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Número 551-552

Serie LV

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El «Estado de razón». A propósito de un libro de González Cuevas sobre Gonzalo Fernández de la Mora

 

1. Introducción

Pedro Carlos González Cuevas (1959) es, sin duda, uno de los autores que mejor conoce el pensamiento conservador español contemporáneo. Profesor titular de Historia de las Ideas Políticas en la UNED, investigador prolífico, buena parte de sus múltiples estudios se refieren a ese pensamiento al que ha dedicado, al menos, media docena de libros desde el primero de ellos dedicado a la revista Acción Española (1998)[1] en el que, directa o indirectamente, se refutaban algunos errores de la interpretación anterior efectuada por Raúl Morodo[2]. A esa obra siguieron Historia de las derechas españolas desde la Ilustración a nuestros días[3] (2000), La tradición bloqueada[4] (2002), Maeztu[5] (2003), El pensamiento político de la derecha española en el siglo XX[6] (2005) y Conservadurismo heterodoxo[7] (2009). En su obra se ha ocupado del pensamiento político tradicional español del siglo XX, al que engloba en la categoría de pensamiento conservador. Sin embargo, respecto a la segunda mitad del siglo XX se percibe un cierto vacío, al haber prestado escasa atención a figuras tan relevantes de ese pensamiento como Francisco Elías de Tejada (1917-1978), Leopoldo Eulogio Palacios (1912-1981), Vicente Marrero (1922-2000), Rafael Gambra (1920-2004), Francisco Canals Vidal (1922-2009), o Juan Vallet de Goytisolo (1917-2011); o a la revista Verbo[8] que, con cincuenta y cinco años de aparición ininterrumpida y más de 56.000 páginas publicadas, sigue en la brecha. Hueco que puede ser fácilmente colmado por la madurez, la fecundidad y la plenitud creativa en que se encuentra el profesor González Cuevas.

Destaca también, por su crítica historiográfica contracorriente, correctora de no pocos mitos, acreditada en ensayos diversos, muy esclarecedores para comprender algunas de las líneas dominantes en España, como la de la «Escuela del resentimiento española», fundada por Tuñón de Lara, con «su concepción de la historia como arma política», basada en que «la ciencia histórica es de por sí revolucionaria»[9]; su demoledor análisis de la obra de Paul Preston, «más preocupado por la propaganda ideológica que por la ciencia»[10]; el no menos desmitificador sobre Mainer, sectario del materialismo histórico[11], y como contraste, la valoración positiva de la obra de Stanley Payne[12]. Se ha adentrado también en el análisis crítico de la realidad política, social y cultural española actual[13].

Desde hace algo más de una década Pedro Carlos González Cuevas es una de las firmas fuertes de la revista Razón Española, de cuyo comité de dirección forma parte desde enero de 2005[14]. Su última obra, La razón conserva-dora. Gonzalo Fernández de la Mora, una biografía político-intelectual[15], es una radiografía continua del pensamiento y actividad política de Gonzalo Fernández de la Mora, desde sus orígenes hasta su muerte, del que ya se había ocupado con anterioridad en varios ensayos desde el año 1989[16] y que, ordenados, en buena parte se han integrado en este libro. El autor se encontraba, por tanto, plenamente capacitado para realizar con brillantez esta última obra.

Gonzalo Fernández de la Mora y Mon (Barcelona, 30 de abril de 1924-Madrid, 10 de febrero de 2002) fue una persona sobresaliente en la España que le tocó vivir. Licenciado en Derecho y en Filosofía y Letras, ingresó en la carrera diplomática en la que desempeñó diversos cargos hasta llegar a la dirección de la Escuela Diplomática. Escritor fecundísimo de inmensas lecturas, analista ardiente del pensamiento español de los años sesenta, fue el más importante crítico español de la segunda mitad del siglo XX, comparable a los famosos franceses, Sainte-Beuve con sus Lundis, Thibaudet con sus Réflexions o Maurras con lo que serían sus Nuées, aunque Fernández de la Mora no hubiera comenzado con la crítica literaria como ellos. Su crítica conceptual fue predominantemente filosófica y también política. Durante siete años, desde 1963 a 1969, semanalmente desde las páginas de ABC, un libro era quintaesenciado y valorado conforme a los criterios de su propia concepción filosófica. Sus artículos reunidos en siete volúmenes bajo el título común de Pensamiento español (1964-1970) ofrecen el panorama de buena parte de la creación intelectual española de aquellos años bajo el prisma del crítico. Años más tarde su análisis de la realidad española –sin abandonar esa faceta que continuará desde las páginas de Razón Española– sería, ya, eminentemente político, desarrollado durante la transición –mediante su libro La partitocracia (1977) y más de un centenar de artículos de periódico[17]– y de lo que vino des-pués, con La envidia igualitaria (1984), con Los errores del cambio (1986) y con mayor perspectiva en sus interesantes memorias, Río arriba (1995), que poseen el inestimable valor de rememorar gran parte del pasado reciente como fue y no como se espera que se relate en el ámbito de «lo correcto».

Elegido Académico de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas el 18 de marzo de 1970, su discurso de ingreso pronunciado el 29 de febrero de 1972, Del Estado ideal al Estado de razón (1972), fue complemento de su obra más famosa, El crepúsculo de las ideologías (1965)[18]. Esta obra, en la que se anticipaba el carácter meramente instrumental del Estado y se postulaba que su eficacia gestora, único criterio de legitimación, debería ser encomendada a los expertos, creo que tuvo algo que ver con su entrada en el Gobierno –cuando la desideologización, es decir, el silencio, cuando no el abandono, de los fundamentos doctrinales, daba paso a un pragmatismo ramplón–, primero como Subsecretario de Asuntos Exteriores (1969) y después como Ministro de Obras Públicas (1970-1973), ministerio en el que realizó una excelente gestión, lo que no era fácil al haberle precedido Federico Silva[19].

Tecnócrata para no pocos[20] aunque él rechazara esa caracterización[21], fue un político independiente durante la democracia. Al incorporarse a UNE como presidente a ruego de sus fundadores, fue uno de los creadores de Alianza Popular de la que terminará por apartarse. Aunque contrario a la Ley para la Reforma Política, votó a su favor y a su pesar en las Cortes y fue contrario a la Constitución de 1978 a la que criticó de modo agudo y brillante[22]. Fundador en 1983 y director hasta su muerte de la revista Razón Española[23], ha sido caracterizado como «renovador» del pensamiento conservador español. Definido por sí mismo como racionalista en múltiples ocasiones[24], a partir de cierto momento lo haría como razonalista[25] y más específicamente como «razonalista empiriocrítico»[26].

Gonzalo Fernández de la Mora ha sido uno de los intelectuales españoles más importantes de la segunda mitad del siglo XX y el más notorio, original y perseverante en la defensa del Régimen surgido tras la victoria en la guerra civil durante sus tres últimos lustros. Defensa que continuó durante la transición como continuidad perfectiva mientras consideró que el cambio que se estaba estableciendo no era definitivo. Convencido de la irreversibilidad del nuevo régimen, analizará con brillantez parte de sus errores e intentará paliar algunas de sus consecuencias con sus críticas dirigidas a mejorar su funcionamiento[27]. Sin claudicaciones reivindicará durante toda su vida el legado y la persona de Franco[28]. Y siempre defenderá la superioridad de la democracia orgánica o corporativa sobre la inorgánica[29]. Defensor de la monarquía y de su instauración en la persona de don Juan Carlos, después de la renuncia del rey a cualquier atisbo de potestad política y sin facultad decisoria, y reducida la corona a mera institución suntuaria por obra de la Constitución de 1978, Fernández de la Mora propugnará un presidencialismo republicano[30].

Fue de una honestidad política encomiable y su gran amor a España fue, sin duda, generoso. Su pensamiento ha suscitado diversos estudios sobre su obra, singularmente buena parte de los ensayos recogidos en el libro homenaje que se le ofreció con motivo de su septuagésimo aniversario[31], varios artículos y números de la revista Razón Española dedicados a su memoria, a su pensamiento y a su obra, dos tesis doctorales, la de Sánchez de Movellán[32] y la de Goñi[33] y, por último, hasta ahora, el libro de Rodríguez Núñez[34].

De la obra intelectual de Fernández de la Mora lo que me parece que tiene más valor es la crítica a la democracia inorgánica, a los errores cometidos durante y después de la transición y su interpretación de cómo, por qué y por quién se pilotó el cambio. Además de los numerosos artículos a ello dedicados, sus libros La partitocracia[35], Los errores del cambio y Río arriba. En sus diversos aspectos, las dos primeras, me parecen las de contenido más perdurable, a pesar de que la segunda fuese una obra circunstancial considerada por su autor «una obra menor»[36], pues en ella se somete a rigurosa crítica la política desarrollada en España durante diez años y se indican algunas de sus consecuencias más gravemente perjudiciales. De su obra de crítica filosófica, Ortega y el 98[37] y Filósofos españoles del siglo XX[38].

 

2. «La razón conservadora»

González Cuevas en esta obra traza el itinerario intelectual del pensador y del político siguiendo el desarrollo cronológico de su pensamiento conforme lo fue expresando en sus escritos y al hilo de su actividad pública.

En la exposición surgen algunas controversias que suscitó la obra de Fernández de la Mora, así como algunas de las críticas bibliográficas que recibió. Junto a su biografía intelectual, el profesor de la UNED, sigue su trayectoria política desde sus comienzos como entusiasta de la monarquía tradicional católica, heredada de las ideas de la fenecida revista Acción Española y, por tanto, crítico del Régimen y de la Ley de Sucesión (1947). La relación con el círculo de don Juan de Borbón, su colaboración con López Rodó durante los meses de mayo y junio de 1957 para la redacción de la Ley de Principios del Movimiento Nacional y la posterior Ley Orgánica del Estado, su distanciamiento del Consejo Privado del hijo de Alfonso XIII, su labor para la instauración monárquica en la persona de Juan Carlos, su apoyo incondicional al Príncipe de España como solución continuadora del Régimen, su legitimación pragmática como «Estado de obras», hasta su posición contraria al proceso seguido durante la transición y su crítica a la política desarrollada en España desde la Constitución de 1978.

Estamos ante un libro en el que el objetivo de su autor está ampliamente colmado para conocer al intelectual y al político que fue Fernández de la Mora. Pero esta obra de González Cuevas tiene el mérito adicional de que el camino trazado por Fernández de la Mora se enmarca en la España en que vivió, por lo que con su lectura no sólo conocemos al biografiado y a algunas de las críticas y oposiciones que suscitó, incluso por parte de algunas de las corrientes existentes dentro del Régimen, especialmente procedentes de algunos falangistas. También, en buena medida, se nos introduce en la historia de España de esos años y de los comportamientos de algunos de sus protagonistas, en los que la versatilidad fue casi una constante.

Baste como muestra la actitud de Ricardo de la Cierva, que desde la Dirección General de Cultura Popular consiguió que aumentara considerablemente la influencia intelectual de la izquierda y que, poco después, se mostrara contrario a la derecha y crítico inmisericorde de Fernández de la Mora[39]. Eso no fue obstáculo para que años después Ricardo de la Cierva fuera miembro del primer consejo editorial de Razón Española y publicara en la revista, antes y después del fallecimiento de su primer director, buen número de artículos. Olvidando tiempos pasados colaborará en el homenaje a Fernández de la Mora y escribirá que el homenajeado «es hoy el maître à penser de la España decente»[40].

Sin llegar a ser un libro apologético tampoco es crítico. Desde luego su objeto no es realizar una crítica de su pensamiento aunque contiene una valoración muy positiva. Su finalidad es fundamentalmente expositiva de la peripecia intelectual y política de su biografiado. Sin embargo, aunque González Cuevas suele ocuparse de los comentarios que suscitaron la obras de Fernández de la Mora, se echa en falta que, al menos, no se hayan mencionado otros importantes estudios, críticos con algunos aspectos de su obra, como los de Mario Soria sobre la razón[41], Danilo Castellano sobre el Estado[42], Miguel Ayuso sobre el liberalismo[43], o Rafael Gambra sobre su positivismo[44], que fueron contribuciones a su libro homenaje[45]. Omisión cuyo motivo no ha de buscarse en que Fernández de la Mora no se refirió a ellos como en otras críticas que recibió, puesto que en ocasiones González Cuevas se ocupa de comentarios a sus obras que no fueron respondidos por Fernández de la Mora[46]. También falta una exposición más profunda de sus dos últimas obras, Sobre la felicidad (2001) y, sobre todo, de El hombre en desazón (1997), a las que dedica media página a cada una[47], en las que se muestra su concepción antropológica y el núcleo de su pensamiento sobre el hombre, en gran parte angustiado y desesperanzado. Contrasta con las varias páginas dedicadas al contenido de otras de sus obras: más de cuatro a Ortega y el 98, tres a El crepúsculo de las ideologías, dos y media a Del Estado ideal al Estado de razón, o una a La envidia igualitaria[48].

Entre los muchos aciertos del libro quiero destacar la recepción de Comte[49] y su positivismo en Fernández de la Mora porque creo que afecta al hondón de su pensamiento y explica algunas de sus contradicciones. En primer lugar, respecto a dos filósofos a los que no escatimó elogios y que influyeron en su pensamiento, la idea de que su biografiado interpretó a Zubiri y a Amor-Ruibal «en clave positivista»[50]. No es esa la única alusión a la influencia de Comte. González Cuevas cree que fue en los cursos dados por Zubiri en 1946 donde descubrió a Comte[51]. Como ya había apuntado con anterioridad en vida de su biografiado[52], «su concepción del proceso histórico –tomada directamente de Comte– es decididamente progresista» y «adapta sagazmente la “ley” comteana de los “tres estadios” a la evolución de las distintas formas de organización política y de legitimación, que pasan sucesivamente por un estadio “carismático”, “ideológico” y “científico”», encontrándose las sociedades más avanzadas «en un periodo de “transición” entre la edad ideológica y la “positiva” o “científica”»[53]. Recoge algunas de las loas que Fernández de la Mora dirigió a Comte y al positivismo en su crítica a Sanz del Río por haber importado a Krause en lugar de a Hegel o a Comte y al positivismo[54]. El tema no era nuevo pues González Cuevas recoge la alusión de García Valdecasas[55] sobre la proximidad de la posición de Fernández de la Mora al positivismo de Comte. Esa recepción e influencia del pensamiento comteano en Fernández de la Mora aflora, también, en la obra de otros autores como Wilhelmsen[56], el ya citado Rafael Gambra[57], Sánchez de Movellán[58], Molina[59], Fernández Riquelme[60], Negro Pavón[61] y especialmente en Goñi[62].

Confirmando lo indicado por González Cuevas, en la obra de Fernández de la Mora aparecen otras menciones a Comte y a su obra. Así, entre otras, para Fernández de la Mora era un hecho «la connaturalidad mental de Zubiri» con Aristóteles y Comte, al tiempo que el trabajo que Zubiri dedicó a Comte «incluye páginas tan definitivas como las consagradas a la definición de lo “positivo”»[63]. «Augusto Comte hizo un formidable intento de dar a las humanidades el rigor de las disciplinas exactas […]. Gracias a esfuerzos así puede afirmarse que cabe un tratamiento rigurosamente científico de los saberes del espíritu»[64]. La divergencia de las ciencias exactas y las disciplinas humanísticas que arranca del Renacimiento, escribe Fernández de la Mora, «no ha cesado de agudizarse hasta nuestro siglo. Comte hizo un esfuerzo parcialmente fértil para salvar el hiato; pero acabó sacrificando la columna vertebral de la metafísica y aceleró su desahucio»[65]. En Pi y Margall, «la crítica del cristianismo y de la monarquía carece de toda novedad […] [pues] no hay el menor eco de la revisión positivista del fenómeno religioso»[66]. A su juicio, «las dos corrientes más fecundas del siglo [XIX], [fueron] el positivismo y el hegelianismo» y estimaba que al comienzo del siglo XX «se estaba inaugurando el estadio positivo, pronosticado por Comte»[67]. Todavía en 1992 lamentaba que en el siglo XIX «seleccionamos al revés nuestras importaciones: en vez del fértil positivismo, traemos la teosofía krausista»[68].

Pero más allá de lo dicho directamente respecto a Comte y al positivismo, parte de su pensamiento es muy similar al de Comte, desgajado como decía Fernández de la Mora de la ganga pseudoteológica, aunque, eso sí, la elegancia de su prosa contrasta con el fárrago comteano. La adaptación de la ley de los tres estadios es francamente reveladora[69], así como la clasificación trimembre del Estado en su evolución histórica y en su caracterización, superados en el Estado de razón: «La tónica del Estado tradicional es el orden, la del Estado revolucionario es la justicia y la del Estado industrial, el desarrollo. El Estado de razón acentúa sostenidamente las tres»[70]. Prescindiendo del lecho de Procusto necesario para atribuir al Estado revolucionario la justicia y que para ello olvidara las reiteradas y durísimas críticas que había dirigido al comunismo, el mismo Fernández de la Mora era consciente de la inconsistencia de su clasificación a la que acudía para fundamentar su tesis: «La distinción trimembre es más especulativa que real»[71]. El contraste con la comprobación empírica de los hechos que siempre predicó es notable. Si la tipología diferencial es irreal no debería servir, según su pensamiento, para ningún razonamiento que no sea especulativo. Y es que, al igual que Comte, se simplifica (y deforma) la historia para que encaje en el sistema. Característica, como veremos, muy presente en sus síntesis descriptivas y en sus interpretaciones de la historia del pensamiento político.

Si determinar influencias de un autor en otro es siempre arduo, incluso cuando el autor aluda a ellas, porque cada cual reelabora el pensamiento de los otros al expresar el suyo propio, sin embargo existen grandes paralelismos entre el pensamiento de Fernández de la Mora y el de Comte. Así, entre otros, ambos autores coinciden en no probar la ley histórica positivista (se supone probada con el desarrollo histórico que se describe); en considerar a la sociedad en una etapa de transición hasta el definitivo estado positivo; en el prurito de originalidad en la tesis del Estado ideal; en la renuncia a la metafísica al tratar de las cuestiones políticas (Comte es antimetafísico); en prescindir (no siempre en Fernández de la Mora) de la causalidad y la finalidad en el análisis[72]; en que la política teórica seguía dominada por la idea de establecer el tipo eterno del orden social más perfecto; en lo absurdo de plantearse la existencia de un Estado ideal, del mejor régimen político o de la mejor forma de gobierno; en prescindir de toda consideración religiosa en la teoría política; en considerar agotada la filosofía cristiana para la organización social; en la primacía exclusiva de lo fenomenológico; en la realidad como relación; en la ciencia como absoluto (aunque Comte terminará rechazándola); en la relatividad del conocimiento; en el desarrollo continuo del espíritu científico; en la moral como bien de la especie. Si la deuda con Comte existe y la contrajo total o parcialmente, nunca lo dijo, pero las similitudes son patentes. Lo que no es obstáculo para percibir en su obra otras confluencias, como con Ortega[73] y, sobre todo, entre los españoles, con Amor Ruibal y Zubiri[74], como indica González Cuevas.

La vastedad de la obra de Fernández de la Mora sin duda dificulta su análisis así como la síntesis de su pensamiento. Y ese es el motivo por el que me parece que González Cuevas, en algunas ocasiones, atribuye a Fernández de la Mora convicciones o ideas que no poseía porque toma la descripción del pensamiento ajeno hecha por Fernández de la Mora como si fuera expresión de su propio pensamiento. Algunas me parece que tienen cierta importancia porque podrían dar lugar a una interpretación de Fernández de la Mora, con esas críticas, protestante o anticatólico por compartir abiertamente tesis heterodoxas. Así, la evidente simpatía o respeto expresado por Fernández de la Mora hacia autores protestantes o anticatólicos, sin que por ello comparta sus tesis. En efecto, según González Cuevas, Fernández de la Mora «coincidía con Bultmann en el carácter metafórico de los hechos narrados en los textos bíblicos»[75]. Fernández de la Mora, en el texto al que remite González Cuevas, admite que «en la Sagrada Escritura hay un lenguaje simbólico. En el caso del Génesis no hay la menor duda», pero añade una objeción fundamental: «Pero por mucho que se desmitologice, difícilmente podrá soslayarse la conclusión de que en los relatos bíblicos hay una serie de hechos auténticos, irreversibles»[76]. Del mismo modo atribuye a Fernández de la Mora que en los géneros literarios de la Biblia «seguía la línea de los “desacralizadores” como Bultmann y sus seguidores, lo que, en fin, suponía un desafío a la “integridad y estabilidad del dogma”»[77]. Fernández de la Mora que muestra su «adhesión a los exegetas que utilizan la teoría de los géneros literarios», advierte de los peligros que ello puede entrañar y describe lo que hace Bultman, pero no sigue la línea de los «desmitificadores» ni desafía al dogma[78].

Fernández de la Mora manifestó en más de una ocasión su rechazo por los dinamitadores de la Iglesia aposentados en su interior. En una de ellas indicó que «sean muchos o pocos esos teólogos, me merecen poco respeto. En cambio, se lo profeso mucho a quienes abiertamente y desde fuera, con metodología empírica, se han empeñado en la crítica racional del hecho cristiano. Por ejemplo, E. Renan, A. Loisy y C. Guignebert. Estos si saben dónde están»[79]. Lo que es diferente de la aseveración de González Cuevas: que Fernández de la Mora se declaraba «admirador de figuras como Renan, Loisy y Guignebert, que desde posiciones empirio-críticas o positivas, habían analizado el fenómeno religioso; una alternativa acorde con un momento en que la crisis del catolicismo, e incluso de la religiosidad, estaba adquiriendo perfiles “progredientes, hondísimos y dilatados”»[80]. Profesar respeto, incluso mayúsculo, no es lo mismo que admirar y en modo alguno Fernández de la Mora dijo que compartiera que esas críticas racionalistas constituyeran una alternativa ante la crisis del catolicismo como, cuando menos, sugiere González Cuevas[81].

Sin caer en la apología, creo que González Cuevas sobrevalora el mérito de Fernández de la Mora como «renovador» del pensamiento tradicional español, que me parece que es una de las facetas que más potencia en su biografiado: que abandonara la cuestión religiosa en su formulación de un pensamiento conservador renovado[82]. De hecho más que un renovador del pensamiento político tradicional conservador español (en realidad del pensamiento tradicional español que es lo que se expresa) Fernández de la Mora fue un renovador del pensamiento liberal español como ya habían apuntado Sánchez de Movellán[83] o Molina[84] y como González Cuevas advierte que ya Marrero en 1960 le había caracterizado como neoconservador y no como tradicionalista[85]. Y esa faceta de abandono del tema religioso ha sido resaltada por otros autores como Molina[86], Esparza[87], Goñi[88] o Rodríguez Núñez[89], que también le consideran renovador del pensamiento conservador. Aunque tampoco ha faltado quien, como Puy, ha indicado que la originalidad en ese campo era relativa pues existían otros precedentes como los de Ortega y Recaséns Siches[90].

Esa intención renovadora, quizá más bien innovadora en relación al pensamiento tradicional, perceptible desde su comienzo con El crepúsculo de las ideologías, se manifestó clara y expresamente desde el inicio de la revista Razón Española. Como expuse en otro lugar al intentar una caracterización de Razón Española durante la etapa de su primer director, Fernández de la Mora pretendió que la revista fuera el cauce y el órgano de expresión de un conservatismo a la española, de un humanismo español que fuera diferente del pensamiento tradicional español y que, por tanto, prescindiera de su fundamentación en la filosofía católica[91]. Esa explicación concluye con la aseveración más fuerte y más terrible que he encontrado en su pensamiento: «La verdad experimental y racional [es] la que nos hará libres»[92]; tan inquietante como la última frase de El hombre en desazón: «En lontananza, el nuevo Adán bajo un más frondoso y fecundo árbol de la sabiduría»[93]. El intento resultó en gran parte frustrado, pues Razón Española, por la intermediación de buena parte de sus colaboradores en los que latía el pensamiento católico, fue una revista católica en sentido amplio, al aflorar tanto la defensa de la catolicidad de España y del pueblo español como la necesidad de la religión católica para salir de la crisis[94].

 

3. El abandono de la filosofía católica

Voy a detenerme más largamente en ese aspecto innovador que me parece crucial en su pensamiento, aunque no exento de contradicciones, y que tiene hondas consecuencias sociales y políticas. Para ello me fijaré en dos cuestiones de las que han partido buena parte de sus reflexiones. Prescindir de lo religioso en lo nuclear de la teoría política y lo que me parece su corolario, la concepción puramente instrumental del Estado que le hace ser neutral. Tesis ampliamente expuestas y defendidas a lo largo de su obra si bien con contradicciones tanto implícitas como explicitas, lo que ha dado lugar a diferentes interpretaciones de su pensamiento. Por eso me parece que la «renovación» es bien anterior a la etapa que se abre con Razón Española[95].

Bien la aconfesionalidad religiosa precediera a la tesis de la neutralidad del Estado, consecuencia de su carácter instrumental, o bien ésta fuera anterior, o bien ambas se desarrollaran paralelamente en la expresión del pensamiento de Fernández de la Mora, una y otra se exigen recíprocamente. Si el Estado tiene que ser aconfesional es porque es neutral y si el Estado es neutral no puede ser confesional. Para Fernández de la Mora la confesionalidad es un fin ajeno al Estado. Porque el poder y, en consecuencia, el Estado, no puede apelar a un fundamento divino[96]. Tampoco puede hacerlo a un imperativo ético[97].

Según González Cuevas, Fernández de la Mora en sus colaboraciones en la revista Arbor, iniciadas en septiembre de 1948, «fue mostrando el interés por eliminar el ingrediente religioso de la política y en todo momento rehuyó, de forma expresa, la denominación de Cruzada para designar a la guerra civil»[98]. Goñi[99] cree que ya en 1952 Fernández de la Mora, al indicar que lo importante es el progreso material económico, se desmarca de quienes sostenían la esencia católica de España[100]. Pero todavía en 1960 sostenía que «cualquier reforma antitradicional de España no es otra cosa que un intento de desespañolización»[101]. Sea como fuere, el abandono de la cuestión religiosa expresado en su pensamiento trae causa de tres asertos principales: la religión como relación con Dios puramente íntima e individual y, poco después, la falta de unidad doctrinal entre los teólogos y la supuesta variación doctrinal de la Iglesia. Todavía más tarde se añadirá una argumentación sociológica.

 El crepúsculo de las ideologías

En El crepúsculo de las ideologías dedicó un capítulo a «la interiorización de las creencias», que no es solamente la descripción de un hecho que se presume que está ocurriendo sino que tal situación se valora positivamente[102]. Para Fernández de la Mora eso es bueno: «El sentimiento religioso se repliega hacia su sede propia, que es la intimidad». Fernández de la Mora trata de religión pero arbitrariamente la reducirá a sentimiento religioso.

Ese mismo año se manifestaba en contra de la confesionalidad religiosa del Estado en su crítica al libro de José María Díaz Alegría, La libertad religiosa: «La confesionalidad religiosa de un Estado es una anécdota histórica»[103]. Además, también las omisiones pueden ser significativas y debe ponderarse que nunca se ocupara de algún libro de los que en esos años defendían la vigencia y actualidad en España del Estado confesional[104].

Tres años más tarde, volviendo al tema de la confesionalidad del Estado reiteraba las ideas antes expuestas y escribía: «El modo de relacionarse el individuo con Dios es algo que pertenece a la esfera de la intimidad»; y compartiendo las ideas de Marcelino Zapico en el libro que criticaba, Estado laico o Estado confesional, añadía: «La función del Estado no es ni la confesionalidad ni la neutralidad; es una promoción de cualquier forma legítima de creencia […] algo así como una religiosidad indiferenciada o genérica»[105]. Estas afirmaciones no se basan en consideraciones sociológicas que militasen en contra de la confesionalidad del Estado, sino en motivaciones filosóficas implícitas. En las que, por otra parte, no se resuelve la aporía de limitar la promoción de las creencias a las formas supuestamente legítimas, sin que se diga ni por quién ni en qué modo se discriminará[106].

Antes de continuar me parece conveniente aludir a una de las polémicas que generó el libro entre Wilhelmsen y su autor. Aunque Wilhelmsen sólo se refería al libro El crepúsculo de las ideologías, a pesar de haber ido más allá de lo que su autor afirmaba, no le faltaba razón cuando en su crítica indicaba que la tesis del libro entrañaba el rechazo del Estado confesional, el indiferentismo religioso del Estado y reducir la religión a una manifestación puramente subjetiva de los individuos[107]. Y lo hubiera certificado si hubiera citado el comentario al libro de Díaz Alegría. No se trataba, como se ha dicho, de posiciones infundadas[108].

En su réplica al profesor de Dallas, Fernández de la Mora afirmaba taxativamente que no era cierto que rechazara el Estado confesional, lo que sólo a la letra era verdad. Para justificar su posición recordaba que en su libro había escrito estas lineas: «Sin entrar en el espinoso fondo de la discusión sobre la controvertida disyuntiva del Estado neutral o confesional»[109], como si con ello la cuestión estuviera zanjada a su favor. La frase en cuestión era la respuesta a si debería de haber «una exigencia de trato favorable para el catolicismo»[110], lo que Fernández de la Mora excluía. En efecto, la frase citada en su respuesta a Wilhelmsen continuaba de este modo: «Es notorio que son numerosos y eminentes quienes, con Maritain, sostienen la tesis de la libertad de conciencia y de la asepsia religiosa del poder. Luego una ideología caracterizada por la defensa de la beligerancia religiosa del Estado puede existir, pero no tiene derecho a monopolizar el apelativo de cristiana»[111]. Es curioso que Fernández de la Mora, tan contrario al argumento de autoridad, se escudara en la opinión de Maritain[112] para justificar una tesis sin argumentarla. Opinión que en otras ediciones de su libro ha sido sustituida; Maritain ha sido suprimido y en su lugar se lee «los teólogos»[113]. Aunque no se decía taxativamente, se sugería que la confesionalidad, reducida a trato de favor o beligerancia del Estado era, como mucho, una opinión, cuando no una ideología, que debería ser rechazada, cuando era la doctrina mantenida por la Iglesia.

Rechazaba también Fernández de la Mora que fuera cierto que negara el carácter comunitario de lo religioso y añadía: «Lo que yo niego es que lo religioso sea primaria y fundamentalmente algo comunitario; es esencialmente una relación con Dios, de la cual se derivan consecuencias comunitarias»[114]. Lo cierto es que esa explicación no la había dado en su libro en el que la frase ya citada («el sentimiento religioso se repliega hacia su sede propia, que es la intimidad»), iba acompañada de estas otras: «En la medida en que el ámbito de la religiosidad se reconcentre, perderán sentido las ideologías que apelen a lo divino. El ensimismamiento entrañable de las creencias no favorece ni su comercialización ni su agitación política. La privatización de las relaciones del hombre con Dios es una corriente contraria al desarrollo de ideologías que se remitan a la religión». «El fenómeno religioso estricto es individual […]. No hay, pues, razones para valorar negativamente la interiorización de las creencias»[115]. «Repliega», «sede propia», «intimidad», «reconcentre», «ensimismamiento», «privatización», «individual» e «interiorización» sin alusión alguna a lo comunitario no permiten colegir su respuesta a Wilhelmsen, más bien confirman la apreciación del norteamericano.

La argumentación elaborada sobre la base de que la religión es una relación individual del hombre con Dios, sin repercusión necesaria sobre la moral natural y siendo posible una moral común independiente de lo religioso, concluye en que el Estado, desde la perspectiva cristiana, no debe ser favorablemente beligerante respecto a la religión[116]. Y si es cierto que el eremita prueba la eminente dimensión personal de la religión, ello no obsta para que en cuanto no haya hombres aislados voluntariamente o no (anacoretas o robinsones), la religión abarcará necesariamente también la dimensión social de esos hombres. Y desde una perspectiva sociológica y empírica, la dimensión comunitaria del «fenómeno» religioso es patente, como lo acreditan las órdenes y congregaciones religiosas, más importantes y longevas que los ermitaños.

Al mismo tiempo Fernández de la Mora introducía una tesis moral: «Una religión enseña cómo relacionarse con Dios, pero no necesariamente con el prójimo»[117]. «[…] Las religiones superiores no inventan o aportan una moral propia, sino que sancionan o matizan una moral preexistente […]». «Esencialmente, la moral cristiana no pretende ser otra cosa que la moral, es decir, el sistema de preceptos imperativos para el ser humano»[118]. Prescindiendo de otras religiones, pues Mahoma introdujo notables innovaciones y contradicciones con la moral beduina, en el caso de la religión católica era una verdad a medias.

Reconociendo la moral natural, sin embargo la moral católica es infinitamente superior de modo que sólo con el auxilio de la Gracia es posible, baste como muestra el precepto de amar a los enemigos. Pero una tesis moral que se desgajaba de la religión permitiría la eticidad del Estado sin religiosidad, esto es, del Estado no confesional en lo religioso. De modo que lo que «matiza» la religión católica es prescindible porque es una restricción de la moral natural: «La unidad e indisolubilidad del vínculo matrimonial, son católicas interpretaciones restrictivas de la moral natural»[119], que afectan «a la vida privada» y son «tangenciales al bien común»[120]. El matiz es claramente un error, pues la Iglesia siempre ha defendido y sigue defendiendo que el vinculo matrimonial es en sí mismo entre un hombre y una mujer (son perversiones la poliandria y la poligamia) e indisoluble por derecho natural. Fernández de la Mora, en cambio, con argumentación sociológica lo rechazaba y explicaba pasados tres años en relación al divorcio: «¿Puede considerarse como un precepto de derecho natural primario aquel que ignoran no sólo multitud de moralistas, sino también millones de seres humanos, muchos de ellos integrados en sociedades que figuran a la vanguardia de la civilización?»[121]. Con ese tipo de razonamiento el respeto a la vida no será cuestión de derecho natural, como acredita el aborto –que siempre condenó–, defendido por no pocos «moralistas» y auspiciado en sociedades que con el criterio de Fernández de la Mora, figuran a la vanguardia de la civilización.

Años más tarde, refiriéndose a El crepúsculo de las ideologías, un profesor argentino rechazaba su tesis. Prescindiendo del reproche de falsedad hecho por Montejano a Fernández de la Mora por sostener que Occidente vive un proceso de interiorización de creencias, sin embargo el profesor porteño tenía razón cuando, dando por supuesto que Fernández de la Mora aplaudía el proceso descrito en el libro, lo criticaba en términos contundentes: «Como si el culto externo mediante los actos de adoración y sacrificio no expresara la virtud de la religión, como si la separación de la Iglesia y el Estado y la aconfesionalidad de la vida política y social favorecieran la interioridad del cristiano». Y sobre todo le reprochaba «un error típicamente secularista», la afirmación de que «una religión enseña cómo relacionarse con Dios, pero no necesariamente cómo hacerlo con el prójimo»[122], por lo que recordaba la parábola del Buen Samaritano[123].

El abandono de la filosofía cristiana del Estado comienza, pues, con una motivación filosófica, a la que más tarde seguirá la diversidad de opiniones, un supuesto cambio doctrinal y por último una apreciación sociológica. Parece claro, pues, que en 1965 Fernández de la Mora se mostraba contrario a la confesionalidad católica del Estado y así lo han interpretado Molina, que entiende que en El crepúsculo de las ideologías hay «una postulación de la neutralidad del Estado en materia de fe»[124]; González Cuevas, que considera que la interiorización de las creencias no era otra cosa que «la secularización y el consiguiente abandono del principio de la confesionalidad del Estado»[125], y Goñi, que, amparándose en lo escrito en El crepúsculo de las ideologías, no duda en afirmar que Fernández de la Mora «se posiciona en contra de la confesionalidad del Estado»[126].

Ese posicionamiento era anterior a la controversia generada tras el Concilio Vaticano II y concuerda con la apreciación, anteriormente indicada, de eliminar lo religioso de la política. La declaración conciliar sobre libertad religiosa, Dignitatis humanae, es de 7 de diciembre de 1965 y en ella se hacía salvedad expresa para que pudiera seguir existiendo una especial protección a una religión determinada por motivos históricos o sociológicos[127], al tiempo declaraba la pervivencia del Estado confesional, pues comienza diciendo que «deja integra la doctrina tradicional católica acerca del deber moral de los hombres y de las sociedades para la verdadera religión y la única Iglesia de Cristo»[128]. Con ello, confesionalidad y libertad religiosa eran y son compatibles. Así lo afirmaba la «Declaración colectiva de los obispos españoles para la etapa postconciliar» de 8 de diciembre de 1965[129]. Además, la modificación legislativa sobre protección y garantía de la libertad religiosa que se hizo en 1967 dejó intacta la confesionalidad del Estado, que el segundo de los principios de la Ley de Principios del Movimiento (1958) había ratificado y se había establecido en el artículo 6 del Fuero de los Españoles (1945).

En atención a motivos sociológicos, tan continuamente recordados por Fernández de la Mora como base de sus análisis, lo razonable, dado que la práctica totalidad de los españoles se declaraba católica, sería postular la confesionalidad y no oponerse a ella. Es lo que indicará en 1995: «Cuando una sociedad es religiosamente plural, el Estado no puede ser confesional»[130]. No era éste el caso en 1965.

Sin embargo no sólo era el rechazo de la confesionalidad lo que le distanciaría del pensamiento político tradicional español sino, como digo, una concepción filosófica radicalmente diferente. En efecto, en ediciones posteriores de El crepúsculo de las ideologías incluyó un nuevo apartado en el capítulo dedicado a la interiorización de las creencias titulado «la subjetivización de la cultura». Así, la interiorización de las creencias se enmarca en un ámbito más amplio, el de la subjetivización de la cultura[131], pero esa subjetivización y el relativismo cultural inherente a ella, según Fernández de la Mora, no conducen al escepticismo porque ese relativismo «se sitúa en el plano de lo electivo y, en cierto modo de lo arbitrario», mientras que «paralelamente, conduce a la absolutización del núcleo, todavía diminuto, de lo racional, o sea, de lo científico»[132]. «La ciencia es la parte dogmática de la cultura actual. Lo demás es opinable»[133]. Así, se comprende que tanto la religión como la filosofía católica del Estado quedaran fuera de su horizonte especulativo, apriorísticamente descartadas al no encajar en su concepción de lo racional y científico. Fue, pues, una decisión que rebasa el marco de lo empírico y lo sociológico. Concepción excluyente de la filosófica cristiana pues como ha observado Goñi, «respecto a un orden trascendente y una ley natural el razonalismo se declara incompetente»[134].

 Las reivindicaciones y rectificaciones de un pensamiento básico

Será años más tarde cuando claramente aluda a motivaciones en cierto modo empíricas pero que por sí mismas no pueden ofrecer un diagnóstico acertado y una prospectiva correcta. En 1983 al explicar los fines que se proponía con la revista Razón Española indicaba que «el humanismo español se encuentra doctrinalmente desarmado. Ya no puede apoyarse en la filosofía cristiana porque ésta se ha convertido en un pluriverso de corrientes que llegan hasta la llamada teología de la liberación, y hará falta tiempo para que la nueva orientación pontificia logre superar la crisis heredada»[135]. Pero en la filosofía católica han existido y siguen existiendo diversas corrientes en materias opinables, nunca ha sido monolítica, por lo que en esos temas, diferentes corrientes no impiden apoyarse en la filosofía cristiana. Y la insuficiencia doctrinal de la filosofía católica no se prueba por sus desviaciones, las cuales dejan de ser filosofía cristiana; de lo contrario habría que incluir en ella a las herejías. Además, con esa apreciación, se deja al pensamiento político tradicional español fuera del humanismo español.

Dos años más tarde, en la misma línea argumentativa, hacía una interpretación postconciliar dando por hecho la interpretación de ruptura en lugar de la de continuidad: «El principio de la confesionalidad del Estado carece de viabilidad no porque España esté siendo descristianizada a marchas forzadas como consecuencia del rumbo que sus protagonistas han imprimido al llamado “cambio”, sino porque la propia Iglesia postconciliar ha renunciado a la confesionalidad de los Estados, ha reconocido ampliamente la libertad religiosa, y se ha retirado al plano de las conciencias»[136]. «El modelo constitucional de Vegas apenas tiene ya viabilidad patria porque la Iglesia postconciliar ha renunciado a la confesionalidad del Estado y ha aceptado el pluralismo ideológico»[137]. Pero al mismo tiempo y de modo contradictorio con su tesis de la aconfesionalidad y la renuncia a la filosofía cristiana, se quejaba del cambio de las relaciones de la Santa Sede con España, iniciadas con el nuncio Dadaglio y culminadas con el cardenal Vicente Enrique y Tarancón, alineados con la voladura de las Leyes Fundamentales: «No encuentro una razonable respuesta doctrinal, tampoco una respuesta simplemente prudencial»[138].

Tal reproche estaba en consonancia con lo que había sido su comportamiento político durante algún tiempo unos años antes, claramente contrario a su especulación teórica. En julio de 1976 había aceptado la presidencia de UNE, fundada en 1974 y uno de cuyos principios programáticos era la defensa de la monarquía católica[139]. Como indica González Cuevas, «la adhesión de Gonzalo Fernández de la Mora a UNE supuso un claro giro conservadortradicional en su trayectoria doctrinal y política; y un abandono momentáneo de su labor intelectual racionalizadora y modernizadora. El principio de “interiorización de creencias” y la crítica a la política confesional sufrieron, en ese momento, un claro impasse»[140].

Pasados pocos años, en 1980, estimaría innecesaria la catolicidad como elemento preservador de la unidad de la patria. En un artículo publicado en El Alcazar, rechazaba la tesis de Menéndez Pelayo de que la quiebra de la unidad religiosa en España llevaría a la pérdida de la unidad nacional. A su juicio, aunque la catolicidad junto a la romanidad, era uno de los dos grandes factores configuradores de España, añadía que no existía correlación esencial entre la catolicidad y la unidad.

Los ejemplos propuestos, como el de Francia que no perdió su voluntad solidaria de existencia histórica al dejar de ser cristiana o del españolismo de notorios heterodoxos[141], no prueban su tesis sino que la contradicen, porque la renuncia a la catolicidad ha hecho que la nación, Francia y España, haya ido cambiando lentamente y sea bien diferente de lo que era antes aunque conserve el mismo nombre. Si todavía no se ha cuarteado la nación, se le ha dado la vuelta, lo que en forma distinta, confirma que la catolicidad era parte esencial de aquella España a la que se refería Menéndez Pelayo. Además, en España los modernos nacionalismos separatistas periféricos de Cataluña y Vascongadas, tan justamente combatidos por Fernández de la Mora, han ido precedidos de una debacle de la catolicidad aunque ésta haya sido un suicidio realizado por buena parte de los clérigos de esas regiones. Con lo que de probar algo sería la tesis de Menéndez Pelayo. La España de antaño y la de ahora poco más que el nombre tienen en común. Como la monarquía tradicional y la monarquía parlamentaria solo comparten la palabra monarquía.

Sin embargo, algo después, en 1986, en Los errores del cambio, modificará en gran parte su discurso y el abandono de la religión católica pasará a ser una concausa de la disolución de la nación y de los más graves males sociales.

Entre los motores del cambio incluía acertadamente al cardenal Tarancón «que pastoreaba ejecutivamente a sus hermanos del Episcopado patrio» como presidente de la Conferencia Episcopal, cuyos documentos revelan «un rotundo apoyo a la demolición del Estado confesional de las leyes Fundamentales»[142]. Después de indicar el movimiento recristianizador iniciado en 1936, y de recordar que una de cuyas facetas fue la confesionalidad del Estado y su apoyo a la Iglesia[143], indicará los males de la descristianización y del retroceso del catolicismo que, además, tiene consecuencias políticas, porque «la fe ha sido el vínculo más poderoso de la unidad política y porque, salvo núcleos minúsculos, los españoles carecen de una ética profana. De ahí que el proceso de descristianización sea un factor complementario de disolución de la nacionalidad y de anemia moral […] [y que] la crisis del catolicismo se traduzca en una subversión global de valores y en un oscurecimiento generalizado del sentido del deber […]. Las consecuencias del error descristianizador son las de onda más larga y negativa en una sociedad donde apenas hay otra moral que la derivada de la fe»[144].

También indicaba las consecuencias de las transformaciones en lo que antaño había estimado que no tenía importancia por no pertenecer al núcleo duro de la cultura: «El concilio Vaticano II, aunque recibido más tardíamente que en otros países, generó el pluralismo filosófico y, consecuentemente el ético y el teológico» con el consecuente retroceso del catolicismo[145]. Ese fenómeno descristianizador, tenía mucho que ver con el comportamiento de buena parte del episcopado, como indica Fernández de la Mora, pero también con la interiorización de las creencias y su nula proyección en el universo de lo político, del que fue expulsado por todos los agentes políticos, y que fue excepcionalmente criticado y rechazado por quienes seguían manteniendo la validez del pensamiento tradicional.

Sin embargo, en 1992, recapitulando sobre lo que había sido el Régimen surgido del 18 de julio, elogiará y valorará muy positivamente la confesionalidad del Estado «que no fue otra cosa que el puro magisterio eclesiástico» y, comparativamente con aquella situación, «las consecuencias pastorales de la propiciada sustitución del Estado confesional por el agnóstico han sido especialmente adversas para el catolicismo»[146].

En unas páginas escritas hacia 1997[147] volverá a matizar su pensamiento: «La homogeneidad religiosa de un grupo es un poderoso factor de cohesión y de solidaridad, y también puede serlo de disciplina moral. Pero en las sociedades con libertad de conciencia y confesionalmente heterogéneas, el Estado debe ser defensor del valor religioso genérico; pero no puede serlo de un credo concreto con exclusión o prohibición de los demás […]. El Estado no es neutral ante el valor religioso, en cuanto valor, sino ante los dogmas concretos de cada confesión»[148].

Así, pues, la «interiorización de las creencias» y la aconfesionalidad del Estado engendraron consecuencias religiosas y políticas perjudiciales como Fernández de la Mora reconoció en diferentes ocasiones.

 

4. El inexistente paradigma del Estado ideal y su legitimación

La incoación de una tesis

La tesis desarrollada en Del Estado ideal al Estado de razón, estaba ya incoada con anterioridad y fue constante desde entonces[149]. Salvo error por mi parte[150], además de una breve alusión en El crepúsculo de las ideologías, publicado en 1965 pero escrito en la primavera del año anterior, según lo manifestado por su autor[151], en la que se dice que no existe el Estado ideal y que indagar sobre la mejor forma de gobierno, desligado del aquí y el ahora, es una cuestión bizantina[152], la tesis se contiene, sobre todo, en un artículo de 1967: «La relatividad del Estado».

En ese artículo se defiende la relatividad del Estado y se niega el Estado ideal[153], y se hacen otras afirmaciones que más tarde se repetirán, matizarán o se desarrollarán, pero que constituyen el núcleo de su tesis: «Los fines de la comunidad política son definidos y permanentes, mientras que los medios de alcanzarlos son problemáticos y mudables»[154]. «El Derecho propiamente “constitucional” no es sustantivo, sino adjetivo; es regla de juego y de procedimiento. No se trata, por lo tanto, de un imperativo moral absoluto»[155]. «La medida de las Constituciones no está en la fidelidad a unos apriorismos, sino en su eficacia objetiva»[156]. Por otra parte, el sentido instrumental del Estado «en modo alguno significa escepticismo, porque, dados un fin y una coyuntura determinados, siempre hay un medio que es el mejor»[157]. «Un Estado es bueno en tanto en cuanto es capaz de mantener un orden cada vez más justo y de fomentar el desarrollo»[158]. «La multiplicidad de los presuntos Estados “ideales” es un primer indicio de su contingencia y relatividad»; la segunda prueba es que por vía experimental no se ha llegado a una conclusión unívoca[159]. Desde Platón a Marx, según Fernández de la Mora, todos han postulado la comunidad perfecta: «Nadie, que yo sepa, se ha preguntado por qué. Estamos ante el nudo gordiano de una de las cuestiones más decisivas de la vida humana: ¿existe, en absoluto, el Estado “ideal”?»[160]. Sin embargo el nudo no debía de ser tan grueso cuando él mismo, en 1968, reconocía que una parte importante del pensamiento (también político, hay que decir) de la Iglesia no había aceptado la existencia de un Estado ideal: «La variabilidad de la doctrina eclesiástica sobre las relaciones con el Estado» prueba que para ella no hay un Estado ideal. «Si existiera una forma ideal y perfecta del Estado, la Iglesia debería haberse atenido a ella y tendría que haber fijado de modo permanente las relaciones entre la jurisdicción eclesiástica y la civil»[161]. El 7 de marzo de 1969 pronunció en la Escuela de Estudios Jurídicos del Ejército una conferencia sobre el tema «Superación del Estado de derecho». Ahí están expuestos el mito del Estado ideal, la concepción del Estado como artificio y como Estado de razón[162].

 La cuestión del Estado ideal

Para llegar a la conclusión de la concepción instrumental del Estado y su explicación, Gonzalo Fernández de la Mora entendió que tenía que someter a revisión la teoría del Estado y deshacer lo que consideraba su núcleo esencial: la reflexión sobre la ciudad perfecta. Lo que él llama Estado ideal considera que no es más que un mito y, por tanto, estima absurdo teorizar sobre el Estado en abstracto, lo que hay que hacer es ocuparse del Estado ante el que estamos, en el que vivimos: «Una verdadera desmitologización del Estado exige la previa crítica del postulado de la ciudad perfecta»[163]. Y hay que hacerlo mediante un método experimental y fenomenológico que atienda a los hechos que tenemos ante nosotros, prescindiendo de la metafísica, de las causas y de las finalidades. No teorizar en abstracto, sino observar en concreto.

Con el Estado de razón dio solución a un problema ficticio creado por él mismo. Como a él le gustaba decir, se trata de un maniqueo inventado porque no toda la filosofía política profesó el Estado ideal en el modo descrito por Fernández de la Mora, ni su justificación por la forma de gobierno. En efecto, Fernández de la Mora para defender su tesis procede a un repaso de la filosofía política desde sus balbuceos hasta sus días y no sólo extrae la conclusión de que siempre se ha manifestado la idea de la existencia de un Estado ideal con validez universal, para cualquier lugar y tiempo, sino que esa idea ha sido el hilo conductor de la filosofía política[164]. Y añade que es él quien ha resuelto el nudo gordiano; que tal Estado no ha existido y que la idea debe ser sustituida por el Estado de razón, es decir, un Estado que, en cada situación, se justifica por su eficacia para lograr sus fines, que son el orden, la justicia y el desarrollo.

Ambas tesis no son correctas. Respecto a la primera porque el repaso a la historia de la filosofía política con los autores que cita es, por lo menos discutible en su interpretación; pero, además, omite a otros autores, no menos importantes, que no propugnaron un Estado ideal o que lo negaron. Y es falso, además, por el significado y alcance de la expresión Estado ideal que le da Fernández de la Mora. La segunda, porque hubo quienes se plantearon expresamente la cuestión y la resolvieron en términos similares a los que empleará Fernández de la Mora, a favor del más eficaz según las condiciones de tiempo y lugar, con la reflexión sobre la historia y el análisis empírico de los hechos, es decir, en términos sociológicos avant la lettre.

 El hiato entre los Estados ideales

Antes de analizar esas cuestiones me parece conveniente aludir al Estado. Fernández de la Mora con la expresión «Estado ideal» se refiere, a veces indistintamente y sin solución de continuidad, a la comunidad política en sus diversas formas (polis, civitas, republica, reino o Estado en sus diversas formas, unitario, federal, confederación, etc.) y, sobre todo, a las formas de gobierno (monarquía, aristocracia, democracia y sus múltiples combinaciones) y a las Constituciones. Y su análisis es correcto respecto al constitucionalismo porque a partir de él si cabe hablar de Estado ideal en el sentido que él lo emplea, es decir a partir de la modernidad pero no antes, porque hasta entonces no hay forma constitutivamente excluyente y porque desde entonces cambia la esencia del Estado (de la comunidad política). Además, considera que todo esquema previo del Estado es «un formalismo conceptual»[165], «una ficción imaginativa»[166] y la comparación de un Estado concreto con ese tipo de Estado para intentar aproximarse lo más posible a él, es un sin sentido que motiva que «el perfeccionamiento del hombre se lastra con la alienación y el fraude»[167], afirmaciones que parecen indicar un pensamiento nominalista, pues el «universal» Estado es tachado de formalismo y de ficción, por lo que sólo ha de atenderse al Estado en concreto, para evitar que se desplacen «los problemas críticos hacia el área, también formalista, de la legitimidad» «de origen»[168], en lugar de centrarse en lo sustancial, que es su eficacia y, por tanto, ha de valorarse «no formalmente, sino materialmente, no por un prejuicio, sino por sus resultados, no por su origen, sino preferentemente por su ejercicio»[169].

Fernández de la Mora utiliza la palabra Estado, tanto para referirse a toda comunidad política desde los albores de su nacimiento, como a la comunidad política que, con ese nombre de Estado, surge con la modernidad. Y estima tan ideal la forma política propuesta como modelo antes de la aparición de lo Stato, como después de ella. Sin embargo la diferencia en el concepto de comunidad política antes y después de ese hecho es bien diferente.

Hasta la aparición del Estado se consideraba por la mayoría de la filosofía política –desde el nominalismo ockamiano se abre una vía contraria– que la comunidad política tenía una naturaleza propia, una esencia y un fin asentados en la realidad de la naturaleza de las cosas, independientes de la voluntad de los hombres, aun cuando de éstos dependa el modo y la forma de hacerlos efectivos y donde el Gobierno tenía especial relevancia. En ese aspecto la filosofía política no teorizaba sobre una comunidad ideal. Desde la modernidad, en cambio, el Estado pasó a ser una forma política construida enteramente por el puro voluntarismo de los hombres conforme a ideas apriorísticamente elaboradas, sin dependencia de la realidad. La comunidad política dejó de tener naturaleza, esencia y fin específico. Así, aparece una construcción sustentada en la imaginación, puramente ideal. Mientras que en el primer caso el modelo supuestamente propuesto presupone lo que el universal comunidad política significa, en el segundo se reconstruye el mismo concepto dando lugar a otro diferente aunque conserve el mismo nombre y, a partir de esa reconstrucción, su resultado es ideal. En el primer caso, la forma de gobierno propuesta como mejor no altera sustancialmente a la comunidad política, en el segundo la comunidad política se vacía de contenido y se rellena arbitrariamente con pretensión de universalidad, es absolutamente excluyente. Por eso en el primer caso junto a la forma de gobierno considerada mejor, coexistían otras también legítimas, mientras que en el segundo sólo será legítima la nueva.

Al menos desde Hobbes a nuestros días, la filosofía política, convertida en teoría política, caminará hacia el democratismo, que de forma de gobierno pasa a ser forma de la comunidad política que es la que la constituye. Esto último está muy claro en la crítica de Fernández de la Mora al constitucionalismo, y a la democracia (moderna) o democratismo, a lo largo de casi toda su obra. Pero dar por sentado sin solución de continuidad la propuesta del Estado ideal a lo largo de la historia de la filosofía política, sin aludir a esa esencial diferencia, me parece una simplificación abusiva, pues mientras de la primera podríamos decir que se trata de una comunidad ideal-real, la otra, en cambio es ideal-ideal. En el primer caso ese «Estado ideal» o la forma de gobierno que lo realiza, pretende conseguir lo más plenamente posible lo que entraña el concepto, por así decir, natural, de la comunidad política, es «realista», mientras que el otro «Estado ideal» prescinde de ello reconstruyendo el concepto, ahora ajeno a la realidad y a la experiencia y es, por tanto, «racionalista». Mientras que el «Estado ideal» del primer supuesto permite valorar la realidad de un Estado en concreto porque su justificación no está en si mismo sino en el cumplimiento de ciertas principios y condiciones que todo Estado debe cumplir –que no son abstracciones sino sus actuaciones concretas–, el «Estado ideal» de la modernidad se justifica por sí mismo, por su sola existencia. Por eso la supuesta propuesta de un Estado ideal a lo largo de la Historia sería bien diferente y el supuesto hilo conductor habría sufrido un hiato fundamental, que Fernández de la Mora no ignoraba pues se había referido a él con anterioridad[170]. Y mientras que del primero puede predicarse, en cierto modo, que es un Estado de razón, no así en el segundo caso, que sería un Estado de racionalismo. Con el discurso de Fernández de la Mora desplegado durante muchos años, se diría que el primero sería racional y el segundo irracional, o que el primero opera racionalmente y el segundo irracionalmente.

 El Estado ideal en la historia de la filosofía política

Veamos ahora el repaso a la historia de la filosofía política. Parece certero el juicio sobre Moro y Campanella respecto a sus famosas obras, ambas reconocidas utópicas. Y aunque las interpretaciones nunca serán unánimes, parece correcto el análisis de los modernos y de los ilustrados y de sus herederos: Hobbes, Locke, Rousseau, Mill, Marx y Lenin. Pero respeto a los clásicos cuanto menos es discutible. Así Aristóteles ha sido interpretado en diversos sentidos y Fernández de la Mora había dejado constancia de ello con anterioridad. El 1 de febrero de 1959 escribía: «La república lo mismo que la monarquía son formas políticas […], [son] instrumentos creados por el hombre para montar la máquina de la convivencia, artefactos y, por lo tanto, difíciles de ser preferidos en absoluto. Así han de interpretarse los textos aristotélicos con que se encabeza un diálogo tópico en el pensamiento occidental»[171]. Es decir, parece que no había una forma política «ideal» en absoluto para Aristóteles.

En ese mismo artículo reconocía que desde Aristóteles a Vázquez de Mella se había defendido que las formas de gobierno en sí mismas eran moralmente neutras y que para pronunciarse a favor de una determinada forma de gobierno era necesario atender a coordenadas históricas y precisas[172]. Nada, pues, de una permanente fórmula ideal paradigmática. Por otra parte, en 1964 indicaba que «la monarquía […] tiene un valor lógico universal. Conceptualmente la monarquía no es menos racional que una ecuación matemática»[173], lo que parece atribuir a dicha forma de gobierno un respaldo único y excepcional, al menos en el plano de las ideas. En un artículo de 18 de junio de 1967 parecía excluir a Aristóteles y a Santo Tomás como autores defensores de la utopía de un Estado ideal: «Desde Platón a Marx se han sucedido los esquemas. Cada uno ha proyectado su propia utopía […] La mente más poderosa y realista del mundo antiguo –Aristóteles– y su hermana gemela del Medievo –Tomás de Aquino– se mostraron eclécticos e inclinados hacia los regímenes mixtos. No fueron exclusivistas»[174].

Unos años más tarde, en julio de 1970, publicó un estudio, probablemente elaborado durante la redacción de Del Estado ideal al Estado de razón, titulado «El relativismo político de Aristóteles», en el que sostenía, como luego haría en el libro recién mencionado, que el Estagirita, a pesar de la evidente «dimensión realista» de su pensamiento –que en cuanto a régimen político se muestra en «la dimensión relativista» del mejor régimen posible y del factible según las condiciones existenciales–, sin embargo, no pudo sustraerse a su original idealismo platónico de la ciudad perfecta[175]. No es una mera opinión ni puede calificarse de conveniencia argumentativa pues está razonada sobre los textos, pero no deja de ser una interpretación[176], contradicha por la interpretación de otros autores, y no una demostración apodíctica.

Hasta la época moderna, en los textos sobre lo político, pese a lo que se ha dicho, lo que justificaba o legitimaba un régimen político, no era su forma política, no era por quién se ejercía el poder sino por cómo se ejercía, si el régimen era justo y recto o no lo era[177]. En la clásica clasificación trimembre, latía una dual más importante, la de justo e injusto. El régimen se legitimaba por su buen gobierno[178]. Un modo de justificación, se podría decir en cierto modo análogo al de la eficacia, tan querido por Fernández de la Mora. Por eso junto a las formas legítimas estaban las formas corruptas. Y la admisión de diferentes formas legítimas no es compatible con la pretensión de que, al mismo tiempo, sólo una es la de validez universal. Mostrar preferencia por una forma de gobierno en el plano teórico, no significa que no haya otras que sean legítimas (incluso mejores) en la práctica.

Aristóteles[179], Cicerón[180] e incluso Platón[181] –a pesar de que, como indica Fernández de la Mora[182], para Platón la ciudad tuviera un paradigma divino que deberá ser fielmente reproducido en la tierra por los filósofos[183]–, los tres presuponían la existencia de un bien propio y específico de la comunidad política para cuya eficaz realización había que tener en cuenta la naturaleza de las cosas, aunque para Platón tuviera su fundamento en las ideas separadas. Pero incluso el idealismo de Platón con su Constitución ideal y una única forma de gobierno recta en grado especialísimo[184], la experiencia de tantas constituciones y formas de gobierno que conoció y padeció, le condujo a establecer que entre las realizaciones humanas concretas, que eran formas de gobierno imperfectas que imitaban a la única perfecta, las había legales e ilegales o corruptas, por lo que la mejor de todas ellas era la aristocracia[185]; así, una cierta dosis de realismo corregía el absolutismo de la ciudad ideal, el mismo que se aprecia al afirmar que no existe un arte de legislar que establezca una norma válida para todos los hombres y todos los tiempos[186].

Es Aristóteles el que indicaba que «todos los regímenes que se proponen el bien común son rectos desde el punto de vista de la justicia absoluta, y los que sólo tienen en cuenta el de los gobernantes son defectuosos y todos ellos desviaciones de los regímenes rectos, pues son despóticos y la ciudad es una comunidad de hombres libres»[187]. Y distinguía entre el régimen mejor, el posible y el más factible, por lo que las leyes debían adecuarse al régimen concreto porque no es posible que las mismas leyes convengan a regímenes diferentes[188]. Esa distinción entre el mejor y el posible, que tiene en cuenta la realidad de tiempo, lugar y hombres, es incompatible con la pretensión de que existe un único régimen con validez universal[189]. En cierto modo algo muy parecido predicaba Fernández de la Mora cuando indicaba, en 1960, que «es la Monarquía el único poder soberano que por definición, y constitutivamente, puede dar a cada uno lo suyo, puede hacer la justicia social»[190], y en 1964, refiriéndose a España: «No creo que se pueda dejar como una opción optativa la de República o Monarquía, porque un abismo separa a una y otra forma de gobierno»[191]. Mostrar preferencia o considerar la mejor posible (la monarquía en lugar de la república) no implica postular un Estado ideal.

La Ciudad de Dios no traza un Estado ideal o una forma de gobierno universalmente válida al modo como se ha predicado de los clásicos anteriores. Fernández de la Mora reconoce que «no se trata de reproducir en el mundo un arquetipo uránico cuanto de elevar a los mortales hasta una convivencia celeste»; y sólo se tratará de «una utopía teológica»[192], como la califica el crítico, si la doctrina católica se considera utópica y si el cielo de la bienaventuranza se considera «ideal» por no ser empíricamente observable e «irracional» por estar «más allá de la razón»[193]. Pero en cualquier caso, no es un ejemplo válido de propuesta de Estado ideal porque está en un plano bien diferente. Tachar la Ciudad de Dios (celeste, es decir la sobrenatural de los bienaventurados, el cielo de Dios) de utopía teológica es asimilarla al Estado de la ciencia política, lo que no es. Y la ciudad de los hombres, tampoco, pues San Agustín hace una distinción mística entre la ciudad de los hombres y la de Dios, pues se refiere al hombre (a la sociedad de hombres) que se rige, bien por el amor a sí mismo, bien por el amor a Dios[194]. En su famoso libro a la civitas Dei, también llamada ciudad de los ángeles y ciudad de la luz, se opone la civitas diaboli, también llamada de los demonios y de las tinieblas[195]; la primera, constituida por el cielo de los bienaventurados y la segunda, por el infierno de los condenados; ambas son el término en el que concluirá, según el comportamiento de los hombres, la ciudad terrena. Hay otra ciudad de Dios, terrena, peregrina en este mundo[196], que anticipadamente, aunque no indefectiblemente, forma parte de ella, es la ciudad de los hombres que se rige por el amor a Dios. Y hay, también, otra ciudad, también terrena, que se rige por el amor de los hombres a sí mismos y que concluirá en la definitiva ciudad del diablo si no se corrigen con la ayuda de la Gracia[197]. Ambas ciudades terrenas están mezcladas[198] en la comunidad política (el Estado), que puede ser expresión de una o de otra según el comportamiento de los hombres[199], y que existirá hasta el final de los tiempos. Así la Ciudad de Dios terrenal no es un Estado, ni una ciudad, es el conjunto a lo largo del tiempo de quienes han obrado, obran y obrarán por amor a Dios, mientras que la otra ciudad terrenal está formada por quienes actuaron, actúan y actuarán por aversión a Dios. En cuanto la ciudad terrena se aproxime más y más al amor a Dios, el Estado que la alberga estará más cercano a una comunidad política cristiana. Pero esto no es la propuesta de un Estado ideal, salvo que la filosofía y la teología católicas y la prédica de la doctrina cristiana efectuada por San Agustín, se consideren idealismos, y que poner un fin como propósito y término sea idealismo. Pero esto es otra cuestión que desborda el objeto del comentario. En cualquier caso, la propuesta del Estado cristiano ha demostrado ser factible con cualquier forma de gobierno y con cualquier forma de Estado verdaderos.

En cuanto a Santo Tomás, en uno de los textos a los que se refiere Fernández de la Mora (Suma teológica, I-II, 105, 1, res.), no plantea el gobierno mosaico como ideal, sino que explica la Escritura sobre el gobierno del pueblo de Israel, primero por jefes elegidos por Dios y después por reyes elegidos por el pueblo, pueblo que fue objeto de una Providencia particular[200], y no se basa en ese gobierno para razonar su preferencia, en abstracto, sobre el régimen mixto. Por otra parte es evidente que el gobierno de Moisés, establecido por la ley divina, tenía que ser la mejor constitución política establecida por la ley[201]. Pero no se trata de «el dedo de Dios señalando a los humanos la república óptima»[202], sino que es la mejor república para el pueblo escogido regido por la especial Providencia de Dios que ya no se repetirá. Por ello, no es exacto sostener que la ciudad ideal «para la escolástica era una alianza entre el ejemplo bíblico, la especulación clásica y la experiencia medieval»[203]. Ni tampoco lo es aludir a un «clisé tomista»[204]. Su preferencia por la monarquía pura (el reino) o la forma mixta de gobierno, que en esto hay discrepancias interpretativas, no obsta al reconocimiento de diversas formas de gobierno correctas, porque por encima de la forma está el fondo: el bien común que es el que legitima la forma[205]. Otro modo análogo de designar la eficacia. No hay tampoco en Santo Tomás Estado (en realidad forma de gobierno) ideal de validez universal.

El único modo de prescindir de esa doble clasificación de las formas de gobierno es considerar que la justicia y el bien común son puras formalidades.

Respecto a Tomás Moro escribe Fernández de la Mora: «En el primer libro de su obra famosa, juzga implacable y duramente a la sociedad de su tiempo. Tras la diatriba de lo real, dedica el libro siguiente y último a perfilar the best state of a common wealthe, es decir, el Estado perfecto»[206]. Aunque Fernández de la Mora da por supuesto la verdad del aserto, cabe admitir que se trata de una interpretación y no de una mera opinión. No obstante, tampoco respecto a la Utopía de Tomás Moro las interpretaciones son unánimes, pues van desde la propuesta del mejor de los regímenes hasta el rechazo del pensamiento racionalista, pasando por la crítica a algunos de los males de su tiempo.

Tomás Moro no proponía con su Utopía un Estado perfecto sino que criticaba el pensamiento utópico. Así, por ejemplo, Fueyo en 1956, siguiendo a Gerardh Moebus, explicaba que la voz utopía no significaba otra cosa que algo irreal y fruto de la fantasía del interlocutor principal de Moro, Rafael Hitlodeo[207], en el primero de los libros de Utopía, que Moro con sus respuestas rebate. Por ello, la segunda parte es un relato de Hitlodeo, que concluye con la reflexión de Moro sobre lo «absurdo» de «muchas costumbres y leyes de aquel pueblo»[208]. Señala Fueyo el error de atribuir las ideas vertidas por los diversos contertulios en los diálogos en los que interviene su autor al verdadero pensamiento de éste. En este caso se encuentran en las respuestas de Moro[209]. Así, «la utopía como Estado ideal no es el ideal político de Moro»[210]; la obra es una crítica política de la razón utópica[211], la respuesta de Moro al humanismo utópico[212], porque para él, «todo plan de orden político calculado con vistas de optima rei publicae es inexorablemente utopía»[213], por lo que se trata de un «libro absoluta y temáticamente antiutópico»[214]. Desde luego, las palabras de Moro en el diálogo lo confirman y son acordes con su experiencia vital como también indicaba Fueyo. No se conocen veleidades platónicas del político práctico que fue Tomás Moro de hacer del reino del que era canciller una utopía. El segundo libro en el que se describe la mejor organización de un Estado, es un retrato irónico y caricaturesco.

 

5. El nudo gordiano, su resolución y las simplificaciones históricas

En cuanto a la resolución del nudo gordiano hubo autores que lo rodearon y otros que lo resolvieron.

Montesquieu, un autor cuya omisión por Fernández de la Mora en la ejemplificación histórica de su argumentación es llamativa, conocía la cuestión sobre cuál sería la mejor forma de gobierno, pero no le interesó el tema y rechazó ocuparse de ello por considerar que resolverlo en abstracto y de modo general era absurdo; en concreto, muchas diferentes eran buenas; tan sólo manifestó la que era peor: el despotismo[215].

Maistre, también omitido por Fernández de la Mora, negó expresamente que existiera la Constitución ideal y fue uno de los reproches que hizo a los revolucionarios franceses: «La Constitución de 1795, como sus predecesoras, se hizo para el hombre. Sin embargo, no existe el hombre en el mundo. He visto, a lo largo de mi vida, franceses, italianos, rusos, etc., incluso sé, gracias a Montesquieu, que se puede ser persa: pero en cuanto al hombre, declaro que no lo encontré nunca; si existe, lo desconozco»[216]. «Una Constitución que se hace para todas las naciones, no se hace para ninguna: es una pura abstracción, una obra escolástica hecha para ejercitar la inteligencia conforme a una hipótesis ideal, y que se dirige al hombre en los espacios imaginarios en los que habita»[217]. «Jamás habría que preguntar cuál es el mejor gobierno en general, porque no existe el que conviene a todos los pueblos»[218]. En cierto modo defendía el Estado eficaz: «El mejor gobierno para cada nación es aquel que, en el terreno ocupado por esa nación, es capaz de procurar la mayor cantidad de bienestar y fuerza posible, al mayor número de hombres durante el mayor tiempo posible». «Como todas las naciones han llegado a su grandeza bajo gobiernos diferentes, se sigue que todos los gobiernos son buenos»[219]. Para Maistre la historia es la política experimental[220]. Pero para Maistre ese bienestar no era principalmente material, aunque lo incluía[221].

Comte, al que según se ha dicho ya Fernández de la Mora admiraba, ya en su juventud había indicado que «lo absoluto ha dominado y domina aún la política teórica, sea teológica o metafísica. Ambas se proponen un fin común que es establecer, cada una a su manera, el tipo eterno del orden social más perfecto, sin tener en cuenta ningún estado de civilización determinado […]. Cada una de ellas ve, en su sistema de instituciones, una especie de panacea universal aplicable, con una infalible seguridad, a todos los males políticos, cualquiera que sea su naturaleza y cualquiera que sea el grado actual de civilización del pueblo al cual se destina el remedio […]. «La búsqueda absoluta del mejor gobierno posible, hecha abstracción del estado de civilización, evidentemente pertenece por completo al mismo orden que un tratamiento general aplicable a todas las enfermedades y a todos los temperamentos»[222].

Un último ejemplo español: Enrique Gil Robles, que redujo las formas de gobierno, que él llamaba formas de soberanía, a dos (la monarquía y la poliarquía), explicaba que la legitimidad de las formas de gobierno se producía por su «aptitud e idoneidad para ordenar la sociedad civil a la variedad de fines nacionales» y la definía más concisamente como «la capacidad, así de la monarquía como de la poliarquía, para la soberana ordenación», por lo que «en cada nación será forma legítima la forma histórica», aunque él razonara su preferencia por la monarquía[223].

Vemos, pues con esos ejemplos que se podrían multiplicar sin ninguna dificultad[224], que el hilo conductor de la filosofía política no ha sido la existencia de un Estado ideal en el sentido dado por Fernández de la Mora, y antes de él hubo quien negó su existencia y atendió a la historia, al tiempo y al lugar. Además, la cuestión del bizantinismo del Estado ideal no era nueva en absoluto. En 1965, Raymond Aron al publicar las lecciones impartidas en la Sorbona el curso académico 1957-1958, indicaba que la búsqueda del mejor régimen en abstracto y con validez universal fue perdiendo vigor a partir de Montesquieu hasta desaparecer con la sociología[225].

Es, pues, abusivo el análisis basado en que la ciencia política arrastra el idealismo utópico desde Platón, relación reduccionista que falsifica la historia de la filosofía política, pero que le permite construir una teoría a fin de poder destruirla y sentar la base para resolver un supuesto problema de modo original. Por eso es erróneo también alzarse con el santo y la limosna, al pretender que ha sido él quien ha demostrado que no existe el Estado ideal con validez universal[226].

Pero hay, además, otras simplificaciones históricas que le permiten fundamentar sus tesis: «Del derecho divino de los emperadores se pasa, casi sin solución de continuidad, al derecho divino de los reyes, que es la doctrina imperante desde el siglo XIV al XVII». «La monarquía teocrática es el arquetipo de occidente hasta finales del siglo XVII»[227]. Y se ejemplifica con Jacobo I, Filmer, Bodino y Hobbes, de tal modo que, se añade: «Al filo de la Ilustración y hondamente injertado en el músculo de la filosofía cristiana, sigue palpitando el postulado de la óptima ciudad»[228]. Considerar a los cuatro personajes citados como poderosos representantes de la filosofía cristiana, a no ser que se identifique con la protestante, es llamativo. De los cuatro, tres eran reformadores y Bodino tuvo que esconderse la noche de San Bartolomé, después se pasó al judaísmo y rehusó un juramento católico. En cualquier caso, son autores que representan lo contrario de lo que comúnmente se entiende por filosofía cristiana. Otras afirmaciones similares se encuentran a lo largo de su obra: «Para justificar la corona hereditaria se inventó el derecho divino de los reyes»[229]. «Los españoles de los siglos de oro aceptaban el derecho divino de los reyes»[230]. «No creer antaño en el derecho divino de los reyes era jurídicamente delictivo y, además, moralmente pecaminoso»[231].

No es que Fernández de la Mora ignorase, por ejemplo, la doctrina política elaborada en España, antes y después del siglo de oro, pero especialmente durante él, aunque no fuera exclusiva de nuestra patria, sino común al pensamiento católico, que razonó la falsedad de esa pretensión del derecho divino de los reyes. Las alusiones a ella a lo largo de su producción no faltan[232]. Sabía, pues, que la doctrina a la que se refiere no fue imperante desde el siglo XIV al XVII, ni fue el arquetipo de occidente hasta el siglo XVII; como también sabía que la corona hereditaria existía antes del derecho divino de los reyes y no podía ser delictiva en España, ni pecaminosa una doctrina sustentada por la Iglesia

El origen del poder en Dios y «la teoría escolástica de la transmisión inmediata por Dios del poder al pueblo»[233] no tiene nada que ver con la defensa o la propuesta de un Estado ideal o con que «la perfección del Estado viene dada por su origen sacro»[234]. Menos aún se trata, como parece sugerirse, de una «tentativa de fundar el Estado ideal en un dogma revelado»[235]. Sugerir que «la argumentación en favor de la monarquía [defendida] por tantos de nuestros tratadistas de la Contrarreforma»[236] implica la defensa de un Estado ideal es lo mismo que sostener que la defensa de Fernández de la Mora del Régimen de Franco supone considerarlo Estado ideal, lo que de ningún modo habría admitido porque quebraría su tesis y le haría epígono de los fautores del Estado ideal.

Observemos otra simplificación que, además, entraña una valoración: la teoría renacentista de la «razón de Estado» «es éticamente superior a la práctica antigua y medieval de que lo políticamente razonable es lo beneficioso para la persona del autócrata. Fue un salto hacia adelante: desde la equiparación del bien político con la utilidad del príncipe se pasó a identificarlo con el bien del Estado […]. Fue un avance en el proceso de racionalización de la política; pero muy insuficiente»[237]. Naturalmente que para esa simplificación, que prescinde de lo que anteriormente había escrito al descalificar y rechazar la razón de Estado como «puro mal»[238], es preciso, por ejemplo, sin salir de España, olvidar el núcleo del pensamiento político, desde la máxima isodoriana hasta los debeladores de la razón de Estado, que Fernández de la Mora había acreditado conocer bien[239]. Pero eso le permite trazar la línea continua de la racionalización cuyo final será «la razón de la Humanidad» y respecto a la cual la razón de Estado «será progresiva en la medida en que sea una etapa de tránsito» hacia ella[240].

Además Fernández de la Mora sabía muy bien que la primacía y prioridad de la legitimidad de ejercicio sobre la de origen era doctrina antigua: «La idea, tácita o expresa, de que lo decisivo es la legitimidad de ejercicio es tan antigua como el iusnaturalismo y está recogida en el principio que, atribuyéndolo a los antiguos, formularon los visigodos en el año 481 y, luego, codificaron en el Fuero Juzgo: “rex eris si recte facis, si autem non facis, non eris”; y que, en la primera versión española del siglo XIII, reza: “rey serás si fecieres derecho, si non fecieres derecho non serás rey”»[241]. Dejará constancia de ello, también, en lo que escribía en su comentario al libro de Juan Fernando Segovia sobre Julio Irazusta (1899-1982), que «como los tradicionalistas españoles, negó que la legitimidad de origen prime sobre la de ejercicio» y añadía: «Es lo que un español ha teorizado con el “Estado de obras”»[242].

Otra simplificación histórica que supone una interpretación, muy significativa por los años en que se produce, 1974 y 1976, cuando en España se debatían como alternativas el demoliberalismo y el socialismo, es su superación dialéctica en el Régimen: «Con terminología hegeliana, habría que calificar de síntesis dialéctica» entre el modelo demoliberal y el modelo socialista, al tiempo que una «superación dialéctica de la monarquía absoluta y de la constitucional»[243]. «El Estado del 18 de julio es una superación dialéctica de la tesis demoliberal y de la socialista»[244], al que llegó a denominar «socialismo cristiano» y «socialismo de Estado nacido el 18 de julio»[245]. Muy llamativo en quien, antes y después consideraba que ese Estado había sido la encarnación moderna del pensamiento tradicional[246].

También respecto a las ideologías hay simplificaciones que alteran la realidad si sirven para confirmar sus tesis. En 1965 la tesis crepuscular se afianzaba, sobre todo, en que las tres ideologías principales objeto de su análisis (socialismo/comunismo y liberalismo) convergían hacia una posición común: el socialismo viraba a estribor, el comunismo convergía hacia Occidente y el liberalismo viraba a babor[247]. En 1990, frente al demoliberalismo como única ideología triunfante de Fukuyama, argumentaba que, caído el Telón de Acero, había otras ideologías, entre ellas el ecologismo, el fundamentalismo islámico y ciertos nacionalismos[248], pero dos años más tarde afirmará que ni el ecologismo, ni el fundamentalismo islámico, ni el nacionalismo son ideologías[249], con lo que la tesis crepuscular se mantenía: morían unas ideologías y no surgían otras nuevas.

Con el liberalismo ocurrirá lo mismo. Todavía en 1980 escribía que «el liberalismo es una ideología»[250]. En 1991 el persistente liberalismo ya no era una ideología, porque consideraba que de los factores que lo definen (derechos del hombre, método democrático y propiedad e iniciativa privadas con mercado) ninguna de ellos es una ideología y porque, además, toda ideología necesita un oponente y desde el hundimiento del modelo contrario, el capitalismo monopolista de Estado, ya no lo tiene[251], de ese modo, la tesis crepuscular no resultaba alterada: el liberalismo como ideología había desaparecido. No discutiré si el liberalismo actual está bien definido con esos rasgos principales, ni la negativa a considerar los derechos del hombre y el método democrático como ideologías, pues son numerosísimos los estudios y los libros sobre la ideología de los derechos del hombre y aún más los que confirman que el democratismo es una ideología, como Fernández de la Mora predicaba. Lo que también resulta indiscutible es que en 1965 Fernández de la Mora indicaba que los dos cimientos de la ideología del liberalismo eran los derechos del hombre y la democracia[252], que continúan en el nuevo liberalismo ¿Estará la diferencia en que ahora el liberalismo no tiene oponente? Desde luego, no indicaba en 1965 la necesidad de confrontación para la existencia de una ideología que, por otra parte, se definía como «una filosofía política simplificada y vulgarizada»[253] sin necesidad de opositor.

 

6. El Estado instrumental

¿Un análisis empírico?

Si no hay un Estado ideal ¿qué hay en su lugar? Ahora Fernández de la Mora al tratar del Estado se referirá principalmente a la comunidad política, no a su forma de gobierno: «Una gigantesca estructura de entrelazados poderes»[254].

Antes de continuar me parece oportuno dedicar unas líneas al modo de análisis anunciado. Fernández de la Mora al explicar «la condición instrumental del Estado»[255] advierte que en su análisis «se impone el método experimental», que el objeto de su estudio «es un Estado concreto, no una o varias de las muchas construcciones teóricas que existen acerca del Estado. No es lo mismo la metafísica, en cuanto ciencia de la realidad, que la realidad misma. Nos movemos en el nivel de esta última, alrededor de una parte de ella: esa cosa que denominamos Estado»[256].

En su investigación reitera que se trata de hacer «sociología política», que la suya es una «teoría empírica», contraída «al ámbito del ser y no del deber ser»[257], que «el fundamento del orden moral (…) rebasa el área de nuestra investigación»[258]. Que no le interesa lo que es el Estado sino el Estado concreto de un momento determinado[259]; que renuncia a la teoría del Estado porque es algo que sólo existe en la mente y lo que le interesa es el Estado mismo[260]; que renuncia al «nivel metafísico» respecto al significado de fin, que sólo le interesa como «propósito o motivación»[261]. En fin, que su estudio «es un planteamiento netamente empírico que deja al margen e intactas, entre otras, las arduas cuestiones metafísicas de la causalidad y del finalismo»[262]. El «problema es sociológico y, por tanto, descriptivo»[263].

Después de tales advertencias se esperaría que el estudio se centrara sobre el Estado español, o sobre cualquier otro Estado de los realmente existentes al efectuar su estudio: el alemán, el francés o cualquier otro. Sin embargo no es así. Tampoco se trata del estudio del Estado «en sí» porque supondría otra construcción teórica (o quizá filosófica) acerca del Estado. Sin embargo, si el estudio del «Estado mismo» no se adjetiva para que pueda corresponder a alguno concretamente existente ante nuestros ojos sobre el que reflexionar y extraer conclusiones, no estaremos ante un método empírico ni tampoco sociológico. Tampoco el estudio se basa en cifras, estadísticas, elecciones, votaciones, incluso encuestas o cualquier otro dato generado por la actividad estatal. ¿En qué queda, pues, el método experimental? En una reflexión sobre conceptos generales y en una elaboración sobre el origen del Estado y su objetivo, aplicable a todos los Estados. Estamos, pues, ante una nueva explicación de lo que es el Estado en general, que no es más que otra teoría política sobre el concepto Estado. Reflexión en la que las cuestiones metafísicas no sabemos si quedan intactas –en cuanto que, aun sin entrar en ellas, se las pudiera presuponer como básicas de sus razonamientos–, porque al advertir que se prescinde de ellas, si existen no son necesarias, carecen de importancia. Por otra parte, se trataría de un análisis en el que nada ajeno a la observación empírica (en la medida en que esto fuera posible) debe de tener cabida, por lo que no se pueden extraer conclusiones que rebasen lo que ha sido objeto del estudio (como es la conclusión de que no existe el Estado ideal), ni elaborar su tesis sobre los fines del Estado sobre una construcción deductiva de una hipótesis indemostrable.

 El artificio Estado

Para Fernández de la Mora el Estado (la comunidad política) «ontológicamente no pertenece a los entes que tienen como principio la naturaleza sino al hombre»; «no es un ente natural sino artificial» y «su principio es la voluntad»; «es el producto de unos legisladores», pero los ejemplos que aporta se refieren no al hecho de la existencia de la comunidad sino a cosas que ocurren en ella relativas a la forma de gobierno y al poder de sus dirigentes. «El principio determinante de las características de todo Estado no es la naturaleza, sino el hombre»[264]. Así, distingue al hombre de la naturaleza, que es lo diferente del hombre, lo que se rige por leyes físicas o biológicas –en su ejemplo, el crecimiento del bulbo engendra la flor de lis[265]–; las cosas de la naturaleza se rigen indefectiblemente por su principio genésico interno que está «como dentro de la cosa y la genera» y comprende las cosas materiales –el ejemplo de la cordillera, el megaterio o el virus[266]–; está compuesta por las cosas naturales y dadas –el diamante o el aerolito[267]–. Así, se excluye al hombre de la naturaleza, por lo que todo resultado de su actividad es artificial y todo lo que produce responde a la voluntad libre del hombre y el principio de todo Estado está fuera de él, en el hombre que es quien lo produce[268].

Esta explicación está dirigida a contraponer de modo absoluto la naturaleza y el hombre, a enfatizar la distinción, y a mostrar que su actuar libérrimo produce el Estado cuyo principio está fuera de él y su fin le viene impuesto desde fuera. Si la descripción se refiriese al Estado moderno, al Estado de la modernidad, especialmente al constitucional posterior a la Revolución francesa, Estado revolucionario, por tanto, su descripción sería correcta. Sin embargo, no es así pues se refiere a toda forma de la comunidad política.

Toda la tradición filosófica hasta la modernidad consideró que la comunidad política le viene impuesta al hombre por su propia naturaleza humana. Es la culminación de la sociabilidad humana en la politicidad, único modo de aspirar a la perfección que sólo puede conseguirse viviendo en común, colaborando y recibiendo lo necesario para ello, el bien común que es el fin común. Diferente y superior a todos los bienes particulares y a la suma de ellos. Así, la comunidad política es natural, lo propio de la naturaleza del hombre y, en ese sentido, no es producto de un acto libérrimo del hombre, con lo que podría no existir la comunidad política. El hombre interviene en la forma y modo de su plasmación, pero no es libre respecto a sus fines. Por eso cuando se aparta de su fin natural al asignarle el hombre fines diferentes, surgen las formas corruptas que, como la ley injusta, sólo conserva el nombre de la cosa pero no la cosa que se ha transformado en algo diferente y contrario[269]. La comunidad política (el Estado) no es un artificio como los demás, no es prescindible para el hombre y su finalidad no está a disposición de la voluntad de los hombres[270]. Obra de los hombres y, por tanto, de su voluntad, pero no de una voluntad cualquiera, sino de aquella que quiere algo común en común –el bien común– y concuerda en las ideas básicas en que se sustenta.

En esa línea de considerar al Estado un mero artificio, continúa Fernández de la Mora indicando más características. Es «un artefacto instrumental», «un medio para obtener algo ulterior, externo y distinto», «algo que está más allá del Estado, el bien común»[271] –aunque el bien común carece de sentido «si no se precisa quienes son sus destinatarios históricos»[272]–. Como es un medio instrumental, en sí mismo es «éticamente indiferente» «si no se relaciona con sus fines», porque «los medios en si mismos no son ni buenos ni malos, son indiferentes». «Sin relacionarlo con una situación factual» «es un medio moralmente neutro»[273]. Un cierto nominalismo aflora, también aquí. Sólo existe cada Estado factual o histórico, sin que sirva para nada abstraer de ellos lo que constituye su esencia.

Frente a la tesis de Fernández de la Mora, la dirección no se superpone de modo exógeno a la comunidad política (Estado); es inherente a ella. La autoridad (no la persona que la ejerce) es inherente al ser de la comunidad política. Como lo es el bien común, que es su fin, no «algo externo, que está más allá del Estado». Ni siquiera la totalidad de sus miembros pueden cambiar su fin, so pena de convertirla en otra cosa. Parecería como si el Estado (la comunidad política) fuera para Fernández de la Mora una mera estructura vacía, que se puede rellenar de cualquier modo desde fuera y a voluntad.

Desde el momento en que la comunidad política responde a una necesidad de la naturaleza del hombre y, por tanto, tiene un fin natural específico, no puede ser éticamente indiferente ni moralmente neutra. Sólo cabe desligar al Estado (comunidad política) de sus fines si se le considera un instrumento como cualquier otro (el martillo o la palanca mencionados como ejemplos[274]) que podría ser aplicado a fines distintos de su fabricación. Siempre el Estado es en relación a su fin por lo que nunca podrá ser éticamente indiferente, como no lo es la actividad del hombre. El concepto de Estado no es moralmente neutro salvo que se le disocie de su fin; pero entonces ya no hay Estado (comunidad política), habrá otra cosa.

En cuanto a la Constitución, se trata de una ley adjetiva y no sustantiva y, por ello, una mera regla de juego[275]. Todo el análisis concluye en «la relatividad del Estado» de modo que «el grado de su bondad viene fijado por condicionamientos previos. ¿A qué se aspira? Según el fin, el Estado será distinto: el mecanismo constitucional no es el mismo para alcanzar la hegemonía militar, el bienestar de una clase o el de una familia»[276]. Por todo ello concluye la tesis: «No existe el Estado ideal, sino el relativamente eficaz, o bueno secundun quid»[277]. Parece claro que el fin del Estado es aleatorio según la voluntad de los hombres. No hay un fin propio del Estado. Tendrá el que se le asigne. Ni la hegemonía militar, ni el bienestar de una clase ni el de una familia, aunque hayan existido comunidades políticas (corruptas) que se propusieron o realizaron esas metas, pueden considerarse fines del Estado. Son sus corrupciones. Y las corrupciones son desviaciones que no sirven para caracterizar la normalidad.

Así, pues, se ha llegado al carácter instrumental del Estado y a su neutralidad, que junto con el carácter adjetivo de la Constitución servirán para llegar al Estado de razón, posteriormente definido como Estado de obras[278], plenamente realizado en el Estado del Régimen del 18 de julio[279].

 La motivación de los fines

Consciente del agnosticismo al que conducen sus tesis, Fernández de la Mora sale al paso de la objeción: «La relatividad del Estado y el indiferentismo constitucional» no desemboca en el escepticismo o el «agnosticismo político» porque «los últimos fines sociales permanecen» y en ellos «se ancla la política»[280]. Prescindiendo de diversas conceptuaciones de la palabra «fin», entre ellas la metafísica, se acoge al sentido de «propósito o motivación» que es la que le interesa «en el plano empírico y volitivo»[281]. De ese modo, «la finalidad específica del Estado es la que le fijan los humanos al fundarlo y ponerlo a prueba», lo que constituye «un planteamiento netamente empírico que deja al margen e intactas entre otras, las arduas cuestiones metafísicas de la causalidad y del finalismo»[282].

Para encontrar esos fines, mejor dicho, esas motivaciones, Fernández de la Mora, previamente, recurre a la «coyuntura real o imaginaria en que aún no se ha inventado el Estado»[283]. Es llamativo que un análisis que se predica «experimental» y «empírico» recurra, como «hipótesis de trabajo»[284], a una coyuntura imaginaria y por tanto irreal, como el mismo la calificará en otras ocasiones, constituida por el «estado de naturaleza»[285]. Después de rechazar la concepción de Rousseau[286], estima que «las ciencias apoyan aquí y allá la hipótesis de Hobbes» de la guerra de todos contra todos en el estado de naturaleza[287]. Esa conclusión le sirve para indicar que «el hombre histórico, que ya conoce la convivencia, cuando se desmorona el Estado o se aleja de él […] se va aproximando a la guerra de todos contra todos»[288]. A partir de ahí el razonamiento para llegar a los fines del Estado es tan especulativo e imaginado como su premisa: «Urge salir de la amenaza a la existencia física y al patrimonio personal y colectivo. El deseo de que se instaure un orden […] se convierte en prácticamente prioritario. […] El fin principal a cuya satisfacción tiende el hombre cuando inventa o sostiene el Estado es el orden, porque sólo él le libera de una inquietud radical»[289]. Superada la anarquía «se preocupa de que el orden sea justo […]. La justicia es la segunda dimensión del fin para cuya consecución los hombres crean y mantienen el Estado». Finalmente se pide al Estado la multiplicación del patrimonio cultural y material de la comunidad: «El desarrollo es la tercera dimensión que da sentido al Estado»[290].

En la imaginaria deconstrucción del Estado realizada por Fernández de la Mora –que ocurre cuando en la sociedad deja de haber Estado o éste se relaja o cuando el hombre se aleja más y más de su protección– y en su posterior reconstrucción, el punto de partida es, como en Hobbes una sociedad de hombres aislados en guerra de todos contra todos y ante esa situación y el miedo creada por ello, su salida es la búsqueda del orden público; de ese modo el Estado es un artificio motivado por el deseo de protección y seguridad ante la incertidumbre. Como en los más famosos pactistas, Hobbes, Locke y Rousseau, el Estado colma los deseos de hombres aislados, en lugar de ser el remate de sociedades anteriores a comenzar por las familias. Una deconstrucción del Estado sin mentalidad individualista llevaría a la existencia de comarcas, aldeas, tribus, familias, etc., a hombres que ya viven en sociedad aunque aún no tengan la dimensión suficiente para poder actualizar la politicidad.

El apoyo en la paleontología –«cráneos occisos»[291]– y en la sociología primitiva –«la ley de la selva es la del más fuerte»[292]–, en la forma en que lo hace Fernández de la Mora no deja de ser una opción, pero no la más científica. Si en lugar de fijarse en esos datos, se hubiera fijado en la totalidad –como de hecho hará años más tarde como luego se verá–, la deconstrucción y la reconstrucción del Estado hubiera sido diferente. Habría visto que desde el principio el hombre fabrica utensilios para la vida cotidiana, para la caza, para comer, para transportar, para guardar y conservar, no sólo para agredir o defenderse; que a los lisiados se les protege; que hay cementerios; que se comparte la religión; que en la familia, la tribu o la aldea no se da la lucha de todos contra todos sino la protección mutua; que se reza en común; que no se vive en la selva. Así, como el orden, la justicia y el desarrollo (a su nivel, claro está) ya reina en esas comunidades, la comunidad política tiene que tener un fin diferente y superior, la perfección del hombre: el bien común. Que aunque engloba esos otros bienes, los supera.

Establecidas las motivaciones que llevan a la creación del Estado (de la comunidad política) la legitimidad y la bondad de un Estado «se mide por su capacidad para realizar el orden, la justicia y el desarrollo [que] es lo que exige la propia naturaleza instrumental del artefacto político por excelencia»[293]. Dimensiones cuantificables y mensurables[294], realidades experimentales y medibles[295]; es «la valoración utilitaria» del Estado»[296]. Concepción reduccionista en la que se restringe el bien común[297] al orden, la justicia y el desarrollo en sus dimensiones cuantitativamente mensurables y que tiene por base el individualismo del liberalismo: «Transformar la anarquía de los egoísmos en un orden de intereses compatibilizados»[298].

 La naturaleza de los fines

Finalmente, no se le escapa a Fernández de la Mora una objeción capital: «¿No es una paradoja afirmar que son fines del Estado aquellos que libremente le imponen los ciudadanos y, al mismo tiempo, sostener que dichos fines son objetivos?»[299].

La contradicción no se resuelve satisfactoriamente más que negando todas las premisas de partida. Así el supuesto análisis empírico no resultará confirmado, como pretende Fernández de la Mora, sino rebatido. En efecto, ahora correctamente se dice que la convivencia «responde a necesidades intrínsecas»; que el hombre necesita a los demás para «devenir adulto, reproducirse, para recibir la tradición y para perfeccionarse». «El ansia de una coexistencia justa es una nota de la especie humana» y «sea cual fuere la constitución preferida, los fines sociales últimos la preceden y condicionan». Esos fines «son, además, independientes de la voluntad porque los impone la naturaleza y poseen una validez general. Los fines del Estado no son objetivos por ser suyos, sino por ser, antes de la forja del Estado, una básica necesidad del homo sapiens»[300]. Un análisis que echa por tierra todo el hilo de su argumentación anterior. Sin embargo, la contradicción no se ha resuelto, sino que se mantiene, pues sin solución de continuidad, añade: «Que los fines vengan arbitrariamente impuestos al Estado por una volición, no significa que esos fines sean también una invención libre»[301]. Los fines, que unas pocas líneas atrás eran independientes de la voluntad, vuelven a ser arbitrariamente impuestos. Y aunque son arbitrariamente impuestos no obedecen a una invención libre, proposición a todas luces contradictoria.

En la conclusión del ensayo se mantiene el carácter «instrumental» del Estado, «mecanismo utilitario», «en sí mismo moralmente neutro», tan solo valorable a posteriori por la eficacia en el cumplimiento de sus fines sociales. No es un Estado ideal sino un Estado de razón.

Si el Estado en el amplio sentido de comunidad política puede ser teóricamente definido y conceptualizado, entonces no puede haber ninguna objeción a que el mejor Estado será aquel que logre de la manera más perfecta aproximarse a la excelencia del Estado teóricamente descrito: aquél que más se aproxime a la realización del bien común con todo lo que ello implica y que será el único criterio válido para saber hasta que punto se logra «el orden, la justicia y el desarrollo». Como advertía Castellano, el que mejor realiza su esencia[302]. Y esto no obsta para que en cada tiempo y lugar se aprecie una u otra forma política o de gobierno como la que mejor lo realiza. Así no puede sostener que el Estado es «un artefacto instrumental» como cualquier otro instrumento, ni tampoco que es «en sí mismo moralmente neutro»[303]. Por eso el rechazo de Victorino Rodríguez a la caracterización del Estado de Fernández de la Mora como meramente utilitario e instrumental[304]. Si el Estado tiene fines, como sostiene Fernández de la Mora, también ha de tener principios y unos y otros son los que realmente permitirán valorar correctamente «el orden, la justicia y el desarrollo».

 Un pensamiento equívoco

El equívoco en el pensamiento de Fernández de la Mora procede de que en diferentes ocasiones proclama cosas antagónicas. Su razonamiento para llegar al Estado de razón considera al hombre un ser naturalmente social pero no naturalmente político. Así, sería natural la socialidad pero no la politicidad. «Que el hombre sea constitutivamente social, como ya proclamó Aristóteles, no significa que el Estado sea algo natural; es por el contrario una invención más o menos afortunada según los casos», escribía en 1964[305] como anuncio a lo que expondrá en 1972. Parece pues que la constitución y el fin del Estado no está predeterminado por la naturaleza de la politicidad humana y, por ende, no determinará la naturaleza de la comunidad política. Sin embargo en otras ocasiones sostendrá algo enteramente distinto. Si Hobbes le había servido para encontrar las motivaciones del Estado, posteriormente rebatirá la construcción hobesiana: se nace en una familia en la que se permanece hasta la madurez y «la familia es lo contrario de la guerra de todos contra todos; es la colaboración de todos». «¿Consistiría el presunto estado de naturaleza en confrontaciones intrafamiliares? El imperativo biológico produce la multiplicación de los individuos en el seno de la familia. Y el resultado de esa ampliación numérica tampoco es la guerra múltiple, sino el clan o grupo parental localizado. Tampoco en ese segundo momento sociológico aparece la lucha de todos»[306].

Al distinguir sociedad y comunidad política escribía: «Afirmar que la situación comunitaria depende de la voluntad, es negar la evidencia más patente y universal». «Se nace en una comunidad con una determinada forma política»[307]. «El núcleo duro de lo político no es optativo […] hay también un entorno blando y maleable […] es la dimensión asociativa, no la propiamente comunitaria»[308]. Su estudio «La democracia orgánica en el municipio español», que merece contarse entre los mejores de sus trabajos, refuta la teoría individualista de formación de la sociedad, y aunque no menciona a Hobbes, sí lo hace a Locke y Rousseau: «Para el individualismo […] el individuo nace aislado y libre; luego se asocia voluntariamente con otros y renuncia a parte de su libertad a cambio de ciertas compensaciones; la comunidad es un trueque de contraprestaciones y un cálculo de egoísmos; nace de un pacto» que es una «abstracción imaginativa que no se corresponde con los hechos y que sólo sirve para apoyar didácticamente un modelo político»[309]. «La concepción de la sociedad es un esquema previo a los modelos políticos […]. El organicismo afirma que la sociedad no es algo que los individuos crean libremente de la nada; no es el resultado de un contrato suscrito por unas personas que antes se encontraban mutuamente aisladas. El organicismo, apoyado en la experiencia universal, proclama que todo hombre nace en una sociedad que primitivamente fue familiar o tribal, y que hoy suele ser “nacional” o cosmopolita. La sociedad es algo que el hombre se encuentra como previamente dado»[310].

Afortunadamente, Fernández de la Mora tampoco fue enteramente fiel a su tesis de que al Estado hay que valorarlo por su eficacia y que bajo ese punto de vista la Constitución no es más que una norma adjetiva. Si el juicio tiene que basarse en el empirismo de los hechos, ¿cómo es posible valorar una Constitución antes de que entre en vigor? ¿Cómo es posible que criticara y rechazara el proyecto de Constitución de 1978? ¿No habría que haber esperado para juzgarla a verla en funcionamiento? «La medida de las Constituciones no está en la fidelidad a unos apriorismos, sino en su eficacia objetiva»[311] , había escrito en 1967; y en 1972, «el legitimo juicio político no es a priori, sino a posteriori, no se emite en función de módulos abstractos, sino ante logros concretos»[312]. Sin embargo Fernández de la Mora no cayó en ese error y se apresuró a criticar –y a rechazar– certeramente el proyecto de Constitución Española de 1978 y su texto definitivo antes de su entrada en vigor. Y pudo hacerlo porque la Constitución moderna no es adjetiva ni neutral, es imperativamente antiaxiológica, se diría mejor que corruptora, porque es expresión de una ideología. No es manifestación de un orden sino que es creadora de un orden nuevo, en realidad de un desorden, contrario al orden verdadero.

Lo que propuso Fernández de la Mora fue la sustitución del Estado ideal, cualquiera que haya sido el modelo propuesto a la largo de la historia, por el Estado de razón, que éste sí, será ya único al ser el fruto último de la política racional. Será, además, el modelo definitivo que se habrá hecho realidad. Dalmacio Negro, sin indicar la contradicción, ha salido a su paso indicando que lo que propone Fernández de la Mora es un modelo pero no un arquetipo: «El Estado de Razón es el modelo –modelo, no arquetipo– que propone Gonzalo Fernández de la Mora»[313]. Si con la diferenciación entre modelo y arquetipo se quiere significar que el modelo no es universal y eterno como el arquetipo, ello supondría admitir que el modelo propuesto es uno entre otros posibles, todos ellos válidos, con lo que el estado positivo de la ciencia no concluirá necesariamente en el Estado de razón como sostiene Fernández de la Mora[314]. Y si el Estado de razón es el único modelo de Estado que merece serlo, entonces tiene que ser universal y eterno como los supuestos Estados ideales propuestos por la filosofía política, con lo que el Estado de razón sería uno más de los Estados ideales.

«Una sociedad gobernada por la autoridad de los que saben y no por la retórica de los demagogos es un ideal posible hacia el que lentamente se encaminan las sociedades más desarrolladas. Es lo que he denominado el “Estado de razón”, configurado y valorado por su efectiva capacidad para mantener un orden cada vez más justo y próspero. En la última frontera del proceso de racionalización de la convivencia se alza la ciudad veraz; pero todavía es un modelo muy lejano del que esforzadamente tratan de alejarnos, lo mismo en los regímenes autocráticos que en los populistas, los gobernantes que todo lo fían a la propaganda y a la apariencia»[315]. Pasados diez años, escribirá: «Lo que he denominado “logoarquía” o “Estado de razón” quizás sea un ideal, más aristotélico que platónico, nunca plenamente alcanzable, pero cabe aproximarse a él»[316].

 

7. Un intento de comprensión

Situemos la fecha de la aparición de su libro más famoso: 1965. Había ya contribuido, durante los meses de junio y julio de 1957 a la redacción de la que sería Ley Orgánica del Estado de 1966. La cuestión dinástica de la monarquía sin interrupción sucesoria carecería ya de importancia; había quedado definitivamente zanjada la cuestión al confirmar la atribución al Jefe del Estado la designación del futuro rey en el artículo 6 de la Ley de Sucesión. No se trataría de una restauración sino de una instauración, como efectivamente ocurrió.

Creo que debió de ser unos años antes, al final de los años cincuenta y principios de los sesenta, cuando comenzó a fraguarse poco a poco hasta su concreción final la idea de que la continuidad del Régimen sería imposible si no se dejaba de cuestionar su origen, tanto material como espiritual. Para ello resultaba imprescindible fijarse en lo que se había logrado ya y en lo que estaba en vías de conseguirse gracias a su buen funcionamiento: el desarrollo económico del que todos los españoles se beneficiaban espectacularmente y que convertiría a España, a comienzos de los años setenta del siglo pasado, en la octava potencia económica. Quienes dieron sustento teórico a esa idea fueron López Rodó y, sobre todo, Fernández de la Mora, al que González Cuevas calificó como «el teórico por excelencia [del] Estado tecnoautoritario»[317].

Es posible que Fernández de la Mora con sus libros y artículos –de modo especial con El crepúsculo de las ideologías y Del Estado ideal al Estado de razón– quisiera proporcionar al Régimen existente una teoría del Estado que fuera legitimadora y justificadora al margen de su origen[318], que fuera «científica», quizá con la intención de acabar con las controversias y que pudiera ser aceptado por los que lo rechazaban, al centrarse en el orden, la justicia y el desarrollo en términos cuantitativamente evaluables en sí mismos y por comparación con situaciones anteriores y dejando al margen, cuando no prescindiendo, de su característica más notable, la catolicidad. Se trataba de potenciar la legitimidad de ejercicio olvidando la de origen. De ese modo, además, supuestamente se atendía a la realidad, a lo real de las cosas de tejas abajo, sin necesidad de atender a instancias metafísicas que, sin duda eran rechazadas por quienes se oponían al Régimen, o dentro de él, solicitaban cambios incompatibles con una fundamentación filosófica tradicional. Por lo que escribió años más tarde quizá no deseaba un abandono de facto, pero si era notorio en su discurso: no era necesario.

Ese fue el camino que ya había emprendido el Régimen, perceptible en el vigésimo quinto aniversario de la victoria, con el lema «veinticinco años de paz», pero sin una explicación teórica suficiente. Esta la suministró, sobre todo, Fernández de la Mora. Y fue un error. Porque los adversarios no fueron atraídos y el pueblo fue doctrinalmente abandonado. La responsabilidad, sin duda, fue de aquellos gobernantes, pero alguna fracción le corresponde a Fernández de la Mora en cuanto político, pero más aún como intelectual. Consciente o inconscientemente contribuyó a la debilidad doctrinal del Régimen, que luego indicará como uno de sus errores. Con el gobierno de los «técnicos» y la acción dirigida al «Estado de obras», así lo indica Fernández de la Mora, «el Estado incorporó a su trama conceptual la idea de la tecnificación y consiguiente despolitización» y esa fue, a su juicio, la clave del éxito económico[319]. Pero, en su opinión, esa realidad no influyó en la posterior desmantelamiento del Estado, que no cayó por ese motivo, sino porque fue volado desde la cúpula[320]. Pero lo cierto es que la oposición social fue mínima y si el cambio fue fruto de un engaño mayúsculo, como sostiene Fernández de la Mora[321], pudo serlo o, cuando menos fue ampliamente favorecido, porque faltaba formación. Lo había dicho con anterioridad. Pero en ese mismo lugar advierte que el Estado del 18 de julio, «ensoberbecido con sus éxitos objetivos, se desentendió de la batalla popular de las ideas y la perdió en los medios de comunicación de masas»[322].

Con anterioridad había reiterado esa idea: «El Estado no se ha defendido doctrinalmente; ha dejado el campo a sus contradictores»[323]. Lo hizo de forma especial desde el primer gobierno de Arias Navarro tras el asesinato del almirante Carrero Blanco hasta la aprobación de la Constitución de 1978[324], insistiendo en la necesidad del «rearme intelectual», del «rearme doctrinal»: «O se dota al pueblo de un arsenal mental defensivo y creador, o pronto no tendrá más armas que las alienantes que sus enemigos le ponen en la mano para el suicidio»[325]. En Los errores del cambio, publicado en diciembre de 1986, lamentaba que a la muerte de Franco «el pueblo español [se había] despolitizado durante las décadas del desarrollo económico y social» y que, desde 1966, se había iniciado «la pérdida de la batalla intelectual por los sucesivos Gobiernos: el vacío doctrinal se llenaba con tópicos progresistas y, sobre todo, marxismo»[326].

No era condición del desarrollo económico y social que, sin duda, era necesario y urgente, la pérdida de identidad y la renuncia a los principios e ideas en que se apoyaba doctrinalmente el nuevo Estado. Desde aquel momento, que Fernández de la Mora sitúa en 1966, el Estado comenzó a tener los pies de barro. El elogio a «los españoles [que] habían vivido casi tres decenios entregados a la gesta del desarrollo económico y social»[327], se torna acusación, porque no puede ser valorado sin tener en cuenta esa otra realidad que Fernández de la Mora lamentaba años después de haberse producido.

En sus memorias remonta el inicio de ese camino de desarme intelectual que lamenta, a un tiempo más remoto, a la pérdida de la batalla de la posición por él defendida en las revistas Arbor y Ateneo, que no contó con apoyo institucional, con lo que «se inició el camino que, a través de un lento desmantelamiento intelectual del Estado, desembocaría en su destrucción a la muerte de Franco»; «los actuales lodos vienen, pues, de una polvorienta lejanía»[328]. Sin embargo, no parece haber sido consciente de que él contribuyó, si bien en una línea diferente a la de iniciada en 1953, a ese desmantelamiento doctrinal. Su aseveración al final del libro Del Estado ideal al Estado de razón conforme a la cual «lo alcanzado en orden, justicia y desarrollo es un dato objetivo y mensurable» por lo que «el consenso que tales resultados suscitan no es retórico, sino empírico», que lo hace «resistente al arbitrario adoctrinamiento y a la propaganda falaz»[329], no se cumplió. Ocurrió todo lo contrario.

Por otra parte, ese camino seguido por Fernández de la Mora se compagina bien con una parte de su pensamiento, podríamos decir que la más moderna, tanto en la aparición en su vida como en cuanto perteneciente a la modernidad.

No sé si fue el primero, pero Gambra tuvo el acierto de indicar lo que me parece que es la clave para interpretar correctamente el pensamiento de Fernández de la Mora: su paradojismo. Gambra, se preguntaba «¿cómo es posible que un pensamiento, por un lado racionalista y por otro tributario de una mentalidad católica y conservadora, fiel en toda su trayectoria a la figura histórica de Franco, desemboque en una praxis tan cercana al positivismo, es decir, en un Estado técnico e implícitamente laico?». Esta fue su solución, a mi juicio sólo estilísticamente dubitativa: «Se trata quizá de una curiosa colusión de racionalismo con un empirismo pragmático y utilitario que se realiza en una mentalidad biográficamente conservadora y católica»[330].

En efecto, cuando realiza el análisis de la sociedad sin necesidad de justificar una teoría más o menos filosófica, el acierto de su análisis es espectacular, como ocurre en la mayor parte de La partitocracia y de Los errores del cambio y también en buena parte de La envidia igualitaria[331]. Cuando se trata de fundamentar sus propuestas teóricas y sus tesis políticas sobresale el racionalismo (filosófico) y el positivismo de clara raíz comteana. Cuando argumenta sobre la razón el dualismo de su pensamiento es manifiesto y no cabe armonizarlo: es el razonalismo, que nunca llegó a definir[332]. Es precisamente en su teoría sobre la razón donde imperan lo que creo que son las mayores deficiencias de su pensamiento, cerrado, o al menos indiferente, a un orden trascendente. La ausencia de Dios en la expresión de un pensador de tanta entidad es significativa[333], aunque excepcionalmente escribiera que «sin trascendencia, el hombre es un eslabón tan imperfecto y precario que, contemplado desde su individualidad, resulta absurdo»[334]; pero al volver a reflexionar sobre la muerte, siete años más tarde, toda trascendencia es incompatible con la explicación biológica evolutiva[335].

Las contradicciones del pensamiento de Fernández de la Mora, que son las que han dado lugar a lecturas diversas de algunos aspectos de su obra, en especial sobre la razón, podría deberse a una duplicidad en su formación. Una primera católica de infancia y juventud y de predominante filosofía perenne en la Universidad y otra segunda debida a sus lecturas de madurez, Ortega, Amor Ruibal, Zubiri, la filosofía alemana, especialmente Kant y Hegel, Comte y muchos más. Pero cuando se juntan el agua y el aceite, cada una va por su lugar y cuando se mezclan el agua y el vino ambos se echan a perder. Por eso sus mejores libros son los que desmontan las irracionales construcciones políticas donde no se produce esa mezcla o está muy atenuada. El suelo de su pensamiento es la religión católica, el sentido común y la filosofía perenne, pero al mismo tiempo se superponen otras filosofías y construcciones intelectuales contrarias a aquellas y que, según las ocasiones, las ahogan. Y según los temas o los aspectos de diferentes cuestiones o de sus consecuencias aflora una u otra de esas tendencias. Cuando no tenía que defender una tesis propia es cuando aflora su formación católica y la filosofía cristiana, para las que no hay lugar cuando sustenta o defiende sus tesis más originales. Por eso el Estado de razón de Fernández de la Mora es un Estado defectuoso, por una antropología incompleta y unos conceptos, aparentemente universales y pertenecientes a la filosofía perenne (bien común, justicia, desarrollo, moral, etc.), que cuando se precisan, a veces, significan otra cosa diferente. Y fue una concepción meramente instrumental del Estado la que en España posibilitó su radical cambio en tan breve tiempo.

Como muestra de ese pensamiento dual, además de lo ya visto, unas pocas citas en relación a la moral[336]:

«Creo que el derecho natural impone una reglamentación legal de las libertades de expresión y asociación»[337], escribía en 1964; en 1968 dirá: «Hay que sacar el Derecho Político del trono iusnaturalista»[338]. Cuarenta años más tarde, en contra del positivismo jurídico, dirá: «Las leyes naturales son halladas, descubiertas; antes de su formulación estaban ahí funcionando»[339].

En 1968 indicaba que al Estado le corresponde la prosecución del verum y el bonum y se confiesa partidario de un absolutismo lógico y moral[340]. Pero años más tarde el análisis de la nación se hace desde la perspectiva ética, pero no contemplada desde unos imperativos morales, sino por su adecuación a los fines concretos deseables o propuestos[341]. Pasado poco tiempo, en una páginas escritas hacia 1997[342], escribe que «no se contempla lo bueno en sí, sino lo bueno para la especie humana, sean o no coincidentes ambos bienes»[343].

Si en 1975 se decía que el progreso no puede tener como medida la ética sino que la medida del progreso es la racionalización[344], en 1986, al tratar la misma cuestión, se ha suprimido la alusión a la ineficacia de los valores y de la ética como medida del progreso, aunque el criterio para medir el progreso sigue siendo la racionalización[345].

En una de las revisiones de El crepúsculo de las ideologías había escrito que «la ciencia es la parte dogmática de la cultura actual. Lo demás es opinable»[346]. En 1994 defenderá la «validez universal [de] los preceptos morales»[347], pero en 2002 dirá que «hay dos categorías de contenido en una tradición: el núcleo duro científico-técnico, que aspira a ser universal y necesario; y la parte blanda que es local y contingente»[348], aunque «la variedad de las tradiciones» se resolverá mediante la razón que permitirá «la formulación de una ética universal»[349]. Por los mismos años rechazará el relativismo ético defendiendo el absolutismo porque hay imperativos metajurídicos y metahistóricos, de forma que el multiculturalismo no debe implicar el relativismo ético[350]

Si en 1972 afirmaba que el Estado es un medio instrumental, en sí mismo «éticamente indiferente» «si no se relaciona con sus fines», porque «los medios en sí mismos no son ni buenos ni malos, son indiferentes»[351], en 1986, frente a la afirmación del entonces obispo de San Sebastián, José María Setién, que había dicho que «la razón ética y la razón política no son coincidentes conceptualmente» y que «hay conflicto» entre ellas, Fernández de la Mora le corregirá certeramente: «Sólo hay una razón ética, y sería inmoral toda conducta –pública o privada– que la contradiga. Nadie puede preconizar un fin o un medio que no sean éticos»[352].

Si en 1966 escribía que «hay un orden moral objetivo»[353] y, en 1990 clamará contra el agnosticismo moral porque lo que dignifica a la vida humana es la aceptación de una jerarquía de valores éticos[354], en 1997 escribirá que lo valioso lo determina «el permanente y objetivo bien de la especie humana»[355], y que la moral cristiana no basta y es necesario complementarla con una ética laica que será la base para la necesaria regeneración moral[356].

La síntesis de su pensamiento, expuesto en El hombre en desazón, basado en un presunto empirismo, no por anunciado más real, se encuentra en el rechazo de una fundamentación iusnaturalista (es decir, basada en la ley natural) de la moral, considerando en cambio, que el bien de la especie es un dato observable y experimentable[357]. Para Fernández de la Mora la moral es el bien de la especie. Para Goñi, «la fundamentación razonalista de la ética es, quizá, el punto más flaco del pensamiento de Fernández de la Mora»[358].

Si Fernández de la Mora tuvo plena razón en su crítica de la democracia (calificada de inorgánica), de la partitocracia –a lo que hoy algunas voces políticas se han apuntado en parte, pero sin reconocer la parte de mérito que le corresponde a Fernández de la Mora al haberse anticipado a describirlo y anunciarlo– y acertó plenamente al indicar los errores del cambio, lo fue porque esas sí son construcciones apriorísticas e irracionales con pretensiones de validez universal. Sin embargo, la solución no está únicamente en una representación de intereses y en la reforma de las instituciones, sino, que es necesario algo más; precisamente, lo que se había dado de lado, e incluso rechazado, por considerarlo caduco: lo que constituyó el núcleo de las anteriores instituciones, los principios morales y religiosos. La existencia de una zona que es ajena y está por encima de las decisiones de los hombres. Aquello que es indisponible, que la razón puede descubrir (la ley natural y el derecho natural) y la religión católica corrobora y eleva; al mismo tiempo, la vida conforme con la religión católica. Pero sin una reforma moral y religiosa de los hombres que acompañe a las instituciones, la reforma de estas no cambiará nada esencial.

 

[1] Pedro Carlos GONZÁLEZ CUEVAS, Acción Española. Teología política y nacionalismo autoritario en España (1913-1936), Madrid, Tecnos, 1998.

[2] Estanislao CANTERO NÚÑEZ, «Sobre Acción Española y la falsificación de la Historia», Anales de la Fundación Francisco Elías de Tejada (Madrid), año VIII (2002), págs. 131-176.

[3] Prólogo de Andrés de Blas Guerrero, Madrid, Biblioteca Nueva, 2000.

[4] Madrid, Biblioteca Nueva, 2002. Una segunda edición con porta-da superpuesta con el título Pensamiento conservador español. Ideas políticas de Maeztu, Maurras y Schmitt, Madrid, Biblioteca Nueva, 2002.

[5] Maeztu. Biografía de una nacionalista español, Madrid, Marcial Pons, 2003.

[6] El pensamiento político de la derecha española en el siglo XX. De la crisis de la Restauración al Estado de partidos (1898-2000), Madrid, Tecnos, 2005.

[7] Conservadurismo heterodoxo. Tres vías ante las derechas españolas: Maurice Barrès, José Ortega y Gasset y Gonzalo Fernández de la Mora, Madrid, Biblioteca Nueva, 2009.

[8] Así lo indiqué en el trabajo anteriormente mencionado sobre la interpretación de Morodo acerca de las influencias recibidas por los hombres de Acción Española, en un epígrafe titulado «Sobre la herencia de Acción Española. El lugar de Verbo» (loc. cit., págs. 169-176) sobre la omisión de la revista Verbo en un análisis de González Pedro Carlos GONZÁLEZ CUEVAS. Posteriormente suprimí dicho epígrafe al recoger ese artículo en mi libro La contaminación ideológica de la Historia (Madrid, Libros Libres, 2009, pág. 12, nota), por haber dedicado González Cuevas un epígrafe de dos páginas en su libro publicado en 2005, muy insuficientes, pero ya no había omisión.

[9] Pedro Carlos GONZÁLEZ CUEVAS, «Revisionismo histórico y Escuela del resentimiento: Dos visiones de la historia de las derechas españolas durante la crisis de la Restauración y la II República», Razón Española (Madrid), núm. 165 (2011), págs. 19-50, 30 y 34, anticipado en La razón histórica (Murcia), núm. 13 (2010), págs. 3-18.

[10] Pedro Carlos GONZÁLEZ CUEVAS, «El hispanismo de Paul Preston», Razón Española (Madrid), núm. 161 (2010), págs. 261-295, 289, anteriormente en La razón histórica, núm. 8 (2009), págs. 19-34. También, «El Holocausto de Paul Preston», Razón Española (Madrid), núm. 168 (2011), págs. 25-49, también en Historia del presente (Madrid), núm. 17 (2011), págs. 149-154.

[11] Pedro Carlos GONZÁLEZ CUEVAS, «José Carlos Mainer: Falange y literatura», Razón Española (Madrid), núm. 199 (2016), págs. 159-195.

[12] Pedro Carlos GONZÁLEZ CUEVAS, «Derechas y fascismo en la obra de Stanley G. Payne», Razón Española (Madrid), núm. 198 (2016), págs. 27-60.

[13] Pedro Carlos GONZÁLEZ CUEVAS, «Perder elecciones. La indefensión mental de la derecha española», Razón Española (Madrid), núm. 126 (2004), págs. 31-48; «De Historia y política», Razón Española (Madrid), núm. 150 (2008), págs. 7-36; «La izquierda sin esperanza de Ignacio Sotelo», Razón Española (Madrid), núm. 189 (2015), págs. 61-73.

[14] Razón Española (Madrid), núm. 129 (2005).

[15] Madrid, Biblioteca Nueva, 2015 (17x24 cm.), 469 págs.

[16] Salvo error, el primero de ellos, «Gonzalo Fernández de la Mora y la “legitimación” del franquismo», Sistema (Madrid), núm. 91 (1989), págs. 83-106.

[17] Estanislao CANTERO NÚÑEZ, «Una visión de la transición», en AA. VV., Razonalismo. Homenaje a Fernández de la Mora, Madrid, Fundación Balmes, 1995, págs. 403-420.

[18] Para este comentario me he servido de la primera edición de Rialp y la de Salvat (edición especial RTV) de 1971.

[19] Quizá ese nombramiento, sin negar su idoneidad y acierto fuera de toda duda como demostró su labor, constituyera una forma de intentar desmentir implícitamente el gobierno de los tecnócratas y hacer frente a sus críticas crecientes, al encomendar el ministerio más técnico y científico, el de Obras Públicas, a un intelectual y a un diplomático de formación jurídica y filosófica.

[20] Todavía en 2008 Álvaro RODRÍGUEZ NÚÑEZ, «Envidia e igualdad en el pensamiento de Gonzalo Fernández de la Mora», Razón Española (Madrid), núm. 148 (2008), págs. 179-194, 181, parece identificar la «ideocracia» de Fernández de la Mora con la tecnocracia.

[21] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, «La tecnocracia», Apéndice I, en El crepúsculo de las ideologías, Estella, Salvat Editores/Alianza Editorial (Especial RTV), 1971, págs. 159-162.

[22] En 1998 explicó de modo sistemático su oposición en la votación en las Cortes de las que era diputado, Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, «Por qué vote negativamente la Constitución de 1978», Anales de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas (Madrid), núm. 75 (1998), págs. 249-263; reproducido en Razón Española (Madrid), núm. 173 (2012), págs. 257-275.

[23] Sobre la revista durante la dirección de su fundador, Estanislao CANTERO NÚÑEZ, «Razón Española», Empresas Políticas (Murcia), año II, núm. 3 (2003), págs. 169-179.

[24] Así: «mi concepción racionalista del mundo» afirmará en 1968 (Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, Pensamiento español 1969, Madrid, Rialp, 1971, pág. 191).

[25] ) Neologismo de Giménez Caballero aplicado a Ferrnández de la Mora, al dedicarle un artículo en «homenaje a nuestro gran “razonalista” Gonzalo Fernández de la Mora», Ernesto GIMÉNEZ CABALLERO, «Poesía y razón en nuestro XVIII», Razón Española (Madrid), núm. 20 (1986), págs. 349-353, 349.

[26] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, entrevistado por Ángel MAESTRO, «Entrevista: XX volúmenes», Razón Española, núm. 68 (1994), págs. 339-344, 341. En otra entrevista dirá que prefiere ser considerado razonalista para evitar equívocos con lo que los manuales de historia de la filosofía entienden por racionalismo. Aunque precisa que se trata de una cuestión semántica accidental («Entrevista», Ángel MAESTRO, en AA. VV., Razonalismo. Homenaje a Fernández de la Mora, Madrid, Fundación Balmes, 1995, págs. 483-488, 484). Antes se había considerado racionalista y su método empiriocrítico positivo («Del prólogo a la segunda y tercera edición», El crepúsculo de las ideologías, RTV, pág. 18).

[27] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, «Contradicciones de la partitocracia», Verbo, núm. 291-292 (1991), págs. 53-90. Ampliado en Razón Española (Madrid), núm. 49 (1991), págs. 153-204. Véase Pedro Carlos GONZÁLEZ CUEVAS, «Partitocracia y secesionismo. La crítica de Gonzalo Fernández de la Mora a la Transición», Razón Española (Madrid), núm. 142 (2007), págs. 137-186.

[28] Baste como ejemplo, Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, «Franco ¿Dictador?», en AA. VV., El legado de Franco, Madrid, Fundación Nacional Francisco Franco, 1997, págs. 173-195.

[29] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, La partitocracia, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1977, págs. 216-220.

[30] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, «La monarquía hereditaria», en Miguel AYUSO (ed.), Comunidad humana y tradición política. Liber Amicorum de Rafael Gambra, Madrid, Editorial Actas, 1998, págs. 237-245, 244-245. Cfr. «La crisis de la monarquía británica», Razón Española (Madrid), núm. 62 (1993), págs. 321-324.

[31] AA. VV., Razonalismo. Homenaje a Fernández de la Mora, Madrid, Fundación Balmes, 1995, 621 págs.

[32] Luis SÁNCHEZ DE MOVELLÁN DE LA RIVA, El razonalismo político de Gonzalo Fernández de la Mora y Mon, Prólogo de Ángeles López Moreno, Madrid, Fundación Universitaria Española, 2004, 430 págs. Hay que lamentar que este libro no tenga un índice onomástico.

[33] Carlos GOÑI APESTEGUÍA, Teoría de la razón política. El pensamiento político de Gonzalo Fernández de la Mora, prólogo de Montserrat Herrero López, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2013, 429 págs. Es lamentable que esta obra no tenga un índice onomástico.

[34] Álvaro RODRÍGUEZ NÚÑEZ, Contra la oligarquía y el caciquismo del siglo XXI. El pensamiento político de Gonzalo Fernández de la Mora, prólogo de Miguel Anxo Bastos Boubeta, Astorga, CSED, 2015, 172 págs.

[35] Su primera edición es de 1976 y la hizo la editorial Gabriela Mistral de Santiago de Chile. Su crítica y la defensa de la representación corporativa inspiró en cierta medida la configuración del régimen chileno establecido por el General Pinochet.

[36] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, Río arriba, Barcelona, Planeta, 1995, 2.ª ed., pág. 290.

[37] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, Ortega y el 98 (1961), Madrid, Rialp, 3.ª ed. ampliada, 1979. Es conveniente complementar su lectura con estudios publicados con posterioridad, en especial «Ortega y el catolicismo», que es un comentario a la correspondencia de Ortega (José ORTEGA Y GASSET, Cartas de un joven español), en donde se asombra ante su «animadversión anticatólica tan iracunda y escasamente racionalizada»: Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, «Ortega y el catolicismo», Razón Española (Madrid), núm. 55 (1992), págs. 209-212, cit. pág. 212. Así se acaba reconociendo el anticatolicismo de Ortega que motivó una famosa polémica en la que no participó Fernández de la Mora (Vid. Estanislao CANTERO NÚÑEZ, Una polémica sobre Ortega. La polémica sobre el orteguismo católico veinticinco años después, Madrid, Speiro, 1983).

[38] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, Filósofos españoles del siglo XX, Barcelona, Planeta, 1987.

[39] Pedro Carlos GONZÁLEZ CUEVAS, La razón conservadora, cit., págs. 306-307, 338 y 341.

[40] Ricardo DE LA CIERVA, «La ideología gnóstica como constante parásita del cristianismo», en AA. VV., Razonalismo, cit., págs. 159-161, 159.

[41] Mario SORIA, «Una idea de la razón», en AA. VV., Razonalismo, cit., págs. 108-119. Una interpretación contraria es la que hizo en el mismo libro Antonio MILLÁN PUELLES, «Apología y parénesis del logos», págs. 95-108.

[42] Danilo CASTELLANO, «El Estado racional», en AA. VV., Razonalismo, cit., págs. 196-204. Una interpretación diferente en el mismo libro, Dalmacio NEGRO PAVÓN, «Concepción del Estado», págs. 187-196.

[43] Miguel AYUSO TORRES, «Liberalismo y democracia», en AA. VV., Razonalismo, cit., págs. 244-250.

[44] Rafael GAMBRA CIUDAD, «Paradojismo», en AA. VV., Razonalismo, cit., págs. 119-124.

[45] Se comprende perfectamente que Fernández de la Mora no polemizara con quienes concurrían a su libro homenaje.

[46] Así, por ejemplo, respecto al libro La envidia igualitaria, Pedro Carlos GONZÁLEZ CUEVAS, La razón conservadora, cit., pág. 406.

[47] Pedro Carlos GONZÁLEZ CUEVAS, La razón conservadora, cit., págs. 434 y 431.

[48] Ibid., págs. 145-150, 227-230, 283-285 y 404-405.

[49] Sobre Comte, Estanislao CANTERO NÚÑEZ, Auguste Comte, revolucionario a su pesar. El control social contra la libertad y el derecho, Madrid, Marcial Pons, 2016.

[50] Pedro Carlos GONZÁLEZ CUEVAS, La razón conservadora, cit., pág. 16: «Interpretó a Zubiri como un autor muy próximo al positivismo» (Ibid., pág. 184).

[51] Pedro Carlos GONZÁLEZ CUEVAS, La razón conservadora, cit., pág. 62.

[52] Pedro Carlos GONZÁLEZ CUEVAS, «Historiador del pensamiento», en AA. VV., Razonalismo, cit., págs. 325-337, 325.

[53] Pedro Carlos GONZÁLEZ CUEVAS, La razón conservadora, cit., pág. 228.

[54] Ibid., pág. 189

[55] «Más conexión veo yo con el pensamiento de Augusto Comte. El desplazamiento de ideología por ciencia corresponde al del espíritu metafísico por el positivo» (Alfonso GARCÍA VALDECASAS, «Discurso de contestación», en Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, Del Estado ideal al Estado de razón, Madrid, 1972, pág. 114); Pedro Carlos GONZÁLEZ CUEVAS, La razón conservadora, cit., pág. 286.

[56] Frederick D. WILHELMSEN, «El pleito de las ideologías», Punta Europa (Madrid), núm. 105 (1966), págs. 87-97, 87 y 97.

[57] Rafael GAMBRA, «Paradojismo», loc. cit., págs. 122 y 124.

[58] También para Sánchez de Movellán Fernández de la Mora descubre a Comte por Zubiri (Luis SÁNCHEZ DE MOVELLÁN DE LA RIVA, op. cit., pág. 51): «González Cuevas descubre la forma sagaz en que Gonzalo Fernández de la Mora adapta la ley comteana»; «filosofía y métodos positivos, de influencia comteana» (op. cit., págs. 338 y 374); en la interiorización de las creencias está «de acuerdo con Comte» (op. cit., pág. 354).

[59] Jerónimo MOLINA CANO, «Un jurista de Estado: Fernández de la Mora», Razón Española (Madrid), núm. 142 (2007), págs. 187-210, 205.

[60] Sergio FERNÁNDEZ RIQUELME, «Técnica y política en Gonzalo Fernández de la Mora», Razón Española (Madrid), núm. 154 (2009), págs. 163-191. Aporta este autor un texto de Fernández de la Mora publicado en ABC del 2 de abril de 1964 –«El futuro y las formas políticas»–, en el que aboga por el «estado técnico (que) se asemeja no poco con lo que Comte llamaba estado positivo, o sea, la forma que corresponde al progreso científico» (loc. cit., pág. 172).

[61] Dalmacio NEGRO PAVÓN, «¿Se equivocó Fernández de la Mora?», Razón Española (Madrid), núm. 193 (2015), págs. 143-157. Ahí escribe de Fernández de la Mora: «Su, con buenos motivos, admirado Augusto Comte» (pág. 154).

[62] Carlos GOÑI APESTEGUÍA, Teoría de la razón política, cit., págs. 245, 255-262 y passim. Indica que las tres argumentaciones con las que Fernández de la Mora entiende que se ha justificado el Estado ideal ( «la via sacra», el arbitrismo» y «la vía ética», Del Estado ideal al Estado de razón, cit., págs. 47-57) aunque «no se corresponden exactamente con la ley de los tres estadios de Comte tienen un paralelismo muy fuerte» (Carlos GOÑI APESTEGUÍA, op. cit., pág. 241, nota 35). En otro lugar dirá: «Ya Comte había entendido el carácter ilusorio del pensamiento político anterior a la irrupción del positivismo en términos similares a los de Fernández de la Mora» (Ibid, pág. 260). Aunque no es difícil entenderlo, deberían haberse intercambiado los nombres.

[63] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, Pensamiento español 1964, Madrid, Rialp, 1965, pág. 35.

[64] Ibid., págs. 15 y 16. El mismo texto lo recogerá en El Estado de obras, Madrid, Doncel, 1976, pág. 149. En esta obra se recogen algunos de sus artículos y estudios publicados desde 1953 a 1976.

[65] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, Filósofos españoles del siglo XX, cit., pág. 152.

[66] ) Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, «Los ideólogos de la Revolución de 1868» (1 de diciembre de 1968), en El Estado de obras, cit., pág. 315.

[67] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, Filósofos españoles del siglo XX, cit., págs. 5 y 97.

[68] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, «Estructura conceptual del nuevo Estado», Razón Española (Madrid), núm. 56 (1992), págs. 263-336, cit. pág. 263.

[69] «La gran ley histórica positivista, liberada de su ganga pesudoteológica, se cumple en los saberes y en las formas políticas. Hay un primer estadio carismático en el que se gobierna con oráculos y con imaginación. Su expresión teórica más remota es el fetichismo, y las más modernas son el derecho divino de los reyes y los mandatos providenciales. Hay un segundo estadio ideológico en el curso del cual se secularizan los mitos con filosofías políticas vulgarizadas. Se gobierna mediante tópicos y su ejemplo característico es el Estado europeo de la segunda mitad del siglo XIX, el de las grandes palabras. Hay un tercer estadio científico en el que se racionaliza integralmente la política. Es el fin de los carismas y de las ideologías y supone la generalización del tratamiento científico de la cosa pública. Los pueblos más avanzados de Occidente viven un momento de transición entre la política ideológica y la científica»: Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, El crepúsculo de las ideologías (1965), Rialp, págs. 120-121; Estella, Salvat Editores/Alianza Editorial (Especial RTV), 1971, págs. 117-118.

[70] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, Del Estado ideal al Estado de razón, cit., pág. 87.

[71] Ibid.

[72] Así lo indica expresamente al tratar de la objetividad de los fines del Estado: «Es un planteamiento netamente empírico que deja al margen e intactas entre otras, las arduas cuestiones metafísicas de la causalidad y del finalismo» (Del Estado ideal al Estado de razón, cit., pág. 79).

[73] Sin llegar a ser «orteguiano», escribió de Ortega: «Uno de los españoles con quienes me considero en mayor deuda discipular» (Ortega y el 98, cit., pág. 135).

[74] «Debo a Zubiri verdades torales, como la del estructuralismo dinámico de la realidad, que ya había intuido Amor Ruibal; y el culto reverencial al sistematismo» (Río arriba, cit., pág. 112).

[75] Pedro Carlos GONZÁLEZ CUEVAS, La razón conservadora, cit., pág. 217.

[76] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, Pensamiento español 1965, Madrid, Rialp, 1966, pág. 140.

[77] Pedro Carlos GONZÁLEZ CUEVAS, La razón conservadora, pág. 217.

[78] Esto es lo que escribía Fernández de la Mora: «En este punto mi adhesión a los exegetas que utilizan la teoría de los géneros literarios es completa. La ingenua inverosimilitud de tantas narraciones veterotestamentarias sólo puede ser salvada si se acude a la intención parenética de los autores inspirados. Ahora bien, los márgenes que este método abre al conjunto de la interpretación bíblica son sencillamente amenazadores para la integridad y la estabilidad del dogma. Porque, ¿quién impide considerar como metáforas algunos de los textos evangélicos esenciales? Esto es lo que están haciendo los “desmitificadores”, con Bultmann a la cabeza. Son muchos los teólogos católicos que, justamente, entienden que la desmitificación desemboca nada más y nada menos que en la eliminación de toda la carga sobrenatural de la Escritura, la cual acabaría por tener el mismo valor que cualquier otro texto similar de la época […] Pero eso sería, pura y simplemente, la desacralización» (Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, Pensamiento español 1969, cit., pág. 130).

[79] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, Pensamiento español 1969, cit., pág. 138.

[80] Pedro Carlos GONZÁLEZ CUEVAS, La razón conservadora, cit., pág. 214.

[81] Sobre Renan, racionalista sin duda alguna, pero en absoluto mediante una «razón razonable», que fue un fabulador empedernido que no hizo ciencia sino literatura, véase Estanislao CANTERO NÚÑEZ, La contaminación ideológica de la Historia, Madrid, LibrosLibres, 2009, págs. 197-219.

[82] Pedro Carlos GONZÁLEZ CUEVAS, La razón conservadora, cit., págs. 17, 19, 180-181.

Lo había dicho con anterioridad: «La gran aportación de Gonzalo Fernández de la Mora a las doctrinas conservadoras españolas contemporáneas es su abandono de la perspectiva contrarrevolucionaria tradicional basada en arbitrarias hipótesis metafísicas y en legendarias tradiciones, que ya no resultaba socialmente operativa», ya que «partidario de la interiorización de las creencias religiosas, considera inactual la identificación menendezpelayana entre ortodoxia católica e identidad nacional» (Pedro Carlos GONZÁLEZ CUEVAS, «Historiador del pensamiento», en AA. VV., Razonalismo, cit., págs. 325-337, 325 y 331). En relación al libro Ortega y el 98, publicado en 1961, entiende González Cuevas que Fernández de la Mora, «había llegado a la conclusión de que los supuestos teológico-políticos defendidos por los tradicionalistas eran epistemológicamente incompatibles con las nuevas necesidades de la tecnología científico-social impuestas por el propio desarrollo económico». Y concluía así su estudio: «Su gran aportación a la historia del pensamiento conservador español fue su abandono de la perspectiva contrarrevolucionaria tradicional, que ya no resultaba socialmente operativa, en pos de un conservadurismo renovado, basado en criterios verificables de base empírica y en objetivos de desarrollo económico y perfeccionamiento técnico»: Pedro Carlos GONZÁLEZ CUEVAS, «Ortega y Gasset en la obra de Gonzalo Fernández de la Mora», Razón Española (Madrid), núm. 141 (2007), págs. 9-54, 32 y 54. Véase también, Conservadurismo heterodoxo, cit., págs. 154, 158, 198-199.

[83] «La producción ideológica de Gonzalo Fernández de la Mora se inscribe en el intento de actualizar el pensamiento conservador español, con evidentes y palmarios tintes de liberalismo clásico». «Quizá sí haya que destacar que la gran aportación de Gonzalo Fernández de la Mora a las doctrinas conservadoras españolas contemporáneas sea su abandono de la perspectiva contrarrevolucionaria tradicional, basada en arbitrarias hipótesis metafísicas y en legendarias tradiciones, que ya no resultaba socialmente operativa, en pos de un conservatismo liberal y renovado» (Luis SÁNCHEZ DE MOVELLÁN DE LA RIVA, El razonalismo político de Gonzalo Fernández de la Mora y Mon, cit., págs. 337 y 383).

[84] Para este autor las ideas de Fernández de la Mora son «en última instancia liberales» y remite a Miguel Ayuso y a Sánchez de Movellán: Jerónimo MOLINA CANO, loc. cit., pág. 197

[85] Pedro Carlos GONZÁLEZ CUEVAS, La razón conservadora, cit., pág. 122. Se refiere Marrero a los años cincuenta del siglo pasado de la revista Arbor y a la colección O crece o muere, y distingue entre el «ensayo político de tipo neo-conservador, como los de Fernández de la Mora» y el de «tipo tradicionalista, como los de Elías de Tejada o Rafael Gambra» (Vicente MARRERO SUÁREZ, La guerra española y el trust de cerebros, 3ª ed., Madrid, Ediciones Punta Europa, 1963, pág. 471).

Para Dalmacio Negro, «no habría dificultad en considerar a Fernández de la Mora como pensador liberal en sentido parecido al de Burke o el conservadurismo republicano estadounidense»: Dalmacio NEGRO PAVÓN, «En torno al pensamiento político de Gonzalo Fernández de la Mora», Razón Española (Madrid), núm. 137 (2006), págs. 269-280, cit. pág. 279

[86] «De convicciones religiosas –católico romano– no está informado por ellas el pensamiento de este escritor. El agnosticismo político de Fernández de la Mora excluye toda forma de confesionalismo político» y su «postulación de la neutralidad del Estado en materia de fe» hace que «lo decisivo es su concepción neutral del Estado, presupuesto de una derecha de Estado, laica y moderna» (Jerónimo MOLINA CANO, «Un jurista de Estado: Fernández de la Mora», loc. cit., págs. 196, 197 y 198).

[87] «Aunque era hombre de convicciones religiosas –católico–, su pensamiento no es confesional; más bien podríamos definirlo como una antropología de la fundamentación racional, es decir, como un buscar la razón correcta de las cosas y de los juicios que sobre ellas formulamos»: Javier ESPARZA, «Fernández de la Mora: un jurista de Estado... y algo más», Razón Española (Madrid), núm. 154 (2009), págs. 193-198, 197.

[88] Fernández de la Mora adquirió en su juventud una «concepción tradicional de la existencia […] que se argumentará al margen de cualquier cauce de tipo teológico o tradicionalista. Su toma de postura por la razón y su aceptación de la modernidad filosófica y científica impedirán su caída en un tradicionalismo político-cultural en el que, sin embargo había militado intelectualmente en su primera juventud» (Carlos GOÑI APESTEGUÍA, Teoría de la razón política, cit., pág. 27). «Con los años, sin embargo, Fernández de la Mora llegará a la conclusión de que una reconstrucción del pensamiento conservador había de hacerse al margen de cualquier filosofía cristiana» (Ibid., pág. 30). «En lo esencial la religiosidad de Fernández de la Mora está definida en su periodo de exilio gallego. La “descritianización” cultural posterior obedece más a motivos filosóficos, en concreto a su posición con respecto a la filosofía cristiana que le parece incapaz para reorganizar el saber y la sociedad de acuerdo al humanismo español» (Ibid., pág. 34, nota 41). «Tras la caída del Régimen […] se erigirá en uno de los renovadores doctrinales de la derecha española en crisis con el cambio político […]. Esta renovación de la derecha tratará de liberarse de la carga confesional, ausente en el pensamiento de Fernández de la Mora, ofreciendo argumentaciones de tipo técnico-científico frente a la visión cristiana» (Ibid., págs. 234-235). «Para la filosofía política de Fernández de la Mora el hecho religioso o la autoridad del argumento teológico brillan por su ausencia. Nota esta distintiva respecto a autores procedentes del tradicionalismo con los que se ha pretendido alinear a este autor» (Ibid., pág. 311, nota 12).

[89] Indirectamente se desprende al afirmar que innovó el pensamiento conservador contemporáneo español «sin caer en las viejas fórmulas del tradicionalismo reaccionario» (se apoya en González Cuevas) y su contribución «a las doctrinas conservadoras españolas, fue el abandono de la perspectiva contrarrevolucionaria tradicional y aportar una nueva visión conservadora liberal» (se apoya en Molina Cano) (Álvaro RODRÍGUEZ NÚÑEZ, op. cit., págs. 20, 21 y 24). Una precisión al bienintencionado autor: no es cierto que Fernández de la Mora «votó a favor de la Ley de Reforma Política porque estaba a favor de la democracia» (op. cit., pág. 66; también en la pág. 16). Como explicó en sus memorias, su intervención en el Consejo Nacional donde se informó el proyecto fue sumamente crítica (Río arriba, cit., págs. 321-325) y su voto favorable en las Cortes lo fue a su pesar: «Por disciplina de partido hube de violentarme para votar, y lamento no haberlo hecho en conciencia, aunque hubiera sido enteramente inútil» (Río arriba, cit., pág. 270).

[90] Francisco PUY MUÑOZ, «El primer estudio científico de la filosofía política de Gonzalo Fernández de la Mora (1924-2002)», Razón Española (Madrid), núm. 114 (2002), págs. 84-87, cit. pág. 87.

[91] «El humanismo español se encuentra doctrinalmente desarmado. Ya no puede apoyarse en la filosofía cristiana porque ésta se ha convertido en un pluriverso de corrientes que llegan hasta la llamada teología de la liberación, y hará falta tiempo para que la nueva orientación pontificia logre superar la crisis heredada», Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, «La dialéctica», Razón Española (Madrid), núm. 2 (1983/84), págs. 129-133, 132.

[92] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, «La dialéctica», Razón Española, (Madrid), núm. 2 (1983/1984), págs. 129-133, 133

[93] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, El hombre en desazón, pág. 358.

[94] Estanislao CANTERO NÚÑEZ, «Razón Española», Empresas Políticas (Murcia), año II, núm. 3 (2003), págs. 169-179.

[95] Goñi la localiza al inicio de la revista: «Tras la caída del Régimen […] se erigirá en uno de los renovadores doctrinales de la derecha española en crisis con el cambio político […]. Esta renovación de la derecha tratará de liberarse de la carga confesional. Ausente en el pensamiento de Fernández de la Mora, ofreciendo argumentaciones de tipo técnico-científico frente a la visión cristiana» (Carlos GOÑI APESTEGUÍA, op. cit., págs. 234-235; se apoya en el editorial del número 2 de Razón Española, 1983).

[96] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, Del Estado ideal al Estado de razón, cit., pág. 48.

[97] Ibid., pág. 54.

[98] Pedro Carlos GONZÁLEZ CUEVAS, La razón conservadora, cit., pág. 84; véase, Conservadurismo heterodoxo, cit., págs. 143-147.

[99] Carlos GOÑI APESTEGUÍA, op. cit., pág. 48.

[100] En 1952, escribía: «Espiritualmente, España es el país más rico y acaso el más homogéneo del mundo. Los desfallecimientos y los cismas son minoritarios. No existe una nación que conserve tan arraigadas ciertas virtudes primarias. En la esfera del espíritu, el último gañán español es un semidios si se le compara con el hombre medio europeo. Nuestro tesoro es el humanismo» (Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, «El español, su problema y su complejo», ABC, 19/6/1952, reproducido en Razón Española (Madrid), núm. 197 (2016), págs. 261-264, 264). ¿Está implícita la catolicidad? Desde luego no es lo mismo que el humanismo. Goñi menciona este artículo como prueba de su aserto y con anterioridad González Cuevas había remitido, entre otros, a este artículo (Pedro Carlos GONZÁLEZ CUEVAS, Conservadurismo heterodoxo, cit., pág. 145).

[101] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, El Estado de obras, cit., pág. 243 (el artículo es de 17/5/1960).

[102] Así describe un proceso que valora positivamente: «El Occidente vive un proceso de interiorización de las creencias: resulta difícilmente pensable un retorno a las guerras de religión, disminuyen los actos exteriores de culto, se agudiza la separación entre la Iglesia y el Estado, se amplían las distancias entre el fuero interno y el externo, la vida pública y profesional se independiza de la confesional, surgen los Institutos seculares, crecen el respeto a la libertad de conciencia y la capacidad de convivir con adeptos de otros credos, aumenta el pudor religioso, y se generaliza la hostilidad colectiva hacia el exhibicionismo, la politización y la pragmatización de la fe. Todo esto significa que la religión no va a un desarrollo material y coactivo, sino espiritual y espontáneo, no espectacular y aparente, sino confidencial y auténtico. El sentimiento religioso se repliega hacia su sede propia, que es la intimidad» (El crepúsculo de las ideologías, Rialp, págs. 125-126; RTV, pág. 123).

[103] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, Pensamiento español 1965, cit., págs. 112-113.

[104] No sólo obras de eminentes teólogos, sino de algún autor encuadrado plenamente en el pensamiento político tradicional español. Ese mismo año de 1965, se publicaba el libro de Rafael GAMBRA, La unidad religiosa y el derrotismo católico, con un amplio prólogo de Juan VALLET DE GOYTISOLO, Sevilla, Editorial Católica Española, 1965, XXXV + 153 págs

[105] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, Pensamiento español 1968, Madrid, Rialp, 1969, pág. 169.

[106] Quizá la respuesta incoada haya que buscarla en el especialista en ética social, en el experto (Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, El crepúsculo de las ideologías, Rialp, pág. 101 y 117-120; RTV, págs. 94 y 103-104).

[107] Frederick D. WILHELMSEN, «El pleito de las ideologías», Punta Europa (Madrid), núm. 105 (1966), págs. 87-97, 87.

[108] Luis SÁNCHEZ DE MOVELLÁN, op. cit., pág. 356.

[109] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, «Puntualizaciones a Mr. Wilhelmsen», separata encartada en Punta Europa (Madrid), núm. 105 (1966), págs. 5-12, 6.

[110] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, El crepúsculo de las ideologías, Rialp, pág. 129; RTV., pág. 125.

[111] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, El crepúsculo de las ideologías, Rialp, pág. 130; RTV, pág. 126.

[112] Es muy significativa la mención de Maritain, teórico de la liquidación del Estado confesional católico.

[113] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, El crepúsculo de las ideologías, RTV, pág. 126.

[114] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, «Puntualizaciones a Mr. Wilhelmsen», separata encartada en Punta Europa (Madrid), núm. 105 (1966), págs. 5-12, 9.

[115] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, El crepúsculo de las ideologías, Rialp, págs. 126, 127, 128 y 137; RTV, págs. 124 y 129.

[116] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, El crepúsculo de las ideologías, Rialp, págs. 127-130; RTV, págs. 124-126.

[117] Sin solución de continuidad añadía: El fenómeno religioso estricto es individual, y por eso existe el eremita» (El crepúsculo de las ideologías, Rialp, pág. 128; RTV, pág. 124).

[118] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, El crepúsculo de las ideologías, Rialp, págs. 128-129; RTV, págs. 124-125.

[119] Respecto a esa frase, escribía que «por ser moral es adjetivo en el hecho religioso. No puede ponerse en entredicho la relación del hombre con Dios so pretexto de una discrepancia concreta sobre la promulgación de un precepto positivo» (Ibid., Rialp, 129-130; RTV, pág. 125). Aquí el error también es palmario, desde luego no es doctrina católica; bastaría para ello con que el precepto fuera de derecho eclesiástico, pero es de derecho divino, lo que no obsta para que también sea un precepto natural.

[120] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, El crepúsculo de las ideologías, Rialp, págs. 128, 129 y 130; RTV, pág. 125.

[121] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, Pensamiento español 1968, cit., págs. 104-105.

[122] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, El crepúsculo de las ideologías, Rialp, pág. 128; RTV, pág. 124.

[123] Bernardino MONTEJANO, Ideología, racionalismo y realidad, Buenos Aires, Abeledo-Perrot, 1981, pág. 81.

[124] Jerónimo MOLINA CANO, loc. cit., pág. 197.

[125] Pedro Carlos GONZÁLEZ CUEVAS, La razón conservadora, cit., pág. 17.

[126] Carlos GOÑI APESTEGUÍA, op. cit., pág. 138.

[127] «Si, en atención a peculiares circunstancias de los pueblos, se otorga a una comunidad religiosa determinada un especial reconocimiento civil en el ordenamiento jurídico de la sociedad, es necesario que al mismo tiempo se reconozca y respete a todos los ciudadanos y comunidades religiosas el derecho a la libertad en materia religiosa», Dignitatis humanae, núm. 6, Concilio Vaticano II. Constituciones. Decretos. Declaraciones, prólogo de Casimiro MORCILLO GONZÁLEZ, Madrid, BAC, 1970, 7.ª ed., pág. 791.

[128] Dignitatis humanae, núm. 1, ed. cit., pág. 784.

[129] Puede verse en Verbo (Madrid), núm. 41 (1966), págs. 3-5; o en Documentos colectivos del Episcopado español, 1870-1974, ed. de Jesús Iribarren y presentación del cardenal Vicente Enrique y Tarancón, Madrid, BAC, 1974, págs. 365-367.

[130] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, «Entrevista. La izquierda y la derecha», con Ángel MAESTRO, AA. VV., Razonalismo, cit., págs. 483-488, cit. pág. 485.

[131] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, El crepúsculo de las ideologías, RTV, pág. 129.

[132] Ibid., págs. 131-132.

[133] Ibid., pág. 132.

[134] Carlos GOÑI APESTEGUÍA, Teoría de la razón política, cit., pág. 266, nota 122.

[135] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, «La dialéctica», Razón Española (Madrid), núm. 2 (1983/84), pág. 132. Al iniciarse la andadura de la nueva revista le escribía a Álvaro d’Ors: «Razón Española no es una revista confesional como lo son Verbo y Sillar […]. Creo que el adversario no es sensible a los argumentos que apelan al principio de autoridad o a un dogma revelado»: «Correspondencia con Álvaro d’Ors», Razón Española (Madrid), núm. 126 (2002), carta de 5/12/1983, pág. 5; y en 1997 respecto a la revista Verbo le decía: «No me parece que su fideísmo fundamentalista sea eficaz en el momento actual» («Correspondencia con Álvaro D’Ors», Razón Española (Madrid), núm. 126 (2002), carta de 7/11/1997, pág. 14). Al menos, respecto a Verbo el juicio sólo es correcto respecto a la confesionalidad, pues siempre se ha definido como revista católica: véase Juan CAYÓN, «Verbo», Empresas Políticas (Murcia), año II, núm. 3 (2003), págs. 159-168. Pero en modo alguno se caracteriza por apelar en sus razonamientos al argumento de autoridad o al dogma revelado en cuestiones no dogmáticas. Y es llamativo que una persona de tantísimos saberes le achacase ser fideísta.

[136] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, «Acción Española», Razón Española (Madrid), núm. 14 (1985), págs. 340-345, 345.

[137] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, «Eugenio Vegas Latapie», Razón Española (Madrid), núm. 14 (1985), págs. 327-330, 330.

[138] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, «La paradoja religiosa de Franco», Razón Española (Madrid), núm. 14 (1985), págs. 331-333, 333.

[139] En el discurso pronunciado por Fernández de la Mora en la audiencia del rey a la junta directiva de UNE el 22 de febrero de 1977, recordó que uno de los puntos más definitorios de su programa era la defensa de la monarquía tradicional y que el partido se había integrado en Alianza Popular para defender, entre otras cosas, el humanismo cristiano (Río arriba, cit., pág. 276).

[140] Pedro Carlos GONZÁLEZ CUEVAS, La razón conservadora, cit., pág. 337.

[141] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, «Ortodoxia y españolidad», reproducido en Razón Española (Madrid), núm. 137 (2006), págs. 321-323.

[142] ) Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, Los errores del cambio, Esplugues de Llobregat, Plaza y Janés, 1986, págs. 29 y 30.

[143] Ibid., pág. 179.

[144] Ibid., págs. 181 y 182.

[145] Ibid., pág. 180.

[146] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, «Estructura conceptual del nuevo Estado», Razón Española (Madrid), núm. 56 (1992), págs. 263-336, cit. págs. 304 y 305.

[147] En la carta del editor del número 117 de enero-febrero de 2003 de Razón Española en que se publican, se dice que fueron escritas «hace ya más de un lustro».

[148] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, «El compromiso cultural del Estado», Razón Española (Madrid), núm. 117 (2003), págs. 13-29, 24.

[149] Por ejemplo, Río arriba, pág. 148.

[150] No he consultado los artículos de periódico. Su relación puede verse en la obra de Sánchez de Movellán.

[151] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, Río arriba, cit., pág. 146.

[152] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, El crepúsculo de las ideologías, Rialp, págs. 102-103; RTV, págs. 94-95.

[153] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, «La relatividad del Estado», en El Estado de obras, cit., pág. 13. En otro artículo de 20/9/1961 indicaba que los Estados perfectos existían «sólo en las mentes cuadriculadas de los utopistas» (El Estado de obras, cit., pág. 93).

[154] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, «La relatividad del Estado», en El Estado de obras, cit., pág. 15.

[155] Ibid.

[156] Ibid., pág. 17.

[157] Ibid., págs. 16-17.

[158] Ibid., pág. 17.

[159] Ibid., pág. 14.

[160] Ibid., pág. 13.

[161] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, Pensamiento español 1968, cit., págs. 167 y 168.

[162] José María NIN DE CARDONA, «Ciclo de conferencias en la Escuela de Estudios Jurídicos del Ejército», Revista de Estudios Políticos (Madrid), núm. 165-166 (1969), págs. 193-195, 193-194.

[163] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, Del Estado ideal al Estado de razón, cit., pág. 16.

[164] «La existencia de un Estado ideal y su viabilidad histórica son los dos principios, tácitos o expresos, sobre los que se ha levantado la ciencia política» (Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, Del Estado ideal al Estado de razón, cit., pág. 42).

[165] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, Del Estado ideal al Estado de razón, cit. pág. 88.

[166] Ibid., pág. 89.

[167] Ibid., pág. 88.

[168] Ibid., págs. 88 y 89,

[169] Ibid., pág. 89.

[170] Así, en 1951, había escrito: «A la idea cristiano-medieval de la comunidad política sucedió un Estado desligado de todo precepto ético trascendente, libre de la jurisdicción eclesiástica, soberano, omnipotente, encarnación de la moralidad misma. Esta es la hazaña que, precedidos por Duns Scoto y Ockam, llevaron a cabo Maquiavelo, Lutero, Bodino y Hobbes, y que consumó Hegel», Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, La quiebra de la razón de Estado (1951), Madrid, Ateneo, 2.ª ed., 1956, págs. 12-13.

[171] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, El Estado de obras, cit., pág. 20.

[172] Ibid., págs. 20-21.

[173] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, Pensamiento español 1964, cit., pág. 155.

[174] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, El Estado de obras, cit., pág. 13.

[175] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, «El relativismo político de Aristóteles», Atlántida (Madrid), núm. 46 (1970), págs. 347-361, 354, 355- 357, 360-361.

[176] ) Fernández de la Mora discute y rechaza las interpretaciones contrarias, especialmente la de Jaeger («El relativismo político de Aristóteles», loc. cit., págs. 359-360). Véase como contraste la interpretación de Marías que considera que Aristóteles no sólo no creía en el modelo ideal, al que consideraba irreal, sino que tampoco creía en la politeia ideal: Julián MARÍAS, introducción a ARISTÓTELES, Política, edición bilingüe y traducción de J. Marías y María Araujo, e introducción y notas de J. Marías, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1983, págs. V-XLII, especialmente págs. XXXVIXXXVII y LX-LXI.

[177] Estanislao CANTERO NÚÑEZ, «Evolución del concepto de democracia», en AA. VV., ¿Crisis en la democracia?, Madrid, Speiro, 1984, págs. 5-35, en especial págs. 7-13.

[178] Juan Antonio WIDOW, «La democracia en Santo Tomás», Philosophica (Valparaíso), núm. 1 (1978), págs. 203-217, 210.

[179] ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, VIII, 1160a (edición bilingüe y traducción de María Araujo y Julián Marías, e introducción y notas de J. Marías, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1970, pág. 132); Política, I, 2, 1253a y III, 6, 1279a (edición bilingüe y traducción de J. Marías y M. Araujo, e introducción y notas de J. Marías, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1983, págs. 3-4 y 80).

[180] CICERÓN, Las leyes, I, V, 15-17 (traducción, introducción y notas de Álvaro d’Ors, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1970, págs. 89-95).

[181] PLATÓN, La república, IV, 428e, 433a, 433b, 444d (trad. de José Manuel Pabón y Manuel Fernández Galiano, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1981, tomo II, págs. 75, 85-86 y 108); Las leyes, 715b, 715c, 715d (edición bilingüe, traducción, notas y estudio preliminar de J. M. Pabón y M. Fernández Galiano, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1960, tomo I, pág. 145).

[182] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, Del Estado ideal al Estado de razón, cit., pág. 18.

[183] Remite Fernández de la Mora a PLATÓN, La república, 500e, 500d y 501c.

[184] PLATÓN, El político, 293d, 293e, 302d (introducción, texto crítico, traducción y notas de Antonio González Laso, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1981, 2ª ed., págs. 61, 62 y 75).

[185] PLATÓN, El político, 301, 302e (ed. cit., págs. 73-74 y 76).

[186] PLATÓN, El político, 294b (ed. cit., págs. 62-63).

[187] ARISTÓTELES, Política, III, 6, 1279a (ed. cit., pág. 80).

[188] ARISTÓTELES, Política, IV, 3, 1325b; VI, 1, 1288b, 1289a, 1289b; VI, 11, 1295a, 1296b (ed. cit., págs. 117, 166-169, 186 y 189).

[189] Algunas afirmaciones de la Ética a Nicómaco, deben ser integradas con lo dicho en la Política, como la siguiente que Fernández de la Mora no consideró necesario mencionar: «Los regímenes políticos no son los mismos en todas partes, si bien sólo uno es por naturaleza el mejor en todas partes» (ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, V, 7, 1135a (ed. cit., pág. 81).

[190] Artículo de 17 de mayo de 1968, citado por Pedro Carlos GONZÁLEZ CUEVAS, La razón conservadora, cit., pág. 142.

[191] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, Pensamiento español 1964, cit., pág. 161.

[192] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, Del Estado ideal al Estado de razón, cit., pág. 25.

[193] Es lo que en algún momento dice de Dios: «Dios es incognoscible en la medida en que está más allá de la razón […]. Algo parecido acontece con la “cosa en si” […] sabemos que existe […] y nos vamos aproximando esforzadamente a ella […] [aunque] es irracional porque está allende la razón»: «Sobre lo irracional», Razón Española (Madrid), núm. 7 (1984), págs. 261-272, 263.

[194] «He dividido la humanidad en dos grandes grupos: uno, el de aquellos que viven según el hombre, y otro, el de los que viven según Dios. Místicamente damos a estos grupos el nombre de ciudades, es decir sociedades de hombres. Una de ellas está predestinada a reinar eternamente con Dios, y la otra, a sufrir un suplicio eterno con el diablo»: AGUSTÍN DE HIPONA, La Ciudad de Dios, XV, I, edición bilingüe de José Morán, O.S.A., Madrid, BAC, 1965, tomo 2.º, pág. 124.

[195] AGUSTÍN DE HIPONA, La Ciudad de Dios, XI, 28, 32, ed. cit., tomo 1.º, 1964, págs. 636, 643-644; XXI, 1, ed. cit., tomo 2.º, pág. 614.

[196] AGUSTÍN DE HIPONA, La Ciudad de Dios, prólogo, ed. cit., tomo 1.º, págs. 5-6; XIX, 17, ed. cit., tomo 2.º, págs. 495-496.

[197] AGUSTÍN DE HIPONA, La Ciudad de Dios, XIV, 28; XV, 2 y 29, 2; XIX, 17, tomo 2.º, ed. cit., págs. 115, 167, 126-127 y 494-496.

[198] AGUSTÍN DE HIPONA, La Ciudad de Dios, I, 35; XI, 1; XIX, 26, ed. cit., 1964, tomo 1.º, págs. 126 y 590; tomo 2.º, pág. 513.

[199] AGUSTÍN DE HIPONA, La Ciudad de Dios, XV, 2; XIX, 17, ed. cit., tomo 2.º, págs. 167 y 494-496.

[200] TOMÁS DE AQUINO, Suma teológica, I-II, q. 105, a. 1, ad 1-5. Cfr. edición bilingüe, Madrid, BAC, 1956, tomo VI, págs. 486-489.

[201] «Unde patet quod optima fuit ordinatio principum quam lex instituit», TOMÁS DE AQUINO, Suma teológica, I-II, q. 105, a. 1, resp. Cfr. ed. cit., pág. 486.

[202] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, Del Estado ideal al Estado de razón, cit., pág. 26.

[203] Ibid., pág. 41.

[204] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, La partitocracia, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1977, pág. 25.

[205] TOMÁS DE AQUINO, De regimine principum, I, 2, 8-10; introducción, versión y comentarios de Victorino RODRÍGUEZ, O. P., con el título de El régimen político, Madrid, Fuerza Nueva Editorial, 1978, págs. 28-32.

[206] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, Del Estado ideal al Estado de razón, cit., pág. 31.

[207] Como indica Fueyo, Hitlodeo es descrito como un hombre navegante a lo Platón, despegado de la realidad, pagado de sí mismo, sabio en su torre de marfil y su contradictor (Moro) un ignorante, (Tomás MORO, Utopía, en el volumen Utopías del Renacimiento, estudio preliminar de Eugenio Imaz, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 1982, págs. 44, 47, 48, 71 y 73.

[208] Tomás MORO, Utopía, ed. cit., pág. 138. Termina el libro con la decisión de Tomás Moro de no contradecir a Hitlodeo por no disgustarle y dejar para otra ocasión la discusión por extenso, aunque advierte que no le es posible asentir a todo lo dicho, sin negar que en Utopía hay muchas cosas que más desea que espera ver implantadas en nuestras ciudades (Utopía, ed. cit., pág. 138).

[209] Moro advierte que la ciencia de Hitlodeo «carece de experiencia y su conocimiento de las cosas está exento de toda ciencia»; defiende la política apegada a la realidad de las cosas en lugar de la política abstracta, a lo que Hitlodeo se opone y rebate el comunismo de Hitlodeo lo que provoca su respuesta tachando a Moro de ignorante (Tomás MORO, Utopía, ed. cit., págs. 48, 69, 70 y 73).

[210] Jesús FUEYO ÁLVAREZ, «Tomás Moro y el utopismo político», Revista de Estudios Políticos (Madrid), núm. 86-87 (1956), págs. 61-107, 89.

[211] Ibid., pág. 92.

[212] Ibid., pág. 94.

[213] Ibid., págs. 95-96.

[214] Ibid., pág. 96.

[215] Juan VALLET DE GOYTISOLO, Montesquieu. Leyes, Gobiernos y Poderes, Madrid, Civitas, 1986, págs. 270 y 274.

[216] Joseph DE MAISTRE, Considérations sur la France, Œuvres complètes, Lyon, Librairie Catholique Emmanuel Vitte, 1924, tomo 1, pág. 74.

[217] Ibid., págs. 74-75.

[218] Joseph DE MAISTRE, Étude sur la souveraineté, Œuvres complètes, cit., tomo 1, pág. 489.

[219] Ibid., págs. 494 y 551.

[220] «Es necesario recordar [que] la historia es el primer maestro en política, mejor dicho, el único […]. La historia es la política experimental, es decir, la única buena; así como en física cien volúmenes de teorías especulativas desaparecen ante una sola experiencia, del mismo modo, en la ciencia política ningún sistema puede ser admitido si no es el corolario más o menos probable de hechos bien comprobados». «La primera y quizá la única fuente de todos los males que padecemos es el desprecio de la antigüedad o, lo que es lo mismo, el menosprecio de la experiencia, mientras que no hay nada mejor que lo que ha sido puesto a prueba, como dijo muy bien Bossuet», Joseph DE MAISTRE, Étude sur la souveraineté, Œuvres Complètes, cit., tomo 1, págs. 426 y 451.

[221] Estanislao CANTERO NÚÑEZ, Auguste Comte, revolucionario a su pesar, cit., págs. 108, 115 y 136.

[222] Auguste COMTE, Plan des travaux scientifiques nécessaires pour réorganiser la société (1822), en Écrits de jeunesse. Suivis du Mémoire sur la cosmogonie de Laplace, edición de Paulo E. de Berrêdo Carneiro y Pierre Arnaud, París, École Pratique des Hautes Études y Mouton, 1970, págs. 274 y 275

[223] Enrique GIL Y ROBLES, Tratado de Derecho político según los principios de la filosofía y el derecho cristianos, Salamanca, Imprenta Salmanticense, 1902, tomo II, págs. 568, 574, 577 y 576.

[224] Un clásico de la filosofía política católica, Rommen, señalaba que la discusión sobre la mejor forma de gobierno es algo abstracto si no se refiere a la forma de gobierno relativamente mejor para la nación individual y que la discusión tenía que relacionarse necesariamente con la realización del bien común de cada nación en particular, porque en definitiva, es el bien común el fundamento de la legitimidad, cfr. Heinrich A. ROMMEN, El Estado en el pensamiento católico, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1956, págs. 575-576.

[225] Raymond ARON, Démocratie et totalitarisme, Saint-Amand, Gallimard (Idées, nrf), 1965, págs. 41-54.

[226] Es una idea reiterada. Así, en 1976 volviendo sobre una idea expresada anteriormente, explicaba que «el pensamiento político occidental» se ha caracterizado por sostener la «hipótesis de que existe el Estado ideal, o sea, una fórmula constitucional perfecta, válida para cualquier tiempo y lugar. Esta hipótesis, como creo haber demostrado, no sólo está contradicha por la experiencia, sino también por la especulación» (El Estado de obras, cit., pág. 7). Sintetizada en Río arriba, donde la considera su principal aportación al saber político, (Río arriba, cit., pág. 148).

[227] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, Del Estado ideal al Estado de razón, cit., pág. 30.

[228] Ibid.

[229] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, «Razón y legitimidad», Razón Española (Madrid), núm. 29 (1988), págs. 257-268, 258.

[230] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, «El intelectual y el político», Razón Española (Madrid), núm. 37 (1989), págs. 133-160, 146.

[231] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, Río arriba, cit., pág. 148

[232] Así, por ejemplo, lo había negado con Francisco Suárez, autor al que tenía gran estima (véase su comentario a la edición bilingüe de las Disputaciones metafísicas, Pensamiento español 1967, Madrid, Rialp, 1968, págs. 32-40): Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, comentario al libro III de Defensa de la fe, Pensamiento español 1965, cit., págs. 183-187); o con «la escuela jurídica española del siglo XVI» (Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, «Maeztu y la teoría de la Revolución», estudio preliminar a Ramiro DE MAEZTU, Frente a la Repúbica, Madrid, Rialp, 1957, págs. 11-109, cit., pág. 79).

[233] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, Del Estado ideal al Estado de razón, cit., pág. 48.

[234] Ibid.

[235] Ibid.

[236] Ibid., pág. 30.

[237] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, «Razón de Estado», Razón Española (Madrid), núm. 13 (1985), pág. 129.

[238] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, La quiebra de la razón de Estado, cit., págs. 22-24.

[239] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, «Maquiavelo, visto por los tratadistas políticos españoles de la Contrarreforma», Arbor (Madrid), tomo XIII, núms. 43-44 (1949), págs. 417-449. También, «El proceso del Padre Mariana», Anales de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas (Madrid), año XLV, núm. 70 (1993), págs. 221-267.

[240] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, «Razón de Estado», Razón Española (Madrid), núm. 13 (1985), págs. 130-131.

[241] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, «Contradicciones de la partitocracia», Razón Española (Madrid), núm. 49 (1991), págs. 153-204, 173.

[242] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, Razón Española (Madrid), núm. 55 (1992), pág. 246.

[243] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, El Estado de obras, cit., págs. 75 y 76.

[244] Ibid., pág. 44.

[245] Ibid., págs. 71 y 72. Como me lo resaltó Luis María Sandoval al leer las pruebas de este trabajo, se trata de argumentos de conveniencia y oportunidad, carentes de base científica.

[246] Una muestra en Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, «España y el fascismo», Verbo (Madrid), núm. 188 (1980), págs. 991-1029, 1028.

[247] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, El crepúsculo de las ideologías, Rialp, págs. 60-92; RTV, págs. 70-86.

[248] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, «La miopía de Fukuyama», Razón Española (Madrid), núm. 39 (1990), págs. 41-49, 47.

[249] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, «Las presuntas ideologías novísimas», Anales de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas (Madrid), núm. 69 (1992), págs. 233-243, 237-240.

[250] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, «La democracia antiliberal», ABC, 30/4/1980, apud Pedro Carlos GONZÁLEZ CUEVAS, «Ortega y Gasset en la obra de Gonzalo Fernández de la Mora, Razón Española (Madrid), núm. 141 (2007), pág. 51.

[251] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, «Las presuntas ideologías novísimas», Anales de la Real Academia de Ciencias Políticas y Morales (Madrid), núm. 69 (1992), págs. 233-243.

[252] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, El crepúsculo de las ideologías, Rialp, pág. 79; RTV, pág. 79.

[253] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, El crepúsculo de las ideologías, Rialp, pág. 31; RTV, pág. 36.

[254] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, Del Estado ideal al Estado de razón, cit., pág. 61.

[255] Ibid., pág. 60.

[256] Ibid., pág. 61.

[257] Ibid., pág. 53.

[258] Ibid., pág. 54.

[259] Ibid., págs. 60-61.

[260] Ibid., pág. 63.

[261] Ibid., págs. 78 y 79.

[262] Ibid., pág. 79.

[263] Ibid.

[264] Ibid., págs. 61 y 62.

[265] Ibid.

[266] Ibid., pág. 62.

[267] Ibid.

[268] Ibid.

[269] Platón, contra los sofistas, negaba el carácter de régimen (es decir, de Estado) a aquellos en que el poder se había logrado por la fuerza y de ese modo se ejercía; que tampoco son leyes rectas las que no se establecen en beneficio de la comunidad total de la ciudad, siendo su pretendida justicia un nombre vano; y la salvación de la ciudad depende de que los gobernantes sean siervos de la ley (PLATÓN, Las leyes, 715b y 715d, ed. cit. tomo I, pág. 145).

[270] Para Sánchez de Movellán, en Fernández de la Mora, «el Estado no es natural; es un artificio producto de la inteligencia» (Luis SÁNCHEZ DE MOVELLÁN, op. cit., pág. 216).

[271] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, Del Estado ideal al Estado de razón, cit., pág. 63.

[272] Ibid., pág. 69.

[273] Ibid., págs. 68 y 69.

[274] Ibid., pág. 68.

[275] Ibid., págs. 71-72.

[276] Ibid., págs. 77.

[277] Ibid.

[278] «El Estado de obras es una especie de lo que he llamado Estado de razón» (El Estado de obras, cit., pág. 8). Estado de obras «sinónimo de Estado de razón» (Río arriba, cit., pág. 150).

[279] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, El Estado de obras, cit., pág. 8.

[280] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, Del Estado ideal al Estado de razón, cit., pág. 78.

[281] Ibid., págs. 78-79.

[282] Ibid., pág. 79.

[283] Ibid., pág. 80.

[284] Ibid., pág. 81.

[285] Ibid., pág. 80.

[286] Ibid., págs. 81-83.

[287] Ibid., págs. 82-83.

[288] Ibid., pág. 84.

[289] Ibid., pág. 85.

[290] Ibid., pág. 86.

[291] Ibid., pág. 83.

[292] Ibid.

[293] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, Del Estado ideal al Estado de razón, cit., págs. 89 y 90.

[294] El orden es orden público (artículo de 1969, El Estado de obras, cit., pág. 250), la justicia equivale a justicia distributiva (ibid., pág. 252), el desarrollo es equivalente a incremento de renta nacional por habitante (ibid., pág. 250), el «bien común, [es] razonable nivel de vida justo y próspero» (Los errores del cambio, cit., pág. 43); «elévese la renta per capita, que casi todo lo demás se dará por añadidura» (artículo de 1968, El Estado de obras, cit., pág. 319).

[295] «En un sentido muy lato, hay quienes identifican el desarrollo con la humanización, es decir, con el perfeccionamiento total del individuo y de la especie; en un sentido estricto, es sinónimo de crecimiento sostenido de la renta nacional y de la renta por habitante […]. Esta postrera aceptación tiene dos ventajas principales: es de una precisión mensurable y, además, permite analizar separadamente otras dimensiones del cambio social, como la cultural y la política. Cuando se integra en el desarrollo la ideal consecución de todos los valores, acaso se simplifique la retórica de masas, pero se avanza poco en el análisis» (El Estado de obras, cit., pág. 115; se trata de un texto de 1975).

[296] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, Del Estado ideal al Estado de razón, cit., págs. 88-91.

[297] Así lo observó, entre otros, Juan VALLET DE GOYTISOLO, Ideología, praxis y mito de la tecnocracia, Madrid, 3.ª ed., Montecorvo, 1975, págs. 89-97.

[298] «Cada sociedad necesita una herramienta que, por lo pronto, le permita transformar la anarquía de los egoísmos en un orden de intereses compatibilizados. Para atender a esta urgencia angustiosa y primaria se diseña y fabrica el Estado» (Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, Del Estado ideal al Estado de razón, cit., pág. 64).

[299] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, Del Estado ideal al Estado de razón, cit., pág. 92.

[300] Ibid.

[301] Ibid., págs. 92-93.

[302] Danilo CASTELLANO, «El Estado racional», loc. cit., pág. 204. Pero en alguna ocasión Fernández de la Mora sostendrá que como el Estado y las formas de gobierno son puros instrumentos no cabe apreciar en ellos esencialidades sino solo accidentalidades (La partitocracia, cit., pág. 75).

[303] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, Del Estado ideal al Estado de razón, cit., pág. 95.

[304] Victorino RODRÍGUEZ, O. P., «Concepción cristiana del Estado», en Temas-clave de humanismo cristiano, Madrid, Speiro, 1984, pág. 300.

[305] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, Pensamiento español 1964, cit., pág. 159.

[306] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, «La ideología del contrato social», Razón Española (Madrid), núm. 113 (2002), págs. 263-281, 275-276.

[307] Ibid., pág. 267.

[308] Ibid., pág. 268.

[309] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, «La democracia orgánica en el municipio español», en AA. VV., Homenaje a Pedro Sainz Rodríguez, tomo IV, Estudios teológicos, filosóficos y socio-económicos, Madrid, Fundación Universitaria Española, 1986 (págs. 489-509), págs. 508 y 509.

[310] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, «Contradicciones de la partitocracia», Razón Española (Madrid), núm. 49 (1991), pág. 195.

[311] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, «La relatividad del Estado», en El Estado de obras, cit., pág. 17.

[312] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, Del Estado ideal al Estado de razón, cit., pág. 95; véase La partitocracia, cit., pág. 25.

[313] Dalmacio NEGRO PAVÓN, «Concepción del Estado», en Razonalismo, cit., pág. 196. Para SÁNCHEZ DE MOVELLÁN también «el Estado de razón es un modelo –que no arquetipo» (op. cit., pág. 165).

[314] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, «El intelectual y el político», Razón Española (Madrid), núm. 37 (1989), págs. 133-160, 160.

[315] Ibid.

[316] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, «¿Despolitización de Europa?» en Danilo CASTELLANO (ed.), Patrie, Regioni, Stati e il processo di unificazione europea, Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 1999 (págs. 75-80), pág. 80.

[317] Pedro Carlos GONZÁLEZ CUEVAS, El pensamiento político de la derecha española en el siglo XX, cit., pág. 203.

[318] Insiste en esa idea González Cuevas (Pedro Carlos GONZÁLEZ CUEVAS, La razón conservadora, cit., pág. 286).

[319] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, «Estructura conceptual del nuevo Estado», Razón Española (Madrid), núm. 56 (1992), págs. 263-336, cit. pág. 326.

[320] Ibid., cit. págs. 326-327.

[321] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, Los errores del cambio, Barcelona, Plaza y Janés, 1986, pág. 25 y passim.

[322] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, «Estructura conceptual del nuevo Estado», Razón Española (Madrid), núm. 56 (1992), págs. 263-336, cit. pág. 327.

[323] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, El Estado de obras, cit., pág. 257 (el artículo es de 14 de marzo de 1975).

[324] Estanislao CANTERO NÚÑEZ, «Una visión de la transición», loc. cit.

[325] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, El Estado de obras, cit., pág. 327.

[326] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, Los errores del cambio, cit., págs. 25 y 31.

[327] Ibid., pág. 45.

[328] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, Río arriba, cit., pág. 120.

[329] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, Del Estado ideal al Estado de razón, cit., pág. 95.

[330] Rafael GAMBRA, loc. cit., págs. 122-123.

[331] Puede verse mi crítica en Verbo (Madrid), núm. 227-228 (1984), págs. 1094-1098.

[332] tampoco encuentro ni una definición ni un concepto claro de lo que sea el razonalismo más allá de «teoría» de la razón elaborada por Fernández de la Mora o, más exactamente, reflexiones sobre la razón efectuadas por él. Goñi indica que le faltó explicitar el concepto de razonalismo (Carlos GOÑI APESTEGUÍA, op. cit., págs. 308-309). Tampoco Millán Puelles, en el artículo que le dedicó, extrajo del pensamiento de Fernández de la Mora una definición de razonalismo. Se contentó con decir: «Así designa nuestro autor la orientación fundamental y global de su pensamiento filosófico» (Antonio MILLÁN PUELLES, loc. cit., pág. 96). Sabremos, pues, que es algo que pertenece a Fernández de la Mora, pero no sabemos lo que es. Tampoco en ninguna de los autores que colaboraron a su libro homenaje hay una definición de razonalismo.

[333] Hay que remontarse a 1951 o 1956, si se prefiere, para encontrar una inequívoca manifestación sobre la benéfica influencia del Evangelio en la transformación de las sociedades y de los hombres, «seres creados por Dios a su imagen y semejanza, redimidos por la sangre de Cristo, portadores de un alma inmortal y destinados a gozar eternamente de su Creador», Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, La quiebra de la razón de Estado, cit., págs. 28 y 29.

[334] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, «Razón y sin razón de la muerte», Razón Española (Madrid), núm. 56 (1992), pág. 261.

[335] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, «Razón de la muerte», Razón Española (Madrid), núm. 98 (1999), págs. 257-260. Para González Cuevas, «el razonalismo parte del hecho de la evolución; el suyo es una especie de materialismo emergentista o de “evolución creadora”», aunque añade, «una interpretación del universo que no se oponía necesariamente al teísmo» (Pedro Carlos GONZÁLEZ CUEVAS, «A los treinta años. Gonzalo Fernández de la Mora y Razón Española», Razón Española (Madrid), núm. 182 (2013), págs. 263-287, cit., pág. 279).

[336] Goñi entiende que su concepción de la moral era naturalista y pragmática y que el individuo acaba «por ser subsumido por completo en la especie» (Carlos GOÑI APESTEGUÍA, op. cit., pág. 328).

[337] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, Pensamiento español 1964, cit., pág. 137.

[338] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, Pensamiento español 1968, cit., pág. 168.

[339] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, «La ideología del contrato social», Razón Española (Madrid), núm. 113 (2002), págs. 263-281, 270.

[340] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, Pensamiento español 1968, cit., pág. 171.

[341] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, «Región, nación y confederación», en Danilo CASTELLANO (ed.), L’Europa tra autonomie e integrazione, Napoli, Edizioni Scientifiche Italiane, 1994, págs. 57-79, cit., pág. 57.

[342] En la carta del editor del número 117 de enero-febrero de 2003 de Razón Española en que se publican, se dice que fueron escritas «hace ya más de un lustro».

[343] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, «El compromiso cultural del Estado», Razón Española (Madrid), núm. 117 (2003), págs. 13-29, 15.

[344] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, El Estado de obras, cit., pág. 112.

[345] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, Los errores del cambio, cit., págs. 15-16.

[346] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, El crepúsculo de las ideologías, RTV, pág. 132.

[347] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, «Razón y ética», Razón Española (Madrid), núm. 65 (1994), pág. 257.

[348] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, «Razón de la tradición», Razón Española (Madrid), núm. 111 (2002), pág. 5.

[349] Ibid., pág. 7.

[350] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, «Multiculturalismo y razón», Razón Española (Madrid), núm. 115 (2002), págs. 131-132.

[351] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, Del Estado ideal al Estado de razón, cit., págs. 68 y 69.

[352] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, «Razón ética y política», Razón Española (Madrid), núm. 17 (1986), págs. 257-258.

[353] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, Pensamiento español 1966, Madrid, Rialp, 1967, pág. 148.

[354] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, «Razón de vivir», Razón Española (Madrid), núm. 42 (1990), págs. 5 y 6.

[355] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, «La corrupción», Razón Española (Madrid), núm. 82 (1997), págs. 155-180, 155.

[356] Ibid., pág. 178. Basa el argumento en que la predicación cristiana ha perdido energía y, sobre todo, auditorio (pág. 178). Pero la regeneración moral ¿por qué ha de provenir de una ética laica? La historia acredita que el abandono de la moral cristiana conduce a una progresiva anemia moral de la sociedad, sin que ninguna supuesta ética laica haya sido capaz de invertir el proceso. La solución, pues, no puede provenir de ese complemento, sino de una actuación sobre sus causas profundas, con lo que, entre otras consecuencias, recuperará el vigor la predicación cristiana y se invertirá su efecto aumentando el auditorio. En todo caso, para ello es necesario defender y explicar la moral cristiana, pero nunca darla por derrotada e intentar complementarla con algo diferente, siempre menos exigente y de menor moralidad.

[357] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, El hombre en desazón, págs. 206-208.

[358] Carlos GOÑI APESTEGUÍA, op. cit., pág. 328.