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El populismo en Hispanoamérica: una lectura diferente. Con especial referencia al caso chileno

CUADERNO: PUEBLO Y POPULISMOS. LOS DESAFÍOS POLÍTICOS CONTEMPORÁNEOS

 

1. Introducción: orfandad y anarquía

Es conocida la tesis de Jaime Eyzaguirre sobre la orfandad política de los pueblos hispanoamericanos. El populismo, tan recurrente desde los inicios de la independencia, puede leerse como un síntoma, pero también una alternativa a tan oneroso destino. Alternativa que, sin embargo, no constituye una real salida al problema sino un cierre fatal a la agraviada vida institucional de nuestras naciones.

Detengámonos en algunos detalles. Sobre el origen de la orfandad política, anota Eyzaguirre en su Hispanoamérica del dolor: «La independencia de Hispanoamérica cortó los vínculos políticos de nuestros pueblos y los precipitó en la desintegración, cuando no en la lucha a muerte de unos contra otros».

Es una tesis provocadora, pero a nivel descriptivo fue comprobada una y otra vez durante el siglo XIX en la llamada por Portales «anarquía hispanoamericana».

El mismo Bolívar lamentaba el año 1829: «Hemos ensayado todos los sistemas y ninguno resultó eficaz. México cayó. Guatemala está destruida, hay nuevas revoluciones en Chile. En Buenos Aires mataron al presidente. Bolivia ha tenido tres presidentes en cinco días y dos de ellos fueron asesinados. Todo se aleja cada vez más de esta tierra condenada a destruirse a sí misma»[1].

Pero en las primeras décadas del siglo XIX no sólo hay disgregación de la antigua «Patria grande», el extenso, mestizo y cordial territorio de las Españas americanas. Continúa Eyzaguirre: «A la desarticulación del cuerpo siguió el rechazo de la antigua alma colectiva y la búsqueda afanosa de la razón de vivir en fuentes exóticas. Con orgullo infantil el hispanoamericano dio de espaldas a una historia que estimó en definitiva agotada y sin discernimiento no supo diferenciar lo que podía haber de circunstancial y pasajero, de aquello que era realmente eterno y vital en la propia cultura»[2].

La dispersión de la unidad sobresaliente fue acompañada por un evanecer de la propia identidad cultural. Un vuelco de espalda a la propia génesis, un aparentar recomenzar de cero, una infeliz copia de regímenes ajenos. Al respecto, Octavio Paz afirma que la historia hispanoamericana es «la del hombre que busca su filiación, su origen […] cruza […] como un cometa de jade, que de vez en cuando relampaguea. En su excéntrica carrera ¿qué persigue? Va tras su catástrofe: quiere volver a ser sol, volver al centro de la vida de donde un día –¿en la Conquista o en la Independencia?– fue desprendido. Nuestra soledad tiene las mismas raíces que el sentimiento religioso. Es una orfandad, una oscura conciencia de que hemos sido arrancados del Todo y una ardiente búsqueda: una fuga y un regreso, tentativa por restablecer los lazos que nos unían a la creación»[3].

Orfandad política. Orfandad cultural en lo relativo a la propia identidad, al respeto por el propio origen. Ello explica los duros términos utilizados por Vasconcelos: «Nuestras naciones surgirán a la vida independiente como los restos de un naufragio, no como la obra de la virilidad y la madurez. Cada nación iberoamericana, si se exceptúa Brasil, aparece como un aborto más bien que como un fruto. La madre enferma que era España no tuvo poder para arrojar de tierras y mares a los agentes ingleses que nos urgían a la discordia, y salimos a la vida obligados por los fórceps de la tierra extranjera, antes que el pellejo adquiriese consistencia»[4].

 

2. Las consecuencias político jurídicas

Las consecuencias político jurídicas no se dejaron esperar. Bravo Lira sostiene que el Estado de derecho, como fenómeno histórico de sujeción del poder político al derecho, entra entonces en una honda crisis que perdura hasta los días de hoy. Sus síntomas son del todo conocidos: la inestabilidad de los gobiernos hispanoamericanos y la indefensión de los gobernados[5].

A juicio de Eyzaguirre, no podrían ser otros los resultados, si se parte de la base que el desarrollo político en Hispanoamérica a partir del siglo XIX –el republicanismo en forma– no se dio como un continuo de crecimiento y evolución, sino como una semilla de implantación artificial: «En lugar de saciarse en la raíz de los viejos fueros y de los altivos Consejos castellanos, abolidos por el absolutismo, y que eran las más antiguas y más grandes manifestaciones de libertad en Occidente, (Hispanoamérica) se echó en brazos franceses e ingleses, para calcar sobre estos modelos su vida política»[6]. Más aún. La servil imitación de lo extranjero operó en dos mundos, el oficial de las instituciones políticas y el real de la vida popular, colocando todas las esperanzas en el desarrollo del primero: «Nuestra estúpida América de la apostasía vio en el federalismo yanki, el jacobinismo francés y el parlamentarismo británico, otros tantos talismanes que la sacarían sin esfuerzo de su notoria ruindad. Y apenas logró robar la burda costra exterior sin llegar al alma de esos pueblos que mientras tanto seguían fieles a su propia y legítima evolución»[7].

Carlos Pereyra, en su monumental Historia de la América Española, siguió análoga línea. Y sostuvo, en definitiva, que «la historia es presencia de almas, no solamente rememoración externa de hechos materiales». Por lo que era necesario destacar «la grandeza ignorada o negada» del pasado hispanoamericano, impresionante movimiento de expansión que quedó truncado[8].

El problema de Hispanoamérica no radicó sólo en dar la espalda al propio pasado y en imitar servilmente los modelos extraños, con la sabida problemática de la pérdida de identidad y la falta de enraizamiento de las instituciones políticas. Existió algo más grave en todo esto. Y es que dichos modelos pertenecieron a los ideales políticos del racionalismo europeo, muy difícil de armonizar con el imaginario y la forma de vida barroca, propias de la mentalidad hispánica[9]. De ahí la trasformación del pueblo en «electorado anónimo» y el carrusel de constituciones escritas que nunca terminaron de afianzarse, porque en un tiempo u otro no acertaron a expresar la propia constitución histórica[10].

En el declinar de la modernidad racionalista[11], hay quienes opinan que el defecto puede convertirse en ventaja[12]. Sobre todo si se tiene en cuenta que las instituciones políticas modernas fueron «sucedáneos más o menos bien intencionados pero más o menos impotentes» para sujetar el poder político a un derecho anterior y superior al Estado[13].

 

3. La excepción chilena

Chile constituyó, sin embargo, una excepción. Al menos desde la interpretación histórica que seguimos. Nuestro país representaría una singularidad en el contexto hispanoamericano en razón de su multisecular estabilidad política. La tesis es que dicha estabilidad «no se debe ni a los constitucionalistas ni menos a la imitación extranjera. Tiene raíces más antiguas y más hondas en sus instituciones propias», que han encarnado el ideal del poder sujeto al derecho desde la época indiana[14]. Es lo que Edwards llamó el «ideal jurídico de Estado», que pervivió a la independencia[15], y que de modo acertado plasmaron hombres como Bello y Portales. Chile sería la única república –junto al Brasil imperial– que logró reconstituirse de un modo más o menos permanente[16].

Este es el eje en el que debe pensarse el populismo en Hispanoamérica. Constituye, como dijimos, una respuesta a la artificialidad del racionalismo político implantado en América y un síntoma de su falta de arraigo. Vamos a examinar el populismo en general, para luego esbozar muy brevemente su perspectiva de desenvolvimiento en Chile.

 

4. El populismo

El populismo parece hoy un fenómeno recurrente que por oleadas invade y se retira del espacio político hispanoamericano cada vez que se percibe una crisis institucional. Como tales crisis son muy frecuentes, no se ha podido definir si el populismo forma parte de ellas, o es una respuesta distinta que incoa a su vez otro tipo de crisis, con sus singulares características anti-institucionales.

En el ámbito de las ciencias jurídicas y políticas, dos aproximaciones han contaminado el estudio del populismo: la neo-marxista y la liberal. Ambas son reduccionistas.

Las aproximaciones de corte neo marxistas –grosso modo, las que dependen o son condicionadas por este tipo de metodologías– ven en el populismo un fenómeno característico de pueblos por definición oprimidos por estructuras político-sociales por definición alienantes. En tal contexto, el populismo se interpreta unívocamente como parte de un proceso de liberalización o emancipación. Dicho proceso emerge cuando las naciones latinoamericanas toman conciencia de la corrupción y la desigualdad que impone la democracia liberal y capitalista.

La aproximación neo marxista reduce el populismo a una simple fórmula de clases y a una política de re-distribución de las riquezas[17]. El problema es que el fenómeno es mucho más complejo. Hay populismos que no se anclan en la desafiliación social, ni tienen mucho que ver con los pre-conceptos que siguen el paradigma de una masa alienada por el trabajo asalariado. De hecho, el desarrollo del capitalismo en Hispanoamérica ha permitido en las últimas décadas el ascenso de una amplia clase media, consolidada en el estilo de vida del consumo y del ascenso económico. El neo-populismo de retórica «neo-liberal» (Collor de Melo, Menem, Fujimori, Bucaram, etc.) corre por cuerda separada sin que la interpretación neo-marxista pueda dar una explicación coherente de su realidad. Tampoco puede hacerlo con el llamado neo-populismo de retórica «radical» (Chávez, Morales, Kirchner, Correa, Lugo, etc.), más vinculado al caudillismo de personalidades locales que a la planificación ideológica y al internacionalismo revolucionario[18].

La aproximación liberal cae en el defecto opuesto. El considerar el populismo como un epifenómeno siempre marginal, anormal, ajeno al papel que le corresponde al pueblo en el marco de la democracia representativa. El problema aquí no es el populismo, sino el asumir sin cuestionamientos la teoría democrático liberal. Pues, entonces, la ciencia política se vuelve guardiana del sistema sin ser capaz de alcanzar sus defectos y explicar sus puntos negros.

Y es así como gran parte de la ciencia política durante el siglo XX no ha sabido explicar el fenómeno del populismo. Habiendo desarrollado sus estructuras conceptuales y metodológicas en torno a las instituciones de la democracia liberal, sus estudios se dirigen a mantener la institucionalidad política existente[19], por lo que cualquier movilización de masas que amenace dicha institucionalidad le parece algo ajeno, sin lógica, irracional, demagógico, autoritario, o simplemente «reñido con la democracia», como sostiene ingenuamente el norteamericano Weyland[20].

Ante el populismo, la aproximación liberal clama como el llanto de las antiguas plañideras. Son más bien quejas por una institucionalidad herida, que descripciones más o menos objetivas de la realidad. Los liberales aún creen que los partidos políticos tradicionales deben tener la capacidad de monopolizar los mecanismos de representación política. Todavía piensan que las reglas y procedimientos impersonales de institucionalización del poder han eliminado el ansia de autoridad carismática. Lo contrario, les parece una herejía.

El populismo es, en realidad, un fenómeno multiforme que primero conviene describir y posteriormente valorar.

Casullo trae diversos marcos conceptuales a partir de los cuales puede comprenderse el populismo. Los referimos a continuación[21]:

a) Definición económica: entiende el populismo como «una cierta fórmula de política pública basada en la redistribución excesiva de recursos (ya sean monetarios o en forma de bienes públicos), aun sabiendo que esta política no es sustentable en el mediano plazo». Para esta visión, el populismo es un peligro en la medida en que constituye un obstáculo para el desarrollo económico de los países emergentes, y concluye habitualmente con una mala gestión en la administración del Estado[22].

b) Definición social: el populismo se lee como un movimiento de base obrera industrial, liderado por un personaje carismático proveniente de las clases altas o medias altas, que lucha contra la proletarización y la desafectación social, resultado de la modernización económica del primer capitalismo[23].

c) Definición política: el populismo no tiene necesariamente una determinada composición de clases. Los hay distribucionistas y estatistas, pero también privatistas y neoliberales. Los hay, en fin, sin clasificación determinada. En el fondo, el populismo, es una estrategia política, «una manera específica de competir y ejercer el poder». Es un fenómeno que se mueve en la esfera de la dominación del poder, no de la distribución de los recursos. Toda la retórica anti-élite, o, según los casos, las políticas socio-económicas estatistas (o no), son instrumentos para alcanzar dicho poder[24]. El populismo equivale, en definitiva, a un modo tramposo de utilizar los mecanismos democráticos, a una estrategia política caracterizada por la manipulación y la demagogia, o en lo mínimo, una táctica electoral de líderes carismáticos y ambiciosos[25].

d) Definición discursiva: el populismo, según Ernesto Laclau, es una práctica democrática, tan válida como las restantes. Se caracteriza por articular «un tipo de discurso polí- tico preformativo que tiene como objetivo la formación de identidades políticas mediante la dicotomización discursiva del campo político entre un nosotros y un ellos». La dimensión político-discursiva prima sobre cualquier otro anclaje, incluso sobre las dimensiones sociológicas y económicas. El populismo se presenta como un tipo de movilización antisistema[26].

e) Definición ideológica: De acuerdo con Cas Mudde, el populismo es una forma de ideología. Una «ideología no densa que considera que la sociedad se divide en dos campos homogéneos y antagonistas: el pueblo puro y la élite corrupta, y que sostiene que la política debe ser la expresión de la volonté générale». Rovira Kaltwasser agrega que «tanto pueblo como élite no son entidades esenciales sino comunidades imaginadas que se construyen de manera muy diferente según de qué experiencia populista se trate, en espacio y lugar determinados»[27]. Es decir, estaríamos frente a una ideología formal, más que de fondo, caracterizada por un maniqueísmo retórico, como medio para alcanzar el poder. Lo esencial aquí, según Casullo, es el discurso antagonista y dicotomizante[28].

f) Definición cultural: El populismo es visto como un fenómeno de cultura política. De acuerdo a Pierre Ostiguy se identificaría con «aquellas formas que apelan a lo bajo en política, es decir, aquellas que involucran la utilización en política de modos de sociabilidad y modos estéticos de las clases populares». El populismo no se define, entonces, por emplear políticas públicas específicas, o por basarse en uniones de clases, sino por la «activación política de aquellas marcas que segregan culturalmente, en un contexto concreto y geográficamente situado, a las clases populares». El populismo sería entonces, en lo fundamental, una forma de activación política de la cultura popular[29].

g) Definición funcional: El populismo adopta, en parte, todas las características anteriores, según los tiempos y lugares, por lo que no puede definirse en exclusiva por ninguna de ellas. Incorpora, en efecto, estrategias electorales propias de liderazgos ambiciosos y carismáticos, incluso maquiavélicos; profesa cierto discurso antagonista y dicotomizante; se presenta, en diverso grado, como movimiento anti-sistema; activa políticamente la cultura popular en sus reacciones menos reflexivas. Todos estos elementos permiten caracterizar el populismo como un tipo de práctica política que combina tres denominadores comunes, según la propuesta de Casullo: «a) un pueblo, es decir, un público movilizado, que coalesce como tal alrededor del liderazgo personal de un b) líder carismático, y que se involucra activamente en c) prácticas de acción colectiva movilizantes y antagonistas»[30].

Hay una interacción entre estos tres elementos de tal manera que no existe uno sin el otro. De ahí la importancia, deducimos nosotros, de un discurso y de un imaginario dispuestos a crear un «líder», un «pueblo» en función de él, y una acción movilizante que los una y los nutra.

El populismo no sería, de acuerdo con esta perspectiva, «un fenómeno híbrido o residual sino un fenómeno específico de la democracia»[31].

En este plano, Kitschelt caracteriza el discurso populista con las notas de personalista, emocional, inclusivo, movilizante, anti-élite e inestable. Se diferencia así, nítidamente, del discurso democrático típico, que es programático, institucional, estable e ideológico[32].

Ambos serían variables de la práctica democrática. Si la ciencia política contemporánea no lo ha visto así, al extremo de considerar el populismo como un atavismo premoderno o una amenaza a la democracia, es porque aquélla «se encuentra comprometida normativamente con el proyecto político de la democracia pluralista, de manera un tanto similar a como la economía moderna se encuentra normativamente comprometida con el proyecto del libre mercado. […] No busca entender la política en sí, sino hacerlo con el objetivo normativo de defender la democracia liberal de partidos».

De ahí que la ciencia política contemporánea mire reductivamente la realidad a través del «par conceptual dicotómico democracia-autoritarismo, suponiendo que todos los regímenes políticos existentes deben poder subsumirse en una u otra de estas categorías excluyentes»[33]. Es claro. Si democracia es equivalente a régimen de partidos políticos, y de partidos políticos a la usanza clásica, no hay más alternativa que excluir el populismo de cualquier variante o fenómeno democrático. Frente a la democracia en forma, el populismo representa la más fatal de las distopías.

Superando estos condicionamientos, Casullo hace notar que el populismo entremezcla elementos liberales con antiliberales, por lo que, salvo que se identifique democracia con liberalismo, no se puede decir, de plano, que el populismo sea anti-democrático.

Afirma la autora que «el problema es que el populismo en tanto fenómeno político desafía cualquier intento de clasificación dicotómica. Por una parte, los regímenes populistas a menudo comparten características profundamente democráticas (expansión del voto, expansión de derechos, énfasis en democracia directa) con otras características autoritarias (énfasis en la autoridad personalista, tendencia a privilegiar la voluntad de la mayoría por sobre las libertades de las minorías). […] En la gran mayoría de los regímenes populistas se mantienen los aspectos de la democracia formal, tales como elecciones libres y el funcionamiento de los parlamentos, mientras que tienen una relación tirante con libertades políticas como la libertad de prensa»[34].

Pero, aun con estos defectos, para Casullo el populismo es un producto de la lógica democrática, dado que la «movilización populista obtiene su impulso de la propia promesa democrática de participación y soberanía universal sobre lo público; una promesa de actualización del poder soberano de la mayoría ya siempre presente en nuestras democracias»[35].

h) Definición histórica: es la que proponemos nosotros, a partir del marco teórico enunciado al inicio de este artículo. Nuestra tesis es que el populismo emerge como réplica, respuesta o alternativa a la crisis institucional de la democracia de partidos. Y como dicha crisis es habitual en Latinoamérica, el populismo hace parte del panorama generado por dicho régimen. El populismo es, dice Torres, «parte constitutiva de la democracia»[36].

Discutir si el fenómeno encaja o no con la teoría liberal de partidos, a fin de otorgarle la credencial de «democrática», es algo banal. La democracia como encarnación de la filosofía política de la modernidad no exige, en rigor, el funcionamiento de todas y cada una de las instituciones de la racionalidad liberal. La lógica de la democracia es la lógica de la soberanía popular, de la ampliación de la participación ciudadana en las decisiones colectivas, metas que el populismo parece satisfacer –al menos en un primer momento– de manera mucho más eficaz que el régimen de partidos.

Régimen que, por lo demás, ha sido ultrapasado, desnaturalizado o se encuentra en estado de caducidad dentro del propio sistema clásico, en la medida en que ni el Congreso, ni los partidos tradicionales, ni el sistema representativo, cumplen hoy, a cabalidad, la función que la teoría democrática les había asignado. La democracia de partidos se parece más a un régimen oligárquico donde grupos de ciudadanos se transfieren el poder unos a otros en nombre del pueblo. A tal régimen, mejor le conviene el nombre de «partitocracia», de acuerdo al conocido estudio de Fernández de la Mora[37].

Podríamos seguir por las vías del escepticismo democrático y afirmar que este sistema, tal como fue acuñado por la modernidad racionalista, nunca pudo realizarse. Es lo que opina el mismo filósofo español: «En una sentencia famosa, Lincoln definió la democracia como el gobierno por el pueblo. Tal modelo no ha existido y no existirá nunca. No es la descripción de algo real, ni la formulación de un ideal posible; es pura retórica. Los grupos humanos, tanto más cuanto más numerosos, sólo pueden ser gobernados por unos pocos»[38]. Ni siquiera en el lenguaje se puede llegar a un acuerdo fundamental, según hace ver Ortega y Gasset: «La palabra democracia ha quedado prostituida, porque ha recibido sobre sí los nombres más diferentes»[39]. Y Bergson remata con notable ironía: «La verdadera democracia es la comunidad de obediencia, libremente consentida, a la superioridad de la inteligencia y de la virtud»[40].

Si aceptáramos esta postura escéptica, tanto daría la democracia de partidos como el populismo: ambos no lograrían realizar el principio del gobierno del pueblo. Pero habría que aceptar, al contrario de lo que afirma la ciencia política liberal, que el populismo se halla más cerca de lograrlo, en cuanto su resurgencia supone, al menos al inicio del proceso, el acercamiento de los mecanismos representativos a las masas y la movilización popular hacia el espacio público. Pero hay que notar asimismo que el proceso populista se encuentra tarado de rasgos verticalistas.

Bien puede definirse el populismo de un modo funcional, tomando prestado el modelo de Casullo. Hay populismo donde encontramos una masa movilizada alrededor de un liderazgo personal carismático, capaz de generar políticas de acción colectiva movilizantes y antagonistas.

Sin embargo, la discusión central en torno al populismo no gira, como cree Casullo, en torno a la aptitud democrática del fenómeno. Parece evidente que el populismo es «democrático», que forma parte del sistema, pero en un sentido y en una forma muy distinta a lo comúnmente planteado.

El populismo profundiza la lógica totalitaria de la democracia moderna de origen rousseauniano, en cuanto supone o concibe la utilización de la soberanía popular de un modo absoluto. En el ejercicio de apelar al pueblo no hay contrafuegos conductuales ni contrapesos institucionales. La democracia populista puede «comerse» a la democracia liberal de partidos sin ningún remordimiento. Es la antropofagia del pueblo respecto de sí mismo. Porque es el pueblo en marcha el que se presenta como soberano a través de un conjunto de actos de voluntad desnudos de limitaciones previas. De ahí el uso del poder constituyente como poder demiúrgico a través de asambleas «populares», convocadas por el caudillo de turno. La Venezuela de Chávez es el más nítido ejemplo.

 

5. El populismo hispanoameriacano

Si tras las constituciones escritas existieran realmente constituciones históricas indiscutidas, el populismo no podría ser ni antropofágico ni demiúrgico. Pero en Hispanoamérica no existen dichas constituciones históricas. La orfandad política que derrumbó la «patria grande» en los procesos de independencia nunca logró ser resuelta. Importamos, copiamos y nos nutrimos de la modernidad política racionalista, pero nunca la digerimos del todo. Dos siglos de ensayos de estabilidad constitucional y en eso quedamos. Tras los ensayos, la reacción populista.

Y es que el populismo, tal como dijimos al principio, es una respuesta a la artificialidad del racionalismo político implantado en América y un síntoma de su falta de arraigo. Un poco de calor humano a tanta abstracción.

Pero ese calor humano en realidad incendia. Con las dimensiones antropofágica y demiúrgica, el populismo hispanoamericano quema lo torcido de los regímenes de partidos, pero también lo bueno de la relativa estabilidad institucional y de la (a veces escasa) racionalidad política y económica.

Lo que vulgarmente se denomina «demagogia» populista –como técnica de captar y controlar las adhesiones más allá de los marcos de la racionalidad– en realidad debe ser analizado dentro de un género más amplio: el abuso y la degradación del lenguaje político.

El populismo hispanoamericano, particularmente el llamado «neo-populismo» a partir de la década de los noventa, se ha caracterizado por aislar la palabra respecto del objeto. El lenguaje político deja de tener como finalidad la comunicación y se transforma en puro instrumento de dominio. El viejo recurso a la retórica antagonista y dicotomizante ahora no admite la controversia, ni siquiera la argumentación. El contrapunto es el mal absoluto.

Chile no ha conocido estas características del populismo. Aun en los gobiernos calificados en su época como «demagógicos» –el de Alessandri Palma, por ejemplo– nunca se renunció al «ideal jurídico de Estado», aun cuando se vio entrampado sucesivamente por la democracia caudillesca, en el decir de Góngora, y posteriormente por los gobiernos planificadores[41]. En las últimas décadas, el país ha sido considerado una excepción por su continuidad política y su tranquilo desenvolvimiento económico.

Sin embargo, y a modo de conclusión, las notas características del populismo latinoamericano –antropofagia, designio demiúrgico, degradación y abuso del lenguaje– comienzan a permear el escenario chileno. Es lo que se ha notado en la ejecutoria del gobierno de la Nueva Mayoría, particularmente en materia constitucional. Un análisis de fondo se impone en este campo. Pero aún no es tiempo de hacerlo.

 

[1] Citado por Bernardino BRAVO LIRA, Una historia jamás contada. Chile 1811-2011. Como salió dos veces adelante, Santiago, Origo Ediciones, 2016, pág.65.

[2] Jaime EYZAGUIRRE, Hispanoamérica del dolor, 6.ª ed., Santiago, Editorial Universitaria, 1969, pág. 36.

[3] Octavio PAZ, El laberinto de la soledad, México, FCE, 1998, 2.ª reimp., pág. 6.

[4] José VASCONCELOS, Breve Historia de México, México, Editorial Continental, 1978, 22.ª reimp., pág. 204

[5] Bernardino BRAVO LIRA, El Estado de derecho en la Historia de Chile, Santiago, Ediciones Universidad Católica de Chile, 1996, pág.19. Vasconcelos precisa el contrapunto: «Fuimos [México] la nación más culta del nuevo mundo […]. La destrucción deliberada y sistemática del sistema colonial es, sin duda, el mayor daño que hemos hecho a la patria, instigados siempre por la perfidia del plan extranjero […]. A fines del siglo XVIII se cantaban en México óperas cuando apenas si había teatro en Nueva York». José VASCONCELOS, Breve Historia de México, México, Editorial Continental, 1978, 22.ª reimp. págs. 205 y 207.

[6] Jaime EYZAGUIRRE, Hispanoamérica del dolor, cit., pág. 38.

[7] Jaime EYZAGUIRRE, Hispanoamérica del dolor, cit., pág. 39.

[8] Carlos PEREYRA, Historia de la América Española, Madrid, Saturnino Calleja, 1920, tomo I, pág.13.

[9] Jorge Luis MARZO, La memoria administrada. El barroco y lo hispano, Buenos Aires, Katz, 2010, págs. 225-227.

[10] Bernardino BRAVO LIRA, Una historia jamás contada. Chile 1811-2011. Como salió dos veces adelante, cit., pág. 20.

[11] El declinar alcanza al sistema político democrático, tal como fue diseñado por los teóricos modernos, Guy HERMET, L´hiver de la démocratie ou le nouveau régime, París, Colin, 2007, págs.12-155.

[12] Bernardino BRAVO LIRA, «Construcción y desconstrucción: el sino del racionalismo moderno de la ilustración a la postmodernidad», Revista de Historia del Derecho (Santiago de Chile), vol 37 (2009), págs.1-42. También en Bernardino BRAVO LIRA, «América y la Modernidad: de la Modernidad barroca e ilustrada a la Postmodernidad», Jahrbuch für Geschichte Lateinamerikas / Anuario de Historia de América Latina (Colonia), vol. 30 (1993), págs. 409-433.

[13] Bernardino BRAVO LIRA, El Estado de derecho en la Historia de Chile, cit., págs.16-17.

[14] Bernardino BRAVO LIRA, El Estado de derecho en la Historia de Chile, cit., pág. 10.

[15] Alberto EDWARDS, La fronda aristocrática, 6.ª ed., Santiago, 1945, pág. 217.

[16] Bernardino BRAVO LIRA, Una historia jamás contada. Chile 1811-2011. Como salió dos veces adelante, cit., pág.18.

[17] Torcuato DI TELLA, «Populismo», en Torcuato DI TELLA (et al.), Diccionario de Ciencias Sociales y Políticas, Buenos Aires, Emecé, 2001.

[18] Sobre el neo-populismo «neoliberal» y el «radical», un ensayo de caracterización en Carlos DE LA TORRE, Populist seduction in Latin America, 2.ª ed., Athens, Ohio University Press, 2010.

[19] La observación es de María Esperanza CASULLO, «¿En el nombre del pueblo? Por qué estudiar el populismo hoy», Postdata (Buenos Aires), vol. 19 núm. 2 (2015), págs. 279-281.

[20] Kurt WEYLAND, «The Threat from the Populist Left», Journal of Democracy (Washington), vol. 24, núm. 3 (2013), pág. 20.

[21] La denominación de las distintas definiciones es nuestra.

[22] María Esperanza CASULLO, «¿En el nombre del pueblo? Por qué estudiar el populismo hoy», loc. cit., pág. 281.

[23] Ibid., pág. 282.

[24] Kurt WEYLAND, «Clarifying Contested Concept: Populism in the Study of Latin American Politics», Comparative Politics (Nueva York), vol. 34, núm. 1 (2001), pág.11.

[25] Sobre este último punto, María Esperanza CASULLO, «¿En el nombre del pueblo? Por qué estudiar el populismo hoy», loc. cit., págs. 283 y 284.

[26] Ibid., págs. 283 y 284.

[27] Ibid., pág. 283.

[28] Ibid., pág. 284.

[29] Ibid., págs. 283-284.

[30] Ibid., pág. 284.

[31] Ibid., pág. 285.

[32] Herbert KITSCHELT, «Linkages between citizens and politicians in Democratic Politics», Political Studies (Londres), vol. 33 núm. 6/7 (2000).

[33] María Esperanza CASULLO, «¿En el nombre del pueblo? Por qué estudiar el populismo hoy», loc. cit., págs. 285 y 286.

[34] Ibid., pág. 287.

[35] Ibid., pág. 289. Una disputa en torno al punto en Margaret CANOVAN, «Trust the People! Populism and the Two Faces of Democracy», Political Studies (Londres), vol. 47, núm. 1 (1999); Benjamín ARDITI, «El populismo como espectro de la democracia: una respuesta a Canovan», Revista Mexicana de Ciencias Políticas y Sociales (México), vol. 47, núm. 191 (2004).

[36] Carlos DE LA TORRE, «Masa, pueblo y democracia: un balance crítico de los debates sobre el nuevo populismo», Revista de Ciencia Política (Santiago de Chile), vol. XXIII, núm. 1 (2003), pág.78.

[37] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, La partitocracia, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1977. Un estudio del fenómeno en Chile, Pablo RODRÍGUEZ GREZ, El mito de la democracia en Chile (1833-1973). De la autocracia a la democracia formal, Santiago, Eves ediciones, 2010, págs. 33-304.

[38] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, «Contradicciones de la partitocracia», Verbo (Madrid), núm. 291-292 (1991), pág. 55.

[39] José ORTEGA Y GASSET, Meditaciones de Europa, 2.ª ed., Madrid, Revista de Occidente, 1966, pág. .23.

[40] Henri BERGSON, Mélanges, París, PUF, 1972, pág. 1283.

[41] Mario GÓNGORA, Ensayo histórico sobre la noción de Estado en Chile en los siglos XIX y XX, Santiago, Ediciones Universitarias, 1986.