia cervantina desafía y hasta conculca las exigencias de la justicia. Valera afirmaba que «casi siempre hay algo de valentía o de travesura en quien se burla de las leyes o desafía la autoridad; y Cervantes, sin poderlo remediar, se pone de su parte». Algo de esta simpatía con el burlador de las leyes encontramos en este episodio en el que don Quijote, antes de libertar a unos forzados, afirma que «parece duro acaso hacer esclavos a los que Dios y la naturaleza hizo libres». Observemos, sin embargo, que Cervantes tiene la precaución de no incluir entre los forzados a ningún reo de delitos de sangre. Uno de los galeotes ha robado una canasta de ropa blanca, otro ha actuado como alcahuete, un tercero ha sido burlador de mujeres... En cuanto a Ginés de Pasamonte, el más característico del grupo, el lector descubre enseguida que es un criminal neto, un malhechor sin arrepentimiento que, cuando se ve sin cadenas, en lugar de mostrarse agradecido con su liberador, yendo a postrarse a los pies de Dulcinea, lo apedrea sin piedad y escapa, temeroso de ser nuevamente apresado por la Santa Hermandad.

Unamuno, en su Vida de Don Quijote y Sancho, se detiene a glosar este escabroso episodio de la liberación de los galeotes, donde el hidalgo manchego se comporta más como un justiciero que como un caballero piadoso. Y llega a la conclusión de que «la última y definitiva justicia es el perdón». Según Unamuno, don Quijote entiende el castigo al modo en que lo entiende Dios, «en naturalísima consecuencia del pecado», pero sin ensañarse con el culpable, frente a lo que a veces hace la justicia positiva. Para Unamuno, «castigo que no va seguido de perdón, ni se endereza a otorgarlo al cabo, no es castigo, sino odioso ensañamiento». Y tiene razón; pero le falta añadir que perdonar a quien no muestra arrepentimiento –como es el caso de Ginés de Pasamonte– es algo que ni siquiera Dios puede hacer, como se prueba en el pasaje evangélico en el que Cristo se niega a hablar con Herodes.

Cervantes tal vez no creyese demasiado en la justicia terrenal; mas no por esto negaba la justicia divina: «Dios hay en cielo –afirma sin ambages don Quijote–, que no se descuida de castigar al malo ni de premiar al bueno». Sin duda, un hombre como Cervantes, que padeció mil penalidades en Argel y que en más de una ocasión se las tuvo tiesas con la justicia del Rey, tenía que apiadarse, inevitablemente, del sufrimiento de los galeotes; y tal vez en la locura de don Quijote que los libera haya algo de rebelión ante el sufrimiento del prójimo. Pero de inmediato Cervantes nos especifica que don Quijote quedó «mohinísimo» de verse tan mal parado por los mismos a quienes tanto bien había hecho: «Si yo hubiera creído lo que me dijiste –reconoce ante Sancho–, yo hubiera excusado esta pesadumbre». Las consecuencias nefastas que la liberación tiene para el propio don Quijote nos demuestran que Cervantes consideraba que la misericordia sin justicia es una virtud loca que no hace sino desatar más aciagas catástrofes. De hecho, don Quijote ya no dejará de justificarse de su error, en un intento de acallar su escrúpulo de conciencia. En el capítulo XXX, cuando Sancho le afea lo que hizo, don Quijote se enoja sobremanera, aduciendo que «a los caballeros andantes no les toca ni atañe averiguar si los afligidos, encadenados y opresos que encuentran por los caminos van de aquella manera o están en aquella angustia por sus culpas o por sus gracias: solo le toca ayudarles como a menesterosos, poniendo los ojos en sus penas, y no en sus bellaquerías». Y todavía en el capítulo XLV, cuando los cuadrilleros de la Santa Hermandad lo quieren prender por la fechoría de la liberación, llamándolo salteador de caminos, don Quijote se encoleriza y los increpa: «Venid acá, gente soez y mal nacida: ¿saltear de caminos llamáis al dar libertad a los encadenados, soltar los presos, acorrer a los miserables, alzar los caídos, remediar los menesterosos?». Salta a la vista que tales reacciones no son sino aspavientos de una conciencia torturada.

Que este episodio desazonaba al propio Cervantes lo prueba que luego se preocupase de pintar al liberado Ginés de Pasamonte como un desalmado que roba el rucio de Sancho; y cuando Ginés de Pasamonte vuelva a aparecer, convertido en titiritero, obtendrá su merecido, pues don Quijote desbarata el tabladillo de sus marionetas. Y es que Cervantes era consciente de que la justicia exigía que la misericordia desnortada de don Quijote fuese rectificada y reparada de algún modo.

 

5. La crueldad cervantina

Cuentan que, en cierta ocasión, conversaban Richard Wagner y el conde de Gobineau en torno a Cervantes. Gobineau acusó a Cervantes de haber cometido en el Quijote una «acción vituperable» que nunca le podría perdonar. Wagner, asombrado, le preguntó cuál era tal acción, a lo que Gobineau respondió: «Don Quijote fue un ser excepcional. Por tanto, es una bajeza haber hecho reír al vulgo a expensas de sus penalidades». Sirva esta anécdota como botón de muestra del sentimiento moderno que suele inspirar don Quijote, mezcla de piedad fofa hacia sus quebrantos y reticencia hacia su autor, del que se presume que hubo de ser un monstruo de crueldad, o siquiera un hombre de gusto plebeyo que descargó sobre su personaje un pedrisco de coscorrones por hacer reír a sus lectores. Quizá el más agrio e ilustre portavoz de esta censura sea un escritor tan emblemático de la modernidad como Nabokov, que al igual que el racista Gobineau consideraba el Quijote un libro bárbaro, una auténtica «enciclopedia de la crueldad» que delata el alma grosera de su autor. De una opinión parecida es otro escritor posterior y también muy aplaudido por el gusto contemporáneo, Martin Amis, que ha expresado su repeluzno ante las «infinitas palizas» y «humillaciones gratuitas» que Cervantes inflige a su criatura. Y cuando desde la sensibilidad moderna se ha tratado de «justificar» esta pretendida crueldad de Cervantes se ha esgrimido –así lo hace Santayana, por ejemplo– que las burlas y vejaciones que en él se narran eran moneda de curso corriente en la época; y que tanto Cervantes como sus lectores eran personas menos delicadas y sensibles al sufrimiento físico de lo que nosotros lo somos.

Salta a la vista que es una explicación poco convincente, tan poco convincente como los intentos de presentar el Quijote como la obra de un hombre cruel que se regodea en escarnecer y vapulear a su personaje. ¿Cómo se explica, si en verdad Cervantes pretendía tan sólo zaherir a un pelele, que don Quijote nos transmita tan honda vibración humana? ¿Cómo es posible que, cada vez que el héroe cervantino acomete sus aventuras desquiciadas o concibe sus quiméricas temeridades, nos identifiquemos plenamente con él, haciéndonos partícipes solidarios de su sufrimiento? La explicación es bien sencilla; y, sin embargo, hombres tan perspicaces como Nabokov o Gobineau no lograron ni siquiera atisbarla, por la sencilla razón de que repudiaban la más íntima naturaleza de don Quijote, que a la vez explica la razón de sus infortunios.

Esta íntima naturaleza no pasa inadvertida, en cambio, a Unamuno, que no vacila en comparar a don Quijote… ¡con Jesucristo! El símil, a simple vista, puede parecer tremebundo y misticoide, muy en la línea de otros pronunciamientos arbitrarios de aquel escritor genial; pero si nos detenemos a considerarlo descubriremos que Jesucristo fue el hazmerreír de sus contemporáneos, que lo consideraban un chiflado al que la lectura de los profetas había sugestionado hasta el extremo de creerse el Mesías. Lo mismo, poco más o menos, le ocurre a don Quijote, que tras empacharse de libros de caballerías se cree caballero andante. Pero, ¿acaso no lo era, y aun de los más esforzados? Por sostener sin desmayo que era caballero andante, don Quijote sufre los escarnios de sus contemporáneos; podría haber ocultado esta condición (como Jesucristo podría haber evitado proclamarse «Rey de los judíos» ante el Sanedrín y ante Poncio Pilato) y así librarse de muchas palizas, pero siempre la declara paladinamente, sin temor a las consecuencias. Es verdad que a veces, como los sayones que acaban de vapulear a Jesucristo se burlan de su desvalimiento, los lectores del Quijote nos reímos de sus desventuras. Pero que las desventuras de don Quijote nos causen hilaridad no quiere decir que Cervantes sea cruel con su personaje, ni que su humor sea burdo o brutal, sino que nos está ofreciendo una alegoría cristiana que nuestra época ya no es capaz de entender.

Naturalmente, cuando digo que el Quijote es una alegoría no quiero decir que sus episodios y personajes deban ser interpretados al modo de acertijos, sino que de un modo originalísimo está presentando plásticamente algunas de las paradojas más desconcertantes –¡más abominables para el hombre moderno!– del cristianismo: el enaltecimiento a través del anonadamiento y la humillación, la redención a través del dolor y el ridículo, la persecución incansable de un ideal que para el común de los hombres resulta un absurdo. El hombre moderno ya no es capaz de entender estas paradojas; y por eso le parece una crueldad hacer reír al vulgo a expensas de ese hidalgo convertido en un fantoche magullado, exactamente igual que aquel Galileo coronado de espinas hacía reír a la multitud congregada ante el pretorio que pedía su crucifixión.

 

6. Una tragedia callada

Cervantes comienza el Prólogo a la Primera Parte del Quijote confesando que le hubiese gustado que su libro, «como hijo del entendimiento, fuera el más hermoso, el más gallardo y discreto que pudiera imaginarse»; y, a renglón seguido, se declara rehén de «la orden de naturaleza», que establece que cada cosa engendre su semejante. «Y así –se lamenta–, ¿qué podría engendrar el estéril y mal cultivado ingenio mío, sino la historia de un hijo seco, avellanado, antojadizo y lleno de pensamientos varios y nunca imaginados de otro alguno, bien como quien se engendró en una cárcel, donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido tiene su habitación?». Hasta aquí, Cervantes no se ha desviado ni un ápice de la recomendación retórica que aconsejaba brindar los libros a la estampa precedidos de una declaración de humildad que funcione a modo de captatio benevolentiae ante los lectores. Fórmulas muy similares, casi idénticas, hallamos en muchos libros coetáneos, pergeñadas a imitación de los maestros de la Antigüedad. Si acaso, Cervantes añade a la declaración archisabida un rasgo de dramatismo un tanto intempestivo o quejumbroso, al deslizar que su obra fue concebida en circunstancias penosas. Quizá con esta mención no anhelara tanto mover a la piedad a los lectores como resaltar la fatalidad que había perseguido su carrera de escritor. No nos atreveremos a calificar esta mención de rencorosa; pero en ella se trasluce la amargura agraviada del escritor que descubre en su derredor a otros cultivadores del mismo oficio, mucho menos dotados que él y sin embargo socorridos por mecenas y celebrados del vulgo, disfrutando de honores que a él le han sido escamoteados.

Esta amargura se convertirá a renglón seguido en sarcasmo, cuando Cervantes se burle de «la innumerabilidad y catálogo de los acostumbrados sonetos, epigramas y elogios que al principio de los libros suelen ponerse», así como de esa presuntuosa munición erudita –escolios en los márgenes y notas al final del libro, así como profusos índices onomásticos– con que otros cofrades de la pluma distraen la vacuidad de sus engendros. Tradicionalmente, se ha entendido que las irónicas invectivas de Cervantes van dirigidas contra Lope de Vega; y, en efecto, parece que algunas de sus alusiones han elegido como diana al Fénix de los Ingenios, muy proclive a pintar en un renglón «un enamorado distraído» y en el siguiente improvisar «un sermonico cristiano», muy tentado por la manía de aderezar sus libros con sonetos laudatorios firmados por personajes ilustres, muy amigo en definitiva de empedrar sus escritos con citas de los clásicos y otros alardes latinizantes. En estos dardos vuelve a asomar la amargura de Cervantes, dictada por la conciencia de su fracaso; pues no hemos de olvidar que, mientras su carrera como escritor languidecía, la celebridad y los agasajos iluminaban los días de Lope. A la postre, estos dardos amargos serían literariamente fecundísimos; pues la rabia que causaron en Lope sería el detonante del Quijote apócrifo de Avellaneda, que a su vez serviría de estímulo a Cervantes para completar la Segunda Parte de su obra inmortal.

Pero quizá la enseñanza más conmovedora que nos depara este Prólogo, la que mayor perplejidad y lastimada melancolía suscita en el lector, sea la que se deriva de cierta constatación irrefutable: Cervantes no era plenamente consciente de su talento, Cervantes no llegó a vislumbrar jamás la verdadera naturaleza de su obra inmortal. Cuando llega el momento de presentarla al lector, Cervantes afirma –ahora sin atisbo de falsa humildad– que no es sino «una invectiva contra los libros de caballerías», y que su escritura «no mira a más que a deshacer la autoridad y cabida que en el mundo y en el vulgo tienen» tales libros. Cervantes, en definitiva, no era consciente del verdadero tamaño de su logro y, muy probablemente, murió sin saberlo. Nunca supo que había fundado la novela moderna, prestándole resortes que aún hoy mantienen intacta su vigencia; nunca supo que en el personaje de su noble y honrado caballero (como en la contrafigura escuderil que lo completa) había conseguido compendiar el alma española. Quizá, para ser consciente de su logro, Cervantes hubiese precisado del éxito, una quimera que persiguió con ahínco, como demuestran sus esfuerzos por apuntarse a todos los géneros en boga –la novela pastoril, el teatro, la novela bizantina...– y sus postulaciones en la Corte, saldadas con un rosario de rechazos y desdenes. Esta porfiada persecución del éxito resbaladizo y evanescente, sumada a la inconsciencia sobre la verdadera envergadura de su creación, completan la tragedia callada del genio.

 

7. La victoria de don Quijote

Uno de los aspectos más sugestivos del Quijote, y también más reveladores de la finura espiritual de Cervantes, es la rendición del autor al personaje, la progresiva quijotización de Cervantes, que es algo más –¡muchísimo más!– que un mero juego pirandelliano. En sus primeros capítulos (durante la primera y breve salida de don Quijote, todavía sin escudero), el protagonista es presentado como un fantoche irrisorio, un hidalgo tronado que no hace sino ensartar necedades y alimentar las más desquiciadas quimeras, para regocijo de quienes se cruzan en su camino. Podría decirse sin exageración que este Quijote de los primeros capítulos (tal vez concebidos en un principio por Cervantes como una narración corta) es congruente con el pelele que luego Avellaneda dejará encerrado en el manicomio de Toledo, si no fuera porque Cervantes es incapaz de incurrir en las toscas chocarrerías de Avellaneda.

Este Quijote de los primeros capítulos es un personaje histriónico y desaforado que vive en un mundo de fantasías huecas, completamente aislado del mundo real. Luego, a medida que avanza la Primera Parte del Quijote, asistimos a la primera metamorfosis del hidalgo cervantino, que poco a poco se convierte en un loco entreverado de cuerdo que nos sorprende con juicios y discursos llenos de discreción y sabiduría. Además, aunque persiste el irreductible dualismo entre la realidad mostrenca y las sublimaciones de su imaginación, ya no es don Quijote aquel mentecato encerrado en la burbuja de sus alucinaciones, tal vez porque Sancho Panza le sirve de puente entre su fantasía y la cruda verdad de las cosas. Pero es, sin duda, en la Segunda Parte donde la metamorfosis que tratamos de describir se consuma: no sólo Sancho Panza se quijotiza, aceptando las promesas de su amo, sino que son muchos los personajes que se allanan ante el universo mental de don Quijote; y hasta sus burladores y enemigos (desde el resentido Sansón Carrasco hasta los Duques pérfidos y socarrones) se ven obligados a aceptar los códigos de don Quijote, de tal modo que para planear sus venganzas o someterlo a sus chanzas tienen primero que asumir sus parámetros mentales. Ya no se produce en esta Segunda Parte la fricción entre ilusión y realidad que era característica de la Primera; y surgen ante nuestros ojos una serie de personajes (bandidos generosos como Roque de Guinart, anfitriones hospitalarios como el caballero del Verde Gabán, doncellas enamoradas como Altisidora, incluso personajes repescados del Quijote de Avellaneda como Álvaro Tarfe) que parecen oriundos del mundo quijotesco y no de aquella áspera realidad de la Primera Parte. Si en la Primera Parte don Quijote se tropezaba con personajes que lo contemplaban como una aparición grotesca procedente de otro siglo, en la Segunda Parte don Quijote parece un personaje perfectamente encajado en la realidad de su tiempo, porque los personajes con los que se tropieza pueden compartir de forma natural las razones quijotescas, o al menos comprenderlas y avenirse a ellas. Incluso el paisaje por el que discurren las aventuras del Ingenioso Hidalgo parece haberse transmutado: las extensas llanuras y los caminos polvorientos son sustituidos por amenas florestas y palacios engalanados. Y hasta la frontera entre cordura y locura se desdibuja de tal modo que hay momentos en que don Quijote actúa como contrapeso realista ante los excesos fantasiosos de los demás, empezando por el propio Sancho, que se alzan hasta las estrellas a lomos de Clavileño.

Sin que nos demos cuenta, ha ocurrido un hecho esencial. En la Primera Parte, don Quijote encarnaba el espíritu de una Edad Media moribunda y avasallada por la petulancia juvenil del Renacimiento, que despreciaba a un personaje que aún se regía por los códigos de la caballerosidad, tratándolo como a un cachivache ridículo y apolillado. En la Segunda Parte, se ha producido en la obra de Cervantes la misma metamorfosis que se estaba produciendo por aquellos mismos años en la vida española: el Renacimiento refractario a don Quijote se rendía, decrépito y desfondado, ante el tesón renacido de la Edad Media, tan entrañada en los ideales quijotescos. Don Quijote se erige así en símbolo de una España que batalla contra su época, que tiene el cuajo de combatir el espíritu triunfante y orgulloso del Renacimiento hasta conseguir doblegarlo, enarbolando la vigencia de una cosmovisión medieval. Cervantes supo simbolizar esa batalla a través de la hazaña de su personaje, que logra imponerse sobre un mundo huraño y hostil. Y a esta hazaña quijotesca de volver a imponer los ideales de la Edad Media sobre el espíritu podrido del Renacimiento la llamamos Barroco.