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Número 551-552

Serie LV

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Alberto Caturelli

El filósofo Alberto Caturelli (1927-2016) ha sido, sin la menor duda, una de las grandes figuras de la filosofía cristiana en lengua española del último tercio del siglo XX y los primeros años del XXI. Nacido en la Villa del Arroyito, en Córdoba del Tucumán, fue profesor de la universidad de su docta capital e investigador del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). Organizó en 1979 el I Congreso Mundial de Filosofía Cristiana, en el centenario de la encíclica Aeterni Patris, de León XIII, que el padre Teófilo Urdanoz, O. P., reseñó para Verbo, y que –a lo que sé– no tuvo otra continuidad que dos ediciones sucesivas, en Monterrey (1987) y en Quito (1989), si bien en la Argentina entre 1981 y 1999 se celebraron –en buena medida por obra de Caturelli– los Congresos Católicos de Filosofía.

Su obra, expresión a la vez de laboriosidad y perseverancia, es rica y variada. Permítasenos destacar solamente algunos aspectos. En primer lugar, se le debe como a nadie la profundización en la historia de los estudios de filosofía en Córdoba (1992) y –más ampliamente– la Argentina (2001). Los tres eruditísimos tomos relativos a la primera tanto como el acabado y sintético consagrado a la segunda así lo exhiben. A los que deben añadirse las monografías sobre Félix Frías (1951), fray Mamerto Esquiú (1953) Leopoldo Lugones (1981), Saúl Taborda (1995) o su amigo monseñor Derisi (1984). En segundo término la reflexión sobre la compleja realidad del mundo hispanoamericano ocupó igualmente una línea importante de su quehacer, concretada sobre todo en dos libros, uno centrado en la América bifronte (1961) y otro volcado en el Nuevo Mundo (1991), acomunados no sólo materialmente sino aun formalmente por la perspectiva de ontología y filosofía de la historia que los preside. Precisamente aquí hallamos otro estrato fértil de su obra, que es dado ver en sus libros sobre El hombre y la historia (1959) y la filosofía de la historia de Donoso Cortés (1958). Destaca igualmente, a continuación, la preocupación por la metafísica, que refulge con carácter general en La filosofía (1961) y en Metafísica concreta (1964), pero también a través de su aplicación a temas particulares como el trabajo (1982), la libertad (1997) o el matrimonio (2005). Sin que quepa echar al olvido los tres volúmenes dedicados al pensamiento de quien siempre consideró su maestro, Michele Federico Sciacca, reflejado en el rubro esencial de la Metafísica de la integralidad (1990-1991). El ámbito práctico, moral y político, en quinto lugar, no está ausente de sus inquietudes. Aparece, en lo que toca a lo primero, en sus lecciones de filosofía moral tituladas Orden natural y orden moral (2011); así como, en cuanto a lo segundo, en el estudio de la figura tan señera como polémica de Maurras (1975) o en la crítica del liberalismo (2008), pero también en los avatares hodiernos de la Argentina: La patria y el orden temporal. El simbolismo de las Malvinas (1993). Las cuestiones educativas, para ir terminando, despuntan tempranamente en un libro sobre la esencia y la vida de la Universidad (1962). Pero le acompañan andando el tiempo más ampliamente en sus reflexiones sobre la filosofía cristiana de la educación (1982). Finalmente, y sin que el apretado elenco anterior agote todos los títulos de sus libros, la Iglesia y su situación presente no dejan de comparecer en la obra de quien es un filósofo cristiano y ahí está La Iglesia Católica y las catacumbas de hoy (1974) para mostrarlo. En La historia interior (2004), que tuve el honor de reseñar en estas páginas, desvela en clave autobiográfica y testimonial, con un estilo tenso y apasionado, una etapa importante de la vida argentina desde la propia experiencia personal.

Juan Vallet, quien desde el inicio acompañó y muy pronto tomó el relevo de Eugenio Vegas en la conducción de Verbo, consideraba a Michele Federico Sciacca uno de sus maestros. Probablemente con algo de exceso objetivamente, pero desde luego con toda verdad subjetivamente. Pues lo cierto es que Vallet, jurista de raza, que se abrió a la política por Eugenio Vegas, lo hizo a la filosofía por Santo Tomás (a través primero de Michel Villey). Pero el trato con Sciacca le abrió horizontes que le conmovieron profundamente en su ser. De ahí esa profesión de discipulado que, en cambio, en Caturelli era más propia y estricta. Así pues, Vallet y Caturelli, aunque esporádicamente, debieron encontrarse y tratarse unidos por el filósofo siciliano. Por eso, en 1991 cuando dedicamos la Reunión de amigos de la Ciudad Católica a conmemorar anticipadamente, para darle así más realce, el V Centenario del Descubrimiento y Evangelización de América, Vallet quiso invitar a Caturelli, junto con los inolvidables José Pedro Galvão de Sousa y Jean Dumont, a participar en la reunión, que tuvo lugar en Sevilla. Tanto a Galvão como a Dumont los conocía de antes. Al primero, desde 1984, cuando fue ponente en una reunión anterior de amigos de la Ciudad Católica. Lo mismo el segundo, por lo menos, si no antes, en 1987, en igual ocasión. En cambio fue entonces cuando pude conocer a Caturelli. Con el maestro brasileño, ligado íntimamente a la Comunión Tradicionalista, y con quien había intercambiado abundante correspondencia desde nuestro primer encuentro, disfruté de largas sobremesas en Madrid, antes y después del viaje sevillano, que emprendimos juntos en el coche de un jovencísimo Juan Cayón. Le acompañaba la devotísima Alexandra, su mujer, mucho más joven que él, y que hasta su reciente muerte nunca superó del todo la viudez que le llegó no mucho después de los recuerdos que estoy evocando. Se anudó entonces una amistad íntima que concluyó en la confesión que hizo un día a Ricardo Dip respecto de que ambos, él y yo, éramos sus verdaderos discípulos. Con el historiador francés, de una simpatía arrolladora, que vivía parte del año en Vejer de la Frontera, las gratísimas veladas sevillanas tuvieron algo de torrencial. De Caturelli guardo en cambio un recuerdo menos intenso. Venía con su mujer, Celia, discreta e inteligente. Como tenían un buen número de amigos en la Península que querían ver los acompañé menos. Sin embargo fue el inicio de otros muchos encuentros. En España, concretamente en Barcelona, en el congreso internacional de la SITA. En Buenos Aires, con ocasión de la Feria del Libro Católica. Incluso en el aeropuerto de Santiago de Chile, de donde él volaba a Méjico y yo volvía a España. También en Méjico, en los Foros Fe y Ciencia de la Universidad Autónoma de Guadalajara. Durante algún período la correspondencia fue frecuente, luego se fue espaciando. Cuando escribí una apretada reseña de los primeros cuarenta años de vida de la Ciudad Católica incluí una extensa lista de amigos y colaboradores. Y me olvidé de Alberto Caturelli. Caí en la cuenta cuando recibí una carta suya en la que me lo hacía ver de modo delicado y dolorido. Me excusé de inmediato y, en la primera ocasión que tuve, al reseñar –como he dicho– su autobiografía intelectual, lo confesé para dejar constancia escrita. En la nota posterior dedicada al medio siglo de Verbo puse especial cuidado en que su nombre compareciera junto con el de otros amigos queridos.

Son quince las colaboraciones de Alberto Caturelli en Verbo, a lo largo de veinte años, entre los años 1989 y 2009. Que tocan algunos de los temas nucleares de su obra: desde la interpretación del descubrimiento y evangelización de América a los problemas de la familia, la política o la religión. En concreto se ocupó también de algunos libros notables como el de Francisco Canals sobre la esencia del conocimiento, que comentó con competencia.

No ocultaré que me alejaban de Alberto Caturelli algunas de sus tesis, expuestas en sus textos sobre el Nuevo Mundo, que podríamos considerar encuadrables en la interpretación nacionalista. Y que se advierten en algunas de sus reconstrucciones históricas, como por ejemplo la de fray Mamerto Esquiú, que se esforzó en encuadrar en el campo tradicional cuando me parece que se trataba cabalmente de un conservador defensor de la Constitución de 1853. Tampoco compartía algunas de sus posiciones, a mi juicio en exceso benévolas, respecto de la crisis de la Iglesia por causa del modernismo y la actitud del pontificado romano ante la misma. Hombre afable y de maneras suaves, al mismo tiempo que firme en la defensa de lo que creía la verdad, particularmente la verdad religiosa, resultaba fácil acantonar las discrepancias y ahondar las coincidencias. Descanse en paz.

Miguel AYUSO