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El pueblo y sus evoluciones

CUADERNO: PUEBLO Y POPULISMOS. LOS DESAFÍOS POLÍTICOS CONTEMPORÁNEOS

 

1. Ideología y lenguaje ideológico

No se puede negar la importancia y la actualidad de la cuestión que afronta este trabajo. Nos hallamos, respecto de la primera, ante un asunto central en muchos terrenos, aunque principalmente en el político. La relevancia, en segundo lugar, se presenta sin embargo acrecida en nuestros días, en los que es de advertir una notable confusión a propósito del «pueblo» y el «populismo». No son ciertamente sólo de nuestro tiempo los malentendidos e incluso las instrumentalizaciones del «pueblo». Pero hoy la cuestión, debido al uso ideológico del lenguaje, se presenta con particular gravedad. Y es que si la ideología obstaculiza la penetración de la sustancia de las cosas y de sus problemas, el uso ideológico del lenguaje impide consiguientemente la comunicación.

La ideología, que no es simple doctrina u orden de principios, es un sistema cerrado de ideas que se constituye en fuente de toda verdad, fundiendo en una sola las funciones especulativa y práctica de la inteligencia, para volcarla entera a una tarea taumatúrgica que ha de realizarse sobre el hombre (para transformarlo radicalmente) y sobre la sociedad (única y definitiva dimensión real del hombre nuevo que, de resultas, debe ser absolutamente cambiada a fin de que sea expresión fiel y crisol del cambio del individuo)[1]. La ideología es simple y unitaria. En efecto, aunque presenta distintas caras (intelectual, moral, psicológica y sociológica), es la fusión de todas en algo simple, elemental y monolítico. Y, aunque se han dado diversas encarnaciones de ella, a veces además en lucha, no han sido ni son independientes sino que subyace a todas una actitud fundamental[2].

Deriva de ahí otro fenómeno, cual es el de la degradación lógica del uso del lenguaje[3], que pierde su riqueza analógica, aprisionado entre las rigideces del univocismo y el piélago de la equivocidad. Aristóteles, de quien la recibieron los pensadores de la Escolástica, acuñó una norma sobre la utilización lógicamente correcta del lenguaje: «Al dar nombre a las cosas sígase el uso de la multitud»[4]. De manera que uno de los síntomas más alarmantes de la confusión de nuestro tiempo es la imposibilidad práctica de su aplicación en muchas cuestiones, como si no hubiese uso común de algunas palabras. Lo que es particularmente palmario en el lenguaje político: «El lenguaje político, concretamente, está lleno de significaciones equívocas, que imposibilitan la coherencia en el planteamiento de los problemas. Y se dan también en él frecuentemente rigideces, por las que se toman en estricta significación unívoca términos que en otros tiempos estaban llenos con un sentido de rica analogía, que posibilitaban un empleo coherente a la vez que amplio y flexible en su referencia a la múltiple y armónica realidad social. Y en esta situación de rigidez y de equivocidad, los términos se convierten en armas al servicio de la dialéctica revolucionaria»[5].

Finalmente, ese abuso del lenguaje, de matriz ideológica, supone a su vez el abuso de poder. La relación entre la corrupción de la palabra y la degeneración del poder político ha sido indagada desde bien antiguo, pero acecha en todo momento. Pues el peligro denunciado, por ejemplo, por Platón contra los sofistas, acompaña en todo momento la vida del espíritu y de la sociedad. Y es que en la corrupción de la palabra –ha explicado Pieper– radica la malignidad de toda sofística. En efecto, aquélla adviene cuando se hace un arte del lenguaje, poniendo entre paréntesis su naturaleza de elemento mediador de toda existencia espiritual. Y, como quiera que la conquista de la palabra es ambivalente, su corrupción puede llegar también por dos vías que, aunque distinguibles, no son finalmente separables: en primer término, el valor de la palabra consiste en que en ella se hace patente la realidad –se habla para dar a conocer, al nombrarlo, algo real–, por lo que la llamada «emancipación respecto del objeto» sólo puede entenderse como indiferencia respecto de la verdad; en segundo lugar, resalta el carácter comunicativo de la palabra –pues es un signo objetivo, sí, pero para alguien–, de manera que ese lenguaje liberado de lo real, deja de tener por finalidad la comunicación, descubriéndose en cambio la sombra torva de la dominación[6].

Es comprensible, pues, que la contraposición sin argumentos conduzca a encontrar la solución de las dificultades en el poder más que en la razón. La contraposición, en otras palabras, no logra transformarse en controversia, que no es conflicto sino medida dialéctica[7]. Y, así, regresando a la política, la democracia entendida como forma de gobierno sufre una radical transformación en (pseudo) fundamento del gobierno: más que la forma a través de la cual se busca alcanzar la verdad y dar solución a los problemas conforme a ella con el concurso de muchos[8], se torna instrumento para imponer la fuerza bruta que –para afirmarse– se sirve ciertamente de la razón, pero no como guía de la voluntad sino como su instrumento ciego[9]. Volveremos sobre ello.

 

2. El concepto de «pueblo» y su complejidad

Debe considerarse en primer término, por más que brevemente, la cuestión del «pueblo», respecto de la que en el curso de la historia se ha dado un debate complejo y articulado. De pueblo, en efecto, se han ofrecido distintas definiciones. Si algunas de ellas se han elaborado al objeto de legitimar regímenes, otras se han «construido» con la intención de reforzar poderes constituidos o incluso para favorecer otros que luchan por constituirse.

Piénsese por ejemplo en las teorías de Marsilio de Padua (1275-1342) o en la doctrina del abate Emmanuel-Joseph Sieyès (1748-1836). El primero fue «consejero» de Luis de Baviera, que no por casualidad fue coronado Emperador por el «pueblo romano» en vez de por el Papa, inaugurando la etapa del Imperio sustancial y formalmente «laico» que después se impuso en 1356 con la llamada «Bula de Oro» de Carlos IV de Bohemia[10]. El segundo fue el teórico del «tercer estado» al tiempo de la Revolución francesa y su doctrina, como es sabido, se encuentra en los orígenes del «poder constituyente» tal y como lo entendió, lo entiende, lo aplicó y lo aplica el derecho público postrevolucionario. Pero sobre todo propuso la teoría de la legitimación del Estado por la Nación, más precisamente por el «tercer estado», que ha caracterizado la historia política de los Estados en los últimos dos siglos. Sieyès fue, por tanto, el padre de la Nación como «pueblo», aunque para él el «pueblo» fuese sólo la «burguesía».

Conviene aclarar, para empezar, que la nación –en sentido clásico, esto es, hasta la víspera de 1789– no era una realidad política, esto es, no estaba ordenada al bien común temporal, sino una agregación humana por factores no políticos. De ahí que, aunque la nación en sentido clásico fuese también una realidad natural, no se confundía formalmente con la comunidad política, por más que en algunos de sus usos pudiera aproximarse a la causa material de ésta, vale decir, como pueblo o multitud[11]. De manera que aparecía como una comunidad de valores espirituales, morales y culturales, sin confundirse con una organización jurídica de familias que miran al bien común bajo la autoridad de un gobierno[12].

No interesan aquí, sin embargo, a continuación, las distinciones (contradictorias) de Sieyès entre un pueblo «activo» y otro «pasivo», o el reconocimiento del derecho de voto sobre la base de un censo que permitía a quien no pertenecía a la burguesía, como por ejemplo a los pertenecientes al «primer estado», participar en la vida «democrática» de la Nación. Lo que, en todo caso, debe señalarse es que la noción de pueblo se elaboró de un modo «operativo», esto es, para permitir al «tercer estado» en tiempos de la Revolución francesa imponerse y ver satisfechas sus pretensiones.

Pero incluso prescindiendo de las teorías elaboradas con finalidad estrictamente «operativa», no pueden ignorarse las múltiples definiciones de «pueblo» expresadas a lo largo de los siglos. Para lo que aquí nos interesa bastará con recordar tan sólo algunas, que tuvieron y aún tienen un papel importante y de las que, por lo mismo, no se puede prescindir.

 

3. El concepto clásico de «pueblo»

Para empezar se hace preciso recordar la concepción orgánica clásica, la que –como recuerda Tito Livio– acuñó el cónsul y senador Menenio Agripa en el 494 a. C. cuando, hablando a los plebeyos de la antigua Roma que se habían rebelado, observó que «senatus et populus quasi unum corpus discordia perunt concordia valent», esto es, que «senado y pueblo, como si fueran un único cuerpo, perecen con la discordia y conservan la salud con la concordia»[13]. No debe llevarnos a engaño, sin embargo, esa distinción entre senatus y populus que hace Menenio Agripa, como si el pueblo se identificase con los brazos, esto es, con una parte del cuerpo, la que por ejemplo Platón (427-347 a. C.) identificaba con la categoría de los productores. Para Menenio Agripa el «pueblo» es el cuerpo, hablando metafóricamente, y no una de sus partes. Está formado ciertamente por partes que cooperan entre sí, desempeñando cada una su función específica para el bien del todo. No es, sin embargo, la simple suma de las partes, sino que hay en él algo distinto y mayor, que requiere cuidado y dedicación por parte de todos. En este sentido –y no, por tanto, según los criterios de la moderna razón de Estado– muchos años después Cicerón (106-43 a. C.) podrá amonestar que «salus Rei publicae suprema lex esto». No se niega con ello que populus haya asumido en la larga historia de la Roma antigua, de modo contingente y aun institucionalmente, otros significados. En primer término el de plebs, en contraposición a nobilitas. De modo que cuando ésta perdió parte de su significado originario y su papel social e institucional se debilitó, populus pasó a significar órgano político a la par y al lado del Senado (Senatus Populusque Romanus). Lo que, sin embargo, no llevó consigo la pérdida de su significado político profundo, tanto que tras la «Res publica», y sobre todo después de Constantino (274-337 d. C.), distintas constituciones imperiales se dirigieron «ad populum», esto es, a la comunidad política entera, y no a una categoría o clase de ciudadanos. El jurista Gayo (120?-180 d. C.) confirma esta «lectura» al definir el pueblo como la universalidad de los ciudadanos: «Populi appellatione universi cives significantur»[14].

Quizá la mejor expresión de esta concepción clásica sea la de Cicerón[15], para el que el pueblo precisa dos condiciones: consensus iuris y communio utilitatis. La primera (consensus iuris) no guarda relación con la premisa «privatista» del contractualismo moderno[16], sino con «el reconocimiento necesario y previo por todos y, por tanto, de todos, de lo que es auténticamente jurídico, esto es, de la justicia, que no es creada por las normas positivas sino que al contrario es la condición de éstas». La segunda (communio utilitatis) no consiste en el cálculo utilitario que lleva a la vida en sociedad, sino que representa la necesidad de la res publica para que los hombres puedan vivir como tales, esto es, «en el respeto de las rectae rationes naturales, que son instrumentos y condiciones de la vida humanamente buena»[17]. Esta definición convierte al «pueblo» en señor de la res publica pero no en su soberano: lo que significa que «la res publica es un bien que puede y debe ser usado por el pueblo y para el pueblo, pero que es y permanece un bien indisponible del pueblo. No es instrumento que pueda ser utilizado para una finalidad cualquiera, ya que la res publica tiene un fin natural que es el mismo bien del hombre individuo, como […] había observado Aristóteles». Lo que significa que «la res publica no es la fuente del derecho, porque está fundada sobre el derecho, que constituye su elemento ordenador». Así pues, «la justicia, cuya existencia y cuya naturaleza debe reconocer previamente todo ciudadano para serlo, es anterior a la comunidad política; mejor, debería decirse que es condición de la comunidad política»[18].

La que hemos llamado concepción clásica orgánica tiene continuidad en el Medievo[19], si bien con algunas vacilaciones que en ocasiones apuntan ya ante litteram la soberanía y hasta la democracia moderna, producto de las vetas voluntaristas de algunas Escuelas medievales. Ya se ha mentado a este propósito el nombre de Marsilio de Padua, que sostuvo la doctrina del «gobierno ascendente», sentando las bases de una legitimación exclusivamente inmanentista[20], esto es, del «pueblo» acéfalo, privado de su constitutivo formal. En la primera mitad del siglo XII la Escuela de Bolonia definió el «pueblo» como «collectio multorum ad iure vivendum quae nisi iure vivat, non est populus»[21]. Irnerio (1060-1130?), por su parte, subrayó que el «pueblo» es una «estructura jurídica» que tiene por fin disponer a los individuos, como el cuerpo a sus miembros. No se trata, como quiera que sea, del «Estado providencia» contemporáneo, ni del que pretende «distribuir» ventajas y servicios según criterios que elabora autónomamente, ni del basado en la doctrina del personalismo contemporáneo, esto es, del Estado instrumento de la voluntad –de cualquier voluntad– del individuo. La «estructura jurídica» de Irnerio apunta a legislar y gobernar, así como a juzgar, primeramente según el orden jurídico natural, independiente de la voluntad de cualquiera. Baldo de Ubaldis (1327-1400) insistió más adelante, al decir que «omnes populi sunt de iure gentium, ergo regimen populi est de iure gentium», como si quisiera prevenir la posibilidad de interpretaciones voluntaristas: el pueblo –concluyó significativamente– «habet per conseguens regimen in suo esse, sicut omne animal regitur a suo proprio spiritu et anima»[22].

 

4. La concepción moderna del «pueblo»

Esa concepción clásica orgánica del «pueblo» no debe confundirse con la organicista moderna, que en puridad puede ser calificada más correctamente de mecanicista[23], y que tiende a la reducción ad unum, pero no como «orden» de la multiplicidad sino como su eliminación. El orden que brota de esta reducción signa, pues, la desaparición de toda realidad distinta del Estado. Es, pues, un orden «solipsista». No es casual que para esta concepción el orden coincida con el ordenamiento «jurídico» positivo: el ordenamiento, en efecto, constituye la única condición del orden. De ahí que el «pueblo», según la definición positivista, se convierta en el conjunto de los ciudadanos, «reconocidos» como tales por el Estado[24].

El Estado crea y destruye a su antojo la ciudadanía, pues todo depende de él. Rousseau (1712-1778) y Hegel (1770-1831), dos autores que se deben considerar necesariamente en el seno de la concepción organicista moderna, aun por caminos diversos, sólo pueden hablar de «pueblo» como elemento del Estado, dependiente de él y, por lo mismo, constituido por su voluntad y a ella subordinado. Para Rousseau el pueblo es la población que sirve al Estado para medir su grandeza, para hacerlo poderoso[25]. El «pueblo», por tanto, es el conjunto de los ciudadanos como elemento de fuerza del Estado, un mero instrumento de la voluntad de poder del Estado (la finalidad por ejemplo, de los ocho millones de bayonetas del régimen fascista italiano, o la ironía sobre las divisiones del papa respondían a esta ratio), que es tanto más «libre» cuanto más poderoso. Esta tesis será sostenida con mayor coherencia y llevada hasta sus últimas consecuencias por Hegel, para quien la existencia de un pueblo requiere siempre y necesariamente la del Estado. Hegel, en efecto, escribe textual y claramente que «la finalidad sustancial en la existencia de un pueblo es la de ser un Estado y mantenerse como tal»[26]. El «pueblo», por eso, lo es en virtud del Estado y con él se identifica, pues el Estado es la única realidad y el único «lugar» en el que y en virtud del cual se «expresa» el «pueblo». Sólo en el Estado el «pueblo», como espíritu, se eleva por encima de sí mismo y se manifiesta éticamente en el ordenamiento jurídico positivo, en lo que Hegel llamaba el sistema de las leyes y las costumbres y que Santi Romano llamará más tarde instituciones[27].

Con la Revolución francesa el «pueblo» deja de ser comprendido como realidad orgánica, perdiendo también en parte el significado de realidad organicista (mecanicista). Afirmación que podría parecer extraña, puesto que –como hemos dicho– la concepción organicista del «pueblo» desarrolla las premisas de las teorías políticas de la Revolución francesa. Y es que con ésta, en efecto, «pueblo» y «tercer estado» vienen a ser considerados la misma cosa. El «pueblo» es, pues, la nación, la nación burguesa[28]. El «pueblo» es, en resumidas cuentas, una clase: al principio burguesa, más tarde proletaria. Lo que en todo caso debe retenerse es el paso al pueblo como fracción social, premisa de un cambio más significativo aún que caracterizará la historia contemporánea: el paso del «pueblo» a lo que podríamos llamar (y perdón por el neologismo) «popularismo».

 

5. El «popularismo»

A comienzos del siglo XX la doctrina del «popularismo» sustituirá a la del «pueblo» (moderno). El término no es de uso común en las distintas culturas lingüísticas europeas y aunque se relaciona en buena medida con la experiencia italiana de la democracia cristiana, pues no acaso la primera formación política demócrata-cristiana se llamó Partito Popolare, admite fácil extensión a otros lugares. Y, sobre todo, es útil a nuestro propósito. Ya que, en su fondo, va a corresponderse con la afirmación del consenso social-demócrata instaurado tras la II Guerra Mundial[29], caracterizado por el supercapitalismo dirigista y tecnocratizado en la producción, la socialización en la distribución y el liberalismo integral en las costumbres. He ahí el Estado del bienestar que ha entrado en quiebra en nuestros días[30].

Se trata en primer lugar de una consecuencia de la teoría política que identifica al «pueblo» con lo que alguno ha llamado el «pueblo de los menores»[31]. Pero refleja a continuación otros muchos rasgos dignos de ser reseñados: abandona, por el efecto combinado de la Nación y la clase, el universalismo de los pueblos para afirmar las particularidades comunitaristas; se presenta como democrático por ir al encuentro de las masas y, en particular, de las clases sociales «abandonadas» por el Estado burgués; propone una teoría del Estado y de la sociedad más liberal y más laica; se inclina en general hacia el progresismo moderado, combatiendo de resultas el conservadurismo; favorece en el terreno económico la «economía social», que a veces puede resentirse de socialismo, y que corrige –al menos en apariencia– la economía de mercado; y propugna un Estado social que, en nombre de la promoción de las clases débiles, realiza la igualdad ilustrada. En lo que respecta a la cuestión del «pueblo» debe observarse que viene a identificarse con lo que en otros tiempos se llamó el «pueblo llano».

Para el «popularismo» el pueblo es siempre, en último término, una clase o un conjunto de clases, pero no una unidad orgánica. Lo pone en evidencia la legislación aprobada por los parlamentos «populares» o con mayoría «popular». De modo que la historia de los distintos países europeos occidentales en la segunda mitad del siglo XX demuestra ampliamente que el «popularismo» ha exiliado al «pueblo».

 

6. Intermedio

Al comienzo de estas páginas, y a propósito del uso ideológico del lenguaje, nos las veíamos con la afirmación del poder desnudo.

Encontramos el ejemplo más significativo de esta transformación en la doctrina llamada «politológica», elaborada formalmente (aunque, como no es extraño que ocurra en este terreno, practicada antes de su formalización teórica) en los Estados Unidos de América a fines del siglo XIX e impuesta gradualmente en Europa, por lo menos en la Europa occidental, tras la II Guerra Mundial[32]. La doctrina politológica, en efecto, sostiene en último término que el orden político coincide con la afirmación de la voluntad de quien ostenta (rectius, con frecuencia, detenta) el poder de modo contingente. Pero el poder no es la política. Puede ser, a veces, instrumento de la política y ejercitarse –cuando es necesario– según los criterios de ésta, pero es extraño a la misma. Aunque no es el caso de insistir aquí sobre el significado de esta doctrina politológica del Estado como proceso, baste con indicar que ha contribuido a la transformación de la política en los últimos decenios, revolucionando también las teorías modernas del Estado. Pues para los que partían del voluntarismo (absurdo) del estado de naturaleza, y concluían con la «construcción» del Estado sobre bases contractuales, éste se afirmaba como «institución», no como «proceso», según hace en cambio la politología[33].

De ahí se desprende que la «ideología de la política» y sobre todo la «politología» se ven forzadas a negar la misma existencia del bien y, por tanto, del bien común[34]. A este respecto resulta patente la desorientación contemporánea, debida al acercamiento ideológico a la realidad del bien común, identificado erróneamente según los casos con las condiciones de desarrollo voluntarista de la persona (personalismo), con la igualdad ilustrada (igualitarismo), con el bienestar animalesco (consumismo)[35]. La doctrina politológica, por su parte, supone una negación aún más radical del bien común, pues el bien se identifica con la elección, con cualquier elección que efectúe quien tiene el poder. El bien dejaría así de ser condición de la elección, invirtiéndose su relación, ya que aquélla intervendría no sólo en la determinación del bien sino incluso en su constitución. Y es que la legitimidad de la elección viene a fincar sólo en la voluntad de la mayoría, una voluntad no cualificada sino convertida por el contrario en elemento cualificante de la «política». Con la doctrina politológica, en otras palabras, desaparece el bien común tanto como sus subrogados[36]. La modernidad débil, al sustituir a la fuerte, arrumba incluso la «nostalgia» del bien que todavía era dado hallar en ésta[37]. Pues la modernidad fuerte, en efecto, no llegó a la negación absoluta del bien. Trocó, aunque erróneamente, el bien común con el bien público, que en realidad no es sino el bien privado de la persona civitatis, esto es, del Estado; mientras que la modernidad débil, en cambio, afirma que todos tienen derecho a identificar el bien con lo que cada uno entiende como tal, rectius, con lo que define como «su» bien[38]. Según algún autor contemporáneo, secuaz quizá inconsciente de Locke, todo individuo y todo grupo tendrían el derecho de elegir y perseguir la propia concepción del bien[39]. Todas las libertades, por tanto, tendrían «derecho de ciudadanía», pues todas las opiniones valdrían lo mismo. Por donde se llega a proponer como «positivo» el nihilismo político.

Se trata evidentemente de un absurdo, que asumen acríticamente no sólo quienes sostienen ciertas definiciones de «pueblo» (como las de ciertas doctrinas de derecho público estadounidenses) sino también, y quizá sobre todo, los teóricos de los «populismos» de nuestro tiempo.

 

7. El «populismo»

El «popularismo» ha sido también la premisa del «populismo». Aquél, en efecto, abandonó la exigencia y característica fundamentales del pueblo: la de su esencial e intrínseca cualificación jurídica. Y no de una «juridicidad» cualquiera, sino de la auténtica, de la requerida por la justicia. El «popularismo», pues, ha acogido la «libertad negativa»[40] como libertad; ha entendido que la justicia era sólo la distributiva; ha adoptado una política económica que iba a conducir a los Estados al desequilibrio presupuestario: la deuda pública –así– creció constantemente para que los «gobernantes» pudieran satisfacer (en lo posible) todas las exigencias y reclamaciones de los gobernados; ha presentado el consumismo como modelo de vida, permitiendo a los regímenes alcanzar una doble finalidad: la de combatir el comunismo y la de obtener el consenso de la mayoría para la conquista del poder como poder; ha llevado a una de las mayores crisis institucionales de la historia; ha causado una crisis moral difundida no sólo a causa del laxismo de las costumbres (impulsado con frecuencia por las legislaciones), pero también y sobre todo por la falta de formación de la generaciones en el sentido del deber; ha practicado políticas inflacionistas al inicio y fiscales sucesivamente que violan la justicia, castigan a los ciudadanos virtuosos, premian el vicio e inducen al uso incorrecto de los bienes y recursos.

La realidad no ha tardado en pasar factura. La crisis moral ha llevado a la crisis económica y social que el mundo está viviendo actualmente. Hay quien se engaña creyendo que se puede poner remedio a esta crisis adoptando las mismas líneas de acción y transitando los mismos caminos que el popularismo. Se ha jugado con la moneda y las divisas, con la especulación financiera, con las estafas del Estado (no pagando las deudas y no reembolsando las obligaciones). Se ha teorizado el recurso a la doctrina económica keynesiana, incentivando la inversión pública (con frecuencia inútil). Se ha creído (y se cree) resolver la crisis, por lo menos la socio-económica, tanto aumentando la deuda pública como aplicando una «economía de mercado» que habría debido crear (pero no lo creó) un nuevo bienestar, recurriendo a artificios normativos inmorales para pagar a los acreedores las deudas de los deudores (piénsese, por ejemplo, en las novaciones de la normativa bancaria y, en particular, el llamado bail in o rescate).

En pocas palabras, el «popularismo» ha deseducado al pueblo, o mejor, ha contribuido a construir una forma mentis popular para la que sólo habría derechos (identificados erróneamente con las «pretensiones») pero no deberes. Pero en el momento en que la realidad no permite satisfacer todas las pretensiones, nace el descontento individual, premisa del social. El descontento social se «recoge» por distintos movimientos que, distintos en el nombre pero parecidos si no idénticos en la sustancia, «encauzan» la protesta, prometiendo de palabra soluciones fáciles (e incluso milagrosas) en continuidad con la doctrina del «popularismo»: mantenimiento del Estado del bienestar (animalesco), garantía del consumismo, conservación del Estado providencia, etc. Hasta las reformas se proponen en función «conservadora» de una condición, una costumbre o una mentalidad. Pero las reformas no producen un cambio efectivo de la crisis y de la situación creada por la teoría del «popularismo», sino que, antes al contrario, la agravan. En este sentido, hay cambio pero no en el surco de la discontinuidad: el cambio se traduce generalmente en empeoramiento de la situación económica y social, pero sobre todo de la moral. Las reformas «bandera», en efecto, son las ligadas al desorden ético, propugnado por el laicismo y la «libertad negativa»: piénsese, por ejemplo, en la normativa positiva sobre el derecho de familia, el «matrimonio» entre personas del mismo sexo, los «derechos» de los animales codificados en algunos países de la Europa septentrional.

El «populismo» no se sitúa contra el «popularismo» sino en relación de continuidad con él. Esto no significa que no presente también características nuevas, tanto de método como de sustancia.

En lo que respecta al método el «populismo» se distingue del «popularismo» sobre todo por su –si puede llamarse así– desentendimiento (al menos aparente) doctrinal. Su programa de acción no se presenta de manera positiva sino vagamente. Se deja a sus seguidores la determinación del contenido: todos pueden «creer» compartidas sus protestas y, sobre todo, buscados sus deseos e intereses. La misma adopción del nombre adoptado por los movimientos populistas responde a tal mentalidad. No se dice, en efecto, lo que se quiere o se puede. Y lo genérico del nombre no comunica nada, sirve sólo para capturar y dominar a la opinión pública. Pensemos en «Podemos»: el nombre nos dice solamente que se puede pero no qué se puede. La finalidad del poder, que por su naturaleza es instrumental, puede determinarse libremente por la fantasía de cada uno. Esto es, la tal finalidad se deja deliberadamente en penumbra, y así todos pueden imaginar que el programa (que es necesariamente la propuesta de realización de una teoría) es precisamente el «querido» por quien se adhiere al movimiento para protestar contra la falta de acogida de sus pretensiones y de realización de sus deseos y proyectos.

El método escogido no se halla en contradicción respecto a la sustancia. El «populismo», como ya se ha apuntado, es el intento de realización radical del popularismo. Debe por tanto dejar espacio a la «libertad negativa» que, coherentemente, reclama no ser limitada: cualquier indicación programática (dependiente de una doctrina que está en su base) sería una elección en positivo, esto es, un «vínculo» tanto para el movimiento como para el individuo que lo sostiene. La acción, también la acción «política», por eso, no debe tener –se dice– una finalidad apriorística: la acción no debe (absurdamente) ser guiada por el pensamiento ni en su obrar debe considerarse su naturaleza. La acción, a la luz de la doctrina de la «libertad negativa», gozaría o debería siempre gozar de primacía sobre el pensamiento: el obrar precede y determina al pensamiento. Se trata de la nueva teoría del nihilismo, para la que –según palabras de Rorty[41]– la democracia (entendida como fundamento del gobierno) debería primar siempre sobre la filosofía, o lo que es lo mismo, sobre la verdad y la justicia.

El nihilismo del «populismo» es, por tanto, verdaderamente radical incluso si los movimientos que pueden ser definidos propiamente como tales presentan algunos aspectos distintos. «Podemos» en España, el «Movimento 5 Stelle» en Italia o «Syriza» en Grecia, por mencionar sólo algunos y todos europeos, al estar ligados a situaciones contingentes, no son absolutamente idénticos. Pero tienen un mínimo común denominador que, en verdad, caracteriza también a las demás fuerzas políticas contemporáneas, oscilantes entre el «popularismo» y el «populismo». Es cierto que se pueden señalar aspectos concretos que permiten legitimar algunas «lecturas» particulares. Así, por ejemplo, se puede advertir una caracterización mayormente «radical» en el «Movimento 5 Stelle» y vagamente marxista en «Syriza». Como se puede discutir si «Podemos» tiene más bien raíces vetero-marxistas que liberales (aun de masa). «Lecturas» similares aparecen a veces como instrumentales y parecen utilizadas a fin de hacer parecer a algunos partidos como más coherentes (y por tanto preferibles) que los neonatos movimientos populistas. Así, por ejemplo, el diario El País puede exhibir las raíces marxistas de «Podemos» para destacar la caracterización radical del PSOE[42].

Es cierto que también han surgido otras interpretaciones conservadoras del «populismo», al que augura «el destino de una democracia verdadera en el espacio europeo»[43]. El argumento es ingenioso, pero ciertamente maniqueo[44]: la historia política de los últimos siglos, a partir de la Ilustración, se entiende como el conflicto de lo universal contra lo particular, de las elites contra el pueblo, de la razón contra los idiotas (en el sentido griego del término), de la mundialización contra el arraigo, en fin, de la democracia universal contra las democracias nacionales, de las oligarquías contra el populismo. Se comprende, pues, que éste sea hoy un insulto: insulto a la inteligencia, a la igualdad abstracta, a la emancipación o liberación, a las clases ilustradas. Para la interpretación conservadora se trata, pues, de levantar la injuria y demostrar que la ideología universalista emancipadora acarrea la destrucción de las raíces temporo-espaciales de la convivencia; de establecer, en el imperio de la democracia, la necesidad y la posibilidad de formas políticas que rescatan lo particular, el arraigo, el «comunitarismo»[45]. Así pues, el populismo no sería una ideología, ni constituiría un sistema: las corrientes populistas que aparecen doquier no son sino una «aglutinación de inconexos descontentos»[46], sin un evidente hilo conductor, con un discurso que se vale de un lenguaje provocador, descarnado, directo, incluso violento, como respuesta a la hipocresía reinante. La redefinición del populismo se impone por tanto como revalorización de un discurso que rechaza el individualismo y defiende los valores comunitarios de la familia, la empresa y la vida cívica; que, contra la expansión del Estado de bienestar o providencia, sostiene el trabajo como valor y la solidaridad cara a cara; que, en oposición al uniformismo de la mundialización, se apega a la identidad nacional, al nosotros contra los «otros», con un lenguaje moralizador de la política y de las costumbres. Entendido de esta manera, el «populismo» se confunde con el «comunitarismo», con la defensa del bien común universal-particular que es el arraigo, bien único de un común-concreto, bien común plural y discutible[47]. En tal sentido, el «populismo» es democrático, porque la democracia (el régimen que separa la política de la religión y de toda verdad dogmática) entroniza la conciencia y el juicio individuales y, por tanto, deja a la voluntad de todo el mundo la cuestión del bien. La democracia es así Aristóteles contra Platón, en la medida en que cada pueblo y cada individuo es capaz de juzgar cuál sea su bien.

Lecturas como las todas las anteriores no aciertan a captar sin embargo la esencia del «populismo». Vienen tocadas por un análisis superficial y están viciadas por finalidades «operativas».

En cuanto a las primeras no van al fondo y por lo mismo no identifican el común denominador del liberalismo, del radicalismo y del marxismo. Doctrinas todas que tienen en su base la «libertad negativa», tanto cuando reivindican la libertad a la autodeterminación absoluta del querer individual (liberalismo y radicalismo) como cuando lo hacen de la libertad como liberación en virtud del colectivismo (marxismo). Es cierto que todas estas doctrinas han sufrido una evolución hacia una forma de «animalismo» que invoca la liberación incluso respecto del instinto en nombre del «vitalismo», que representaría una liberación total de la «naturaleza», también de la «animal», dominada como es notorio por el instinto.

Respecto de las segundas no sólo distorsionan el pensamiento aristotélico, sino que desembocan en un individualismo/comunitarismo relativista. En primer término, su método maniqueo-dialéctico, a fuerza de simplificar exageradamente los conceptos y los procesos históricos, olvida los matices que tienen la importancia de aportar las diferencias. Reduce, además, los casos de «populismo» a la experiencia europea hodierna. Toda crítica de la democracia formalista, universalista, ilustrada (la crítica de los valores en boga) se convierte consiguientemente en «populismo», concepto que acaba siendo desfigurado y difuminado. Las buenas intenciones naufragan en un «populismo» sin contornos ni límites, que se confunde con expresiones democráticas comunitaristas y una seudo filosofía del arraigo, confuso cóctel de Michael Walzer, Edmund Burke, Simone Weil, Ralph Dahrendorf y Jean-Marie y Marine Le Pen[48].

El populismo constituye la conclusión coherente de las doctrinas políticas modernas, no su alejamiento de ellas o su traición. Pongamos otro ejemplo para probarlo: la «democracia virtual», que algunos de estos movimientos postulan, es la exaltación de la nación como «comunidad virtual»[49], que reclama la superación del individualismo y la renuncia a las preferencias personales a fin de realizar una integración en la colectividad. Es, pues, el camino que el radicalismo se ve forzado a recorrer para legitimar el poder y el derecho público. ¿No se trata de un nuevo descubrimiento y una actualización del «pueblo» como tercer estado según la definición del abate de Sieyès? En otras palabras: si el tercer estado lo es todo[50], si la nación es la única realidad que tiene todo el poder (pues sólo de ella deriva), si el individuo no cuenta en sí mismo sino tan sólo como miembro de la nación (de la «nación cultural» propia de las ideologías contemporáneas), se hace difícil ver en movimientos como «Podemos» raíces distintas de las de la Revolución francesa. El «conservadurismo» de nuestro tiempo, al carecer de categorías adecuadas para «leer» la experiencia con profundidad, se niega a ver la evidencia, y presenta el «colectivismo» como el enemigo que combatir. Un enemigo (aparentemente) nuevo y presentado como tal al objeto de confrontar la difusión y el avance del «populismo». Sin alcanzar a identificar en sus mismas premisas las razones de éste. Lo que le impide una oposición auténtica al «populismo».

 

8. Conclusión

Lo anterior no constituye sino un intento de lectura de un fenómeno «político» que se ha hecho evidente en los últimos años y que contiene modestamente sea una hermenéutica de nuestro tiempo, sea una diagnosis de la situación en que se encuentran los actualmente distintos países (y en particular los europeos).

El «pueblo», interpretado ideológicamente, ha conducido al «populismo». Pero éste no puede gobernar tanto porque se limita a recoger una serie de protestas que no tienen motivaciones homogéneas, como porque vuelve a poner erróneamente el bien común en la «libertad negativa» (aunque ejercitada de modo colectivo), del mismo modo –aunque con metodología parcialmente distinta– que antes hicieron el liberalismo y la democracia. La utopía y el nihilismo que lo animan constituyen su debilidad intrínseca y han de suponer el factor principal de su disolución. Todavía, sin embargo, es un fenómeno que estudiar y comprender.

 

[1] Cfr. Dalmacio NEGRO, El mito del hombre nuevo, Madrid, Encuentro, 2008.

[2] Juan Antonio WIDOW, El hombre, animal político. Orden social, principios e ideologías, 2.ª ed., Santiago de Chile, Editorial Universitaria, 1988, págs. 173 y sigs. Podríamos remitir también a la extensa obra de Juan Vallet de Goytisolo, que el propio Widow ha sintetizado muy acertadamente: «Las ideologías vistas por Vallet», Homenaje a Juan Berchmans Vallet de Goytisolo, vol. VI, Madrid, Junta de Decanos de los Colegios Notariales de España-Consejo General del Notariado, Madrid, 1988, págs. 763 y sigs. De aquél véase Juan VALLET DE GOYTISOLO, Ideología, praxis y mito de la tecnocracia, Madrid, Escelicer, 1971. Véase también, finalmente, José Pedro GALVÃO DE SOUSA, O Estado tecnocrático, Sao Pãulo, Saraiva, 1973. Sobre el asunto del «fin» o el «crepúsculo de las ideologías», hay un sintético status questionis en mis «¿Terminaron las ideologías? Ideología, realidad y verdad», Verbo (Madrid), núm. 439-440 (2005), págs. 767 y sigs., y «Tecnocracia como gobierno. Reflexiones sobre la teoría y la praxis en la España contemporánea», Verbo (Madrid), núm. 517-518 (2013), págs. 647 y sigs.

[3] Cfr. Juan Antonio WIDOW, «La revolución en el lenguaje político», Verbo (Madrid), núm. 177 (1979), págs. 773 y sigs.

[4] ARISTÓTELES, Tópica, II, 2, 110a 15-18; SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa contra gentes, I, 82, 2; De veritate, 4, 2. Cfr. Josef PIEPER, Werke, vol. III, versión castellana, Madrid, Encuentro, 2000, págs. 200 y sigs. El texto se llama «El filósofo y el lenguaje. Observaciones de un lector de Santo Tomás».

[5] Francisco CANALS, «Patrias, naciones y Estados en nuestro proceso histórico», Verbo (Madrid), núm. 155-156 (1977), págs. 733 y sigs.

[6] Josef PIEPER, Über die Schwierigkeit heute zu glauben, versión castellana, Madrid, Rialp, 1980, págs. 213 y sigs.

[7] Francesco GENTILE, Ordinamento giuridico tra virtualità e realtà, Padua, CEDAM, 2000, § 47, pág. 46, donde escribe a propósito del problema jurídico: «Ahora bien, la controversia no es conflicto sino medida dialéctica. No es conflicto: porque el objeto de conflicto es inmediatamente el dominio sobre la cosa o sobre la persona reducida a cosa. Esto, en efecto, es lo que persigue quien se encuentra en guerra […]. Es más bien medida dialéctica: porque el objeto de la controversia es el reconocimiento del derecho sobre la cosa que cada una de las partes reivindica como propia y persigue dialécticamente».

[8] Según el sentido, por ejemplo, de la afirmación de Sinibaldo de Fieschi, elegido posteriormente papa con el nombre de Inocencio IV: «Per plures melius veritas inquiritur».

[9] Cfr. Danilo CASTELLANO, Constitución y constitucionalismo, Madrid, Marcial Pons, 2013, capítulo III, «Constitución y democracia», especialmente págs. 91 y sigs.

[10] Véase, respecto de las doctrinas de Marsilio, José Pedro GALVÃO DE SOUSA, O totalitarismo nas origens da moderna teoria do Estado. Um estudo sobre o Defensor pacis de Marsílio de Pádua, São Paulo, Saraiva, 1970. Y, en relación con las vicisitudes de su protector, Ricardo GARCÍA VILLOSLADA, S. J., y Bernardino LLORCA, S. J., Historia de la Iglesia Católica, tomo III, 2.ª ed., Madrid, BAC, 1967, págs. 77 y sigs.

[11] Véase la explicación, aguerrida, de José Antonio ULLATE, «El nacionalismo y la metamorfosis de la nación», Fuego y Raya. Revista Semestral Hispanoamericana de Historia y Política (Córdoba de Tucumán), núm. 2 (2010), págs. 87 y sigs. Si bien se cuida el autor de precisar que «ese uso [el de la nación como causa material de la comunidad] no es el primario ni el principal y más bien resulta una ampliación moderna en la línea del uso clásico» (págs. 90-91).

[12] Cfr. Marcel CLÉMENT, Enquête sur le nationalisme, París, NEL, Nouvelles Éditions Latines, 1957, pág. 23. Es también muy interesante, aunque apunta a otras cuestiones, el trabajo de Danilo CASTELLANO, «La nazione legitima lo Stato e il diritto pubblico? Appunti sulla identità come presupposto fondativo del potere politico», en Vanda FIORILLO y Gianluca DIONI, Patria e nazione. Problemi di identità e di appartenenza, Milán, Franco Angeli, 2013, págs. 59 y sigs. También contiene algunos elementos útiles a este propósito el capítulo 1 de mi El Estado en su laberinto. Las metamorfosis de la política contemporánea, Barcelona, Scire, 2011.

[13] Cfr. TITO LIVIO, Ab Urbe condita libri II, 16, 32, 33.

[14] GAYO, Institutiones, I, § 4-7.

[15] CICERÓN, De re publica, I, 25-39, así como I, 26, 41-42.

[16] Esa distinción entre el consensus iuris y el «contrato social» recibe una singular prolongación en la oposición entre el pactismo histórico de la Edad media y el contractualismo racionalista moderno. Véase AA.VV., El pactismo en la historia de España, Madrid, Instituto de España, 1980, en particular la contribución de Juan Vallet de Goytisolo. Y también mi «Derecho y derechos. De la Carta magna al postconstitucionalismo», Verbo (Madrid), núm. 533-534 (2015), págs. 247 y sigs. No se olvide la ausencia de «Estado» (moderno) en Roma, según la explicación de Álvaro D’ORS, Ensayos de teoría política, Pamplona, EUNSA, 1979, págs. 57 y sigs.

[17] La explicación, que seguimos, es de Danilo CASTELLANO, «Il “popolo” tra realtà e definizioni», Hermeneutica (Urbino), 2013, págs. 59 y sigs., 67.

[18] Ibid., pág. 68.

[19] Un excelente telón de fondo es el de Juan VALLET DE GOYTISOLO, «El derecho romano como derecho común de la Cristiandad», Verbo (Madrid), núm. 111-112 (1973), págs. 93 y sigs.

[20] Se trata, en efecto, de la construcción de un Estado erigido solamente sobre sí mismo. Véase Manuel GARCÍA-PELAYO, El reino de Dios, arquetipo político (Estudio sobre las formas políticas de la Alta Edad Media), Madrid, Revista de Occidente, 1959, pág. 224. Aunque se ha discutido mucho sobre la modernidad de Marsilio, sigue pareciendo más fundada la tesis que la afirma. Cfr. Bernardo BAYONA, «El periplo de la teoría política de Marsilio de Padua por la historiografía moderna», Revista de Estudios Políticos (Madrid), núm. 137 (2007), págs. 113 y sigs., donde describe y valora valora las distintas posiciones.

[21] Danilo CASTELLANO, «Il “popolo” tra realtà e definizioni», loc. cit., págs. 68-69.

[22] In Primam Digesti Veteris Partem Commentaria, Venetiis, 1599, D. 1. 1. 7, f. 12 vb, n. 4.

[23] Cfr. Francisco ELÍAS DE TEJADA, «Premisas generales para una historia de la literatura política española», Verbo (Madrid), núm. 261-262 (1988), págs. 71-72. El texto, preliminar de una Historia de la literatura política en las Españas, lo terminó el autor entre 1951 y 1952, y sólo se publicó póstumamente (por la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, en tres volúmenes, el año 1991) porque el autor no admitió algunas mutilaciones impuestas por la censura de la época. Tanto ese texto como el de Juan VALLET DE GOYTISOLO en que –en cabeza de la edición de la obra– lo explica, «Los inéditos de Francisco Elías de Tejada», Verbo (Madrid), núm. 261-162 (19889, págs. 37 y sigs., se publicaron anticipadamente en las páginas de Verbo. Por eso los hemos citado por esa edición.

[24] Los iuspositivistas contemporáneos también definen el «pueblo» como el conjunto de los ciudadanos. Definición que parece la misma que la de Gayo, pero que no guarda en verdad proximidad alguna puesto que el romano no hacía depender la ciudadanía de la soberanía del Estado.

[25] Cfr. Jean Jacques ROUSSEAU, Du contrat social, l. II, c. X.

[26] Georg Wilhelm Friedrich HEGEL, Enzyklopädie des philosophinschen Wissenschaften im Grundrisse, § 549.

[27] Ibid.; Santi ROMANO, L’ordinamento giuridico (1917), vers. castellana, Madrid, IEP, 1963. El autor francés Maurice Hauriou, precedente de Romano, expone una concepción más amplia y menos ceñida de la institución.

[28] Cfr. Emmanuel-Joseph de SIEYÈS, Qu’est-ce que le Tiers-Etat? Essai sur les privileges, vers. castellana, Madrid, Alianza Editorial, 1989. Entre la concepción estatal-positivista y la democrática se dan, pues, algunos contrastes. Piénsese, si no, en la observación de Carl Schmitt de que el poder constituyente del «pueblo» está por encima de cualquier norma constitucional. De ahí debería lógicamente seguirse el rechazo de la tesis hegeliana y luego positivista de «pueblo», y la contraposición de éste con el Estado. Por donde volveríamos a Sieyès. Véase Carl SCHMITT, Verfassungslehre, versión castellana, Madrid, Alianza, 1982, pág. 111. Danilo CASTELLANO, Racionalismo y derechos humanos. Sobre la anti-filosofía político-jurídica de la modernidad, versión castellana, Madrid, Marcial Pons, 2004, págs. 47 y sigs.

[29] La expresión la ha difundido entre nosotros el profesor Dalmacio Negro. Cfr. por ejemplo, «La democracia partidocrática: ideologías e instituciones», en Miguel AYUSO (ed.), Política católica e ideologías. Monarquía, tecnocracia y democracias, Madrid, Itinerarios, 2015, págs. 40 y sigs.

[30] Louis SALLERON, Le cancer socialiste, París, DMM, 1983; Juan VALLET DE GOYTISOLO, «La socialdemocracia», Verbo (Madrid), núm. 212-212 (1983), págs. 141 y sigs.

[31] Véase, entre otros, para una caracterización del pueblo como clase social, Francesco MERCADANTE, Eguaglianza e diritto di voto. Il popolo dei minori, Milán, Giuffrè, 2004.

[32] La teorización de la política como «ciencia» (entendida, claro está, en el sentido moderno), como la teorización de la disolución del Estado (moderno) en tal proceso se deben a Arthur F. BENTLEY, The process of Government, Chicago, Chicago University Press, 1908. La política sería su «devenir», su hacerse efectivo tal y como viene determinado por los grupos de presión y los intereses concretos. Sobre la concepción moderna de ciencia, aplicada a la política, pueden verse los estudios de Danilo CASTELLANO, La naturaleza de la política, Barcelona, Scire, 2006, págs. 12-13, y Frederick D. WILHELMSEN, Los saberes políticos. Ciencia, filosofía y teología políticas, Barcelona, Scire, 2006, págs. 33 y sigs. Sobre la doctrina politológica siguen resultando interesantes las páginas pocas aunque claras de Alessandro PASSERIN D’ENTRÈVES, La dottrina dello Stato, 2.ª ed., Turín, Giappichelli, 1967, págs. 91 y sigs.

[33] Véanse de nuevo las consideraciones de Danilo CASTELLANO, «La (nueva) democracia “corporativa”», en Miguel AYUSO (ed.), Política católica e ideologías. Monarquía, tecnocracia y democracias, cit., pág. 61 y sigs.

[34] Cfr. Miguel AYUSO (ed.), El bien común. Cuestiones actuales e implicaciones político-jurídicas, Madrid, Itinerarios, 2013. La noción de bien común pertenece al acervo de la filosofía clásica y, en concreto, constituye la piedra angular de la llamada filosofía de las cosas humanas. Como perfección última de un todo, puede ser trascendente o inmanente respecto del mismo y, aunque en rigor sólo Dios es el bien común trascendente, todos los demás bienes comunes finitos son participación de la bondad absoluta del Bien en sí. El bien común temporal, por su parte, consiste en la vida social perfecta. De la noción que se tenga, pues, del bien común deriva necesariamente el concepto de política: principalmente, en primer término, si estamos ante un facere (la política como técnica de servicios) o un agere (la vida virtuosa del bien común) y, en segundo lugar, si el bien común tiene primacía de intención o por el contrario está subordinado respecto de los bienes particulares. Sólo, pues, con una visión correcta del bien común alcanzamos la política digna de tal nombre (en sentido clásico), mientras que con sus versiones desnaturalizadas (defectuosas, excesivas o simplemente retóricas) hoy corrientes sólo se alcanza una inevitable despolitización de los pueblos. Cfr. Félix A. LAMAS, «El bien común político», en Miguel AYUSO (ed.), De la geometría legal-estatal al redescubrimiento del derecho y de la política. Estudios en honor de Francesco Gentile, Madrid, Marcial Pons, 2006, págs. 305 y sigs.

[35] Danilo CASTELLANO, «¿Qué es el bien común?», en Miguel AYUSO (ed.), El bien común, cit., págs. 13 y sigs.

[36] Miguel AYUSO, «Una introducción a la postmodernidad políticojurídica desde el derecho constitucional», Cuadernos Constitucionales de la Cátedra Fadrique Furió y Ceriol (Valencia), núm. 18-19 (1997), págs. 5 y sigs.

[37] En ese cuadro cultural he ubicado el análisis de los fenómenos políticos, y en particular del Estado y la Constitución. Puede verse, respecto del primero: ¿Después del Leviathan? Sobre el Estado y su signo, Madrid, Speiro, 1996; ¿Ocaso o eclipse del Estado? Las transformaciones del derecho público en la era de la globalización, Madrid, Marcial Pons, 2005; El Estado en su laberinto. Las transformaciones de la política contemporánea, cit. Y en cuanto a la segunda: El ágora y la pirámide. Una visión problemática de la Constitución española, Madrid, Criterio, 2000, y Constitución. El problema y los problemas, Marcial Pons, Madrid, 2016.

[38] Hace años el profesor Danilo Castellano ilustró los términos de la cuestión en su ponencia a la XXXV Reunión de Amigos de la Ciudad Católica (1996). El texto, publicado en el número 349-350 (1996) de la revista Verbo, ha sido después recogido en los volúmenes del autor L’ordine della politica (Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 1997, págs. 43 y sigs.) y el ya citado La naturaleza de la política (págs. 65 y sigs.).

[39] Piénsese en Marcello PERA, Perché dobbiamo dirci cristiani, Milán, Mondadore, 2008, pág. 7. Libro encabezado por una carta que dirige al autor Josef Ratzinger, no claro está en su condición de Papa, ni probablemente de doctor privado, pero igualmente inconveniente en su sostén de una tesis errónea, como es la de que «el liberalismo tiene raíces cristianas». Por desgracia, no es la única vez en que la sombra de Locke se ha hecho presente tras la figura doctoral, purpurada o aun pontifical del papa alemán. Véase Miguel AYUSO (ed.), El pensamiento político de la Ilustración ante los problemas actuales, Santiago de Chile, Editorial Fundación de Ciencias Humanas, 2008, págs. 35 y sigs., en particular el capítulo 1, dedicado a Locke. Sobre éste, veáse Juan Fernando SEGOVIA, La ley natural en la telaraña de la razón. Ética, derecho y política de John Locke, Madrid, Marcial Pons, 2014.

[40] Se trata de la libertad que no tiene otro criterio que la misma libertad, esto es, que no tiene ningún criterio. Es una categoría difundida en los últimos decenios por el profesor Danilo Castellano. Puede verse sobre el mismo, Miguel AYUSO (ed.), La inteligencia de la política. Un primer homenaje hispánico al profesor Danilo Castellano, Madrid, Itinerarios, 2015.

[41] Richard RORTY, «La primacía de la democracia sobre la filosofía», en Gianni VATTIMO (ed.), La secularización de la filosofía. Hermenéutica y posmodernidad, Barcelona, Gedisa, 1992, págs. 31 y sigs. Véase el original, «The priority of democracy to philosophy», en el volumen del autor Objectivity, relativism and truth. Philosophical papers, vol. I, Cambridge, Cambridge University Press, 1990, págs. 175 y sigs.

[42] El País (Madrid), 1 de febrero de 2016.

[43] Chantal DELSOL, Populisme. Les demeurés de l’histoire, Perpiñán, Éditions Du Rocher, 2015, pág. 259.

[44] Cfr. Juan Fernando SEGOVIA, «recensión» al libro recién citado de Chantal Delsol, Verbo (Madrid), núm. 535-536 (2015), págs. 547-549.

[45] Cfr. Danilo CASTELLANO, «De la comunidad al comunitarismo», Verbo (Madrid), núm. 465-466 (2008), págs. 489 y sigs.; Miguel AYUSO, «El comunitarismo frente a la comunidad», Verbo (Madrid), núm. 521-522 (2014), págs. 115 y sigs.

[46] Chantal DELSOL, op. cit., págs. 95 y 181-182.

[47] Ibid., págs. 103-135.

[48] Juan Fernando SEGOVIA, loc. cit.

[49] Como, a propósito de «Podemos», escribe Guy SORMAN, «Populismo», ABC (Madrid), 8 de febrero de 2016.

[50] Emmanuel-Joseph de SIEYÈS, Qu’est-ce que le Tiers-Etat? Essai sur les privileges, cit., págs. 85 y 90.