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Pueblo, populismo y política

CUADERNO: PUEBLO Y POPULISMOS. LOS DESAFÍOS POLÍTICOS CONTEMPORÁNEOS

 

1. Introducción

El pasado 30 de abril el diario ABC de Madrid recordaba que los sofistas (también los que no se presentan como tales e incluso niegan serlo) están convencidos –como lo estaba por ejemplo Talleyrand– de que la palabra es un don que se nos ha dado para disimular la verdad. La palabra, en otros términos, no sería instrumento para expresar un juicio sobre la verdad[1], sino para dominar la realidad, plegándola a nuestros deseos. Pero los deseos no son siempre rectos; a veces son peligrosos, sobre todo cuando tienen que ver con el poder. El lenguaje contemporáneo, y sobre todo el político, por ello, se ha convertido o al menos viene utilizado como instrumento para engañar a las personas. Se usa, en efecto, para hacer aparecer las cosas de modo distinto a como son. El engaño consiste, por ello, en el uso de la palabra contra su finalidad natural. El lenguaje, así, no se emplea para comunicar, sino que sirve para dominar. La llamada comunicación política se hace cada vez más con eslóganes que permiten, a quien los usa, atraer la atención del público sin decir en realidad nada. El mensaje –inexsistente– queda abierto. Es el destinatario quien debe darle el contenido, «su contenido», es decir, el contenido que «quiere»: leer el mensaje es crear el mensaje.

La cuestión, como se ha evidenciado en la ponencia introductoria[2], se plantea también sobre el «pueblo» y el «populismo». Debe señalarse también a este respecto –particularmente en nuestro tiempo– un uso ideológico de los términos (lo que es como decir que las palabras han perdido su significado etimológico)y, siempre más frecuentemente, un uso convencional y operativo. Se ha hecho bien, pues, al problematizar los términos, mostrando el diverso significado que han adquirido, subrayando el uso incorrecto y desenvuelto del lenguaje político, recordando que el «pueblo» ha tenido significaciones distintas de las actuales y, sobre todo, que sólo tiene verdadero significado cuando se utiliza captando su realidad profunda.

 

2. El problema principal, hoy

Esto sirve también para el término «populismo», que se usa con frecuencia (sobre todo en el seno de la cultura europea) por la efectividad con un significado despectivo para consolidar o adquirir el consenso. El «populismo» parece constituir al mismo tiempo el problema y la tentación principales de la política, rectius, del poder que se dice político sin serlo propiamente.

Tras la Revolución francesa el populismo encontró las condiciones favorables para su desarrollo. Las teorías del abate Sieyès sobre el tercer estado, de la nación legitimadora del Estado, de la soberanía popular, en efecto, favorecieron su afirmación. Y en la praxis se convirtió en elemento imprescindible del poder sedicentemente político, sobre todo tras la inserción de las «masas» en la vida política. Esta inserción de las masas pareció consolidar el Estado moderno. Pareció favorecer una mayor estabilidad de las instituciones. Pareció incluso –sin serlo– reanudar la experiencia de las antiguas Res publica romana, que veía en la participación de todos en las decisiones políticas tocantes a la vida política la condición para evitar la desunión, en particular en los momentos difíciles de la guerra y, en todo caso, en las decisiones supremas. Los comicios eran, en efecto, instituciones que permitían a la plebe participar en la vida política junto con el Senado y los Cónsules.

Hubo también una forma de populismo en la antigua Roma. Pero se trató de un populismo radicalmente distinto del moderno. En la antigüedad se busco el consenso de las masas, pero éste no se consideraba condición de legitimación de la potestas. El consentimiento facilita en todos los tiempos el ejercicio del poder, pero solamente con la Modernidad se erige en su causa.

 

3. Las múltiples caras del populismo

El populismo moderno es un fenómeno articulado y complejo. Ha adquirido, en efecto, muchos rostros, ha dado vida a múltiples movimientos y ha animado variados regímenes. Siempre ha conservado, sin embargo, su identidad y su alma. Así, el populismo moderno se ha presentado como:

a) Qualunquismo[3] Pueden etiquetarse de tales el Movimiento del Uomo Qualunque (italiano) Guglielmo Giannini; El Front National (francés) di Marine Le Pen; el Freiheitliche Partei (austriaco) de Norbert Hofer; la Lega Nord (italiana), particularmente en la versión de Matteo Salvini. Tiempos históricos, circunstancias sociales, problemas contingentes dan a estos movimientos y partidos características peculiares. Tienen, sin embargo, un mínimo común denominador: rechazo de la política (surgen y se alimentan generalmente de un empeño contra la política), oposición a ciertas decisiones (por ejemplo, en nuestros días, la acogida de los prófugos), rebelión contra la intervención exorbitante del Estado moderno (la presión fiscal que se considera inaceptable), etc. Surgen, en otras palabras, «en oposición». Incluso cuando parecen reivindicar «derechos», éstos se afirman por lo general «contra»: contra la sociedad industrial occidental (es el caso del movimiento ruso, llamado precisamente populismo, surgido a fines del siglo XIX para mejorar las condiciones de vida de los campesinos y los siervos de la gleba); contra el centralismo (es el caso del Uomo Qualunque, contrario al Estado «político» y favorable tan sólo al Estado «administrativo», pero también de la Lega Nord, que propugna un incierto federalismo); contra la internacionalización de la soberanía (es el caso del oscilante Front National, que para superar la dicotomía derecha/izquierda hace de la patria una categoría genérica). El estar «contra» de los movimientos populistas les permite recoger adhesiones cuando están en la oposición, que podrían desaparecer en el momento en que, convertidos en fuerza gobernante, debieran «decidir», esto es, gobernar efectivamente.

b) Revolución. Han hecho su bandera de la revolución distintos movimientos populistas. Entre los que, por el peso que tuvieron o han tenido, deben recordarse por lo menos dos: el Fascismo (italiano) y el Peronismo (argentino). Mussolini utilizó constantemente, hasta el punto de hacer de ella un mito, la «revolución fascista», que significó cambios sociales, políticos e institucionales radicales. Evita Perón, por su parte, afirmó apertis verbis que «el peronismo será revolucionario o no será nada». La revolución es, pues, la esperanza «laica» del pueblo en el futuro. Sirve para compactar las masas, obligándolas a seguir al líder, convencidas de ser guiadas hacia destinos y tiempos mejores. El futuro deja en segundo plano al presente. Pueblo, para esta forma de populismo, es el conjunto de quienes se adhieren a un proyecto, producto por tanto de la ideología compartida y cuya realización se persigue tenazmente. No tiene significado jurídico, ni siquiera el meramente positivista para el que –como afirmó, como ejemplo, Kelsen[4]– el pueblo sería el conjunto de titulares de los derechos políticos sometidos al orden estatal.

c) Movimiento de protesta de las masas. El populismo se ha presentado también como movimiento de protesta de las masas. Han tenido (y aún ejercen) este papel movimientos que deliberadamente escogen nombres sibilinos. Su nombre no expresa –así– ni su contenido ni sus opciones ideológicas, que permanecen por tanto escondidas. Forza Italia, nacida en Italia después de Mani pulite[5], es denominación de estadio de fútbol. El movimiento, fundado en 1994, y guiado posteriormente por Silvio Berlusconi, no expresa otra cosa que un genérico aliento para el país. No representa ni una declaración, ni una elección programática ni una indicación de su efectiva orientación, aunque sus dirigentes se hayan manifestado repetidamente a favor de la «revolución liberal» y se hayan aplicado efectivamente a lograrla. Pueden hacerse consideraciones análogas respecto del partido Italia dei valori, fundado por el ex-magistrado Antonio Di Prieto en 1998. No se explicita con esta denominación ni cuáles son los valores ni por qué deben entenderse tales: los valores son los que cada uno «elige», no los valores en sí. Tampoco el Movimento 5 stelle, nombre que indica sólo el «nivel» cualitativo del partido fundado por Beppe Grillo en 2009, sin indicar sobre qué base se afirma, se sustrae a la ambigüedad del lenguaje político contemporáneo a que se ha hecho referencia en la introducción. La antipolítica y la ecología del Movimento 5 stelle no constituyen propiamente un compromiso «político». Lo que resulta más evidente aún, así como la deliberada falta de compromiso, cuando se considera la denominación del movimiento español Podemos, fundado en 2014 por Pablo Iglesias Turrión: dice que «se puede», pero no dice qué cosa se puede, ni desde el ángulo de la efectividad ni desde el de la legitimidad. Estos (y otros) movimientos dejan deliberadamente en la penumbra sus orientaciones y proyectos, aun reclamando (absurdamente, tanto porque el contrato carece de causa y de objeto, como porque la potestas se sustrae por su naturaleza a la voluntad de las partes) la firma de un contrato con los electores.

d) Régimen mayoritario. El populismo busca actualmente (sin duda en algunos contextos) recorrer un camino aparentemente nuevo. Utiliza los procedimientos democráticos y de ahí que acepte el sistema de partidos. No estaría, por tanto, «contra» la política, sino por el contrario la aceptaría. No sería encuadrable, pues, en las categorías indicadas como propias del populismo. La observación es, sin embargo, sólo parcialmente válida: valdría tanto sólo para el sistema partitocrático. Si se va más al fondo, sin embargo, se descubren algunas «cosas» interesantes: 1) Que la nueva forma de populismo utiliza los procedimientos democráticos sólo para lograr una legitimación formal (el consenso de la mayoría de los votantes, que no es lo mismo que la de los electores, representaría la condición suficiente para la legitimación del ejercicio del poder sobre el pueblo entero). 2) Que esta es una ficción favorecida por el sistema electoral mayoritario. 3) Que la mayoría de los consentimientos se obtiene a partir de propuestas-eslóganes sin contenido (la necesidad de las reformas, por ejemplo, respecto de las que no se indica previamente el contenido), de la emotividad (como respuesta, por ejemplo, a actos de terrorismo, a veces despiadados) o de cálculos egoístas (imponiendo, por ejemplo, a la consideración de los electores los valores de obligaciones y acciones). 4) Que, aun durante los procesos electorales, los proyectos permanecen sin determinación, los programas sin definición y las opciones (todas las opciones) sin juicio. 5) Que lo recién dicho permite la adopción tras las sucesivas elecciones de la teoría del transformismo, que comenzó a practicarse en Francia al tiempo de la Revolución y se ha aplicado con posterioridad en Italia, sobre todo por Agostino Depretis en la segunda mitad del siglo XIX. Desde entonces se ha aplicado constantemente en la vida política. El populismo actual la ha desempolvado y la aplica con refinada sutileza: el transformismo, en efecto, ahora se practica de hecho pero con un nombre ennoblecido. Su justificación se busca en el llamado Partido della Nazione, no constituido formalmente pero invocado constantemente con el objetivo (real) de favorecer toda operación de poder y con el objetivo (disimulado) de responder a las exigencias del pueblo.

e) Partido «de la gente». Una versión más demagógica del populismo procede de la invocación de las expectativas de la «gente». Término genérico, qualunquistico, con el que se busca legitimar una política de «mediación», es decir, una política que recoja las expectativas de los gobernados, todas las expectativas de los gobernados. El hombre político sería el intérprete de los deseos del pueblo. La política no sería ciencia (ética) y arte del bien común, sino actividad de «moderación» y distribución a partir de las demandas de los individuos y de las pretensiones de los grupos. La política no tendría razones; su naturaleza radicaría sólo en el éxito, para el que resultan útiles todos los mitos y las categorías ideológicas de lectura de la realidad, elaboradas por cualquier «sistema».

 

4. Del fenómeno a la sustancia: los intentos de definición del populismo

Si resulta difícil la descripción del populismo, lo es aún más su definición. Los intentos que se han hecho en tal sentido han conducido a resultados inciertos, a veces erróneos. Los análisis del populismo que se han ofrecido hasta ahora, en efecto, han buscado captar (no lográndolo siempre) sus principales características, pero no han alcanzado a penetrar la cuestión en toda su profundidad.

Se ha creído en primer lugar poder distinguir en el populismo una evocación de la comunidad política contrapuesta a la ideología individualista. Es un error. El populismo, en efecto, no es en modo alguno «comunitario» (aunque pueda resultar en algunos casos «comunistarista») y se halla alejado de la concepción clásica del pueblo. Supera el individualismo masificando al individuo o considerándolo como mero elemento de una identidad sociológica. Utiliza, a continuación, al «pueblo» como categoría social, no jurídica.

En segundo lugar se ha dicho que el populismo es apolítico o incluso antipolítico. Esto es verdad, siempre que se piense la política en términos clásicos. El populismo, en cambio, privilegia lo social respecto de lo político y pretende (en la mejor de las hipótesis) una unidad ideológica que es de estricta ascendencia moderna. Impone a veces una unidad del «pueblo» a partir del primado de una de sus categorías. Traiciona, pues, al pueblo al menos desde dos puntos de vista.

En tercer lugar, se ha afirmado que el populismo «encarna una aspiración de regeneración fundada en la voluntad de devolver al pueblo la centralidad y la soberanía que le han sido sustraídas»[6]. Desde este ángulo el populismo se revela un fenómeno esencialmente moderno: la soberanía, en efecto, era desconocida para el pensamiento político clásico. Que pensaba la política en términos de realeza, no de soberanía. La regeneración que ofrece el populismo es, además, el seguimiento de una utopía, no es compromiso por hacer a los hombres mejores como hombres.

Algunos estudios del populismo, finalmente, han visto en él la nostalgia de un mundo pasado, «leído» como mundo ideal con equidad social. Se trata de una «lectura» errónea, a nuestro juicio, desde distintos ángulos. El mundo pasado no alcanza nunca la perfección que la utopía «reaccionaria» (por usar una categoría de Augusto Del Noce) a veces le atribuye. Puede haberse caracterizado por un orden que, al no ser racionalista, era superior (aunque presentase muchos defectos) al mundo nacido de la Ilustración y de las ideologías que ésta engendró. El mundo «pasado» no era, en todo caso, perfecto. Los estudiosos que encuentran la nostalgia del pasado como una de las características del populismo no tienen en cuenta, además, que los «mitos» que propone el populismo son instrumentos de dominio típicamente modernos. Maquiavelo sugirió utilizarlos como técnicas de dominio, aconsejando al Príncipe usar el pasado lejano y el futuro remoto como «cebo» para encantar a los súbditos. El Fascismo utilizó ambos. Piénsese, por ejemplo, en el «mito» de la antigua Roma, pero «leído» con las categorías de la Modernidad, o al «peligro amarillo» expuesto por Mussolini. Desde este ángulo el populismo se revela también «hijo» del mundo moderno, producto revolucionario afirmado después de la Revolución francesa. El hecho de que, además, el populismo hable siempre en nombre de la totalidad e intente representar sus reclamaciones significa que hace del Estado, sobre todo del Estado moderno, el instrumento para la afirmación de su ideología, revelando así su dependencia de las ideologías políticas modernas.

 

5. Adversarios (al menos teóricos) del populismo

Detrás de los distintos rostros del populismo se encuentra su alma. No es fácil ciertamente de aprehender, porque se halla sumergida en los aspetos contingentes que aquél asume. El populismo, además, exalta de cuando en cuando las características peculiares de los régimenes en que se encarna. «Pliega» muchas realidades a sus exigencias: la religión, el pueblo, las etnias, los intereses legítimos. Así –ya se ha apuntado– la ideología del régimen singular se hace condición del pueblo (el fascismo era, según Mussolini, todo el pueblo italiano), la revolución es instrumento de redención social y así se convierte en «religión» civil de la historia y en la historia, las diversidades son sacrificadas en el altar de la uniformidad (sea centralizada o descentralizada), el pensamiento se convierte en «único» (incluso cuando aparece como múltiple) por la necesidad de «sistema» del que –en último término– el populismo tiene necesidad: Perón, por ejemplo, sostenía que todos los hombres deben pensar y sentir de manera similar «para asegurar una unidad de concepción, que es el origen de la unidad de acción»[7]. Todo esto ha levantado con frecuencia resistencias y críticas. El populismo, por ello ha encontrado también adversarios. En primer lugar, se han convertido en tales los «liberales» coherentes. Que han opuesto (y oponen) al populismo el Estado de derecho, que –si se concibe de modo formalista– no permite identificar Estado y régimen, al reservar al primero la primacía sobre el segundo. Los liberales, además, oponen los derechos individuales ilustrados al populismo, hasta el punto de que algún autor ha creído poder ver (a nuestro juicio erróneamente) una aversión radical entre populismo y Modernidad[8]. Los liberales coherentes, finalmente, oponen populismo y racionalismo (que no es, por cierto, racionalidad). Rechazan, así, por ejemplo, el fanatismo de distintos regímenes populistas. No aceptan (y no aceptarían) el lema de la Gioventù Italiana del Littorio (GIL), las juventudes fascistas: «Creer, obedecer, combatir». Proponen el pluralismo de la democracia moderna contra toda concepción holística de la política.

Al populismo son contrarios también los conservadores, porque prefieren las élites al pueblo, que –por tanto– ven como masa, juzgando ésta enemiga de la comunidad política, sobre todo porque entienden que la justicia radical-ilustrada sea la negación de sí misma.

Finalmente se opone también al populismo la doctrina política católica, que reserva en cambio una atención particular al pueblo. Niega la doctrina política católica (por más que muchos caigan en contradicciones) el «populismo», así como la identificación sucesiva de pueblo y «clase», comunidad política y «pueblo llano». Niega también validez a las concepciones políticas «excluyentes», es decir, concepciones del pueblo no-orgánicas, así como a las concepciones políticas totalitarias, que en la relación introductoria se han llamado organicistas[9]. Pero sobre todo niega que el pueblo pueda identificarse a partir de criterios distintos de la justicia, que es regla y fin de la política.

 

6. Análisis ideológicos del «populismo» y sus «lecturas» equivocadas

A partir de cuanto se ha dicho puede afirmarse que algunos análisis históricos y teóricos del populismo son equivocados. Sobre todo son erróneas aquellas tesis que encuentran su origen en la doctrina política católica. Algunos autores liberales y radicales, en efecto, entienden que el populismo sea un producto de la cultura católica. En particular, el populismo de los países hispanoamericanos. Pero el pueblo tal y como lo entiende el populismo no es la comunidad política. El populismo no es la secularización de la cultura católica sino su negación. El populismo –se ha repetido más de una vez– procede de la cultura moderna y en particular de la Revolución francesa.

Por otra parte, los conservadores ven (justamente) en el populismo un fenómeno revolucionario. Pero no encuentran su raíz: la misma que ha dado vida a la Revolución, cuyos principios se hallan también en la base de las doctrinas conservadoras.

El populismo no se identifica con la demagogia, que es la degeneración de la democracia entendida como forma de gobierno y, por esto, orientada a la búsqueda del bien común con el concurso de muchos. El populismo se sirve de la democracia, pero de la democracia entendida como fundamento del gobierno, que es la concepción moderna de la democracia. En otras palabras, el populismo debe la posibilidad de su misma existencia al hecho de que con la Modernidad política la legitimación del ejercicio de la potestas reside en la voluntad de los asociados, en un solo consentimiento. El populismo, además, se diferencia de la demagogia porque ésta persigue como finalidad el beneficio de cada uno, mientras que el populismo lleva el beneficio de una categoría del pueblo (o incluso del pueblo entero) pero no como bien común (bien propio de todo hombre en cuanto hombre y por ello común a todos los hombres) sino como beneficio generalizado. Desde este ángulo el populismo es «moralmente» superior a la demagogia.

No sólo. El líder populista no es el tirano. Puede ser incluso peor que el tirano si conduce el pueblo a la ruina. Pero, sin embargo, no persigue un interés propio. Pretende, más bien, servir a un «ideal», un ideal erróneo y a menudo dañino, pero que es una finalidad trascendente de la propia persona. Por eso nos parece que el populismo es un fenómeno de la Modernidad, no un acontecimiento que se repite en la historia desde la antigüedad. No puede compartirse, por tanto, la tesis según la cual demagogia y populismo son una misma cosa con nombres distintos. La demagogia, en efecto, se identifica a partir de la negación de la verdad de la política (fruto de la indagación acerca del hombre, acerca de su naturaleza y su fin). Puede definirse, en otras palabras, porque (aun en la negación y por la negación) resulta posible identificar el bien común. El populismo, en cambio, vive de un sobrogado de la verdad de la política. Postula, como ha escrito por ejemplo Chantal Delsol[10], que la política se afirma y se desarrolla en el reino de la opinión. Dicho de otro modo, el populismo no niega la verdad sino que la transforma: convierte la opinión en la esencia de la verdad y, por tanto, «relativiza» el bien común, haciéndolo de contenido variable en cuanto dependiente sólo de la convicción de los más.

 

7. La deficiencia del populismo

De cuanto hemos dicho surgen los mil límites del populismo. Recoge muchas teorías políticas modernas, con todos sus errores. parece contener una denuncia contra los mismos, pero no logra encontrar el camino de la política, la vía para la superación de sus contradicciones y sus peligros. La fascinación que ejercitan las diversas formas de populismo y los distintos regímenes que «alimentan», tanto en Europa como en América, evidencian una exigencia: la de volver a descubrir la política como ciencia (ética) y arte del bien común, que Miguel Ayuso entiende con razón es «un oficio del alma»[11]. Ésta es una necesidad tanto para los pueblos como para la política. Pero es una necesidad, sobre todo, para el hombre.

 

[1] ARISTÓTELES, Política, I, 1253a: «La palabra está hecha para expresar lo beneficioso y lo nocivo, lo justo y lo injusto».

[2] Cfr. Miguel AYUSO, «El pueblo y sus evoluciones», supra, págs. 711-734.

[3] El término es literalmente intraducible en castellano. El uomo qualunque es el hombre cualquiera, el hombre normal o el hombre de la calle. Dió nombre primero a una revista, en 1994, y luego a un movimiento político (nota del traductor).

[4] Cfr. Han KELSEN, La democrazia, Bolonia, Il Mulino, 1984 (V), pág. 53.

[5] Se trata de la investigación penal de la magistratura italiana respecto de buena parte de los partidos de la llamada primera República, que concluyó tras el correspondiente proceso con la condena de algunos dirigentes de los mismos

[6] Loris ZANATTA, Il populismo, Roma, Carocci editore, 2013, pág. 17.

[7] Cfr. Juan Fernando SEGOVIA, La formación ideológica del peronismo, Córdoba, Ediciones del Copista, 2005, pág. 257.

[8] Cfr. Loris ZANATTA, Il populismo, cit., pág. 11.

[9] Cfr. Miguel AYUSO, «El pueblo y sus evoluciones», supra, págs. 711-734.

[10] Chantal DELSOL, Populisme, París, Editions du Rocher, 2015, pág. 239.

[11] Miguel AYUSO, La política, oficio del alma, Buenos Aires, Nueva Hispanidad, 2007.